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Channel: JANIS – PORNOGRAFO AFICIONADO
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Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (21)” (POR JANIS)

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prostituto por errorHola, queridos lectores. Ante todo, me disculpo por esta tardanza, estos dos meses sin Sin títulosubir ningún relato a esta web, pero el contrato de verano a jornada partida lo hizo muy difícil. Así mismo, debía compaginar el poco tiempo libre con mi deber de madre y ama de casa, por lo que tuve que suprimir la escritura de mi agenda diaria. Bueno, solo me queda decirles que he vuelto de nuevo y con muchas ganas.

Si alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi nuevo correo:

la.janis@hotmail.es

Gracias a todos.

Janis.

¿Cómo seducir una top model en 5 pasos?

Manual básico para la O.M.C. (Organización de Misóginos Crédulos, n. º de registro: 772Y635K)

Introducción del autor.

Con la llegada de la sociedad moderna, – una sociedad de derechos inalienables – los ciudadanos del Primer Mundo han crecido en confianza, se superan cada día en sus logros, y enardecen totalmente sus posibilidades. Esto genera ciertas metas muy difíciles de lograr, pero que, en cierta manera, son necesarias para dar de comer a miles de psicólogos y psiquiatras. Para allanar las dificultades que estos voluntariosos individuos puedan encontrar en su camino, y, de esa forma, su esfuerzo sea equitativo ante la Ley y la Sociedad, se ha publicado este manual de aprendizaje. Se ruega encarecidamente que se empiece por el primer paso y se sigan los siguientes pasos en orden (no intenten ir directamente al último). El autor no se hace responsable de los resultados, sean los que sean.

El primer paso: La oportunidad.

Como es lógico, este apartado es indispensable, quizás el más importante de todos. Sin él, no se podría conseguir gran cosa. Es mucho más difícil ligarse a una de estas hembras protegidas trabajando de albañil, en el tejado de un edificio, que siendo un ejecutivo de una empresa de publicidad. Claro está que siempre quedaría la opción de tirarle una teja (no confundir con tirarle los tejos).

Por el consiguiente motivo, este manual va especialmente dedicado a las personas que trabajen en uno de los medios adecuados, en los que cruzarse a diario con una de estas míticas hembras es algo natural. Por ejemplo, pertenecer a una agencia publicitaria, al mundo de la pasarela, ser fotógrafo profesional, o al menos su ayudante, trabajar en una productora de televisión, e incluso, se acepta, trabajar en la restauración. Es bien sabido que estas famélicas señoras, tras devorar un insustancial plato de ensalada, suelen fijarse mucho en algún guapo camarero para aportar ciertas vitaminas a su escasa dieta.

Como ya se ha comentado, disponer de la oportunidad es vital. Nos permite observar, calibrar, espiar, babear… y preparar la estrategia a seguir. No es nada recomendable tirarse al ruedo sin pensárselo, sin haber planificado al menos una retirada honrosa, ya que se corre el riesgo de que alcen la nariz en una mueca de desprecio y le ignoren. Si algo así ocurre, es mejor vender el apartamento y mudarse a las antípodas. Su vida social acaba de caducar.

La planificación lo es todo. ¿Qué estrategia hay que seguir? ¿Cómo acercarnos? ¿Qué expresión utilizar para llamar su atención? ¿Qué respuesta darle en caso de que nos conteste? ¿Existe una verdadera salida honrosa? (Cuestiones desarrolladas en el anexo 1-A)

Y, por último, asumir una serie de consejos de las cosas que NO hay que hacer, si se dignan a mirarle o hablarle.

Por ejemplo:

NO pedirle un autógrafo.

NO morderse las uñas.

NO mirarle los senos, por muy al aire que los lleve.

NO recitarle un poema.

NO babear, ni balbucear.

NO comer delante de ella.

Y, por supuesto, NO declararle su amor.

Segundo paso: El chispazo.

Es el nombre que se le ha dado a la culminación de la oportunidad, la guinda del pastel. Aún disponiendo de la oportunidad, se necesita un buen chispazo para conseguir que la top se fije realmente en uno. Hablar de obtener un chispazo sin disponer de la oportunidad, es como si le hubiera tocado el euromillón y la quiniela futbolística, todo junto para usted solo; algo fantasioso.

Se puede conseguir ese chispazo de diferentes formas y estilos, sea utilizando recursos adquiridos (entrenados o estudiados) o bien, aptitudes naturales. Entre los primeros destacan tener un buen repertorio de chistes y, además, ser bueno contándolos, porque hay que conseguir destornillarla de risa, o bien ser un excelente masajista con conocimientos fisioterapéuticos, que es otro de los recursos con más éxito.

En cuanto a las aptitudes naturales, se refiere, principalmente, a disponer de un físico envidiable, unos bonitos ojos azules o verdes, o quizás un miembro que parezca la barra de un paso a nivel (eso también ayuda un montón).

Tradicionalmente, el chispazo siempre ha ocurrido, proveniente de dos escuelas: el chispazo neardental y el chispazo artístico. Analicemos sus particularidades:

El chispazo neardental ha sido muy utilizado, a lo largo de la historia, por muchos ilustres personajes, desde reyes a piratas. Se suele utilizar el secuestro, el chantaje, el acoso, el derecho de pernada, el truco de la dote y, en todo caso, la fuerza y la coacción. Sin embargo, es un chispazo que garantiza solo un interés efímero y pasajero, aunque pleno.

El chispazo artístico es mucho más sutil y seductor, pues incluye habilidades plásticas diversas, como poesía y lírica, música y baile, ser capaz de pintar un cuadro, batirse a duelo por ella, o bien tener pasta como para enterrarla en ella (recurso muy utilizado desde Aristóteles Onassis, que hay que ver las titis que se llevaba siendo más feo que el Tato).

Sea de la forma que sea, la oportunidad, unida al chispazo, garantiza, casi siempre, la primera cita, el primer encuentro… el nacimiento de una semilla que hay que cuidar con todo esmero.

Tercer paso: La reinvención.

Sin embargo, un primer encuentro no garantiza ningún éxito, salvo la grata bonificación del momento. Como decía el maestro Casanova: “Hay que golpear en caliente, cuanto antes.” Se recomienda encarecidamente que tras una primera impresión exitosa, se vuelva a repetir la ocasión en las siguientes cuarenta y ocho horas.

Teniendo en cuenta la actitud adoptada en el primer encuentro, es inadecuado reincidir en su uso. Es decir, que si en la primera velada, le ha contado los cien mejores chistes de Eugenio, ni se le ocurra jugar de nuevo la pieza del humor. Le tomaría por uno de esos cómicos charlatanes de Tele5, con lo cual, se esfumaría su oportunidad.

Se propone alternar una faceta de la personalidad, asumiendo una actitud totalmente diferente. Si en la primera velada, ha estado amable y agradable, en la segunda, intente parecer preocupado y distante, o bien desolado e histérico. Llévela a pensar que su vida está atravesando varias trayectorias difíciles, que le permiten mostrarle las diferentes caras de su personalidad. Eso encanta a cualquier mujer, garantizado.

Debe de tener en cuenta que este admirado tipo de mujeres es muy voluble, acostumbradas a los caprichos y a los grandes cambios. Lidian a diario con personas influyentes que les ofrecen cuanto pueden desear. Así que debe reinventarse en cada encuentro. Debe ser una persona con una personalidad base, que ancla las distintas facetas que ha desarrollado para la ocasión. Piense que estas fabulosas mujeres no desean la rutina; de hecho, la odian. Detestan la cotidianeidad y la falta de estímulo.

Si buscaran seguridad y una vida sedentaria, se casarían con un alto directivo o con el director de su banco. ¿Ha visto usted alguna top casada con un sujeto así?

Este paso es uno de los más difíciles, porque implica un fuerte aprendizaje y preparación. Hay que practicar ante el espejo para llegar a poseer dos o más vertientes del carácter, que sean creíbles. Sin embargo, en el anexo correspondiente (1-B), se especifican varios ejercicios para aumentar el carisma natural, así como otros de dicción y poses corporales.

Con este juego de roles, se busca atraer la atención de la top, haciéndole ver que no tiene porque cambiar de compañía para buscar nuevos horizontes. Debe demostrar que es usted una persona multifacetada y multitarea, por supuesto. Aún a pesar de su ritmo de vida como diva y mujer de ensueño, debe saber que cualquier modelo es, en el fondo, una mujer retraída, que desea la intimidad con fuerza. Han crecido muy rápidamente, dejando la timidez y la solitaria observación de sí mismas a un lado, olvidadas, y, por ello, anhelan estas cosas calladamente.

Por eso mismo, cuando encuentran a alguien que sea capaz de ofrecerles varios aspectos de la vida, le preferirán inconscientemente, deseosas de mantener una intimidad más reducida.

En una palabra, si disponen de un entrenador que les sirva para el aerobic, la gimnasia, la natación, el tenis y la defensa personal, ¿por qué buscar uno para cada una de estas disciplinas?

El problema que tiene este paso es la capacidad imaginativa. Las personas adecuadas para esta actividad, denominadas como gente guapa, no suelen disponer de esta característica. Debido a su aspecto agraciado, no han tenido que desarrollar su capacidad imaginativa, consiguiendo fácilmente lo que necesitaban “por su cara bonita”. Los que si han desarrollado esta imaginación, adolecen del rasgo físico necesario para llamar la atención, o sea, son llamados canijos y freakies.

Sin embargo, con entrenamiento y técnicas adquiridas, se puede alcanzar un grado medio de imaginación, que le permitirá reinventarse cuando le sea necesario.

Cuarto paso: Romper el molde.

Al llegar a este paso, se dispone de una top model bastante interesada en el sujeto, pero que aún exhibe una tremenda fragilidad frente a cualquier ataque exterior. Ha alcanzado cierto grado de confianza con la que habrá obtenido su número de teléfono, su dirección, e incluso su talla de copa. Pero aún puede llegar alguien más interesante y arrebatársela.

Aún debe seguirla a eventos y fiestas, en los que son extremadamente vulnerables. Piense que, al igual que usted, hay otros depredadores rondándola.

Este paso pretende anular esta posibilidad. Debe demostrarle que es capaz de realizar el acto más inverosímil y asombroso para llamar su atención. Ella debe saberlo y usted debe demostrárselo. Es un toma y dame, una simbiosis espiritual que les unirá y reforzará.

Pero, es mi deber advertir que es un paso muy delicado y costoso, y no solo económicamente. Se debe estar muy seguro de lo que se pretende, pues, al dar este paso, no suele haber marcha atrás. Es todo o nada. Ha cruzado el punto de no retorno.

Romper el molde en la relación con una top model, significa llevar a cabo un acto tan bárbaro y sorprendente, que impedirá que ella se olvide jamás de usted. Con respecto a la naturaleza de este acto, depende totalmente de la top, por supuesto. Hay chicas que le gustan los chicos buenos y chicas que gustan de chicos malos. Pero también hay chicas que no gustan, en absoluto, de los chicos.

Lo único que tienen que tener claro es que cuanto más costoso, bizarro y extravagante sea el acto, mayor será el impacto sobre ella.

En el anexo 1-C, se lista una serie de ideas preestablecidas para este paso, entre ellas los clásicos como regalarle un portaaviones para San Valentín, u organizar una misa negra para su cumpleaños sorpresa.

Ideas que le garantizarán el que jamás olvide ese día y, por supuesto, su nombre.

Es natural que en este apartado, en particular, triunfen las personas ricas e influyentes, más que los Don Juanes. Siempre es mucho más fácil obtener recursos con dinero y poder. Por eso mismo, se puede observar la cantidad de mujeres espectaculares que salen con vejestorios forrados, o simplemente responder a la siguiente pregunta: ¿Por qué las amantes de los ricos están tan buenísimas?

Quinto paso: La negación.

Este quinto y último paso, es quizás el más fácil de todos, pero, a la misma vez, es el que requiere más fuerza de voluntad, puesto que ya habrá llegado a un grado de intimidad en el que se implica el contacto físico. La top estará prácticamente deslumbrada por su talante y su inventiva, por cuanto sabe de la vida y, todo sea dicho, por lo que es capaz de ofrecerle. Si las técnicas aplicadas se detuvieran en ese punto, se conseguiría lo que cualquier magnate, incluido Hugh Hefner, de la mansión Playboy, ha obtenido mediante el dinero y el poder.

Pero con este manual, se quiere ir más allá; alcanzar la oportunidad que cualquier persona, hombre o lesbiana, desea: seducir completamente a una top model, hasta poder vivir de ella.

Si, han leído bien. Conseguir el premio gordo, el nirvana…

No solo que le desee y le quiera, que le respete y le admire, sino que no quiera su dinero, ni sus influencias, que le retire de la vida laboral y que se haga cargo de sus necesidades; en suma, que le convierta en su mantenido.

Quizás sea el momento de beber un poco de agua. ¿No? ¿Estás bien?

Entonces, continuaré.

Antes de dar este último paso, se encontrará en una situación que quizás le satisfaga totalmente. Tendrá su reconocimiento y su interés. Puede que incluso viva en su casa, pero ¿tendrá su amor? Rotundamente NO. Por eso, antes me he referido a este paso como el que necesita más fuerza de voluntad. Ha sido duro y tedioso llegar hasta aquí. Ambos lo sabemos. Bueno, pues ahora es el momento de abandonarlo todo, de negarlo, de decirle a esa maravillosa hembra que no puede seguir así y que lo mejor es separarse de ella.

¿Loco? No, no estoy loco.

Simplemente la mente de una mujer funciona así. Retienen perfectamente los momentos más álgidos de su vida, tanto los buenos como los malos. Esto marca los límites de sus valores, lo que anhelan y lo que odian, y hasta donde serán capaces de llegar.

La negación, siempre llevada a cabo de forma que la tome por sorpresa, la dejará apabullada, aturdida, y desconsolada. No dejará de pensar en usted, en las razones que le ha dado para dejarla (razones debidamente estructuradas para que sean apenas explicativas. Ver 1-D), y en todo cuanto ha experimentado junto a usted. Esto se convertirá en una espina clavada en su mente, la obsesión sobre la que girará su vida desde ese momento.

Se aconseja no darle totalmente de lado, porque se corre el riesgo de convertir esa obsesión en un despecho, y entonces el problema sería para usted, pues no hay peor enemigo que una mujer despechada. Ya lo decía Platón…

Aquí está la dificultad. Hay que promediar perfectamente las intervenciones para que sean punzantes recordatorios de su figura, pero, al mismo tiempo, esperanzadores destellos. Por ello, debe mantenerse correcto y distante, no aparecer nunca con otra mujer, poner expresión de sufrimiento y entereza, y, sobre todo, lucir con el mejor aspecto. La modelo pasará, gracias a estos fugaces vistazos, por varios estados sentimentales, primero de rabia y ofuscación, dependiendo del grado de humillación que le haya causado, para pasar a una ligera depresión y abatimiento. Luego, cuando empiece a recuperarse, si ha jugado bien sus cartas, no hallará solaz alguno en los siguientes hombres que conocerá. Ninguno ganará en las comparaciones, porque usted la ha marcado permanentemente con los cinco pasos.

Solo necesitará un suave acercamiento para que la modelo regrese a sus brazos, desprovista de cualquier aire de diva, suya para siempre, desesperada por agradarle y amarle.

¡Que la disfrute!

El autor: Cristóbal Heredia Jiménez.

 

Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (23)” (POR JANIS)

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me darías¿Con qué fantaseas, querida?

Sin título— Pero… pero ¿cómo vamos a marcharnos así como así? – balbuceó Zara cuando su amante le dio la noticia.

— Tranquila. Ya he avisado a la agencia y me he permitido darnos vacaciones a las dos, que para eso soy la jefa, niña – respondió Candy, luciendo una amplia sonrisa sardónica.

Se encontraban en la cafetería 52’s, en los bajos del propio edificio de la agencia, tomando café y bollos, a las diez de la mañana. Muchos clientes las miraban de reojo, alegrándose la mañana al contemplar aquellas dos bellezas. Una era joven, una espigada mulata de trenzados cabellos; la otra iniciaba la madurez, bella y elegante, con una bien cuidada melena de mechas claras.

Los habituales estaban acostumbrados a ver estas despampanantes mujeres recalar en la cafetería, provenientes de la célebre agencia instalada en los pisos superiores, pero eso no quitaba que sus ojos se convirtieran en verdaderas cámaras fotográficas, intentando retener en la memoria aquellos rasgos y curvas.

Zara se quedó mirando a los ojos de Candy, intentando adivinar si le estaba gastando una broma, pero la ex modelo parecía muy seria y cabal. Mordisqueó el bollo que tenía en la mano y cogió delicadamente el asa de su taza. Cuando terminó con el ritual mañanero, se giró totalmente hacia su jefa.

— ¿Quieres que nos vayamos de vacaciones en dos horas? ¿A dónde?

— Ah, eso es una sorpresa.

— ¡Pero tengo que ir a casa, hacer las maletas, buscar el pasaporte, y decírselo a mi madre, al menos!

— El neceser y una maleta con algo de ropa veraniega es suficiente. Iremos de compras allí…

— ¿Allí dónde?

Candy meneó la cabeza, siempre sonriente. Zara sabía que era especial para las sorpresas. Cuando se le metía una cosa entre los ojos, se convertía en una simpática arpía.

— Solo te diré que nuestra primera escala será Los Ángeles.

Esa pista y la mención a la ropa veraniega hicieron pensar a la mulatita. ¿Hawai o alguna isla del Pacífico? Seguramente. Sonrió a pesar de todo. ¿A quien no le gustaría ir a Hawai? Atrapó una de las manos de Candy y la apretó con dulzura, como si consintiera a dejarse llevar por su travesura.

Candy la llevó a casa en su coche. Durante el trayecto, llamó por teléfono a su madre, la cual se encontraba dando clase en Juilliard. Tuvo que inventarse muchos detalles para tranquilizarla, lo que arrancó una sonrisa a la callada Candy, pero finalmente Faely consintió en dejarla marchar. Tampoco es que tuviera demasiadas opciones, en fin. Al llegar al loft, Candy se ocupó de escoger la ropa que llevaría su chica mientras ella buscaba el pasaporte y cuanto necesitaba para salir del país. Veinte minutos más tarde, se dirigían al aeropuerto de Laguardia y Zara no había podido despedirse ni siquiera de su primo Cristo.

— ¿No piensas decirme el destino? – preguntó la joven mulata, acomodándose en su asiento del Boeing 737, en primera clase, por supuesto.

Candy sonrió, se inclinó sobre ella y le dio un rápido beso antes de sentarse a su lado. Después, negó con la cabeza.

— Haremos un transbordo en Los Ángeles. Puede que allí te de una nueva pista.

— ¡Que mala eres! – espetó Zara, arrugando la nariz en un gesto frustrado.

Sin embargo estaba tan nerviosa y excitada como una colegiala en su primer viaje a solas. Bueno, realmente, Zara era una colegiala, al menos por su edad; había cumplido dieciocho años semanas antes. De otra forma, habría tenido que disponer de un permiso materno para viajar fuera de Estados Unidos, y de eso estaba totalmente segura, Candy pensaba llevarla fuera del país. Se abrochó el cinturón al sentir aumentar la vibración del motor y tomó la mano de su novia, sonriente. ¡Ahí vamos!, pensó.

Almorzaron divinamente durante el vuelo: ensalada de canónigo con fresas y queso blanco, y de plato fuerte un lomo de fletán en salsa de hinojo y setas. Candy pidió champán para regarlo todo. Compartieron los bombones helados del postre haciéndose carantoñas, bajo las interesadas miradas de dos maduros ejecutivos, y acabaron enganchadas a una comedia romántica que las deleitó, manteniendo sus manos unidas y las cabecitas recostadas la una contra la otra.

Seis hora más tarde, se posaron en aeropuerto internacional de Los Ángeles, o LAX como lo llaman los del lugar (pronunciando las letras separadas). Candy comprobó el tablón de vuelos que se podía ver desde la sala VIP donde estaban sentadas, confirmando su transbordo. Zara solo podía mirarla y elucubrar nuevas teorías, con la curiosidad royéndole las orejas y las mejillas.

— No cambies la hora del reloj – le dijo su jefa al verla tocar su muñeca.

— Pero son tres horas de diferencia, Candy.

— Donde vamos son aún más.

— ¿Dónde coño vamos? ¿A la Luna?

Solo una sonrisa fue la respuesta.

— El vuelo aún tardará una hora, mi vida – susurró Candy al oído. – Vamos a los lavabos…

— He ido hace poco – respondió Zara, sin entenderla.

— Tonta, había pensado en imitar a Sylvia Kristel en Enmanuelle, solo que el lavabo de un avión es como un puto ataúd de estrecho. Es mejor en tierra, ¿no crees?

— Guarra – musitó Zara con una amplia sonrisa.

Caminaron hasta el cercano y lujoso lavabo de la sala VIP, siempre de la mano, y se introdujeron en una de las amplias cabinas. Estas, a diferencia de las otras instalaciones sanitarias del aeropuerto, no estaban construidas con mamparas de cartón prensado, sino con auténticas paredes alicatadas de verde pálido. Todo parecía singularmente limpio, oliendo a desinfectante y a lavanda. Las dos mujeres se abrazaron nada más cerrar la puerta, y unieron sus labios entre leves suspiros. Las bocas se devoraron mutuamente, intercambiando saliva y sensuales giros de lenguas. Candy se separó unos centímetros, recuperando aliento, y dijo:

— Llevo toda la mañana caliente con tantas manitas. Tenía unas ganas locas de meterte mano.

— Me gusta mucho cuando te vuelves soez.

— Lo sé. A tu madre le pasa lo mismo…

— Calla – susurró Zara, posando su mano en la nuca de su jefa y atrayéndola hasta su boca.

Candy la empujó contra la pared, echando sus caderas hacia delante, buscando frotarse contra su amada intensamente. Ambas vestían pantalones, Candy livianos y oscuros, de vestir, con perneras amplias; Zara tejanos cortados por debajo de las rodillas, con lo cual las manos se volvieron ansiosas, intentando encontrar una abertura. Finalmente, Candy optó por dejar las nalgas de su novia y levantarle la camiseta malva de Hello Kitty que lucía, para dejar sus prietos senos al aire, aunque cubiertos por un mono sujetador lila.

Zara jadeó con aquel impulso y empujó la cabeza de su amante hacia su pecho.

— Muerde…

Candy no se lo hizo repetir y mordisqueó el nacimiento del pecho y el canalillo, entre gemiditos de Zara. Sus dedos bajaron la tela de la copa, dejando los oscuros pezones al descubierto. Sus labios y sus dientes se apoderaron inmediatamente de aquellos dos puntos sensibles.

— Me encantaría que estuvieras preñada para sacar leche de estas tetas, amor – confesó Candy en un jadeo.

— Pues préñame cuando quieras… sabes que haré por ti lo que me pidas…

— Algún día, putita, algún día…

Mordió el pezón derecho con fuerza, haciendo gritar a Zara, quien le echó los brazos al cuello, adelantando la pelvis al mismo tiempo. Los dedos de Candy se atarearon en el botón de la bragueta del tejano. Dobló las rodillas, acuclillándose ante su chica, quien dejó reposar completamente la espalda contra los azulejos. Las puntas de los dedos de Zara masajeaban el cráneo de su amada, acariciando las raíces caobas de su cabello, mientras respiraba cada vez más agitadamente, embargada por una súbita lujuria que hacía mucho que no sentía. Candy acabó por desabotonar el pantalón vaquero que parecía querer resistirse y, de un tirón, lo bajó hasta los tobillos de Zara. Pero, aún así, no quedó satisfecha. La mulata no podía abrirse totalmente de piernas, por lo que acabó sacando una pierna de la joven de la prenda, dejando ésta tirada por el suelo, sujeta al tobillo izquierdo.

La braguita lila era minúscula sin ser un tanga y reveló una mancha de humedad cuando pasó el dedo sobre ella. Candy sonrió. Zara se mojaba como ninguna otra amante que hubiera tenido. Era toda una fuente bien aromática. Apoyó su recta nariz contra la prenda, olisqueando largamente el penetrante efluvio al mismo tiempo que acariciaba con el apéndice nasal la vagina aún oculta.

— Comételo ya – protestó Zara suavemente.

Asintiendo, Candy apartó la prenda con un dedo. Con un dedo de la otra mano, abrió los húmedos labios mayores, procediendo a deslizarlo entre ellos muy lentamente. El índice quedó mojado y arrancó un quejido de los labios de la mulata, la cual había apoyado la cabeza contra el muro, cerrando los ojos.

Candy nunca se daba prisas en devorar la vulva de su amor. Contemplar aquella maravilla totalmente depilada era un privilegio que nadie más tenía. Era suya, de su propiedad, y de nadie más. Aquel coñito chocolateado e inflado por el deseo chorreaba por y para ella.

Manipuló levemente el clítoris hasta inflamarlo y sacarlo de su capuchón de piel. Las piernas de Zara se abrieron aún más y sus dedos presionaron la cabeza de Candy. Estaba muy deseosa. Pronto gruñiría si no hundía su boca allí. No la hizo esperar más. El lametón fue muy lento, presionando la lengua bien fuerte contra el sensible tejido. Degustó todo el fluido que impregnaba la vulva, con avaricia. Las piernas de Zara temblaron.

— Ooooh… Dios… Candy…

La punta de la lengua se internó en su vagina, buscando más perlas húmedas de exótico sabor. Sus dedos abrieron los labios para dejar más espacio. El sonido acuoso de su lengua en movimiento la enervaba siempre. Lo consideraba sucio y degradante, terriblemente morboso. Siempre había sido así, desde que se comió su primer coño en el internado. Tenía doce años y su partenaire pasaba de los cuarenta.

Sor Amelie… aún recordaba su sabor.

Apoyó sus propios labios con fuerza, abarcando casi todo el pubis para aspirar con pasión. Su lengua, endurecida y aplanada, se posó sobre el clítoris, aplastando toda aquella zona. El experto movimiento conjunto de la lengua y de su aspiración hizo temblar el pequeño órgano que no paraba de crecer. Zara casi se cayó de rodillas al recibir el estímulo. Quedó espatarrada, con el trasero pegado a la pared y el pubis contra la boca de su amante, sujeta tan solo por aquellos dos puntos. Su boca estaba abierta como si quisiera gritar pero ningún sonido brotó de entre sus labios, tan solo aspiraba aire con mucha rapidez.

Candy sabía lo que venía a continuación. En ese aspecto, Zara era muy impresionante, pero jamás le había sucedido tan rápidamente como en esa ocasión. Habitualmente, la mulata aguantaba un buen rato. Introdujo el dedo corazón de su mano izquierda hasta el nudillo en el interior del lubricado coñito. Con el índice y el pulgar de la mano derecha abrió la vulva que latía, lo suficiente como para aplicar perfectamente sus labios sobre el torturado clítoris. Entonces, adoptó un ritmo sosegado pero sin interrupción. Pistoneaba profundamente con su dedo al mismo tiempo que aspiraba y mordisqueaba suavemente el botón de la gloria. Zara echó las caderas hacia delante en una respuesta primaria y bestial. Gruñó roncamente algo inteligible. Dos segundos después, la pelvis de la mulata se contraía fuertemente, afectando a los músculos del vientre y los de la baja espalda. Agitaba sus caderas como si estuviera montando un toro de rodeo, con casi el mismo esfuerzo.

Los ojos cerrados, la nariz comprimida, la boca entreabierta. Su rostro era un poema de puro goce. Candy no podía verlo en aquel momento, pero lo había estudiado una y otra vez, incluso lo había grabado para verlo con detenimiento. Se lo conocía a la perfección y lo imaginaba claramente guiándose solo por los resoplidos de su novia. En ese momento, tenía bastante para mantenerse con la boca pegada al divino coño de su novia, que se agitaba casi como una epiléptica, solo que de cintura para abajo.

Las caderas morenas se agitaron, ondularon más bien, en un paroxismo que se incrementaba con la llegada de éxtasis. Ya no era solo la pelvis, sino que la cara interna de los muslos vibraba con pequeños espasmos que endurecían los músculos. La primera vez que Zara se había corrido con aquella intensidad, Candy creyó que le estaba dando un ataque. La garganta de Zara inició un profundo gemido que su amante conocía bien. Aquel nasal “uuuuuhhh” anunciaba, a bombo y platillo, que el orgasmo subía como un cohete desde las terminales nerviosas de los dedos de los pies y de su coxis.

Como colofón, Candy insertó también el dedo índice junto al corazón en el empapado coño, e intentó morder más fuerte el clítoris, pero se le escapaba debido a los auténticos saltos que estaban dando las caderas. Zara giró el rostro hasta casi apoyar una mejilla en la pared, sus dedos tironearon del cabello de su novia con fuerza y sus muslos se cerraron con un fuerte espasmo sobre el rostro de Candy. El gemido se convirtió en un grito corto y vibrante y luego en un ronco jadeo mientras su trasero resbalaba hasta quedar espatarrada en el suelo.

— Mala puta… vas a m-matarme – gimió, aún con los ojos cerrados.

— Mientras que sea de placer, ¿Qué más da? – dijo Candy con una risita, mientras se ponía en pie y se desabrochaba el pantalón.

Una vez despojada de la prenda, se sentó sobre la tapa cerrada del inodoro. Zara aún estaba sentada en el suelo, con las piernas abiertas, recuperando el aliento. Candy la miraba y pasaba su mano sobre el culote amarillo que aparecía tan empapado como el de su amante.

— Ya sabes como lo quiero, vida… muy lento y muy suave… como un aleteo de mariposa – susurró, alzando los pies y bajándose la prenda íntima.

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El nuevo aparato era otro Boeing, pero esta vez un inmenso 777 de Delta Air Lines. Tuvieron que trasladarse hasta la terminal 5 y fue entonces cuando Zara descubrió el destino del vuelo.

— ¿Sydney? ¿Vamos a Australia? – se asombró, cruzando el pasillo neumático.

— No, jovencita. Será solo otro transbordo.

— Dios, me siento como Amelia Earhart. Voy perdida.

— ¿Acaso te importaría perderte conmigo?

— Sabes bien que no, cariño.

No había muchos pasajeros en primera clase. Un par de curtidos japoneses con ojillos de tiburón de finanzas, una elegante anciana con un estirado acompañante mucho más joven, y lo que parecía los componentes de un grupo de rock duro, vestidos extravagantes y con melenas grasientas y absurdas. El vuelo duraría unas catorce horas, sin escala, así que Candy consiguió que les cambiaran sus asientos por otros más adelantados. De esa forma disponían de algo más de intimidad, pues se encontraban fuera del paso de los viajeros y solo las azafatas rondarían por allí. Podrían tumbar las butacas hasta su tope y dormir un buen rato sin ser molestadas, incluso abrazadas si lo deseaban.

Se durmieron en cuanto las sonrientes auxiliares sirvieron la cena. Estaban realmente cansadas del largo viaje. Estuvieron dormitando unas buenas siete horas, hasta que la forzada postura de las butacas las obligó a levantarse. Fueron al cuarto de baño por turnos para asearse algo y lavarse los dientes. Leyeron la prensa en el portátil de Candy, vía satélite, y tomaron un buen café. Una hora más tarde, se sirvió el desayuno.

Cuando llegaron al aeropuerto internacional Kingsford Smith, Zara estaba a punto de saltar del avión, nerviosa por un vuelo tan largo. Candy, mucho más acostumbrada a volar, había intentado distraerla de muchas formas, pero ninguna conseguía serenarla lo suficiente. El sol australiano del mediodía las bañó al bajar las escalerillas. Un autobús esperaba a los pasajeros en la pista.

— ¿Y ahora qué? – preguntó Zara, un tanto molesta, mientras hacían cola para pasar la aduana.

— Ahora almorzaremos en un buen hotel donde tendremos una habitación para ducharnos y descansar un poco. A media tarde, tomaremos otro vuelo.

El bufido de Zara indicó perfectamente que estaba harta de volar y que no aguantaría mucho más.

— No te preocupes, cariño. Será un vuelo corto.

— ¿Por qué no me dices dónde vamos?

— Bueno, te lo diré mientras almorzamos.

Una hora más tarde, ambas estaban sentadas en una coqueta terraza llena de grandes parasoles blancos y un chico joven, vestido de rojo, les servía un delicioso y frío vino blanco. Inspeccionaron la carta y pidieron.

— Bien, ¿vas a contármelo? – preguntó Zara, degustando su vino.

— Vamos a Laut Arafuru, unas pequeñas islas de Indonesia entre Timor Este y el norte de Australia. Concretamente a una isla casi virgen.

— ¿Qué vamos a hacer allí si está vacía?

— Paz y tranquilidad, cariño. Ah, y una sorpresa te espera.

— ¿Una sorpresa? ¿De qué se trata?

— Ya lo verás. Te aseguro que aunque la isla esté desierta, no te vas a aburrir en lo más mínimo.

Tras el almuerzo se tumbaron en la cama de su suite para descansar una hora. Se estuvieron besando un buen rato, pero ninguna de las dos tenía ganas de pasar de ese punto, evidentemente cansadas. Tras dormitar un buen rato, se ducharon juntas, se asearon y cambiaron de ropa. El teléfono de la habitación sonó y Candy lo tomó rápidamente.

— Tenemos un taxi esperando abajo. Nos llevará al aeropuerto de nuevo.

El taxi no las llevó a la terminal internacional, sino a una zona del aeropuerto donde se ubicaban vuelos privados. Un mozo las condujo hasta un hangar donde se encontraba un jet Cessna pequeño y elegante. El piloto las estaba esperando a pie de escalerilla. Se presentó como capitán Elliott y estaba dispuesto a despegar. Cuando subieron al aparato, saludaron al copiloto y a una auxiliar muy joven y bajita. Diez minutos después, estaban en el aire. La voz del piloto les informó que el avión haría una breve escala en Darwin, en la costa norte, para repostar.

El viaje fue divertido esta vez. La auxiliar, que se llamaba Ellen, era una máquina de contar divertidos chismes. También había a bordo un excelente Shiraz australiano. El tinto ferroso era realmente de primera para un paladar entendido como el de Candy. Durante la breve escala, Ellen las aconsejó bajar hasta la pista, donde compartió un porro de marihuana con ellas, entre risas.

Tras casi cuatro horas de viaje llegaron a destino. Zara sabía que era una isla, pero la oscuridad de la noche no le había permitido distinguir el océano o el pequeño archipiélago donde se ubicaba. Aterrizaron en una pista situada en medio de densa vegetación e iluminada con multitud de halógenos. Muretes pétreos impedían que la selva se adueñara de nuevo de la larga cinta de negro asfalto. Maletas en mano, agitaron las manos para despedirse de la tripulación mientras caminaban hacia un edificio de troncos que se levantaba en un lateral de la pista. En la puerta, un hombre de hombros masivos pero de tamaño mediano, las esperaba.

— Bienvenidas a Kapu Tasa, miladis. Mi nombre es Sato Kele y seré su capataz durante su estancia – se inclinó al presentarse, en un perfecto inglés británico.

— Mucho gusto, señor Kele – respondió Candy. — ¿Está todo preparado?

— Si, miladi. Llámeme Sato, por favor.

— Bien.

“Así que el destino era Kapu Tasa, donde coño se encuentre”, se dijo Zara, echando a andar tras el robusto hombre que portaba sus maletas. Sato, según lo que había observado, tendría unos cuarenta años y pertenecía a la etnia malaya. Tenía el rostro picado por las marcas de un furibundo acné en su época adolescente y un gran mostacho curvado sobre las comisuras de su boca le daba cierto carácter a sus rasgos asiáticos. Parecía un hombre acostumbrado a realizar tareas pesadas y duras.

Sato las condujo hasta un jeep y las ayudó a instalarse. Después arrancó y tomó un amplio camino de tierra endurecida que se internaba en la selva. Zara miraba a todas partes, asombrada de la cantidad de ruidos y chillidos que salían de la espesura, incluso siendo de noche. No le habría gustado quedarse a solas allí. Como si leyera su mente, Candy pasó su brazo por encima de los hombros de su novia, calmándola.

— Tiene una comunicación para cuando lleguemos, miladi – dijo Sato, sin volver la cabeza hacia ellas.

— Perfecto. Ya lo esperaba – contestó Candy.

Quince minutos después, tras subir una gran colina por los zigzag del camino, se toparon en la cima con un magnífico palacete bellamente iluminado. Zara dejó brotar una de sus burdas exclamaciones que hizo sonreír a Candy. Ésta, quien ya había visto fotografías del lugar, debía convenir que la impresión era mutua. Los focos parecían dotar de revestimiento plateado a las encaladas paredes y a las diferentes cúpulas y minaretes de la gran estructura.

Aún no podía apercibirse de ello en la oscuridad, pero toda la selva que escalonaba la colina estaba controlada y atendida por los jardineros. Su frondosidad no era más que una cuestión estética, ya que estaba diseñada para formar un laberíntico jardín con senderos que discurrían laderas abajo. El jeep se detuvo ante una alta fuente increíblemente labrada que se encontraba varios metros delante de la escalinata que subía hasta las grandes puertas de madera y metal.

Por ellas surgieron dos mujeres de edad madura, indudablemente indonesas, vestidas con unos bellos saris de colores.

— Las sirvientas se ocuparan de sus maletas y de atenderlas en todo. Pueden pedirles cualquier cosa, desde comida, bebida, o lo que se le antoje. Ellas procuraran satisfacerlas – aclaró Sato. – Con su permiso, entraré a coordinar la videoconferencia y después me marcharé.

— No tienes porque irte, Sato – dijo Candy.

— Si, si debo, miladi. Ningún hombre puede entrar en el palacete. Aquí solo hay mujeres.

— ¿Y dónde permaneces tú? – preguntó Zara.

— El perímetro está custodiado por mis hombres. Vivimos abajo, en unas dependencias subterráneas totalmente aclimatadas – aclaró antes de subir la amplia escalinata.

Las dos mujeres quedaron extasiadas cuando entraron en el palacete. Todo era mármol, alabastro, y granito bellamente trabajado. Los suelos refulgían con su brillo, los tonos jaspeados de la piedra se confundían con la madera de teca, seraya y merbau que adornaba marcos de puertas, ventanas y columnatas. Los muebles eran principalmente de bambú y mimbre y otros en oscura madera muy pulida y antigua. Todo tenía ese singular aire colonialista que nadie quiere pretender pero que se adopta sin quererlo. Había alfombras de estilo persa y otras malayas, sobre las que descansaban las patas de los muebles. Pieles de animales exóticos colgaban de algunas paredes, junto con largos cortinajes de gasa, que sin duda servían de mosquiteras en algún momento. No se veía traza alguna de cuadros, fotos, o retratos, pero si se alzaban diversas cornamentas y grandes colmillos de marfil en los rincones, así como ciertos ídolos de clara tendencia fálica y procedencia africana, quizás.

Los altos techos, la mayoría en forma de cúpula, estaban trabajados con recias maderas bien barnizadas de las que colgaban pesadas lámparas de aceite, las cuales iluminaban los aposentos por donde iban pasados con una luminosidad caduca y casi olvidada. Zara se preguntó si no habría electricidad en la isla. Sin duda, habría uno o dos generadores que se encargarían de eso.

Sato las condujo hasta un despacho con claro estilo masculino. Sobre el gran escritorio de roble indio, descansaba un portátil que manipuló prontamente. Cuando inició la comunicación, se inclinó y realizó una reverencia muy profunda y respetuosa. Dijo unas cuantas palabras en un idioma cantarín e incomprensible para las mujeres, y luego giró el ordenador hacia las chicas. Pudieron ver a un hombre de mediana edad y rasgos asiáticos. Llevaba un pequeño turbante de seda y se tironeaba de un bien recortado bigote que se unía a una estrecha perilla. Al verlas, sonrió y saludó a Candy.

— Me alegro de verla nuevamente, señorita Newport.

— El sentimiento es mutuo, Alteza.

— Espero que encuentre todo a su gusto.

— Conociéndole, sin duda ha repasado usted cada detalle.

— Es un placer cumplir los deseos de una amiga – hizo una pequeña inclinación de cabeza. Zara comprobó que parecía estar en un despacho no muy diferente del que se encontraban.

— Y yo le agradezco infinitamente permitirme realizarlos en su propia casa.

— Basta de cumplidos, querida – se rió el hombre. Zara intentaba recordar donde había visto esos rasgos. Tenía la impresión de conocerle. – Puedes confiar en Sato para cualquier cosa que necesites, incluso si deseas salir de la isla e ir de compras a Manila, por caso.

— Es todo un detalle.

— El servicio que he dejado al cargo habla perfectamente inglés y conoce las costumbres occidentales sobre comidas, especies, y horarios. Así que no tendréis que plegaros a nuestras vivencias.

— Muchas gracias – Candy mantenía un tono que Zara había escuchado muy pocas veces en ella; un tono de cuidadoso respeto. Aquel personaje era un peso pesado, sin duda.

— También la aldea está al tanto de vuestra llegada y se pondrá a su servicio si decidís bajar a la playa. En cuanto a las demás invitadas, se han instalado desde hace varios días y se las ha instruido previamente. Sus dueños me han requerido que la salude en sus nombres…

— Ruego que les devuelva mis saludos y mi más sincera gratitud. Es mucho más de lo que podía esperar – Candy unió las manos antes de inclinar la cabeza.

— A veces, peticiones de este tipo nos hace recordar sueños olvidados y nos divierte ayudar a alcanzar otros. Además, ¿de qué sirve que languidezcan en sus aposentos sin el debido mantenimiento? Somos ricos pero a veces pecamos de derrochadores, señorita Newport. Ah, se me olvidaba… Me he permitido organizar una cacería para los últimos de su estancia, a la que asistiré.

— Le esperaremos con impaciencia, Alteza.

— Bien, me despido entonces. Solo me queda recordarle que está en su casa, que puede usted disponer de cuanto desee y de quien desee. Disfrute cuanto pueda.

— Mil gracias, Alteza. Hasta pronto.

Sato cortó la comunicación y cerró el portátil. De un bolsillo sacó un walkie no más grande que un móvil, junto con un cargador con cable. Se lo entregó a Candy.

— Si me necesitan con urgencia, solo tienen que apretar el botón de llamada. Yo tengo la pareja siempre conmigo. También pueden usar el radio comunicador de este despacho – dijo señalando una especie de radio con micro que se encontraba sobre un estante, tras el sillón del escritorio. – Comunica con la radio de nuestra base.

— Excelente, Sato.

— Entonces me marcho, miladis – y las chicas se despidieron de él con una sonrisa.

En cuanto el hombre salió del despacho, Zara se giró hacia su amante, dispuesta a asaetarla a preguntas. Candy levantó un dedo de manera imperativa, acallándola.

— Aquí no.

Al dejar el despacho, una de las maduras mujeres que las habían recibido las esperaba.

— Quizás desean ver sus aposentos, miladis – no fue una pregunta, más bien una sugerencia.

— Si, por favor – respondió Zara, queriendo explorar más de aquel palacete.

La mujer se puso en marcha y pudieron observar que caminaba descalza. Tomó una escalinata de mármol rosado que subía en una cerrada espiral. “Es uno de los minaretes”, se dijo Zara, encantada con ver el interior. La escalera conducía a un solo lugar, una amplia y circular habitación con suelo de madera perfectamente pulida. Una gran cama de matrimonio presidía el centro, con una amplia y colgante mosquitera en color champán que la protegía como una campana. Una gran cómoda con espejo, cercana a la pared de la derecha, junto con un mullido taburete, complementaba la habitación. Al otro lado, un pequeño vestidor de dos puertas ocultaba el arco de la pared. Un par de alfombras, una por cada lado de la cama, cubría el suelo, y una puerta cerrada, tras la cama, formaba el conjunto. Simple y elegante.

Las paredes estaban perforadas, a unos tres metros del suelo, por una serie de ojos de buey, muy parecidos a los de un barco, que dejarían entrar la luz del sol. A un lado de la cómoda, se encontraba la única ventana de la estancia, desde la que se podría ver el dosel verde de la jungla cuando amaneciera. Zara caminó hasta la cerrada puerta y comprobó unas pequeñas escaleras que descendían. Curiosa, las bajó y se encontró con un coqueto cuarto de baño. Contenía una ducha, un lavabo, y un inodoro. Tanto el suelo como las paredes estaban recubiertos de pequeños azulejos que creaban diversos mosaicos de figuras abstractas y multicolores. El cuarto de baño, que quedaba por debajo del nivel del dormitorio, también era circular y tanto su ventilación como su iluminación natural dependían de otros ojos de buey.

Tras alabar las dependencias ante la mujer que esperaba en silencio, ésta preguntó si deseaban tomar algo. Había pasado ya la hora de la cena y por eso se interesaba. Le contestaron que no era necesario. Estaban muy cansadas y solo querían dormir. Dieron las buenas noches y se quedaron a solas. Entonces, Candy se giró hacia la joven y sonrió.

— ¿Qué te parece?

— ¡Jesús! Creo que estoy soñando. ¿Quién era ese hombre de la conferencia?

— Empezaré por el principio – dijo Candy, sentándose sobre la cama, tras retirar la mosquitera. – Sabes que siempre te pregunto por tus fantasías, ¿verdad?

— Si, pero no es que tenga muchas, cariño. Tú satisfaces la mayoría.

Candy sonrió y agitó una mano.

— Yo si tengo una desde hace mucho tiempo; una que no he podido llevar a cabo. Pero ha surgido esta oportunidad y me he decidido, y quiero compartirla contigo. Ese hombre era el Sultán de Brunei…

Zara se llevó la palma de la mano a la frente. ¡De eso le sonaba! Pero, ¿de que conocía Candy a tan poderoso personaje?

— Nos conocimos en una gala humanitaria y, más tarde, Manny Hosbett, junto con un grupo de empresarios, estuvieron hablando con él de negocios. El caso es que descubrimos que compartíamos sueños muy parecidos. Nos hemos visto en otras ocasiones y hemos intimado, a nuestra manera.

— Vaya, no tenía ni idea. Ese círculo está tan alejado de la moda…

— Lo sé. El Sultán no está interesado por la moda. De hecho, sus mujeres llevan sari o bien van desnudas. El hecho es que conocí una serie de personajes inmensamente ricos y netamente extravagantes, con los que sigo en contacto a través de la red. Hemos sostenido muchas conversaciones e intercambiado sueños para confiar suficientemente los unos en los otros.

— ¿Es como un círculo secreto?

— Algo así. Yo soy nada más que una aprendiza, una neófita, pero se me ha concedido la oportunidad de llevar a cabo mi mayor fantasía y en ello estamos.

— ¿Tu fantasía? ¿Cuál es? – preguntó Zara, mordiéndose el labio. Sentía vergüenza por no conocerla.

— Disponer de un harén, un serrallo de bellas mujeres para mi disfrute personal.

— No jodas.

Candy avanzó y tomó las manos de su novia. Le sonrió dulcemente.

— Así es. Llevo mucho tiempo teniendo ese sueño imposible que tan solo algunos hombres pueden llevar a cabo en este mundo. Pero ahora, gracias a esos amigos poderosos, puedo experimentar esa sensación durante dos semanas. El Sultán de Brunei ha puesto este palacete de verano a mi disposición, con servicio incluido. Las invitadas a las que se refería antes son las concubinas de varios harenes, enviadas hasta aquí.

— ¿Te han enviado sus fulanas? – preguntó Zara, asombrada.

— Algo así. Recuerda que la mayoría de estas mujeres han sido conseguidas en tratos muy directos, compradas a sus familias, regaladas, secuestradas… No son fulanas, pues nunca se han dedicado a la prostitución y tan solo han sido tocadas por sus dueños.

Zara asintió, comprendiendo.

— Tan solo debido a mi condición de mujer, estos amigos han consentido cederme algunas de sus propiedades. De otra forma, habría sido una afrenta a su condición de machos, ¿comprendes?

— Joder, claro. El honor de macho. Así que aquí hay una cantidad de mujeres para alegrarte la vida… ¿Y cuando pensabas decírmelo? ¿No crees que yo debo tener una opinión sobre todo esto, o acaso soy tu primera concubina? – el tono de Zara dejaba traslucir el enfado que se apoderaba de ella.

— Tranquila, cariño, no es lo que estás pensando.

— ¿Ah, no?

— No. Te he traído porque quiero compartir todo esto contigo. Quiero ser la reina, si, pero quiero que tú seas mi consorte.

— ¿C-cómo? – los ojos de Zara se habían abierto de par en par, sorprendida por la proposición.

— Quiero que te inicies en la dominación, amor mío; deseo que compartas ese mundo conmigo. Te he estado observando y calibrando, Zara… durante meses, y estoy segura que es un arte al que no eres inmune.

— Yo… yo…

— He visto como te brillan los ojos cuando escuchas algunas de las historias que te cuento, o como miras a tu madre cuando crees que nadie se da cuenta. Estoy segura que te haces muchas preguntas sobre todo ello.

Zara bajó la mirada, cogida en falta, pero no soltó las manos de su amante, la cual la atrajo para abrazarla contra su pecho.

— ¿Qué me dices? ¿Compartirás a esas chicas conmigo? ¿Serás reina a mi lado?

Zara se encogió de hombros, los ojos aún bajos. La mano de Candy bajó hasta darle un fuerte pellizco en el glúteo.

— ¡Ay! – exclamó antes de hundir su nariz en el níveo cuello de su amada. – Si, Candy… lo seré…

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— Venga, ¡arriba dormilona!

La suave palmada en la cadera desnuda despertó a Zara. Abrió los ojos y los tuvo que cerrar de nuevo por la claridad que entraba por varios ojos de buey. Eran como focos que barrían la penumbra del minarete, pero tan solo los que estaban orientados al este. La mosquitera difuminaba la figura de Candy que estaba abriendo la ventana, tan desnuda como ella.

— Buenos días – musitó Zara, incorporándose.

— Buenos días, cariño. Ponte el kimono que tienes a los pies de la cama. Vamos a tomar un largo y placentero baño. Lo necesitamos después de estar encerradas en esos aviones.

— Si, me apetece – respondió la mulatita, echando un pie al suelo y tomando un kimono rojo con flores negras y doradas bordadas. Se acopló como un guante a su cuerpo cuando lo ciñó con el cinturón de tela.

En ese momento fue consciente de las dos mujeres que se encontraban al lado de las escaleras, silenciosas, con las manos unidas sobre sus vientres. Las dos eran rubias y blancas, con ojos claros. No tendrían más de una veintena de años y vestían túnicas vaporosas y abiertas desde la cadera; una celeste, la otra rosácea.

— La de azul es Emma, la de rosa Julie – se rió Candy al presentárselas.

— H-hola – Zara carraspeó antes de saludarla.

— Buenos días, mi señora – ambas se inclinaron elegantemente al mismo tiempo, tras pronunciar el saludo en un perfecto inglés.

— Emma es alemana y Julie inglesa – puntualizó Candy.

— Por favor, si desean seguirnos hasta la sala de baños – propuso Julie mientras su compañera bajaba el primer peldaño.

Candy, con una luminosa sonrisa, atrapó la mano de su novia y la besó en la mejilla antes de seguir a las dos jóvenes concubinas. Zara supo ver como las chicas habían sido educadas en su forma de moverse y de andar. Pasos cortos y medidos, que hacían ondular sus caderas, sus brazos algo separados del cuerpo y las manos flexionadas hacia fuera, el cuello erguido y los hombros hacia atrás, y por supuesto, la mirada baja. Aquello le recordó a las geishas, pero sin tanto artificio.

Llegaron a un ala del palacete, ante unas puertas de madera tallada, más bajas que las demás. Nada más entrar, tanto Candy como Zara quedaron apabulladas por cuanto contenía el interior. No se trataba de un cuarto de baño más o menos grande, no. Era inmenso. De una de las paredes del lateral, recubierta de piedra y helechos, caía una cantarina cascada, rebotando en ciertos rebordes pétreos para causar un efecto perfecto. El agua acababa en un gran estanque de mármol y esquito basáltico pulido y humeaba un tanto, revelando que estaba siendo calentada. Todo el estanque estaba rodeado de bambú, un parterre de flores y mullida hierba. Más allá, tras varios biombos de papel de arroz, se apercibían varias cabinas de ducha, una caseta de sauna, y otros accesorios.

— ¡Dios mío! ¡Esto es un ensueño! – susurró Zara.

Dos nuevas mujeres surgieron de detrás de uno de los biombos. Estaban desnudas y portaban toallas y una cesta con diferentes productos de baño. Eran menudas pero muy bien proporcionadas. Las dos tenían ascendencia asiática, una sin duda nipona. Morenas, vibrantes, esbeltas, jóvenes y hermosas. Se inclinaron al llegar ante ellas y se presentaron.

— Mi nombre es Kue Tse, tengo diecinueve años y soy tailandesa.

— Me llamo Nochi y soy de Japón. Tengo veintiún años, mis señoras – dijo la otra, casi cantando.

— Al parecer, todas hablan inglés – dijo Zara.

— Es una condición indispensable para atender a nuestros amos y sus amistades – respondió Emma, mientras pasaba sus manos por delante del busto de Candy para quitarle el sedoso kimono.

De la misma forma, desnudaron a Zara y dándoles la mano, las ayudaron a entrar en las cálidas aguas. Julie y Emma dejaron que sus túnicas se deslizaran cuerpo abajo antes de entrar ellas mismas en el estanque. Las dejaron sentadas sobre dos asientos que quedaban bajo el agua, tan pulidos que podían deslizarse sobre ellos sin sentirlos sobre la piel. Las cuatro chicas se emplearon con ellas, primero con sus cabellos, lavándolos primorosamente, peinándolos y desenredándolos, hasta envolverlos en toallas. Después, se ocuparon de lavar, limpiar, y acondicionar cada centímetro de sus cuerpos.

Una vez realizada la limpieza, trasladaron a sus eventuales amas a unas “chaises longues” dispuestas en la orilla, donde se tumbaron desnudas. Las expertas manos de las cuatro concubinas se atarearon en repasar cada zona pilosa. Las cejas, las patillas, las piernas y el pubis quedaron repasados y limpios de cualquier pelo rebelde, con una rapidez y eficacia que ya quisieran muchos profesionales.

Entonces, se dedicaron a untar sus cuerpos con cremas, aceites y mascarillas, antes de pasar a afeites más cosméticos. Les hicieron manicura y pedicura y las pintaron esmeradamente después de que eligiesen color y diseño.

Zara, totalmente relajada, se sentía cachonda con tanta mano sobre su cuerpo, y le hubiera encantado que la pequeñita Nochi hubiera metido la cara entre sus piernas cuando la estaba depilando. Miró a su novia y, con tan solo ver el brillo de sus ojos, supo que le ocurría lo mismo que a ella. Tuvo que darle la razón a Candy. De aquella forma, no había lugar para los celos. Aquellas mujeres, por muy bellas que fueran, no disponían de voluntad propia. Solo existían para servir y agasajar a sus dueños. Eran muñecas vivientes, listas para cualquier uso, y Zara estaba deseando usarlas.

— ¿Qué haremos ahora? – le preguntó a su jefa.

— Me gustaría echar un vistazo a los alrededores del palacete. Me han dicho que dispone de unos bellos jardines y senderos laberínticos en la ladera.

— Bien, un buen paseo antes de almorzar nos sentará bien.

— Si, y llevaremos a todas estas preciosidades para que nos cuiden, ¿verdad? – sus dedos atraparon la barbilla de Julia, quien sonrió con dulzura.

— Por supuesto, mi señora. Cuidaros es nuestra mayor preocupación – respondió.

Una hora más tarde, después de que las peinaran y acondicionaran sus cabellos en unos cómodos moños que dejaban sus nucas desnudas y frescas, las chicas salieron al exterior. Volvían a vestir sus kimonos, esta vez entreabiertos para combatir el húmedo calor. Sabían que no había ninguna posibilidad de que alguien las sorprendiera. Los habitantes de la única aldea de la isla tenían prohibido subir a la colina y los hombres que custodiaban el perímetro jamás se les ocurrirían aparecer sin permiso.

Detrás de ellas, ocho mujeres las siguieron. Todas vestían una de aquellas túnicas vaporosas, cada una de un color distinto, y calzaban cómodas sandalias sin tacón. Se repartieron rápidamente, ocupando cada una el lugar para su cometido. Cuatro de ellas tomaron las recias cañas que soportaban una especie de palio de lona multicolor, haciendo así de parasol para sus amas. Otras dos, armadas de grandes abanicos de plumas, escoltaron por los laterales a Candy y Zara, impulsando la brisa sobre ellas. Las dos restantes llevaban, entre ambas, una nevera portátil con hielo y bebidas refrescantes, así como frutas.

— Un buen harén, ¿verdad? – comentó Candy, tomando a Zara del brazo.

— De lo mejor. Ocho chicas, cada una de un país y de una etnia diferente, ninguna mayor de veinticinco años. Tus amigos deben apreciarte muchísimo.

— Me hago querer – se rió la dueña de la agencia.

— Ya lo sé, cariño.

Las otras cuatro chicas que habían conocido se llamaban Tenssia, una espigada negra del Congo, de apenas dieciocho años; Jeniq, la mayor de todos, con veinticuatro años, proveniente de Egipto; Carola, una rotunda mexicana de veinte años; y finalmente, Hassid, una bellísima albanesa de ojos de fuego, con veintidós años.

Si antes quedaron impresionadas con el interior del palacete, los exteriores les fueron a la zaga. La parte trasera de la colina, que no estaba surcada por el camino de subida, se abría al mar, formando varias amplias terrazas, sin duda artificiales. La selva allí había sido retirada, controlando perfectamente las plantas que crecían, permitiendo así unos perfectos miradores sobre el mar y la cala que podía verse. Bancos de piedra jalonaban el mullido césped que recubría las terrazas. Senderos de grava y cortos escalones de ladrillo llevaban de una a otra. En una de ellas, la más alta, un pequeño cenador ofrecía refugio y sombra.

— Podríamos almorzar aquí, ¿qué te parece? – palmeó Zara.

— Podemos hacer lo que queramos, recuérdalo. Tenssia, cariño, regresa al palacio e indica que sirvan aquí el almuerzo para todas.

— Si, mi señora – respondió la negrita, inclinando su alto moño, antes de dar media vuelta.

Se instalaron en el pequeño prado de la terraza inferior. La hierba estaba fresca, regada seguramente aquella misma mañana, y las concubinas no tardaron en transformar el palio de tela en una tienda sin paredes. Julia y Carola abrieron una botella de vino blanco, bien frío, y sirvieron dos copas a sus dueñas. Zara les dio permiso para tomar unos refrescos si lo deseaban. Tras unos minutos, todas quedaron sentadas sobre la hierba, contemplando la lontananza mientras que Jeniq y Kue agitaban indolentemente las grandes plumas.

— Esto es vida – suspiró Candy.

— Ahora comprendo la expresión “vivir como un maharajá” – se rió Zara.

— ¿Qué es lo que desearías ahora?

— No sé. Me siento realmente bien por el momento – respondió la mulata, mirando de reojo a Nochi.

— Algo tienes que tener en la cabeza – Candy se giró, quedando de bruces sobre la hierba, mirándola.

— ¿Te enfadaras?

— Sabes que no. Esto es una especie de entrenamiento.

— Antes, cuando estábamos en el estanque, me hubiera gustado que Nochi me comiera el coño… ya sabes, cuando estaban rasurándonos el pubis.

— No fuiste la única. El momento fue muy sensual. ¿Por qué no lo haces ahora?

— ¿Aquí? ¿Delante de todas? – Zara negó con la cabeza.

— ¿Qué importa? ¡Son esclavas! No debe preocuparte lo que piensen. No hablaran con nadie, ni tienen derecho a escandalizarse, solo obedecen cualquier orden – exclamó Candy, abarcándolas con un ademán de su mano.

Zara fue consciente de que todas ellas las escuchaban pero ninguna osaba cruzar la mirada con sus amas temporales. Nochi tenía las mejillas arreboladas. ¿Sentiría aún vergüenza a estas alturas?

— Ven, Nochi, acércate – musitó Zara.

La japonesa se puso en pie lánguidamente y se acercó hasta arrodillarse ante sus dueñas. Tenssia llegaba en ese momento, caminando rápidamente.

— ¿Deseas agradarme, Nochi?

— Si, mi señora, siempre – respondió muy suavemente.

— Entonces ven – Zara abrió su kimono, mostrando su bello cuerpo chocolate totalmente desnudo.

La japonesita avanzó a cuatro patas hasta acomodar sus labios sobre el oscuro pezón de uno de los pechos de Zara, quien se estremeció y sonrió con la fuerte sensación que recorría todo su cuerpo. Así que eso era lo que sentía su novia cuando tenía a su madre esclavizada, se dijo. Era sublime y muy erótico.

La concubina seguía aferrada a sus pechos, irguiendo, uno detrás de otro, sus pezones hasta convertirlos en algo duro y tenso, que vibraba con cualquier soplo de aire. Nunca los había sentido tan tiesos y tan dispuestos. Su vagina se estaba llenando ya de fluidos. Dios, que cachonda estaba…

Carola se situó a su espalda, acogiéndola contra ella, formando un cómodo respaldo con su cuerpo mullido. Sus dedos acariciaron su nuca expuesta con la suavidad del plumón. De vez en cuando, sus turgentes labios descendían para depositar pequeños picos en su cuello y hombros, con una delicadeza inusual. Con los ojos entornados, Zara miró a su novia, quien sonreía sin reparos.

Nochi descendió lamiendo el cuerpo de su dueña hasta aspirar el fragante aroma de su excitación. Abrió la vagina con ambas manos, separando labios mayores y menores. El coño de Zara pulsaba como un corazón. El clítoris ya estaba erguido y deseando sobresalir. La rosada y ancha lengua de la nipona se posó sobre él con suavidad, casi con timidez, pero eso no quitó que Zara respingara y soltara un quejidito.

— La muy zorra… está que no vive – gimió Candy, al mismo tiempo que hacía una seña a la pelirroja Hassid.

— ¿Si, mi dueña? – preguntó la albanesa, arrodillándose junto a Candy.

La ex modelo contempló aquel rostro cercano, recreándose en los verdosos ojos y en todas aquellas pequitas que sombreaban el precioso rostro de Hassid. “Sería una buena adquisición para la agencia”, pensó. Alzó una mano y le acarició la mejilla.

— Túmbate aquí, a mi lado, quiero besarte. Tenssia…

— ¿Si, ama?

— ¿Sabes lamer bien un culo?

— Si, mi dueña.

— Pues al asunto, cariño.

Zara contempló como su novia le comía la boca muy lentamente a aquella pelirroja y solo sintió deseo y no celos. Se alegró y mucho. Era mucho lo que Candy le estaba enseñando y pretendía estar a su altura. ¡Dios! ¡Como besaba Candy! Era la primera vez que tenía la posibilidad de verla besando a otra persona y más tan cerca como estaba. Cada detalle era intenso y enervante, sin contar con las diabluras que estaba haciendo Nochi en sus bajos. Alargó la mano hacia atrás, hacia su nuca, y atrapó el ensortijado pelo oscuro de Carola. La atrajo hacia delante, obligándola a incorporarse sobre sus rodillas hasta tener su boca al alcance. Devoró furiosamente sus labios, regodeándose en el fresco sabor a menta que surgía de ellos.

Por su parte, Candy hundía la lengua en la boca de Hassid, quien la succionaba de una realmente maravillosa. Tanto la una como la otra no podían cerrar los ojos a pesar de tener los rostros tan juntos. No querían perderse ni un solo detalle de ellos. Mientras tanto, Tenssia había remangado el kimono hasta dejar las bellas nalgas de su ama al descubierto. Le hizo una seña a Emma, quien la entendió de inmediato. La alemana se deslizó bajo el cuerpo de Candy, quedando como ella misma, de bruces, pero con los cuerpos transversales, como una cruz. De esa manera, el trasero de la ex modelo quedaba más alzado y expuesto para la lengua de Tenssia, que no tardó en abrir las nalgas con las manos y hundirse en el oscuro pozo.

La negra se atareaba como una posesa sobre el ano de Candy, usando la lengua y los dedos de una mano. Sin embargo, su otro apéndice estaba ocupado hurgando el coño de Emma, quien suspiraba con la nariz en el césped. Ama Candy no dejaba de besar y saborear la lengua albanesa, pero su mano había buscado la entrepierna de la pelirroja. La estaba penetrando con dos dedos y no de una forma muy delicada, pero a Hassid parecía darle lo mismo, ya estaba contorneándose como una serpiente y dejando que su aliento jadeante fuera absorbido por su dueña.

Sin que ninguna de las amas fuera consciente de ello, Julia se arrodilló entre Kue y Jeniq, quienes no habían dejado de abanicar al grupo pero sin apartar los ojos de tan excitante escena. Julia alargó sus manos, colándolas bajo las túnicas. Tampoco podía dejar de admirar aquellos cuerpos que se frotaban y retorcían, y, por ello, comenzó a masturbar a sus dos compañeras.

Cuando las tres maduras mujeres que se ocupaban de la cocina y del palacete llegaron para instalar el almuerzo en el cenador de la terraza superior, los gritos y gemidos eran ya constantes y escandalosos. Las mujeres se miraron y sonrieron, comprensivas, y siguieron con más brío su faena. Sin duda, las amas tendrían mucho apetito cuando terminaran.

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Candy contempló el rostro maquillado de la auxiliar de vuelo mientras la servía el champán. Era mona, pero nada que ver con las bellezas que Zara y ella habían tenido a su disposición durante catorce días. La mulata hizo un brindis silencioso y entrechocó la copa con ella. Se sonrieron, felices y cansadas. La despedida había sido intensa y realmente agotadora, tras la cacería.

Durante toda su instancia, ambas no habían dejado de gozar una y otra vez, varias veces al día. De mutuo acuerdo, no se separaron en ningún momento; estuvieron siempre juntas, amando y gozando. Sin embargo, la tentación de ordenar una lamida o una caricia en cualquier momento, a cualquiera de ellas, sin importar donde estuvieran o con quien, era tal que corroían sus nervios afectados por la lujuria.

Disponer de ocho mujeres tan hermosas y tan dispuestas acababa por pasar factura, a la fuerza. La cacería vino a aumentar el cansancio, pero fue divertida. El Sultán resultó ser, para Zara, un tipo muy simpático y guasón. Las emplazó a lomos de un elefante, las armó con un par de rifles con dardos somníferos, las rodeó de varios hombres custodios, y se lanzaron a perseguir tigres. Ellas se dedicaron más a chillar, reírse, y tener los nervios en tensión. No dispararon más que a los monos y no alcanzaron a ninguno. Palmearon cuando el Sultán apareció con el tigre dormido en el interior de una jaula y celebraron que lo soltaran tres horas después.

Al día siguiente, su último día en la isla, Candy decidió azotar a todas para que la recordaran. Zara no estaba muy de acuerdo con aquello. No le gustaba hacer daño. Una cosa era dominar y otra azotar, le dijo a su novia.

— Tonta, si no azotas nunca dominaras.

El caso es que llevaron a las ocho concubinas al gran gimnasio del palacete. Las desnudaron y ataron sobre las diferentes máquinas y bancos de ejercicios. Las fustas usadas en la cacería sirvieron mucho más, en ese momento. Las concubinas temblaban de miedo; no estaban habituadas al dolor, pero apreciaban realmente a sus amas temporales y no querían defraudarlas. Zara se dio cuenta que intentaban no gritar y meneaban sus traseros cuando los fustazos caían, como buenas perritas, y eso la emocionó más. Acabó convenciendo a Candy de perdonarlas y organizaron una enorme cama redonda en el salón principal que duró cinco horas.

Se pasaron todo el vuelo hasta Sydney durmiendo, y, ahora, rumbo a Los Ángeles, estaban, como ya hemos dicho, cansadas y felices por la experiencia.

— ¡Qué lástima no poder repetir esta experiencia una vez al año! – sonrió Zara.

— Veo que te ha gustado, mala pécora – exclamó Candy, dándole un suave pellizco en un seno.

— Tú me has iniciado, cariño.

— ¿De verdad te ha gustado?

— Me ha encantado, amor, aunque no soy un ama cruel.

— No importa, yo lo seré por ti.

— ¿A qué te refieres? – enarcó una ceja Zara.

— Ha llegado el momento de compartir a tu madre. ¿Te sentirás capaz?

Zara no contestó, pero el escalofrío que la recorrió le hizo saber que estaba más que dispuesta a ello, quizás ansiosa más bien.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (24)” (POR JANIS)

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me daríasSi alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi nuevo correo:

la.janis@hotmail.es

Gracias a todos.

Janis.

DOMINACIÓN FINAL.

Sin títuloZara abrió los ojos con un parpadeo. La luz que entraba por las altas vidrieras del loft le indicó que era media mañana, al menos. Un vistazo al despertador lo confirmó. Las once de la mañana. Tanto Cristo como su madre debían haberse marchado a trabajar. Ella aún seguía de vacaciones, al menos lo que quedaba de semana.

Se sentó sobre la cama, las piernas aún envueltas en las cálidas sábanas y mantas, y estiró lánguidamente sus brazos hacia el techo, junto con un monumental bostezo que la hizo parecer, por un momento, una pantera negra. ¡Qué bella es la vida!, pensó con una sonrisa. Se había pasado todo el día de ayer durmiendo, reponiéndose del jetlag de su estancia en la isla de Kapu Tasa y del insidioso y largo viaje.

Se sentía famélica y sacó su cuerpo de la cama. La camiseta con la que dormía se quedó arrugada por encima de sus caderas, mostrando el holgado boxer femenino que usaba. No le importó, el loft era cálido y no había nadie para verla. Enfundó sus pies en las zapatillas de fieltro que tenía bajo la cama y chancleteó hasta la cocina. Solo había cereales y sentía apetito por algo más, así que se decidió por ducharse.

Bajo los chorros de agua caliente, enjabonó parsimoniosamente su esbelto cuerpo, agradecida por la suavidad que mostraba su piel. Por un momento, quiso ser blanca para se pudiera notar el bronceado que habría obtenido. Al menos Candy lo había conseguido, con un magnífico tono dorado en su piel. Sin embargo, en ella su piel solo estaba más brillante, pero el tono no había cambiado.

Sonrió al recordar los intensos días que habían pasado en aquella paradisíaca isla. No solo habían tomado el sol, sino que habían sido verdaderas y fastuosas reinas, con todo un harén bajo sus órdenes. Lo que le extrañaba es que hubieran dispuesto de tiempo para tomar el sol, teniendo aquellas espléndidas hembras a su disposición. La verdad era que estaba muy contenta con el mundo que Candy le había mostrado. Ahora, la comprendía mucho mejor y, no solo eso, sino que se sentía ansiosa por emularla. En respuesta a ello, gimió suavemente al apretar la esponja entre sus piernas. Una sensual crispación subió por su espalda, advirtiéndola de una posible necesidad.

Terminó de ducharse, se vistió con unas cálidas mallas de esquí, y un amplio jersey de tres lanas. Se calzó unas de sus botas de invierno. El mal tiempo ya había llegado a Nueva York y los días eran gélidos. A Zara no le gustaba nada pasar frío. Se dio un toque de color sobre los labios. Se lanzó un beso al espejo y, tomando su bolso, salió a la calle.

Tal y como pensaba, hacía demasiado frío como para ir andando hasta la agencia, así que tomó el cercano metro. Pensaba dar una vuelta y saludar a Candy. Iría a almorzar con ella o con alguna de las chicas, o incluso con su primo Cristo. De esa forma, pasaría la mañana.

Divisó a Cristo a través de las grandes cristaleras del 52’s, justo cuando estaba a punto de entrar al vestíbulo. Entró en la cafetería y abrazó fuertemente a su primo por la espalda. Los clientes se quedaron mirando a aquella hermosa mulata que aplastaba casi completamente al extraño jovencito sobre su taburete y escucharon el inteligible reniego que surgió de los labios masculinos.

— ¡Me cago en tos los muertos del rabino…! ¡El puto café sobre los huevos! ¡No te jode!

— ¡Cristo! – Zara se retiró, impresionada por la imprecación.

— Coño, prima, que me has derramado el café caliente sobre las piernas – explicó él, girándose a medias y mirándola.

— Lo siento mucho, primo. No me he dado cuenta. Solo he sentido mucha alegría al verte. No te he visto desde que llegué…

— Lo sé, lo sé, no te preocupes – dijo Cristo, poniéndose en pie sobre el taburete y abrazándola a su vez. Sintió sus puntiagudos pechitos contra su propio pecho, lo que era siempre una alegría. — ¿Cómo han estado esas vacaciones, golfa?

— ¡Geniales, Cristo! ¡Ha sido una pasada!

— ¿Así que tu jefa te ha llevado a la costa Oeste?

— Sí, a Los Ángeles – mintió ella con todo descaro.

— Vaya, California. Os habréis tostado al sol, ¿no?

— Por supuesto – contestó ella, sentándose a su lado y pidiendo un café y un trozo de tarta de manzana. – Hemos paseado por Beverly Hills, comprado en Rodeo Drive, y perseguido famosos en Pasadena.

— Se te ve radiante, prima. Me alegro mucho por ti, chiquilla – le dijo Cristo, cambiando el tono de su voz.

¿Podía Cristo ver la felicidad en su rostro?, se preguntó ella, los ojos clavados en el café que estaba meneando. Podría ser. Sin duda ella la sentía hormiguear bajo su piel, como una leve corriente eléctrica, dispuesta a ruborizarla a la menor ocasión. Nunca creyó que Candy pudiera cambiarle la vida como lo había hecho.

Charlaron mientras almorzaban. Cristo le contaba los últimos chismes de la agencia y ella inventaba pequeñas anécdotas sobre la marcha. No le gustaba mentir, pero no era cuestión de confesarle a su primo dónde había estado y lo que había hecho, en realidad.

Subieron a la agencia en quince minutos y Alma la saludó con su efusividad característica, recorriendo sus largas piernas con ojos impregnados en deseo. La culpa la tenía la apretada malla de esquí que modelaba perfectamente sus torneadas piernas.

— Rowenna Maddison ha preguntado por ti – le informó Alma a Cristo.

— ¿Dónde está?

— En el plató dos, pero creo que había acabado en el set, así que mira en los camerinos.

— Vale. Tengo que irme, prima, a ver que es lo que quiere la bruja.

— Pues parece que os habéis hecho amiguitos – respondió Zara con sorna.

— Más bien me tiene de negrito para sus caprichos. “Ay, Cristo, necesito un batido. ¿Me traes tabaco? ¡No hay toalla en el camerino!” – Cristo imitó perfectamente la modelo inglesa, falseando la voz.

Tanto Alma como Zara se rieron con ganas.

— Venga, machote, no te quejes – susurró Alma – que las tienes a todas loquitas.

— Si, claro. ¿No ves el turbante de pachá que llevo? – escupió él. – Nos vemos después.

— Bueno, yo iré a saludar a la jefa – le dijo a Alma, agitando la mano en respuesta al gesto de su primo.

— Creo que estaba reunida, pero no lo sé con seguridad.

— Ya miraré. Ciao, guapa.

Cristo llamó a la puerta del camerino y asomó la cabeza cuando escucho la voz de la modelo inglesa. Rowenna estaba sentada ante el tocador iluminado, quitándose todo el maquillaje que había llevado en la sesión.

— ¿Me buscabas?

— Ah, Cristo… si, pasa – contestó ella, mirándole a través del espejo, sin girar la cabeza.

El gitano admiró las largas piernas de la chica, que quedaban fuera del albornoz. Se obligó a encontrarse con los ojos femeninos, reflejados en el espejo.

— Necesitaría vitaminas complementarias y algo para el estrés – musitó Rowenna antes de componer un gesto de fastidio. – La semana que viene tengo la sesión de Victoria’ s Secret y ya sabes como es eso.

— ¿Te han elegido para los angelitos?

— Si, eso me acaba de comunicar la Dama de Hierro.

— Enhorabuena – sonrió Cristo. – Mañana traeré lo que necesitas.

— Eres un encanto – sonrió ella a su vez, girándose en el taburete y colocando una mano en el antebrazo del gitano. – No como ese inútil de amigo que tienes…

“Ya estamos otra vez”, suspiró Cristo.

— Ya te he pedido perdón, Rowenna. Más de una vez…

— No lo digo por ti. Fuiste una ricura, preocupándote por mí y acompañándome. No me hiciste daño y me lo pasé muy bien – dijo ella, alzándose un poco hasta darle un suave besito en la punta de la nariz.

— Gracias.

— Pero el cabrón de Spunky…

— Spinny.

— Ese puto irlandés rojizo no tiene tus dimensiones – gruñó la modelo. – Estuve una semana sin poder sentarme. Y lo que es peor… no ha dado la cara desde entonces.

Cristo suspiró de nuevo, apoyando las nalgas en el tocador. Era cierto. Spinny no había querido escucharle y aprovechó el estado de la modelo para sodomizarla. Tenía esa fijación desde que había visto a Cristo hundirse entre las nalguitas inglesas. Por mucho que Cristo le dijera y le advirtiera, no sirvió de nada. El cabezota Spinny acabó metiendo su larga serpiente por el ano de Rowenna, lo cual no le sentó nada bien, todo había que decirlo. Para colmo, tal como decía ella, no se había ni siquiera disculpado. Ni unas flores, ni una nota, ni tan solo una llamada. Spinny podía ser de lo más bruto que existía.

— Si hablo con él y consigo que se disculpe… ¿te sentirías mejor?

— Sería un primer paso – contestó ella, volviendo a la tarea de limpiar su rostro.

— Está bien. Te lo enviaré aunque sea encerrado en una caja.

Cristo no se dio cuenta de la contenida sonrisa que curvó los labios de la modelo.

Zara, por su parte, entró en el despacho de Candy sin llamar, para encontrarse que Priscila estaba reunida con la jefa. Se disculpó e intentó retirarse.

— No, pasa, Zara, tengo que comentar algo contigo – la llamó Candy. – Priscila está terminando los asuntos del día.

Saludó a la Dama de Hierro con un gesto de la cabeza y se sentó en el amplio sofá de cuero, lo más alejado de ellas.

— ¿Así que este año tenemos a dos de nuestras chicas en la sesión navideña de Victoria’ s Secret?

— Si, Candy. Como te he dicho antes, ya se lo he comunicado a Rowenna Maddison. Calenda Eirre regresa mañana de Florida. Ya la he llamado por teléfono.

— Nuestras dos mejores chicas – musitó Candy, dejándose caer contra el respaldo de su acolchado sillón.

— Es todo un reconocimiento para la agencia – asintió Priscila.

— ¿Qué proyectos tenemos para estas fechas?

— Varias campañas publicitarias, dos proyectos de calendario, dos entrevistas para Magazine y Cosmo, y tengo una reunión programada con un promotor de Florida para algo sobre Año Nuevo – enumeró la eficiente mujer.

— No está mal. Quizás aún te consigamos algo para ti, querida – sonrió Candy hacia su callada novia.

— Seguro que si – afirmó Priscila.

Zara sonrió también, más por educación que por ganas. Desde hacía unas semanas, su ilusión por el multicolor mundo del modelaje se resentía un tanto, y aún no estaba muy segura del motivo. Se levantó cuando la Dama de Hierro recogió su agenda, dando por terminada la reunión con la jefa. Se acercó a Candy en cuanto la puerta se cerró, dejándose abrazar por la bella mujer. Sus labios se unieron delicadamente.

— Hola, preciosa. ¿Has descansado bien?

— He dormido cerca de veinte horas.

— Las necesitabas – susurró Candy, deslizando la punta de su lengua por la oscura garganta. – Gastamos muchas energías en esa isla…

— Ya se sabe con las vacaciones – rió Zara. – Suelen ser agotadoras.

— Pues habrá que coger de nuevo el ritmo – Candy la obligó a seguirla en una improvisación de un vals sin música.

— ¿A qué te refieres? – Zara se reía a carcajadas, girando en el gran despacho.

— Esta noche cena romántica. Te recojo a las siete. Ponte guapa…

Ambas siguieron bailando, aunque sin tantos aspavientos. Se quedaron abrazadas, meciéndose al son de su imaginación, y aplicadas en depositar decenas de suaves besitos en los labios de la otra.

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Faely contempló la hermosa estampa que formaba su hija ante el gran espejo de pared frente a su cama. Aquel escueto vestido crema con ribetes marfil le sentaba estupendamente, sobre todo porque Zara estaba dejando atrás las estilizadas formas adolescentes. Su cuerpo alcanzaba la plenitud como hembra. Los genes africanos de su padre y los gitanos de ella estaban convirtiendo a Zara en una mujer totalmente adulta y muy hermosa, aún sin haber cumplido aún dieciocho años.

— Estás preciosa, hija – le dijo, casi en un susurro.

— Gracias, mamá – Zara miró a su madre, quien se sentaba en la cama.

— ¿Celebráis algo esta noche? – preguntó Faely, dándose cuenta que no había visto antes aquel vestido.

— Nada especial. Solo una cena romántica en algún sitio coqueto.

El tono de Zara era sincero y no le daba mayor importancia, pero algo rondaba por la intuición de Faely, algo que no podía definir pero que no le gustaba. Los celos y la ira burbujearon en su interior, como un buen puchero sobre el fuego. Se obligó a reprimirse. No tenía ningún derecho a culpar a Zara, ni siquiera a su ama. Ella no tenía opinión como esclava que era, pero no podía doblegar el sentimiento hiriente que asaetaba su bajo vientre.

Por otra parte, no le había sacado gran cosa a su hija sobre las dos semanas de vacaciones que habían disfrutado juntas. Tan solo que habían estado en California y en México, tostándose en las playas. Sin embargo, había un brillo inusual en los ojos de Zara, un destello que antes no estaba. Una madre se daba cuenta de cosas así, se decía.

¿Qué había pasado en esas dos semanas?

El móvil de Zara cantó con la voz de Christina Aguilera, atrayendo su atención así como una sonrisa.

— Candy está en la puerta – comunicó, sabiendo lo que significaba el toque.

Colocó una pierna sobre la cercana banqueta y, con pericia, estiró las trasparentes medias; primero una, luego la otra. Tomó un largo abrigo de fieltro Burdeos del armario y lo colocó sobre sus hombros. Se inclinó y besó a su madre levemente.

— No me esperes, mamá. No sé los planes de Candy para esta noche.

— Está bien. Pásalo bien – deseó Faely, mordiendo cada palabra.

La admirada Candy Newport esperaba ante el coche, envuelta en uno de sus maravillosos abrigos de pieles sintéticas y portando un gracioso bonete a juego. Abrazó a su joven novia, la piropeó galantemente, y la instó a subir rápidamente. Apenas hacía tres grados en la calle y Arthur, el chofer de Candy, mantenía la calefacción del Mercedes a unos perfectos veinticuatro grados, lo cual elevó el ánimo de ambas mujeres. Sin que su patrona tuviera que decirle nada, el chofer enfiló hacia el norte, subiendo por Broadway, junto al Hudson. Dejaron atrás la mole arbórea del Central Park y se desviaron hacia Harlem.

— ¿Dónde vamos? – preguntó Zara.

— He pensado que deberías conocer un sitio muy coqueto y exclusivo, en Harlem – respondió Candy, con aire de misterio.

Arthur se detuvo junto a la mole victoriana de la iglesia de St. Charles Borromeo, aprovechando los aparcamientos libres, y ellas caminaron hasta la siguiente manzana. Una pequeña marquesina estilosa y azulona, bien iluminada, dio una referencia a Zara. “Avalon”.

— No he escuchado hablar de ese restaurante – dijo la más joven, deteniéndose ante una puerta de recia madera.

— Y no escucharás nada. No es un restaurante, sino un club bastante exclusivo, solo para socios.

— ¿Qué clase de club?

— Mmm… digamos que histórico.

Zara se la quedó mirando con extrañeza. Candy seguía sorprendiéndola. La ex modelo sacó una tarjeta de su bolso y la introdujo en la ranura que había para tal menester en la puerta. Una voz metálica brotó de un pequeño altavoz.

— Buenas noches, señorita Newport.

Candy no se molestó en contestar, sabiendo que era un contestador automático. La puerta daba a un pequeño vestíbulo con un gran macetero donde brotaba una increíble palmera Kentia de innumerables tallos. Frente a ella, se abrió la puerta de un gran ascensor. Cuatro botones, tres plantas y un subsuelo. Candy pulsó el último. Zara notó que el ascensor era muy lento para tan corto recorrido.

— Este cacharro es más lento que el caballo del malo – gruñó, lo que causó una gran sonrisa en su novia.

— Cada planta cuenta con tres niveles, pero el ascensor solo se detiene en el nivel intermedio – le aclaró.

— O sea que hay más de nueve plantas.

— El club posee todo el edificio.

El ascensor se detuvo y abrió sus puertas en otro tiempo, literalmente. Zara se quedó con la boca abierta, incapaz de dar un paso. Candy, con una risita, tiró de ella para sacarla del ascensor. Se encontraban en el interior de una posada muy antigua, donde grandes vigas sin cuadrar sostenían la techumbre de paja y gruesas losas de piedra cubrían el suelo. Un pequeño mostrador, hecho de bastos toneles sobre los que se apoyaba una cubierta de lijada madera oscura, quedaba al frente, iluminado por lámparas de aceite, candiles, y varias antorchas.

El olor a grasa animal quemada, a cera y alumbre, a vino fermentado y, por encima de todo, la fragancia nocturna de una flora olvidada, la asaltó con fuerza. Varias mesas, con formas diferentes, se repartían por el local; mesas cuadradas, rectangulares, redondas, e incluso un par de ellas ochavadas, con los cantos rematados. Bajos y robustos taburetes se refugiaban debajo, esperando a ser usados. Sobre cada mesa, un grueso cabo de vela refulgía en el interior de un cuadrado soporte de cristal. Grandes lámparas de retorcidos brazos colgaban de las vigas, repletas de pequeños candiles de aceite.

— ¿Qué es esto? – murmuró Zara, con los ojos saltando de un detalle a otro.

— Una taberna medieval, construida con todos los detalles de la época. Claro que gana mucho al disponer de la tecnología del siglo XXI. Al menos, aquí las bebidas están frías – bromeó Candy.

Zara se fijó en la clientela. No es que hubiera mucha, quizás porque aún era temprano, pero parecían tan a gusto allí como si estuviesen en la cafetería de unos grandes almacenes. Algunos vestían ropas normales, de calle, pero otros llevaban polainas, capas, e incluso había uno con una cota de malla. Un grupo de templarios, con capas blancas, brindaban en una mesa larga, casi al fondo del local. Sin embargo, incongruentemente, un tipo maduro y fofo, vestido con traje ejecutivo, se sentaba en la barra, bebiendo de una jarra metálica mientras tecleaba en su tableta informática.

Tres mujeres, aunque la palabra que le vino a la mente fue “mozas”, servían las mesas, con real eficacia. Sus cabellos estaban recogidos por una grande y artística pañoleta de tono amarillo rojizo. Vestían una blusa blanca que dejaba sus hombros al descubierto y que se abrochaba sobre su pecho con un sistema de cordones. De esa manera, podían controlar la apertura de sus escotes. Los pechos se mantenían erguidos y desafiantes gracias al corsé de cuero que ceñía sus cinturas. Unas amplias faldas celestes susurraban entre sus piernas a cada paso. Un delantal blanco cubría el regazo. Zara observó que calzaban una especie de manoletinas de paño y esparto, suaves y silenciosas.

Una matrona controlaba la barra, vestida de la misma manera, pero sin pañoleta. Parecía ser totalmente capaz de levantar ella sola uno de aquellos barriles llenos de vino o cerveza. De una puerta batiente cercana, surgían grandes bandejas cuadradas con comida, porteadas por un par de chicos jóvenes. Estos vestían con calzones de paño oscuro que dejaban sus tobillos al aire, enfundados en unas calcetas marineras con rayas grises. Camisa blanca y un corto chaleco de lana, bajo el cual asomaba una faja del color de la pañoleta de las chicas. El calzado era el mismo para ambos sexos.

— Muchos socios gustan de disfrazarse, según el programa que exista ese día. Otros vienen de paso, con la ropa que llevan en sus trabajos. Hay ciertos días en el año en que es obligatorio asistir con ropa de época, y te aseguro que los socios se lo toman muy en serio. La verdad es que la mayoría son eruditos historiadores, catedráticos de diversas universidades, e incluso jueces y abogados. También hay muchos escritores y artistas – le sopló Candy.

Una de las mozas se acercó y realizó una bella y corta reverencia, con tal ligereza que era evidente que estaba muy acostumbrada a ellas. Candy le dijo que tenía una reserva a su nombre. Con un asentimiento, las condujo hacia un extremo del local que Zara no había visto aún. Los tacones de ambas repiqueteaban escandalosamente sobre las piedras del suelo, atrayendo la atención de los demás clientes. La moza se detuvo ante una mesa situada bajo uno de los amplios ventanales cubiertos de artísticas y antiguas vidrieras, que se repartían por el local. Zara, acertadamente, supuso que ocultaban las ventanas modernas que daban a la calle. No se podía ver la calle desde el interior, pero la vidriera filtraría perfectamente la luz del sol durante el día. Aunque no había prestado atención, no creía que, desde fuera, nada de todo esto resultara evidente.

La moza retiró dos regias sillas de alto respaldo tallado y comprobó que el cojín del asiento estuviera asegurado a los esbeltos barrotes del reposabrazos. Zara se fijó en el repujo artístico y comprobó que se trataba de un blasón heráldico. Tanto ella como su novia colgaron sus abrigos y bolsos de uno de los remates de la silla y se sentaron, frente a frente. El traje de cóctel, color marengo, que Candy llevaba era maravilloso. Falda tubular con dos volantes por encima de la rodilla. Corpiño anudado a la nuca, con un arabesco que dejaba el ombligo al aire. Y para rematar, una graciosa pajarita amarilla limón sobre una ancha cinta que rodeaba su cuello.

— Tráiganos un poco de cidra caliente mientras miramos la carta, por favor – pidió Candy a la moza.

— ¿Qué contiene esta planta? – preguntó Zara, con curiosidad.

— En el piso inferior, hay un montacargas junto con la bodega de vinos y el almacén necesario. Todo este piso está dedicado para la taberna y la cocina, que está en el centro del local, bien oculta.

— ¿Por qué oculta?

— No sería muy inteligente reconstruir un escenario como este y dejar a la vista los hornos modernos y todo el acero inoxidable que usa una cocina industrial, ¿no?

— Claro, claro – asintió Zara, con una sonrisa.

— En el piso superior, está la azotea. Se utiliza bastante en verano y está totalmente almenada. Se tienden toldos para proteger los clientes del sol y de los pájaros. Es muy chic y romántica, pero nos helaríamos en minutos – bromeó Candy.

— Aquí se está muy bien, aunque cuesta acostumbrarse al olor.

— Tendrás que lavar esa ropa mañana, pero vale la pena, ya lo verás.

La moza volvió, portando una bandeja ovalada con las dos manos. Dejó sobre la mesa una jarra de cerámica, chata y vulgar, junto con dos tazones del mismo material y tono. La boca de la jarra estaba precintada con un papel de estraza y un cordel. Finalmente, depositó con cuidado una pequeña tabla de madera con dos trozos de queso y un cuenco lleno de nueces, avellanas y pistachos, convenientemente peladas. La moza las entregó un pergamino encurtido en cuero a cada una y con una sonrisa se marchó. El menú…

— Tienes que probar la cidra caliente. Hace el tiempo ideal para ello – le dijo Candy, mientras quitaba el precinto de la jarra.

— ¿Cómo de caliente?

— Oh, no te preocupes. Tan solo está a unos veinte grados, ni siquiera humea.

Llenó los tazones con cuidado, dejando ver un líquido ambarino, parecido a la cerveza, pero sin espuma ni burbujas. Candy tomó uno de los dos cuchillitos curvos y con punta bífida que venían con la tabla. Cortó un trozo de queso, que parecía muy cremoso, y lo pinchó diestramente con la extraña punta retorcida del cuchillo. Sin más remilgos, se lo llevó a la boca, junto con un puñado de frutos del bosque. Tras mascar un poco, le dio un buen tiento al tazón.

— Pruébalo así, en ese orden – le aconsejó a Zara.

— Mmm… delicioso – el paladar de Zara intentaba asimilar los distintos rebrotes de sabor. Las hierbas que se fundían en el suave queso, el crujiente sabor de las nueces, la canela y el jengibre de la cidra, la acidez de la manzana.

— Son sabores que nuestros paladares cosmopolitas han olvidado, cariño. Algo tan normal como un pedazo de queso fresco y algunos frutos secos…

— Tienes razón – se rió Zara. – Demasiadas hamburguesas y pizzas. ¿Qué hay en el resto del edificio?

Mientras sus cuchillitos se afanaban con el queso, Candy le habló de la sala de exposición del primer piso y del área cultural del segundo, donde se ubicaban las dependencias del club en sí. También le detalló del área de maquetación del sótano, donde se recreaban diversos proyectos de recreación de los socios. Reconstruían catapultas, carrozas, monturas, y había toda una verdadera forja artesanal para crear armaduras y armas.

— Esta asociación es muy reconocida en diversos ambientes. Proporciona consultores en películas históricas, expertos en restauraciones de castillos y pueblos medievales. Exporta artículos garantizados a todo el mundo… en fin, que financian bien su hobby, diría – puntualizó Candy.

— ¿Qué me recomiendas? – preguntó la mulata, mirando el pergamino ajado de la carta.

En una caligrafía manual muy elaborada, a dos tintas, se exhibía una corta lista.

— El chef cambia el menú cada dos días. Su especialidad son las carnes, por supuesto. Por lo que veo, hoy podemos escoger entre distintas aves, cordero, o jabalí. Te recomiendo el cordero en panal. Te chuparás los dedos.

— Bien. Confío en ti. ¿Y tú?

— Me apetece pescado esta noche – dijo Candy con un cierto retintín en su tono, que hizo reír inmediatamente a su novia. – Ajá… brochetas de sepia y Emperador a la cazuela… perfecto.

La moza no tardó en tomarles nota y Candy pidió un blush rosado y seco que iba bien tanto para la carne como para el pescado. Estuvieron bromeando sobre el trabajo y los últimos chismes que se habían encontrado al volver de sus vacaciones, cuando llegó una panera de mimbre con varias lonchas de un pan moreno y tostado.

— Aquí se hace el pan a diario, con una buena mezcla de cereales y piñones. Es un pan sin levadura, muy distinto al que puedes probar de cualquier panadería industrial. Puede que no te guste, hay que estar acostumbrado a su sabor. Puedo pedir unos colines si quieres.

— Pues habrá que probarlo – dijo Zara, tomando un trozo.

La miga tenía el color de las galletas caseras y estaba apelmazada pero, a la vez, suave. La corteza era dura y gruesa. Olía a trigo y mijo y tenía pintas repartidas por doquier. Piñones, se dijo. Cortó un trozo y se lo llevó a la boca. Era mucho más áspero que el pan francés y dejaba cierto regusto en la garganta.

— De nuevo te repito que hemos perdido los hábitos nutritivos de nuestros antepasados. El pan constituía, por sí solo, un importante grupo alimentario. Se comía pan, punto. La gente subsistía con pan y queso o pan y fruta, simplemente. Hoy en día, el pan es optativo, casi un capricho – comentó Candy, pellizcando ella también un trozo.

— Si, ya se nota. Te comes una rebanada de esto y puedes correr todo el día – sonrió Zara.

— Pero, sin embargo, viene muy bien con las carnes de fuerte aroma, como el venado, el jabalí, o la cabra. Y no te digo si tienes que mojar en una de las magníficas salsas de Chef Pastrine.

Zara clavó sus ojos en su novia. Había algo en la postura de sus hombros que la mantenía tensa, rígida. Parecía como si toda aquella verborrea, encantadora no obstante, estuviera dedicada a simular un estado que Zara aún no podía definir. ¿Ansiosa? ¿Asustada? ¿Preocupada por algo? Se moría por preguntarle, pero la mulata sabía que Candy era muy suya y que si no era el momento adecuado, se cerraría en banda y sería aún peor. Así que la dejó hablar de todos aquellos temas banales e incluso preguntó aún más sobre algunos detalles, como si la ayudara con ello a calmarse.

El rosado estaba muy bien, y más servido en copas de finísimo cristal y pie de latón. Dejaba cierto regusto dulzón al final de la lengua, pero sin llegar a ser como un vino de uva moscatel. Zara desorbitó los ojos cuando los platos llegaron. En si no eran platos, sino grandes fuentes de latón bruñido que se podían utilizar hasta de trineo, llegado el caso.

— ¡Dios mío! – exclamó cuando su bandeja aterrizó delante de sus ojos. Aquello era como una obra de arte. Ni siquiera sabía por donde empezar.

En el centro de la gran fuente, se levantaba una especie de pirámide, compuesta por diferentes pisos de alimentos. En la base, formando un fuerte contrapunto para su equilibrio, se encontraban varias patatas enanas, redondeadas y horneadas sin pelar. La piel aparecía tostada y crujiente. Entre las patatas, varias hortalizas como zanahorias y cebolletas, salpicaban aquella base. Sobre ella, varias chuletas de cordero estaban colocadas formando una estrella con sus largos huesos. Varias hojas blancas de endivia las recubrían para sostener, como regletas vegetales dispuestas una al lado de las otras, varios dados de carne humeante. Para rematar, como si fuese un extraño piramidión, un trozo de celdillas de un panal de abejas se derretía lentamente sobre todo el conjunto gastronómico.

— Deja que la miel impregne todo. No rompas la cohesión. Ve hurgando y comiendo a medida que se enfría – aconsejó Candy.

Sin embargo, los ojos de Zara habían saltado de su fuente a la de su novia. Dos largos estiletes redondos reposaban sobre un piso de escarola aliñada al limón. Los trozos de blanca sepia, bien cortados y atravesados por el acero, despedían un aroma increíble. En el centro de la fuente, separando los estiletes, un cuenco de rojiza cerámica siseaba aún por su alta temperatura. Los dados de Emperador flotaban en aceite hirviendo y vino, espolvoreados con perejil muy picado y finas láminas de ajo.

— ¿Nos vamos a comer todo esto? – balbuceó Zara.

— Nos ayudaremos mutuamente, pequeña, pero no te preocupes, cuando quitas los adornos no hay tanto como parece.

— Tengo que tener cara de tonta. Todas estas cosas me pillan siempre por sorpresa. No he comido nunca en estos sitios sibaritas del mundo, y tú pareces haberlos recorrido todos – masculló Zara, tomando el cuchillo y el tenedor.

— Bueno, ya te llevaré a los mejores. Por el momento, debo decirte que éste es uno de los pocos sitios en que todo el mundo come con las manos – contestó Candy, señalando hacia otras mesas.

Y era cierto. Los comensales se ayudaban de unos afilados cuchillos cuando necesitaban cortar algo voluminoso o pescar un trozo entre la salsa o en algún caldo, pero, por lo que podía ver, todo el mundo estaba remangado y usando sus dedos a voluntad.

— Recuerda que esto está dedicado a la Edad Media. No había cubiertos en aquella época, salvo la cuchara de palo. Ni siquiera los nobles y los reyes usaban tenedor y cuchillito. Todo lo que necesitaban era una buena daga para cortar tajadas de carne o rebanadas de pan.

— Ah, y se limpiaban con las mangas – asintió Zara, alzando la blanca servilleta de lino que tenía sobre las piernas.

— Colocan tenedores para los más medrosos y servilletas de tela para que no nos manchemos la ropa, pero es solo un gesto para el socio. Muchos vienen aquí a almorzar y después regresa a trabajar. No estaría nada bien ir luciendo lamparones de aceite.

Zara soltó la carcajada y pescó una redonda patatita con los dedos. La peló con esmero, soplando un poco sobre ella, y la engulló como una piraña.

— ¡Sabe como a caramelo! – exclamó, abriendo los ojos.

— Es por la miel. Penetra en todo…

Candy tironeó con los dientes de un trozo de sepia hasta sacarlo por la punta del estilete. Lo mojó en el jugo de limón que cubría el fondo de la fuente y lo devoró con ganas. Ambas mujeres se dedicaron a calmar su apetito e intercambiar deliciosos bocados de ambas fuentes. No fue hasta que las fuentes estuvieron medias cuando Candy retomó la palabra.

— Tienes razón en lo que antes dijiste, Zara. He estado en muchos sitios, algunos muy pintorescos, y he conocido a mucha gente. De estas amistades, no me siento demasiado orgullosa, pero es algo que no he empezado a sentir hasta hace poco…

Zara se chupeteó los dedos y se limpió en la servilleta.

— ¿De qué estás hablando? – preguntó.

— Pude ver la expresión de tu rostro en la isla, cuando te expliqué qué hacíamos allí. No conoces nada sobre mí, salvo lo que han escrito en las revistas de modas, y sé que no te atreves a preguntarme, aunque sabes perfectamente que no soy ninguna santa – Zara prefirió callar y escuchar. – Desde muy pequeña he tenido una meta fijada en mi mente: el poder. Por él, me despegué de mi familia, de mis amistades, y acepté lo que el diablo me ofrecía.

— ¿A qué te refieres?

— A mi vida, por supuesto. No he amado a nadie, no me he preocupado de nadie más que de mí. Conseguí trepar entre modelos, promotores, y toda la divina fauna que existe en este mundillo. Apuñalé por la espalda cuando fue necesario y me metí en la cama de quien necesitaba, y nunca me he arrepentido de ello. Llegó el día en que alcancé un puesto lo suficientemente alto como para imponer mis deseos; por fin, conseguí entrar en el Poder…

— Pero eso no quiere decir que…

— Déjame hablar. Esto no es tan fácil como para retomar el hilo una y otra vez. Como bien sabes, no he mantenido una relación formal con nadie. Solo he cogido lo que me ha apetecido y lo he usado hasta hartarme. Con los años, me he ido endureciendo y mi… faceta dominante ha asumido el control. Como bien sabes, me he pasado diez años muy cómodos con tu madre y ya me había hecho a la idea que mi vida sería así hasta el final.

Ambas habían dejado de comer, ahítas por fin. Candy hizo un gesto con la mano y una de las mozas retiró los platos. Otra compañera vino a ayudarla a limpiar la mesa.

— La dominación ha sido el condicionante de mi vida, tanto sentimentalmente como laboralmente. No soy una excéntrica sádica, pero tampoco la Madre Teresa. Se lo he hecho pasar malamente a mucha gente, en el trabajo, como parte de mis negocios, y, como no, para divertirme.

La chica trajo dos tartaletas de barro, no más grandes que el puño, que contenían pastel de mora y castañas ebrias de kirsh; uno de los chicos trajo una botella de champán que abrió tras mostrar la etiqueta a Candy. Ésta, interrumpida en su monólogo, asintió con una sonrisa. Cuando el chico sirvió ambas copas y dejó la botella enterrada en el hielo picado de la cubitera, Zara pudo ver que se trataba de un Dom Pérignon de 1978. ¡Una burrada!

— No me cabe el postre – musitó.

— Haz un esfuerzo, cariño, no probarás de nuevo una tarta como ésta en tu vida. Te lo aseguro – susurró Candy, tomando la cucharilla y atacando la suya. – Como te iba diciendo, estaba muy feliz con mi vida, pero llegaste tú…

— Vaya, ¿qué he hecho yo? – Zara cerró los ojos al tragar su primera porción de tarta. Deliciosa, compacta, con un toque de bizcocho en su base y el “mil feuilles” más suave que hubiera probado jamás.

— Sacudiste mi vida con una inocencia y una ingenuidad que me han ido debilitando cada día – Candy alargó una mano y acarició los nudillos de su chica. — ¿Cómo oponerme a tu habitual candor, a la innegable bondad que transmites por cada uno de tus poros?

— ¿No he sido mala alguna vez? – dijo Zara con tono traviesa.

— Ya sabes a que me refiero. Mantenía a tu madre esclavizada y, por ello, estaba muerta de miedo al pensar que cualquier día lo descubrirías. Ese fue el motivo por el cual me alejé totalmente de Faely, sin darle explicaciones. Sé que lo hice mal, que le he hecho daño, pero no era yo misma…

— Entonces, lo que pasó en… en el cumpleaños de Cristo – Zara musitó tras tragar una nueva cucharada. Candy la miró y supo ver el imperceptible rubor que cubría las mejillas de café con leche.

— Todo se complicó esa noche. Ninguna de nosotras estaba en sus cabales, o así lo recuerdo, al menos – suspiró la ex modelo, bajando los ojos también.

En ese momento, la cucharilla de metal de Zara resonó secamente sobre la base de cerámica, como si hubiera resbalado sobre algo duro. La joven escarbó un poco entre la pasta de castañas del interior de la tarta.

— Aquí hay algo duro – musitó, acercando los ojos a la tarta.

Con la cucharilla sacó algo envuelto en papel de seda. La imagen de los muñequitos escondidos dentro de las tartas de Pascua le vino a la mente. ¿Sería una tradición en Avalon? Levantó la mirada hacia su novia, para preguntarle: ¿Has encontrado algo en tu tarta? Sin embargo, la pregunta se le atascó en la garganta al ver la seria y ávida expresión que llenaba el rostro de su amada. Los ojos de Candy brillaban, como si tuviesen fuego interior. Inconscientemente, Zara empezó a desenvolver el papel mojado en crema de castañas ebrias, sin apartar sus ojos de los de su novia.

— Zara Belén Buller…

Con escuchar aquella manera de pronunciar su nombre, su corazón inició un redoble frenético, adivinando una situación que su mente aún se negaba a aceptar. No podía ser…

El papel de seda cayó y reveló una especie de tubito de tres centímetros de largo. Cuando lo giró, se dio cuenta de que se trataba de un extraño anillo, con la parte superior en forma de un tubo seccionado por la mitad. En su parte interna, el aro del anillo refulgía con la fuerza de un caro metal, quizás titanio o paladio. La superficie alargada y cóncava de la parte superior del anillo estaba recubierta de oro blanco con incrustaciones de pequeños diamantes. Zara ni siquiera notó las lágrimas que se deslizaron por sus mejillas; solo pensaba en lo hermoso que era aquel extraño anillo.

— ¿Quieres convertirme en la mujer más feliz de este mundo aceptando ser mi esposa? – la voz de Candy la sobresaltó y volvió a mirarla, mientras el concepto penetraba finalmente en su cerebro, como introducido por un lento berbiquí.

— ¡Oh, Dios mío! – dijo antes de tragar saliva. – Dios mío… Dios mío…

Candy alargó la mano y lentamente introdujo el dedo anular de su novia en el aro. La brillante cubierta casi cilíndrica cubrió el dedo por encima del nudillo más grueso. Zara solo podía mirarlo y repetir: “Dios mío… Dios mío”. Ni siquiera se daba cuenta de ello, pero había dejado de respirar, conteniendo el aliento.

— No quiero sentirme sola nunca más, mi vida. Tú me has salvado de una vida incierta y egoísta. Sé que te doblo en años, pero prometo hacerte feliz cada día de mi vida. ¿Qué respondes, corazón?

— ¡OOOOH, DIOS MÍO… CLARO QUE SÍ! ¡SÍIII!

Zara aferró el rostro de su novia y lo cubrió de rápidos besitos mientras no dejaba de farfullar y asentir. Detrás de ellas, las mozas y varios clientes empezaron a aplaudir. Para sobreponerse a la emoción, Candy se obligó a brindar con el caro champán y saludó a sus cómplices de la taberna. Lo había ideado todo durante el vuelo de regreso, desde Australia. Para ser una mujer sin sentimientos, según ella, Candy había fecundado un plan muy romántico, que llevó a cabo en apenas dos días. Necesitaba de un sitio de confianza y hacía muchos años que era socia de aquel club desconocido para la gran mayoría.

— Me encanta… ¡Me encanta! – chilló Zara, con la mano extendida y contemplando el alargado anillo de compromiso.

Se habían bebido la botella de Dom Pérignon y ya estaban más calmadas. Candy había colocado su silla al lado de su prometida y no dejaba de acariciarle el muslo enfundado en la media. Zara no dejaba de mirar lo bien que quedaba el anillo en su dedo anular.

— Supe que era el adecuado en cuanto le eché el ojo, en Tiffany’s. Quería algo diferente al clásico diamante de compromiso – susurró Candy.

— Diferente si que lo es, cariño. Es lo más bonito que he visto nunca… ¿Así que estamos comprometidas?

— Con toda la ley – bromeó Candy.

— ¿Y hay que poner una fecha?

— No, tonta. Primero tienes que cumplir los dieciocho y luego ya hablaremos. Aún es pronto. Solo debe preocuparte si quieres una gran boda o una cosa íntima.

— ¿De veras lo haremos público? – los ojos de Zara se nublaron. — ¿Qué hay de ti, de tu reputación? ¿Afectará a la agencia?

— No es la primera vez que hacen suposiciones sobre mis gustos, aunque nunca han tenido pruebas. No creo que me afecte en nada asumir mi inclinación, ni a la reputación de Fusion Models. Esto es algo personal y el estado de Nueva York acepta el matrimonio gay, así que…

— ¡Nos casamos! – exclamó Zara, alzando los brazos.

Aún no se lo acababa de creer. Nunca hubiera creído que Candy se lo propusiera, y menos tan rápidamente. Una mujer como ella, que lo tenía todo… ¿cómo se había colgado de ella, que no era más que una cría?

— Zara, tenemos que hablar seriamente…

“¡Lo sabía! ¡Tenía que haber algo!”, se dijo la joven, acodándose sobre la mesa. Sintió la boca seca y apuró el resto que quedaba en la copa.

— Te escucho.

— Básicamente, son tres planteamientos. El primero es sobre la separación de bienes.

— Por supuesto – asintió Zara. – Todo cuanto tienes es tuyo, te lo has ganado a pulso. Firmaré cualquier condición que…

— No, tonta. No pienso separar bienes. Lo que es mío es tuyo.

— P-pero… — parpadeó la joven.

— Como te he dicho, llevo muchos años separada de mi familia y no pienso dejar que ninguno de esos pijos desgraciados hereden nada de mí. No tengo a nadie más que a ti, al menos, por ahora.

— ¿Por ahora?

— Ese es otro punto que ahora discutiremos. Pero en éste, quedamos en que viviremos en mi apartamento por el momento, y que te iré poniendo al día de cuanto poseo. Tendrás que preocuparte de ciertas cosas.

— Está bien.

— El segundo asunto es la descendencia. Por mi parte, nunca he querido hijos, ni siquiera he pensado en ellos. ¿Y tú?

Zara se encogió de hombros. Sus genes gitanos si clamaban por tener hijos, pero ni siquiera tenía la edad necesaria para opinar legalmente, así que prefería abstenerse.

— Zara, durante muchos años he sido una persona brutal y sin escrúpulos, pero vuelvo a decirte que me encontraste y me has cambiado. Tengo treinta y cinco años y aunque sea algo tarde, desde hace unos meses, vengo sintiendo ciertos impulsos que, en otro tiempo, jamás reconocería.

— ¿Eso quiere decir que quieres hijos? – se asombró Zara.

— Quiere decir que, a tu lado, me siento capaz de cualquier cosa, y que ya no me espanta cuidar de alguien más, junto a ti – le confesó, besándola en la comisura de los labios. – Seguramente, cuando estemos decididas y preparadas, no pueda tenerlos yo misma… Por eso te pregunto: ¿Lo estarías tú?

— ¡Por supuesto, cariño! ¡Los que hagan falta! ¡Muchos churumbeles! – soltó Zara con una risotada.

— ¿Churu… qué?

— Es la palabra caló para niños. Candy, te aseguro que no me importará nada dejar la agencia dentro de unos años para dedicarme completamente a mi familia.

— Me alegra escuchar eso. Bien, hemos coincidido ambas en estos puntos. Queda el tercero… ¡Tu madre!

Zara se tapó los ojos, sabiendo que acabarían tocando ese tema. Toda la alegría que había llegado con la petición, se esfumó. Su madre estaba mal; no aceptaba su noviazgo en absoluto, por mucho que intentara disimular. ¿Cómo reaccionaría ahora con la noticia de que habría boda en algún momento?

— Mira, Candy, cariño, debo confesarte algo sobre lo que no hemos hablado. Mi madre ha empeorado, emocionalmente hablando. Parecía que, al principio, aceptaba nuestra relación, pero ha quedado evidente que no es así. Se ha ido retrayendo durante estos últimos meses. Discutimos por cualquier cosa y nos echamos muchos asuntos a la cara. Creo que está dolida, celosa, y deprimida.

— Dios… es culpa mía – jadeó Candy. – La he dejado de lado, sin una explicación, sin ni siquiera una orden. He sido una loca, pero no quería complicaciones en nuestro… romance.

— Pienso que cree que la has abandonado por mí, pero tiene aún esperanzas de que la llamaras algún día – el dedo de Zara recorría los nudos de la mesa, casi con obsesión. – Si ahora le digo que nos casamos… su esperanza desaparecerá y no sé lo que puede suceder. No quiero hacerle daño, Candy.

— Lo sé, amor mío. Es tu madre y la quieres. Las dos la hemos querido, a nuestra manera. ¿Qué podemos hacer? – susurró.

— No sé… no sé. Con lo fácil que sería si fuera una suegra normal. Nos la podríamos llevar a casa para que no se quedara sola, aunque está Cristo y…

Zara no se dio cuenta del cambio de expresión de Candy. Su ceño se frunció con fuerza, dándole vueltas a una súbita inspiración que le había revuelto el estómago en un segundo. Podía ser la solución perfecta, si se atreviera… pero la situación podría degenerar y perderlo todo…

— Cariño, voy al baño – le dijo a Zara. – Pide un par de cafés, que tenemos que darle vueltas al asunto.

— Podríamos ir a TriBeCa, a tu casa, y ponernos cómodas.

— Eso más tarde – comentó Candy, poniéndose en pie y tomando su bolso. – Te conozco. Si ahora fuéramos a casa, solo querrás celebrar el compromiso y no saldríamos de la cama, zorra.

Zara sonrió, sabiendo que le había leído la mente. Alzó la mano y llamó a la moza, mientras Candy contoneaba su hermoso culo hacia la zona de los lavabos.

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El apartamento estaba en silencio y en penumbras. El suave tictac del antiguo péndulo Zimmerman que colgaba de una de las paredes del salón, marcaba un tempo para el corazón de Faely. Se sentía frenética desde que había recibido la llamada telefónica de su ama. Se sintió ligera como una pluma y realmente agradecida al escuchar su voz, aunque el tono fuese seco y dominante. Pero le había dado una nueva orden y ella era feliz al cumplirla.

Por eso mismo, se encontraba desnuda y arrodillada, con las manos a la espalda, en el salón del apartamento de TriBeCa. Faely aún poseía una llave de la puerta, de cuando vivía allí con su ama. El pulido suelo de madera resultaba reconfortante bajo sus rodillas y los cuatro gruesos cirios celestes dotaban de una suave luminiscencia a la sala, uno en cada punto cardinal, tal y como se lo había exigido.

Faely mantenía los ojos bajos y respiraba lentamente. Sin embargo, sus dedos, que abarcaban ambas muñecas sobre sus riñones, no dejaban de frotar nerviosamente la enrojecida piel. No quería pensar en lo que podía significar aquella orden, que la había llevado de noche a acudir al ático de su ama; no quería edificar unas esperanzas que podían derrumbarse como un castillo de naipes. Pero, aún así, algo debía querer su ama de ella. Con toda claridad, volvió a escuchar sus palabras: “Ve a mi apartamento. Espérame allí como lo hacías antes, en el salón, como una buena perrita. Puedes subir la calefacción a tu conveniencia.”

Para ella estaba claro. “Como antes.” Así que lo había escenificado todo como lo había hecho una y mil veces. Había preparado una cubitera para enfriar el champán y, sobre la mesita, dos copas y un cuenco de cristal con bombones. Después se despojó de toda la ropa, bragas y sostén incluidos; colocó con todo cuidado las velas, y se situó en el centro, dispuesta a esperar toda la noche si hacía falta. Tras un buen rato, descubrió que no había dejado de sonreír, por lo que se obligó a mantener una expresión de buena esclava, neutra.

Había perdido la noción del tiempo cuando tintineó la llave en la cerradura. Recuperó la postura adecuada y trató de respirar con calma. En el vestíbulo, Zara deslizaba sus manos por las caderas de Candy, con anhelo y pasión. Llevaba mordisqueando su cuello desde que tomaron el ascensor, con unas ganas tremendas de desnudarla y caer en la cama. Candy succionó fuertemente su lengua y la obligó a girarse hacia el interior del apartamento, atizándole una fuerte nalgada.

— Ay…

— Deja que cierre la puerta y ponga la alarma, quejica. Entonces vas a quejarte con ganas – musitó Candy.

Faely se estremeció, sintiendo como la bilis subía por su garganta. ¡El ama no venía sola! ¡No podía ser otra que su hija! Pensó en levantarse, pero su ama lo había dejado claro. Espérame como antes… ¿Qué debía hacer? Tomó la decisión, todo ello en dos segundos, de no moverse.

Zara taconeó con urgencia hacia el cuarto de baño, pero, al pasar por el salón, se quedó estática, con el corazón alterado y el rostro lívido. Miraba a su madre arrodillada, sin acabar de creérselo. Sus ojos contornearon las potentes caderas, las rodillas dobladas, el cabello corto que se pegaba a su cuello, los poderosos pechos que se proyectaban hacia delante… pero no podía ver su mirada. ¡Su madre no levantaba los ojos del suelo!

— M-mamá – balbuceó.

— He pensado que Faely ya no puede ser mi esclava. Si no pienso dejarte firmar una separación de bienes, entonces ella debe ser un bien común, de ambas – le dijo Candy casi al oído, al llegar por detrás.

— P-pero… ¿qué hace aquí?

— ¿No crees que este es el momento idóneo para decírselo? Así, en caliente…

— N-no puedo…

— Bueno, entonces se lo tendré que decir yo, cariño, aunque no tengo el mismo tacto que tú, ya sabes. Verás, Faely, nos…

Zara levantó una mano como una centella, tapando la boca de su novia. La miró intensamente a los ojos, pero no pudo enfadarse con ella. Candy era así de directa. Ambas sabían que debían solucionar el problema y de nada servía aplazarlo.

— Yo se lo diré, Candy. Tú siéntate – y apartó la mano de los labios de la ex modelo cuando ésta asintió.

Candy Newport se dejó caer con un suspiro en el mullido sofá de cuero crema y se quitó los zapatos, sin dejar de mirar el cuadro que tenía delante. Observó como Zara se mojaba sus gordezuelos labios, buscando cómo empezar. Faely, por su parte, había levantado algo la barbilla y la miraba a ella, casi de reojo. Quiso encontrar algo de rencor en la mirada, pero no lo halló, tan solo admiración y quizás amor. Candy se asombró de la pasión que embargaba el ser de la gitana.

— Mamá, puedes mirarme. Soy tu hija, no tu dueña – musitó Zara, avanzando hacia su madre un par de pasos. Faely clavó sus melosos ojos en ella, sabiendo que sus mejillas reflejarían toda su vergüenza, pero no le importó. – Esta noche, Candy y yo nos hemos comprometido.

Faely estuvo segura de que el corazón se le detuvo entre sus costillas. Fue como un doloroso pellizco en seco. Zara adelantó su mano izquierda, mostrándole un moderno y rectangular anillo en su dedo.

— ¿Comp-prometidas? – consiguió articular.

— Si, Faely – respondió Candy. – Vamos, levántate, vas a ser mi suegra.

Zara le tendió la mano a su madre para ayudarla a alzarse del suelo. Le sonreía, en un intento de hacerla partícipe de su alegría.

— Eres muy joven aún para casarte – contestó la gitana, intentando no gesticular y que sus brazos taparan sus pezones.

— No vamos a elegir fecha de momento. Cuando cumpla la mayoría de edad, viviremos juntas aquí.

— Ya buscaremos el mejor momento para el enlace – opinó Candy.

— Me… alegro mucho por ti, Zara – silabeó Faely, iniciando una sonrisa que no acababa de parecer auténtica.

— Joder, daos un abrazo, ¿no? – exclamó Candy.

Zara, más alta que su madre, hundió su rostro en el hombro de Faely, ocultando sus rasgos contra el pelo azabache. Faely puso sus manos en los costados de su hija, pero acabó llevándolas a la espalda, apretando con pasión. Ambas sintieron como sus ojos se humedecían y se besaron mutuamente las mejillas.

— Ha sido toda una sorpresa – musitó Faely, separándose pero manteniendo sus manos sobre la cintura de su hija.

— Más o menos como la mía. Candy me dejó clavada en la silla – se rió Zara, mientras limpiaba las lágrimas de su madre.

— ¿Hay abrazo para mí? – preguntó con sorna Candy, levantándose y acercándose a ellas.

Zara la abrazó fuerte, pero Faely no se atrevía a moverse. Era su ama y un abrazo le parecía algo fuera de norma. Pero Zara estaba al cuidado y sin soltar el talle de su novia, alargó la otra mano para atraer a su madre. Se fundieron en un abrazo entre las tres y, en esa ocasión, Zara fue consciente de la desnudez de su madre, del calor de su piel. Candy, por su parte, dejó resbalar su mano por la espalda de la gitana hasta alcanzar uno de sus duros glúteos. La dejó allí como si fuera lo más natural del mundo.

— ¿Qué va a…?

— ¿Pasar contigo? – acabó Candy la frase de Faely. – Como he dicho antes, ya no podrás ser mi esclava. No sería correcto ni ético, ¿verdad?

Faely negó con la cabeza, sin querer ver la mirada intrigada de su hija y su ceja enarcada.

— He pensado que cuando Zara se venga a vivir aquí, lo hagas tú también.

Zara clavó los sorprendidos ojos en su novia. Intentó decir algo, pero su boca solo se quedó abierta, sin movimiento, totalmente sorprendida. Faely las miraba alternamente, sin saber si su ama hablaba en serio.

— Zara me ha comentado que has pasado por una mala racha desde que salimos juntas – la dueña de la agencia levantó una mano, deteniendo la protesta de ambas mujeres. – Ya he admitido mi culpa en todo ello. He sido desconsiderada y cobarde. Tenía miedo de que Zara supiera demasiado pronto de nuestra especial relación, así que me aparté bruscamente. Ni siquiera dejé un mensaje para explicarte mis motivos. He sido mal ama; no he respetado a mi sumisa, lo sé.

La voz de Candy se quebró un tanto, dejando paso a la emoción contenida, y Zara le apretó el talle, dándole ánimos.

— No, mi señora, no ha sido culpa suya, sino mía. He abrazado sentimientos que no me correspondían – respondió Faely, con la cabeza gacha. – He sentido celos de mi hija, fruto de mis fantasías. Usted nunca me juró fidelidad ni amor…

— Pero, de cierta manera, eso va implícito en nuestra relación de ama y esclava. Puede que no fuera amor, pero si debe haber respeto, cariño, y obligación – las lágrimas surgían ya incontenibles de los lacrimales de Candy, quien llevó su mano desde la nalga de Faely hasta su barbilla.

— Ama, yo…

— Durante diez años has sido mi confidente y mi tesón. He volcado sobre ti mis insatisfacciones y mis victorias. Has llorado y reído a mi lado, Faely. Casi podría hablar de cierto matrimonio entre nosotras, ¿no es cierto? – la ex modelo atrajo a la mujer contra su pecho, en un abrazo tan tierno que Zara se emocionó.

— Si, mi señora, así ha sido – musitó Faely, llorando también.

— Pero ha sucedido algo que no creí nunca posible. He conocido el amor, el verdadero, Faely. Me he enamorado de tu hija como una colegiala y lo sabes. Jamás me habrás visto así con nada ni con nadie de mi vida. Sé que te he hecho daño y sé que te vamos a causar aún más.

— N-no, por favor…

— Debemos separar nuestros caminos, Faely, por respeto a tu hija. Debemos terminar la relación que nos unía, pero no quiero que tu hija pague por nuestros pecados. Ella debe tener a su madre a su lado. Sois la única familia que disponéis, tan solo os tenéis la una a la otra. Así que me gustaría que te vinieras a vivir con nosotras, como madre y suegra.

— Oh, Dios – jadeó Faely.

Zara estaba casi conmocionada. Candy no le había dicho nada de todo eso, ni de cuando lo había pensado. ¡Pero si habían estado comentando el asunto una hora antes y no habían llegado a ninguna conclusión! Sin embargo, la contestación de su madre la anonadó aún más.

— Me gustaría, mi señora, me gustaría muchísimo, pero sé que no seré capaz. No podré mantenerme calmada cuando vea como os besáis, como dormís juntas… Vuestra felicidad me matará… No, me quedaré en mi loft, con mi sobrino, y os dejaré tranquilas. Zara será bienvenida siempre en casa – dijo, restañando las lágrimas e irguiéndose todo lo que pudo entre las otras dos mujeres, más altas que ella.

— Es lo que pensaba, mi dulce Faely. Eres demasiado visceral para fingir en una situación como esta.

— Pero mamá, debes hablar con alguien. Estás depre y dolida. No quiero dejarte sola así – Zara se abrazó a su madre, con los dos brazos, sintiendo su aroma y los mórbidos pechos rozar los suyos.

— Has dicho que aún no vais a vivir juntas, ¿no? Me acostumbraré, no te preocupes – le acarició las trencitas mientras notaba el cálido aliento de su hija sobre su cuello. Las distintas emociones que sentía quitaban importancia al hecho de continuar desnuda ante ella.

— Es una lástima. Aquí hay sitio de sobra para las tres y, por otra parte, me he acostumbrado a que estés presente en mi vida, de una forma u otra. Te echaré de menos, sinceramente, Faely – le dijo Candy, inclinándose sobre ellas y besándola en la mejilla.

— Bueno, al menos viviremos en la misma ciudad y podremos vernos – sonrió Zara.

Las tres permanecían abrazadas en medio del salón, con Faely en el centro. La mano de Candy se unió a la de su novia, a la espalda de la madre, y suavemente la descendió hasta descansar las dos sobre las empinadas nalgas maternas. Ninguna dijo algo, limitándose a sorber sus húmedas narices.

— Si, viviremos aquí hasta que decidamos tener hijos. Después habrá que buscar una zona más residencial – soltó Candy la pulla que tenía preparada.

— ¿Hijos? – exclamó Faely, mirando a su hija. – Pero, ¿cómo…?

— Mamá, no seas burra. Hay muchos métodos hoy en día. No voy a ir buscando machos por ahí – la amonestó su hija.

— Claro, claro… ¿y os marcharéis? – su tono implicaba un fuerte desencanto. Faely tenía hambre de más familia, de hijos, nietos, sobrinos… y ahora le estaban diciendo que se marcharían lejos cuando llegara ese momento.

— Si, es lo mejor – respondió Candy, mientras restregaba suavemente la mano de Zara sobre el trasero de Faely. – TriBeCa no es un buen lugar para criar hijos. Tengo propiedades en Nueva Jersey y en los Hamptons. Ya veremos. Sé que te encantaría cuidar de tus nietos, pero es lo mejor.

— Podrás visitarnos siempre que quieras, mamá. Te lo prometo – pero lo dijo sin convicción, demasiado atenta a los círculos que la mano de su novia le obliga a hacer sobre la piel de su madre.

Sin embargo, Faely no era consciente de ello. Solo estaba pensando en que tendría que limitarse a visitarlos los fines de semana, y conocía muy bien los gustos y compromisos de su ama. Sería raro si las pillara en casa más de un fin de semana al mes. Eso contando con que se mudaran a una zona medianamente cercana a Manhattan…

Candy sonreía interiormente. Conocía bien el tremendo morbo que Zara sentía por la condición de esclava de su madre. Se lo había confesado muchas veces, pues Candy le arrancaba la confesión cada vez que la tenía a punto de correrse. No creía que Zara pusiera demasiados impedimentos a lo que pretendía proponer, pero no estaba segura de Faely. La gitana era una mujer muy sensual y ardiente, pero no tenía constancia que se sintiera atraída por el incesto. Si Candy hubiera sabido de las tremendas masturbaciones que Faely se obsequiaba en honor a sus fantasías con su hija, hubiera batido palmas de alegría. Inspiró, tomó la mano de su novia y la plantó abiertamente sobre la nalga de su madre, y luego dejó caer:

— A no ser…

— ¿Qué? ¿A no ser qué? – Faely conocía muy bien aquel tono. Su ama había pensado algo sucio y pecaminoso como solución y no sabía si quería escucharlo o no.

— Antes le he susurrado a Zara que no podía tenerte más como esclava, ya que si no iba a proponer una separación de bienes, mi esclava ya no sería mía, sino de las dos – Zara sonrió como una tonta, perdida en el magreo que le estaba dando a su madre. – No quieres vivir con nosotras porque envidias a de tu hija, pero… si fueras también la esclava de tu hija, si nos sirvieras a nosotras dos como una buena perra, ¿sentirías entonces esos celos?

Faely se quedó con la boca abierta y Candy no podía leer nada en ella. No sabía si era repulsión, sorpresa, o indignación lo que pasaba por la mente de la mujer. Zara dejó la mano quieta, el corazón acelerado como nunca, totalmente pendiente de la respuesta de su madre. A medida que las palabras de Candy calaban en su cerebro, más se convencía de que era la fórmula perfecta si conseguían dejar de lado sus prejuicios morales.

La gitana había entrado en otra dimensión. Como una buena perra entrenada, escuchar esa idea de boca de su ama había empapado su vagina en segundos. Había escuchado en voz alta su mayor fantasía, cuando creía que no sucedería nunca. Pero en vez de clamar su afirmación con vehemencia, un estúpido sentimiento censor se alzaba para rechazarla con fingido asco y desprecio. Tragó saliva y giró su cuello a un lado y otro, mirando a ambas. En el rostro de su dueña, podía ver la ansiedad por escuchar su contestación y el miedo a todo cuanto pudiera surgir de una negación. Sin embargo, en los rasgos de su hija, tan bellos y arrebolados por la vergüenza, era claro el anhelo, el deseo y el amor que sentía por las dos mujeres de su vida.

Sintió el estremecimiento de la mano de su hija sobre su nalga y eso la ayudó a decidirse y amordazar al gnomo con sotana que intentaba hacerse escuchar en su interior.

— No, creo que no – musitó, con la boca seca.

El peso de su hija cayó sobre ella, de repente, como si se desplomara. Candy la atrapó de la cintura, manteniéndola casi en vilo.

— ¡Zara! ¡Cariño! ¿Qué te pasa? – exclamó la ex modelo.

— Nada, nada… ha sido un vahído tonto… la impresión… – protestó Zara.

Su novia la llevó en volandas hasta el cercano sofá y se sentaron. Faely, más experimentada, estrujó la servilleta que envolvía la olvidada botella de champán, impregnada del hielo derretido, y la pasó sobre la frente y cuello de su hija. La atendió con mimo, mojándole la cara interna de las muñecas, y esperando que recuperara el color, arrodillada ante ella y sentada sobre los talones.

— ¿Estás mejor, vida? – preguntó Candy con verdadera preocupación.

— Si, si… ha sido un poco todo. El champán de la cena, la emoción, la sorpresa… – contestó Zara mirando el rostro de su madre.

— La confesión de tu madre – acabó Candy, seriamente.

— Mamá, yo no quiero que… – con un espasmo, se inclinó sobre Faely.

— Escúchame, cariño – la cortó su madre, alzando una mano. – Mi señora me ha preguntado y he respondido con la verdad. No sentiría celos porque os quiero a las dos y no me sentiría relegada a un lado. Sé que algo así suena muy degenerado y pecaminoso, pero soy sincera.

Zara estuvo a punto de gritarle: “¡Pero eres mi madre!”, pero apretó los labios. Estaban solas en el piso, lejos de cualquier testigo, y siendo así, ¿por qué no aceptaba el razonamiento de su madre? Ella sentía lo mismo, por mucho que intentara ocultarlo. La noche del cumpleaños de Cristo se había puesto malísima al meter su mano en la entrepierna de su madre. Su propio coñito se había empapado tanto que había calado el disfraz. Ni siquiera le había confesado a Candy que se había corrido sin tocarse, solo con escuchar el gemido de su madre. Tuvo que pedirle a su novia que la trajera a casa para follar con ella como una desesperada y tratar de sacarse el tacto del sexo de su madre de la mente.

— He sentido tu mano sobre mis nalgas, cómo me acariciaba. No te desagrada la idea, por mucho que intentes negarla, lo sé – Faely retomó la palabra, hablando suavemente, sin mirar a nadie. – Creo que tenemos parte del mismo diablo en el cuerpo, Zara. Yo me dejo dominar, busco el dolor y la humillación, pero ¿y tú? ¿Cuál es tu demonio?

Candy, callada, las miraba. Ella sabía que demonio llevaba Zara en su interior, pero era posible que no estuviera solo; podían ser varios. La había visto en la isla, había compartido sus reacciones. Zara era una aprendiza de Reina Pecadora, de Puta Babilónica, de Madre de las Tentaciones… Había aceptado su tendencia lésbica a muy temprana edad, “saliendo del armario” con toda naturalidad. Podía ser una dominatriz sin problemas, tal como podía someterse a las fantasías de una persona querida. Ahora se estaba enfrentando a la más pura atracción incestuosa y Candy no dudaba que superaría la prueba seguramente. Mentalmente, se frotó las manos por lo bien que estaba transcurriendo su improvisado plan. Las deseaba a ambas. A una la amaba, a la otra la necesitaba. Hija y madre. Esposa y esclava. Sería la persona más feliz de esta escombrera si conseguía que las dos se mantuvieran a su lado.

Zara no contestó, tan solo miró intensamente a su madre y asintió lentamente, apartando entonces la mirada. La sangre subió a sus mejillas, evidenciando su sentimiento, pero ni su madre ni su novia fueron conscientes del flujo que llenó su vagina.

— Creo que esto impone cierta prueba, digamos un experimento social – propuso Candy. – Pienso que deberíamos probar si podemos encajar, las tres; cada una aceptando su propio rol.

Zara se encogió de hombros cuando su novia buscó su mirada. Faely solo asintió con la cabeza, con expresión serena. Alargó uno de sus pies descalzos y rozó el pezón izquierdo de Faely, que ya estaba como una piedra.

— El collar sigue debajo del sofá. Póntelo, perrita – le dijo con una sonrisa.

Faely se dejó caer de bruces, apoyando la mejilla sobre la madera y estirando el brazo hasta rebuscar bajo el mueble. Sacó un gran collar de perro, sujeto a una corta cadena metálica enfundada en plástico verde. Sin una palabra, lo abrochó a su cuello con una facilidad que hablaba de las veces que lo había hecho antes. La cadena quedó tirante, impidiendo que se pudiera poner de pie o retirarse hacia atrás. Zara intentó buscar donde se enganchaba la cadena y acabó discerniendo que lo estaba en los bajos del propio sofá. De esa forma, Faely solo podía mantenerse arrodillada, con la barbilla pegada al filo del asiento de cuero. Cualquier otra postura le estaba negada.

Candy se giró hacia la mulatita y sonrió. Le tomó las manos y la miró a los ojos.

— Zara, ¿estás preparada para esto? ¿Quieres dejarlo? Si tienes otra idea mejor es el momento de exponerla.

Zara negó con la cabeza y se aclaró la garganta.

— No, creo que tienes razón por muy loco que suene. Mi madre será feliz y yo también, es la opción más lógica aunque… descabellada.

— Bien, entonces es hora de que veas de lo que es capaz tu madre, cariño. Tú déjate llevar. Sin prisas, Zara. Observa y siente…

Con estas palabras, Candy se remangó la estrecha falda hasta las caderas y bajó el culote rosa de encajes que llevaba. El oscuro liguero enmarcaba divinamente sus caderas, manteniendo las medias de seda en el lugar adecuado. Se abrió de piernas, mostrando a los famélicos ojos de su esclava un pubis que conocía de sobra, con una estrecha tira de vello que parecía más bien un signo de exclamación.

— Muy bien, perrita, ya sabes cómo me gusta esto. Muy despacio para que Zara pueda verlo bien – le comunicó.

Faely asintió, con una sonrisa de satisfacción en la cara. Se relamió e inclinándose entre los muslos, alcanzó el cerrado coño de su dueña. Tan solo utilizó la punta de su rosada lengua para separar los labios mayores, dejando hilillos de saliva entrecruzándose. Sentía sobre ella los ojos de su hija, muy atentos a lo que estaba realizando. La cadena enfundada golpeaba levemente contra el cuero y marcaba una cadencia rítmica, como el tambor de una galera, con la que la lengua de Faely trabajaba al unísono.

Candy deslizó su trasero hacia abajo, llevando sus caderas más adelante, con lo cual Faely tuvo que echar su cabeza más atrás, quedando la cadena ya tensa. Ahora no podía moverse en ninguna dirección; solo podía lamer, chupar y mordisquear en el sitio. Su lengua descendió hasta ensalivar el apretado ano de la ex modelo, lo que la hizo gruñir y agitarse. Zara conocía aquella delicada zona de su novia. Tras esto, la trabajosa lengua de Faely subió, centímetro a centímetro, palpando y lengüeteando sobre la vulva, hasta dar un rápido toque contra el clítoris. Y vuelta a empezar.

— Diosssss… – susurró Zara, atrapada por la escena.

Zara observó la postura del cuerpo de su madre. No usaba sus manos para nada. Las mantenía sobre sus muslos, manteniendo el equilibrio cuando era necesario. Parecía muy cómoda sentada sobre sus talones, como si hubiera estado media vida así. Los músculos de su espalda y de su cuello se marcaban al trabajar en aquella posición. Tenía que reconocer que su madre tenía un cuerpo exquisito para su edad. Tanto baile tenía que tener algo bueno, ¿no? Sus senos temblaban sensualmente cada vez que hundía su lengua entre los labios menores, de una forma muy erótica. Zara se encontró preguntándose a que sabrían aquellos pezones erectos. Se estrujó suavemente uno de sus propios senos, encerrados aún por el sostén y el vestido.

Fue consciente de que Candy la miraba con los ojos entrecerrados y sonreía ladinamente. Seguro que la muy guarra estaba disfrutando y no se lo podía reprochar. Ella misma estaba poniéndose más burra que un monaguillo en un sex shop.

— Así, perrita mía… que bien lo haces… cómo he echado de menos esa lengua de diablesa…

Faely se estremeció al escuchar los susurros de su ama. La había necesitado tanto en estos meses, que ahora, con solo decirle esas palabras, estaba a punto de conducirla hasta un orgasmo. Se retuvo como pudo y siguió aplicándose con todo esmero. Una mano se posó sobre su nuca, acariciándola muy delicadamente, apretando suavemente cuando intentaba ahondar con la lengua dentro del coño de su dueña. Aquello no era característico de Candy. La señora solía tomarla de los mechones de las sientes para frotar su rostro enérgicamente contra su coño. No quiso levantar los ojos pero estaba segura de que se trataba de la mano de su hija. Otro escalofrío recorrió su desnuda espalda, pero estaba vez la tensión sexual se acumuló en su vientre y en la punta de sus pezones.

— ¿Te sientes celosa, cariño mío? – preguntó Candy, dejando resbalar su espalda en el respaldo para acercarse al hombro de su novia.

— No, nada de eso. La verdad es que esperaba sentirme molesta al menos, pero… solo te veo gozar y gozar… así que ¿cómo voy a estar celosa si te veo feliz? – contestó antes de besarla y hundir su lengua plenamente en el húmedo interior de su boca.

— Gracias, diosa de chocolate… esto puede ser la mejor solución… si sale bien – respondió Candy tras un minuto de intenso forcejeo bucal. Mordisqueó la puntiaguda barbilla de Zara, antes de mirar hacia abajo.

Contempló, con mirada turbia, como la boca de Faely le comía el coño con pericia y delicadeza. Admiró aquella cabecita de corta cabellera morena, a lo pixie, que apenas se podía mover del cepo que originaba el collar. Y, sobre todo, suspiró al comprobar que la mano de su novia seguía allí, en la nuca de su madre, acariciando y empujando. Aquel detalle la hizo hundirse en la tormenta que venía arrasando desde su chacra más bajo. Cerró los ojos y se abandonó al dulce placer con un gemido que brotó de sus entrañas. Estaba en la gloria, en los brazos de la madre y de la hija, solo faltaba el espíritu de la diosa para estar en el mejor nirvana personal.

Zara obligó a su madre a recoger el fluido que brotaba de la vagina de su amante, aunque sabía que no era necesario. Faely tragaba con fruición mientras las caderas de su ama se agitaban, presas del orgasmo. Una mano de Candy atrapó la suya, la que estaba acodada en el respaldo, y apretó con fuerza, como si le quisiera transmitir la intensidad de su placer. Esta vez sintió envidia, pero una envidia sana y natural. Ella también quería gozar así. Ya tenía el coñito más encharcado que las marismas del delta del Hudson.

Candy se incorporó, permitiendo a Faely algo más de movimiento. Se apoyó en el respaldo y se pudo en pie sobre el sofá, bajándose de un salto. Se giró hacia la gitana y le dijo, alzando un dedo:

— Desnuda a tu hija. Ahora vuelvo – y, dando media vuelta, desapareció en el dormitorio.

Faely no podía moverse del sitio, así que apenas alcanzaba las piernas de su hija. Zara lo entendió y movió su cuerpo hasta colocarse al lado de su madre. Ambas estaban azoradas y los latidos de sus corazones retumbaban en las sienes, incrementados por los nervios que sentían. Sin embargo, en el momento en que sus ojos se encontraron, unos oscuros y otros castaños, todo se calmó como por encanto. Sus miradas parecían haberse enredado de tal forma que los ojos no se apartaban, como si compusieran el bálsamo que cada una necesitaba.

Las manos de Faely subieron hasta el cuello de Zara, bajando los estrechos tirantes del vestido y dejando el sujetador beige al aire.

— ¿Puedo, mi señora? – musitó Faely, señalando con un dedo el sostén.

— S…s-si – que extraño sonaba aquel titulo en sus oídos. Cuando su madre llamaba así a Candy parecía tan natural como un “buenas tardes”, pero ahora se lo había dicho a ella. Era su señora… ¡Su dueña!

Zara se mordió el labio mientras los ágiles dedos de su madre desabrochaban la prenda íntima. Sentía su bajo vientre pulsar como una vieja cafetera sobre ascuas demasiado calientes. Se estaba poniendo malísima, y eso que aún no había tocado su piel.

Faely se regodeó en la contemplación de aquellos dos senos pujantes, parecidos a dos gemelos conos volcánicos, que se sostenían erectos solo por la vitalidad de la juventud. Eran menudos y preciosos, con unos pezones grandes que acaban en forma de copa invertida sobre la cúspide de los montículos. Un pezón de los que están hechos para morder…

Tironeó del vestido hacia abajo, pasando las caderas. Zara estiró las piernas para que pudiera sacarlo. Tuvo cuidado de no engancharlo en los botines de fino tacón. Los pantys ocultaban parcialmente el escueto tanguita rosa, y aunque no podía notar la humedad que se escondía allí, si pudo olerla. Olía a mujer excitada, el mejor olor del mundo.

Introdujo los dedos en la cinturilla elástica del nylon y empezó a enrollar lentamente el panty. Primero las caderas y luego, con un movimiento sensual, deslizó la prenda nalgas abajo. Con el rostro más azorado que nunca, Zara alzó sus piernas para permitir que siguiera enrollándolos piernas arriba. Los finos tacones de los botines apuntaban al techo. Se dijo que parecía una puta actriz porno con aquel gesto, pero el caso es que se sentía aún más guarra; se sentía, puta, puta.

Su madre se detuvo en los tobillos y bajó las cremalleras de los caros botines, descalzándola. Luego acabó retirando los pantys, que quedaron hechos un lío en un rincón. Faely acarició los esbeltos pies de su hija, maravillándose en el colorido de las uñas y en la estupenda pedicura que presentaba. Siguiendo un impulso, se llevó el dedo gordo del pie izquierdo a la boca, ensalivándolo completamente con la lengua. Sus dedos masajeaban el empeine y la planta con energía y, con una sonrisa mental, escuchó el suspiro de Zara.

Dejó el pie en el suelo de madera y subió sus manos hacia la única prenda que quedaba: el tanga. Con los pulgares de ambas manos sujetó la delgadísima tira que subía por las caderas y bajó la prenda un tanto, revelando las manchas oscuras que impregnaban los bordes inferiores. Esta vez, la mujer sonrió físicamente. Su hija estaba muy excitada, al igual que ella. El collar no le permitía mirar hacia abajo, pero casi estaba segura que, en el suelo, bajo su pelvis, tenía que haber varios goterones de su flujo, ya que sentía el reguero deslizarse por el interior de su muslo.

Candy apareció en el momento en que Faely retiraba completamente el tanga de su hija. Se había quitado el vestido y el corsé, pero se había puesto un corpiño que ceñía su talle y dejaba sus bellas tetas al aire. Seguía portando el liguero y las medias, así como los zapatos de fino tacón. Sonrió al contemplar la escena, pues supo leer perfectamente en su cara lo que estaba sintiendo su novia. Traía una fusta bajo el brazo y en una mano, un largo consolador de doble cabeza, muy flexible y lleno de bultitos en todo su largo tallo.

— Toma, atrapa esto – le dijo a Zara, lanzándole el largo consolador, que se asemejaba a una anguila en tamaño y forma. La joven lo atrapó a malas penas. — ¡Perrita, a cuatro patas!

Faely obedeció con prontitud, acostumbrada a estos juegos. Zara miró a su chica y luego a la suave y flexible cosa que tenía entre las manos. La pregunta, aunque muda, era evidente.

— Eso es para que se le metas a tu mamita, bien adentro – le comunicó Candy con una diabólica sonrisa. – Por donde quieras. Está entrenada para aceptarlo todo.

Zara abrió la boca, atónita con la noticia. Pensó en el culo de su madre, duro, firme, trabajado, y apetitoso. Pero se echó atrás. Hacía varios meses que su madre no tenía relaciones. Al menos, eso es lo que ella creía, pues no sabía nada de sus encuentros con Cristo. Pensó que podría hacerle daño, así que se decidió por la vagina. Además, le daba mucho morbo trastear en aquella zona por donde ella había llegado al mundo.

Se arrodilló junto a las nalgas expuestas de Faely, la cual apoyaba la mejilla sobre el filo del mullido asiento del sofá, respirando fuertemente. Con una mano, abrió las nalgas morenas, dejando ver la estrella del ano. Era cierto. No estaba del todo cerrado, parecía flojo. Estuvo tentada de tocarlo, pero se contuvo con un sentimiento de vergüenza. Aún debía hacerse a la idea que ahora era también dueña de esa perrita.

Candy se arrodilló frente a ella, acodándose en los riñones de Faely. Miró a la mulata y sonrió.

— Es preciosa, ¿verdad?

— Si – contestó Zara.

— ¿Quieres ayuda?

Zara se encogió de hombros. Candy tomó su mano y la condujo hasta la vagina de Faely.

— Primero, debes comprobar su humedad – y obligó a su novia a pasar un dedo por la vulva de su madre. La instó a meter un dedo en profundidad. – Si no está lo suficientemente mojada, habrá que lubricarla…

— Está chorreando – confirmó Zara.

— Pues lame una de las cabezas para lubricarla, o que lo haga ella, como prefieras.

Zara prefirió hacerlo ella, sin dejar de mirar a su novia. El diámetro del glande de blanda silicona no era demasiado, así que entraba bien en su boca.

— ¡Dios! ¡Que cara de putón tienes en este instante! – se rió Candy.

Zara no lo dudaba. Nunca se había sentido más morbosa en su vida. ¡Estaba a punto de taladrar a la perra de su madre! Candy usó las dos manos para abrir la vagina de la gitana, mostrando el rojizo interior. Estaba lleno de flujo que empezó a gotear por la apertura. Sacándose el consolador de la boca, lo dirigió a su objetivo. Solo tuvo que maniobrar un poco para que empezara a tragar como una bestia hambrienta.

Faely retenía sus gemidos, mordiendo el cuero del asiento. No podía mirar por encima del hombro, pero con imaginar a su hija allí, arrodillada frente a su culo y su mojado coño de puta sumisa… Se le iba la cabeza. Las fuertes pulsaciones recorrían su cuerpo, sin control. En el cuello, en la frente, en el pecho, en los riñones, y, sobre todo, entre las piernas. Allí era como una batería antiaérea que no dejara de disparar salvas.

Para colmo, sentía sus dedos empujando la silicona al interior y en un par de ocasiones, le había pellizcado fugazmente el erecto clítoris, lo que la había hecho contonear sus caderas.

— Cuidado, Faely, ni se te ocurra correrte hasta que te lo diga – la avisó Candy.

— Si, mi ama – respondió mordiéndose la cara interna de la mejilla. “Mala suerte. La señora lo ha ordenado.”, pensó.

— Habrá que ayudarla un poco con la fusta, sino no aguantará – le sopló Candy a Zara, guiñándole un ojo. – Pellízcale los pezones, le encanta.

Zara no necesito más para alargar la mano y tironear de un contraído pezón hacia abajo, con fuerza, arrancando un nuevo gemido. Candy se apoderó del otro seno, el que quedaba en su lado, hincando la uña del pulgar como era habitual en ella.

— ¿Te acuerdas de Tanaka, perrita? – le preguntó Candy, como si le viniera un recuerdo. – Tanaka es un inversor japonés. Le encantaba las tetas de tu madre. Podía pasarse horas masajeándolas y corriéndose sobre ella. Cada vez que venía a Nueva York, me pedía que le dejara a Faely. Jamás la penetró, solo quería sus pechos y una mamada de vez en cuando.

— ¿La has entregado muchas veces? – preguntó Zara mientras retorcía el pezón con saña.

— ¿A hombres? No, solo a un par de ellos, de mucha confianza, pero a mujeres sí. Decenas de veces. Incluso la he hecho servir el té en reuniones de mujeres, desnuda y sabiendo que acabaría azotada por todas. Me encanta prestarla a esas zorras envidiosas…

— No sé quien es más zorra – masculló Zara.

— Cariño – se inclinó Candy por encima de la espalda de Faely, para besar a su chica. – Tu madre era la primera en pedírmelo. No sabes cómo se puede correr cuando le mojan una pasta de té en el coño…

Zara tragó saliva. No conocía nada de nada a su madre. Era una desconocida total con una máscara maternal, pero ahora descubriría quien era realmente, y con ello, todos sus límites.

— Vamos, es hora de que la azotes. Levántate – la instó Candy, entregándole la fusta de cuero trenzado.

Faely suspiró, agradecida. Estaba a punto de correrse, no solo por el consolador que estaba haciendo estragos en su vagina, sino por todo lo que había escuchado. Que su hija supiera aquello de los labios de su dueña, la estaba llevando a cotas de excitación jamás alcanzadas. Quería sentir dolor de inmediato, sino se mearía de gusto en segundos.

El primer golpe cayó sobre su nalga derecha, pero con una potencia ínfima. Aquello fue una caricia y, desde luego, no estaba para más caricias. Menos mal que su dueña corrigió a Zara, instándole a golpear con más fuerza y secamente, deteniendo la muñeca. El segundo trallazo sonó mucho más, pero aún así no fue lo que esperaba.

— Necesita un castigo, Zara. Ella espera que tú seas su ama, al igual que yo lo soy. Debe respetarte y temerte. Piensa en las veces que te ha dejado sola, en los años de internado, en su despego emocional, en todos las veces que te ha engañado – la voz de Candy iba despertando viejas heridas en el alma de Zara, e iba dejando caer la fusta con más viveza, casi con malicia.

Faely no pudo mantener los labios cerrados y al quinto golpe dejó escapar un gritito que encantó a su hija. Candy la obligó a espaciar los golpes, para no cansar a Faely y, sobre todo, para que sintiera todo el efecto sobre su piel. Contempló a su novia, quien ya jadeaba al manejar la fusta. En silencio, le indicaba los sitios mejores para golpear, los que aún no habían sido estrenados. Sonrió con picardía al notar como la mano de Zara se acercaba a su propio sexo cada vez que levantaba la mano con la fusta. No se había equivocado, la mulata era propensa al dominio y puede que hasta el sadismo, aunque eso era algo demasiado nuevo para saberlo con certeza.

Empujó el consolador más adentro de la vagina de Faely y manipuló su clítoris con firmeza. Una de cal y otra de arena. Las caderas de la bella gitana ondulaban, tanto por el placer como por el dolor. Justo lo que necesitaba, lo que llevaba tanto tiempo anhelando. Su hija estaba allí, castigándola. Su adorada hija, a la que quería tanto y a la que había dado tan poco… Ahora era Zara quien mandaba, quien la castigaba, la que llevaba a cabo aquella redención que tanto deseaba. Por fin, ya no tendría que decidir nada más en su vida; no tendría que tomar ninguna decisión que pudiese dañar a otros. Candy y Zara se ocuparían de eso, y ella solo de agradarlas y servirlas.

Zara tenía el rictus desencajado. No dejaba de azotar a su madre mientras musitaba algo que Candy no podía entender.

— Ya es suficiente, Zara – la avisó, pero la mulata no parecía entenderla. Seguía dejando caer la fusta con un silbido acusado.

Candy se puso en pie y la empujó sobre el sofá, cortando por lo sano. Los pechos de Zara se agitaron con su respiración ajetreada mientras recuperaba el fuelle y la cordura. Candy bajó una mano y tomó a Faely del cabello, levantándole la cara, toda arrasada de lágrimas.

— ¿Estás bien, perrita? Tu hija ha llegado al paroxismo. Habrá que tener cuidado con ella. Por un momento creía que era la discípula del marqués de Sade.

— S-sí, ama… puedo soportarlo…

— Pues entonces, ocúpate de ella – señaló a la jadeante Zara. – Necesita correrse para olvidar, ¿lo entiendes?

Faely asintió y subió sus manos para acomodar las piernas de Zara, pero ésta se agitó, apartándola. Cuando su madre volvió a intentarlo, dulcemente, Zara chilló y manoteó como una loca. Candy comprendió que su novia había entrado en una pequeña crisis nerviosa. Se arrodilló en el sofá, al lado de ella, y le tomó las muñecas, impidiendo que forcejeara. De esa manera, Faely pudo aprisionarle los muslos con sus brazos. Se quedaron las dos en aquella posición, mientras Zara forcejeaba y se agitaba, emitiendo grititos de furia. Pasados unos minutos, estalló en un fuerte llanto y Candy la abrazó, dejando que la joven sepultara su rostro en su pecho desnudo.

— Vamos, vamos, pequeña, eso es… suéltalo todo… estamos contigo – le susurraba la mujer de su vida, con una cantinela tranquilizadora. – No pasa nada. Estoy aquí… siempre estaré, y tu madre también. Empezaremos una nueva vida, las tres, cariño…

Faely soltó las piernas de su hija y alzó los ojos, tan llorosos como los de su hija, con una terrible expresión de pena y dolor en su rostro. No sabía qué hacer ni como solucionar aquella explosión de furia reprimida. Miró a su ama, esperando que ella se lo dijera, que le mostrara el camino. Ella era solo una esclava, no debía tomar esas decisiones… No podía enfrentarse a esa responsabilidad…

Los sollozos de Zara se acallaron, amortiguados por la carne desnuda de su amante, y se convirtieron en suaves hipidos mezclados con unos cuantos suspiros.

— Ahora. Hazlo suave, hazle comprender que la quieres – susurró Candy, empujando la cabeza de la agobiada gitana contra el pubis de su hija.

Faely recorrió el exterior de la vulva de Zara con timidez, muy lentamente y muy delicadamente. La joven respingó levemente al notar la lengua de su madre, pero se limitó a estrechar aún más el cuerpo de su novia. A los pocos minutos, había acoplado uno de los pezones de Candy en su boca, como si fuera una niña de pecho.

Faely degustó la carne íntima de su hija por primera vez y le encantó. No podía describir su sabor, pero le recordaba a la vainilla salvaje y un poco a aquel aroma que flotaba en Ceylan, cuando estuvo con la compañía, años atrás. Se dedicó a lamer y contornear aquel delicioso grano que trataba de escapar de su prisión de piel. Notaba como la pelvis de su hija se elevaba con cierto ritmo, nada frenético por el momento, pero ajustado a las pasadas de su lengua.

Muy despacio, la penetró con su dedo corazón, curvándolo con pericia y buscando el punto sensible. Le costó un poco, pero finalmente lo encontró, ya que los movimientos de pelvis se incrementaron y las caderas iniciaron otra rotación distinta que se alternaba cada pocos segundos.

— Aaaaahhh… mamá – gimió Zara, aún con el pezón de Candy entre sus dientes.

— Sssshhh… ¿Ves como te quiere? No te ha olvidado, cariño – murmuró Candy en su oído. – Disfruta de tu mamá, déjate llevar, corazón.

Faely unió el índice al dedo que mantenía dentro y, al mismo tiempo, succionó el clítoris de su hija con fuerza. Zara casi se levantó del sofá con el espasmo que la atravesó. Sus muslos se separaron aún más, intentando acomodar mejor a su madre, y una de sus manos se posó sobre la cabeza materna. Gruñó empujando la boca de Faely con una rotación de la pelvis, quien notó perfectamente como la suave piel del totalmente depilado pubis de su hija vibraba, como si tuviera un pequeño motor bajo la piel.

Zara cabalgaba hacia el horizonte de un sentimiento tan fuerte que le producía temor. Su madre le estaba comiendo el coño como nadie lo había hecho nunca, ni siquiera su amada Candy, y las emociones que estaba sintiendo no estaban claras, pero si eran muy intensas. Había mucho de lujuria, pero también paladeaba un amor y un cariño primarios, muy arraigados en sus entrañas. Se estaba derritiendo entre los labios de su madre, unos labios que estaba deseando besar y morder hasta hartarse. Era como si su madre la pudiera succionar enteramente y tragarla para luego volver a nacer.

Tuvo una súbita epifanía que la enloqueció de vergüenza, que desbordó su pudor, y disparó su libido hasta un límite desconocido. Tan solo quería correrse para irse a su casa y meterse en la cama con su madre. No le importaba Candy en ese momento, ni siquiera se acordaba de ella, a pesar de tener uno de sus senos metido en la boca. No, quería recorrer todo el cuerpo de su madre con la lengua, chupar cada uno de los recovecos, y lamer hasta desgastarla completamente. Pensaba estar toda la noche y toda la mañana amándola y devorándola, hasta que no tuviera más fuerzas. Entonces, le ordenaría que la mimara y la atendiera, como su dueña que era.

Faely notó la urgencia en las contracciones de su hija e incrementó el movimiento de los dedos e incluso mordió el hinchado clítoris, detonando una onda salvaje que oprimió el vientre de Zara, de una forma tan salvaje, que casi no pudo controlar la vejiga. La mano de la mulata que se apoyaba sobre la cabeza de su madre, se cerró en un espasmo, aferrando un buen puñado de cabellos. Tiró con fuerza de su madre, pegando la boca materna a su coño, en el mismo instante en que un chorro de fluidos surgía con fuerza. Nunca le había sucedido tal cosa, en tal cantidad. Chilló inconscientemente, sin saber qué estaba diciendo, pero si quedó claro para las demás.

— ¡Aaaaaaahh… que mamá m-más putaaaaaa! ¡TE AMO, MAMÁAAAA!

Quedó desmadejada en brazos de su novia, quien, con una sonrisa acarició su transfigurado rostro. Mientras tanto, su madre se tragaba todo fluido que surgió de ese maravilloso coñito, relamiéndose como una gata feliz.

— ¿Cómo te sientes, cariño? – le preguntó Candy.

— Rota… pero contenta.

— Me alegro, pero ahora me toca a mí. Además, tengo que ocuparme de tu mamaíta, que estará loca por correrse…

Zara dejó de abrazarla y se separó para dejar sitio a su chica. Ésta palmeó el anca de la gitana, indicándole que se girase. Zara no comprendió que pretendía, pero su madre seguramente lo había hecho más veces. Faely subió las rodillas sobre el asiento del sofá, girando la cabeza hasta tocar el suelo. Las manos quedaron dobladas y abiertas sobre la madera, en un remedo de una posición Pinal. Finalmente, estiró las piernas hasta apoyar los pies en lo alto del respaldo del mueble y así pudo flexionar los brazos, como si estuviese realizando ciertas flexiones de gimnasia.

Candy, puesta en pie sobre el asiento de cuero, entrelazó sus piernas con las estiradas de Faely, haciendo coincidir el doble consolador con su sexo. Se inclinó y dejó caer un buen chorro de saliva sobre el glande libre, y luego manipuló el instrumento hasta introducirlo en su vagina. Zara la observó, estirada lánguidamente en un extremo del mueble. Candy se metía centímetros de silicona gruñendo como una cerda. Tenía la boca entreabierta y dejaba caer un hilo de baba. Faely, de la misma forma, se quejaba al llegar el consolador a la cerviz donde hacía de tope para los embistes de la ex modelo.

A pesar del demoledor orgasmo que había obtenido hacía unos minutos, Zara se llevó un dedo al coño, excitada de nuevo por el ardor que las dos mujeres de su vida demostraban. Candy se encabritaba, se agitaba enloquecida, contra la ingle invertida de su esclava. Ésta estaba cansada de la postura y de servir de freno al cuerpo de su dueña, pero, al mismo tiempo, eso la enervaba aún más. Estaba sirviendo de alfombra para su dueña.

Intrigada por las intensas expresiones de placer en el rostro de su madre, Zara se tiró al suelo, quedando de bruces, con su rostro a escasos centímetros del de su madre. Ambas se miraron a los ojos, Faely con los suyos entrecerrados por el gusto que recorría su cuerpo, Zara son la barbilla apoyada sobre el dorso de su mano. Ya no existía vergüenza alguna en ellas.

— Estás gozando como nunca, ¿verdad, guarra? – preguntó Zara, en un silbido de aire.

— M-muchoooooo – resopló Faely con el rostro contorsionado por el esfuerzo.

— Deja que se corra, cariño – le pidió a Candy, alzando más la voz.

— ¡Ya lo… has oído, puta! ¡CÓRRETEEEEE! – gritó a la par que ella se frotaba frenéticamente el clítoris, con una velocidad endiablada.

La frente de Faely se apoyó en la madera del suelo, incapaz de sostenerse por más tiempo con las manos, mientras todo su cuerpo temblaba. Quiso seguir mirando a su hija, pero el orgasmo le cerró los ojos instintivamente. Los dedos de sus pies se curvaron, perdiendo agarre en el respaldo y resbalando hacia abajo. Candy cayó de rodillas al perder su apoyo, entre secos espasmos que erizaron todo el vello de su cuerpo.

Zara se levantó del suelo y aferró el consolador, sacándolo de ambas vaginas. La silicona estaba empapada por los fluidos, dejando una especie de espuma gelatinosa en la mano de la mulata. Ésta se llevo el consolador a la boca y lo lamió por completo, sacando mucho su lengua.

— ¡Qué hermosas sois y que bien sabéis! – les dijo.

Las dos hembras de su vida sonrieron, laxas, una tumbada en el suelo, la otra arrodillada en el sofá.

— Venga, mamá, recoge tu ropa pero no te vistas. Mañana trabajas. Nos vamos a casa ya. Tú así desnuda. Te buscaré una gabardina – informó Zara, con voz autoritaria.

— Vaya, cariño, veo que has aprendido pronto a dar órdenes – bromeó su novia. – Esperaba que te quedaras a dormir.

— Tengo que darle vueltas a un par de cosas aún, pero no te preocupes, amor mío, creo que hemos superado esto.

Y con esto, se marchó hasta el armario de Candy, donde buscó una de sus largas gabardinas mientras pensaba a lo que iba a someter a su madre en cuanto llegaran a casa.

CONTINUARÁ….

 

Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (25)” (POR JANIS)

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Gracias a todos.

Janis.

Sin título3

Cristo bromeaba con Alma, al mismo tiempo que sus deditos correteaban sobre el oscuro teclado del servidor de la agencia. La opulenta y dicharachera pelirroja contaba los días que quedaban para las vacaciones de Navidad, como si aún estuviese en el colegio. Bueno, habría que pensar que Alma vestida con un uniforme de colegiala tendría que ser la repera de la ostia.

El caso es que las Navidades estaban cercanas y el trabajo, en la agencia de modelos Fusion Models Group era bastante escaso. Las campañas publicitarias para esas fechas ya estaban hechas y en marcha y la próxima temporada no empezaría a funcionar hasta mediados de enero. Por eso mismo, Cristo estaba actualizando los perfiles de sus queridas modelos y contestando correos.

Dos días atrás, incluso había tenido tiempo para visitar a su dama Jeanne, aunque no en los Hamptons sino en su ático del Lower Manhattan, en West Houston. Toda una tarde de juerga con la madura señora y su criadita Marjory.

Sin embargo, la sorpresa estuvo a su regreso al loft. Sin que nadie le dijera nada, apreció el cambio que la relación de su madre e hija había dado. “Sin duda han hecho las paces.”, fue lo primero que pensó. Sin embargo, durante la cena Zara le dio la noticia, lo que le hizo escupir la cucharada de sopa que se había llevado a la boca.

— ¿Comprometidas? – se le escapó en medio de un gallo y miró a su tía.

Pero ésta estaba tan ufana, con una leve sonrisa en sus gruesos labios y manejando su cuchara. “¡Está feliz! ¡Esta puta está contenta con esa idea! ¿Por qué coño sonríe?”. Esto era lo que empezó a rondar por la prolifera mente de Cristo. Había ocurrido algo que él no conocía y que explicaría estos cambios, pero no atinaba a dilucidarlo.

— ¿Y para cuando el evento? – preguntó, como si fuese el astuto lobo de Caperucita.

— Aún no lo hemos decidido. Lo que sí hemos dejado claro es que mamá se vendrá a vivir con nosotras – dijo Zara, avanzando una mano y posándola sobre el brazo de su madre, quien aumentó su sonrisa, sin mirar a nadie.

— ¿Con vosotras? Y… y… ¿Qué pasa conmigo? – musitó Cristo, sintiendo un pellizco en el pecho.

— Seguirás aquí. Te quedaras en el loft – dijo Faely con mucha suavidad.

— ¡No te quejaras, primo! ¡Todo un grandioso loft para ti solito! Me imagino las juergas que montaras – se rió su prima.

— P-pero…

“Mis papas a lo pobre… ¡Joder!”, es lo que Cristo pensaba. No quedaría nadie para cuidar de él, pero, asombrosamente, no era un miedo tan terrible como aquel que le hizo escapar de España. Cristo, como todo buen gitano, estaba acostumbrado a que las mujeres cuidaran de él, a no poner nunca una mesa, ni preocuparse de la despensa, pero vivir solo ya no le asustaba tanto. Claro estaba que le molestaba, como vago hispánico que era, pero no le aterraba. Tuvo que reconocer que había cambiado desde su llegada, casi un año atrás.

Se sentía capaz de manejarse solo. Casi había compartido piso con Chessy y había días que no aparecía por casa, quedándose con sus amigas. ¿Qué diferencia existía?

— ¿Vais a vivir las tres juntas? – alzó una ceja, mirándolas alternativamente.

— Así es, primo.

— ¿Desde cuando estais tan unidas?

— Hemos hablado entre nosotras, Cristo.

— Si. Toda esta crispación no conducía a ninguna parte – ayudó Faely a su hija.

— Así que Candy ha pensado que sería lo mejor para nosotras. Viviremos juntas en su ático, de momento.

— ¡Pos que bien, jodías!

La noticia no había tardado en llegar a la agencia. Aunque las más allegadas sabían que la jefa se pasaba a Zara por la piedra, todas creían que era privilegio de patrona, simplemente. Nadie conocía el alcance ni la seriedad de la relación. Así que fue todo un bombazo.

Alma no dejaba de intentar sonsacar a Cristo sobre ello. ¿Quién hacía de macho de las dos? ¿Le había regalado un anillo de compromiso? ¿Cuál de las dos se había declarado? Innumerables preguntas, a cual más banal, surgían de la boca de la pelirroja, hastiando a nuestro gitano. Pero no solo Alma pasaba por esa fase, sino que muchas otras compañeras se acercaban hasta el mostrador de recepción para interesarse por tales cuestiones.

Al menos, Calenda y May Lin no estaban entre ellas. Las chicas vivían una situación similar entre ellas – al menos se acostaban juntas—y mostraban más respeto y entendimiento. Para complicarlo más, Zara no se ocultaba ya en sus idas y venidas al despacho de la jefa y todas las chicas murmuraban al ver a la mulata salir de allí, toda despeinada.

Rowenna se acercó al mostrador, la cabeza llena de grandes rulos y horquillas. Arrastraba unas zapatillas de paño y se cubría con una de las largas batas de camerino. La inglesa era de las pocas que tenía trabajo; una sesión de posado para lencería de Conti, que se realizaba en el mismo plató de la agencia.

— Cristo, cariño, estoy harta de llamar a Spinny y me sale desconectado – le dijo sin mirarle apenas, ocupada en manipular su móvil. — ¿Tienes idea de dónde está?

— No lo sé. Llevo un par de días sin hablar con él, pero ya sabes que es habitual en él estar incomunicado.

— Pffff – bufó la modelo, irritada. – Esperaré a la hora del almuerzo.

Cristo contempló como la modelo se alejaba de regreso a los camerinos. El capullo de Spinny seguro que estaba dormido en casa de su abuela, con el móvil apagado para que nadie le molestara. Cristo había conseguido que Rowenna hiciera las paces con su amigo. A ella se la veía interesada en Spinny, después de la sesión de sexo que los tres tuvieron durante el apagón. En cuanto al pelirrojo, salir con una modelo –y de las mejores—no le iba a disgustar lo más mínimo.

Así que Cristo hizo malabares con los mensajes, los recados, y las oportunidades, hasta que Rowenna confesó que no le había disgustado que Spinny se la trajinara, y, a su vez, que Spinny admitiera que la inglesa era una tía “megaguay”. Salieron a cenar y al cine, en varias ocasiones, y Cristo estuvo muy atento que su amigo repitiera, una y otra vez, los pasos que debía dar para triunfar.

Sin embargo, parecía que la chispa no prendía entre los dos, no de la forma que Cristo pretendía. Spinny no ahondaba más allá de una buena amistad y Rowenna no estaba segura de que el chico fuera lo que ella buscaba. Pero, por otra parte, la complicidad que surgió espontáneamente entre ellos era increíblemente poderosa. Pronto tuvieron claro que eran más compinches que amantes y el juego entró en un nuevo nivel.

Los dos se lo pasaban de miedo saliendo de marcha juntos. Spinny conocía todos los sitios irreverentes a los que acudir en Nueva York, lejos de los sabuesos de la prensa, y Rowenna poseía una tarjeta VISA inagotable. Todo un pacto de guerra. Cristo salió con ellos en un par de ocasiones y pronto descubrió que eran incansables y demasiado bulliciosos para él. Era como sacar a pasear a dos gemelos hiperactivos que llevaran todo el día encerrados en casa. Así que les dejó a su rollo y apenas sabía de sus andanzas.

De todas formas, Cristo tenía sus propios problemas. A pesar de sus intentos de despegarse emocionalmente, estaba cada día más colgado de Calenda, lo que le llevaba a quedar más atrapado en la telaraña del extraño triangulo que compartían la venezolana, la chinita y él mismo.

Sabía que Calenda le adoraba pero de una forma platónica. Era su peluche querido, su paño de lágrimas, y quien la había salvado de su padre. Calenda le había confesado que incluso se sentía celosa cuando le veía interactuar con otra mujer, pero no se sentía atraída físicamente por él, solo emocionalmente.

Sin embargo, Cristo se desesperaba con los sentimientos que le embargaban y tenía que morderse la lengua para no confesarle su amor. Luego estaba la relación entre Calenda y May Lin. Vivían juntas, se acostaban juntas, gozaban juntas, pero no se amaban. Más bien, se consolaban, alejando de ellas las problemáticas relaciones amorosas. Pero el pobre Cristo se ponía de lo más burro cuando empezaban con sus roces y sus insinuaciones. A veces, actuaban como si él no estuviese presente, dándose besitos y suaves caricias, o hablando de cosas muy íntimas; en otras ocasiones, le animaban a participar en aquellas charlas, pidiendo su opinión, o bien le convencían para meterse en la cama con ellas, solo para dormir, por supuesto.

Más de una vez, Cristo tuvo que levantarse para irse al sofá, aquejado de sudores y palpitaciones. ¡Maldita suerte! ¡Metido en la cama de dos modelos, una de ellas en el top diez mundial, y no poderlas sobar! ¡Eso era el Purgatorio!

Para colmo, Calenda se iría en febrero a Brasil durante dos o tres meses. Le habían ofrecido participar en una película, además de otros proyectos. No la vería en todo ese tiempo, salvo alguna llamada. No se hacía ilusiones. Su mente racional sabía perfectamente donde estaban sus límites físicos. Podría ser su mejor amigo, durante años, pero nada más.

No la culpaba de nada. No era como esos tipos demenciales que culpan a toda la sociedad, pero quienes están locos de verdad son ellos. No, Calenda no sentía atracción por él, y, sin ella, no podía seducirla, por mucho cariño que ella le tuviese. Si no hay chispa, no hay fuego. Más claro, agua.

El fax hizo su característico ruidito al activarse y empezó a imprimir una factura. Cristo leyó el encabezamiento y cortó el papel al término de la operación.

— Voy a Administración – le dijo a Alma.

— Vale.

El gitano cruzó el pasillo y entró en el despacho del señor Garrico y no lo encontró, así que dejó la factura sobre su mesa. Pensó en picotear algo ya que estaba allí. De esa forma, entró en la sala de maquillaje y peluquería y se acercó hasta la máquina de chocolatinas y otras chucherías que se encontraba en el centro de la gran estancia. Se quedó unos segundos mirando la vitrina y escogiendo lo que más le apetecía en ese momento.

Fue entonces cuando le vio por primera vez.

Era una silueta en el límite de su visión radial, en el rabillo del ojo. Alguien que estaba sentado en el mullido sillón de al lado. Giró la cabeza para mirarle y saludarle, pero, asombrosamente, no había nadie allí. Todos los asientos estaban vacíos. Con un gesto de sorpresa, volvió a colocar su cabeza en la misma posición anterior, o sea, mirando los estantes interiores de la máquina, y buscó con el rabillo del ojo. Nada, no había nadie.

“¿Me he tomado algo raro esta mañana? No, tan solo un café. Puede que sea eso. Debo tener hambre. Habrá que bajar al 50’s.”, se dijo mientras introducía las monedas.

— ¡Cristo! – la voz le hizo mirar hacia el otro extremo, donde se hallaba la zona de peluquería.

Una jovencita agitaba la mano, saludándole, con una gran sonrisa en la cara. Desembalando su chocolatina, Cristo se le acercó. La chica no mediría mucho más que él, menuda y esbelta. Un pelo pajizo y corto, totalmente aspaventado, coronaba su cabeza.

— Hola, Britt, ¿qué tal? – la saludó. — ¿Un bocado? – le ofreció la barrita de chocolate.

— No, me salen granos – rechazó ella.

Britt era la nueva ayudante de peluquería que la agencia había contratado. Tenía dieciocho años recién cumplidos y era una monada de chiquilla. No es que fuera bella en sí, sino que su propia vitalidad y la luz que emitía sus azules ojos le otorgaban una calidez y una inocencia muy atractivas. Cristo había sido el encargado de enseñarle todos los rincones de la agencia y presentarle al personal. Le dio buenos consejos sobre las difíciles personalidades de las modelos y cómo esquivar las refriegas con ellas. Britt se sentía muy bien a su lado. Era una chica con un pequeño problema de inferioridad. La gente alta y guapa la apabullaba; la hacían dudar y tartamudear en un trato directo. Cristo era especial; tenía su tamaño, pero era muy listo y arrojado. Sabía que era mucho más viejo que ella, pero no lo aparentaba. Así que para Britt, era un buen compañero de andanzas y alguien en quien refugiarse en caso de necesidad.

— ¿Qué vas a hacer en Navidad? – le preguntó la chica.

— Pssss… no he pensado nada aún.

— ¡Pues es la semana que viene! – exclamó Britt, moviendo sus manos hacia arriba, con brío.

— Seguramente, cenaré con mi tía y mi prima… ¡Coño! A lo mejor cenan juntas…

— ¿A quien te refieres?

— A mi prima y su novia.

— ¡Ah, la jefa! Ya me he enterado. Ahora vas a disponer de enchufe, eh…

— Calla, calla – agitó la mano Cristo, devorando lo que le quedaba de chocolatina.

Se chupeteó los dedos y se acercó a uno de los estantes frente al sillón abatible más cercano para tomar una servilleta. Lo percibió de nuevo, esta vez algo más nítido. Era un hombre delgado, sentado en el sillón que estaba al lado de la fuente de agua potable, con la espalda recta. No visualizaba sus rasgos ni su ropa, aunque creía que portaba un traje y corbata.

Giró la cabeza, mientras limpiaba sus dedos, y su boca se abrió. No había nadie en aquel sillón.

“¡Pero estoy seguro de haberle visto!”

— ¿Te pasa algo, Cristo? – le preguntó Britt, poniendo una de sus manos sobre el hombro de él.

— No, nada. Creo que he olvidado algo…

Murmurando sobre lo jodida que tenía la mente, Cristo regresó al mostrador de recepción. Se dedicó un rato a chatear con Pilipoca, que era el nick de la “Rastrillo”, una de las jóvenes madres que quedaron libres en el clan Armonte, la cual le contó las vicisitudes que estaban pasando de momento. Tal y como Cristo imaginaba, los Mataprobes se habían adueñado de todo, relegando a los pocos y jóvenes integrantes de los Armonte a unas cuantas casas del fondo.

— Cristo, ¿podrías conseguir dos entradas para el ballet de los Reyes Magos, en el Metropolitan? – le preguntó una joven modelo senegalesa llamada Ekanya.

— Se estrena en enero, ¿no? – preguntó Cristo, levantando los ojos y sonriendo a aquella negrita que parecía un junco meciéndose al viento. Cristo pensó que era muy bonita de facciones, pero que parecía una Parca de Tim Burton de lo delgada que estaba.

— Si, el día cinco.

— Te lo digo mañana, bonita – le contestó el gitano, apuntando la reseña en su pequeña agenda.

— Gracias, Cristo. Hasta luego, Alma – se despidió la chica.

— Hasta…

¡Allí estaba otra vez! Esta vez cruzaba las salas hacia el fondo de la agencia, hacia los platós. Caminaba lentamente, casi con dificultad, como si fuera un anciano, y su silueta era borrosa, pero el color de su chaqueta era distinguible: verde oscuro.

— ¡Alma! ¡Dime qué ves allí! – interpeló a su compañera.

— ¿Dónde? – levantó la cabeza la pelirroja.

— Al fondo de… – Cristo golpeó duramente la cubierta del mostrador, irritado por haber perdido de nuevo aquella figura misteriosa. — ¡Me cago en tó! ¡Otra vez ha desaparecido!

— ¿Qué pasa?

— Nada, nada, que estoy raro esta mañana. veo sombras y cosas raras.

— Jo, nene, no estarás viendo espíritus y cosas de esas, ¿no?

— Quita, quita, no metas el vahío, coño – se estremeció Cristo.

— Es que vosotros, los gitanos, sois muy dados a esas cosas, ya sabes. Las pitonisas, las echadoras de cartas…

Cristo se encogió de hombros, dudoso. Era una explicación a la que no quería enfrentarse. A pesar de su intelecto, la superstición estaba muy arraigada en su alma gitana. Le daba miedo que Alma hubiese acertado. ¿Qué pasaría si ahora empezaba a ver fantasmas? Jesús, María y José, se iría las patas abajo en cualquier rincón…

“Veo una sombra que camina, sin rostro, sin definición. Es lo más parecido a un alma.”

Su propio temor le impulsó a averiguar más sobre la visión. Así que dejó su puesto y recorrió toda la agencia, buscando y mirando de reojo. Tardó un buen rato, pero volvió a entreverle en la sala de reuniones, pero le perdió enseguida. Media hora más tarde, le cazó entrando en los vestuarios. Decidió esperar a que saliera. Cristo no podía entrar allí sin una buena excusa. Se imaginó a las chicas desnudas chillando por su entrada y él buscando una disculpa que no fuese la de perseguir un alma errante. Sonrió a su pesar. Se sentó en una de las sillas, apoyando la cabeza contra la pared donde se situaba la puerta de los vestuarios. De esa forma, el ente entraría en su mirada limítrofe en cuanto saliese por la puerta, sin necesidad de estar vigilante. Cristo intuía que concentrar la mirada era lo que hacía desaparecer aquello. Tenía que adecuar su mirada a un modo huidizo, como el errático vuelo de una mariposa.

“Muy fácil decirlo. A ver cómo lo hago.”

Sacó el Samsung Galaxy del bolsillo para comprobar los mensajes que tenía, más que nada para matar el tiempo. Ni uno, como era natural durante la mañana. ¿Quién coño iba a mandarle un mensaje por la mañana si prácticamente todo el mundo que conocía trabajaba con él en el mismo lugar? Le envió un corto aviso a Spinny para decirle que Rowenna le estaba llamando y se quedó limpiando la gran pantalla sobre su jersey. Frotar, frotar, y mirar las manchas que quedaban se convirtió en una rutina amena.

Sin embargo, en uno de aquellos vistazos, con el móvil inclinado para recoger la luminosidad del fluorescente, Cristo vio de nuevo a la sombra, esta vez reflejada perfectamente en la pulida superficie del aparato. Se sobresaltó por lo inesperado y movió el móvil, perdiendo la visión. Fue consciente de no girar la cabeza y buscarle con los ojos, pues sabía que sería inútil, así que movió el teléfono unos grados. Sorprendentemente, volvió a captar el reflejo y consiguió observar aquel fenómeno. No disponía de color, pero pudo notar que, en efecto, era un anciano y se movía como tal. Una corta y blanca barba contorneaba su mandíbula y tenía pelo de media calva para atrás, un poco largo para su edad.

¡Podía verle reflejado! ¡No era un fantasma!

“Espera, eso es para los vampiros, idiota.” Sin embargo, allí estaba, podía seguir su reflejo, caminando por el pasillo. Lo que no podía hacer era verle directamente, pero sí de reojo o reflejado en alguna superficie. Interesante. ¿Quién o qué era ese viejo? ¿Qué tipo de criatura era?

La portentosa mente de Cristo empezó a darle vueltas al enigma y llegó a la conclusión que necesitaba más pruebas. Así que, con mucho cuidado, siguió aquel ser, buscando su reflejo en su teléfono. Le siguió hasta el despacho de la jefa, donde entró pero no había nadie. El anciano salió enseguida, como si tan solo estuviera interesado en observar personas. Estuvo un rato detenido ante Alma, mirándola atentamente. Cristo observó cómo la gente que se pegaba al mostrador esquivaba el bulto del hombre.

“Como si le vieran… ¡Eso es! En verdad, le vemos, distinguimos su presencia, por eso ellos se apartan y no chocan con él, pero, por algún motivo, no somos capaces de reconocerle como una persona.”

Cristo le siguió toda la mañana, comprobando que el anciano entró en todas las áreas, como inspeccionando la agencia al completo. Vigiló largamente cuanta modelo y chica, en general, se puso a su alcance, como un viejo verde cualquiera, y luego se marchó, dejando al gitano muy intrigado.

— ¿Dónde has estado toda la mañana? – Alma le miró con el ceño fruncido, cuando regresó a su puesto.

— Estaba formateando el disco duro de la jefa – se excusó.

— Creía que había salido…

— ¡Claro que ha salido! ¿Es que te crees que la señorita Newport va a permanecer a mi lado mientras formateo su sistema? – respondió de mala manera Cristo.

— Tranquilo, nene. Solo quería decirte que han llegado las invitaciones.

— ¿Qué invitaciones?

— Las del almuerzo de Navidad para el personal de la agencia. La jefa nos invita todos los años.

— ¿Ah, sí? ¿Nos vamos todos a comer?

— El personal, no las modelos – puntualizó. – La gente de Administración, peluqueras, maquilladoras, electricistas, la gente de la limpieza, mantenimiento… ¡y nosotros dos, por supuesto! – dijo con una risita.

— ¡Magnífico! ¿Cuándo?

— Este viernes, en Cuissart.

— ¿En la academia de restauración? – se asombró Cristo.

— Si, siempre lo celebramos allí. Somos como los cobayas de los aprendices – bromeó Alma.

— No me importa. Se come de lujo allí.

De camino al loft, aún estaba dándole vueltas al asunto del anciano, haciéndose mil y una preguntas. Aquello tenía todos los visos de un encuentro paranormal. ¿Tendría el edificio de la agencia una historia de fantasmas, y si era así, por qué no lo había visto antes? quizás no era un fantasma, después de todo. Cristo tenía una intuición con respecto a eso. El anciano le parecía vivo. De hecho, actuaba como un vivo, con intereses que, por el momento, el gitano no podía interpretar, pero que estaban ahí, presentes.

¿Sería un mutante, como el Profesor Xavier, buscando otros como él? ¿Existirían realmente aquellos entes fantásticos inventados por la Marvel? ¿Y si era un viejo químico jubilado que había descubierto la fórmula de la invisibilidad y la estaba probando? Sea como fuera, el tipo era un misterio total y eso removía las tripas de Cristo.

Al parecer, nadie más en la agencia parecía consciente de su presencia, salvo él. Así que se hizo la firme promesa de seguir vigilando los días siguientes, por si regresaba. Introdujo la llave en la cerradura del apartamento y abrió la puerta. Como era habitual en él, dejó escapar un aviso de su llegada por si las chicas estuvieran impresentables y se acercó al frigorífico. Percibió el sonido de una cama chirriando y, al girar el cuello hacia la zona de los dormitorios, notó movimiento detrás del biombo de Faely.

Tomó un trago de zumo directamente del cartón, ahora que nadie le miraba y abrió el Tupper de la chacina, tomando un par de ruedas y engulléndolas. Se quedó muy sorprendido cuando Faely y Zara surgieron de detrás del biombo de tela, abrochándose sus ligeras batas orientales.

— Estábamos probándonos unos trajes – se explicó su prima al ver la levantada ceja de Cristo. – Modelitos previos para el gran día, ya sabes.

Cristo asintió y abrió el armarito donde se guardaba el café. Normalmente, la cafetera estaba preparada cuando él llegaba pero hoy estaba vacía y apagada. ¿Probarse un vestido revolvía tanto las cabelleras, pues madre e hija parecían salir de revolcarse en un pajar?

El fino olfato del gitano sabía que pasaba algo entre ellas, al menos desde que le comentaron que habían hecho las paces. Si eso hubiera pasado en el piso de Calenda, habría jurado que las dos modelos estaban liadas y las había sorprendido con su llegada. Sin embargo, aquí se trataba de madre e hija y no lo creía posible. Quizás no eran vestidos lo que se probaban, se dijo con una sonrisa, mientras prensaba el café. Podía ser lencería fina, con sus portaligas y sus medias de seda, y todo lo demás.

Su entrepierna le dio un tirón al imaginarse a sus parientes, medio desnudas y luciendo lencería sensual.

— Entonces, ¿Ya habéis decidido la fecha? – preguntó Cristo, encendiendo la pequeña cafetera.

— Aún no, pero tenía la oportunidad de probarme algunos trajes que dispone la agencia – sonrió Zara.

Faely se mantenía en su zona de trabajo, callada y con los ojos clavados en los volantes de una falda rociera que estaba cosiendo. Sus mejillas estaban arreboladas. Se sentaba muy recta en una silla de anea, de hechura española, que era su favorita para trabajar. En un momento dado, apartó la mirada de su tarea y buscó los ojos de Cristo. Le sonrió abiertamente y el gitano pudo descubrir la alegría que bailaba en su rostro, en su mirada. Faely, fuese cual fuese el motivo, había recuperado las ganas de vivir y eso, para Cristo, era suficiente. En todos esos meses conviviendo con ella, había llegado a estimarla más que a cualquiera de sus familiares, salvo su máma, claro.

Se encogió de hombros y buscó los bizcochitos en otro de los armarios. No era su problema lo que ambas estuvieran haciendo en la cama.

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Al día siguiente, el anciano invisible regresó. No usó el ascensor, sino que surgió del hueco de las escaleras, caminando con las manos detrás de la espalda. Cristo se quedó con la boca abierta al contemplarle directamente. El anciano avanzaba hacia el mostrador, con total confianza, casi sonriendo.

Cristo consiguió salir de su atónito estado y bajar la cabeza, sin que el hombre se diese cuenta de que le devolvía la mirada. Como el día anterior, el extraño sujeto se detuvo ante Alma, mirándola. Cristo, manteniendo la cabeza baja, fingiendo leer un artículo del periódico que dejaban en recepción cada mañana, le observó con mucho disimulo. Se preguntó la razón de que hoy le viera perfectamente, sin buscar su reflejo o mirarle de reojo. ¿Habría dejado su modo invisible y estaba realmente ante ellos? En ese caso, estaría haciendo el gilipollas, se preguntó.

“No, en absoluto. Alma ya le habría visto y preguntado si podría hacer algo por él.”

Por alguna razón, hoy sus ojos le captaban a la perfección y tuvo el buen tino de disimular. Entonces fue cuando escuchó al anciano murmurar algo, casi entre dientes. Prestó toda la atención que pudo y, finalmente, consiguió entender algo de lo que brotaba de aquellos labios delgados:

— … tienes que ir… Noche Buena… no faltes, Alma… una de la madrugada…

¿Qué coño era aquello?, exclamó para sus adentros. ¡Le estaba dando instrucciones a Alma, como si fuese un mensaje críptico! ¿Ir a dónde en Noche Buena? ¡Joder, esto se complica! Su cabeza iba a explotar, intentando encontrarle sentido a lo que estaba pasando.

Ahora que podía ver claramente al anciano pudo seguir sus movimientos sin tener que buscarle, lo cual le llevó a disimular perfectamente su atención. Pasó un buen rato sentado al fondo de la sala de reuniones, mientras Candy exponía el balance anual ante la comisión. También estuvo sentado en los sillones que rodean las máquinas expendedoras, tal y como lo hizo el día anterior. Más tarde recorrió toda la agencia, sin dejar de murmurar la misma cantinela a cada chica a la que se acercaba.

“Una de la madrugada, en Noche Buena, acudid, acudid, no faltéis…”, pero, en ningún caso, se refirió al lugar concreto; ni una sola dirección.

El anciano regresó a la agencia durante toda la semana, realizando el mismo ritual. Cristo ya no tenía ningún problema para observarle y seguirle. Cada día, el hombre llegaba vestido elegantemente, con trajes distintos –incluso trajo un sombrero de ala estrecha el miércoles—por lo que ya estuvo seguro de que no era un fantasma. Cristo no sabía de ningún fantasma con guardarropa.

Se aseguró que nadie más le veía, aparte de él, preguntando aquí y allá con astucia. Nadie de la agencia le percibía, ni le escuchaba, como tampoco chocaban nunca con él. Sin embargo, no pudo enterarse dónde era la cita de Noche Buena, ni siquiera preguntando directamente a las chicas. Éstas le miraban como si no supiesen de qué estaba hablándoles. ¿Una cita en Noche Buena? La mayoría cenaría con la familia o con amigos y, más tarde, se moverían hasta ciertas fiestas y reuniones ya concertadas, totalmente normales y públicas.

El misterio estaba destrozando el ánimo de Cristo, quien se hizo la firme promesa de saber cómo acabaría todo aquello. ¡Si no conocía el sitio de la cita, seguiría a las chicas! Esa noche cenaría con Calenda, May Lin, y otras modelos que no disponían de familia en Nueva York. Faely y Zara cenaban en el ático de la jefa y ama. Así que Cristo no tendría problemas para seguir a las modelos, pues había visto como el anciano musitaba casi a sus oídos. Suponía que aquellas instrucciones de alguna forma hipnóticas, funcionarían en alguna de ellas, sino en todas. Por un momento, estuvo tentado de llamar a la policía, pero se lo pensó mejor cuando imaginó el modo de demostrar la existencia del anciano. ¡La policía no le vería por mucho que él lo señalara! Al final sería él quien acabaría en un psiquiátrico. No, nada de eso. Debía ser él quien se ocupara de todo, de la forma que fuese.

Lo primero era reunir pruebas y conocer qué quería el anciano invisible.

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“Por fin, hoy es viernes”, se dijo Cristo, adoptando la pose de John Travolta en Fiebre del Sábado Noche. “Hoy toca papeo del bueno, gratis, y quizás buena compañía.”

Se retocó el pelo ante el espejo del baño. Estaba a punto de abandonar la agencia, como todos, por vacaciones de Navidad. Por mucho que le esperó, el anciano no apareció en toda la mañana, como si supiese que el trabajo terminaría sobre las once de la mañana y todo el mundo se marcharía. “Puede que lo supiera”, asintió, pensando en todos los paseos que se había dado por la agencia. Sin duda, sordo no era.

Al salir del lavabo, Britt se colgó de su brazo, sobresaltándole.

— ¡Picha! ¿Qué hazes? – rezongó, pero pronto se calló, mirándola de arriba abajo.

— ¿Te gusta? – le preguntó ella con una risita.

— Niña, estás pa comerte con macarrones…

Cristo se llevaba bien con Britt, se divertía con su energía y ganas de vivir, pero no la había visto nunca como una hembra, sino más bien como una chiquilla de la que hacerse cargo. Ese día, Britt estaba dispuesta a romper todos sus esquemas. Había domado sus rebeldes cabellos de punta, peinándolos con un estilo Diana de Gales y portando una ancha cinta azulona como felpa.

Un vestidito de niña buena, azul cielo, con un escote redondo y volantes por encima de la rodilla, le confería un aspecto innegablemente femenino y atractivo. Portaba una rebequita de punto liviano, en un tono ocre, para aliviar la baja temperatura, y calzaba unos taconazos de aúpa, también azules, que la elevaban por encima de la talla del gitano.

— N-no sabía que tenía eso bajo la ropa ancha que te pones a diario…

— Ya ves – le sacó ella la lengua.

— Ya veo, ya veo… ¿Quieres ser mi acompañante hoy? – las palabras casi le salieron del alma.

— Por supuesto, apuesto caballero – bromeó Britt.

— Camminare allora! – exclamó Cristo, versionando a Giuseppe Garibaldi en el desembarco de Sicilia y echando a andar hacia la salida.

Entre risas y bromas, todos abandonaron la agencia. Alma se colgó del otro brazo de Cristo y más bien parecía la madre de los dos, pero el gitano iba más ufano que un cura en una convención de bragas. Tomaron el metro hasta Alphabet City, al sur este de Manhattan, donde se encontraba Cuissart. No estaba demasiado lejos de la agencia, pero con la temperatura que hacía más valía tomar el transporte.

La academia de restauración se ubicaba en una vieja fábrica conservera de principios del siglo XX. Un edificio gris y sin apenas formas, pero enorme y perfecto para abarcar todo un imperio de fogones, hornos y mesas de emplate. El restaurante de degustación ocupaba todo el frontal que miraba hacia el río. Les hicieron pasar a un salón mediano, donde una larga y bien decorada mesa les esperaba. En total, contando a la señorita Newport y la Dama de Hierro, formaban un grupo de veintiséis personas.

Los estudiantes de la academia, vestidos con uniformes a rayas estrechas, muy parecidos a mayordomos ingleses, empezaron a servir bebidas y entremeses nada más sentarse los comensales. Cristo y Britt se sentaron juntos en uno de los laterales. Alma se sentó junto a Peter Gawe, el jefe electricista, justo enfrente de ellos.

— ¡Esto es de lujo! – palmeó Britt. – Nunca he estado en un sitio así.

— ¿De dónde eres? – le preguntó Cristo.

— Vivo en Greenpoint, en Brooklyn, justo enfrente – contestó ella, señalando por la ventana la otra orilla del río. — ¿Y tú?

Cristo le habló del loft, de su tía y de su prima. Britt, a pesar de llevar apenas dos semanas en la agencia, ya había escuchado rumores sobre la mulata y la jefa, pero no la conocía como persona. Se quedó extasiada escuchando las historias de Cristo. Bueno, a decir verdad, se extasiaba con solo mirarle y no comprendía como su compañero no se daba cuenta de ello.

— Así que no has querido seguir estudiando, ¿eh? – preguntó Cristo.

— No era lo mío. Tengo muy poca retentiva – contestó ella, mirándole embelesadamente con aquellos ojos celestes llenos de candor. – Mi tía tiene una pequeña academia de peluquería y me decidí por eso. Por lo visto se me da bien porque me han aceptado en la mejor agencia de modelos de Nueva York.

— Me alegro mucho por ti.

— Gracias – musitó ella, colocando su mano sobre el muslo del gitano.

Cristo alargó la mano, atrapando unas delicias de marisco confitado y envuelto en hojaldre que un camarero depositó en su cercanía. Le cedió uno a Britt, quien lo probó con mucho cuidado. Cristo soltó una carcajada al comprobar que la chica abría mucho los ojos cuando el sabor llegó a su cerebro.

— ¡Está buenísimo! – exclamó. — ¿Qué es esto?

— No lo sé exactamente. Marisco en confitura. Bebe un poco de vino blanco, verás como mejora…

— No bebo, Cristo. Nada de nada – abrió ella las manos en un gesto excusante.

— Bueno, pues sin vino. No te preocupes, yo me lo beberé – dijo, apurando su copa.

El almuerzo resultó de primera. Al parecer, Candy no se miraba en homenajear a sus trabajadores. Sirvieron grandes ensaladas mediterráneas, con aceite de oliva del bueno, que trajeron dulces recuerdos a la mente de Cristo. Con ellas, dispusieron largas brochetas de vegetales asados y otras con cuadrados trozos de atún, tanto asado como en salmuera.

Tras unos exquisitos sorbetes de lima, llegó el plato fuerte: jamón dulce al horno, recubierto de sal y cava. La carne se deshacía en la boca, con un suave regusto a humo y vino. Venía acompañada de pequeñas panochas de maíz asado y bolitas de puré de remolacha. Cristo no cesaba de llenar su copa y de brindar con Britt y con sus vecinos. La joven rubita se sentía como una reina, mecida por los piropos que el gitano no dejaba de intercalar en sus conversaciones y por el ambiente. Alma los miraba, de tanto en tanto, y sonreía. En su mente, ya los estaba uniendo en una historia romántica.

En la sobremesa, entre puros y buen coñac, Candy se sentó al lado del gitanito para conversar. Britt no podía dejar de mirar a su jefa, preguntándose cómo una mujer con tanta fama y poder podía rebajarse a hablar con ellos, la plebe. Sin embargo, por otra parte, estaba orgullosa de que “su” Cristo estuviera tan considerado.

Candy se reía con las ocurrencias del gitano, que estaba muy animado por todo el alcohol consumido. Los chistes y las alusiones cínicas surgían de su boca sin interrupción, atrayendo la atención de buena parte de la mesa.

— Sabéis lo que contestaría una pareja gitana, descubierta por la metropolitana bajo uno de los puentecitos de Central Park, cuando le preguntaran: ¿qué hacéis ahí? – ante las miradas inocentes y los encogimientos de hombros, Cristo se rió con ganas. Aquí, en Nueva York, los viejos chistes volvían a tener su chispa. — ¡Más gitanos, mi árma!

Su afectado público, tan lleno de alcohol como él, se tronchó de risa, palmeando la mesa. Candy le dio un suave puñetazo en el hombro, como si fuese su colega de toda la vida, y Britt se envalentonó, depositando su mano en la de él. Cristo estaba en su salsa, tanto que se olvidó del fantasma de la agencia y de su cita de Noche Buena. Ahora, solo estaba atento a las respuestas emocionales de la joven Britt, lo que le hacía sonreír como un lobo.

A las cuatro de la tarde, los invitados empezaron a despedirse y marcharse para casa, iniciando así las dos semanas de vacaciones de Navidad. Como un galante caballero, Cristo detuvo un taxi para acompañar a Britt hasta su casa. Hubiera querido llevarla al loft, pero Faely y Zara estaban allí. Así que llevaría a la chica a su casa, en Brooklyn. Quizás podría hacer unas manitas en el coche…

El puente Williamsburg estaba mucho más cercano que el túnel Queens Middtown, aunque eso significara tener que ascender desde el sur al cruzar a Brooklyn. Entre risas, jugueteó con las suaves piernas de la chica, la cual solo le permitió llegar hasta sus muslos. Con eso se tuvo que conformar Cristo mientras el taxi subía por McGuinness boulevard y se detenía ante un edificio de seis plantas, pétreo y gris pero con un frondoso parquecito en la entrada.

— ¿Quieres subir? – le preguntó Britt cuando el gitano pagaba el taxi.

— ¿Con tus padres?

— No, vivo sola en la buhardilla – sonrió ella.

— Bueno – y despidió al taxista.

— El edificio es de mi familia. Toda ella vive aquí. Mis padres, mis dos tíos, y un par de primos casados. Lo demás está alquilado – explicó ella, señalando desde la acera.

— Coño…

— He conseguido quedarme con una parte del desván, en una coqueta buhardilla. Si te sientes más a gusto, podemos subir por la escalera de incendios y así no pasar por delante de la puerta de mis padres – sugirió ella, maliciosa.

— M-más mejor – respondió el, trabándose algo la lengua.

La escalera de incendios estaba en el pequeño callejón cerrado con rejas. Al parecer, Britt tenía bastante costumbre de entrar y salir por allí, ya que bajó la escala con un perfecto movimiento realizado en numerosas ocasiones. Completaron rápidamente la ascensión hasta la última planta. El edificio no disponía de azotea por lo que la escalera finalizaba ante una ventana de falleba.

Britt sacó un mando del bolsillo, muy parecido al de un coche, y accionó el dispositivo. La barra de acero que aseguraba la ventana en su interior se destrabó con un chasquido. Cristo lo señaló con el dedo.

— Un buen seguro – comentó.

— Lo puse cuando entraron dos veces en mi buhardilla.

La buhardilla era poco más grande que un dormitorio de matrimonio. Todas las dependencias se agrupaban en una sola sala, salvo el cuarto de baño. Una cama de plaza y media se apoyaba contra una de las paredes, junto a un gran armario. Más allá, una mesita son una tele y, al otro extremo un escritorio repleto de revistas. En la pared del fondo, un frigorífico y un pequeño fogón eléctrico de un solo fuego. A su lado, una repisa con un microondas. En el centro de la estancia, una mesa de cocina, con cuatro sillas remetidas.

— Muy íntimo – alabó Cristo.

— El cuarto de baño también es muy pequeño, pero tengo suficiente – dijo Britt, señalando una puerta cerrada. La otra, sin duda debía de ser la de entrada a la buhardilla. – Ya no soportaba a mi madrastra, así que convencí a mi padre de mudarme aquí. Ahora, desde que no tenemos tanto roce, las cosas van bien y podemos vivir en el mismo edificio.

— Britt… necesito un sofá o una ducha – musitó Cristo.

— Tienes mala cara.

— Creo que he bebido demasiado vino – en verdad, se estaba quedando pálido.

— No dispongo de sofá y no me atrevo a meterte en la cama, por si vomitas.

— O sea, la ducha, ¿no?

— La ducha. Te dejaré una toalla – le instó ella, empujándole hacia el cuarto de baño.

La ducha era minúscula, frente al lavabo. Casi te podías mirar en el espejo y afeitarte mientras te duchabas. En el otro rincón, el váter y, frente a él, un extraño bidé (Cristo no sabía que era japonés). Ni siquiera había espacio para un cesto de ropa sucia. Se desnudó, apoyándose en el lavabo, y abrió los grifos hasta dejar el agua templada. Se metió sin pensárselo. Necesitaba bajar el nivel del colocón. Britt estaba deseosa y él no podía dejar pasar esa oportunidad. La jovencita le había puesto cardiaco durante el almuerzo y era hora de responder.

Se apoyó con las manos en los azulejos, dejando que los chorros templados le cayeran en la cabeza. Entonces, con decisión, cortó el agua caliente. En escasos segundos, el agua se convirtió en piedras, al menos esa fue la sensación. Gritó al contacto con el agua helada y empezó a dar saltitos en la ducha. La niebla alcohólica se despejó al instante, dejándole tiritando.

— ¡Estás loco! – exclamó Britt, quien había entrado al escuchar los gritos. Introdujo la mano y abrió de nuevo el grifo del agua caliente, sin importarle mojar la manga de su rebeca. — ¿Qué coño pensabas?

— Tenía que quitarme el pedo, joder. Creo que lo he mandado a la bahía – se rió Cristo, con los dientes apretados, colocándose de espaldas a ella. – No pensaba que el agua estaría tan fría…

— ¿En diciembre? Lo extraño es que no esté la tubería congelada – bromeó Britt, quitándose la rebeca.

Estupefacto, Cristo contempló como la chica se despojaba primero de los zapatos y luego del vestido. Quedó en ropa interior, delante de él, con unos pantys oscuros que cubrían su braguita. Se desabrochó el sujetador y sentándose sobre la tapa del váter, enrolló los pantys hasta quitárselos. Por un instante, miró a Cristo con pudor, pero bajó de un tirón las braguitas.

— Déjame un sitio – le pidió al gitanito, entrando en la ducha.

— Britt…

— ¿Qué? ¿No me digas que no has visto antes a una chica desnuda?

— Tengo diez años más que tú.

— Mejor, así no pecas de novato – bromeó ella, tomando la esponja e impregnándola de gel.

La chica frotó lentamente su espalda y los hombros, descendió por sus glúteos y sus piernas, enjabonando a consciencia. Después, le obligó a girarse y siguió limpiando pecho y abdomen, así como los brazos. Se recreó en las caderas, admirando aquella cosita que colgaba entre sus ingles.

— ¡Que pequeñita! Parece de juguete, una obra de arte…

— ¡No te cachondees! Sé que es pequeña. Es por culpa del fallo hormonal. No se ha desarrollado.

— No me cachondeo, Cristo. Es muy bonita y no impone temor alguno. Tenías que ver la de mi ex… como un burro. Aprendí a chupársela con tal de que no me la metiera – le confesó ella.

— Por favor…

— ¿Crees que a las mujeres nos gusta que nos traspasen, que nos empalen? Puede que en ciertas ocasiones muy puntuales, no te lo niego, pero sin duda nos pasamos tres o cuatro días arrepintiéndonos de ello. Nos gusta más el juego tierno y dulce, tonto. Esa cosita da la medida perfecta para eso, seguro – le dijo Britt, enjabonando lentamente los genitales de Cristo.

Cristo suspiró debido a la suavidad de la esponja y al morbo que sentía al tener aquella chica menuda duchándose con él. Britt siguió bajando, repasando muslos, rodillas, y tobillos. Luego, se arrodilló sobre la porcelana y se dedicó un buen rato a enjabonar cada pie, por todos los rincones.

Cristo, dispuesto a devolver la jugada, se echó un buen chorro de gel en las manos. Le hizo una seña para que Britt se pusiese en pie y pasó sus manos por sus hombros y brazos, frotando para crear más espuma. No pensaba utilizar ninguna esponja, ni hablar. Britt posaba los ojos en los de él, sonriendo levemente a cada pasada de aquellas manos que tallaban su cuerpo. Primeramente, en vez de hacer que se girara para enjabonar su espalda, la había abrazado, pegándola a su pecho. Las manos de Cristo se afanaban sobre la espalda de la chica, bajando y subiendo, contorneando los omoplatos, ascendiendo hasta las clavículas.

Britt apoyó la mejilla en el hombro de Cristo, cerrando los ojos. Aún no estaba segura de lo que sentía por el gitano, pero si sabía del impacto que había causado en ella el primer día que le vio tras aquel mostrador. ¿Un amante a su medida? ¿Un compañero tierno y nada agresivo? Britt había tenido problemas con su ex novio. Jason era el único hombre que la había tocado y gozado. Empezaron a salir cuando ella tenía quince años; él diecinueve. Se conocían de vivir en el mismo barrio. Jason no era un tipo malvado, pero sí tenía malos amigos que le llevaban por derroteros extraños.

El caso es que Britt le entregó su virginidad, su amor, y casi su libertad. Jason se aprovechó de todo ello largamente, creyéndose el dueño absoluto. La hizo renunciar a sus amistades, a sus hobbys, e incluso a sus estudios. No estaba dispuesto que Britt fuera a una universidad y descubriera como era el mundo, en realidad. La quería así, inocente, poco culta, e ingenua, para domarla a su antojo.

Cuando hacían el amor, no tenía ninguna consideración con ella y solo le importaba su placer. Tampoco utilizaba preservativo, ni método de control alguno. Según él, era problema de ella, no quedarse preñada. Cuando Britt le hizo la primera mamada voluntaria, o sea, que la idea salió de ella para evitar ser penetrada en sus días fértiles, Jason descubrió un nuevo vicio que le gustaba aún más que embestirla como un poseso. Desde ese momento, hubo un poco de paz en su relación.

Aunque Britt se daba cuenta que Jason la anulaba y que su vida no llegaría a ningún lado junto a él, era incapaz de abandonarle, debido a un sentimiento extraño, mitad coacción, mitad cariño. La suerte vino en su ayuda cuando la policía encerró a Jason y sus amigos por robo a mano armada, y fueron condenados a doce años en el penal de la isla de Riker.

Luego llegó el apoyo de su tía Betty y su ingreso en la academia estética que regenta en Williamsburg. Trabajar con su tía le dio suficiente experiencia y confianza en sí misma como para presentarse a las pruebas de Fusion Models. Pedían una ayudante de peluquería y Britt pasó el examen. Aquel mismo día, cuando salía del despacho de la señora Priscila, tan alegre como unas castañuelas con su contrato en el bolsillo, le vio tras el mostrador de bienvenida. Le pareció un pequeño príncipe oriental, con su bello tono de piel tostada, sus ojos negrísimos, y tan delicado.

Se quedó admirándole desde un rincón. Era de su estatura, delgado y frágil como ella, y parecían haber nacido para estar juntos. Hizo todo lo posible, en los días venideros, para charlar con él y empezar una amistad. Le encantaba su acento europeo, le emocionaba escucharle hablar de las tradiciones de su país, y adoraba su astucia y su modo de ver la vida.

Las manos de Cristo dejaron en paz la espalda y las nalgas de Britt. Las había acariciado y sobado en profundidad, escuchando la respiración afanosa de ella. Volcó un poco más de gel sobre la palma de su mano y comenzó a frotar el pecho de la chica, mojado por su propia piel enjabonada. Admiró el cuerpo de la rubita. Tenían estaturas parecidas, pero ella estaría en los cuarenta y cinco kilos. Poseía unos senos pequeños y enhiestos, con un pezón sorprendentemente grande. Su piel era clara, sin pecas ni manchas; una piel suave y elástica, joven y sana. No tenía unas caderas muy pronunciadas pero su culito era respingón y bonito.

Pellizcó suavemente uno de aquellos grandes pezones y amasó el seno. Ella le miraba a los ojos, con una permanente sonrisa en sus labios. Estudiaba cada rasgo de su rostro, como si quisiera grabarlo en su mente. Cristo acercó su nariz y beso los labios temblorosos, deslizando la punta de su lengua sobre ellos. Su mano apretó más sobre el pezón y ella gimió por primera vez, en su boca. Su lengua saltó como una víbora buscando la de Cristo y enredándose frenéticamente.

Cristo deslizó su mano por la hondonada de su vientre, retozando sus dedos en el ombligo a flor de piel, y resbalando por el pubis, donde un pequeño círculo de vello, apenas más grande que un lunar, coronaba su vulva. Sin embargo, no tocó su sexo y se entretuvo siguiendo las líneas de las ingles y acariciar los flancos de las nalgas.

— Tócame, por favor… – jadeó ella.

— Entonces, colócate de cara a la pared – le dijo él, impulsando una de sus caderas para que girase.

Britt apoyó las palmas sobre los azulejos, acercando tanto la nariz a la pared que podía lamer el vapor condensado. El pequeño cuarto de baño estaba inundado por una neblina que no dejaba ver a un metro, pero a ellos les dio lo mismo. Por el rabillo del ojo, Britt observó como el gitano se arrodillaba a su vez, obligándola a abrirse aún más de piernas. Ya jadeaba esperando el roce placentero.

Muy lentamente, Cristo pasó un dedo desde el escaso vello rubio del pubis hasta su tesoro más guardado, su culito. Con la delicadeza de un médico, rozó el clítoris, los inflamados labios de la vulva, el sensible perineo, acabando sobre el apretado anillo del esfínter. Britt exhaló un quejido bien sonoro y sus rodillas temblaron. ¡Aquello era una maravilla!, pensó.

Dos dedos pinzaron la vulva de la chica, formando un delicioso pliegue de carne que Cristo observo atentamente. Labios mayores gruesos, sin vello, debidamente cerrados. Una delicia. Sin soltar aquel pliegue, pasó un dedo de su otra mano por la cerrada raja, abriéndola como un cuchillo abre un bollito de pan. La notó estremecerse.

Colocó una mano sobre el pubis, bajando el pulgar hasta posarlo sobre el clítoris. Desenfundó el garbancito de Britt con habilidad y pasó la huella del dedo por él. Más que frotar, pulsaba con el pulgar. Al mismo tiempo, introdujo el dedo corazón de la otra mano en la vagina, ahondando lentamente. Britt apoyó la mejilla contra los mojados azulejos, sintiendo como su vientre temblaba.

Aquellos dedos la manipulaban a placer, con una experiencia que ella jamás había conocido. No podía mantener los ojos abiertos, ni su garganta reprimida. Un dedo más se unió al que enfundaba en su carne, arrancándole un nuevo suspiro. Aquel pulgar la estaba volviendo loca. Sentía como su vagina se licuaba, como si sus entrañas se derritieran para añadir aún más lefa viscosa a su coñito.

Unos dientes mordisquearon su nalga izquierda y ella bajó una de sus manos para atrapar el cabello de Cristo, gimiendo largamente.

— N-no voy a… aguantar más…

— Mejor – susurró él.

— ¡Cristooooooo! – ululó casi como una loba, sacudiendo su pelvis mientras su cerebro se llenaba de chispas de colores.

Cristo la recogió en sus brazos y ambos quedaron sentados, bajo el chorro de agua tibia que aclaraba el jabón de sus cuerpos. Se sonrieron y se besaron. Cristo la puso en pie y alargó la mano, tomando la toalla que la chica le entregó antes de meterse en la ducha. Con ella, secó el cuerpo femenino, con largas y suaves pasadas. Entonces, Britt salió del plato de ducha para traer otra toalla con la que secar al chico, con la misma exquisitez.

— Vamos a la cama – susurró la chica, tirando de su mano.

Nada más caer de rodillas sobre el colchón, Britt tumbó a Cristo de espaldas, y se recreó en pasar sus manos por todo el cuerpo, hasta llegar a la parte que le interesaba en sobremanera. Aquellos genitales la atraían con fuerza y quería dedicarles un buen rato, para su deleite. Cristo atrajo la almohada con una mano, situándola bajo su nuca. De esa forma, contempló el manejo de la rubita, quien se atareaba con mimo en su erecto pene.

Britt se regodeaba en sus pensamientos y en sus sensaciones. El pene de Cristo era totalmente funcional y hermoso, por mucho que el chico se disculpara. Sí, era pequeño quizás, pero se mantenía duro y firme. Además, sobresalía de la palma de su mano al masturbarle lentamente, así que, para ella, tenía el tamaño adecuado. Así como estaba, totalmente depilado –Cristo se había acostumbrado a llevarlo así desde su historia con Chessy—, parecía más largo.

Lo aspiró golosamente con su boca, mientras acariciaba con una uña los pequeños testículos. Tuvo la impresión que jugaba con el sexo de un niño, así, tan de cerca y sin verle la cara. Succionó con deleite; cabía toda en su boca. Su lengua sirvió de freno al iniciar el vaivén con su cabeza. Cuando Cristo gimió, le pareció el sonido más encantador del mundo. La mano del chico pronto estuvo acariciando su pelo, aún mojado y encrespado.

— No sigas… detente – susurró Cristo. Ella dejó de mamar, tragando la saliva que acumulaba en la boca. – Ven, quiero besarte.

Se instaló en los brazos de Cristo y compartió con él el sabor de su sexo. Le encantó que no hiciera ascos. Jason no se lo hubiera permitido, seguro. De repente, mientras su lengua buscaba el paladar del gitano, notó la mano de éste de nuevo en su sexo, abriéndola, asegurándose que estuviese lo suficientemente mojada. Britt reconoció que era un hombre muy entregado y previsor y eso la encantaba totalmente.

Cuando el glande tropezó contra su vagina, Britt movió sus caderas para acogerle de una vez. Clavó su mirada en los ojos de Cristo en el mismo momento que la penetraba, mientras dilataba sus fosas nasales. ¡Si! Lo notaba en su interior, empujando con la pelvis para ahondar todo cuanto le fuera posible.

Se apoyó en sus rodillas y elevó su tronco, uniéndose más a Cristo. Le cabalgó con lentitud, para que aquella pollita no se saliese del estuche en ninguna ocasión. Bailoteó y rotó sobre él, tan sensual como una odalisca harta de kifi, agitando sus brazos en una muda danza surgida del deseo. Ella mantenía los ojos cerrados, pero una espléndida sonrisa en sus labios. Sentía sobre ella los escrutadores ojos de su compañero, observándola, detallándola.

Y era totalmente cierto. Cristo devoraba con la mirada aquel cuerpecito que se atareaba en darle placer. Britt estaba bellísima, arrobada por la pasión que sentía, inmersa en el placer que conseguía extraer con sus caderas. Sus manos subían hasta su cabellera, acariciaban la nuca, mientras que la lengua se disparaba para lamer sus propios antebrazos, fugazmente. Parecía estar bajo trance, en un estado de conciencia elevada y pura.

Cristo adelantó una mano y atrapó un pechito tembloroso como un flan y tironeó de aquel pezón inmenso que ocupaba toda la cúspide del seno. Tenía un tacto delicioso. Pellizcó con más fuerza y Britt se mordió el labio inferior, dejando escapar un quejumbroso sonido. Como respuesta, la otra mano de Cristo se disparó hacia el clítoris de la chica, huérfano en caricias por el momento.

Volvió a colocar un pulgar allí y comenzó a rotarlo con rapidez. El movimiento de las caderas de Britt aumentó enseguida. Se llevó una mano a uno de sus senos y con la otra aferró la de Cristo. Llevó aquellos dedos a su boca, lamiéndolos de uno en uno, todo sin dejar de agitarse cada vez más compulsivamente.

— Oh sí… Britt… estoy a punto, cariño – musitó Cristo entrecortadamente.

Aquellas palabras activaron el orgasmo de la chica y arañó el pecho de Cristo al crispar sus manos allí. El placer se alargó cuando sintió como se corría Cristo en su interior. Se derrumbó sobre él, abrazándose con fuerza y jadeando en su oído.

— Te quiero, Cristo – deslizó su voz en la oreja de Cristo, en un impulso inconsciente e involuntario.

Los ojos de Cristo se abrieron de golpe, tan atentos, en un segundo, como un radar antimisiles. La boca se le abrió con incredulidad, el corazón acelerando aún más los latidos tras su orgasmo.

“¿QUÉ? ¿Cómo que me quiere? ¡Está loca! Nos conocemos desde hace una semana y acabamos de follar por primera vez… ¿De dónde coño ha sacado eso de quererme?”, pensó, desesperado por encontrar una salida.

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Los ruidos de disparos y gritos de terror llenaban la sala. Spinny se divertía matando tipos malos en la gran televisión de plasma, manejando el mando de la Xbox como todo un virtuoso. Su espalda dejaba de estar en contacto con el estampado del sillón en el que se sentaba para iniciar ciertos movimientos compulsivos como si estuviera claramente notando el retroceso de un arma imaginaria o esquivando trayectorias de balas. Había que decir que Spinny vivía verdaderamente aquellos momentos de consola.

Rowenna le miraba con una vaga sonrisa, embelesada con el sencillo espíritu de su amigo. La gran mano negra se deslizó muslos arriba, buscando el calor de su entrepierna. La modelo se abrió un poco más de piernas, sentada a horcajadas sobre aquellas rodillas huesudas y negras. Recostó la espalda contra el pecho nasculino, notando su aliento en la nuca.

La mano de Rowenna subió hasta acariciar la mejilla hirsuta del jugador. La gran lengua rosada de Duval “Jaw” Berbelier lamió cálidamente sus dedos. Jaw había sido fichado por los New Yorks Knicks a principio de temporada y estaba empezando a destacar en sus primeros partidos. ¿Cómo lo conocía Spinny? Era un misterio.

Rowenna suponía que tenía que ver con las horas que el pelirrojota pasaba en Central Park. Quizás Jaw salía a correr por allí, pero lo dudaba. Con las sesiones de entrenamiento del equipo, el hombretón negro tenía suficiente para estar en forma, sin duda. El caso era que Spinny la había llevado a casa de Jaw, en una villa de Yonkers, al norte de Nueva York.

Habían estado charlando, bebiendo, y Jaw les había invitado a una hierba de primera, aunque él no había tomado nada, por supuesto. Debía mantenerse limpio para los controles de dopaje. Pero había resultado ser todo un pulpo, lo que ponía frenética a la modelo. Con sus dos metros y unas manos que parecían palas, Jaw la usaba como una muñeca, aún siendo una chica alta.

Ahora, se encontraba sentada sobre su regazo en el gran sofá blanco de la sala, a espaldas de Spinny. Éste parecía comprender perfectamente el carácter de la modelo y se había enganchado a la consola, él solo, para permitir que el jugador de la NBA y la modelo inglesa se conocieran.

Conocieran. Extraña definición de la larga sobada que le estaba pegando el negrata, pensó Rowenna. Sin embargo, había sido ella la que había iniciado el juego, besando con curiosidad los grandes labios del joven. Rowenna no había estado nunca con un hombre negro, más que nada porque no conocía ninguno adecuado en Londres. A su llegada a Nueva York, no tuvo oportunidad de escoger. Los novios le cayeron encima casi sin proponérselo, debido a su trabajo. Jaw era el tipo adecuado en el momento justo, y si no salía bien, nadie lo sabría. Spinny era una tumba. Así que se lanzó directamente a la piscina.

El jugador había demostrado ser un tipo ansioso, absorbido por sus pasiones. Tras besarla apasionadamente, la puso en pie, le bajó los pantalones de chándal que traía la modelo y la colocó sobre su regazo, donde comenzó a recorrer todo su cuerpo con sus grandes manos, estremeciéndola toda. Los fuertes dedos negros pellizcaron la sensible cara interna de sus muslos, haciéndola tragar saliva. Segundos después, se deslizaban sobre su braguita de algodón, una braguita de niña buena.

Sin embargo, los efluvios con los que se empapaban la prenda no eran de niña buena, nada que ver. Era un acto de zorra, de golfa tremenda. En apenas unos minutos de caricias, Rowenna estaba completamente cardiaca, tan mojada como una colegiala en su primera cita. Aquel tío la ponía en la cima con aquellas manos.

Un dedo se coló bajo la prenda, abriendo su preciosa rajita y empapándose bien de sus jugos. Jaw sacó la mano de entre sus muslos y llevó aquel dedo mojado a los labios de la modelo.

— Vamos, lámelo. ¿Te has probado alguna vez?

Rowenna negó con la cabeza pero abrió la boca y tragó el gran dedo negro, succionándolo completamente. Sonrió mentalmente al comprobar que su propio sabor era casi dulce y almizclado. Era una tía deliciosa, se dijo, ufanándose.

Jaw volvió a meterle el dedo, ahondando más esta vez. Otro de sus dedos llegó perfectamente hasta su clítoris, rascándolo suavemente con la uña, lo que hizo que sus caderas se dispararan, casi de golpe. La otra mano de Jaw se posaba sobre su pecho, apretando y retorciendo con delicadeza.

Bajo sus nalgas, notaba como un bulto iba ganando consistencia. No podía estar segura, pero parecía de un gran tamaño. Pensó en cuanto se decía de los penes negros y sintió su ardor aumentar. ¡Dios! ¡Que puta se sentía! Casi como aquella vez con Spinny y Cristo…

Jaw parecía no llevar ropa interior bajo el amplio pantalón corto que llevaba en casa, como si hubiera estado entrenando a su llegada. Al menos, ella lo notaba así. La mano que atormentaba sus pechos descendió para colarse bajo la camiseta de “Hello Kitty” que vestía. No había sujetador que sortear y sometió rápidamente los pezones a una deliciosa tortura, no exenta de dolor.

Mientras tanto, Jaw ya había introducido dos dedos en aquel coñito inglés que le estaba poniendo malo. La escuchaba gemir largamente, a cada movimiento de sus manos, sin pudor ni vergüenza, con una pasión que no había conocido en otras chicas. ¿Quién decía que las blancas eran frígidas? Si la modelo gemía así con sus dedos, ¿qué haría cuando le metiera su obús negro?

Se dijo que era el momento de probar y ver el coñito de una hembra tan reputada. Sus manos bajaron hasta el elástico de la braguita, deslizándola por los muslos. Sin tener que pedirlo, Rowenna levantó las piernas para que el jugador pudiera quitarle completamente la prenda. Con ojos entornados, contempló a Spinny. Sonrió. No le importaba que estuviera delante. Al contrario, la excitaba aún más follar delante del pelirrojo, de su mejor amigo.

Jaw le indicó que se pusiera en pie. La tomó de la mano y, sin él moverse, la ayudó a subirse en el sofá, colocando un pie a cada lado del largo cuerpo del negro. Contempló a placer aquel coñito que tenía delante, mientras ella jadeaba e intentaba taparse. Pero Jaw la tenía cogida de las muñecas y se lo impidió. Era una vulva de primera, bien depilada, estrechita, de labios sonrojados y entreabiertos. La atrajo hasta su boca y colocó sus grandes manos sobre las redonditas nalgas. Su ancha y carnosa lengua se deslizó por toda la entrepierna femenina, abriéndose paso hasta el interior de la vagina. Rowenna dejó caer la cabeza y gruñó sensualmente, atrapando con sus manos la afeitada cabeza de Jaw.

Spinny era consciente del magreo que se estaban pegando a su espalda. Él y Rowenna lo habían intentado, pero la relación no acababa de funcionar. Sin embargo, pronto descubrieron que compartían muchas similitudes en sus gustos, así como de una confianza y una amistad cada vez más sólida. Se sentían mejor como amigos que como pareja. Entonces, ¿por qué no convertirse en los mejores amigos del mundo?

Spinny haría lo que fuese para que Rowenna disfrutase y fuera feliz. La llevaba a todos los rincones más excitantes de la ciudad y le presentaba personajes increíbles, pero siempre que él pudiese protegerla, como en esta ocasión. No pensaba abandonar la sala, ni permitir que se fueran ellos a otra habitación. Jaw era un tío legal y famoso, pero tenía cierto problema de control. Mientras él estuviera allí, se controlaría. Se lo había dejado muy claro al jugador de basket.

No es que Spinny se considerase un enemigo para el grandullón, pero éste conocía a la familia del pelirrojo y sabía de sus chanchullos y de sus conocidos. Buscarse la enemistad de un clan irlandés no era tontería alguna. De esa forma, Spinny mantenía una aureola de poder propia que le veía muy bien en aquellas ocasiones.

Al escuchar el ronco quejido de la modelo, se giró para observarles, pausando el juego. Fue todo un espectáculo contemplar aquellas nalguitas blancas rotando por el placer, sujetas por las manos de ébano. Rowena mantenía las rodillas flexionadas, las piernas abiertas para aposentar totalmente su sexo sobre la gran boca de Jaw. Se frotaba literalmente contra ella, usando la presión de sus propias manos, las cuales sujetaban las sienes del jugador. Gruñía, resoplaba, temblaba y se estremecía, al paso de aquella lengua inmisericorde.

Spinny sonrió, volviendo de nuevo a su matanza virtual. “Espero que la modelo que ha prometido presentarme Rowenna folle igual de bien que Jaw.”, pensó el pelirrojo al tomar el control de la partida.

Rowenna había llegado al límite. Sus manos abrazaron completamente la cabeza del negro, como su fuese una madura sandía, y se pegó totalmente a ella, mientras el orgasmo estremecía sus piernas y su columna vertebral. Apretó los dientes al sentir como su vagina se licuaba. No pudo ver el resultado, pero si notó como el líquido abandonaba su vulva. Un buen chorro de efluvios femeninos descendió por la barbilla de Jaw, quien intentaba tragar cuanto podía.

“Joder, joder… ¡Cómo se corre esta tía!”, pasaba por su mente.

La modelo cayó de rodillas, recuperando el aliento, apoyándose con una mano en el pecho del joven. La camiseta de basket que llevaba estaba manchada de sus jugos y Rowenna, con una sonrisa, se inclinó y lamió lo que aún no había empapado la tela.

— ¡Estoy loco por metértela! – exclamó él, manoseando su propio pantalón para bajarlo.

— Venga, bájatelo… quiero verla – le animó ella.

Con orgullo, Jaw mostró su firme pene, observando la reacción de la modelo. Ésta abrió mucho los ojos y tragó saliva. No era demasiado larga –calculó unos diecinueve centímetros, máximo- pero era muy gruesa, al menos de siete u ocho centímetros de diámetro.

— ¡Tío, es enorme! ¡No me va a caber! – exclamó ella, pasándole un dedo por encima del glande.

— Ya verás como sí, Rowenna. Te lo haré muy lento, con mucho cuidado… vamos, súbete sobre ella…

Spinny sonrió al escuchar los murmullos. Seguro que mañana no podría dar ni un paso. Mató los últimos enemigos que le separaban del siguiente nivel y aprovechó las puntuaciones para dar un trago de su vodka con zumo de naranja.

Rowenna gruñía, mordiendo su labio con fuerza. Se aferraba con las dos manos a aquella polla que amenazaba con rajarle la entrepierna y se dejaba caer lentamente, centímetro a centímetro sobre ella. Jaw la miraba fijamente, con ojos de oveja degollada y sonrisa floja, animándola a continuar. No quería pensar en que el jugador se estuviera encoñando con ella; solo le faltaba eso. Follaba como los ángeles, pero no quería ninguna relación. Pensó todo esto en un milisegundo, ya que seguía luchando con aquel obús.

Volvió a salirse y tomó el lubricante que Jaw había sacado de una cercana cajonera. Echó un nuevo chorro directamente sobre el pene y lo repartió con las manos. Abarcarla de esa forma era una pasada. La polla estaba dura y firme como una estaca pero suave al tacto, casi esponjosa. Metió dos dedos en su vagina que se mantenía todo lo abierta posible y retomó el asalto. Esta vez, el pene se deslizó con más facilidad, tragándose medio. Con un gemido, se detuvo para descansar y ambos amantes se miraron morbosamente.

— Lo voy a conseguir – musitó ella.

— No lo he dudado jamás. ¡Eres increíble!

Ella se inclinó y le besó, cortando más palabras de las que pudieran arrepentirse. Empujó un poco más, sintiéndose totalmente colmada, llena de ardiente carne negra. Echó los brazos en torno al cuello de Jaw y se hundió en sus gruesos labios, iniciando una lenta cabalgada. El jugador tensaba las nalgas a cada descenso de su partenaire femenino, alcanzando el cénit de la vagina.

— N-noto como me si estuvieras… rajando, cabrón – gimió ella.

— Y tú me la estrujas con el coño, zorra. Dios, que caliente está tu coñito…

— Oooh… es tremenda.

— Vamos, ¡muévete más! ¡Necesito correrme!

— ¡Ni se te ocurra hasta que te lo diga!

— ¡Salta sobre mi polla! – exclamó Jaw, alzando a Rowenna con sus poderosos brazos.

— ¡AAAHHHH! – gritó ella, incontenible. La gruesa polla la empalaba como una estaca. Notaba el fuego iniciarse en su bajo vientre, preparando el éxtasis.

— ¡Dios! ¡Que vicio! ¡Como follas! – casi silbó él.

— C-calla, calla… que me corro…

— Te voy a inundar de leche.

— Joder… joder… que morb-bo…

Rowenna saltaba literalmente sobre el regazo del jugador, buscando la ardiente sensación de resbalar por toda aquella polla negra que la estaba condenando. Buscaba ordeñarla con sus músculos vaginales, exprimirla con el poder de sus entrañas, incluso arrancarla y guardarla como trofeo. Todas aquellas impresiones desfilaron raudamente por su enfebrecida cabecita a la par que el orgasmo ascendía con la fuerza de un geiser.

Mordió con fuerza el fornido cuello de Jaw, impresionada por la intensidad de su placer y cuando éste se retiraba en suaves ondas, el semen del jugador alcanzó con fuerza su cerviz, desatando otro estremecimiento menor que la hizo sonreír, con el rostro apoyado sobre la aromática piel negra.

“Joder, que polvo…”, se dijo, aún con la respiración agitada. “Espero que Spinny haya terminado con la partida. No pienso quedarme más tiempo aquí.”

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (25)” (POR JANIS)

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Si alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi nuevo correo:

la.janis@hotmail.es

Gracias a todos.no son dos sino tres2

Janis.

EL CARNERO DE NOCHE BUENA.

Sin títuloCristo se encargó de abrir la botella de buen vino mientras que las chicas daban los últimos retoques a la exquisita mesa. No faltaba detalle alguno. Servilletas de hilo, cubertería completa, cristalería digna de la ocasión, y diversos platos de deliciosos entremeses. Nuestro gitano sacó el corcho con un sonoro plop y agitó la botella para que las cuatro chicas acercaran sus copas.

Las modelos en cuestión eran Calenda y May Lin, por supuesto, ya que la cena se celebraba en su apartamento, Mayra Soverna, la rubia y esnob rubia del este de Europa, y Ekanya Obussi, la nueva modelo senegalesa de la agencia. Eran las cuatro chicas que no se reunirían con sus familias en Navidad y Calenda había tenido la idea de celebrarla juntas. Cristo se unió a ellas al conocer que su tía y su prima pasarían la Noche Buena en casa de Candy Newport.

Escanció el vino mientras se fijaba en los bellos rostros de sus acompañantes. ¿Qué podía pensar de ellas que no hubieran ya pensado algunos millones de hombres y mujeres? ¡Que tenía una suerte de cojones por estar allí con ellas, por supuesto! Se habían acicalado y vestido para la ocasión, como si después de cenar fueran a ir al baile de la embajada británica (famosa por sus jolgorios navideños). Estaban resplandecientes, divinamente maquilladas, y portando vestidos largos y sensuales.

Cristo, por su parte, parecía un pequeño lord. Se había quitado la chaqueta y May Lin le había dejado una bata de paño de su talla. Era una bata masculina, con blasón bordado sobre el bolsillo y ribete de satén. La asiática no quiso revelar de dónde la había sacado ni a quien pertenecía. El caso es que Cristo, con su pañuelo al cuello (odiaba las corbatas) y el batín cerrado a su cintura, parecía Lord Jim en pleno desayuno. Todas ellas lo confirmaron y lo alabaron.

Se sentaron a la mesa, tras brindar un par de veces más. Cristo, por designio de ellas, quedó en la presidencia de la mesa. A su lado, Mayra lucía sus exquisitas maneras a la mesa, como si hubiera sido educada en una residencia privada inglesa. Cristo lo sabía de buena tinta, los padres de Mayra poseía una tienda de comestibles en Zagreb, así que de educación privada nada de nada. Pero Nueva York había sentando bien a la croata. Allí podía ser la persona que llevaba soñando desde pequeña y, además, Mayra había metido otro par de kilos en su delgado cuerpo, lo que le sentaba estupendamente.

Quien no había engordado nada desde su llegada era Ekanya, que parecía un junco mecido por el viento cuando andaba. Además, era alta y vivaracha, lo que llevaba a miss P. a recordarle que debía andar a pasitos y no a zancadas. La prensa especializada la había comparado ya con Naomi Campbell, pues su porte y estilo evocaba mucho a la famosa modelo. Cristo sonrió. Al menos, no poseía el mal carácter de la diva británica. Ekanya era muy dulce y casi inocente. Había cumplido recientemente los diecinueve años, por lo que era el benjamín de la reunión.

― A ver, niñas… Probad este pata negra de Jabugo, que me ha costado un huevo encontrarlo – las animó el gitano, alcanzando una lámina de jamón ibérico sobre pan con ajo y aceite.

― ¿Jabugo? – la negrita alzó las cejas, desconocedora de la palabra.

― Es un lugar de mi país donde se crían los mejores cerdos de…

― ¿Cerdos? ¿Esto es cerdo? – Ekanya retiró la mano como si estuviera a punto de tocar una víbora cornuda.

― Pos si, niña. ¿Eres alérgica o qué?

― Tonto, lo que es musulmana – le regañó Calenda, dándole una suave patada bajo la mesa.

― ¡Ostias! ¡Qué fallo! – Cristo se llevó la mano a la boca. Ni se le había ocurrido pensar en ello. – Lo siento, Ekanya, aún pienso como un español en algunas cosas. Allá, todo el mundo es cristiano, sabes. Quien no lo es, no duda en decirlo para dejar constancia. Aquí es diferente. Hay tantos cultos y derivados que me hago la picha un lío…

― ¿Picha? – esta vez fue Mayra quien preguntó por la palabreja castellana.

― Una expresión de mi tierra – agitó la mano quitándole importancia.

― Pene, polla, manubrio, rabo… – explicó May Lin, con una risita.

― Ah – Mayra bajó la mirada, como si aquellas palabras la turbaran.

“¿Será cierto que es una estrecha?, se preguntó Cristo.”

Arregló el asunto del cerdo, alargando otro plato con salmón ahumado y palometa en salmuera sobre fondo de piña natural y pepinillo. La senegalesa se rechupeteó los dedos tras engullir un par de piezas. Volvieron a brindar y acabaron los entremeses entre bromas y anécdotas.

Cristo descorchó otra botella de vino, esta vez blanco, mientras Calenda y May traían el plato estrella: bogavante en salsa de manzana. El bogavante estaba cortado en rodajas sobre un fondo de ensalada y rociado con la salsa caliente aromatizada con manzana verde. Alrededor, cuatro cigalas acompañaban cada plato. Cristo se había ocupado de preparar la cena, pero no de hacerla, por supuesto. Su tía le había pasado la dirección de un famoso restaurante gallego, cercano al Lincoln Center, y solo tuvo que encargar la comida, para luego calentar. Encima que él pagaba, no iba a cocinar, ¿no?

Las modelos felicitaron a Cristo, por su buen gusto y se dedicación, así como por invitarlas a aquella cena. Él se sintió más largo que ancho. Entre agradables pullas y bromas, terminaron la botella de vino blanco. El postre lo aportaron la croata y la senegalesa, comprado en Ferrara Bakery, en Little Italy. Los cannolis eran, sin duda, los mejores de Manhattan. Regaron todo con un buen champán y Cristo suspiró, satisfecho por la cena y por las maneras de las chicas. Había estado preocupado, a medida que la noche se posaba sobre la ciudad.

No sabía lo que iba a ocurrir, pero ellas no parecían sentirse extrañas. Siguieron charlando de nuevos proyectos y oportunidades. Cristo sacó un par de porros de marihuana, ya armados, y los encendió para relajar aún más el ambiente. Las chicas sonrieron al tenerlos entre los dedos. Cristo pensaba en todo.

Pero, hacia la medianoche, el humor de las modelos empezó a cambiar, a agriarse sin motivo alguno. Ya no se reían con las chanzas de Cristo y tampoco hablaban entre ellas. Sus dedos se movían nerviosamente, arañando la mesa, pellizcando un papel, o girando sin cesar una copa. Ni siquiera se miraban entre ellas, pues parecían perdidas en sus pensamientos.

― Tendrías que irte ya, Cristo – le dijo Calenda, tomándole por sorpresa.

― ¿Irme? ¿Yo? ¿A dónde? ¿Por qué? – preguntó, removiéndose en su silla.

― Porque hemos terminado de cenar – repuso May.

― Bueno, es Noche Buena y queda aún mucha diversión, ¿no? – intentó razonar el gitano.

Calenda se encogió de hombros y siguió girando su copa vacía. Mayra tosió con discreción. El tenso ambiente se podía palpar y la cosa no mejoró. Al contrario, nadie hablaba y las chicas le miraban de reojo, con ojeriza. Finalmente, May Lin se puso en pie y tomó a Cristo del brazo, levantándole de la silla.

― Estamos cansadas y queremos irnos a la cama – le dijo mientras le acompañaba a la puerta. – Mayra y Ekanya también se marchan, ¿verdad, chicas?

― P-pero…

― Mañana nos llamas y podemos almorzar donde tú quieras – le dijo Calenda, desde el salón, como si tratara de conformarle.

No le quedó otra que quitarse el batín y tomar su chaqueta. Se despidió de ellas, comprobando que la rubia y la negra no pensaban marcharse de allí, y bajó las escaleras a toda prisa. Nada más salir a la calle, giró hacia el callejón más cercano donde Spinny le estaba esperando en el interior de un gran Chevrolet oscuro.

― ¿Cuánto tiempo llevas aquí? – le preguntó Cristo, subiendo al puesto de copiloto.

― Media hora… ¡Feliz Navidad! – exclamó el chico irlandés, con su característica alegría.

― ¡Felices fiestas! – contestó el gitano, estrechando la mano de su colega.

El interior del coche estaba cálido, gracias al climatizador, ya que el motor estaba arrancado. Según Spinny, el coche era de la empresa familiar y podía cogerlo cuando hiciera falta. Lo necesitaban para seguir las chicas.

― ¿Qué ha pasado arriba? – preguntó el pelirrojo.

― Se han puesto muy bordes, tío. De buenas a primeras… Ha sido muy raro.

― ¿De verdad que estás seguro de que las han hipnotizado?

― Joder, Spinny. Nadie veía a ese tío, salvo yo, y se paseaba como el puto amo por toda la agencia, soltando el mismo mensaje. No creo que las estuviera invitando a un pase de Papa Noel. Es lo más lógico de pensar. Estábamos de puta madre mientras cenábamos y después… ¡se jodió!

― Ya…

― Era como si estuvieran deseando que me marchara para confabular entre ellas.

― Bueno, pues ahora, a esperar.

Se quedaron en silencio en el interior del coche, cada uno tratando de imaginar como se iban a desarrollar los hechos, a partir de ese momento. spinny se veía en el papel de héroe salvador, liberando a las chicas en el último momento. Cristo, mucho más realista, esperaba fisgonear lo suficiente y conseguir pruebas para llamar a la policía, que para eso estaban.

Cuando el gitano le contó el asunto del fantasma y lo que sospechaba que ocurría, Spinny se ofreció para ayudarle en lo que fuera, sabiendo que su amiga Rowenna también había sido “contactada” por el extraño sujeto. De hecho, la mayoría de las chicas de la agencia había sufrido la “sutil invitación”.

No tuvieron que esperar demasiado. Las cuatro modelos salieron del edificio, enfundadas en abrigos que ocultaban sus trajes de noche, y se subieron al pequeño Volkswagen de May Lin, aparcado en la acera de enfrente. Spinny, como si tuviese una gran experiencia en seguimientos en vehiculo, dejó que se despegara de la acera y tomará rumbo calle abajo. Solo entonces surgió despacio del callejón, con los faros aún apagados.

El tráfico en Noche Buena era fluido y hasta escaso cuando enfilaron hacia el norte, cruzando Harlem. Spinny dejó unos buenos cincuenta metros entre ambos coches. May Lin conducía despacio, como siempre, así que no la perderían.

― ¿Dónde van? – masculló el pelirrojo.

― Ni idea, para eso las seguimos, genio.

― Se dirigen al puente Willis.

― ¿Vamos a cruzar a Mott Haven? – preguntó Cristo, situándose en su callejero mental.

― Eso parece.

El vehículo enfiló el puente sobre el río Harlem y finalmente acabó deslizándose bajo los pilares de la autopista Major Deegan, para subir por la avenida St. Anns. Había luces en muchas ventanas, pero apenas nadie en las calles. Esta parte de la ciudad era casi exclusivamente residencial.

― Va a aparcar – musitó Spinny, como si le pudiera escuchar alguien más aparte de su amigo.

― Gira en esa calle y detente. Vigilaremos desde aquí.

Las cuatro modelos se apearon y echaron a andar avenida abajo, hacia lo que se vislumbraba como la masa oscura de un parque. Cristo cotejó el mapa en su memoria.

― Es el parque del centro de recreo Saint Marys. ¿Qué coño hay ahí? – exclamó, bajándose del coche. – Aparca donde puedas. Te espero.

Tratando de pasar disimulados contra las fachadas, siguieron las chicas o más bien el repiqueteo de sus tacones sobre el asfalto. Una de las puertas en la valla metálica que rodeaba el recinto estaba abierta, como si esperase la llegada de las bellas mujeres. Ellas traspasaron esa puerta sin titubeo alguno, dirigiéndose hacia la sombría mole del edificio de recreo, ubicado en el lateral más cercano del parque.

― ¡Rápido, que las perdemos! – instó Spinny al gitano, tirando de su manga.

Una persiana metálica se encontraba a media altura, alzada e iluminada desde el interior. Las chicas se inclinaron y penetraron. No hablaron entre ellas en ningún momento. Cuando Cristo y Spinny estaban a punto de seguirlas al interior del edificio, más ruido de tacones se escuchó a sus espaldas. Se ocultaron de nuevo entre las sombras. Otras dos chicas se acercaban. Cristo las reconoció como dos modelos que vivían en Nueva Jersey.

Con cuidado, las siguieron adentro, pero las habían perdido. El fluorescente que estaba encendido, marcando la entrada, iluminaba varias mesas de ping pong, un gran billar inglés, y varias filas de grandes videojuegos. Spinny se movió, irritado.

― ¿Dónde están? – susurró.

― No lo sé. Tendremos que esperar a que llegue más gente.

― ¿Y si no vienen más?

― Vendrán – aseguró con confianza.

Se situaron tras una de las máquinas más grandes y esperaron apenas cinco minutos. Esta vez, toda una fila de chicas asomó, al menos quince. Entre ellas, Britt se veía menuda y frágil, llevando un pijama enterizo y unas pantuflas.

“¡Mierda! ¡También Britt!”, se dijo Cristo, comprendiendo que la orden hipnótica la había sacado de la cama.

Esta vez, apenas dejaron espacio entre ellos y las chicas, pues su actitud parecía dar a entender que no se fijaban en ellos. Cruzaron una puerta con el rótulo de “solo personal”. Dentro había taquillas y unos baños. Al fondo, otra puerta conducía a unas escaleras de cemento que descendían al subsuelo, pobremente iluminadas. Todas las chicas bajaron por ellas, con solo el sonido de sus tacones marcando el paso.

Finalmente, llegaron al segundo sótano, lleno de filtraciones, donde hacía un frío del copón, al menos para Cristo. En una de las húmedas paredes, un agujero se abría en pleno centro. La brisa que salía de él traía el olor a tierra mojada. Spinny miró a Cristo, esperando su decisión. El gitano asintió y el irlandés se coló por el roto muro. Casi a tientas, descubrieron las nuevas escaleras que descendían casi en picado. Spinny sacó una pequeña linterna de su parka e iluminó los peldaños. Esta vez no eran de cemento, sino de piedra tallada y parecían muy antiguas.

Al llegar abajo, el corredor giraba en noventa grados. Sobre sus cabezas, nuevos taconeos indicaban que más mujeres bajaban.

― ¡Esto parece una catacumba, coño! ¡Aligeremos el paso! – Cristo quería esconderse.

Siguieron el pasadizo con presteza, ayudándose de la linterna, ya que solo había un par de flojas bombillas, una en cada extremo. Todo lo demás quedaba a oscuras. Cuando llegaron al final, estuvieron a punto de caer por un muro cortado, sin ninguna protección. En ángulo recto, una reducida escalinata bajaba, adosada al muro, como si fuesen la estrecha escalera de la muralla de un castillo. Abajo, una sala enorme se abría, surcada por las distintas arcadas de viejos ladrillos, de las que colgaban viejas lámparas de petróleo y carbureras de minería.

La luz era pobre y tenebrosa, pero parecía ser la adecuada para un lugar así. Las chicas se arremolinaban allí, en silencio. El repecho del muro sobre el que aún estaban los dos amigos, embobados con lo que estaban viendo, era lo suficientemente ancho como para poder darles acceso a la parte superior del entramado de arcos. Unos soportaban el peso de los sótanos por los que habían pasado, pero otros solo reforzaban la estructura subterránea, por lo que la curvada cabeza de piedra estaba libre de peso, diáfana.

Allí se situaron, tumbados de bruces sobre la fría superficie y encarados. Podían ver las chicas en un lateral y, más tranquilos, se asombraron al comprobar que la inmensa mayoría de las modelos de la agencia estaban allí. Pero no solo había modelos, sino maquilladoras, peluqueras, alguna chica de Administración y hasta dos de las chicas más jóvenes de la limpieza. Sin embargo, Cristo no pudo distinguir ni a la jefa, ni a su prima. Por lo visto, el fantasma sabía lo que se hacía y no se había atrevido a movilizar a alguien importante. Sin duda, porque no podría controlar quien estuviera con ellas, en ese momento, supuso.

Las chicas parecían rodear una especie de plataforma elevada. Cuando Cristo se fijó mejor, jadeó de la impresión. Spinny le miró, interrogante. El gitano señaló la plataforma. Era una especie de basto altar, construido con la unión de cuatro lápidas de granito, seguramente robadas de algún cementerio. Estaban dispuestas sobre varios puntales de piedra, a una altura de un metro, aproximadamente. No había nombres inscritos sobre ellas, pero sí un ángel esculpido y otra con un escudo familiar. Los nombres debían estar en la losa de cabecera. Esas eran las que cubrían el foso del suelo.

― ¿Dónde demonios me has metido? – susurró Spinny, bastante asustado.

En ese instante, el fantasma apareció, escalando con cuidado sobre diversos cajones de madera que permitían acceder con comodidad sobre el altar de lápidas. Llevaba de la mano a Rowenna, de una forma elegante, con la muñeca levantada como en uno de esos casposos bailes de salón.

― ¡Ahí está el fantasma! ¡Trae a Rowenna! – exclamó Cristo quedamente.

― Le veo.

― ¿Cómo que le ves? – se asombró.

― ¡Joder, que le veo! Es un tío viejo y lleva una túnica negra.

Así era. El fantasma vestía una amplia túnica negra, mate, y con ribetes en puños y pechera de encaje también oscuro. Rowenna también vestía de negro, pero no llevaba una túnica, sino un mini vestido por el cual podrían haberla detenido, ya se sabe, por exhibicionismo público. Las ligas de sus medias se podían ver en toda su plenitud, ya que el borde del vestido acababa por encima de ellas.

― Es normal – musitó Cristo. – Aquí no necesita ser invisible.

― ¿Qué piensa hacer con todas ellas?

― Seguro que no es escoger la más lista…

El anciano fantasma alzó ambas manos y los rostros de todas las chicas concurrieron hacia él, quedándose muy atentas.

― Bienvenidas, queridas mías, bienvenidas a este impuro lugar bajo tierra. Hoy os necesito aquí para implorar a mis dioses oscuros. Debéis prestarme vuestra fuerza vital para que puede ser escuchado, ¿Me ayudaréis?

― ¡Si! – clamaron todas a la vez.

― Está bien, niñas. Lo primero que tenemos que hacer es envilecer este altar que piso. Estas piedras han sido consagradas en el cementerio y deben ser lavadas con pecado y abominación para constituir el ara oscura – se giró hacia Rowenna. – Trae el avatar de nuestro Señor, niña.

Rowenna descendió del improvisado altar y desapareció durante unos segundos. Luego, regresó trayendo un gran carnero de pelaje pardo y negro. Le conducía aferrando uno de sus retorcidos cuernos con las manos. El animal la seguía manso y sereno.

― ¡He aquí el cuerpo de nuestro Señor en la Tierra! ¡Ahora debemos invocar su espíritu y fuerza para que penetre en la bestia y se reúna con nosotros! Niñas, repetid conmigo…

“Obsecro, Domine inferi, et pater mendacii libidinem, exaudi deprecationem venire ad nos. Placere apoderes vos haec tunica pro nobis honorare, et adorant. Lucifer, veni … Baphomet, veni …”

Las gargantas femeninas iniciaron el salmo oscuro y lo repitieron muchas veces, adoptando una cadencia propia que las hacía balancearse como muñecas articuladas.

― … Domine inferi, et pater mendacii libidinem, exaudi deprecationem venire…

― … Lucifer, veni … Baphomet, veni …

― Seguid invocando, niñas mías, pronto el Maestro responderá. Ahora necesito a la más pura de entre todas ustedes, la única que permanece virgen – se pronunció el fantasma, y señaló a una de las chicas. – Eres tú. Sube aquí.

Cristo se sobresaltó al comprobar que la elegida era Mayra.

― ¿Virgen? – murmuró Spinny. — ¿Esa tía es virgen? ¡Dios, que desperdicio!

Cristo volvió a pensar en lo que Alma le dijo sobre ella. Una estrecha no… más bien cerrada del todo, se dijo. La contempló rodear el altar y subir por los cajones. Mayra no tenía expresión alguna en el rostro. Su tez clara parecía más pálida que nunca. Y su pelo intensamente rubio estaba suelto y lacio, tan inmóvil como su propio espíritu. El oscuro sacerdote le tendió la mano que ella asió como si fuera lo más importante del mundo. La colocó al lado del macho cabrío y retiró a Rowenna varios pasos atrás.

― Seguid repitiendo la invocación y rodead el altar, tomándoos de la mano. La energía pronto fluirá y llenará el lugar, preciosas.

Las chicas le obedecieron al instante, generando un amplio círculo alrededor de las lápidas, sin dejar de balancearse rítmicamente. Los minutos pasaban y los dos ocultos chicos empezaron a sentirse afectados por la repetitiva letanía. Spinny rebulló, molesto con su cerrada parka.

― ¿Soy yo o hace calor aquí? – susurró, abriendo la cremallera.

― Creo que ha aumentado la temperatura. Será por la cantidad de gente que nos hemos reunido aquí – contestó Cristo, pero pronto no estuvo nada seguro.

Debajo de ellos, las chicas empezaban a quitarse los abrigos y las recias prendas invernales, quedándose tan solo con sus livianos trajes de noche, e incluso en camisón o pijama, como era el caso de más de una. Una vez realizado esto, volvieron a unir sus manos, todo sin dejar de balbucear aquellas palabras en latín que amenazaban con clavarse en la mente del gitano. Era consciente de que estaba presenciando una de las famosas misas negras y que ese anciano debía de ser todo un brujo para mantener a todas aquellas chicas bajo su control.

El carnero, que se mantenía estático hasta el momento, siró su cabeza cornuda y pasó su larga y áspera lengua sobre el brazo de Mayra. El anciano sonrió, casi con alivio.

― Desnúdate, Mayra. El Maestro ha llegado – dijo.

Mayra compuso una gran sonrisa que iluminó su rostro. Controlada por el tremendo poder que brotaba de aquel hombre, se sentía tremendamente orgullosa de haber sido la elegida. Dejó caer el ajustado vestido, rojo y amarillo, hasta sus pies, revelando su ropa interior. Sin pudor alguno, se deshizo de ella a continuación, quedando completamente desnuda ante los ojos de sus compañeras, que no dejaron de invocar.

― ¡Nuestro Señor está aquí, entre nosotros! ¡Loa a Lucifer! – y las féminas corearon el saludo y quedaron calladas definitivamente, para gustazo de Cristo.

El sacerdote colocó su mano sobre la cabeza de Mayra, obligándola a arrodillarse ante el carnero, el cual no dejaba de olfatearla. Le hizo una seña a Rowenna para que se acercara y cuando lo hizo, habló quedamente con ella.

― Tendrás el honor de ayudar al Maestro a desflorar a tu compañera.

― Sí, Adorado – sonrió ella, feliz.

― ¡Mayra, a cuatro patas! Expón tus nalgas al Maestro como la perra que deseas ser.

La rubia croata se giró sobre sus rodillas hasta aposentar las palmas de las manos sobre el granito de las lápidas. Sus pequeñas nalgas quedaron expuestas ante la bestia. Rowenna tomó uno de los cuernos, obligándole a acercar su hocico al trasero ofrecido. El viejo lo observada todo con una sonrisa satisfecha. Mantenía las manos entrecruzadas sobre el bajo vientre y deseaba tan fervientemente que todo aquel ritual se cumpliese, que no era consciente que estaba controlando al carnero tal y como controlaba las chicas.

El macho cabrío sacó la lengua y la pasó largamente por los blancos glúteos de Mayra, porque eso era lo que deseaba el anciano que pasara y no por la posesión de una entidad infernal. Como si le tomara el sabor a la piel humana, la bestia volvió a pasar su lengua, pero esta vez con más puntería. Mayra se estremeció al sentir la áspera textura del apéndice rozar su virginal entrepierna. Sus muslos temblaron y no supo decir si era temor o deseo.

Rowenna, sin soltar el cuerno, tenía los ojos clavados en aquella lengua diabólica. La veía recoger la humedad que empezaba a destilar la vagina de la rubia y se asombraba de la precisión que mostraba para hurgar en el diminuto ano. Se estaba empezando a calentar con aquello, por muy loco que sonase.

Mayra, en cambio, mantenía la cabeza inclinada, su casi blanco cabello flotando en un extraño nimbo que colgaba. Se mordía la punta de la lengua, un tanto desesperada por lo que el animal conseguía arrancar de su cuerpo. Sus caderas se estremecían, sus rodillas amenazaban con flaquear, y sus codos no la mantendrían mucho más tiempo en aquella postura.

¿Cómo era posible que un bicho infecto como aquel, que olía a macho revenido y a queso rancio, la estuviera matando de gusto? ¿Acaso el sexo era así, una vez que transigías? Pues entonces, ella se lo había estado perdiendo tontamente, se dijo.

― Comprueba que está suficientemente húmeda – musitó el anciano a Rowenna.

Ésta, diligente, aunque no lo hubiera hecho nunca, metió un dedo en la vulva de Mayra, quien dejó escapar un gritito de sorpresa. La inglesa palpó cuidadosamente el himen y sacó el dedo lleno de flujo. No tuvo el mínimo escrúpulo en chuparlo. Asintió con la cabeza.

― Prepara al Maestro.

Por un momento, no supo a qué se refería su temporal amo, hasta que contempló aquel gusanillo que sobresalía del prepucio animal. Se dejó caer de rodillas y pasó su mano bajo el vientre peludo, friccionando suavemente aquel extraño glande. El gusanito no era más que un filamento sensible que surgía de la punta del glande, con la misión de que la emisión de semen llegara aún más profundamente en la vagina de la hembra. A pesar de su limitada mente, se preguntó que sentiría una mujer si el carnero emitía su semen en su parte más interna.

Rowenna no tardó en poner el miembro del animal a tono. El pene era delgado y fibroso, de unos buenos quince centímetros de largo. Pasó su otra mano entre las piernas de su compañera, haciéndola jadear de impaciencia. Se puso nuevamente en pie y tironeó del cuerno hacia arriba, obligando al carnero a alzarse sobre sus patas traseras. Inmediatamente, el animal flexionó sus rodillas delanteras sobre la espalda de Mayra, que soportó el peso estoicamente. El pene flageló varias veces las nalgas humanas, buscando una vagina que no estaba a la altura prevista.

― ¡Se la va a follar! – exclamó en un silbido Spinny.

La inglesa se agachó y tomó aquella delgada polla con la mano, haciendo lo que vulgarmente es llamado mamporreo entre los agentes de ganado, aunque ella no lo sabía. Ayudó al animal a penetrar a la rubia. El carnero, al notar el calor del estuche, no entendió de medias tintas y culeó como el macho que era, enviando el himen a lo alto del Empire State, junto con un desaforado grito de Mayra.

Rowenna se mordió el labio, encendida de lujuria, y bajó su mano hasta su entrepierna. Su postura dejaba el tanguita al descubierto, por lo que no tuvo dificultad en posar un par de dedos sobre su clítoris, dándole un rápido friccionamiento que la hizo suspirar. Su otra mano se aferraba al áspero pelaje del carnero, gozando de su textura y de su característico olor.

Mayra se quejaba a cada embiste del macho. Se había acodado sobre las lápidas, incapaz de aguantar más el peso de la bestia. Ésta babeaba sobre la espalda de la chica, intentando aferrarse mejor, pero todo ellos sin dejar de culear enloquecido en el interior del coñito sangrante. El carnero cambiaba de ritmo cada pocos segundos, ora batidora enloquecida, ora pulsación en profundidad, lo cual estaba afectando a la croata en demasía.

Ya no sentía dolor, pero si una quemazón que la obligaba a rotar sus nalgas buscando enfriarse como fuera. Levantó la barbilla que mantenía sobre su antebrazo, vislumbrando la baba que había dejado caer. Gruñó y alzó más el culo, buscando que el animal llegara más adentro aún. Quería que su amo estuviera orgulloso de ella.

Como si estuviera esperando ese reconocimiento, una absoluta lujuria se extendió por el cuerpo de Mayra. Puro fuego líquido recorría sus venas y trataba de escapar por su sexo percusionado. No era consciente de los gemidos y quejidos que escapaban de su garganta. Aquel macho no se cansaba de horadarla. En un chispazo de inteligencia, intentó acordarse de cual era el tiempo estimado de un coito entre cabras… no lo consiguió, y todo sea dicho, tampoco le importó. Algo más urgente la obligó a gritar.

― Aaaaaaaahhhhaaaahhh… madre… santa – exclamó en el primer orgasmo que sintió, no ocasionado por sus dedos.

Rowenna escuchó aquel grito de placer y abandonó su puesto, para deslizarse junto a Mayra. Aspiró sus quejidos y suspiros, colocando sus labios junto a los de la rubia. En un impulso, los mordisqueó, manteniendo la mejilla contra la piedra del altar. Mayra le devolvió un enloquecido beso. El carnero seguía culeando, como poseído por la misma fiebre infernal.

Rowenna quería probar, quería quitar al carnero de la espalda de Mayra y que la follara a ella hasta reventarla. Nunca se había sentido tan excitada, ni tan falta de moral, pero no se atrevía. El amo había sido muy claro, así que se puso en pie y, de un tirón, rompió su tanga. Se colocó detrás de la bestia y la tomó de los cuernos, subiéndose a su lomo. Con los pies firmemente clavados en el peculiar altar, comenzó a frotar su encharcada vagina contra el musculoso lomo del animal.

Desde su escondite, Cristo comprobó, con todo asombro, que Rowenna parecía dirigir los embistes del animal, acoplando su frotamiento al ritmo de penetración del carnero. Mayra empezó a gemir continuamente, los ojos cerrados, mordiendo la piel de su propia muñeca. Unos segundos después, Rowenna la imitó por simpatía. Ambas se movían con espasmos de placer. Habían convertido a la bestia en el cálido interior de un sándwich, exprimiéndole instintivamente.

La bestia mantenía su cabeza en alto, pues la inglesa tiraba con fuerza hacia atrás de sus cuernos; la lengua asomaba por un costado de la boca, babeando sin pausa sobre Mayra. Si hubiera sido un ser humano, se hubiera dicho que estaba a punto de sufrir un síncope.

Los gemidos de las dos chicas se aunaron y se incrementaron, mientras que sus caderas se retorcían y agitaban en un paroxismo desconocido para ellas.

― ¡Peazo putas! ¡Miralas, se van a correr! – Cristo subió el tono, excitado por lo que veía.

Y así fue. Con un berrido impresionante, el carnero descargó en lo más profundo del coño de la croata, quien quedó tirada de bruces, boqueando en busca del aire que el tremendo orgasmo que la recorría se había llevado. No podía dejar de gemir mientras sus pies se agitaban, los dedos fuertemente crispados. A su espalda, Rowenna se había corrido largamente, aferrada al cuello del animal y subida completamente a su lomo. Cuando las fuerzas la abandonaron, se dejó resbalar por un costado hasta caer sobre el altar. Suspiró y alargó la mano, admirando aquel pene aún rezumando de semen. Se irguió sobre las rodillas e introdujo la cabeza bajo las patas del animal, atrapando con la lengua una larga guedeja de semen caprino, que paladeó con complacencia.

El carnero se quedó quieto mientras la boca de la inglesa limpiaba sus bajos. Mayra siguió tumbada en el suelo, la mejilla apoyada en el granito. Miraba de reojo lo que estaba haciendo su compañera y lloraba compulsivamente. Aún no era capaz de comprender el motivo de aquellas lágrimas, si por haber sido penetrada por un animal, o bien por qué el placer se había terminado.

― ¡Queridas mías, ha llegado el momento de iniciar la misa negra! – exclamó el anciano, abriendo los brazos y desplegando las amplias mangas de la túnica negra.

Cristo y Spinny también recuperaban el aliento, alucinados, asqueados, y empalmados, todo a la vez, por lo que había ocurrido. Las chicas que rodeaban el altar, aún cogidas de las manos, iniciaron una especie de suave cántico llamando a Baphomet, a Lucifer, y hasta el Cristo de los Faroles, si se terciaba.

Entonces, el anciano sacerdote alzó sus ojos hacia el techo, hacia el lugar donde ellos se ocultaban, y sonrió.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (26)” (POR JANIS)

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no son dos sino tres2Si alguien quiere comentar, criticar, o cualquier otra cosa, puede hacerlo en mi nuevo correo:

la.janis@hotmail.es

Gracias a todos.

Janis.

LA MISA NEGRA.

Sin títuloLos acerados ojos del anciano recayeron sobre los dos fisgones escondidos en la parte superior de la arcada. No hizo ningún gesto de sorpresa, como si supiera, desde el principio, que estaban allí. Sonreía, dando casi la impresión de que se trataba de un monje bonachón con un hábito demasiado oscuro. Con mirada desorbitada, Cristo contempló como todas las chicas alzaban la mano derecha, apuntando con el dedo índice hacia ellos. La letanía que surgía de sus labios, aclamando a las entidades infernales, cambió súbitamente entonando una muy diferente, que acojonó totalmente a ambos.

― Están ahí… intrusos… están ahí… intrusos – repetían, incansables.

― ¡Nos han descubierto! ¿Qué hacemos? – farfulló Spinny, adoptando una postura a gatas.

― ¡Salir por patas! – exclamó Cristo, poniéndose en pie de un salto.

Los dos jóvenes descendieron la rampa del arco de piedra y recorrieron a toda prisa el estrecho reborde del muro que les llevaría hasta las escaleras. Pero, como una marea humana, las chicas retrocedieron, copando el acceso y las escaleras, por completo. Se quedaron estáticas, esperando y obstruyendo el paso. Cristo buscó otra salida, otra manera de escapar, pero no la había en aquel sótano. Sentía a su amigo empujar a su espalda, loco por seguir corriendo, pero se quedaron sobre aquel murete, atrapados.

― Bueno, bueno… – elevó la voz el anciano sacerdote, dirigiéndose evidentemente a ellos. – Así que tenemos espectadores para nuestro pequeño ritual. ¿Conocidos? – le preguntó a Rowenna, quien seguía sujetando al agotado carnero por uno de sus cuernos.

― Sí, mi dueño. Uno de ellos es un compañero de trabajo, el otro, el pelirrojo, es su amigo.

― Ya veo. Quizás les gustaría unirse a nosotros, en nuestra celebración. Traedles.

Cristo y Spinny se vieron aferrados de los brazos y empujados rápidamente escaleras abajo hasta ser presentados ante el extraño altar de lápidas. El anciano se inclinó sobre ellos desde su altura. Sus ojos se clavaron en el gitano.

― Sí, te recuerdo del mostrador de recepción de la agencia. Llevo un rato observando como os aplastabais sobre el arco de piedra, pero no he querido cortar el interesante desarrollo de la profanación del altar. ¿Qué pensáis de la actuación de las chicas? Voluntariosas, ¿verdad? – Cristo se encogió de hombros, sin ganas de contestarle. — ¿Cómo habéis sabido de esta reunión?

Súbitamente, los dos jóvenes sintieron una fuerte presión en las sienes y en la nuca, como si unas tenazas invisibles abrazaran y apretaran sus cabezas. Cristo apretó los dientes e intentó enviar la molestia a su profundo pozo mental. A su lado, su amigo se envaró y sus ojos se enturbiaron, comenzando a hablar con el mismo tono de voz lánguido que usaban todas las chicas allí reunidas.

― Hemos seguido a las chicas. Cristo me habló de la reunión pero no sabíamos dónde se iba a celebrar. Así que hemos acechado a Calenda, a May Lin, Mayra y Ekanya, hasta seguirlas en coche hasta aquí…

― ¡Tío, córtate! – exclamó Cristo, aprovechando que su molestia mental se disipaba.

El sacerdote le miró con extrañeza, las blancas cejas alzadas.

― ¿Te resistes? – preguntó, mirándole. — ¿Cómo es posible? ¡Manos arriba!

Spinny levantó inmediatamente sus manos, por encima de los hombros, sin cambiar un ápice su expresión. Cristo se le quedó mirando, intrigado con su actitud. A continuación, una nueva ola de presión se abatió sobre su cerebro, esta vez mucho más intensa, lo que le obligó a caer sobre una de sus rodillas. Se llevó una mano a la frente, intentando frenar el dolor que producían las extrañas pulsaciones que recorrían su cabeza. Tragó saliva y se concentró en disminuir la presión. Construyó un muro mental con la esperanza de rechazar aquello que le asaltaba. Aunque no sabía qué le bombardeaba la mente, estaba medianamente seguro de que debía tratarse de algún tipo de onda o energía radiada por aquel extraño anciano.

Segundo tras segundo, las pulsaciones se calmaron hasta convertirse tan solo en un sordo rumor de fondo. El anciano sonrió y recobró una postura más erecta. Sus ojos brillaban y se movían rápidamente, como si estuviese excitado por una súbita idea.

― Eres como yo – musitó para sí mismo, pero Cristo captó el murmullo.

― ¿Cómo tú? – preguntó.

― Un prodigio…

― Hombre, me han llamado muchas cosas pero, hasta ahora, eso de “prodigio” no.

― Bien, me ocuparé de eso más tarde. Ahora mismo, lo importante es realizar la ceremonia y la invocación. Por el momento, participaréis también…

― ¡Eso no se lo cree ni el Tato! – exclamó Cristo con rebeldía.

― No puedo obligarte como a tu amigo, pero sé que tienes muchas amigas entre estas chicas. ¿No querrás que les pase algo malo por no aceptar unas simples órdenes?

Cristo se mordió el labio, cogido en falta. Ni siquiera había pensado en una amenaza tan física y directa. Asintió con la cabeza y buscó a Calenda con la mirada. Se encontraba lejos de él y ni siquiera le miraba, totalmente sumida en una expresión de adoración reservada a su oscuro amo.

― ¡Perfecto! – exclamo el anciano, frotando sus manos. – Queridas mías, traed mi trono y volved a unir el círculo.

Varias chicas caminaron hacia el fondo del amplio sótano y regresaron con un gran sillón forrado de paño carmesí, que subieron con esfuerzo sobre al altar. Era una especie de diván de alto respaldar, pero sin brazos, con la tela cayendo en volantes para ocultar sus patas. Sobre su tapizado reposaba un cofrecito repujado. Rowenna y Mayra, recuperadas de su asunto zoofílico, se encontraban a cuatro patas sobre las lápidas, dibujando con tizas de colores un gran pentagrama en las losas, contenido en un doble círculo. El carnero quedó en el centro de tal obra, muy quieto tras la lujuria sufrida. El sacerdote se mantuvo muy atento al trabajo de las dos chicas, rectificando líneas aquí y allá y ayudándoles con ciertas runas cabalísticas.

Cristo intentó hablar con Spinny y hacerle recobrar la razón, pero, por mucho que le chistó, gritó, escupió, y hasta pateó en la espinilla, el irlandés parecía una marioneta, tieso y quieto, esperando órdenes. “¿Qué ha querido decir con prodigio? ¿Tiene algo que ver con mi capacidad de memorizar? Mamaíta, que mal rollo…”, no dejaba de pensar en lo que parecía ser capaz de hacer aquel extraño viejo.

Las dos chicas sobre el altar acabaron con su trabajo y bajaron a reunirse con sus compañeras. El sacerdote tomó entre sus manos aquel cofrecillo y lo abrió, sacando de su interior un hermoso cáliz de plata, decorado con oscuros ópalos y cruces invertidas. Tras esto extrajo una pequeña daga, con aspecto de estar muy afilada. Dejó ambas cosas en el suelo y sacó cinco velas del fondo del cofre, unas velas gruesas y negras, que situó en cada esquina del pentagrama. Murmurando unas inteligibles palabras, las encendió con un mechero barato que sacó también de la caja de madera. Las llamas se alzaron con fuerza, pero no asustaron al animal, que debía de estar acostumbrado.

Acabado ese proceso, recogió de nuevo el cáliz y la daga y con un objeto en cada mano, se acercó al borde del altar.

― ¡Queridas mías, mis niñas preciosas – se dirigió a todas las chicas—, ha llegado el momento que os despojéis de vuestras ropas para la ceremonia!

Con un revuelo de suaves sonidos pero ni una sola palabra, las mujeres se fueron desnudando sin pudor alguno. Lanzaron sus ropas y zapatos a un par de metros a sus espaldas, como si no quisieran que les estorbasen. Cristo se quedó con la boca abierta, impresionado por toda aquella sorprendente desnudez. Jamás hubiera imaginado que llegaría a ver tantas modelos desnudas y juntas.

― ¡Padre de las Mentiras! ¡Glorioso hijo del lucero del alba! ¡Rey de los Infiernos! Nos humillamos ante ti para mayor honra y alabamos tu impía palabra – tronó la voz del sacerdote, con una resonancia que no parecía posible que surgiera de su sarmentoso cuerpo. — ¡Suplicamos tu venida, Maestro Impuro! Obsecro adventum tuum, Magister Inmunde!

Las desnudas mujeres repitieron el salmo en latín, aferradas de las manos, iniciando una nueva letanía repetitiva. El sacerdote tendió el cáliz y la daga hacia la chica más cercana al altar y le dio instrucciones con un murmullo. La joven asintió y tomó los objetos. Entregó el cáliz a su vecina y, sin un solo titubeo, realizó un profundo corte, en la cara interna de su propio antebrazo, cercana al codo. La sangre brotó profusamente mientras que ella apretaba el brazo y dirigía el reguero sanguinolento al interior de la copa, que su compañera mantenía firmemente. Tras unos segundos de sangría, pasó el cuchillo a la que mantenía la copa alzada, ésta, a su vez, entregó la copa a la chica siguiente. La que recibió la daga cortó su antebrazo en la misma forma que la primera y con igual decisión, mezclando su sangre en el cáliz. Entretanto el cántico seguía, sin interrupción.

Con los ojos desorbitados, Cristo miraba como, una a una, las chicas iban cortándose y llenando el cáliz de sangre. La primera en hacerlo se había agenciado vendas y esparadrapo y se dedicaba a cubrir las heridas, cortando las hemorragias. El cáliz sangriento llegó hasta ellos, quienes también fueron incluidos en la sangría, aunque, en el caso de Cristo, fue una de las chicas quien le hizo el corte. Sobre el altar, el anciano seguía salmodiando con los brazos alzados. En esa ocasión, no utilizaba el latín, sino que era castellano pronunciado al revés, detalle que Cristo atrapó en cuanto se repuso del dolor producido por el corte.

Cuando el cáliz recorrió todo el círculo de chicas, la primera en sangrar volvió a entregarlo al sacerdote, que lo recogió con infinito cuidado, ya que casi rebozaba. Se acercó al carnero reverenciado y alzó la copa llena de sangre por encima de su cabeza.

― Hic est census Pater bestialis tradens sanguinem qui invocant te …

La sangre cayó despacio sobre el pelaje de la bestia, empapándolo y amalgamando las guedejas con trazas de bermellón oscuro. El animal seguía sin moverse, como si estuviera en un trance que no debería estar al alcance de una mente tan simple. La sangre goteaba del lomo y cabeza del carnero, deslizándose por sus flancos y manchando las pulidas piedras mortuorias.

El hombre bajó del altar, con ayuda de los cajones traseros, y lo rodeó, quedando frente a Cristo y su amigo. Tendió el cáliz que aún llevaba entre las manos al gitano. Este lo tomó con repugnancia. Cristo estaba sintiendo el mayor juju que un gitano puede experimentar: una ofrenda al diablo. En la copa, aún quedaba un fondo de sangre de un par de dedos, al menos. El anciano clavó sus ojos en el y le sonrió. Manipuló un grueso medallón que llevaba al cuello, abriéndolo. Cristo pudo entrever algo blanco enterrado en un puñado de tierra.

― Es una hostia consagrada, enterrada en la tierra de una tumba – explicó el sacerdote, dejando caer la mezcla en su palma. Una gruesa lombriz se agitaba entre las migajas de la oblea y la tierra desgranada.

Volcó el contenido de su mano en el interior del cáliz, lombriz incluida, y por un instante, Cristo creyó ver la sangre emulsionarse. Cerró los ojos instintivamente y cuando los abrió, el denso líquido sanguíneo había regresado a la normalidad, o bien estaba viendo alucinaciones, se dijo. El anciano tomó la copa y, sin quitar los ojos de Cristo, se la llevó a los labios, bebiendo un largo trago.

“¡Joer, me cago en el Dó de Oroz! ¡Ni ziquiera ha hecho figurá! ¿Ezte tío quién ez? ¿El puto Drácula?”, pensó en su lengua materna.

― Queridas, giraos y presentadme vuestras nalgas, que es lo que más aprecia nuestro príncipe en nosotros – elevó su voz el sacerdote. Sus labios estaban manchados de sangre y un chorreón bajaba por su barbilla.

Todas las mujeres se giraron, inclinándose levemente para resaltar sus traseros. Incluso Spinny lo hizo, aún sin estar desnudo. A pesar de la situación, Cristo estuvo a punto de soltar una carcajada. El anciano introdujo un dedo en el cáliz, mojándolo en sangre, y dejó una simple línea en la frente de Cristo.

― ¡Echa payá, coño! – exclamó.

Sin darle importancia, el sacerdote hizo lo mismo con Spinny, y después se dedicó a untar el inicio de cada trasero femenino, justo por debajo de los riñones, donde más de una lucía un glamoroso tatuaje.

En el momento en que la sangre tocó su piel, Cristo notó como su pene se tensaba en el interior de sus pantalones, asombrándole. Debido al temor y la preocupación, ni siquiera se excitó con la visión de todas las chicas desnudas. Eso no quería decir que no las hubiera mirado bien a fondo, para un ulterior aprovechamiento, pero su pene ni siquiera se había estremecido. ¿Por qué lo hacía en ese momento? ¿La sangre tenía algo que ver, o quizás era la hostia sacrílega?

Pero él no era el único en sentir una súbita fiebre que alteraba sus sentidos, que hacía correr la sangre rauda por las venas. Las chicas empezaban a estirarse, a deslizar una mano por los endurecidos pezones, a mirar con deseo a sus compañeras, y, sobre todo, se relamían. Pasaban la lengua sobre sus labios como si intentaran degustar algo que los manchaban, algo delicioso.

El anciano, a medida que las marcaba, había escogido a tres de ellas para seguirle de nuevo sobre el altar y acompañarle en lo que denominaba su trono. Una de ellas era Britt, la pequeña nueva amiga de Cristo. Las otras dos elegidas eran Rowenna, quien parecía gozar de la estimación del sacerdote, y una exquisita sureña rubia llamada April Soxxen.

Las tres chicas elegidas se dirigieron sobre el altar mientras el anciano encaraba a todas las demás, chicos incluidos. Reclamó su atención, la cual se dispersaba cada vez más debido a la excitación.

― Queridas niñas… y niños, es hora de que gocéis y atraigáis de esa forma a nuestro Príncipe. Necesitará mucha, mucha lujuria. A partir de este momento, solo estaréis pendientes a vuestro estado de excitación. No existirá ningún límite, ningún freno a vuestras ansias y deseos; nada frenará la lujuria que recorre vuestros cuerpos. Solo queda la necesidad de satisfacer vuestros instintos más naturales. ¿Habéis comprendido?

Cristo se estremeció al escuchar el profundo “sí, amo” que surgió de las gargantas subyugadas. Solo entonces fue mínimamente consciente de que estaba a punto de participar en una orgia con la que siempre soñó. No supo si alegrarse o sentir aún más temor del que ya le embargaba. ¿Cómo se había visto envuelto en una situación tan extraña y apabullante? ¿Por qué tenía él que ser el único en ver aquel fantasma merodeador? ¿Por qué coño tenía que ser tan puñeteramente curioso? Su máma se lo había dicho muchas veces, que le perdería su manía de meter las narices en todas partes.

El viejo sacerdote regresó a su apoltronado diván, donde se hundió con languidez y despotismo, dejando que las tres chicas que había escogido se afanaran en sus atenciones y mimos. Una le quitó los zapatos, masajeando sus pies delicadamente, manteniéndolos sobre su regazo. Otra se ocupó de su nuca y hombros, recostándole sobre su desnudo pecho. La tercera, arrodillada sobre la piedra, se entretenía en desnudarle lentamente, tratando de no molestar a sus compañeras.

Cristo miró a su alrededor. Las chicas se emparejaban rápidamente e incluso aceptaban tercetos, sin escrúpulos algunos. “Tenía razón. Las modelos asumen una personalidad lésbica en la intimidad, quizás condicionadas por ser un producto para los ojos masculinos. Es como una compensación.”, pensó el gitano, con un raro destello de claridad.

Sin embargo, a su derecha, Spinny estaba siendo acariciado y desnudado por dos chicas, concretamente Alma y una mexicana de nombre raro, Betsania. Su amigo se dejaba hacer, sonriente y feliz como un Buda recién cenado. Cristo estuvo a punto de exclamar: “¿Y a mí, cuando me toca?”, cuando se dio cuenta que un grupito de modelos, encabezado por una altísima valquiria alemana, Hetta Gujtrer, venían hacia él con claras intenciones.

― ¡Madre mía! ¡Viene la Hitler! ¡Jesús! – exclamó entre dientes.

Alzó las manos como si se rindiera incondicionalmente ante las chicas, las cuales sonreían como lobas hambrientas, cosa que no ayudó demasiado en tranquilizarle. Pasó la mirada sobre ellas. Eran cinco. ¿No pensarían las cinco rifárselo, no? Hetta, como siempre, era la que comandaba sus chicas. Incluso estando subyugadas como estaban, mantenían su grupito de amigas nórdicas y seguía llevando la voz cantante. ¿Qué clase de control utilizaba el viejo? Hipnosis no era; al menos a él no había intentado hipnotizarle, pero no conseguía averiguar nada más.

Hetta se detuvo ante él, sonriente, los brazos en jarra, los puños contra sus caderas. No solo la despampanante alemana no daba importancia a su desnudez, sino que parecía ufanarse de ello. Sacaba sus mórbidos pechos hacia fuera, tiesos como obuses, que quedaban justamente a la altura de la boca del gitano. La modelo sopló hacia arriba para apartar parte de su largo flequillo de sus ojos.

― Queremos jugar contigo, Cristo – dijo con su marcado acento boche.

― Pero con cuidado, eh, que soy muy sensible – advirtió él.

Junto a Hetta, se encontraba otra compatriota alemana, más joven y más bajita: Gru Tasser. Sin embargo, no tenía aquel aire teutónico marcado. Su cabello era castaño claro, largo y lacio, pero poseía una mandíbula firme y cuadrada y una boca pequeña. Las tres que completaban el grupo pertenecían a diversas nacionalidades escandinavas. Bitta Monarssen era danesa y mestiza, una curiosa mezcla de padre rubio y madre indo asiática, concretamente de Sumatra. Katiana Dürgge provenía de la parte más al norte de Suecia y confirmaba el estereotipo más clásico de los arios nórdicos. Iselda Läkmass procedía de la costa de Noruega y era la más joven de todas ellas y quizás la más dulce.

Cristo no tenía apenas relación con aquel grupo de modelos, ya que se mantenían un tanto apartadas de las demás modelos. Todas ellas compartían un gran apartamento en Queens y, salvo algunos ansiolíticos que le compraban al gitano, no compartían gran cosa. Por eso mismo, se había quedado descuadrado cuando las había visto llegar en su busca. ¿Qué querían de él? ¡Si era muy poquita cosa para todas ellas!

Hetta no le dejó pensar más, ya que se clavó de rodillas delante de él y le desabrochó el pantalón hábilmente, bajándoselo de un tirón. Katiana se inclinó y manoseó su miembro por encima de los boxers, siempre sonriente. Gru se colocó a su espalda e introdujo sus manos bajo la prenda interior, aferrándole las nalgas. Cristo tragó saliva. No existían prolegómenos ni futilezas en sus mentes condicionadas. Iban directas al grano y eso acojonaba un tanto a nuestro gaditano.

Le dejaron totalmente desnudo en un abrir y cerrar de ojos. Se quedó allí, en pie, con las manos a la espalda, que Gru se encargaba de sujetar, expuesto a los ojos de las cinco chicas. Bitta disputó acariciar su pollita con Katiana, juguetonas pero no comentaron nada ofensivo sobre ella, algo que Cristo agradeció. Hetta hizo una seña a Iselda y ésta se acercó a ellos, pues se había quedado descolgada del grupo. La alemana, aún de rodillas, la situó ante Cristo y la obligó a abrirse de piernas. El gitano contempló aquel pubis sin vello y absolutamente delicioso. Con dos dedos, Hetta abrió los labios de la vagina, haciéndole ver que estaban húmedos y brillantes, al igual que los de todas ellas.

Se llevó los dedos a la boca, chupándolos. Arrodillada a su lado, Katiana se rió, envidiándola en el fondo. Con mirada maliciosa, Hetta empujó a Katiana sobre el pene de Cristo. La sueca no se hizo de rogar y engulló el penecito por completo, apretando el glande con su garganta. Sonriendo, Hetta se giró hacia la joven Iselda, y aplicó sus labios sobre aquel coño deseoso, consiguiendo que brotara un suspiro de los labios de la noruega.

Cristo alucinaba en colores, sujetado por las manos de Gru y de Bitta mientras la boca de Katiana le aspiraba con fuerza y pericia. “Dios… esto es la Gloria.”, se dijo, dejando que una atolondrada sonrisa separara sus labios. A su espalda, la otra alemana y la danesa unieron sus labios, sin dejar de sostener el cuerpo del gitano. A los ojos de Cristo, todo se desarrollaba con una simplicidad absolutamente diabólica. Todas las chicas parecían muy dispuestas a dejarse llevar por la lujuria y el desenfreno, tras ser imbuidas del signo sangriento que el viejo pintó en sus cuerpos. De hecho, el propio gitano podía dar fe de la fiebre interna que se había despertado en él, tras embadurnarle la frente.

A unos cuantos metros de distancia, Spinny había rodado por el suelo, abrazando tanto a Alma como a Betsania, entre risas y susurros. Ni siquiera parecían ser conscientes de que, a su alrededor, un par de docenas de jóvenes desnudas retozaban, alegremente concupiscentes. La guapa mexicana parecía un tanto obsesionada con el miembro del irlandés, pues no dejaba de sobetearlo y menearlo, como si fuese una zambomba navideña. Alma, totalmente enardecida, lo que pintaba sus mejillas de fuerte rubor, besaba tan apasionadamente a Spinny que sus trabadas bocas se llenaban de abundante saliva.

Sentada sobre el filo de una de las lápidas que formaban el incongruente altar, Mayra mantenía sus piernas bien abiertas y sujetaba el pelo oscuro de una de sus compañeras, quien realmente se atareaba en hundir la lengua en su vagina. Parecía dispuesta a perseguir cualquier traza de semen que el carnero pudiera haber dejado en el interior de su compañera. Mayra contoneaba sus caderas con garbo, aún a riesgo de raspar sus nalgas sobre la pétrea superficie, y gemía sordamente, enfrascada en la novedosa experiencia del cunnilingus.

Casi a los pies de Mayra y formando una cada vez más extensa alfombra humana, la mayoría de las modelos se agrupaban sobre el suelo de tierra batida. Calenda y May Lin fueron las primeras en besarse, acostumbradas a mantener una relación de este tipo en casa. Ekanya se unió rápidamente a ellas, acariciando las nalgas de ambas. Después fue Joselyn y Martine, y luego las hermanas Nerkeman, las que decidieron unírseles, por lo que el grupo acabó yéndose al suelo, para más comodidad.

Cinco mujeres acariciándose y besándose en el suelo atrajo la atención de las parejas lésbicas que se estaban formando a su alrededor. Era como si gravitaran alrededor de un cuerpo celeste mayor y, finalmente, fueran atraídas por su fuerza de gravedad. Una tras otra, fueron acomodándose a su alrededor, aumentando el número y, por lo tanto, su fuerza de atracción.

Annabelle, Leonor, Amaya, Ruby…

Calenda era quien mantenía más atenciones sobre ella, pues en verdad era una modelo muy estimada y envidiada. May Lin, demasiado acostumbrada a estrecharla en sus brazos mientras dormían, había cambiado de aires, dedicándose a la negra Ekanya, a quien le había echado el ojo desde su llegada a la agencia. Se lo demostraba mordisqueando sus oscuros pezones, tan erectos como balas del 38. Calenda, por su parte, estaba frotándose lánguidamente en una apretada tijera con una de las hermanas Nekerman, mientras la otra, arrodillada a su lado, le mantenía alzado el rostro para besarla sin comedimiento.

Sonriendo como todo un pachá, el viejo sacerdote admiraba su obra, tumbado en el viejo diván. Las chicas que le atendían le habían despojado de su oscura túnica y de las ropas que el hombre llevara debajo, quedando dispersas sobre las lápidas. Rowenna y April, arrodilladas en el suelo, se disputaban vorazmente cada centímetro de piel de su miembro viril. A pesar de la avanzada edad que representaba, su pene se encontraba dignamente encumbrado y duro, con unas dimensiones más que aceptables. Britt se dedicaba exclusivamente a besar al anciano, tanto en los labios, como en las mejillas y en el cuello.

El mal iluminado y profundo sótano, más bien una catacumba según diversas opiniones, se llenaba de suspiros, jadeos, y largos gemidos, a medida que la pasión se expandía. Los cuerpos desnudos se fusionaban e interconectaban, se deslizaban sinuosamente los unos sobre los otros, con las pieles impregnadas de sudor y deseo a partes iguales. Los febriles ojos entornados, oscurecidos por las largas y cómplices pestañas, no dejaban de buscar el sutil reconocimiento de la pasión admitida, del inequívoco gesto del más puro placer. La lujuria invadía lentamente la mente de cada participante, llenando sus lógicos pensamientos con una sola idea: “intégrate aún más en la orgia”.

Cristo, quien seguramente era la persona que más tiempo había mantenido la serenidad, ya no razonaba precisamente. Desnudado casi a tirones, había pasado de mano en mano, mejor dicho, de boca en boca, besando y mordisqueando los labios de cada una de las “nórdicas”, y no siempre de una en una. Hetta se había transformado en una bestia sexual, que solo gruñía y gemía, buscando cada vez más fricción entre sus piernas.

El gitano le ofreció una de sus profundas y concienzudas lamidas, que la llevó literalmente a aullar mientras se tensaba fuertemente bajo la lengua, pero solo sirvió para enardecerla aún más. Necesitaba sentir mucho más y sus compañeras tuvieron que volcarse todas sobre ella, ocasionándole orgasmos casi continuos.

Alma se atareaba en tragar el pene de Spinny, quien jugaba a pistonear tanto la vagina de la mexicana como la garganta de su colega pelirroja, enfrascadas en un cada vez más estrujador sesenta y nueve. Arrodillado entre las piernas abiertas de Betsania, se hundía en aquel delicioso coño latino, adornado con un zigzagueante rayo de vello; dos riñonadas profundas para conseguir uno de esos gemidos oriundos de Chiapas y vuelta a sacarla para, a continuación, enfrascarla en la garganta de Alma, que estaba más que dispuesta a degustarla tanto como los icores de la joven modelo azteca.

Deseaba que el joven se corriera en su boca, pues intuía que el semen era lo único que apagaría el fuego que brotaba de su esófago, pero Spinny se contenía asombrosamente, demostrando que estaba bien acostumbrado a follar. De hecho, ambas mujeres se habían corrido una vez al menos y se agitaban en busca de un horizonte aun más placentero. Alma apretó suavemente el glande violáceo con los dientes de su mandíbula inferior y su labio superior, antes de que Spinny la cacheteara suavemente en la mejilla, sacándola de su boca.

― ¡Ahí la llevas otra vez, Betsania! ¿Lo quieres fuerte o suave, pendón? – masculló entre dientes.

― Fuerte, huevón, todo lo fuerte que puedas – gimió la modelo mexicana, desde debajo del cuerpo de Alma.

Ésta se mordió el labio fuertemente cuando observó aquel pistón hundirse en la calenturienta sonrisa vertical, sin consideración alguna. Sintió los dientes de la latina morder dulcemente el interior de su muslo, como respuesta a la intrusión. Dos embistes más, un nuevo quejido, y vuelta a sacarla…

Ekanya se había entregado a toda aquella desconocida pasión; se había rendido incondicionalmente, con los ojos brillantes y las rodillas flaqueando. Nunca había experimentado algo así y se dijo, antes de ofuscarse completamente, que tendría que confesar sus pecados el domingo en misa. La lengua de May Lin la estaba torturando, posada sobre su clítoris. Su compañera era puro fuego y para impedir que los continuos gemidos que acudían a su garganta surgieran y la pusieran aún más en falta, había tomado el pie de Amaya, succionando sus dedos con pasión.

Arrodillada casi sobre el rostro de la negra, Calenda se afanaba por meter sus puños en el interior de las vaginas de las hermanas Nekerman. Ethel y Davina, las susodichas hermanas, chillaban fuertemente, sin saber si se trataba de gozo o de dolor. A Calenda no le importaba, pues las chicas la habían retado y ahora debían pagar las consecuencias. Con una mueca de suficiencia, la venezolana consiguió introducir el puño derecho completamente, sintiendo como Davina se estremecía toda y dejaba escapar un chorrito de pis, muñeca abajo.

― Vamos a por el otro – musitó con un gruñido, empujando su puño izquierdo.

Mayra se corrió en el momento de escuchar las palabras que gruñó Calenda. Se encontraba tumbada de costado sobre uno de los laterales del altar, sus piernas entrecruzadas con las de Sophie Presscott, sus sexos rozándose plenamente. Por fin reconocía que Calenda la ponía burra en cuanto la espiaba y que esa era la única razón de haberse hecho amiga de ella. La hubiera enloquecido tenerla entre sus piernas como a la imbécil de Sophie, pero no había tenido oportunidad. Entre los espasmos del fuerte orgasmo, se dijo que quizás aún no era tarde.

― ¡Me viene! ¡Jodida cochina, me corroooo! – exclamó la canadiense Sophie, arrancando una sonrisa a Mayra.

El viejo sacerdote intentaba estar al tanto de cuanto ocurría alrededor del altar. Por eso mismo, detuvo con un gesto a Rowenna y April, quienes sujetaban a la pequeña Britt entre sus manos. En la breve pausa, el anciano sintió débilmente los orgasmos de Mayra y Sophie y sonrió socarronamente. Se encontraba sentado sobre el diván, con las piernas extendidas ante él, en el suelo. Britt se acuclillaba sobre su erguido sexo, sujetada de los brazos por sus dos compañeras. Jadeaba, la mirada desenfocada. Sus pequeños senos subían y bajaban rápidamente, al ritmo de sus inspiraciones. Solo deseaba dejarse caer sobre aquel órgano que estaba fijo en su mente.

Sin embargo, aguardaba el permiso de quien era su dueño en aquel momento, al igual que sus dos nuevas amigas. Se la veía más joven de lo que era, quizás debido al mohín impaciente que se reflejaba en su rostro, o bien a su pequeño y esbelto cuerpo desnudo, que Rowenna y April manejaban como una marioneta.

― Vamos, jovencita, déjate caer… lo estás deseando, ¿verdad? – susurró el anciano.

Con una risita que quiso ser una respuesta y un alivio, al mismo tiempo, Britt quedó libre de sujeción. La mano de su amo mantenía empuñada la estaca de carne que deseaba en su interior, la cual se deslizó vagina adentro como una daga en su funda, hasta su totalidad.

― Aaah… putilla, estás acostumbrada a calibres gruesos… ¿a qué sí? – expuso el anciano mientras pellizcaba los grandes pezones de la joven.

― Sí, mi dueño. Mi ex la tenía grande – jadeó ella, mirándole a los ojos.

Con un gesto atrajo la atención de las dos modelos en pie, las cuales acercaron sus caderas para que las manos del sacerdote se apoderaran de sus sexos. Dos índices las penetraron inmediatamente, dejando claro que el interior estaba bien húmedo y dispuesto para lo que él quisiera. Muy pronto las tuvo a las tres con los ojos cerrados, las aletas de las narices comprimidas y la barbilla levantada al techo, suspirando y contoneándose en un glorioso terceto.

Los minutos pasaban raudamente, sin que nadie de los presentes controlase su avance. Primero una hora, luego otra más pasaron, sin que la compleja y viciosa sinfonía de gemidos y ruidos pasionales decayese lo más mínimo. El amplio sótano apestaba a tufo amoroso, a sexo desatado, a pesar que solo había tres hombres implicados. Sin embargo, el acre aroma a sudor y a humanidad en general enervaba las glándulas pituitarias.

De alguna manera, la satánica bendición del viejo sacerdote no solo exasperó la lujuria de los asistentes, sino que reforzó y aumentó su resistencia. A decir verdad, Cristo se había corrido ya dos veces, pero no pensaba en ello, ni siquiera era consciente de ese número ni condición.

Sudando como un gitano condenado a pico y pala, estaba sodomizando duramente a Katiana, quien arrodillada y con el culo expuesto, aullaba de gusto sobre la entrepierna de Gru. Ya no atinaba a pasar la lengua sobre la henchida vulva, por mucho que la reclamase. Para aprovechar el momento y no enfriarse, la alemana aumentó el ritmo de sus dos manos, inmersas en una bien orquestada fricción sobre los inflamados clítoris de Bitta e Iselda. Tanto la danesa como la noruega se encontraban de rodillas, las espaldas rectas y los muslos bien abiertos. Los dedos índices y corazón de cada mano de Gru penetraban al unísono los sexos de sus compañeras mientras ellas apretaban y torturaban sus propios pezones. Con las bocas entreabiertas y barbillas temblorosas, perseguían con celeridad una nueva explosión jubilosa.

Hetta había abandonado el grupo de sus amigas un rato antes, atraída por la mirada lujuriosa de Alma. Con su innato sentido de la dominación, consiguió que tanto la pelirroja como la mexicana quedaran de rodillas, con sus rostros hundidos en las intimidades de la hermosa alemana; Alma en la entrepierna, Betsania en la retaguardia.

Con sus manos bien aferradas a las esplendorosas cabelleras de las temporalmente sometidas, una de ellas rojiza y la otra casi azulada por su negrura, Hetta clamaba soeces insultos en puro alemán a medida que el éxtasis la alcanzaba. Todo su cuerpo delineado por duros ejercicios, se agitaba incontrolado y sus ojos casi vueltos evidenciaban que había llegado a su límite.

― Bastarde! Sie werden mich umbringen, bei Gott! Welche Sprachen! Verdammt amerikanischen Fotzen!

Con estas palabras, su cuerpo se desmadejó y cayó en brazos de las dos chupópteras, que se sonrieron mientras la tranquilizaban con caricias. Casi parecían dos libidinosas amantes del Drácula de Stocker, solo les faltaba relamerse la sangre de sus comisuras.

Spinny, cual sátiro resabiado, iba de flor en flor, ofreciendo su pene y sus besos a quien quisiera. Finalmente, Martine y Annabelle se aliaron para terminar con sus indecentes y provocativos punterazos. Sin dejar de besarse y abrazarse entre ellas, le hicieron el gesto de unirse a ellas. Annabelle alzó sus nalgas cuanto pudo para que el irlandés enfundara el miembro en su sexo y Martine, cuando lo hizo, le aferró con sus piernas.

Annabelle, esbelta rubia cobriza, agitó sus nalgas con una pericia desacostumbrada en una chica tan joven. Su compañera Martine la miraba a los ojos mientras el galope cada vez más exagerado de Spinny la llevaba al cielo. La jamaicana Martine decidió contribuir en el placer mutuo, llevando sus dedos tanto a su vulva como al clítoris de Annabelle. A punto de llegar al intenso final, Spinny se volcó sobre ellas y, como pudo, colocó su lengua entre las de las chicas, que no dudaron en aceptaron aquel beso a tres bandas, lleno de gemidos lúbricos cuando se derramó sobre el trasero de la chica.

También Cristo llegaba al éxtasis más absoluto en ese momento, follándose a toda máquina las bocas de Iselda y Bitta. Las dos estaban arrodilladas frente a frente, las manos a la espalda como a él le gustaba y las lenguas bien sacadas, para que Cristo pudiera meter su pene con toda eficacia. Katiana, detrás, le estimulaba el esfínter con un dedo, lo cual llevaba a nuestro gitano al más sublime paroxismo. La verdad es que echaba de menos ese tipo de caricias a las que Chessy le acostumbró. Gracias a ello, dejó varios chorros de semen en las bocas y barbillas de las dos modelos nórdicas, al mismo tiempo que dejaba escapar un gritito nada masculino.

El grupo numeroso de chicas había evolucionado hacia posturas de pura fantasía, agrupando el mayor número de participantes. Precisamente, en ese momento, todas ellas formaban un gran círculo sobre el suelo de tierra. Unas de espalda al suelo, otras cabalgando el rostro de las primeras, de forma alterna. De esta manera, conseguían estar todas conectadas en un sesenta y nueve general y grandioso.

Mayra, aprovechando el cambio de las chicas, se había unido a ellas, consiguiendo quedar bajo las caderas de su compañera favorita, Calenda. Lo único que le molestaba de esta magnífica oportunidad era no poder ver el rostro de Calenda cuando se corriese, pero, al menos, podría degustar su exquisito coñito totalmente depilado.

El círculo lésbico se asemejaba a unas extrañas plantas mecidas por ráfagas de cálido viento cuando las espaldas ondulaban y se curvaban, afectadas por el placer. Los gemidos parecían susurrados a las expuestas vulvas para brotar de nuevo en las cimbreantes lenguas de sus compañeras, pasando así de chica en chica. Las manos se aferraban a las desnudas nalgas, pinzaban los abiertos muslos, o bien se deslizaban buscando encajar en intimidades aún sin descubrir.

Finalmente, una a una, siguiendo un orden totalmente aleatorio, las chicas fueron alcanzadas por el último y determinante orgasmo que las hizo desfallecer y quedar adormiladas, las unas sobre las otras; las mejillas posadas sobre los olorosos sexos duramente manipulados. Algunas manos buscaron una última muestra de cariño, quedando asidas mientras recuperaban el aliento. Otras, como Mayra, susurraron un débil “te quiero”, como agradecimiento.

El sótano, poco a poco, se quedaba en silencio y tan solo una voz destacaba: la del viejo sacerdote.

― Eso es, mis bellas niñas. Habeis cargado el pentagrama con la suficiente energía – decía, de pie sobre el enmohecido diván.

Britt, Rowenna y April estaban recostadas bajo sus piernas, con sus pies estirados sobre la piedra, las espaldas sobre el fieltro del mueble, y las nucas casi en ángulo recto, apoyadas en la curvatura del respaldo. Mantenían sus bocas bien abiertas y los ojos clavados en su amo.

― Así, así, las bocas abiertas para recibir la comunión – murmuraba el anciano, meneando frenéticamente su pene sobre ellas. La punta de una lengua algo blanquecina asomaba entre sus labios, en una mueca perversa. – En el nombre del Innombrable, m-me corro… sobre v-vosotras… amén…

El gran pene morado del anciano escupió una ingente cantidad de espeso esperma, de consistencia pegajosa y fuerte olor. El semen se deslizó sobre los tres rostros expuestos, manchando párpados, narices, bocas, mejillas, y hasta cabellos. El anciano se reía y bailoteaba sobre ellas, aprovechando los escasos huecos entre sus cuerpos. No contento con esto, miccionó largamente sobre ellas, derramando orina por rostros y cuerpos sin que las muchachas protestasen en absoluto.

Acabada su asquerosa ceremonia, se bajó de un cuidadoso saltito y avanzó hasta donde se encontraba el carnero ensangrentado, que no se había movido ni un ápice durante la larga orgia. Con un chasquido de sus dedos, atrajo la atención de los ojos del animal y se miraron largamente. Maldijo en voz baja.

― ¡Demonios, aún nada! Tendré que esperar a que concluya la jornada – murmuró para sí mismo. – Bueno, niñas, es hora de irse a casa…

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “La agencia Milton 2” (POR JANIS)

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JEFAS PORTADA2Día dos.
   El murmullo de las roncas voces la despertó. Por un momento, no supo donde estaba, hasta que la esposa de cuero se lo recordó. Sus dos captores parecían estar discutiendo en voz baja fuera de su habitación.
  La cabaña en si no era demasiado grande. Poseía dos dormitorios, con un baño en común, y un gran salón con chimenea, donde la cocina, de tipo americana, estaba integrada. Fuera, existía un gran porche que se podía usar cuando el tiempo lo permitía.
  Carmen supuso que los hombres compartirían el otro dormitorio o bien uno de ellos lo haría en el amplio sofá del salón. ¿Qué más daba?, se amonestó ella misma. ¿Qué le importaba donde durmieran esos cabrones? Su mente buscaba extrañas espitas para serenarse.
  Intentó descifrar lo que decían los hombres pero hablaban demasiado bajo. El tono de uno era nervioso e irritado, el otro respondía más calmo. Se giró sobre el colchón, buscando una nueva postura. Las nalgas le escocieron. Con temor, pasó uno de sus dedos por las marcas de los azotes. Tenía verdugones marcados aunque la piel parecía estar bien. Se estremeció al recordar los golpes. Nada le había dolido tanto en su vida.

El olor a orines le llegó al olfato, arrugando su naricita. Necesitaba evacuar y no quería hacerlo en ese cubo. Se armó de valentía y llamó en voz alta.

―           ¿Me oyen? ¡Necesito ir al baño!
  La puerta se abrió y el captor de los ojos azules asomó la cabeza.
―           Buenos días, marquesa – dijo con seriedad, pero en sus ojos había un brillo inusual. – La desataré para que pueda ir al baño.
  Abrió el pequeño candado que unía la argolla de la cadena plastificada a la muñequera de cuero. Carmen apartó las mantas y se sentó en la cama. El hombre miró su cuerpo desnudo con agrado.
―           Dispone de un cepillo de dientes en el baño, así como de otros artículos de higiene. Le daré un tiempo para se asee completamente – le informó el hombre.
―           Gracias – contestó ella por inercia.
  Tuvo que dejar la puerta del baño abierta, pero el hombre no entró con ella. Carmen orinó y defecó rápidamente, para luego meterse bajo los chorros calientes de la ducha. Se cepilló los dientes mientras buscaba un secador para su pelo, pero no encontró alguno, por lo que tuvo que liarlo en una toalla. Su perro guardián entró, interrumpiendo su higiene. La condujo al salón, donde su compañero esperaba en pie, con la máscara de su esposo sobre la cara. Ojos azules la obligó a arrodillarse sobre el parqué.
―           Puede llamarnos Rómulo – dijo el hombre de la máscara, señalando a su compañero – y Remo, y representamos ala AgenciaMilton.Ha sido usted condenada por adulterio y abandono del hogar conyugal. Su propio esposo es quien la ha denunciado. Siguiendo sus recomendaciones, hemos comenzado a someterla a una terapia de reeducación católica.
  Carmen tragó saliva; las lágrimas pugnaban por brotar de nuevo.
―           Cuanto antes aprenda cual es su lugar, antes volverá junto a su esposo – tomó la palabra su compinche Rómulo. – Tenemos su permiso expreso para usar los medios pertinentes.
―           ¿Cómo nos descubrieron? – preguntó Carmen.
―           Personal celoso – dos simples palabras que no delataban a nadie, pero que explicaban muchas cosas para ella.
  Remo, o sea, el tipo de la máscara, colocó algo en el suelo, detrás de Carmen y frente a la chimenea, a la cual se acercó para atizar el fuego y echar un tronco más.
―           Gírese – le ordenó Remo, poniéndose a su lado.
  Al hacerlo, Carmen pudo ver lo que le habían colocado al lado. No sabía muy bien qué era, pero parecía una especie de silla de montar, negra y compacta, elaborada en algo como goma o plástico blando. Levantaba una altura de unos cincuenta centímetros del suelo y estaba colocada sobre una gruesa alfombrilla de suave pelo. Sobre el lomo oscuro y curvado, se veía una especie de ingenio de látex rosado, en forma de pequeño pene que no mediría más de cinco o siete centímetros. También se veían pequeños nódulos bulbosos, dispuestos en los extremos del artilugio de látex.
  Remo le indicó que se subiese a horcajadas sobre la silla de montar, las rodillas plegadas a los lados, apoyadas sobre la alfombrilla peluda. Era una postura cómoda y relajada para Carmen, que intentaba, disimuladamente, apartar su sexo del pequeño consolador de látex rosa. ¿Qué era lo que pretendían con eso? El calor de las llamas de la chimenea llegaba perfectamente a su piel. Estaba nerviosa, intranquila, pero, asombrosamente, no tenía miedo.
―           Es el momento de rezar y pedir perdón por su pecado – dijo Rómulo, activando un pequeño control remoto que puso en movimiento el pequeño consolador. Carmen se sobresaltó y se mantuvo todo lo erguida que pudo, sobre las rodillas.
  Bajo su entrepierna, el látex temblaba espasmódicamente, como buscando el contacto con sus pliegues íntimos. Carmen supo que no podría mantenerse apartada mucho tiempo, sus músculos ya temblaban, forzados por la postura.
  Remo colocó una gran foto de su esposo sobre la marquesina de la chimenea. Alejandro de Ubriel la contemplaba fijamente, sentado en el sillón de su despacho, con aquella media sonrisa que siempre mostraba en público. Por un momento, Carmen se estremeció; en vez de una gran foto enmarcada, parecía una ventana a la que él estaba asomado, observándola.
―           Haga penitencia, marquesa. Es lo mejor para el alma. Rece y limpie su conciencia.

  La barbilla de la marquesa temblaba cada vez más, intentando controlar el llanto. Remo se inclinó y unió las manos de ella en plegaria, encadenando las argollas de las muñequeras de cuero. Después, tomó una flexible vara, arrancada de alguno de los muchos árboles cercanos, con la que rozó la cadera de la mujer.

―           Reza por la cuenta que te trae, adúltera. En voz alta. Si no te escucho, te azotaré los flancos con esta vara – la amenazó, tuteándola por primera vez.
―           Le dejaremos cierta intimidad, marquesa. Estaremos sentados a la mesa de la cocina, desde donde podemos escucharla y verla – le indicó Rómulo, señalando.
  Tragándose la humillación, Carmen entrelazó los dedos de las manos encadenadas y apoyó su barbilla sobre ellos, inclinando su cabeza, intentando no mirar los ojos acusadores de su marido.
―           Padre Nuestro, que estás en los cielos…
  No aguantó más de quince minutos, estirada sobre sus rodillas. Sus fuerzas flaqueaban y sus nalgas clamaban por apoyarse en la suave superficie cóncava y descansar. Cada vez, bajaban más y reaccionaba al sentir el vibrante cono rozar su entrepierna, izándose con un sobresalto. Intentó mover las rodillas, buscar una nueva posición para acomodar el cuerpo. Podía inclinarse en varios ángulos, pero eso solo solucionaba la tensión apenas un par de minutos.
  Hizo amago de levantarse. Remo estuvo sobre ella en un parpadeo y le costó dos varazos sobre las caderas, una a cada lado. El ardor fue insoportable, tan vivo que ni siquiera gritó. Le enseñó a no hacer movimientos bruscos en lo sucesivo. Los minutos pasaban y la cabeza del consolador rozaba cada vez más su sexo. La vibración era suave, como un ronroneo.
  Finalmente, se decidió. Bajó sus manos y tanteó con la punta de los dedos, hasta introducir la cabeza de látex en el interior de su vagina. Hizo una mueca. Estaba seca, pero era corto, así que aguantó. En cuanto pudo apoyar sus nalgas atrás, soportando el peso de su cuerpo, todo fue mejor. La vibración le ayudó a acomodar el consolador en su interior. Su pequeño tamaño era soportable. Siguió con los rezos. Ahora estaba segura de que podría soportar aquella penitencia.
  No tardó demasiado en darse cuenta de que su vagina estaba lubricando sin parar. Un reguero brillante se deslizaba silla abajo, hasta la alfombrilla. Estaba tan encharcada que el consolador hacía ruiditos húmedos en su interior. Se sonrojó, preguntándose si los hombres podrían escucharlos desde donde estaban sentados.
  Las palabras empezaban a atropellarse en su boca que, por otra parte, se estaba quedando bastante seca. Aquella débil vibración la estaba estremeciendo toda, lentamente.
―           Un poco de agua… por favor – suplicó con voz enronquecida.
  Rómulo se levantó, tomó un vaso de los que escurrían en el fregadero, y escanció líquido de una botella de agua mineral. Le entregó el vaso, que ella atrapó entre sus manos. La contempló atentamente mientras Carmen apuraba el agua. Aquellos ojos azules parecían traspasarla, ahondando bajo la piel. Sin saber cómo, supo que Rómulo se había dado cuenta de su grado de excitación, de lo que estaba sintiendo.
  Carmen le miró al entregarle de nuevo el vaso, casi suplicante. Él sonrió y sacó el mando de control del bolsillo. Ella escuchó elclic que surgió de las entrañas de aquella extraña silla, y que originó el cambio de ritmo de la vibración. Dejó escapar un jadeo al notar como el pequeño consolador adquiría nuevos movimientos. Ya no solo vibraba, sino que también oscilaba en círculos, rozando las paredes de su vagina. Cada cierto tiempo, alternaba esos giros por suaves empujones, como un émbolo que la penetraba y se retiraba.
  Se mordió el labio al llegar el clímax, procurando que no se notase, que las palabras de su oración no se entrecortasen. Un suave temblor recorrió toda su desnuda espalda, como si la despojasen de una capa de su alma. ¿La moral, quizás? Torció el cuello para mirar a sus captores. Seguían sin mirarla, enfrascados, al parecer, en escribir informes o algo así.
  Bajó las manos, apoyándolas ante ella, en el principio de la silla de montar. Echó su cuerpo adelante, distribuyendo el peso y, con él, el roce del consolador. De esa manera, podía frotarse contra los pequeños bultos que rodeaban el corto dispositivo. Ahora sabía para qué servían. Podía rozar el clítoris contra ellos si compaginaba los movimientos del consolador, y acabar presionando su ano.
  Se sentía muy sucia, buscando el placer como una perra mientras que sus labios no dejaban de pronunciar rezos y alabanzas al Señor. Pero jamás se había sentido tan excitada como ahora. A pesar de haberse corrido, seguía necesitando más, sin importarle que la observaran. Sentía el sudor correrle por la espalda, bajarle por los flancos, el pelo permanecía húmedo tras la ducha, ya que ahora se mojaba con su sudor. Agitó las caderas, cada vez más aprisa, y agachó aún más la cabeza, ocultando sus facciones entre el pelo que le caía hacia delante.
―           Dios te salve, Reina y… Madre de misericordia…aaah, vida, dulzura y esperanza nuestra; Dios te salve.
  Esperó el cambio de movimiento a émbolo, cabalgando la cresta del próximo orgasmo, y entonces se lanzó, frenética, a saciarse, casi con furor.
―           A Ti llamamos los desterrados hijos de Evaaa…; a Ti suspiramosss… gimiendo y llor… oooooh… valle de lágrimas… aaaaaaaahhyyyaa…
  Los hombres levantaron la cabeza al sonido del largo suspiro, y vieron como chorreaba baba de la boca de la marquesa al suelo, debido al tremendo orgasmo que la traspasaba. Remo sonrió bajo la máscara y consultó su reloj. Apenas pasaba de media hora de rezos.

―           Espera cinco minutos y dale al máximo durante otra media hora – le susurró a su compinche.

  Rómulo sonrió y siguió mirando a la pecadora. Se recuperaba, jadeando. Se había incorporado y echado la cabellera hacia atrás. Sus labios retomaban la rutina de las plegarias. Carmen se sentía arder. El calor generado por las cercanas llamas de la chimenea casi tostaba su piel. Por otra parte, el constante roce sexual la enardecía tanto que estaba a punto de aullar de frustración. Jamás experimentó orgasmo parecido, tan salvaje y primario. Aún notaba su corazón desbocado, pero su vagina no dejaba de producir fluidos. El movimiento del consolador no cesaba.
  Clic.
Carmen desorbitó los ojos cuando notó como el consolador crecía en su interior, profundizando sin pausa, sin realizar sus otros rítmicos movimientos. Cuando creía que le iba a perforar el útero, cesó, e inició una vibración lenta y profunda, con fuerza. Carmen quedó como si la hubieran empalado viva. Jadeaba y balbuceaba, los brazos colgando inertes y la mirada al techo. Todo su cuerpo vibraba al impulso del ritmo de su coño. Era incapaz de mover su pelvis para cabalgar lo que la penetraba.
  Nunca había sido colmada así. Intentaba acostumbrarse a ello cuando, con un nuevo sonido, los extremos donde se encontraban los nódulos, se plegaron lentamente. Uno de ellos acabó entre sus nalgas, masajeando su esfínter; el otro, sobre su pubis, vibrando sobre su clítoris.
  Aquello era demencial, pensó Carmen. Ni siquiera podía articular plegaria alguna. De sus labios surgía un murmullo sin sentido, articulado más que por la propia vibración, como cuando un padre hace cabalgar a su pequeño sobre sus piernas, haciendo que el movimiento entrecorte el gritito de placer del infante.
  Llevó sus manos entrelazadas a uno de sus pezones. Hervía literalmente, tanto por las llamas del fuego como por la tremenda excitación que sentía. Hacía apenas unos minutos que había explotado en un tremendo orgasmo, y ya estaba corriendo hacia otro que se le antojaba aún mayor. Lo pellizcó con tanta fuerza como pudo, intentando parar la ola que la engullía, pero el dolor solo sirvió para enardecerla aún más. Finalmente, mordió sus pulgares para acallar el gozoso grito.
  Agitó sus caderas, enloquecida. Eran auténticos espasmos incontrolados los que recorrían su vientre. Se derramó como una fuente, como nunca le había ocurrido, como jamás se imaginó que le ocurriría. Fue una auténtica meada la que surgió de su sexo comprimido, deslizándose lentamente sobre la silla, entre sus muslos, encharcando suelo y alfombrilla.
  Rómulo pulsó la pausa de la máquina sexual para dejar que Carmen se recuperara. Se levantó y volvió a darle agua, pero no la dejó ir al baño. Nada de levantarse de aquella barra que la empalaba, pero si le soltó las manos. Tras unos cinco minutos de descanso, volvió a conectar el aparato, en la misma modalidad. Carmen no tardó en chillar, teniendo el coño tan sensible tras toda aquella actividad. Ahora, con las manos libres, podía echarse hacia atrás, apoyada en sus brazos. Tensaba totalmente la pelvis, conduciendo el dúctil látex de su interior hasta las inmediaciones de su punto G, pero sin alcanzarlo plenamente.
  Carmen gruñía como un animal. De vez en cuando, imploraba que pararan, que ya no podía soportarlo más, pero ninguno le hacía caso. Ahora, la observaban con atención, fascinados. Varias ventosidades se le escaparon cuando otro furioso orgasmo la traspasó, pues su ano se estaba dilatando con tanto sobeo. Los captores decidieron parar cuando comprobaron que se había desmayado.
  Con cuidado, la levantaron de la silla de montar y la trasladaron a su habitación. Rómulo se llevó el cubo de las necesidades para limpiarlo y acondicionarlo nuevamente, mientras Remo lavaba el cuerpo inconsciente con una suave esponja, sobre la cama. La dejaron limpia y fresca, sumida en un sueño reparador.
  Carmen despertó confusa. Sentía su cabeza abotargada, como atrapada en una suave resaca. Al moverse bajo las mantas, notó calambres en sus caderas y los músculos de su pelvis estaban tirantes y duros. Las agujetas le hicieron recordar lo sucedido, pero no sabía cuanto tiempo había pasado.
  La luz que entraba por el ventanal era gris y mortecina. No podía distinguir si era de mañana o de tarde. Pasó una mano por su sexo. Demasiado irritado para que hubiera dormido hasta el día siguiente. Lo tenía tan sensible que estuvo a punto de saltar. Sin duda había dormido unas horas, hasta la caída de la tarde.
  Escuchó las voces de sus captores. Estaban en el salón, pero no podía entenderles. De repente, su rostro enrojeció. Una oleada de vergüenza se apoderó de ella, con fuerza. Nunca había gozado así en su vida. Aquella máquina diabólica la convirtió en un animal, en una perra que solo pensaba en satisfacer sus bajos instintos. Nunca sintió un placer tan primario, tan devastador.
  Carmen no podía recordar los detalles, pero si las sensaciones. La escena se fundía en su mente. No tenía recuerdos conscientes de su parte racional. No recordaba haber suplicado, ni rogado a sus verdugos. No evocaba ningún pensamiento racional que hubiera surgido en su mente en aquel momento; ni siquiera algún temor desesperado producido por la ansiedad.
  Nada. Era como si su mente conciente se hubiera desconectado y hubiera dejado a su cuerpo, a sus instintos, al cargo. Solo recordaba el intenso placer que doblegaba su cuerpo y su alma.
  La puerta se abrió. Rómulo asomó la cabeza.
―           Ah, bien, ya está despierta. Ha dormido una buena siesta, casi está a punto de anochecer – dijo, acercándose y liberándola de la cadena que la ataba a la cama.
  Carmen se dejó conducir al baño, donde bebió agua con avidez. Después, hizo sus necesidades y se lavó los dientes. Al término de todo esto, Rómulo la llevo ante su compañero Remo, quien, vistiendo un elegante batín Burdeos, estaba acodado contra la chimenea, con el rostro de su esposo clavado en las llamas.
―           La veo más recuperada, señora marquesa – dijo Remo, girando su oculto rostro hacia ella. Carmen se fijó que iba descalzo y no parecía llevar nada más bajo el batín. – Es hora de continuar su penitencia.
―           Por favor… — gimió ella.
―           Nada de súplicas, señora. Podrían aumentar su sufrimiento – susurró Rómulo, empujándola a colocarse de rodillas, de nuevo ante la chimenea.
 

Las lágrimas brotaron con demasiada facilidad, pero era un llanto silencioso, sin hipidos, ni aspavientos; era un llanto consentido, de total rendición. Remo desató el cinturón de su batín, demostrando que estaba desnudo debajo. Se acercó a la marquesa, la cual esperaba sentada sobre sus talones, las manos caídas sobre los muslos.

―           Esta es una de las peticiones de su esposo – dijo Remo, acercando un miembro morcillón y grueso a su cara. – Marquesa, sin manos…
  La joven se tragó sus lágrimas, junto con la bilis y la esperanza, y abrió la boca, atrapando el colgante glande con los labios. Con maestría, hizo que el pene se pusiera totalmente en erección con una par de pasadas de su lengua. En los círculos apropiados, las mamadas de la marquesa de Ubriel eran muy famosas. Rómulo le puso las manos a la espalda, cuando hizo amago de subir una de ellas para empuñar el miembro de Remo.

  Las dejó allí, como si estuvieran atadas. Ahora, la polla de Remo tenía la consistencia apropiada para deslizarse hasta su garganta. Rómulo se apartó de su espalda y se sentó en uno de los sillones próximos a las llamas. Tomó un grueso tomo de tapas rojas que descansaba sobre la cornisa de la chimenea, y lo abrió sobre sus rodillas. Mientras su compinche iniciaba un suave vaivén de sus caderas contra la boca de Carmen, él leyó en voz alta:

―           El Marquesado de Ubriel se instituye en 1536, cuando el capitán Juan de Munseca y Atrea recibe el título de manos de Carlos V como recompensa por la conquista de Provenza, durante la guerra de Italia contra los franceses. El capitán Munseca era viudo en el momento de ser nombrado marqués y tomó nueva esposa en la persona de María Constanza de Ujier Mendoza, hija del Comendador de Canarias. De su primer matrimonio, el marques de Ubriel tenía una hija, Isabel, que acabó casándose…
  Todos aquellos datos se filtraban en la mente de Carmen, ayudándola a evadirse de su tarea bucal. Nunca había prestado atención a la genealogía familiar de su marido. ¡Era un árbol con tantas ramas! Sin embargo, ahora, a pesar de succionar y paladear aquel miembro con toda eficacia, aquellos nombres desfilaban por su imaginación casi como entidades reales y familiares.
  Se preguntó si alguna de aquellas damas históricas había pasado por un trance como el que estaba pasando ella. Seguro que no. Las manos de Remo la sacaron de su ensoñación. La atraparon del pelo, obligándola a tragar la polla hasta su base, produciéndole arcadas. Tuvo que llevar sus manos sobre las rodillas del hombre para contrarrestar sus tirones. Entre sus velados ojos, le miró. La dura expresión de Alejandro parecía recriminarla desde la máscara. Con un gruñido, el hombre retuvo su cabeza, corriéndose en el interior de su boca. Tres borbotones se derramaron contra el paladar femenino, deslizándose por la lengua y garganta antes de que la soltara.
  Cuando Remo sacó su miembro del suave estuche, un hilo de baba y semen cayó sobre el pecho de la marquesa.
―           Déjela bien limpia, por favor – le pidió suavemente el hombre.
  Carmen no se atrevió a llevarse un dedo a su irritado coño. Se notaba totalmente húmeda y no sabía por qué. No quería reflexionar sobre los motivos de su excitación; le daba miedo averiguar las razones que la llevaban a sentirse tan salida con alguien que la estaba ultrajando.
  Remo cambió su puesto con Rómulo. El hombre de los ojos azules se plantó delante de ella, ofreciéndole un pene pequeñito y grueso, quizás demasiado grueso. Tenía un aro dorado apretándole la base. Al contrario que el de su compinche, no estaba circuncidado. Rómulo ya estaba completamente preparado y tieso. Sin duda, antes, alternó sus miradas entre letras y escena.
  Cuando Carmen lo tomó con su boca, la polla de Rómulo tenía un extraño regusto a plantas exóticas que no le disgustó en absoluto. Remo, por su parte, continuó con la dinastía de su marido.
  “¡Dios! ¡Como me gusta esta polla!”, pensó Carmen, tragándose todo el miembro de una vez. Las medidas de aquel pene eran perfectas para su boca. Cuando la tragaba plenamente, el glande llegaba justo a su glotis, deteniéndose allí como un tapón. Se escuchaba un chasquido cada vez que retiraba la boca. Aquella polla estaba totalmente recta, no se ladeaba hacia ningún lado, ni se curvaba ni un ápice. Corta, gorda y recta. Eso era.
  Rómulo le acariciaba el despeinado cabello caoba mientras ella parecía querer tragarse su gordo rabo, de una vez por todas. Carmen consiguió que el hombre se corriera en su cara, justo en el momento en que Remo empezaba a leer el pasaje que hablaba de su matrimonio.
  “Carmen Pastrana y Fernández… la más puta de las marquesas de Ubriel”, se dijo, mientras se relamía los dedos con los que procuraba quitarse el semen del rostro.
  Rómulo la puso en pie y, tras guardarse la polla, la acompañó de nuevo al baño, donde la dejó enjuagarse la boca y lavarse los dientes nuevamente. Tras esto, la encadenó otra vez a su cama. Carmen, una vez a solas, pensó detenidamente si en verdad estaba asustada, y llegó a la extraña conclusión de que no. No lo estaba en absoluto. Temía el daño físico, eso sí. Los azotes, los golpes, y esas cosas. Pero sabía que no la querían matar, ni nada de eso. Podría soportarlo todo, sobre todo si continuaba excitándola tanto.
  Una hora más tarde, cuando el estómago de Carmen protestaba con fuerza, Remo apareció con la bandeja de la comida. En verdad, Carmen estaba famélica. Sus captores no se preocupaban demasiado por alimentarla, si es que no era otra de sus tretas. Remo bajó la bandeja para que ella pudiera ver todo cuanto traía. Era todo un banquete. Un tazón de humeante caldo blanco. Una apetitosa ensalada César. Dados de carne, quizás ternera, en salsa. Dos apetitosos pasteles cubiertos de nata. La boca de Carmen se llenó de saliva.

―           Hay un precio…

  Carmen tembló al escuchar el susurro de Remo.
―           ¿Cuál? – preguntó.
―           Cuatro azotes.
  Ella gimió.
―           Esta vez no será en las nalgas. Esos aún se están curando.
―           ¿Dónde?
―           En la planta de los pies. ¿Acepta?
  A pesar del temor que sentía, Carmen contempló cuanto había sobre la bandeja. En ese momento, comprendió qué es lo que querían decir cuando hablaban del impulso del hambre…
―           Si – musitó muy bajito.
  Remo depositó la bandeja sobre la mesita auxiliar y apartó las mantas de la cama. No desató a Carmen, solo la colocó de rodillas sobre el colchón, de espaldas a él, y con los pies sobresaliendo de la cama. Sacó nuevamente la corta fusta de la cintura de su pantalón y rozó la planta del pie derecho, como calculando el golpe.
  ¡Zas! Carmen desorbitó los ojos. Jamás creyó que un fustazo en la planta del pie pudiera doler tanto. Ni siquiera pudo gritar, solo soltó el aire de sus pulmones de golpe.
  ¡Zas! Esta vez si gritó. Su pie izquierdo había sido también objeto de la atención de la fusta. Un terrible calor ascendía de las plantas de sus pies. El hormigueo se convirtió en un irresistible picor. Esperaba los otros dos golpes con los dientes apretados. Pero no caían.
  Sollozó e intentó volverse para ver que hacía Remo, pero la mano del hombre sobre su cabeza la obligó a mirar la pared. El ardor subía por sus piernas. La piel de las plantas parecía burbujear, como si la estuvieran quemando. El dolor se expandía a pequeñas pero intensas ondas.
―           Por favor… termina ya… — rogó.
  Aún treinta segundo más pasaron y, luego, de repente, ambos golpes seguidos, haciéndola aullar. Remo la ayudó a sentarse y taparse con las mantas. Con dos dedos, tomó su barbilla, obligándola a mirar la máscara. Con un dedo, sacó las lágrimas que corrían mansamente por sus mejillas.
―           ¿No tiene nada que decirme? – le preguntó suavemente el hombre.
  Carmen intentó pensar a qué se refería Remo, pero el dolor le quitaba claridad a su mente. ¿Debía pedir perdón? No, eso quedaba solamente entre ella y Alejandro. Entonces…
―           Gracias – murmuró Carmen. Remo cabeceó, asintiendo.
  Acercó la mesita con la bandeja y la dejó sola para que comiera. Carmen aún estuvo unos minutos flexionando los dedos de los pies contra la madera del suelo, en un intento para que terminara el duro hormigueo, pero este siguió buena parte de la noche.

  A pesar de ello, Carmen devoró cuando traía la bandeja, con ansias. Esta vez no había refresco, sino una lata de cerveza bien fría que trasegó con verdadero deleite. Al cabo de un rato, los dos hombres entraron en la habitación. Uno de ellos, Remo, retiró la bandeja, mientras que Rómulo la levantaba, sin quitarle la cadena, y le pedía que hiciera sus necesidades en el cubo.

―           Por favor, evacue también si puede – le pidió. Carmen le miró, con extrañeza. La verdad es que tenía ganas, así que, tragándose el orgullo y la humillación – cada vez menor, por cierto –, hizo sus necesidades completas en el cubo.
  Remo regresó en ese momento. Traía un pequeño barreño de plástico que depositó en el suelo, frente a ella. Dentro, en el agua jabonosa que contenía, flotaba una perilla de gran tamaño, roja. Así mismo, en el fondo del barreño, un objeto oblongo permanecía hundido.
  Carmen les miró. No preguntó nada, pero sus ojos posaban toda clase de mudas preguntas.
―           Es un enema – respondió Rómulo.
―           Vamos a limpiarle el recto con agua tibia y jabón.
―           Después, le colocaremos un dilatador anal para que duerma con él.
―           ¿Para qué? – preguntó Carmen con un agudo falsete.
―           Hay que ensancharle el culo. Según su marido, nadie le ha dado por ahí, ¿no es cierto?
  Carmen calló y bajó los ojos. Era cierto. Entre sus amistades, se decía que el culo de la marquesa era sagrado. Carmen tenía una pequeña fobia con la cuestión anal. Ni siquiera permitía un termómetro o un supositorio. Era superior a ella.
―           No se preocupe, no somos bárbaros – dijo Rómulo. – Usaremos el dilatador durante un par de días, hasta que su ojete tenga holgura suficiente.
―           Es una petición especial de su esposo. Pretende darle mucho por el culo cuando regrese a su lado – remató Remo.
  No dejaron que Carmen se limpiara el trasero con papel. La levantaron del cubo y la pusieron de bruces sobre la cama, las nalgas levantadas. Remo sujetó las piernas de la marquesa sobre una de sus rodillas flexionadas sobre la cama, mientras que Rómulo embadurnaba el esfínter femenino con un chorreón de gel de ducha.
  Carmen intentó resistirse, esquivar aquel dedo. Hasta el momento no se había resistido apenas, ni siquiera protestado, pero ahora era diferente. Era un miedo primario, instintivo. Estaba histérica y sus malsonantes palabras eran la prueba de ello.
―           ¡Dejadme, hijos de puta! ¡Cabrones! ¡Desgraciados! ¡Os arrancaré la polla a mordiscos!
  Pero los hombres eran duchos en mantenerla quieta, los suficiente como para que Remo le metiera la boquilla de la roja perilla en el ano, y apretara con fuerza, enviando el agua tibia y jabonosa al interior de su recto. Carmen emitió un siseo de rabia y Rómulo acercó el cubo con el pie. No hicieron más que sentar a Carmen en él, cuando escucharon como vaciaba el intestino con fuerza.
―           ¡Mal nacidos! ¡Hijos de la gran puta sifilítica!
―           Otra vez, marquesa.
―           ¡Noooo!
  Los gritos no sirvieron de nada. Remo volvió a llenar la perilla con el agua del barreño y le impusieron una nueva lavativa, aún más generosa. Pero, sin embargo, esta vez no la sentaron sobre el cubo de las necesidades. Rómulo se sentó sobre la espalda de la mujer para impedir que se levantara de la cama. Remo tomó el dilatador que esperaba en el agua. Tenía la forma de un pequeño consolador, de no más de cinco centímetros y apenas un par de centímetros de diámetro. Al otro extremo, la base se ensanchaba hasta formar un grueso tapón con dos abrazaderas, por las cuales el hombre pasó un largo cordón de cuero.
  Con habilidad y gracias a que el esfínter estaba ligeramente dilatado por los enemas, Remo introdujo el artefacto en el ano, arrancando nuevos gritos de Carmen. Cuando estuvo seguro de que estaba bien metido, pasó el cordón por la entrepierna y la cintura de la mujer, apretando y haciendo un fuerte nudo. El dilatador permaneció estable en el trasero.
  Rómulo se bajó de la espalda de Carmen y, tomándola de los brazos, le dieron la vuelta violentamente, dejándola sobre la cama, boca arriba.
―           ¡Escuche bien, marquesa! – enfatizó Remo, muy cerca de su rostro, con un dedo en alto. – El dilatador está colocado. No se saldrá accidentalmente. Esa es la pieza más pequeña del juego anal. Hay otras dos que duplican esta medida. Volveré en varias ocasiones, esta noche. Si se lo saca, lo cambiaré por otro mayor, ¿lo entiende?
  Carmen no respondió. Intentaba llevar las manos a su trasero. Recibió una dura bofetada que la tranquilizó inmediatamente.
―           ¡Entiende lo que le he dicho?
―           Si… si.
―           Intente comprender que es lo mejor para usted. Si se acostumbra a esta dilatación, de forma gradual, no sufrirá tanto dolor, ni desgarros. A nosotros nos da igual metérsela en frío que en caliente, así que usted decide.
  Carmen asintió y alzó sus manos, para demostrar que las dejaría quietas.
―           Noto el líquido en mi interior – dijo con un jadeo.
―           Deje que remoje y limpie. Por la mañana, le quitaremos el dilatador y dejaremos salir el enema. Buenas noches, marquesa.
Los hombres salieron de la habitación, apagando la luz. Carmen se quedó tumbada en la oscuridad, sintiendo la opresión en el vientre y un ardor inclasificable en el culo. ¿Qué le depararía el día siguiente?
 
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Relato erótico: ” La agencia Milton 4 y final” (POR JANIS)

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Día cuatro.
    El aroma a café la despertó y le resultó delicioso. Se estirazó en la cama, algo cansada y embargada de una sensual laxitud. Gimió al tensar las nalgas. Su culito aún pulsaba, obligado a mantenerse dilatado. Estuvo a un tris de llamar a sus guardianes, pero recordó a tiempo cuanto sucedió el día anterior. ¡No tenía derechos! ¡Era una esclava!
  Se sentó en la cama, dispuesta a orinar en el dichoso cubo, cuando la puerta se abrió. Rómulo la miró, tan sonriente como siempre.
―           Espera. Te quitaré el dilatador – dijo el hombre.
  Ella se tumbó de bruces en la cama y Rómulo, con suma delicadeza, retiró el ingenio de su trasero.
―           ¿Cómo está? – preguntó ella, preocupada.
Se llevó una dura palmada en una nalga, que le arrancó un gritito. No debía hablar; tenía que recordarlo. Rómulo salió un momento y regresó con una esponja mojada. Lavó bien toda la raja y el esfínter, y luego aplicó una pomada que le aplacó un poco el ardor que sentía.
―           Está bien. No hay ningún desgarro. Solo está un poco irritado – le dijo él, en un susurro. Ella asintió, agradecida.
  La condujo al cuarto de baño y permitió que Carmen se duchara y aseara, sin prisas. Después, la sentó desnuda a la mesa del comedor, donde Remo les esperaba, con el desayuno puesto. Las tostadas se habían quedado ya frías, pero el café quemaba. Carmen comió con apetito. Parecía que hacía una eternidad que no desayunaba, pero, al hacer memoria, comprobó que solo llevaba cuatro mañanas en la cabaña. El dolor y la humillación parecían dilatar el tiempo.

Remo se puso en pie.

―           Suficiente, esclava. ¡Al suelo, a cuatro patas! – exclamó, dando una palmada en la mesa.
  Carmen tragó lo que le quedaba de tostada y se deslizó de la silla, adoptando una postura de perra en el suelo de madera.
―           ¡Venga! Gatea hasta tu cama – le ordenó.
  Carmen gateó sobre rodillas y manos con cierto garbo. Poseía una gracia felina casi innata, que las horas de gimnasio habían puesto a punto. Notaba los ojos de Remo prendados en su ondulante trasero. Sonrió interiormente. Su coño empezaba a humedecerse. ¿Cómo era posible que, en apenas tres días, ya aceptara – y deseara – todos los abusos y humillaciones? ¿Acaso no tenía dignidad?
  “No, soy una esclava”, se contestó ella misma.
Al llegar ante su cama, recibió un pequeño puntapié en las posaderas, más una señal que un golpe.
―           Súbete a la cama.
 Remo la colocó de bruces y le puso la almohada bajo las caderas, alzándole las nalgas a conveniencia.
―           Ahora, vas a estarte quieta. No quiero atarte. ¿Sabes lo que voy a hacerte?
Carmen asintió.
―           Contesta, puta.
―           Vas a romperme el culo – dijo ella, sintiendo las lágrimas aflorar.
―           Exacto. Voy a desfondarte. De ti depende que lo haga suave o a lo bestia.
―           No me moveré, señor.
―           Eso es. Buena perrita – dijo el hombre mientras se desnudaba.
  Carmen se abrió de piernas cuando los dedos de Remo manipularon sus nalgas. Sobó aquellos duros globos de carne, reafirmados por el ejercicio y una buena dieta. Se pasó largos minutos disfrutando de ellos, agitándolos como si fuesen flanes de gelatina. Los amasaba con fuerza, dejándole los dedos marcados. Finalmente, bajó su rostro hasta ellos y dio unos cuantos mordiscos que hicieron gemir a Carmen.
  El hombre separó sus cachetes, con fuerza, y ella respingó al sentir el contacto de la lengua sobre su ano. Levantó más el culo, casi por instinto, y dobló el cuello para arriesgar un vistazo. Remo se atareaba entre sus nalgas, lamiendo de arriba a abajo, sin prisas, humedeciendo bien tanto el ano, como la vagina. Carmen empezó a suspirar.
  Vibró aún más cuando Remo introdujo la punta de su lengua en su ano. Cuando la lengua bajó hasta su vagina, un dedo la reemplazó en el culo. En contra de lo que se esperaba, Carmen no sintió dolor cuando aquel dedo entró todo lo que pudo. Era más bien una sensación de deslizamiento, de presión vencida. El dilatador parecía haber hecho bien su tarea. Otro dedo se unió al primero, explorando a dúo. Carmen sentía como su esfínter acataba la intrusión de aquellos dedos, abriéndose como una flor.
  Un tercer dedo. Se le escapó un pequeño gruñido. Un extraño pensamiento cruzó su mente. ¿Estaría limpia? No había defecado cuando la llevaron al baño, así que su cena tenía que estar por ahí… Apartó aquella loca idea. Ya no había remedio. Sentía el glande apoyado en la puerta, como un ariete medieval en busca de su finalidad. Parecía mojado, algo pringoso. Carmen pensó en lubricante, al mismo tiempo que el badajo de carne se abría paso. Retuvo inconscientemente la respiración. Bien, el primer empujón no había sido demasiado duro,
  Remo la estaba dejando adaptarse a sus medidas. Sin duda, ahora venía lo peor, cuando la polla pasaba del terreno que el dilatador había ejercitado, territorio virgen. Carmen apretó los dientes a medida que el cipote separaba las paredes de su recto. Dejó escapar un bufido cuando sintió los huevos del hombre golpear contra sus nalgas. Se sintió orgullosa de no haber chillado.
  Remo empezó a moverse, sin prisas, como una locomotora que sale de la estación, cogiendo su ritmo. El pubis resonaba sensualmente contra sus nalgas. La fricción de la polla en su interior era muy candente, aún a pesar del lubricante. Carmen se llevó un dedo a la boca, evitando un primer gemido. No quería dejarle ver que la puta había regresado.
  De vez en cuando, se escapaba una nalgada que la enervaba totalmente, haciéndole levantar la cabeza. ¡Dios! ¿Cómo había sido tan tonta durante todos estos años? Se había negado a que la sodomizaran, tanto en la universidad, como con su esposo, e incluso Carlos. Todo lo más, alguna caricia con los dedos. ¡No tenía ni idea que pudiera sentir tanto gusto al machacarle bien el culo!
  Agitaba frenéticamente sus nalgas cuando, por inercia, intentó llevar un dedo a su coñito. Recibió una impresionante nalgada, que le cortó el resuello.
―           ¡Nada de tocarte, puta!
  Dejó escapar un quejido, pero cerró los ojos y arreció el movimiento de sus glúteos. Sudaba como una cerda. El calor interno de sus tripas enviaba oleadas a todo su cuerpo. Notaba su orgasmo en el horizonte, pero no tenía prisa por acercarse, al parecer. El ardor y el placer se mezclaban, generando una extraña sensación que la tentaba a gritar palabrotas.
  Cierra la boca… cierra la boca… cierra la boca… se convirtió en una cantinela mientras el deseado orgasmo se acercaba más y más, reptando por su espalda, por la piel de sus muslos, en las plantas de sus pies. Nunca había sentido algo así y casi le dio miedo.

¡Joder, que pedazo de orgasmo me va…!

 

  No pudo acabar el pensamiento. La alcanzó de lleno, de abajo a arriba, como una ola que lo arrastraba todo. Ni siquiera sentía ya a Remo culeando frenético. Mordió la sábana mientras su garganta emitía un chillido agudo, casi histérico. Los dedos de sus pies se engurruñaron en un fuerte espasmo. Sus manos se aferraron al cabezal, tensando los músculos de los antebrazos como cables. Sin poder remediarlo, su esfínter se abrió y cerró en varias contracciones que mascaron literalmente la polla de Remo. Con un grito inesperado, este acabó soltando todo su esperma en el interior del trasero femenino.
―           ¡Aaaah! Puta… putaaaa… me la vas a arrancar… — gimió, cayendo sobre la espalda de ella.
Carmen no pudo responderle; intentaba recuperar su respiración tras haberla contenido demasiado tiempo, al menos dos minutos, según creía ella. En realidad, solo habían sido veinte segundos, pero el orgasmo había consumido todo el oxígeno de su cuerpo. Remo se salió de ella y se sentó en la cama.
―           ¡Rómulo! – llamó, alzando el tono.
El guardián de los ojos azules asomó, con su eterna sonrisa.
―           Creo que hemos creado una bestia – le dijo Remo, señalando a la marquesa. – Ten cuidado, que te la arranca…
―           Perfecto – se frotó las manos Rómulo.
  Se desnudó en un santiamén, relevando a su compinche. Remo se marchó. Rómulo indicó a Carmen que se diera la vuelta. La marquesa se tumbó boca arriba. El hombre situó la almohada bajo sus riñones y le alzó las piernas hasta colocarlas sobre los hombros masculinos. En esa postura, el ano de Carmen quedaba perfectamente al alcance del miembro de Rómulo.
―           ¿Suave o duro? – preguntó el hombre, casi con una sonrisa.
―           Como desee, señor – susurró Carmen, abandonándose.
  Rómulo se la metió de un tirón. Carmen tenía el culo suficientemente abierto y encharcado como para andarse con sutilizas. Además, la polla de Rómulo era la mitad de la de su compinche, aunque más gruesa.
―           Uuu… uuuuhh… muu… gorda… — se quejó Carmen, sin apenas abrir los labios.
―           Puta zorra.
―           ¿Puedo tocarme, señor? – preguntó ella, mirándole con los ojos entornados, llenos de lujuria.
―           Solo las tetas, guarra. Pellízcate los pezones.

Carmen pellizcó tan fuerte sus pezones que le saltaron las lágrimas. Rómulo empezó un ritmo fuerte, que bamboleaba todo el cuerpo de ella y la hacía gemir sin parar. Los hinchados pezones le dolían, le ardían, pero ella seguía apretándolos y retorciéndolos. Carmen había descubierto la lujuria del dolor y ya no podía frenarse.

  Cuanto había cambiado su vida en apenas cuatro días. Aunque pudiera, no volvería a su vida anterior. Se le antojaba vacía e insulsa, llena de falsos propósitos e hipócritas ideales. Mientras le follaban el culo a toda velocidad y su columna vertebral traducía todo cuanto sentía su cuerpo en micro orgasmos que la mantenían en la cresta, su mente tuvo una epifanía; una revelación inesperada.
  ¡Se habían acabado todos los problemas para ella! ¡No lo había visto de esa forma, pero así era!
  Ya no tendría que pensar, otro lo haría por ella. No tendría que disimular, ni comportarse de forma hipócrita. Ya no tendría que alabar a pusilánimes y sonreír a anoréxicas zorras operadas. ¡Solo debía obedecer a su amo! Se sentía como si hubiera entrado en el paraíso.
  Rómulo se corrió, descargando dos fuertes chorros en su culo, mientras le mordía el dedo gordo del pie derecho. La dejó tirada sobre la cama, jadeando y aferrada a sus pensamientos.

A partir de este momento, Alejandro de Ubriel tomaría todas las decisiones que afectarían a su vida, así como sus responsabilidades. Carmen solo debía dedicarse a sonreír en público y responder a lo que le preguntaran. Ni siquiera tenía que escoger la ropa que debería llevar. Su esposo se encargaría de ello cuando la deseara vestida, sino, acabaría sus días, desnuda y feliz.

  Carmen solo debía limitarse a obedecer y gozar; a vivir simplemente el momento, sin preocupaciones. Llevaba tiempo pensando en ser madre, así que si quedaba embarazada, se dedicaría a criar a su hijo, a amamantarle – puede que incluso también a su padre. Sonrió ante la idea – y a follar.
  Nada de reuniones de falsas amigas en el club. Se acabaron los escándalos de prensa. Se acabó la presión de seguir siendo la más guapa de la foto. Solo estaría ella y… su nuevo placer.
  Remo entró de nuevo, con el falo erguido. Traía un consolador de buen tamaño en la mano. Carmen sonrió a la máscara de su marido.
―           ¡Arrodíllate en el suelo, puta, y apoya el pecho en la cama!
  Carmen obedeció al instante, dejándose guiar por la voz.
―           ¡Alza el trasero!
  Remo deslizo el consolador en el interior de su mojadísima vagina. Carmen se estremeció totalmente, mentalizada en disfrutar exclusivamente del momento. Había decidido que esa iba a ser su filosofía. No pensaría jamás en el futuro, solo de media hora en media hora. Remo le abrió el culo con dos dedos y la sodomizó nuevamente. Carmen quedó doblemente penetrada y empezó a babear sobre la sábana, los ojos casi vueltos.
  Ni siquiera era ya una mujer, solo un trozo de carne sensible, ardiente, que ni atinaba a decir su propio nombre. Ella eraLa Esclava,La MásPuta…
  La polla de Remo entraba libremente en su culo, sin freno alguno. El consolador estaba amasando un nuevo y duro orgasmo, pero el hombre acabó antes de poder experimentarlo.
―           ¡Santo Dios! ¡La puta está en pleno trance! – exclamó, al sacarle y mirarle el rostro. Carmen tenía una expresión de éxtasis total, como esas fotografías de santos que experimentan un éxtasis mesiánico.
  Rómulo acudió a observar el fenómeno y tuvo que darle la razón.
―           Bueno, no sé si ha descubierto a nuestro Señor, o si se le ha ido la olla – dijo. – Pero seguro que voy a aprovechar la circunstancia,
  Con esas palabras, se tumbó en la cama, boca arriba, y tomó la barbilla de Carmen con los dedos, alzándole el rostro. Ella le miró, sonriendo flojamente, aún arrodillada en el suelo.
―           ¿Puedo tocarme? – le preguntó.
―           ¡Nada de eso, putón! ¡Súbete a mi polla, venga!
  Remo no se marchó de la habitación. Cogió una silla y se sentó, dispuesto a observar el comportamiento de ella. Carmen estuvo a un tris de empalarse el coño con la gruesa polla de Rómulo. Este la atrapó por los pelos, obligándola a alzar la pelvis y usar el ano.
―           ¡Nada de coño! Tu marido lo dejó muy claro – Rómulo ya no sonreía. Parecía enfadado. — ¡Vamos, cabalga! ¡Que no lo haga todo yo, joder!
  Carmen apretó las rodillas contras las costillas del hombre, como buena amazona. Sonriendo, se llevó un dedo a la boca, humedeciéndolo. Luego, lo bajó hasta tocar su pezón izquierdo, retorciéndole suavemente. Su otra mano subió hasta enredarse en su melena. Toda una pose erótica para Remo, digna de una escena de cine.
  Cabalgaba con alegría, con elegancia; ascendía muy alto para dejarse caer lo más lento que podía, y vuelta a empezar. Sus manos ahora se cebaban en el pecho de Rómulo, frotándole los duros pezones, enredándose con el vello rubio que cubría su pecho, metiéndose en su boca, buscando la saliva masculina.
  Finalmente, muy cerca del glorioso final, Carmen se inclinó y buscó la boca del macho. Le besó con pura lascivia, enredando su lengua, lamiendo sus encías, mordiendo sus labios. Rómulo se corrió con un largo gemido, que tuvo la virtud de motivar a su compañero.
―           Que pedazo de perra… — musitó Remo, levantándose de la silla y tumbándola sobre Rómulo.
  La ensartó por detrás, sin dejar que su compañero abandonara la cama. De todas formas, Rómulo parecía fuera de juego y no dijo absolutamente nada. La folló con toda su alma, con feroces embistes y dolorosos pellizcos. La folló como una máquina, sin consideración alguna. Gritó y tiró fuertemente de su melena con reflejos rojizos cuando inundó su recto con su semen. Cayó en la cama, de costado, mirando como ella recuperaba el aliento, aún recostada sobre Rómulo.
  La marquesa tenía la mirada turbia, febril, y le sonrió.
―           ¿Puedo tocarme, señor?
Durante el resto del día y todo el día siguiente, Carmen fue sodomizada, azotada, y humillada, casi sin descanso. Apenas surgían quejas de su boca y acataba cualquier orden con presteza, sin demostrar desaprobación alguna. Rómulo y Remo estaban realmente sorprendidos. Ninguna hembra domada por ellos, había reaccionado de aquella manera, aceptando su acondicionamiento tan rápidamente.
  De hecho, los dos machos estaban realmente agotados tras la intensa labor. No les quedaba ni una gota de semen en sus cuerpos y las pilas de los diversos consoladores estaban agotadas.

  Era hora de volver a casa.

Y al séptimo día…
  El marques de Ubriel esperaba ansiosamente en su despacho. La traían de vuelta, tras una semana. Miró de nuevo su reloj de muñeca. Faltaban aún diez minutos para la hora de la cita. Tenía que calmarse, no era nada bueno para su tensión arterial.
  Miró de pasada los paneles de oscura caoba que recubrían las paredes, los anaqueles llenos de textos históricos que no le importaban a nadie, y los lustrosos muebles, heredados de su abuelo. Su reino.
  Lo había pasado mal todo el tiempo que Carmen estuvo fuera. Casi le había estallado una vena del cuello cuando recibió aquella llamada dela AgenciaMilton.Creyó, por un momento, reconocer la sibilante voz de monseñor Padua, aunque después recapacitó. No podía ser posible, el obispo no podía estar implicado… aunque lo que se decía dela Agenciapor ahí…

El hecho es que le presentaron las pruebas del adulterio de su esposa. Firmes, indiscutibles. Ese maldito Carlos Cabrera y su elegante bronceado. Pudo escoger el castigo y lo hizo. Antes de casarse, Alejandro advirtió su esposa que lo podía perdonar todo, salvo la traición. Era el momento de demostrarle que no necesitaba una esposa, sino una perra, a la que vestir y mostrar a la sociedad. Una simple esclava. En eso la convertiría.

  Sin embargo, al paso de los días, la furia se había convertido en morbo. No dejaba de soñar con todo lo que pensaba hacerle a esa bella esclava sin derechos que pronto le traerían. Carmen había pasado a otro nivel para él. Ahora era una criatura a modelar, a explorar, tan bella como siempre, pero con otros matices que le enervaban. Ese culo, que siempre había deseado, ahora sería suyo, debidamente entrenado para acceder fácilmente.
  ¡Cuánto iba a gozarla!
Pensaba preñarla al menos tres veces. Si era de forma consecutiva, mejor. El marquesado necesitaba descendencia. Además, Alejandro tenía cierta debilidad por las embarazadas, y si podía azotarles las nalgas, mucho mejor.
  Su mayordomo, Anselmo, abrió la puerta del despacho, impecablemente vestido, como siempre.
―           La señora está aquí – anunció.
―           Que pase — ¡Por fin! El júbilo se quedó dentro, para después.
Rómulo y Remo traían, cada uno de un brazo, una figura cubierta por una larga y oscura capa, ofreciendo una extraña estampa. Se detuvieron ante el escritorio y retiraron la capa, diciendo:
―           Traemos a su esposa, señor marques.
  Carmen apareció en todo su esplendor, dejando a su marido con la boca abierta. A pesar de todas sus fantasías, Alejandro no estaba preparado para verla con aquella aura de fatalidad, de entrega absoluta. Representaba ala Esclavapor excelencia.
  Estaba absolutamente desnuda y descalza, salvo por un ceñidor de cuero que abarcaba su cintura y un flamante collar de perro, también de cuero, que rodeaba su cuello. De él pendía una argolla por la que pasaba una delgada cadena que acababa uniendo el ceñidor.
  Carmen mantenía los ojos bajos, las manos a la espalda, y los ojos en el suelo, inclinando su rostro. Tenía la boca entreabierta, dejando asomar la punta de su rosada lengua, casi con timidez. Sus párpados estaban ligeramente maquillados, así como sus labios.
  ¡Dios! Era un sueño. Carmen no abría la boca, no decía nada, no se quejaba en absoluto. Solo se limitaba a estar allí de pie, ofreciéndose para lo que quisiera su dueño.
―           ¿Habéis…? – apenas podía hablar. Tenía la garganta reseca.
―           La marquesa ha sido advertida y condicionada. Ha firmado y aceptado completamente el contrato de sumisión – dijo Rómulo.
―           Ha sido entrenada bajo su autoridad y usando su modelo. El tratamiento de sodomía se ha completado con éxito.
  Alejandro rodeó el escritorio y se acercó a su esposa. Los hombres dela Agenciadieron un paso atrás, dándole espacio. Contempló los muslos abiertos de su esposa, ofreciendo su sexo. Notó como aumentaba su erección. ¡Que bella era!
  Acarició levemente las nalgas. Distinguió las casi desaparecidas marcas de los azotes. Estaba deseando azotarla él. Sobre cada nalga, casi en su nacimiento, Carmen llevaba tatuados dos blasones circulares, ambos del tamaño de una moneda. El de la derecha era el suyo, el emblema del marquesado de Ubriel; el de la izquierda, era la marca dela AgenciaMilton.Carmen estaba marcada para toda su vida, tatuada por adúltera y como esclava.
―           Perfecto, perfecto – murmuró, mientras volvía a su escritorio y firmaba un cheque a nombre dela Agencia.Eldinero no importaba, solo los resultados.
 Carmen miró de reojo a Rómulo y Remo cuando se marcharon. Salían de su vida, pero dejaban buenos recuerdos. Su marido parecía excitado, como nunca le había visto. Casi podía oler el sudor de su miembro, llamándola. Alejandro se detuvo ante ella, recorriendo cada centímetro de su cuerpo con una ávida mirada, y se apoyó en el borde del escritorio.

―           ¿Te han explicado las normas que quiero aplicarte?

―           Si, amo. Todas ellas.
―           ¿Qué piensas de ellas?
―           Yo no pienso, amo. Eso es cosa tuya. Yo soy solo carne.
Alejandro apretó su pene fuertemente, por encima del pantalón. En verdad, no estaba preparado para ese cambio tan brusco. De cornudo a amo, hay un trecho muy grande.
―           ¿Por qué? – musitó el marques.
―           No comprendo, amo.
―           ¿Por qué me engañaste?
―           No fue amor. Carlos me retó a engañarte, simplemente.
―           ¡Cabrón! ¿Quieres saber dónde está Carlos ahora?
―           Si es tu deseo, amo.
―           Su esposa le ha enviado a controlar sus minas de azufre en Bolivia, en las montañas.
  Carmen no dio muestra alguna de que le importase. Seguía mirando el suelo, aunque, en realidad, lo que miraba era la erección de su marido.
―           Puedes ir a refrescarte – le indicó Alejandro con un gesto. No sabía que hacer con ella para empezar. Necesitaba pensar algo.
―           Si, amo.
  Carmen se giró, moviendo elegantemente sus caderas, y se encaminó hacia la puerta. Admiró, una vez más, el jarrón Ming, una de las joyas preferidas de su esposo, situado sobre el escabel romano, casi a la entrada. Desvió ligeramente su trayectoria y, con un nada disimulado golpe de cadera, desplazó el milenario escabel. El valioso jarrón cayó al suelo y se hizo añicos. El berrido de su esposo se alzó, furioso.
―           Ups – exclamó ella. – Lo siento muchísimo, amo. Ha sido sin querer…
―           ¿Sin querer? ¿SIN QUERER? ¡PUTÓN! ¡GUARRA TRAIDORA! ¡VEN AQUÍ!
  Su esposo desenganchó una larga fusta de una de las panoplias que había en la pared y le indicó que pusiera las manos sobre el escritorio y que alzara las nalgas. La iba a despellejar viva, por puta descastada.
―           Por favor, amo…
―           ¡Que te calles, esclava!
  Carmen asumió la posición indicada, inclinando algo la cabeza, los brazos extendidos sobre la gran mesa de nogal, las nalgas bien expuestas, temblorosas. Una gran sonrisa curvó los labios de la marquesa, ahora que su esposo no podía verla.
―           ¿Puedo tocarme, amo?
                                                                                FIN
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
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Relato erótico: “El arte de manipular” (POR JANIS)

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dueno-inesperado-1 Ágata levantó los ojos de su plato y codeó a su amiga Alma, sentada a su lado en el pequeño comedor de la academia Wilson.
 ―     ¡Mira! ¡Ahí está Frank! – musitó.
―     ¡Vaya! Le llamas Frank y todo. Cuánta confianza.
―     No te burles, envidiosa. No me dirás que no es atractivo, ¿no?
―     No está mal, nada mal – respondió Alma, mirando con disimulo al profesor cuarentón que miraba los platos del buffet en ese momento.
  Se trataba de un hombre atlético, con el pelo bien arreglado y en el que no disimulaba las canas que poblaban sus sienes. Sus rasgos parecían cincelados en bronce, con una mandíbula agresiva y una boca recta y viril.
―     ¿Sólo eso? ¡No me importaría hacerle un favor! – bromeó Ágata.
―     No esperes que se fije en ti. No seas tonta.
―     Oh, ya lo sé. No me imagino nada. Además, me resultaría muy violento. Una cosa es comentar y otra cosa es pasar a la acción. No sirvo para eso – dijo Ágata con un suspiro. Paseó uno de sus dedos por el filo de su plato de plástico. – Lo que ocurre es que me trata muy bien y no puedo dejar de admirarle. Es un gran actor, ¿sabes?
―     Por supuesto. Por eso mismo, nos da clases.
―     No te lo he dicho antes, pero mi nombre figura entre las candidatas para la obra del primer curso.
―     ¿Para actriz principal? – se asombró Alma.
―     Sí.
―     ¿Cómo lo has conseguido?
―     Bueno, todo ocurrió a raíz de leer unos textos en el escenario. Frank… esto, el profesor Warren alabó mi entonación y mi gesticulación.
―     ¡Vaya suerte!
―     Bueno, veremos a ver qué pasa.
  Sin embargo, para Ágata no existía duda alguna de que su vida estaba destinada a ser actriz, tarde o temprano. Para ello, a sus diecisiete años, había convencido a su familia para tomar clases de arte dramático en una academia durante el verano. Su intención era seguir con esas clases, incluso cuando empezara el curso escolar. Podría llevar ambas cosas adelante pues era buena en los estudios.
Ágata era una pelirroja estilizada, de piel muy blanca y cabellera abundante y larga, siempre bien cepillada. Estaba muy orgullosa de su cuerpo, rebosante de juventud. Piernas largas, cintura estrecha, vientre plano y duro, pechos erguidos y no muy grandes, perfectos, un trasero respingón y un rostro angelical y pecoso. Sin embargo, esas mismas pecas que tanto atraían las miradas de los chicos, la cohibían un tanto. En su opinión, la afeaban, por mucho que comentaran los amigos, pero, por desgracia, eran imposibles de borrar. De lo que si estaba orgullosa era de sus rasgados ojos verdes, a los cuales acompañaba con unas bien depiladas cejas rojizas. Cuando alzaba una de ellas, en un gesto interesante, una pequeña arruga vertical aparecía en su ceño, confiriéndole un aspecto maduro. Poseía una nariz estrecha, fina y algo respingona, que su padre denominaba de pura irlandesa, que remataba con una boca pequeña, de labios finos y jugosos.

Alma sabía que su amiga, a pesar de ser inteligente y voluntariosa, era algo ingenua. No había dedicado tiempo alguno a conocer otros chicos ni a relacionarse. Solo estudios y películas. Ahora, abordaba un mundo nuevo y deslumbrante y podía resultar decepcionada. Era cierto que Alma envidiaba a su amiga, pero se decía, a ella misma, que era una envidia sana. Ágata poseía una innata belleza que atraía todas las miradas, pero no se aprovechaba de ella. Alma hubiera querido esa belleza para ella, para disfrutar mucho más de su vida, pero las cosas eran como eran y debía aguantarse. Sonrió de nuevo al mirar al profesor Warren. Ágata estaba pasando por lo mismo que ella había pasado a los trece años; se había enamorado de su profesor.

  Ágata sintió como su corazón saltaba en el pecho cuando, al final de la clase de interpretación, Frank la llamó. Disimuló su nerviosismo recogiendo sus apuntes.
 ―     Mañana aparecerá en el tablón de anuncios, pero me gusta decir las noticias personalmente – dijo el profesor acercándose a ella.
―     ¿De qué habla, profesor Warren?
―     De que has conseguido el papel principal en la obra. ¡Enhorabuena!
―     ¡Dios! ¿De verdad? – exclamó ella, saltando impulsivamente.
―     Sí, así es. Eres una de las mejores alumnas de este curso y no he dudado en dártelo.
―     Muchas gracias, profesor Warren, yo…
―     Ahora, vamos a trabajar juntos durante muchas horas. No es necesario que me trates con tanto respeto. Llámame Frank.
 Ágata ni se enteró de que sus pies la habían llevado ante su casa. Durante todo el camino, su mente dejó volar la imaginación y protagonizó multitud de sueños alocados. Nada más subir a su habitación, llamó a Alma y le comunicó la noticia.
 Días más tarde.
—          No, no. No es ese el tono. Muy mal. Repetiremos la escena – dijo Frank, cortando el ensayo.
—          Lo siento, pero no me sale de otra forma – se excusó Ágata, un tanto avergonzada.
  Llevaban ya tres semanas de ensayos y Ágata fallaba en nimiedades que debería haber asumido ya. Llegó a pensar, en ocasiones, que no estaba preparada, que el papel le venía grande. Frank agitó el guión delante de su rostro y la miró fijamente, algo furioso.
—          Se supone que eres una mujer despechada, amargada, llena de odio. No puedes hablarle al causante de tus penas de esa forma, Ágata. ¡No estás pidiendo un sándwich en la cafetería! Debes mascar cada palabra; tu voz debe destilar odio y pasión a la vez. Tus ojos deben apuñalarle. Eso es lo que debes sentir.
 —          Lo siento.
—          ¡Y no digas más “lo siento”! ¡Afirma tu carácter!
  Ágata sintió como su garganta se atenazaba; un nudo, formado por la vergüenza, el desencanto y rabia, la impidió decir nada más. Las lágrimas brotaron, incontenibles, y Ágata huyó del escenario. Diez minutos más tarde, Frank llamó a la puerta de uno de los camerinos donde ella se había refugiado.
—          Ágata, por favor, ¿puedo hablar contigo? – dijo desde el otro lado de la puerta. Al no tener respuesta, empujó la puerta y entró.
  Ágata se encontraba sentada delante del espejo, secándose los ojos y retocando un poco su maquillaje.
 —          Vengo a excusarme por todo lo que te he dicho. Estaba furioso y no me he podido contener. Defecto de actor – dijo, encogiéndose de hombros.
  La broma no funcionó; ella le miró con ojos atormentados.
—          En serio, Ágata. Sé que todo esto es duro, que piensas que no lo podrás conseguir, pero sí puedes. Tienes madera y posibilidades; sólo necesitas… concentrarte.
—          No es necesario que me animes. Me he dado cuenta de que no sirvo para esto. No he podido contener las lágrimas en el escenario. Vaya fracaso de actriz – sorbió ella.
—          No, no. Estás equivocada. Los actores deben de ser totalmente impresionables, llenos de sentimientos encontrados que les permitirán adecuarse al papel. Eso es bueno, solo que debes pulirlo.
—          ¿Y cómo lo hago?
 —          Verás, tenemos aún tiempo, pero no puedo dedicártelo a ti solamente en el plató. Hay otros estudiantes que me necesitan. Si pudiéramos vernos fuera de clases… No sé, una tarde de sábado, por ejemplo. Podría enseñarte muchas cosas, trucos de la profesión, que te ayudarían a concentrarte en tu personaje.
—          Eso sería estupendo – dijo ella, animándose.
—          ¿Qué tal si vienes a mi casa este sábado?
—          Estupendo.
—          Te daré la dirección. Yo mismo te acompañaré a casa cuando acabemos.
  Ágata sintió de nuevo su corazón acelerarse. Era lo más parecido a una cita que ella pudiera imaginar.
 

La casa de Frank era bastante curiosa. Según él, la empezó a construir su bisabuelo y su padre la terminó. Grande y con un amplio jardín trasero, el edificio contenía varios estilos arquitectónicos, debido a los diversos propietarios que colaboraron en su terminación. El timbre resultó ser una graciosa cadenita que activaba un carillón. Frank la saludó y la hizo pasar. Hacía un poco de frío en la calle y la recibió con una taza de chocolate caliente que no se atrevió a rechazar, aunque en casa nunca lo tomaba, pues cuidaba de su silueta.

   Frank entró en materia rápidamente y repasaron partes del guión. A medida que pasaban las horas, Ágata se sentía mucho más cómoda y llegaba a bromear constantemente. Se le pasó el tiempo volando y Frank, cual solícito caballero, la acompañó a casa en su coche. Ágata suspiró a solas en su dormitorio; estaba viviendo algo especial, casi un cuento de hadas.
  Durante dos semanas, la chica acudió puntualmente casi a diario. Los dos habían llegado al acuerdo de que debían repasar diariamente. Frank hizo mucho hincapié en que no debía comentar con nadie aquellas clases particulares, porque las había negado a muchos otros alumnos. Aquello convirtió la relación en algo especial para Ágata. Frank la ayudaba a ella, sólo a ella. La hacía sentir que era parcialmente suyo.
—          Inspira profundamente; relájate – la aconsejó a la tercera semana.
  Los dos estaban de pie en el centro de lo que él llamaba su estudio. Una amplia habitación de madera en el piso bajo, en parte biblioteca, en parte escenario. Ágata se sentía un poco nerviosa, a pesar de la gran confianza que había nacido entre ambos. Estaban repasando la escena final y era bastante difícil. Norma, su personaje, por fin encontraba el amor, después de ser golpeada duramente por los hombres. Era una especie de reconciliación con la vida. Frank interpretaba el rol de Néstor, el grave y profundo Néstor, psicólogo y viudo.
   Ágata se situó en posición. El final ocurría en uno de los puentes de Paris, acodados contra la pétrea barandilla. Para facilitar la escena, la chica se acodó en el pequeño mostrador de nogal del coqueto bar que Frank mantenía en su estudio. Sonrió cuando tuvo que imaginarse que el río Sena corría detrás del mostrador.
—          La vida no tiene por qué ser sólo sufrimiento, Norma – dijo Frank, colocándole una mano en el hombro, cariñosamente.
—          Entonces, ¿por qué sufro constantemente? ¿Por qué me trata así? – repuso ella.
—          No es la vida, Norma, y creo que te has dado cuenta finalmente. Eres tú. Te has encerrado tanto en ti misma que has creado una concha que nada puede traspasar. Has vivido con odio y rabia. Es hora de que te deshagas de ese bagaje, por el bien de tu hijo y por…
—          Sigue, Néstor, no calles. ¿Qué ibas a decir? ¿Por nuestro bien?
—          Sí.
—          ¿Qué futuro tendremos? Ambos somos seres incompletos, sin ilusiones.
 —          Yo sí tengo ilusiones, Norma – susurró Frank, tomándola de la barbilla y mirándola a los ojos.
  Ágata confundió por un momento la realidad. ¡Qué hermoso sería que le dijera eso a ella y no a su personaje! Ni siquiera se acordó que debía volver la cabeza para que Néstor no pudiera ver sus lágrimas. Se le quedó contemplando, alelada.
—          Tengo ilusiones para los dos y para Ben. No tengo hijos, pero quiero a ese chiquillo como si fuera mío. Deseo pasar el resto de mi vida junto a vosotros y cuidar de una familia – dijo Frank sin dejar de mirarla.
—          Fra… Néstor, ¿puede suceder eso? ¿No volverá el pasado para burlarse?
—          Cariño, el pasado está muerto. Déjalo enterrado. Confía en mí, confía en el amor…
—          Oh, Néstor, abrázame y no me dejes jamás – dijo ella, apoyando su cabeza en el pecho de Frank. Aquello era el fin, el telón debía caer en ese momento.
  Sin embargo, Frank hizo algo que no estaba en el guión. Le levantó el rostro con un dedo y se inclinó sobre ella. Ágata contempló aquel movimiento como si lo hiciera a cámara lenta. Ni siquiera se dio cuenta de que abrió sus labios, deseosa. El hombre la besó, dulcemente. Ella cerró los ojos y se dejó abrazar. La lengua de Frank rozó sus labios, atormentándola. Fue un instante mágico, memorable.
—          ¡Oh, Dios! ¿Qué estoy haciendo? – se apartó Frank vivamente, dejándola totalmente sorprendida y a punto de caer hacia delante. – Lo siento, me he dejado llevar por el papel. Soy tu profesor; esto está mal.
—          No pasa nada, Frank. Ha sido una reacción normal. Yo también he sentido… – intentó calmarle, pero el hombre empezó a pasear por el estudio como una bestia enjaulada.
—          ¿A quien intentó engañar? No es el papel, eres tú… Ágata, será mejor que te vayas. Llamaré un taxi y…
—          ¿Por qué? ¿Qué hemos hecho de malo? – imploró ella. Su corazón latía muy rápido y sentía escalofríos.
—          Lo siento, pero debes marcharte.
—          Frank, por favor, no le des tanta importancia. Sólo ha sido un beso.
—          No lo entiendes, ¿verdad? – dijo él, girándose hacia ella y tomándola de los brazos, fuertemente. – No eres consciente de tu propia belleza, ¿no es cierto? Me estás volviendo loco; me desconcentro cuando te miro a los ojos. Siento un nudo doloroso en mi pecho y sufro cuando sales por esa puerta. Me estás volviendo loco, Ágata, con tu inocencia, con tu candor, y no puedo negarlo por más tiempo.
  Fue el turno para Ágata de sentirse atontada. ¡Frank la quería! ¡La quería de verdad!
—          Esto no puede suceder. No debo comprometerme de esta forma – murmuró Frank, soltándola y saliendo del estudio.
  Ágata se quedó como en trance. Aquella revelación la cogió desprevenida. Tanto soñar e imaginarse situaciones parecidas no la habían preparado para la realidad. Notó como las lágrimas acudían a sus ojos. Se sintió desesperada. Al cabo de unos minutos, Frank se asomó al estudio.
 —          He llamado a un taxi. Sobre la mesa del vestíbulo hay dinero. Por favor, acéptalo y márchate ahora. No volveremos a vernos aquí. No puedo dejarme atrapar por esta espiral. Discúlpame, te dejaré a solas.
—          No, Frank, no quiero que…
  Pero el hombre se marchó. Escuchó crujir las escaleras de madera que conducían al piso superior. El llanto se apoderó de ella, de forma atenazante, enmudeciendo cualquier oportunidad de hablarle. Ágata esperó el taxi fuera de la casa y llegó a su casa sintiéndose la mujer más desgraciada del mundo.
—          Frank, necesitamos hablar – le dijo ella, aprovechando que nadie estaba cerca. No tuvo más remedio que abordarle en la clase porque ni siquiera contestaba a sus llamadas telefónicas. Habían pasado tres días desde aquello.
—          Sí, sería lo mejor – dijo el hombre, asegurándose que nadie les escuchaba. Los demás estudiantes estaban saliendo de clase. – Ven a la hora del almuerzo al estudio de grabación. Estaré allí pasando unas copias.

La siguiente clase se convirtió en eterna. Ágata no dejaba de pensar en lo que estaba dispuesta a decirle y no sabía cómo hacerlo. Le había dado vueltas en su cabeza durante los tres últimos días y se había decidido finalmente. Dio de lado a Alma con una excusa cuando salieron de clase. No tenía hambre, no podía pensar en comer. Se dirigió al estudio de grabación, sabiendo que estaría vacío. Frank acostumbraba a revisar sus propias copias y lo hacía aprovechando el momento de descanso del personal. Tendrían intimidad para aclarar lo que sucedía entre los dos.

  Frank estaba de pie delante de la gran mesa de control y escuchaba atentamente un pasaje cuando ella abrió la puerta. Se miraron sin decirse nada.
—          Frank, yo… – empezó a decir Ágata, pero el hombre la cortó con un gesto.
—          No hace falta que digas nada. Lo he pensado y lo mejor será que te cambies de clase. Te daré una buena nota y te pasarás con el profesor Clems. Es un buen educador.
—          Pero…
—          Es lo mejor para los dos. No puedo soportar verte todos los días, sintiendo que me consumo por dentro. Me has llegado muy adentro, Ágata, no me será fácil olvidarte.
—          Frank, por favor, déjame hablar – exclamó ella, nerviosa y con el rostro arrebolado.
  Frank calló y se dejó caer en la silla giratoria del control. Encendió un cigarrillo y aspiró con fuerza.
—          Lo que… sientes, también lo siento yo – dijo, inclinando la cabeza. – Te he admirado desde el principio y… me he enamorado de ti. Intenté que no sucediera, pero mi imaginación y mi corazón pudieron más que la lógica. No tenemos por qué separarnos.
—          Oh, Dios, no es posible… – jadeó él. – Es lo peor que podía ocurrir. ¿Sabes qué pasará? Finalmente, se enterarán y seremos la comidilla de todos. Eso si tus padres no se me echan encima. Eres demasiado joven, Ágata.
—          ¡Frank! Yo te… quiero — estalló ella en un llanto algo histérico.
—          Oh, mi pequeña, mi dulce pelirroja – la consoló Frank, abrazándola. – No llores. Está bien, no nos separaremos. Shhhh… no llores más.
  La acunó entre sus brazos, meciéndola y susurrándole palabras de aliento y cariño. Ágata se sintió mujer entre sus brazos, querida y confortada. No quería que la soltara.
 —          No te preocupes, ya pensaré algo – le dijo cuando se calmó. – Lo importante es que lo mantengamos totalmente en secreto. Debes hacer lo que te diga, en todo momento, y fingir que no ocurre nada. ¿Podrás hacerlo?
—          Sí, dices que soy una buena actriz – contestó ella, sorbiendo por la nariz.
—          Así me gusta. Claro que eres una buena actriz. La mejor. Ahora, vuelve a la cafetería y reúnete con tus amigos. Ya nos veremos más adelante.
  Frank se sentó sobre su escritorio y sacó una botella de coñac, reserva para las ocasiones especiales, de la cual se sirvió una copa. Estaba prohibido tener alcohol en la academia, pero nadie registraba sus cajones. Alzó la copa y sonrió.
 —          Por ti, mi bella pelirroja. Has caído en la trampa como una novata. Ni siquiera distingues una buena actuación, así que no llegarás lejos en este mundo – dijo, bebiendo un trago.
 

Relato erótico: “El arte de manipular 2” (POR JANIS)

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UNA EMBARAZADA2Ágata oteó el largo pasillo de la academia, pero no le vio. Hacía ya dos días desde que se habían declarado mutuamente y no le había visto desde entonces. Ansiaba su compañía; la necesitaba, sobre todo para reafirmar su compromiso, para escucharle decir de nuevo que la quería. Ni siquiera había dormido bien desde entonces y tuvo que obligarse a calmarse ya que sus padres sospechaban que algo ocurría al verla tan agitada. Quería que la abrazara, que la mimara, que la besara tiernamente y le susurrara su amor al oído. Quería hacer todas aquellas ñoñerías que siempre había despreciado en las películas románticas.
  No fue capaz de aguantar más de media mañana y salió a buscarle. Finalmente, le encontró preparando la obra entre bambalinas, a solas. Frank la escuchó llegar. Sus zapatos planos rompieron el silencio de la sala de actos.
—          Ágata – murmuró él.
—          Quería verte – susurró ella, aún más bajo.
  Frank miró hacia la puerta y agitó una mano en su dirección.
—          Ven, deprisa. No has debido venir, puede entrar cualquiera.
—          Necesitaba verte – repitió ella. 
  La condujo detrás del telón y la abrazó entre dos decorados verticales. Allí estaban a salvo de cualquier mirada.
—          Lo siento, no quería regañarte. Me alegro tanto de que hayas venido – le dijo, acariciándole el sedoso cabello rojizo.
—          Oh, Frank, ¿por qué no nos vemos en tu casa?
—    Hoy no puede ser. Tengo una reunión con el consejo administrativo – le dijo, atrayéndola más contra su pecho. – Eres tan bonita, tan perfecta. He soñado contigo. Tenía muchas ganas de ti…
  Con aquellas palabras, Frank derribó cualquier posible barrera y se inclinó sobre ella, besándola tiernamente. No utilizó la lengua en un primer momento, sino que dejó que sólo los labios aspiraran la fresca boca. Ágata gimió y se pegó a su cuerpo todo lo que pudo. Le echó los brazos al cuello y fue ella misma la que introdujo su lengua en la boca del hombre. Frank se dio cuenta de que no era ninguna experta besando y eso le gustó aún más. Él se encargaría de educarla.
  Ágata notó la erección del hombre contra su vientre y se turbó un poco, pero no quiso apartarse. Las manos de Frank recorrieron su espalda hasta llegar a sus nalgas, las cuales acarició suavemente a través de la tela de la larga falda. Ella jadeó en su boca. Aquellas manos la enloquecían. Fuertes, cálidas, amorosas.
—          Oh, Ágata, no puedo resistirlo más… – susurró Frank, besándola en el cuello.
  Una de sus manos abandonó el trasero y ascendió lentamente por el costado de la chica, hasta acariciar uno de los pechos, ocultos bajo el jersey de lana. Ágata sintió como sus pezones se erguían ante la caricia. Nunca la habían tocado de esa manera y lo estaba deseando.
—          Frank, Frank… aquí no… – jadeó ella, sin voluntad alguna.
—          Sueño con acariciarte, con gozarte, una y otra vez. Cenar y reírnos a la luz de las velas, bañarnos juntos en agua caliente, viajar…
  Las palabras la desarmaban, anulaban su mente. La mano que le atormentaba los pechos bajó a lo largo de su vientre y se apoyó contra su pubis, tocando el elástico de las bragas. Sin querer, lanzó su pubis hacia delante, gozosa. Sin dejar de susurrarle palabras de amor, Frank le fue alzando lentamente la falda hasta dejar al descubierto sus bragas. La apoyó contra el cartón piedra del decorado que tenía a la espalda. Ella abrió un poco más las piernas al notar la presión de la mano que se coló por debajo del elástico de las bragas. Frank jugueteó con uno de sus dedos sobre el vello púbico, preguntándose si sería igualmente rojizo. Finalmente, al notar que Ágata estaba dispuesta y abierta para él, hizo descender su mano aún más, acariciando la vulva y el clítoris. La chica se estremeció y cerró los ojos. Sus dedos se enroscaban en el pelo de su nuca, siempre abrazada a su cuello. Se quedó casi colgada de él. La masturbó lentamente, mirándola a la cara, aprovechando que ella no le miraba. Le excitaban aquellos pequeños gestos de su rostro al gozar de la caricia. Observó como se humedecía los labios, como entreabría la boca, como respiraba agitadamente. Su cuerpo vibraba con la cadencia de los dedos del hombre.
—          Ah, roja mía, goza de mi mano, gózala…
—          Frank… ¡Frank! Ya… ya no… yaaaa… – gimió ella, estremeciéndose totalmente. Sus muslos se cerraron y aprisionaron la mano de su profesor. Él la besó largamente en la boca, acallando sus suspiros.
  Cuando Ágata se marchó de allí, su mente aún le daba vueltas. Se sentía eufórica y locamente enamorada. Ahora, deseaba estar más a solas con él, mucho más tiempo…
Días más tarde.
  Frank la vio llegar a través del jardín. Sonrió con una mueca. Ágata estaba despampanante. Seguramente se había arreglado para él. Minifalda, tacones de mujer y, seguramente, alguna blusita que ahora tapaba la cazadora. Removió con la cuchara la taza de chocolate caliente, disolviendo la cápsula de Loto Azul que había vertido en el oscuro líquido. De esa forma, sería más sencillo.
  Abrió la puerta y la chiquilla se le lanzó en los brazos, abrazándole y besándole apasionadamente, antes de que pudiera cerrar la puerta.
—          Eh, con calma. Déjame que cierre la puerta – le dijo.
—          ¡Tenía muchas ganas de verte! – exclamó ella, quitándose la cazadora. Había imaginado bien. Una blusita de seda azulada apareció debajo. – No veía llegar la hora de estar contigo.
  “Está colada. Ha llamado doce veces en estos dos días”, se dijo él.
—          Tranquila, tenemos toda la tarde para nosotros. Ahora, nos tomaremos un par de chocolates calientes y charlaremos.
—          No quiero chocolate, Frank. Me salen granos.
—          No te preocupes. Es bajo en calorías. Además, nos servirá para relajarnos.
  Se sentaron a la mesa de la cocina, como dos viejos amigos, y sorbieron de sus tazas. Hablaron sobre las clases, sobre el tiempo, pero la mirada de Ágata estaba fija en él y, finalmente, la conversación derivó hacia sus sentimientos.
—          Esto es algo muy serio, Ágata. Tengo edad suficiente para ser tu padre. No quiero que esto sea un simple ligue de verano – dijo él, muy serio.
—          Ni yo tampoco. Te quiero, Frank. No podría vivir sin ti.
—          Eso es aseveración muy fuerte. Eres demasiado joven para decir algo así.
—          Es lo que siento.
—          Tienes que comprender que no soy ningún adolescente. Ya he pasado por todo eso. Mi relación con una mujer debe ser plena y satisfactoria. Ya no tengo edad para juegos de manos. Quiero un compromiso absoluto, tal y como yo me entrego.
—          Lo entiendo – dijo ella, bajando la vista y enrojeciendo. Sabía a lo que Frank se refería. Aunque era virgen, estaba dispuesta a entregarse totalmente, a dejar que le enseñara todo su saber y compartir su cama. No era tonta. – Estoy preparada. He acudido al médico. Sabía que esto pasaría.
  “Buena chica. No hubiera querido utilizar condones”.
—          Hablaba generalmente, Ágata. No soy un viejo verde que persigue a las niñas. Pero, dejémonos de seriedades y divirtámonos. ¿Sabes?, he pensado en dar una vuelta en el coche esta tarde. Te llevaré a un par de sitios que conozco.
  Con alegría, pudo ver la desilusión, por un momento, en el rostro de Ágata. La chiquilla estaba preparada para hacer el amor y no se lo había pedido. Pero Frank no quería correr. Tenía en mente otras ideas mejores a la larga.
  Aquella tarde, visitaron un zoo y un museo, cogidos de las manos, como amantes. Ágata se lo pasó muy bien, sobre todo cuando la llevó a cenar a un sitio elegante. Era como revivir una vieja película. Se sentía fogosa y ardiente. Hubiera querido demostrarle su amor haciendo el amor en cualquier lugar, en un portal o en el coche. Durante la cena, llegó a acariciarle la pierna bajo la mesa en un par de ocasiones, pero él la recriminó con la mirada.
  Las tardes se sucedieron, los paseos continuaron. Ágata se acostumbró al rito del chocolate y a las reprimidas caricias en lugares públicos. Quería mucho más, pero también se sentía feliz así. Sin embargo, una semana después, el tiempo era tan malo que decidieron quedarse en casa de Frank. Éste la condujo hasta un coqueto salón y puso música.
—          Baila para mi – le pidió, sentándose en el sofá.
 Totalmente desinhibida por el Loto Azul que llevaba tomando días, Ágata, con una sonrisa, se contoneó delante de él, lascivamente, subiéndose la falda lentamente pero sin enseñar nada. Frank sonreía y aplaudía o la animaba según la ocasión. Ágata se sentía flotar; su sangre corría por las venas como si fuese fuego líquido. Su mirada se clavó en la entrepierna del hombre, una y otra vez.
—          Acércate, ángel mío – susurró Frank.
  Ella se acercó hasta quedar delante de él, de pie entre sus rodillas. Intuyó que lo que había estado esperando, sucedería ahora.
—          Eres una diosa, una aparición – dijo Frank, inclinándose hacia delante y colocándole las manos en la parte baja de los muslos que la falda dejaba al descubierto. – Déjame adorarte como un pagano…
  Muy lentamente, fue subiendo las manos, introduciéndolas bajo la falda. Sintió el suspiro y el envaramiento de Ágata, pero no se opuso. Pellizcó la vulva con dos de sus dedos, por encima de las bragas. Notó la humedad en la prenda. Ágata estaba dispuesta, siempre lo había estado. Frotó el nudillo de su dedo índice contra la vagina, presionando el clítoris. La chiquilla se abrió de piernas y se inclinó un poco hacia delante, apoyando sus manos sobre los hombros de Frank, aún sentado. Tenía los ojos cerrados y rotaba las caderas lentamente, disfrutando de la caricia.
Frank le bajó muy lentamente las bragas, a lo largo de las piernas. Ágata levantó un pie y luego el otro para que pudiera retirar completamente la prenda íntima. Frank colocó sus manos sobre las nalgas, atrayéndola contra su rostro. Apoyó su nariz y boca sobre su vientre, lamiendo y mordisqueando sobre la falda. Con un gruñido, la chiquilla se levantó la falda hasta que el hombre pudo lamer la piel desnuda. Quería sentir su boca en su sexo, de una vez. El hombre se aplicó a la tarea, deslizando su lengua sobre el clítoris y los labios. Abrió éstos con sus dedos y la penetró con la lengua. Ella retozó, abrumada.
—          Oh, Frank, no puedo… más… – gimió.
  Él se apartó; no quería que se corriera aún. Le sacó la blusa por la cabeza y la dejó totalmente desnuda. Se puso en pie y la abrazó; se besaron largamente, con sus afanosas manos recorriéndose el cuerpo mutuamente. Frank deslizó una mano sobre los enhiestos pechos, irguiendo los pezones todo lo que pudo. Ágata volvió a gemir. Tomó una mano de la chiquilla y la condujo lentamente hasta su entrepierna. La dejó allí, complacido de que ella explorara manualmente su entrepierna.
—          Desabrocha mi pantalón – le dijo al oído.
  Ágata le obedeció y le bajó los pantalones hasta quitárselos. Aferró, sin que le dijera nada más, el bulto que crecía bajo los calzoncillos.
—          Ven, quiero sentir tu boca en mi – la atrajo hasta acostarla sobre él en el sofá.
—          ¿Mi boca?
—          Sí, devuélveme la caricia que te he hecho.
  Ágata, aún dubitativa, se concentró en la ingle del hombre, sacando el miembro de su encierro. Lo sopesó, manipuló y admiró un momento, antes de acercar sus labios. Después, la pasión se apoderó de su mente y Frank no tuvo que indicarle nada más. Era la primera vez que chupaba una polla pero, instintivamente, sabía lo que tenía que hacer. A Ágata le encantó el sabor y la textura. Le alucinó volcar todo su ardor en aquel miembro que se alzaba como un dios. Sentir cómo palpitaba dentro de su boca cuando lo engullía o acariciar aquellas bolsas peludas. Frank se retorcía con cada caricia y eso la volvía frenética.
—          Espera, espera. Quiero hacerte mujer – la apartó Frank, a punto de correrse.
  La tumbó en el sofá, con las piernas abiertas, y se colocó entre ellas. Ágata se colgó de su cuello y le besó profundamente. Se mordió un labio cuando sintió aquel émbolo separar sus vírgenes carnes. Finalmente, la tuvo dentro completamente y el dolor menguó, convirtiéndose en una molestia ocasional que pronto desapareció. Bajó sus manos hasta colocarlas sobre las nalgas del hombre, pellizcándolas. Se sentía morir y excitantemente viva a la vez. Ahora comprendía mucho mejor el deseo de todas aquellas mujeres que sufrían por sus hombres. Frank embestía en su interior y Ágata se sintió parte de él, de su vida; le pertenecía. Gritó cuando se corrió y siguió gimiendo cuando el hombre se derramó dentro de ella, una sensación indescriptible, tranquilizadora.
  Dormitaron en el sofá casi toda la tarde, estrechamente abrazados y desnudos, acariciándose ocasionalmente y sin decir ni una palabra. No hacía falta.
Días más tarde.
—          ¡Ágata! – la interpeló Alma en el pasillo de la academia. – He visto al profesor Warren en la sala de actos. Me ha preguntado por ti. Por lo visto, te busca para una prueba de maquillaje o algo así.
—          Gracias, Alma – dijo Ágata cambiando el rumbo.
—          Estás muy ocupada con esa obra, ¿no? Se nota que es muy importante para ti.
—          Sí, por el momento, llena mi vida. Debo irme, perdona. Después, nos veremos.
—          Desde luego.
  Si no hubiera estado tan cegada, se hubiera dado cuenta que Alma sospechaba de algo. Pero solo pensaba en reunirse con su amado. La había llamado. Descendió hasta el sótano desde donde pretendía acceder a las bambalinas sin ser vista. Una voz la llamó desde el almacén de trajes.
—          Ágata.
  Reconoció ese tono de voz. Estaba lleno de deseo, de urgencia. Su coño se inflamó nada más escucharle.
—          Ven aquí. No nos verá nadie.
  la abrazó nada más entrar, acariciándole el respingón trasero con ansias.
—          No puedo más. Voy a reventar. Tengo la polla llena de leche para ti, mi dulce roja.
  Con esas palabras, se desabrochó la bragueta, sacando su polla ya crecida. La instó a que se arrodillara, justo detrás de uno de los grandes baúles que contenía trajes de época. Ágata tomó aquella polla adorada con sus labios, tragando todo lo que pudo. Al mismo tiempo, se llevó una de sus manos bajo la falda. Desde que se veía con Frank, solo utilizaba faldas cortas o amplias. A su profesor no le gustaban los pantalones en las chicas. Además, así era más cómodo a la hora de hacer el amor clandestinamente. Su coño ardía. Se acarició el clítoris con un dedo; ella también estaba deseosa.
—          Buena chica, buena chica. Ven, túmbate sobre el baúl. Te la voy a meter por detrás…
  Gimiendo por la excitación que la embargaba, Ágata se tumbó de bruces sobre el gran baúl, quedando con la cabeza un tanto baja y las nalgas al aire. Nunca le había dicho el placer que sentía cuando la hablaba así, cuando la trataba como un objeto, pero parecía que Frank lo supiese. Le levantó la falda por detrás y le bajó las bragas. Le acarició el coño a placer, incluso lo lamió fugazmente. Después, puesto en pie e inclinado sobre ella, condujo con una de sus manos la polla hasta el orificio apropiado. La penetró de un golpe, con fuerza. Ágata gritó, pero se aguantó. Sabía que era así como le gustaba a su profesor. Pronto estuvo gozando con los embistes de su hombre. La presión del cuerpo de Frank sobre su espalda la aplastaba contra el baúl, cortándole casi la respiración. Las fuertes manos le apretaban las nalgas con avidez y podía escuchar la respiración afanosa de Frank sobre su nuca.
—          Mi pequeña actriz putilla, ¡qué coño tienes, madre mía! ¡Me enloquece, me sorbe entero! – masculló Frank.
  Ágata ya no sabía dónde estaba; el placer la envolvía en olas cada vez más fuertes. Con un estremecimiento, se corrió; siempre lo hacía antes que él.
—          Vamos, tómala toda. Trágatela…
  Ágata se deslizó hasta el suelo y reptó hacia su macho, que empuñaba firmemente su polla. Ésta temblaba entre sus dedos, prontas para descargar. No tuvo más que lamerla un par de veces y el semen le salpicó la cara. Aún recordaba la primera vez que lo había hecho y lo feliz que se había sentido Frank. Le dijo que era maravillosa, que hacía lo que una mujer de verdad hacía para su hombre. No le gustaba demasiado tragarse el esperma; sabía salado y algo acre, pero quería contentar a Frank siempre que pudiera. Se lo tragó todo y limpió el pene con la boca.
  Poco después, los dos estaban hablando de la obra sobre el escenario, como si no hubiera ocurrido nada, aunque ella le devoraba con los ojos cuando no miraba nadie.

La obra fue todo un éxito según Frank. La verdad es que el público se puso en pie para aplaudir. Ágata quedó muy convincente en su papel de Norma y sus padres la felicitaron por todo lo que había aprendido en el verano. Tuvo la certeza que podría seguir en la academia cuando empezara el curso del instituto. Aquella noche, en la celebración, no pudo acercarse a Frank más que como alumna y, la verdad, es que deseaba follar con él.

—          No te preocupes, Ágata. Mañana lo celebraremos a solas, como se debe – le dijo en una ocasión en que estuvieron solos un minuto.
  A la tarde siguiente, hicieron el amor con locura y bebieron champán. Cuando acabaron, Frank trajo un estuche a la cama.
—          Es un regalo muy especial para mi mejor actriz – le dijo.
—          Oh, ¿qué es? – preguntó ella, incorporándose sobre un codo, desnuda como una Venus.
—          Algo que te hará recordar este día siempre y que contribuirá a nuestra felicidad. Ábrelo.
  El estuche era rectangular y estrecho. Seguramente, se dijo, contendrían un reloj o una pulsera. Ágata pensó que Frank era muy romántico al regalarle aquello. Abrió el estuche y se quedó mirando el interior, sin comprender en un principio.
—          ¿Qué es? – preguntó, desconcertada.
—          Es lo que se llama vulgarmente un ensanchador. Es de plata pura – dijo Frank, quitándoselo de las manos.
—          ¿Un ensanchador para qué?
—          Para tu precioso culito, mi amor. Ha llegado la hora de poseerte por ahí, mi vida.
—          ¿Por el culo? ¡Me harás daño! — exclamó ella, asustada.
—          No te preocupes. Para eso es este aparatito – explicó, alzándolo entre sus dedos.
  Se trataba de un tubo romo, parecido a un consolador, pero sin forma explicita, de plata. Resplandecía bajo la luz de la lámpara. Tenía una largura de unos quince centímetros y no tenía más de dos o tres de circunferencia. Frank lo desarmó y Ágata comprendió que se componía de varias piezas. Todas de la misma forma, pero con tamaños diferentes.
—          Empezaremos con éste – dijo, enseñándoselo. – Es poco más grande que un supositorio. Te lo insertaré en el recto y lo llevarás durante toda una semana, a todas partes, en todo momento. Así, tu esfínter se dilatará. Dispone de una cadenita para retirarlo en cualquier caso que se engancha al elástico de las bragas. Al cabo de una semana, aumentaré el tamaño hasta que te acostumbres.
—          Frank, no quiero hacer eso. No estoy segura…
Frank la miró, con esa expresión molesta que tanto le dolía.
—      ¿No harías eso por mí? Piensa en cómo voy a gozarte de esa forma, en la felicidad que nos dará. Si fueras mayor, no tendríamos que utilizar este ensanchador, sino que ya te habrías entregado a mí por tu voluntad.
  Ágata no supo qué replicar; siempre se quedaba sin palabras ante sus propuestas.
—      Ya verás. No es doloroso. Puede que sea un poco molesto cuando te sientes, pero en cuanto te acostumbres, pasará. Además, me han dicho que puedes llegar a gozar en silencio mientras lo llevas. Déjame que te lo meta…
  Ágata no supo negarse y, como un niño con un regalo nuevo, Frank corrió a por una crema al cuarto de baño. La puso de bruces, con una almohada en el pubis para levantarle las nalgas. Embadurnó muy bien el ensanchador así como el recto, usando su dedo meñique. Al sentir aquel contacto, Ágata se tensó, nerviosa, pero reconoció que era placentero. El ensanchador penetró muy lentamente un par de centímetros y ella se quejó. Frank la consoló hasta introducirle los otros cuatro centímetros que faltaban.
—      Probablemente se te saldrá en más de una ocasión. Quiero que me prometas que te lo volverás a introducir. No debes estar ni un momento sin él. ¿Me lo prometes?
—      Sí – respondió ella, quejosa.
  Le estaba costando trabajo mantenerse sentada en la silla. Ni siquiera escuchaba lo que el profesor estaba explicando.
—      ¿Te ocurre algo, Ágata? – le preguntó Alma, a su lado.
—      No, sólo estoy un poco nerviosa, eso es todo.
  La verdad es que el ensanchador presionaba su recto con fuerza. Aquella misma mañana, Frank le había introducido la tercera y penúltima pieza en el trasero, había comenzado la tercera semana de su especial aprendizaje y, con ella, el curso escolar. Tenía que darle la razón a Frank. Gozaba en innumerables ocasiones llevando el ensanchador en el culo. Cualquier movimiento un tanto forzado, o simplemente sentarse, la ponía frenética. Cuando se acostaba, debía masturbarse hasta quedar rendida, agobiada por el tremendo calor que sentía en el ano.
  La semana pasada, Frank la desvirgó analmente, cuando retiró la primera pieza del ensanchador. Le dolió una barbaridad, pero Frank parecía frenético por hacerlo. Cada tarde, la penetró analmente y, a la tercera ocasión, no sintió apenas dolor y si placer; un placer indescriptible y nuevo.
  “Oh, me he puesto cachonda al recordar”, pensó al notar cómo su coño se humedecía
—      ¿Puedo salir un momento? – preguntó al profesor, levantando la mano.
  Se dirigió a los lavabos, dispuesta a masturbarse furiosamente antes de regresar. A la hora del almuerzo, acudió al despacho de Frank, quien la hizo pasar, con un beso.
—      Me está matando – le dijo ella.
—      Te gusta, ¿eh? – sonrió él.
—      No puedo concentrarme en nada mientras que lo llevo puesto.
—      De eso se trata. Veamos cómo estás.
  Ágata solo necesitó una indicación para saber lo que Frank quería. Se acercó al sofá y se quitó la ropa, aún de pie. Después, se arrodilló sobre el mueble y apoyó sus manos sobre el asiento, quedando a cuatro patas, con el trasero alzado. Frank se arrodilló detrás de ella y tiró de la cadenita que colgaba. El ensanchador salió lentamente, produciéndole escalofríos. El hombre lo dejó caer en una palangana preparada para tal efecto, llena con agua, jabón, alcohol y colonia, en donde el instrumento se enjuagaría. Frank dejó caer un buen hilo de saliva en el ano y, a continuación, introdujo su dedo índice completamente.
—      ¡Estupendo! Estás muy abierta ya.
—      Entonces, ¿no me tengo que poner más ese cacharro?
—      Oh, de eso nada. Hay que completar las cuatro fases. Sólo una semana más y se acabó. Tranquila, pequeña. Es por tu propio bien.
  Mientras hablaba, la mano de Frank le acariciaba el coño lentamente, incrementando la excitación que la muchacha ya sentía. Ella agitó sus caderas, dispuesta.
—      Y ahora, vamos a probar ese negro agujerito – dijo él, bajándose la cremallera.
  Ensalivó un poco más el ano y condujo su miembro hasta el esfínter, presionando en él con el glande. Ágata se mordió el labio y se relajó; sabía, por experiencia, que si no se relajaba, el pene nunca entraría y le haría daño. Lentamente, el miembro fue desapareciendo en su interior, tragado por el recto. El miembro de Frank era algo mayor que el ensanchador y le costó trabajo meter más de media polla, pero lo consiguió. Ágata se sintió totalmente llena, desbordada. Sintió unos deseos inmensos de defecar, pero se aguantó. El dolor empezó a menguar. El ensanchador cumplía con su misión. Jadeó en cuanto Frank empezó a bombear. El glande rozaba las paredes de sus intestinos y eso la enloquecía. Su coño moqueaba literalmente. Tuvo que llevar un par de dedos a su clítoris y masajearlo para procurarse el placer que su cuerpo le pedía.
—      Oh, Dios, ¡qué culo! – exclamó Frank, aprisionado por el esfínter.
—      Oooh…. uuuuh… – jadeó ella, febril.
—      ¡No puedo más!
—      ¡Eso! ¡Riégame por dentro! ¡Suelta tu leche en mis tripas! – aulló Ágata, corriéndose.
 Cayeron hacia delante, Frank sobre ella, desfallecidos.
La próxima semana, te la meteré entera, ya lo verás – le dijo Frank, besándola en la mejilla.
 

Relato erótico: “el arte de Manipular 3” (POR JANIS)

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JEFAS PORTADA2 Los meses pasaron, Navidad estaba cerca. Ágata miró la nieve acumulada en la entrada de su casa a través de la ventana. Pensaba en sus relaciones con Frank y en cómo le gustaría pasar la Noche Vieja con él, pero eso no era posible. Ambos tenían compromisos ineludibles con sus respectivas familias. Pero le echaba de menos. Durabte esas blancas vacaciones, no tenía apenas excusas para pasar las tardes con él y no se veían tan frecuentemente. Ágata no era tonta, reconocía que se había convertido en un mero juguete sexual para Frank, pero le quería tanto, dependía tanto de él, que estaba dispuesta a acatarlo todo con tal de seguir juntos.
  Ya era toda una experta en penetraciones anales, vaginales, en felaciones y en otras lindezas parecidas. Frank no cesaba de enseñarle cosas nuevas y, la verdad, es que le gustaban, aunque se sintiera, a veces, demasiado utilizada. Ni siquiera le reprochaba no salir ya a pasear, ni que la tratara brutalmente en ocasiones. Cuando Ágata se plantaba en la casa de su amante, llevaba el coño encharcado y sólo pensaba en disfrutar.
  Cualquier psicólogo de tres al cuarto, podría haberle dicho, sin dudar un instante, que ese hombre la había acondicionado mentalmente y moralmente para ser su esclava. Sin embargo, en esta ocasión, se había rebelado. La última proposición de Frank la tomó por sorpresa. Unos días atrás, le insinuó que le encantaría verla jugar con otra mujer y compartirla con ella.
—      ¿Has pensado alguna vez en la tremenda sexualidad de las mujeres? Según las encuestas, más del sesenta por ciento de las féminas se declaran bisexuales o han tenido alguna experiencia sáfica en su juventud. ¿Y tú? – esas fueron sus palabras.
  Ágata le respondió que no había tenido ninguna relación con otra mujer y que no le interesaban. Sólo le quería a él.
—      Bueno, es solo una fantasía común en los hombres, pero, dime la verdad, ¿no has imaginado nunca hacer un trío? ¿Sentir las suaves manos de otra mujer mientras tu amante te colma?
  La verdad era que no y así se lo dijo. Poco después, se encontró discutiendo con Frank y éste la cortó de mala manera. La empujó sobre el sofá y se puso en pie, furioso.
—      ¡Ya te avisé que no estarías preparada para esta relación! ¡No tengo por qué aguantar el sermón de una adolescente celosa y enamorada! ¡Compórtate como una mujer o bien márchate!
  Ágata se marchó, llorando. No pudo dormir en toda la noche, era la primera discusión que mantenían y el miedo de perderle se apoderó de ella. Al día siguiente, le llamó, dolida pero asustada. Le encontró frío y distante en su conversación telefónica. Oh, sí, Frank se excusó por aquellas duras palabras, pero ella supo que no estaba arrepentido. Sin embargo, cuando fue a verle aquella tarde, Frank se comportó de forma exquisita y la sacó a pasear y a merendar, como hacían antes. Pero no cesó en su idea. Cuatro días más tarde, retomó el tema, en su casa.
—      ¿Has pensado en lo que te dije? – le preguntó mientras le acariciaba los senos, ambos recostados en el amplio sofá y mirando la televisión.
—      ¿Sobre qué?
—      Sobre mantener relaciones con otra mujer.
—      ¡Frank! Creía que…
—      Lo digo en serio, Ágata. Soy mayor que tú y tengo otras aspiraciones, otros gustos. Te quiero, Ágata, no lo dudes, y he disfrutado mucho enseñándote, pero no me llena lo suficiente. Debes estar dispuesta a dar todo lo que tienes dentro de ti, como yo lo hago por ti. Pongo en peligro mi trabajo, mi reputación y todo cuanto me rodea, sólo por estar contigo. ¿Qué me ofreces tú?
  Ágata se quedó callada. En eso tenía razón; ella no perdía nada.
—      Compréndeme, chiquilla. No es mi intención engañarte; no quiero a otra persona. Solo que me desvivo con la simple idea de verte retozar con otra mujer. Mira, compruébalo tú misma. Solo mencionarlo me ha puesto a cien – le dijo, tomándola de la mano y conduciéndola hasta su entrepierna. El miembro estaba duro y rígido.
—      Frank, no sé. Nunca he pensado en ello. No creo que me vayan las mujeres.
—      ¿Cómo lo sabes? Tú misma me has dicho que reconoces a una mujer bonita cuando la ves. Eso es que te fijas en ella. Sólo tienes que probarlo. Podemos invitar a quien desees o a una profesional, si quieres. Nos tomaríamos el tiempo necesario antes de dar ese paso. Charlaríamos, nos veríamos varias veces, cenas, cine o lo que sea, hasta tomar confianza. Si no te gusta por entonces, pues lo dejamos. Pero, en esta vida, hay que probarlo todo, pequeña.
—      ¿Y si te gusta ella más? – se atrevió finalmente a confesar su miedo.
—      Así que era eso, ¿no? – sonrió él. – Chiquilla, he tenido muchas mujeres en mi vida. De hecho, sabes que he estado casado, pero ninguna, y repito ninguna, me ha llenado como tú lo haces. Eres muy especial para mi, si no, no habría estado tonteando contigo todos estos meses, arriesgándome a todo. No te preocupes, no voy a saltar sobre otra chica por que me atraiga más, no soy de esos. Además, haremos una cosa. Sólo me limitaré a mirar si quieres, sin intervenir hasta que tú misma me lo propongas, ¿de acuerdo?
—      No sé, no sé. Esto es demasiado gordo para mí.
—      Mira, piénsalo bien. Hay tiempo de sobra. Cuando estés segura, me lo dices. No volveremos a hablar del tema hasta entonces, te lo prometo, pero quiero que pienses en ello, ¿me lo prometes?
—      Sí.
  Y en eso estaba, pensándolo mientras miraba por la ventana de su dormitorio. Al final había llegado a una conclusión. Si se negaba, sabía que le perdería. Si aceptaba, se hundía un poco más en su dominación. En realidad, no llegó a sopesar nunca la balanza. La simple idea de perderle la volvía enferma, físicamente. No tenía elección.
   Era la víspera de Noche Buena y nevaba. Ágata consiguió que sus padres la dejaran salir de noche, gracias a una excusa en donde intervino su buena amiga Alma. Les dijo que pasaría la noche en su casa. Alma, por su parte, estaba bastante intrigada con los asuntos de su amiga, a la que no veía ya tanto como antes. Suponía que había encontrado un chico, quizá algo mayor que ella y por eso mismo, no quería decirle nada a sus padres por el momento, pero ella era su amiga y no comprendía porqué no se sinceraba con ella. De todas formas, decidió ayudarla para, más adelante, presionarla y saber de qué iba la cosa.
  Cuando el taxi la dejó delante de la casa de Frank, se sorprendió de ver todas las luces de la casa encendidas. Varias guirnaldas de luces adornaban el porche.
—      Hola, Ágata. Estás preciosa – le dijo él, abriendo la puerta antes de que ella llegara al porche.
  La chiquilla vestía un elegante vestido de noche, largo y oscuro, que resaltaba aún más su pálida piel y el fulgor de sus cabellos. Bajo el chaquetón de piel, que Alma le había prestado, llevaba toda la espalda al descubierto. Bajo el vestido, no llevaba ropa interior alguna pues se notaba debido a lo ceñida que quedaba la prenda.
—      Veo que has decorado tu casa.
—      Suelo hacerlo todos los años, aunque no creo realmente en la Navidad. Es una costumbre, una tradición. Vamos, pasa, te presentaré a nuestra invitada.
  Ágata se tensó al escuchar aquellas palabras. Sabía que ella estaría allí, pero, en ese momento, al tener que verla en persona, estuvo a punto de echarse atrás. Finalmente, inspiró profundamente y entró en la casa. Los dos habían quedado de acuerdo para contratar a una profesional. Una chica limpia, bonita y adecuada, que ninguno de los dos conociera o pudiera encontrarse después. Frank se encargó de todo.
  Nada más entrar, en el amplio vestíbulo, la vio. Se trataba de una joven morena, de unos veintidós años quizá. Su cabello era largo y lacio, de un negro muy intenso que no parecía teñido. Seguramente no lo era porque la chica parecía tener mezclas de sangre, quizá una cuarterona. Era bastante atractiva y con un cuerpo que se adivinaba – mejor dicho se entreveía – bajo la estrecha y corta falda que dejaba todas sus espléndidas piernas al descubierto. Un top ceñido y de fantasía remataba su indumentaria. Sus ojos eran oscuros y rasgados, con las largas pestañas bien arregladas y el contorno pintado de oscuro.
—      Ágata, te presento a Jezabel – dijo Frank.
—      Hola – respondió la prostituta.
—      Encantada – susurró Ágata.
—      Antes de que entremos más en materia, quiero advertirte que Jezabel es universitaria y estudia Empresariales. Solo se dedica a esto temporalmente, para reunir dinero para sus estudios. Así que podemos hablar con ella de cualquier tema – dijo Frank. – Y ahora, ¿salimos?
  Frank las llevó a cenar a Indor’s, un exclusivo restaurante del centro de la ciudad. Muchos de los clientes giraron sus cuellos para seguir el paso de aquellas dos despampanantes hembras. Por un momento, Ágata se sintió orgullosa de su porte y, aunque sonara a locura, orgullosa de que Frank llevase del brazo a dos bellezas como ellas. Empezaron a divertirse cuando el camarero dejó caer su bandeja llena de copas al entrever los deliciosos senos de Jezabel desde su posición ventajosa. A pesar de sus dudas, Ágata reconoció que Jezabel era una chica inteligente y divertida.
—      No quiero entrometerme en lo que no es asunto mío, pero me pregunto cómo os conocisteis – les dijo Jezabel.
—      Bueno, es una historia un tanto peculiar – respondió Frank. – Soy profesor de arte dramático y trabajo en una academia. Ágata era alumna mía y bastante buena. Le di el papel protagonista de una obra y nos quedamos varias veces a solas, cotejando datos y esas cosas. Nos enamoramos sin darnos cuenta.
—      Suena romántico, pero ella es un poco joven para ti, ¿no?
—      El amor no tiene edad, Jezabel.
—      Pero el sexo sí – dijo con una sonrisa encantadora.
—      No te preocupes, no tendrás ningún problema con la ley. Es mayor de edad, aunque parece más joven.
—      ¿Y tú? ¿Cómo te metiste en este mundo? – preguntó Ágata, negándose a ser ignorada.
—      Bueno, fue toda una tribulación. Provengo de un pueblecito de Alicante y estaba más que harta de ver los mismos rostros siempre. Aproveché una beca para venir a esta universidad, aún a costa de enfurecer a mi padre. Pero no soportaba más a aquellos palurdos. Pequé de ingenua y me enrollé con quien no debía. Me hizo perder la beca al bajar mis notas. Claro que Samuel me enseñó todo lo que sé y disfruté durante esos meses, pero me di cuenta de que estaba echando mi vida por alto, así que le dejé. Decidí seguir estudiando y me matriculé por libre. Conseguí un piso y me encontré sin dinero. Los conocidos de Samuel me sacaron del apuro y me indicaron cómo ganar dinero rápidamente. No soy una puta callejera. Escojo a mis clientes y no tengo a nadie que me controle. Cuando Frank solicitó a la agencia una chica de mis características, me reuní con él y me gustó lo que me propuso. De hecho, me resultó intrigante, así que acepté. Ya que nos estamos sincerando, debo deciros que no hay ningún compromiso por parte alguna. Si en algún momento de la noche, decido echarme atrás, me marcharé. Yo funciono así.
  Jezabel parecía saber lo que quería y aquello le gustó a Ágata. Se sintió más cercana a ella, debido, quizá, a la similitud de sus relaciones.  
—      Me parece perfecto – respondió Frank. — ¿Qué os parece si cenamos?
  La charla continuó durante la cena, pero sobre temas más intrascendentes. Jezabel les confesó qué tipo de cine le gustaba y cuales eran sus obras preferidas. Ellos hablaron de su trabajo y estudios. Se contaron anécdotas divertidas y Ágata y Jezabel compitieron por ver quienes de las dos ponía más nervioso al camarero, insinuándose. En un momento determinado de la cena, Ágata respingó al sentir un pie descalzó ascender por sus piernas, bajo la mesa. Miró a Frank, pero éste estaba ocupado en relatarle a Jezabel cuando Leonardo DiCaprio asistió a sus clases. Jezabel parecía muy interesada en el tema, pero la miraba a ella de reojo; era su pie el que la tocaba. Tragó saliva, nerviosa, y juntó las rodillas. El pie de Jezabel, al encontrar tal resistencia, se retiró.
—      Siempre me he preguntado si es tan difícil interpretar un papel – le preguntó Jezabel directamente a Ágata. Ésta, tomada por sorpresa, no supo qué contestar. – Vamos, vamos, no te quedes ahí aislada. Ven, acércate más a mi, participa en la conversación – le dijo la morena, de forma desenfadada y tirando de su silla hacia ella.
—      Sí, vamos, Ágata. Te has quedado muy callada de repente.
  Quiso decirle a Frank lo que estaba sucediendo, pero comprendió que era eso lo que él buscaba. No se atrevió a defraudarle y se acercó a Jezabel.
—      Bueno, depende el papel que te den. Por ahora, creo que es cierto lo que dicen que un papel cómico es mucho más difícil que uno dramático. No se me da muy bien hacer reír a la gente – dijo, tomando un sorbo de su copa de vino.
—      Bueno, yo creo que lo difícil tiene que ser llorar. No puedo derramar unas lágrimas sin motivo, es imposible para mí, y eso que me vendrían muy bien en algunas ocasiones.
—      Todo tiene sus trucos – respondió Frank – pero me gano la vida enseñándolos, así que te tendrás que matricular para saberlos.
  Los tres se rieron y fue, en ese momento, cuando la mano de Jezabel se posó sobre el muslo de Ágata. A pesar de sus palabras, Frank se lanzó a explicar algunos de esos trucos que utilizan los actores. Jezabel seguía, muy atenta, sus explicaciones. Pero, bajo la mesa, su mano acariciaba apasionadamente el esbelto muslo de la pelirroja. Ágata bajó sus manos y las posó sobre la mano de la morena, impidiendo el avance. Ésta la miró de reojo y la sonrió. Ágata supo qué quería decirle, sin palabras. Retiró las manos y las colocó sobre la mesa, sin saber qué hacer con ellas.
  Notó como la mano de Jezabel hurgaba entre su vestido, buscando la apertura de la falda, aquella raja que dejaba al descubierto buena parte de sus piernas. Finalmente, la encontró. Sus dedos se deslizaron sobre la pierna, ahora solo las medias la separaban del tacto de la piel, pero no pareció importarle. Con una lentitud desesperante, aquellos dedos subieron entre los muslos, obligando a Ágata a separar las piernas, no tanto para disimular como por su propio placer. Esa caricia la estaba poniendo nerviosa y no sabía si era excitación o temor lo que sentía. Los pantys cubrían su sexo, pues no llevaba bragas. Notó como la mano se detenía un momento, quizá sorprendida de encontrarla desnuda, pero siguió inmediatamente su avance. De esa forma era mejor, no existían apenas obstáculos. Acarició el pubis y deslizó un dedo sobre la vulva cubierta.
  Ágata se estremeció involuntariamente y se abrió más, lanzando sus caderas hacia delante. Ahora sabía, estaba segura, de que era verdadera excitación lo que sentía. Quería que Jezabel la tocara y eso era lo que Frank también quería. La contempló de reojo, observando aquellos golosos labios que sonreían a su hombre mientras la acariciaba a ella. Era hermosa y la deseaba; no sabía cómo actuar con una mujer, pero la deseaba. El dedo de Jezabel siguió frotándola, cada vez con más presión, haciéndola vibrar. En un instante, tuvo que cerrar los ojos, incapaz de aguantar el placer. Estuvo tentada de bajar sus manos y apretar aún más el dedo contra su clítoris, pero se contuvo. Se dejó ir y gozó lentamente, en silencio. Sus piernas se cerraron, avisando a Jezabel que se había corrido. Ésta retiró la mano y siguió charlando. Tomó su copa de vino y movió el líquido con un dedo para después, llevárselo a la boca y chuparlo. Un acto inocente, pero Ágata se dio cuenta de que el dedo que se había llevado a la boca no era aquel que había mojado en vino, sino con el que la había acariciado. Estaba catando sus humores y, al parecer, le gustaron. Jezabel la miró y sonrió; se entendieron de nuevo.
—      ¿Pedimos el postre? – preguntó unos minutos después Frank.
  Los tres entraron en la casa, abrazados y riéndose. Frank encendió la luz y tiró las llaves sobre la mesita del recibidor.
—      No creo que ese chaval olvide esta noche en la vida – dijo aún riéndose. – Eres una buena actriz, Jezabel. Tu imitación del anuncio Lewi’s ha sido muy buena.
—      ¡No podía creer que estuvieras haciéndolo de verdad! – exclamó Ágata. – Deberías haberle visto la cara cuando te bajaste los tirantes y le enseñaste los pechos.
—      Se la vi, le estaba mirando. “¿Puedes inflármelos un poco? Están algo alicaídos”. ¿Quién sería el que inventó esa frase? Me parece algo estúpida.
—      Lo que creo es que hemos bebido demasiado vino – dijo Frank. “Mezclado con un poco de Loto Azul, por supuesto”, pensó para sí.  — ¿Qué tal si lo rebajamos con un poco de champán?
—      Me parece perfecto – respondió Jezabel.
—      Está bien, voy a por una botella a la cocina y por las copas. Ágata, pon un poco de música, por favor.
  La pelirroja encendió el equipo y empezó a sonar el último CD de Elthon John, lento, empalagoso y romántico. Las dos chicas se sentaron en el sofá.
—      Me lo he pasado estupendamente esta noche – dijo Jezabel.
—      Sí, yo también – no quería mirarla por el momento. Estaban a solas y temía la situación.
—      Creo que tú lo has pasado mejor que ninguno, ¿no?
—      Bueno…
  La llegada de Frank, con la botella y las copas, las interrumpió.
—      Brindemos por una nueva amistad – dijo, descorchando la botella y llenando las copas.
—      ¡Por una nueva amistad! – corearon los tres cuando tuvieron los vidrios en la mano.
—      Oh, me encanta esta canción. Es una de mis preferidas – exclamó Jezabel, soltando su copa sobre la baja mesa. – Me gustaría bailarla – dijo mirando a Frank.
—      Oh, no cuentes conmigo. Tengo los pies planos para eso. Por eso mismo, no triunfé en Broadway. Nunca he sabido bailar.
—      Vaya, ¡qué fastidio! – rezongó Jezabel, colocando sus brazos en jarra. – Pero no pienso quedarme sin bailar esta noche. ¿Qué tal si lo hacemos tú y yo? – preguntó volviéndose hacia Ágata.
—      ¿Yo?
—      Sí, así como aprenden a bailar las chicas, con una amiga. Vamos, no me dirás que nunca lo has hecho, ¿no?
—      Bueno, sí, pero…
—      Pues, no se hable más. Arriba – dijo, tirando de ella.
  Frank sonrió y se arrellanó mejor en su sillón, contemplando a las dos chicas abrazarse. Ágata parecía un poco forzada y tensa, pero asumió su papel de chica en el baile. Jezabel la llevaba. Su polla se alzó al verlas abrazadas, sobre todo cuando la morena bajó sus manos hasta posarlas en lo más bajo de la espalda de Ágata, con toda confianza. Giraban lentamente, al ritmo de la música.
—      Vamos, relájate. Apoya tu cabeza en mi hombro – le dijo Jezabel.
  Ágata, como siempre, obedeció. Se recostó contra el cuerpo de la morena, subiendo más

sus brazos y colgándose de su cuello. Cerró los ojos y se abandonó. Notó como las manos de Jezabel se introducían por la amplia apertura del traje de noche, a su espalda. Las sintió descender por sus nalgas, introducirse bajo el elástico de los pantys y sobar a placer sus cachetes. La verdad es que lo estaba deseando. Estaba de nuevo cachonda, muy cachonda. Jezabel estuvo mucho tiempo acariciando su trasero, tanto que la canción acabó y empezó otra. Entonces, se inclinó hacia delante y mordisqueó la oreja de Ágata suavemente y, a continuación, descendió por su cuello, deslizando su cálida lengua por él. Ágata se estremeció toda entera y se pegó aún más, enterrando su rostro en el hombro de la morena. Las manos de Jezabel abandonaron sus glúteos y subieron hasta apoderarse, fugazmente, de sus senos. La morena, con una sonrisa, notó los pezones endurecidos bajo la tela. Siguió besando el cuello y acariciando todo el cuerpo de Ágata. Ésta empezó a jadear y a moverse lánguidamente, frotándose. Había llegado el momento de pasar a mayores.

  Jezabel echó su rostro hacia atrás y levantó el de Ágata. La miró a los ojos, contemplando sus atractivos rasgos, luego, lentamente, volvió a inclinarse, buscando aquellos labios. Ágata abrió los suyos, dispuesta a recibirlos. Cualquier duda desapareció de su mente. No existía el asco, nunca había existido, ahora lo sabía. Atrapó con sus labios aquella lengua movediza y ronroneó en la boca de Jezabel. El beso se hizo aún más profundo. Ágata se atrevió a bajar sus manos de la nuca de la morena y acariciar toda su espalda hasta llegar a las nalgas, que apretó con compulsión. Eran prietas y redondas, perfectas. Encendida por un deseo que nunca creyó sentir, bajó más aún una de sus manos, acariciando el moreno muslo. Jezabel también llevaba medias, pero de color natural.
—      Oh, vamos, ya no puedo más. Cómeme el coño, niña. Llevo toda la noche deseándolo… – le dijo Jezabel apartándose y conduciéndola hasta el sofá de nuevo.
  Jezabel se sentó, abierta de piernas, y se remangó la falda, revelando que sus medias no eran pantys, sino auténticas medias con liguero. Se apartó las bragas con un dedo, enseñando un pubis totalmente rasurado y un sexo oscuro y apetitoso. Ágata impulsada por la mano de Jezabel y por su propia curiosidad, cayó de rodillas entre sus piernas. Sus ojos no se apartaban de aquel sexo; la atraía poderosamente.
—      Cómetelo ya, no puedo más…
  Ágata se inclinó sobre la entrepierna de la morena y aplicó su lengua donde más placer sentía ella, sobre el clítoris. Jezabel botó sobre el sofá y aferró la cabeza de Ágata con las dos manos, frotándose contra ella.
—      Sí, así, mi niña. Méteme la… lengua adentro… – susurró.
  Frank se frotó las manos mentalmente. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Ágata no había puesto ninguna pega y parecía solícita y deseosa. Disfrutó, con los ojos bien abiertos, de la escena. Jezabel era toda una hembra.
—      Uuuuhh… uunm… aaaah…aaaa… – se corrió Jezabel, retorciéndose. Entre sus piernas, Ágata se quedó jadeante, saboreando la miel de su nueva amiga. Era deliciosa.
—      Lo has hecho muy bien para ser tu primera vez – le dijo Jezabel acariciándole la cara y metiéndole un dedo en la boca, que succionó con placer. – Ahora, te toca a ti. Ven, que te quite toda esa ropa.
  Ambas se pusieron en pie y Jezabel la fue desnudando.
—      Oh, Dios, ¡qué hermosa eres! – se quedó la morena impresionada al ver el cuerpo desnudo.
 Jezabel la tumbó en el sofá y se acurrucó entre sus piernas. También ella se había desnudado. Le abrió las piernas y paseó una mano por su entrepierna, entreteniéndose con los rizos pelirrojos de su pubis.
—      Eres preciosa – murmuró y se inclinó sobre el coño, devorándolo.
  Ágata estuvo a punto de aullar. Gozaba mucho cuando Frank se lo hacía, pero no era apenas comparable a la sensación que la recorría en ese momento. Los labios de Jezabel eran suaves y calientes; sabía cómo y dónde lamer. Se contorsionó y acarició, a la misma vez, la larga cabellera oscura. Jezabel se apartó un momento y la miró, aupándose.
—      Ágata… necesito una polla ahora mismo en mi coño. La necesito. ¿Dejarás que Frank me la meta, por favor? – la estaba suplicando y era cierto; no era ninguna comedia.

Ágata no pudo contestar, no tenía voz, pero asintió. No le importaba en ese momento. Jezabel era parte de ella. La morena alzó su grupa y miró a Frank con toda intención, antes de seguir con su lamida. El hombre se levantó del sillón y se desnudó. Después, con la polla tiesa se acercó a la puta. Le dolían los huevos de lo excitado que estaba. Tanteó el coño con la mano, comprobando lo lubricado que estaba y, cuando intentó penetrarla, Jezabel se retiró.

—      Un momento, un momento, esto hay que hacerlo bien – dijo tomando su bolso del suelo. De él, sacó un spray de Diotoxin con el cual roció la polla de Frank. Eso se la puso aún más dura. Era la primera vez que veía el producto, pero había escuchado hablar de él. Cien por cien eficaz contra cualquier enfermedad contagiosa y venérea. Antes de meterla, se dijo que tendría que agenciarse un aerosol de ese tipo.
  Jezabel suspiró al sentir la penetración. Cerró los ojos y dejó de lamer el coño de Ágata para atender su propio placer. Eran contadas las ocasiones en que perdía la cabeza con un cliente y se dijo que debía ser a causa de aquella chiquilla que la excitaba tanto. En ese momento, lo hubiera hecho gratis. No tenía forma alguna de saber que la habían drogado con el Loto Azul. Estuvo a punto de gozar de nuevo y no quiso hacerlo tan rápido. Se contorsionó, obligando a Frank a sacársela.
—      Ahora le toca a ella, no quiero acapararte – dijo con una sonrisa.
—      Pon el culo, Ágata. A ti por el culo – gruñó Frank, molesto por no poder seguir follando con Jezabel.
  La prostituta se quedó impresionada al ver cómo la chiquilla se daba la vuelta y sin más preparación, le metía el cipote por el trasero. Ni ella misma podía hacer eso. Sin duda estaba bien educada.
—      Por favor, Jezabel… ven – murmuró Ágata, inundada por el calor de la polla. – Quiero lamerte de nuevo…
  La puta se sentó en el sofá, la espalda apoyada contra el brazo del mueble y las piernas abiertas. De esta forma, Ágata le comió el coño divinamente, haciéndola gozar de una manera sublime, que no recordaba haber sentido nunca. Ágata se derrumbó sobre su vientre al correrse, pero Frank no parecía dar muestras de fatiga.
—      Límpiamela, quiero follarme a Jezabel de nuevo – le dijo a su amante.
  De nuevo, Jezabel quedó atónita cuando la chiquilla le lamió la polla, tragándose sus propios excrementos. En ese momento, se apenó un poco por ella. No tenía edad para hacer todas esas cosas. estuvo a punto de impedirle a Frank que la penetrara, pero necesitaba aquel dinero. Frank la tomó en la posición del misionero, mientras que Ágata, recuperándose, le acariciaba la espalda y los testículos desde atrás.
—      Es guapa, ¿verdad? – le susurró Ágata al oído mientras bombeaba en su interior. – Quiero que te la folles, que la hagas gozar como me haces gozar a mí. Lo desea y lo merece.
  Frank, enardecido por aquellas palabras, gruñó y culeó salvajemente, orquestando otro orgasmo para Jezabel.
—      ¡Ahora, las dos! ¡Chupádme la polla las dos! ¡Quiero correrme sobre vuestras caras! – aulló Frank, saliéndose de Jezabel.
  Las dos chicas se pusieron a cuatro patas y se pelearon por tomar la polla con la boca. Densos borbotones surgieron y salpicaron sus bocas y narices mientras Frank les tiraba fuertemente del pelo.
—      Oh, Dios, ¿qué locura! – susurró Ágata mientras Jezabel le lamía el semen de la cara. Frank se había derrumbado a su lado, en el sofá.
—      Tienes razón. Es una locura muy excitante – respondió Jezabel. Ágata le devolvió la limpieza, riéndose.
—      ¿Te quedarás a dormir? – le preguntó la pelirroja.
—      Si no os importa. Es demasiado tarde para regresar
—      Hay habitaciones de sobra – replicó Frank, encendiendo un cigarrillo.
—      Vamos, te enseñaré tu habitación – le dijo Ágata, poniéndose en pie y cogiéndola de la mano, ambas aún desnudas. — ¿Vienes, Frank?
—      Ahora no, voy a quedarme un ratito aquí – dijo, expulsando el humo hacia el techo.
  Las contempló correr desnudas escaleras arriba, riéndose. Sabía lo que iban a hacer a continuación, pero él no podía más. Quizá se había pasado con la droga. Bueno, de todas formas, quedaba noche por delante.
—      ¿Te arrepientes de haberlo hecho? – le preguntó Jezabel, abrazando por detrás a Ágata y besándole la espalda. Las dos estaban bajo el chorro caliente de la ducha.
—      No. En un principio, creí que sería algo traumático, pero no lo ha sido. Me gustas mucho, Jezabel.
—      Y tú a mi, cariño.
—      No, lo digo de verdad.
—      Y yo. Podemos ser buenas amigas y vernos en horas no laborables, ya sabes.
—      ¿De verdad? – se giró Ágata, abrazándola.
—      De verdad. Te daré mi dirección. Vivo sola. Y no estoy hablando como una profesional. Sólo te pongo una condición.
—      ¿Cuál?
—      Que vengas sola y que no le digas nada a Frank.
—      ¿Por qué?
—      Solo te quiero a ti, no a él. Con él, son negocios. ¿Lo entiendes?
—      Sí.
—      Entonces, bésame.
  Las dos juguetearon un rato con las lenguas hasta que Jezabel cerró el grifo y se secaron mutuamente.
— Ahora, veamos si esa cama es tan confortable para los tres. Quiero comerte el coño toda la noche… – le dijo Jezabel tirando de ella.

 Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es

 
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Relato erótico: “El arte de manipular 4” (POR JANIS)

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 La Navidad pasó, la primavera llegó. Ágata se sentía algo deprimida mientras caminaba hasta la casa de Frank. En estos meses, su relación con Jezabel había fructiferado de veras. Acudía un par de veces en semana al piso de la morena y se amaban toda la tarde. En esos momentos, no se acordaba de Frank para nada. Sin embargo, más tarde, su culpabilidad y su dependencia la atormentaban hasta que volvía a ver a Jezabel.
  Jezabel era algo especial para ella. La morena asumió perfectamente el rol dominante y la hacía vibrar. Salían de compras juntas y se comportaban como buenas amigas, cuando, en realidad, eran más bien marido y mujer. Jezabel consiguió un vibrador especial en un sexshop con el cual le encantaba penetrarla. La poseía como si fuese un hombre y Ágata enloquecía con ello.
  Frank no la besó cuando abrió la puerta. Estaba preparando un poco de té en la cocina. Se limitó a saludarla, un tanto fríamente, y ella supo que algo pasaba. Él se giró y la miró, atentamente.
—      Tenemos que hablar – le dijo. –Siéntate.
  Ágata lo hizo en una de las sillas y apoyó las manos sobre la mesa de madera.
—      ¿Qué sucede, Frank?
—      Sé lo tuyo con Jezabel.
—      Oh, Dios mío… – susurró ella.
—      Lo sé desde hace tiempo. Comprendo que tienes edad para estar con otra gente, para descubrir cosas nuevas. Por eso mismo, no te he dicho nada antes. Pensé que volverías a ser la misma, pero no ha sido así.
—      Lo siento, Frank, yo no quería… – las lágrimas brotaron, incontenibles.
—      No quiero disculpas. Te has comportado de un modo completamente egoísta, Ágata. Me has traicionado, engañado. Yo la compartí contigo y sólo la he visto cuando tú estabas delante. En eso quedamos, te lo prometí, ¿no? Entonces, ¿por qué lo has hecho?
—      No lo sé. Me siento muy bien con ella. Es como una amiga.
—      Tienes otras amigas y no te acuestas con ellas. ¿Por qué tiene que ser diferente?
  Lo que más le dolía es que Frank no le gritaba; se mantenía frío y firme. Supo que estaba a punto de perderle y el llanto arreció.
—      Perdóname, Frank. Sucedió así, sin más. No la volveré a ver más.
—      Vete, no quiero seguir hablando por ahora – dijo él, marchándose de la cocina.
  Tardó mucho tiempo en regresar a casa. No quería que sus padres la vieran en ese estado. Finalmente, consiguió serenarse y regresó, pero se negó a cenar y se encerró en su habitación. Se excusó con sus padres achacándole su estado al periodo. Se dejó caer en la cama y siguió llorando. Después, un poco más calmada, estuvo tentada de llamar a Jezabel y contárselo todo, pero se reprimió. Ya había hecho suficientes tonterías. Primero debía ver en que quedaba todo con Frank. La simple idea de ser repudiada por su hombre le causó un malestar físico que la postró en la cama al día siguiente. Estaba en medio de una depresión.
  Al tercer día, llamó a Frank.
—      Ven, tenemos que hablar – le dijo lacónicamente. Así que ella acudió, preparada para lo peor.
  Se sentaron como dos desconocidos, de nuevo en la cocina, frente a un té moruno.
—      Le he dado muchas vueltas al asunto y sólo he llegado a una conclusión – dijo él.
—      ¿Cuál? Estoy dispuesta a redimirme.
—      He perdido la confianza en ti y debes hacer que la recupere. Es como un castigo, ¿lo comprendes?
—      Sí.
—      ¿Estás dispuesta para escucharme?
—      Sí, haré lo que sea.
—      No me entrometeré en tu relación con Jezabel. La comprendo. Puedes seguir viéndola, pero, a cambio, te pediré una cosa.
—      Dilo ya.
—      Como tu falta ha sido agenciarte una mujer para ti sola, sin compartirla, ahora quiero que me consigas una mujer para mí, para mi solo. Después, podremos compartirla si quieres.
—      ¿Eso es todo? Puedo buscar a otra que no sea Jezabel. Sólo lo hemos hecho con ella, pero me acostumbraré y…
—      No quiero una profesional. Tiene que ser una chica normal, una amiga tuya, la que yo elija.
—      Pero… – se asombró Ágata. — ¿Cómo puedo yo…?
—      Esa es la condición. Si no puedes cumplirla, lo mejor será que desaparezcas de mi vida.
  Ágata se quedó callada, la cabeza inclinada. Frank tenía razón a su manera, toda la culpa era suya.
—      Está bien. ¿Quién es la chica?
—      Que conste que no es nada personal, pero tengo que escoger a alguien especial, alguien a quien quieres y respetas para que el castigo sea eficaz. Quiero que sea tu amiga Alma.
—      ¿Alma? Dios santo, Alma… No puedo hacerlo. No quiero hacerla daño.
—      Es ella o nadie. Tú tienes la culpa y debes pagar.
—      Pero, ¿cómo voy a convencerla de que se entregue?
—      Creo que ya sabes cómo tienes que hacerlo, pero, de todas formas, puedo darte un par de consejos. Por lo que sé, tu amiga no sale con ningún chico y se preocupa mucho por ti. Tú misma me lo has dicho. La he observado en ocasiones, cuando estáis en la academia. Te come con los ojos; está enamorada de ti.
—      ¡No puede ser! ¡Alma no es…!
—      Como prefieras. Era solo un consejo. No nos veremos más hasta que la traigas aquí y me la entregues. Después, todo volverá a la normalidad.
—      No puedes hacerme eso, Frank. No puedo estar sin ti – gimió ella.
—      Haberlo pensado antes. Podrías haberme dicho tu lío con Jezabel y yo lo hubiera aceptado, incluso podría haberte aconsejado. Pero preferiste engañarme. Esas son mis condiciones, Ágata.
  Ágata se sintió abandonada en el momento en que salió de la casa de Frank. Por el momento, había perdido a su amante y no podía confiarle su problema a Jezabel; no lo entendería y podía perderla a ella también. Mientras caminaba hasta la parada de bus, pensó en su amiga Alma. Nunca la había atraído; bueno, ninguna chica lo había hecho hasta que conoció a Jezabel e, incluso después, no solía fijarse en ellas, pero tenía que reconocer que su amiga era bonita. Alma era morena y llevaba el pelo cortado en melenita, sobre la nuca. De vez en cuando, se pintaba el pelo con tonos rojizos. Se preguntó si Frank tenía razón y Alma lo hacía para parecerse a ella. Era un poco más baja que Ágata e igualmente estilizada. Poseía una nariz respingona y unos ojos almendrados muy dulces. Era muy morena de piel, por eso mismo, en primaria, algunos chicos se habían reído de ellas, llamándolas Blancanieves y Tizón. Su rostro era ovalado y destacaban sus labios carnosos. Poseía poco pecho, pero su trasero era respingón y muy atractivo, con unas largas piernas que ponía de manifiesto usando siempre tejanos.
  El consejo de Frank seguía dándole vueltas en la cabeza. Recordó diversas ocasiones que, en aquellos momentos, le parecieron banales e inocentes pero que, al mirarlos bajo otro prisma, cambiaban de significado. Si era cierto, tenía una posibilidad de convencerla, utilizando sus sentimientos. Eso la hizo sentirse mal. Iba a engañar a su mejor amiga por un hombre, a utilizarla como un trozo de carne. No sabía si sería capaz.
  Alma suspiró cuando Ágata salió de la habitación para traer algo para merendar. Cada vez le era más difícil mantenerse cerca de ella. Creía que con estos meses de separación la había olvidado, pero sólo había hecho falta tres días para darse cuenta que la seguía deseando. Alma nunca se lo había dicho, ni a ella ni a nadie, como todas sus amigas, había mantenido algunas relaciones con chicos, justo las suficientes para perder su virginidad y comprender lo qué era un hombre, pero nunca se sintió segura con ellos. Observaba a sus amigas en las duchas, soñaba con ellas y se masturbaba pensando en ellas. No pudo darle más vueltas; era lesbiana. Desde que asumió su sexualidad, se tranquilizó, aunque Ágata le gustaba más y más a medida que pasaban los días.
  Ahora, Ágata había vuelto a ella. Aunque no se había sincerado con Alma, ésta estaba segura de que había roto su relación con quien fuera que estuviera saliendo y necesitaba una amiga. Le estaba dando su apoyo incondicional. Durante esos tres días, habían reanudado su amistad. Fueron al cine, al zoo, a una fiesta y, ahora, pasaba el fin de semana en casa de Ágata. Quizá fuera el momento que Ágata aprovecharía para contarle todo.
  Pero Alma no las tenía todas consigo. Ágata había cambiado, había madurado. Ya no se comportaba como una adolescente, sino como una mujer. Su forma de hablar, sus gestos, su manera de andar, todo ponía de manifiesto una sensualidad recién descubierta con la que se sentía a gusto y, por ello, Alma estaba nerviosa. Antes, Ágata era una amiga hermosa a la que admirar, a la que imitar, con quien poder charlar de todos los temas; ahora, la contemplaba, la espiaba y se excitaba. Su corazón latía a todo ritmo y la boca se le secaba. Ágata estaba mucho más bella bajo esa faceta. ¿Cuántas veces se había masturbado, desnudándola en su mente, besándola con su imaginación?
  Ágata abrió la puerta y entró, portando una bandeja con unos sándwiches y unos refrescos. Se había cambiado de ropa y traía el pelo húmedo.
—      Siento haberte dejado sola, pero he aprovechado para ducharme y cederte el cuarto de baño para después. Ya me he puesto cómoda. Debes hacer lo mismo. Esta noche, mis padres salen, así que estaremos solas para ver la tele y hablar de lo que queramos.
—      Perfecto – respondió Alma, palmoteando como una chiquilla. Su explosión de alegría no era más que una tapadera para disimular su asombro cuando vio aparecer a Ágata.
  Se había cambiado de ropa, colocándose una más cómoda, de estar por casa, pero no por eso menos atrevida. Sólo llevaba puesta una amplia camisola azul, quizá de su padre, cuyas mangas llevaba remangadas por encima de los codos. La camisa no le llegaba más abajo de las caderas, por lo que cualquier movimiento dejaba ver sus braguitas rosas y caladas. Llevaba los botones desabrochados hasta muy abajo, dejando asomar parte de su vientre plano y pálido, formando un gran escote que revelaba que no llevaba sujetador. Ágata debió darse cuenta de su mirada y se disculpó por el atuendo.
—      Es que tenemos el termostato de la calefacción estropeado. No podemos regularla ni quitarla hasta que no venga el técnico – dijo. – Deberías ponerte tú también cómoda, pronto hará calor aquí.
—      No importa. De todas formas, estás en tu casa.
  Ágata colocó la bandeja sobre la mesa de estudio y se agachó para recoger varios folios que se cayeron. No se acuclilló, sino que se inclinó totalmente sobre sus piernas, de tal forma que la camisa se subió mucho, dejando ver sus nalgas cubiertas por las braguitas. Alma tragó saliva, si no la conociera tan bien, pensaría que la estaba provocando. Estaba bellísima.
  Merendaron y, al mismo tiempo, charlaron de muchos temas que llevaban atrasados. Estudios, chicos, chismes y trapos, los cuatro temas más importantes para unas adolescentes. Se rieron bastante y Ágata se revolcó sobre su cama, enseñando sus largas piernas desnudas y su pelvis, sin darle importancia. Alma, que seguía sentada a la mesa, no dejaba de mirarla con disimulo. Nunca la había visto tan desinhibida. Algo le pasaba y quería saberlo. Poco a poco, se serenó y, finalmente, bajaron a ver la tele un rato. Alma, conociendo los gustos de su amiga, escogió una vieja película, en blanco y negro, que trataba de un romance con mal final. A media película, se dio cuenta de que su amiga estaba llorando en silencio.
—      ¿Qué te ocurre? – le preguntó.
—      No… es nada. Esta película me pone triste.
—      Y por eso estás llorando a moco tendido. Ágata, va siendo hora de que me cuentes lo que te pasa. No soy tonta – dijo seriamente Alma, apagando la tele con el mando a distancia.
—      No… no es nada.
—      Vamos, vamos, soy yo, Alma. No puedes engañarme. ¿En qué lío te has metido?
—      Oh, Alma – rompió a llorar Ágata, sin freno.
  Alma dejó que se calmara un poco y escuchó en silencio.
—      Conocí a un hombre, un hombre mayor que yo. Era muy interesante, atractivo y cariñoso. Al principio, solo éramos amigos, buenos amigos. Me ayudó… bastante y, me enamoré como una tonta.
—      ¿Está casado?
—      No, divorciado – explicó Ágata, enjugándose las lágrimas. – Tampoco tiene hijos. Prácticamente, hemos vivido juntos estos meses. Sólo volvía a casa para dormir. Era tan cariñoso, tan bueno. Me ha enseñado muchas cosas, ya sabes, en la cama. Y, ahora, no…
  Alma contempló como la barbilla de su amiga hacía un mohín. Estaba a punto de echarse de nuevo a llorar.
—      … no quiere verme más. Oh, Alma, me siento tan desgraciada… – sollozó Ágata, abrazándose al cuello de su amiga.
—      Vamos, vamos, desahógate. Eso es. Llora todo lo que quieras – dijo conmovida.
—      Gracias a Dios que estás aquí. Necesito aferrarme a alguien en estos momentos – su voz sonó extraña al tener su rostro enterrado en el pecho de Alma.

La esbelta morena la acunó en el sofá, susurrándole palabras de consuelo, de cariño. Sin embargo, tenerla así entre sus brazos, tan indefensa, la excitaba, pero no quería separarla. Tratando de que se calmase, acarició su espalda y sus cabellos rojizos. Ágata se acurrucó contra ella y colocó una de sus piernas desnudas sobre su regazo. Alma se mojó los labios y bajó lentamente una de sus manos, temblorosa. Era más fuerte que ella. Colocó la palma de su mano sobre el muslo de Ágata y la acarició suavemente, como si la consolase, pero no era una caricia de consuelo. Tuvo que reprimirse para no profundizar más. Ágata levantó la cabeza y la miró a los ojos.

—      No sabría qué hacer si no estuvieras aquí, Alma. Gracias, eres una buena amiga – dijo sorbiendo. Acto seguido, la besó en la mejilla.
—      Venga ya. Tú harías lo mismo por mi – dijo Alma, quitándole importancia.
—      No, no. Eres una santa. Has aguantado todo, incluso seguiste a mi lado cuando yo te abandoné sin explicarte nada. Eres mi mejor amiga.
  Con estas palabras, Ágata se incorporó un poco más y empezó a besar repetidamente las mejillas de Alma. Ésta se sintió incómoda, nerviosa. Aquellos besos la enervaban de tal manera que no supo que pasó después, sólo que se encontró besando a Ágata en la boca, apasionadamente. Reaccionó cuando se dio cuenta de que la pelirroja no respondía a su caricia bucal; se había quedado muy quieta, con los ojos abiertos. Alma, jadeando, se apartó y desvió la vista.
—      ¿Qué… qué has hecho? – musitó Ágata.
—      Lo siento. Ha sido un impulso. No se volverá a repetir, descuida – respondió Alma, sin mirarla y levantándose.
—      Me has besado en la boca. Con la lengua – tartamudeó Ágata, aún sentada y tocándose los labios.
—      Será mejor que me vaya; es tarde.
—      ¡Santo Dios! ¿Eres… eres lesbiana, Alma?
  Alma salió corriendo; aquellas palabras sonaban tan horribles en boca de Ágata que no pudo soportarlo. La dejó en casa, sola y confusa, y corrió hasta su casa. Estuvo toda la noche llorando y tachándose de estúpida.
  Alma intentó esconderse cuando vio a Ágata en el pasillo del instituto, el lunes por la mañana. No había contestado a las llamadas de teléfono de Ágata; no se atrevía a mirarla siquiera. Pero era demasiado tarde, la pelirroja la había visto y la llamó. Su semblante era serio y su voz demasiado grave cuando le dijo que tenían que hablar. Alma asintió con la cabeza y murmuró que lo harían más tarde, cuando acabaran las clases.
—      Espérame en el patio. Hablaremos al ir para casa – la citó Ágata.
  En la clase, Alma se sentó lejos de ella, aún a sabiendas que los demás murmurarían pues llevaban sentándose juntas desde el primer curso. Pero Alma no se sentía con fuerzas para soportar las miradas de reproche de su amiga. Durante el fin de semana, Alma se había tachado de idiota redomada por no haberle dicho a Ágata lo que sentía mucho antes. Todo aquello no hubiera pasado nunca.
  Como un alma en pena, Alma esperó cabizbaja a que Ágata se reuniera con ella en el patio. La pelirroja se colocó a su lado y no la tocó.
—      Vamos al parque. Hablaremos allí a solas – le dijo y Alma asintió.
  El parque estaba vacío a aquellas horas; era un pequeño parque infantil con una arboleda que sombreaba algunos bancos. Se instalaron en uno y Ágata le preguntó:
—      ¿Por qué no me lo dijiste antes?
—      Tuve miedo. No es algo que se vocee a los cuatro vientos – respondió Alma, sin mirarla.
—      Me tomaste por sorpresa. Te aprovechaste de mi indefensión, de mi confianza – la recriminó.
—      Sí y me odio por ello; no sabes cuánto me odio, Ágata. No supe reprimirme.
—      ¿Desde cuándo sientes así?
—      ¿El qué? ¿Qué me gustan las mujeres o bien que me gustas tú?
—      Las dos cosas.
—      Hace un par de años, cuando rompí con Richard. No me sentía a gusto con ningún chico, ni siquiera me atraían. Es más, creo que salí con él por los demás. Fue entonces cuando empecé a mirar a las mujeres. Al principio, me asusté, pero asumí la evidencia. Me fijé en ti desde el principio, pero nunca me atreví a decirte nada; temía perderte.
  Ágata asintió, como si la comprendiera.
—      Alma, estoy enfadada contigo sólo por no habérmelo dicho. Lo que pasó en mi casa es una tontería. Me cogiste desprevenida y me asusté. Eso es todo.
—      Lo comprenderé perfectamente si no quieres volver a verme.
—      ¡No seas tonta! No he dicho nada de eso. Ahora mismo, nos sentimos las dos muy mal, una por un motivo y la otra por otro, pero ambas sufrimos y eso nos une aún más – dijo Ágata poniendo su mano sobre la de su amiga.
—      ¿Significa que me perdonas?
—      Claro, tonta – dijo sonriendo Ágata. – Sigues siendo mi mejor amiga, aunque un tanto especial ahora.
—      No volveré a tocarte, lo prometo – dijo Alma, apartando su mano de la de su amiga.
—      Alma, cállate y déjame hablar. Durante este fin de semana, lo he pensado mucho. Me he sentido furiosa y engañada, traicionada y abatida, pero también he sentido pena por ti. Comprendo perfectamente por lo que estás pasando, por que yo también lo he vivido. He intentado comprenderte, sentir lo que sientes al verme, y te he visto desde otra perspectiva muy diferente… – Ágata tragó saliva y retorció sus manos. Por un momento, no supo qué decir y Alma se dio cuenta de ello. – Lo que intento decirte es… que… ¡Dios, qué difícil es esto!
  Alma contuvo el aliento.
—      Lo que trato de decirte es que… si tú quieres…
—      ¿Qué?
—      Si querías enseñarme lo que siente una mujer… con otra – ahora fue el turno de Ágata de agachar la cabeza y musitar.
—      ¡Oh, mierda! ¿No te estás burlando de mí? ¿Estás segura?
—      Sí, creo que sí. Eres hermosa y me gustas. Además, nos conocemos de toda la vida. Por mucho que lo niego, desde aquella tarde, te veo de otra manera. Me gustaría mucho contentarte y tener una experiencia nueva. Es algo sobre lo que he fantaseado en ocasiones. Creo que todas las chicas lo hacen, en un momento o en otro.
—      No quiero que sea por lástima – musitó Alma.
—      No lo es, te lo juro. Es que… estoy intrigada, ¿sabes? – Ágata, entonces, la miró y, subiendo una de sus manos, la acarició el rostro, suavemente.
—      Oh, Ágata, no sabes qué feliz me haces…
—      Sí, pero esto debe quedar entre nosotras. Nadie debe enterarse. Además, tenemos que planificar el momento.
—      Sí, claro. ¿Qué tal en mi casa este fin de semana? Mis padres se van al apartamento de la playa y mi hermano nunca para en casa cuando no están.
—      Estará bien. Mientras tanto, será mejor que no nos veamos.
—      ¿Por qué? – se desilusionó Alma.
—      Porque, de esa forma, sabremos con seguridad cuales son nuestros sentimientos. Debo estar segura, ¿me comprendes?
—      No, pero se hará como dices.
—      No te pongas así. Para que veas que voy en serio, róbame otro beso.
  Alma fue de nuevo cogida por sorpresa. Miró a su alrededor; no vio a nadie. Ágata mantenía los ojos cerrados y el rostro ladeado, esperando la caricia. Alma se inclinó sobre ella y besó los sensuales labios que la enloquecían. Esta vez, Ágata respondió a la caricia y lamió fugazmente los labios de Alma. Se separaron rápidamente. Alma sintió su corazón galopar, excitado. Caminaron hasta casa cogidas de las manos y sin decir ni una palabra.
  Ágata, al igual que Alma, estaba deseando que llegara el fin de semana, aunque por un motivo diferente. La morena soñaba por las noches con aquella cita. Por fin, iba a tener a su amada entre los brazos. En cuanto a Ágata, estaba un paso más cerca de volver con Frank. Las cosas estaban saliendo muy bien. No las había planeado paso a paso, pero era la intención que portaba: provocar a su amiga en el caso de que fuera cierta su condición homosexual. Frank no se equivocó, nunca lo hacía. Para él estaba claro y ella se aprovechaba de su consejo. La verdad es que tampoco fingía con Alma. Era cierto que la veía de otra manera. Se había revestido de una sexualidad que antes nunca fue capaz de ver en ella. Su romance con Jezabel, que aún se mantenía, la ayudaba a comprenderla mejor. Decidió fingir ignorancia en el tema sáfico; sería encantador que Alma llevase las riendas, tal y como a ella le gustaba. De otra cosa que estaba orgullosa, era de su actuación ante Alma. Asumió su papel de mujer herida con facilidad; la verdad, era que la herida era demasiado reciente y se desahogó en aquel momento. Pero cuando fingió molestarse y todo aquello, estaba actuando, y, en su opinión, merecía un Oscar.
  Cuando Alma le abrió la puerta quedó bastante claro para Ágata que era el turno de la morena para intentar seducirla. Vestía una cortísima falda y una camiseta recortada justo por debajo de los senos, de color malva. Alma nunca llevaba faldas, ni cortas ni largas. Verla así impresionó a Ágata más de lo que suponía. Las bronceadas y esbeltas piernas de Alma atrajeron su mirada y se lamió los labios, excitada.
—      Vamos, pasa – le dijo la morena, cogiéndola de la mano.
—      ¿Seguro que tu hermano no vendrá?
—      Seguro. Nada más irse mis padres, metió algo de ropa en un bolso y se largó. Creo que dijo algo de un piso alquilado o algo así. Apuesto lo que quieras a que estará de fiesta todo el fin de semana.
—      Entonces, tenemos la casa para nosotras solas – se rió Ágata.
—      ¿Has tenido algún problema con tus padres?
—      No, que va. Nunca ponen pegas cuando vengo a tu casa. Llamaran por teléfono para ver cómo estamos, eso es todo.
—      Todo el fin de semana para nosotras – le dio un suave codazo Alma.
—      Sí, eso mismo.
—      ¿Qué te apetece hacer? – le preguntó Alma, abrazándola por la cintura y pegándose a ella. Ágata aún no había soltado el pequeño bolso que llevaba en bandolera y que contenía un par de mudas.
—      Bueno, no sé. Tú eres la experta en esto.
—      Es que así, en frío… ¿Qué tal si vemos la tele un rato?
—      Bueno. ¿Tienes alguna película interesante? No quisiera tragarme el tostón de todas las tardes.
—      Buscaré en el cuarto de mi hermano, a lo mejor tiene una de esas de miedo.
—      ¡Estupendo – se rió Ágata.

Las dos subieron las escaleras, cogidas de la mano. Ágata dejó su bolso en la habitación de Alma mientras que ésta rebuscaba en el cuarto de su hermano, entre las diferentes películas que tenía allí.

—      ¡Eh, Ágata! ¡Mira lo que he encontrado! – la llamó Alma desde la otra habitación.
—      ¿Qué es? – le preguntó la pelirroja acudiendo.
—      Historia de dos putas. Hospital sexual. El internado. Fiesta depravada… Hay un buen puñado – dijo Alma sosteniendo un lote de películas de vídeo.
—      ¿Porno?
—      Ajá. Mi hermanito está bien surtido.
—      Me gustaría ver una. Nunca lo he hecho.
—      Yo tampoco. Escogeré una.
  Alma escogió la del Internado. Las fotografías de la contraportada revelaban actrices jóvenes y hermosas y un par de escenas de lesbianismo. A lo mejor, ayudaba a calentar el ambiente, se dijo. Bajaron hasta la sala y cerraron las persianas.
—      ¿Quieres palomitas? – preguntó Alma antes de sentarse en el sofá.
—      Alma, esta película no es propia para eso. Además, no hace ni una hora que he almorzado. No, gracias. ¿Cuál has escogido?
—      El internado.
—      Muy apropiado – sonrió. Las dos se sentaron y Alma accionó el vídeo con el mando a distancia.
  La película empezaba con tres amigas, jóvenes y hermosas; dos morenas y una rubia. Daban una fiesta en la casa de una de ellas. Cinco chicos esculturales estaban invitados. Empezaron a jugar al stripocker y pronto se celebró una buena orgía. Las chicas mamaban pollas alternaban con los chicos. La mayoría de las veces tenían a dos tíos por cada una.
—      Hay que reconocer que esos tíos están buenos – susurró Ágata.
—      ¡Pché!
—      ¿De verdad que no te pone una buena polla?
—      Bueno, no es que me sea indiferente, pero prefiero mirarlas a ellas. La rubia esa está muy bien. Fíjate qué tetas.
—      No están mal, pero parecen operadas. Oye, Alma, ¿has mirado mucha a las chicas en el cole?
—      No es algo de lo que me guste hablar, Ágata.
—      Venga, tía, siento curiosidad.
—      Sí, de vez en cuando miraba a una chica en particular, sobre todo en el vestuario o en las duchas. Durante una temporada, Cristina Fauller me ponía cachonda con esas inmensas tetas. Pero siempre te he admirado a ti; mientras estabas delante, todas las demás desaparecían.
—      Vaya, eso es muy agradable – se sonrojó Ágata.
  En ese momento, la orgía de la televisión acabó de mala manera. Los padres de una de las chicas regresaron antes de lo debido a casa y las pillaron in fraganti. Se armó una buena escena. Como castigo, mandaron a su hija, la rubia, a un internado.
—      Tiene nombre de putilla: Tandy – dijo Ágata, de nuevo interesada en la película.
  El internado era un tanto especial. La directora, una opulenta mujer de unos treinta años, castigaba, en ese momento, a una de las internas. El escenario parecía una celda de la Santa Inquisición. Una habitación colmada de aparatos de tortura. La chica, una morenita de pelo corto y ojos cándidos, estaba atada a un potro de madera, de bruces. Su falda aparecía levantada y las bragas bajadas. La directora la azotaba con un pequeño látigo, mientras que otra profesora le introducía a la chica un consolador en el coño. La morena chillaba pero su expresión era de placer.
—      Un poco fuerte, ¿no? – musitó Ágata.
—      Sí, parece una cinta sadomaso.
  La directora dejó de azotarla para colocarse a la cabecera del potro y remangarse la falda, haciendo que la chiquilla le comiera el coño.
—      Eso ya me gusta más – se rió Alma.
  El castigo acabó y la rubia protagonista ingresó en el internado. Su compañera de habitación era una linda oriental, menuda y divertida. Aquella noche, la rubia escuchó como su compañera se masturbaba sin freno, ni vergüenza y ella la imitó. Alma miró a su amiga de reojo mientras sucedía la escena. Ágata no quitaba ojo de aquellos dedos que acariciaban las vulvas.
—      Alma, ¿en qué piensas cuando te masturbas? – preguntó Ágata, tomando a su amiga por sorpresa.
—      Bueno, yo…
—      ¿En mi?
—      Sí, sobre todo. Aunque hay veces que imagino otras chicas.
—      ¿Cómo me ves? Dime la verdad, por favor.
—      Suelo imaginarte desnuda, ya sabes. Tumbada en la cama y esperándome…
—      Es extraño saber que te ven así. No sé si estoy dolida o excitada.
—      Ágata…
—      ¿Qué?
—      No preguntes más – dijo Alma, abrazándola y besándola en la boca.
  El beso fue largo y profundo. Cuando se separaron, la escena en el televisor había cambiado y la rubia estaba lamiendo el coño de la oriental. Se quedaron abrazadas y muy juntas, sin decir nada y mirando la pantalla. La escena era buena y nada desagradable. Mantenía el ritmo y fluidez; las chicas no realizaban obscenidades, sino que se amaban lánguidamente. Alma tomó la mano de Ágata y, lentamente, la colocó sobre su muslo moreno y desnudo. La dejó allí, sin presionarla. Al poco, Ágata empezó a acariciar la piel, sin atreverse a explorar más. Alma tuvo que cogerla de la muñeca y tirar de ella para que la mano ascendiera por debajo de su corta falda. A partir de ahí, no tuvo que dirigir a Ágata. Esta había decidido que ya era el momento de dejar de hacerse la tonta; estaba excitada y quería probar a su amiga. Acarició la vulva por encima de las bragas; Alma se abrió de piernas y cerró los ojos, apoyando su frente en el hombro de su amiga. Se sentía en el cielo, ¿cuántas veces había imaginado esta escena? Ágata consiguió introducir sus dedos bajo la prenda y se apoderó del coño de su amiga. Lo notó totalmente empapado y se alegró. Su dedo índice presionó sobre el clítoris, insistentemente. Alma gimió y se recostó sobre el sofá
—      No puedo más, Ágata… O te detienes y me dejas hacer a mí, o me lo haces de una vez.
—      ¿Hacerte el qué?
—      Lamerme el coño, ¿quieres?
—      No sé hacerlo.
—      Sí sabes. Verás qué fácil. Ven…
  Con delicadeza, colocó su mano en la nuca de su amiga y la atrajo hacia ella, entre sus piernas. Se alzó la falda y Ágata le quitó totalmente las bragas. Alma se abrió de piernas, mostrando su sexo oscuro y velludo. Ágata, con afectada timidez, lamió la cara interna de un muslo, a la altura de la entrepierna, pero su amiga la obligó a ir directamente al asunto. Lamió el coño de Alma y se asombró de que fuera tan distinta a Jezabel, distinta e igualmente maravillosa.
—      Oh, sí,… así, ya… ya… estoy casi lista… Ágataaa… – murmuró al correrse.
—      Vaya. Esto no está nada mal – dijo Ágata, incorporándose y quitándose un pelo de la boca. — ¿Y ahora qué?
—      Espera un poco a que me recupere. Te devolveré esta caricia centuplicada.
 Aquella tarde lo hicieron de nuevo, esta vez más calmadas, cuando se ducharon juntas, las dos desnudas. Retozaron bajo el chorro de agua, lamiéndose mutuamente e insertando sus dedos. Después, se vistieron y salieron a comer algo. Alma se asombró cuando Ágata, aprovechando que nadie la veía, le sobó las nalgas en la cola del McDonald. Cuando regresaron a casa, se fueron directamente al dormitorio de los padres de Alma y estuvieron gran parte de la noche amándose. Alma le confesó que no era virgen pero que sólo lo había hecho una vez.
  Al día siguiente, sábado, Alma le trajo el desayuno en la cama y volvieron a yacer juntas después. En esa ocasión, Ágata bajó a la cocina y usó un plátano grande que introdujo en la vagina de su amiga a modo de consolador. Alma estaba muy contenta porque Ágata se aclimató muy bien a la situación. De hecho, la mayoría de las veces, era la pelirroja la que le metía mano y la incitaba, aunque después la dejaba hacer. Las chicas se unieron aún más, felices.
  Cuando los padres de Alma regresaron, se pusieron tristes al tener que despedirse. Durante tres días habían vivido como pareja y ahora debían separarse.
  Ágata se dijo que el momento había llegado. Alma dependía cada día más de ella. Habían pasado dos semanas desde que vivieron aquel fin de semana en casa de la morena. Ahora, Ágata la manejaba a su antojo, dejando que siempre llevara las riendas a la hora de hacer el amor, pero manipulándola. La incitaba en clase a la menor ocasión y habían llegado a hacer el amor en los lavabos y en un pequeño trastero. Alma parecía estar madura para no negarle nada a su amiga.
—      Alma… – le dijo mientras se dejaba abrazar y ambas caían sobre la cama de Ágata. Estaban en su habitación, con la excusa de estudiar.
—      ¿Sí?
—      Lo he pensado mucho…
—      ¿Qué has pensado? – preguntó Alma sin dejar de besarla y acariciarla.
—      Me gustaría que probaras con un hombre.
—      ¿Por qué? Ya lo he probado – Alma se retiró, extrañada.
—      Has probado con un chico. Estoy hablando de un hombre; alguien con experiencia. Sería ideal para nuestra relación. Así podrías comparar, no sé. Yo lo hago a cada momento y comprendo que son dos cosas distintas.
—      ¿Cómo de distintas? – Alma parecía ofendida.
—      No te lo tomes así – dijo Ágata, sentándose ella a su vez y cogiéndola de la mano. – Me lo paso muy bien contigo y, ya ves, lo hacemos a cada instante, pero sé que un hombre te puede dar algo de lo que nosotras no disponemos. Me gustaría que lo probaras. Tú misma me has dicho que una polla no te deja indiferente.
—      No es la polla, lo que no me gusta, sino el hombre. No puedo con su rudeza, con su machismo. Si la polla viniera por separado, te aseguro que tendría unas pocas en casa.
—      Eso es porque no has conocido a un hombre cabal y maduro. Te aseguro que no es lo mismo.
—      ¿Y dónde encuentro a ese ejemplar? – ironizó Alma.
—      Alma, no puedo engañarte; no tengo derecho a hacerlo. Anteayer me llamó y nos vimos.
—      ¿Quién? – se estremeció Alma.
—      Él.
—      ¡No jodas! ¿Habéis hecho las paces?
—      Algo así. Lo siento, tenía que habértelo dicho, pero aún estaba demasiado confusa. No puede vivir sin mí, me lo ha dicho. Estos meses han sido un suplicio para los dos. Gracias a Dios que te he tenido a ti.
—      ¿Y cómo sabes que no te volverá a hacer daño?
—      Me ha dejado poner todas las condiciones que he querido. Estaba muy arrepentido, Alma, créetelo.
—      ¿Y es por eso que me insinúas que debo buscarme un tío? ¿Por qué te vas a marchar con él?
—      No, no sería capaz de una cosa así. Os quiero a los dos y me debato entre ese amor. ¡Lo estoy pasando fatal!
—      Nunca te he puesto condiciones, Ágata. Lo entenderé si vuelves con él – le dijo la morena, acariciándole la mejilla.
—      No, no quiero dejarte, ni a él tampoco. Es a lo que le he dado tantas vueltas. Quiero compartiros.
—      ¡Estás loca!
—      Puede, pero ayer, cuando la solución me vino a la cabeza, me puse tan cachonda con imaginármelo que me tuve que masturbar. Quiero que folles con él, a solas, Alma, que lo conozcas, que él llegue a amarte también. Sería ideal. Después, los tres disfrutaríamos juntos.
—      Tú no estás bien de la cabeza, Ágata. Aunque yo aceptara, ¿qué diría él?
—      Es lo que quería contarte. Ya lo he hablado con él. Le he contado lo nuestro y vi la excitación en sus ojos cuando le hablaba de nuestro amor.
—      ¿Cómo has sido capaz? ¡No tenías ningún derecho a contárselo!
—      Lo sé, pero pensé que era lo mejor, sincerarme. Él está dispuesto a conocerte y revelarte su identidad. ¿Harías lo mismo? ¿Lo harías por mí, por nuestro amor?
—      No sin saber quién es.
  Ágata inclinó la cabeza. Esa era la parte dura, la parte en la que no actuaba. Por un momento, no se atrevió a decirlo, pero, finalmente, murmuró su nombre.
—      El profesor Warren.
—      ¿QUË?
—      Frank Warren, nuestro profesor de arte dramático.
  Alma se puso en pie, alelada, y la miró.
—      Así que te saliste con la tuya; te entregaste a él, ¿no?
—      Sí.
—      Pero ese hombre tiene edad para ser tu padre.
—      Es un hombre atractivo y maduro. Tiene mucha experiencia; es lo que intento decirte. No es un niñato que va a lo suyo, ni es una aventura de un fin de semana; sabe comprometerse.
  Alma se giró, sin decir nada más, y avanzó hasta la ventana. Estaba sopesando la situación y sus sentimientos. Warren era un hombre atractivo, ella misma lo reconocía, hasta encantador. Por otra parte, no quería perder a Ágata ahora que la había conseguido.
—      Está bien. Aceptaré un solo encuentro con él. Si no me agrada, lo olvidamos. Pero quiero la garantía que no saldrá ni una sola palabra de su boca sobre nuestra relación.
—      Alma, recuerda que él también está en tus manos. Sabes que salimos juntos. Podrías acabar con su carrera. Está bien; un encuentro.
—      ¿Vendrás?
—      No, es demasiado pronto.
  Frank lo tenía todo preparado. Ágata le llamó por teléfono el día después, diciéndole que todo estaba solucionado. Alma consentía en entregarse a él, pero debía ser muy persuasivo y romántico. Él comprendió su juego cuando le contó los detalles.
—      Te echo de menos, Frank – le dijo ella.
—      Pronto podrás volver. Tu castigo está a punto de concluir. Yo también te he echado de menos, pequeña. – en cierto modo, era verdad. Frank echaba de menos la total aceptación de Ágata, aunque, en esos meses, había deambulado de una amante a otra, como antes de conocer a Ágata.
  Sin embargo, se había acostumbrado a la carne joven y las mujeres adultas no le ponían como ella. Se mantuvo en sus trece, sabiendo que la dependencia de la chica era total y que le conseguiría otras chicas. Tenía muchos planes para su amante, planes muy divertidos.
Colocó las velas sobre la mesa del comedor. Alma vendría pronto para cenar y debía exhibir todo su talento con ella. La comida estaba preparada y bien sazonada con Loto Azul, no quería que se echara atrás en el último momento.
  El timbre de la puerta sonó. Con una sonrisa, se arregló la corbata y fue a abrir.
—      Hola, Alma – le dijo a la chica, que esperaba algo nerviosa en el rellano.
—      Hola, profesor Warren.
—      Frank, por favor.
  La hizo pasar dentro, contemplándola. Alma se había esmerado en su físico. Llevaba una falda plisada y corta, de una tonalidad azul turquesa, que revoleteaba alrededor de sus torneados muslos a cada movimiento. Una camisa blanca, bajo la cual se marcaban los pezones libres de sujetador, y una rebeca roja completaban la indumentaria.
—      Si hubiera sabido que sería tan formal, me habría puesto un vestido de noche – dijo ella, señalando la corbata y el traje de él.
—      No te preocupes, estás muy bien, acorde a tu edad – contestó Frank mientras le servía una copa de vino tinto en donde había disuelto un poco de Loto Azul.
—      Tienes una bonita casa.
—      Sí, perteneció a mi familia – le dijo, entregándole la copa. – Supongo que te habrás asombrado cuando Ágata te contó nuestra relación, ¿no?
—      Un poco, pero después me pareció lógica. Bebía los vientos por ti en la academia.
—      Créeme si te digo que no busqué esta relación, pero aconteció y no pude resistirme. La quiero mucho, ¿sabes? Y estaría dispuesto a hacer lo que fuese para retenerla a mi lado.
—      ¿También esto? No creo que sea un sacrificio.
—      No lo es, Alma. Eres una chica muy hermosa, pero nunca te hubiera abordado si Ágata no me lo hubiera impuesto.
—      Creía que era una fantasía muy masculina eso de tener a dos chicas en la cama – dijo ella, sorbiendo su vino.
—      Tienes razón – sonrió él. – Pero agotadora.
—      Tengo curiosidad por saber qué te dijo exactamente. No ha querido contármelo.
—      Bueno, cuando nos vimos la supliqué que siguiéramos. Me contestó que no le hacía ninguna falta, que su vida estaba plena y que había dado un giro tan brusco que no la comprendería. Le dije que aceptaría cualquier cosa con tal de que vernos de nuevo y ella repitió que no lo entendería. La desafié a explicármelo. Le costó un poco, pero, finalmente, me contó vuestra relación. Me quedé con la boca abierta, sin saber qué decir. A cada palabra que decía, mis esperanzas se esfumaban. Notaba el amor que había entre vosotras.
  Frank notó como Alma se sonrojaba. Su cuento iba bien, muy bien.
—      Finalmente, la supliqué de nuevo, diciéndole que me convertiría en su esclavo si quería, que sólo estaría allí como plato secundario, para cuando necesitara un hombre y que no intervendría nunca en vuestra relación. Creo que eso la ablandó un poco y lo pensó mejor. Fue entonces cuando puso sus condiciones. Si era capaz de complacerte como hombre y como compañero, no solo volvería a mí, sino que lo compartiríamos todo entre los tres.
—      ¿Cómo distéis por sentado que yo aceptaría esa situación?
—      Yo no lo podía saber, te conozco solamente de vista, pero Ágata estaba muy segura de lo que decía y de cómo actuarías, ¿me equivoco?
—      Aún no lo sé.
—      Pero estás aquí, ¿no?
—      Le prometí a Ágata un solo encuentro. Si no funcionaba, adiós. No soy una feminista aferrada, ni me desagradan tanto los hombres cómo para rechazarlos. Sin embargo, me gusta mucho más la suavidad y ternura de una mujer. No soporto la agresividad masculina, eso es todo. Ágata me prometió que no eras así, que eras un hombre experimentado.
—      Y estoy dispuesto a demostrártelo. ¿Cenamos ya?

Alma quedó impresionada por el ambiente que Frank había creado en el comedor. Los platos eran exquisitos y el vino ayudaba mucho. Sus modales también eran exquisitos y sus temas de conversación interesantes. Frank puso en juego todo su saber como actor y, finalmente, ayudado por el Loto Azul, lo consiguió.

—      Ha sido una cena exquisita, Frank – dijo Alma, tragando su última cucharada de postre. Se sentía algo atolondrada y con calor. Supuso que sería el vino. Sus palabras ahora brotaban sin nerviosismo y una fuerte confianza brotó entre los dos. Ágata parecía tener razón, Frank no era como los demás hombres.
—      Me gustaría seguir charlando un poco más. ¿Pasamos a mi estudio y te tomas algo? No sé, una Coca o algo así. Yo tomaré un buen coñac.
—      Está bien. No tengo que volver a casa hasta las once; aún soy menor – dijo ella encogiendo los hombros y riéndose. Frank la secundó en la broma.
—      Quiero que comprendas que, aunque estás aquí, no tienes porque sentirte obligada a… ya sabes – le dijo el profesor mientras servía coñac para él y un poco de licor de frutas para ella.
—      Sólo prometí un encuentro, Frank, no que me acostaría contigo. Si lo hago, es porque quiero.
—      ¿Si lo haces?
—      Aún no lo sé – se rió tontamente la morena.
  Frank se sentó en el mullido sillón de lectura y ella lo hizo frente a él, en el otro sillón compañero. Saborearon sus licores y se miraron.
—      Es extraño. Nunca me he sentado a hablar así con una mujer. Bueno, con una mujer de tu edad, quiero decir. Me siento un tanto… cohibido.
—      Entonces, ¿qué hacéis cuando estáis juntos?
—      Salimos a pasear. Nos encanta ir al zoo, al cine, ver viejas películas de mi colección, actuar un poco. No sé. Me hace sentir mucho más joven y divertido. Me siento capaz de hacer locuras.
—      ¿Y no habláis?
—      Sí, pero lo solemos hacer en la cama o en la cocina, frente a una buena taza de chocolate. Es algo como un matrimonio, ¿sabes?
—      Sí, me es conocido.
—      Me encanta verla deambular con esas atrevidas falditas por toda la casa, a ratos, muy seria y adulta, a veces, traviesa y juguetona. Suele sentarse en mis rodillas cuando estoy leyendo o trabajando y hacerme cosquillas hasta hacerme abandonar lo que estoy haciendo. ¿Qué hace cuando está contigo?
—      Bueno, me resulta muy raro hablar de eso contigo. Amamos a la misma persona y no siento celos en este momento. Ágata es mi mejor amiga y se ha convertido también en mi amante. Lo es todo en una sola persona. ¿Qué puedo decir que no hayas dicho ya? La conoces como yo. Me encanta cuando me incita en clase o en la calle, al meter su mano bajo mi falda o tocarme un seno atrevidamente. Me encanta ir de la mano con ella. Todo el mundo piensa que somos amigas, pero sus dedos me acarician la muñeca al mismo tiempo, como una promesa de lo que vendrá más tarde.
—      Oh, Dios. Esa es nuestra Ágata. La extraño tanto – dijo Frank, con las lágrimas a punto de rodar. — ¿Puedes hacerme un favor, Alma?
—      Bueno.
—      ¿Te importaría sentarte en mis rodillas, como lo hacía ella, mientras seguimos hablando? Es muy impersonal para mí y doloroso.
  Alma se sorprendió de su propia reacción. Sentía pena por Frank y estaba más que dispuesta a sentarse en sus rodillas; es más, estaba deseando hacerlo. Si decir nada, se levantó y avanzó hasta él. Se sentó de lado sobre las piernas de Frank.
—      Gracias. Siempre me ha hablado muy bien de ti, Alma. Te sorprendería saber cuánto te estima y te quiere. Sentí muchos celos cuando me contó vuestra relación. Me dio detalles turbadores, cómo os besabais, cómo os acariciabais, cómo olía tu pelo – dijo inclinándose sobre ella y oliendo la nuca de Alma.
  Ésta se estremeció levemente.
—      Creí que quería hacerme daño contándome todo eso, pero, finalmente comprendí que sólo era lo que sentía por ti. No había maldad en sus palabras y te envidié aún más. Sin embargo, mi pene pensaba otra cosa. Sin duda os imaginaba en una de vuestras habitaciones, rodando sobre la cama, desnudas y felices. Me asombré cuando, a pesar de mi frustración, mi polla se irguió en vuestro honor.
  Aquellas palabras susurradas a media voz, en su oído, hicieron palpitar el corazón de Alma. La mano de Frank se posó sobre su rodilla; la palma estaba muy caliente.
—      Ahora, vuelvo a sentir lo mismo y estás a mi lado. Yo…
—      Frank…
—      ¿Sí, Alma?
—      Cállate y bésame – gimió Alma, abriéndose de piernas y cerrando los ojos. Frank pegó sus labios a los de ella.
  La mano del hombre profundizó entre las piernas de la chica, al igual que hizo su lengua en la boca de ella. Alcanzó con los dedos la entrepierna oculta por las bragas y palpó la tela empapada ya. Se dijo que tenía que estar muy cachonda desde hacía unos minutos. Acarició lentamente la cara interna de los muslos y la vulva, sin introducir un solo dedo bajo la prenda, enloqueciéndola. Era consciente que debía estar acostumbrada a la suavidad de otros dedos, así que nada de brusquedades. Mientras tanto, Alma le desaflojaba la corbata y le abría la camisa, deslizando sus manos por el firme pecho del hombre. Sus caderas se movían bajo la caricia de Frank y aspiraba el sabor a coñac en su boca. Deseosa de un contacto más íntimo, se apartó ella misma las bragas, dejando sitio para la mano del hombre. Frank acarició el clítoris con suavidad para después introducir su dedo meñique en la vagina, insinuándolo más bien.
—      Quiero verla… – susurró ella, apartándose un poco y bajando sus manos hasta el pantalón.
  Desabrochó la bragueta e introdujo su mano, sacando el miembro desafiante y poderoso. La acarició voluptuosamente y con algo de curiosidad.
—      Esta es la culpable de todo – dijo, frotando un dedo sobre el glande.
—      Oh, sí, Alma… hazme lo que quieras…
  La chica se dejó caer de rodillas y aferró mejor el miembro. Aunque no lo había hecho nunca, sabía qué se esperaba de ella. La probó con la lengua y no le desagradó en absoluto. La introdujo en su boca, haciendo presión con los labios y formando un tope con la lengua. Lentamente, cogió el ritmo, gozando con el poder que le daba ver al hombre retorcerse a su mandato.
—      No más… detente… para… – gimió Frank y ella se detuvo.
  Los dos jadeaban. Frank se inclinó sobre ella y la ayudó a ponerse en pie.
—      Ven sobre mí, te haré lo mismo – le dijo.
  Alma colocó sus pies sobre el sillón, uno a cada lado del cuerpo de Frank, y así su pelvis quedó sobre el rostro del hombre. Éste le levantó la falda y le quitó las bragas, tirándolas al suelo. Aplicó su lengua al aromático coño y Alma creyó derretirse. Ágata tenía razón, Frank era todo un experto, suave y potente a la vez. Tuvo que apoyarse en el respaldo para no caer de rodillas; todo su cuerpo temblaba, próximo al orgasmo. Ella tampoco quiso correrse y se lo hizo saber. Frank la desnudó por completo, devorándola con la mirada. Ella le quitó los pantalones y la camisa. A pesar de su edad, el hombre se mantenía en forma. Se arrodilló sobre Frank, abrazándole por la nuca y hundiendo su lengua en la masculina boca. La polla rozaba su pubis y ella se frotó un poco más, ansiosa. Nunca había sentido tal deseo por un hombre ni por una mujer. Esa noche estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para apagar el fuego que ardía en sus entrañas. Sintió cómo Frank manipulaba en sus bajos, ayudando a la polla a encontrar el camino correcto. Alma se quejó, aquello no era un plátano, sino carne dura y gruesa, pero, finalmente, consiguió tragar la mayoría en su coño. Enardecida por la sensación, saltó sobre su regazo, incapaz ya de besarle. Mantenía los ojos cerrados y se lamía constantemente los labios. Frank, por su parte, la miraba fijamente, disfrutando de lo que veía, y acariciaba los menudos pechos cuyos pezones amenazaban con despegar de tiesos que estaban.
—      Ooooh… ¡qué… gorda la… tienes!
—      ¡Y qué estrecha eres, cariño!
—      Uuuuuhh… me viene ya… ¡Me vieneeee! – exclamó ella, echando la cabeza hacia atrás.
  En ese momento, Frank no pudo resistir más y sacó rápidamente su miembro, derramándose sobre el agitado pubis de la morena.
—      Oh, Dios, qué bueno – jadeó él.
  Permanecieron estrechamente abrazados, aún jadeantes y sudorosos.
—      Ha sido magnífico – resopló ella.
—      Sí, sublime. Sólo son las diez, ¿crees que aguantarás otro?
—      ¡No me digas! ¡Eres insaciable! – se rió Alma.
—      Sí, probemos otra postura.
  Frank se levantó y se masajeó la polla, aún erecta por la pequeña porción de Loto Azul que se había tomado, la justa para saber qué hacía. Colocó a Alma de rodillas sobre el sillón, las manos en el respaldo y el trasero alzado. Masajeó aquellos glúteos, preparándose para embestir el coño por detrás.
  “Tengo que convencerla de utilizar el ensanchador. Ese culo tiene que ser mío”, se dijo.

Ágata no cabía en si de alegría. El encuentro había salido de maravilla; Alma parecía encantada con Frank. Ni siquiera se planteó la cuestión de los celos. Había cumplido su castigo y podía volver con él. Corrió los últimos metros que la separaban de la casa de Frank y llamó a la puerta con insistencia. Se echó en sus brazos en cuanto abrió, llenándole de besos el rostro.
—      Amor mío, amor mío – susurraba.
—      Ah, cuánto te he echado de menos, pequeña zorra. Ahora todo está olvidado – contestó él abrazándola contra la puerta, ya cerrada. – Huelo ese coño tuyo en sueños.
—      ¿Qué sentiste anoche, cuando la follabas? ¿Te gustó? ¿Te complació?
—      Sí, sí, pero no tanto como tú… Quiero follarte aquí, de pie, ahora…
—      Sí, sí, estás dispuesto – dijo ella, cogiéndole el pene a través del pantalón, una polla endurecida.
  Frank le dio la vuelta, colocándola de cara a la puerta, y le abrió las piernas, subiéndole la falda y rasgándole las bragas. Se desabrochó los pantalones y guió, sin más preámbulos, la polla hasta su estuche. Ágata gimió al ser traspasada. La había echado de menos. Frank bombeó, enloquecido, y ella jadeaba con la mejilla apoyada contra la madera y sus manos abiertas, aguantando el peso.
—      Me la follé dos veces mientras pensaba en ti. Se volvió loca, esa putilla. No había probado una polla como la mía jamás. Hice una magnífica actuación que la conmovió. Le hablé de ti y de mi, de cómo follábamos como locos. Se abrió de piernas cuando se lo dije – le dijo él al oído.
—      Sí, Alma… es así…
—      Quiero follármela otra vez. Quiero compartirla contigo, que coma de nuestras manos, que sea nuestra esclava, ¿me ayudarás?
—      Sí, sí… – dijo ella a punto de correrse.
 

Relato erótico: “El arte de manipular 5” (POR JANIS)

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—     ¿Al cine? ¿Los tres? – preguntó Alma.
—      Sí, Frank me ha llamado. Tiene entradas para la primicia. Quiere que vayamos los tres. Después, iremos a cenar y nos traerá de vuelta a tiempo – batió palmas Ágata.
—      No sé. Me sentiré un tanto violenta.
—      Vamos, no seas tonta. Después de todo, has follado con él.
—      Está bien.
—      ¡Perfecto!
  Se encontraron con Frank en los aparcamientos del cine. Besó a Ágata en los labios, fugazmente, y se inclinó sobre Alma. Ésta le dejó que la besara en la mejilla, como buenos amigos.
—      Nos vamos a divertir esta noche. ¡Me encanta las pelis de monstruos! – exclamó Frank, colocando sus manos en los hombros de las chicas y empujándolas hacia la rampa.
  La sala del cine estaba repleta de gente y tuvieron que sentarse bastante cerca de la pantalla. Compraron palomitas y refrescos. La gente iba bien vestida para el estreno de la película, aprovechando el fin de semana. El verano estaba cerca y los vestidos eran livianos. Frank se sentó en medio de las dos chicas, bromeando y robándoles las palomitas. La película empezó y la sala quedó a oscuras. Como toda buena película de monstruos que se preciase, las escenas eran oscuras y tétricas y la sala apenas se iluminaba con los reflejos de la pantalla. Frank pasó uno de sus brazos por los hombros de Ágata, dejando descansar su mano sobre uno de los senos, que pellizcó y sobó a placer. Intentó hacer lo mismo con Alma, pero la morena se tensó y tuvo que apartar la mano. Era demasiado pronto. Ágata se dio cuenta y se giró en el asiento, quedando de perfil, apoyada sobre una cadera. Llevó su mano todo lo lejos que pudo, posándola sobre una pierna de Alma. La morena solía llevar faldas desde su relación con Ágata. Ésta la notó tensarse y juntar las piernas, pero no se amilanó. Empujó su mano con más fuerza, insertándola entre los muslos.
—      Ábrelas – le susurró y Alma, a pesar de que Frank la miraba, obedeció.
  Los dedos de Ágata juguetearon sobre sus bragas, incitándola. Poco después, meneaba las caderas, enardecida. Ágata había introducido dos dedos bajo las bragas y le acariciaba el clítoris. Mientras tanto, Frank lo había intentado de nuevo con su brazo y, ahora, la morena no se opuso. Le acaricio ambos pechos mientras su amante se dedicaba a la entrepierna. Ágata retiró su mano cuando intuyó que su amiga estaba a punto de correrse. Entonces, desabrochó la bragueta de Frank y le sacó el pene. Volvió a estirazar el brazo y se apoderó de una de las manos de Alma, llevándola hasta el regazo del hombre y colocándola sobre el erguido miembro. Alma no retiró la mano, sino que empuñó la polla y se peleó con la mano de Ágata por su posesión. Sin embargo, no giró ni un solo instante la cabeza, la vista fija en la pantalla.
  Ágata se abrió de piernas, sin soltar la polla de Frank, cuando notó como la mano de éste subía por sus muslos hasta apoderarse de su coño. En el otro asiento, Alma la imitó. De esta manera, Frank las masturbó a las dos mientras que le pajeaban a él. Cuando salieron del cine, los tres sonreían y Frank caminó con ellas, aferrándolas de la cintura. Se sentía Dios en ese momento.
  Encuentros de este tipo se repitieron a lo largo de tres semanas. No importaba el lugar donde se encontraban, siempre había una buena ocasión para meterse mano. Alma le hizo una felación a Frank en el metro mientras Ágata vigilaba que no llegara nadie. Frank se folló a Ágata en el teatro mientras Alma les servía de pantalla y se masturbaba ella misma, al mirarles de reojo. Frank penetró a Alma en el túnel del amor de la feria mientras Ágata le masajeaba los testículos para que se corriera rápidamente, antes de salir por el otro extremo. Ágata y Alma se amaron en los lavabos de un restaurante mientras Frank pedía los postres y le llevaron los humores de sus coños recogidos en una copa para que los catase. Todo eran travesuras con las que se reían y se excitaban muchísimo, pero aún no lo habían hecho en serio, los tres en una cama, en la intimidad, y llegó el día.
  Las chicas se excusaron ante sus padres, diciéndoles que una dormía en la casa de la otra y viceversa. Fueron hasta la casa de Frank, que las esperaba impaciente. No podía creer su triunfo. Las chicas se llevaban de maravilla entre ellas y acataban sus caprichos. Ni siquiera cenaron, a pesar de que la mesa estaba puesta. Las chicas sentaron a Frank en uno de los sillones y se arrodillaron entre sus piernas, lamiéndole el endurecido miembro por turnos y besándose ellas mismas apasionadamente. Entre risas y caricias, subieron al piso superior, en donde se desnudaron presurosamente. La gran cama fue testigo de todo el desenfreno, pues Frank había preparado una buena dosis de Loto Azul para cada uno. Se corrió la primera vez al contemplar como Ágata devoraba todo el coño a su amiga. El semen se derramó sin tocarse siquiera la polla, pero ésta siguió tan dura como estaba. Las penetró dos veces a cada una y sodomizó a Ágata. Alma se tumbó a su lado para ver muy de cerca como la polla entraba en el culo de su amiga. Finalmente, cayeron rendidos y se durmieron.
  Al día siguiente, Ágata introdujo el ensanchador en el culo de Alma, las dos a solas en casa de la primera.
—      Tienes que llevarlo cuatro semanas y te sentirás otra – le dijo.
—      Me da miedo, pero me gustaría probar – le contestó Alma.
Días más tarde.
—      Necesito ese ascenso. Lo llevo esperando toda mi vida. Quiero ser director de la academia – dijo Frank mientras cenaba con Ágata, a solas, en casa. Alma tenía compromiso con su propia familia; en otras palabras, no podía salir cada noche sin una buena excusa.
—      ¿Y qué problema hay?
—      Dimitri Pasco se opone a mi nombramiento y rompe el consenso.
—      ¿Por qué?
—      Apoya a uno de sus antiguos alumnos, un petimetre de Londres que ha participado en algunas obras en Picadilly. Pero, cambiemos de tema, ¿cómo lo lleva Alma con el ensanchador?
—      Bastante bien. Le he puesto la segunda pieza y me caben dos dedos con holgura. Parece disfrutar mucho.
—      Es toda una viciosilla. Tengo ganas de sodomizarla.
—      Tendrás que esperar. No quiero que la dañes. Ayer la sorprendí masturbándose en clase de francés. Dice que el idioma la pone cachonda, pero creo que es el ensanchador. Goza como una loca.
Frank se rió, pero su semblante parecía preocupado.
—      ¿Tan malo es? – preguntó ella, dándose cuenta de ello.
—      Pienso que si, querida. Si no consigo ese puesto, tendré que marcharme.
—      ¿Por qué?
—      No te lo quería decir para no preocuparte, pero va a haber un recorte de presupuesto. Quieren anular mis clases. Tendré que solicitar plaza en otra ciudad, quizás fuera del país…
—      ¡Eso no puede ser verdad! ¡No puedes marcharte! – exclamó ella, asustada.
—      Tendré que hacerlo; debo trabajar.
—      ¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—      ¿Qué puede hacer una estudiante?
—      No lo sé. Quizá si hablo con Pasco…
—      Tendrías que hacer algo más que hablar.
—      ¿A qué te refieres?
—      Pasco es famoso por sus amantes. Le encantan las chicas, las jovencitas, pero nadie dice nada porque tiene buenas conexiones. Se le van los ojos detrás de las chicas en clase y en los pasillos. Incluso le he visto fijarse en ti en más de una ocasión. Solo una cosa así puede hacerle cambiar de opinión, pero no puedo pedirte eso. Mañana mandaré solicitudes a otras academias y…
—      Lo haré.
—      ¿Qué has dicho?
—      Lo haré – dijo con determinación. – Me lo follaré por ti, si quieres. Le haré cambiar de opinión.
—      Ágata, no quiero que…
—      Si es la única forma de que te quedes, lo haré.
  Ágata tomó aire y pasó las manos por la estrecha minifalda, alisándola. Después, se lanzó al maremagno del pasillo y levantó una mano.
—      ¡Señor Pasco! ¡Profesor Pasco! – llamó.
  El aludido se dio la vuelta y la miró. Pasco daba clases de teoría teatral y técnicas de ambientación a los cursos superiores. No tenía aspecto de actor y parecía más bien un gorila. Bajo, peludo, ancho y fuerte. Debía de tener cerca de los cincuenta años, pero no había ni una sola cana en su pelo oscuro y ensortijado. La miró de arriba abajo cuando se le acercó.
—      ¿Sí?
—      Tengo que hablarle de un asunto privado, señor Pasco.
—      ¿No puede esperar? Es la hora del desayuno.
—      No le entretendré demasiado.
—      Está bien, señorita…
—      Ágata.
—      Ágata. Muy bien. Podemos ir a mi despacho.
  Ágata tragó saliva al caminar a su lado. Aquel hombre le daba asco, pero era necesario hacer lo que estaba dispuesta a hacer; por el bien de Frank y de ellas.
—      Siéntese – le dijo el hombre señalándole la silla ante su escritorio. Él tomó asiento detrás. — ¿De qué se trata?
—      Señor Pasco, me envía Frank Warren… – dijo Ágata, soltando el aire que mantenía en su interior y enrojeciendo.
—      Ah, entiendo. Es usted una especie de regalo, ¿no? – la sonrisa que brotó en el rostro del hombre era totalmente depravada.
—      Algo así.
—      Entonces, será mejor que venga aquí y se siente en la mesa. Está demasiado lejos para mi gusto – le dijo, golpeando con dos dedos su lado del escritorio.
  Ágata se levantó y, subiéndose la falda para que no le impidiera el movimiento, se sentó en el borde de la mesa. Tragó nuevamente saliva y se obligó a relajarse.
—      Ábrete de piernas, corazón – le dijo el hombre, tuteándola. – Veamos ese dulce coñito.
  Ágata le obedeció y se abrió de piernas, mostrando sus bragas. Las apartó a un lado. El hombre se acercó mucho, resoplando sobre sus muslos.
—      Ah, también es pelirrojo. Lo suponía – musitó al introducir un dedo. – Sí, muy suave y tierno.
  El dedo de Pasco se cebó sobre el clítoris. Ágata sintió su coño reseco y las arcadas estuvieron a punto de dominarla. Se controló lo mejor que pudo y cerró los ojos, imaginándose que era Frank quien la tocaba. Sintió el chirrido de las ruedas de la silla al acercarse más a la mesa. Al segundo, la lengua del profesor se aplicó a su coño, ensalivando suavemente. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Se estaba excitando cuando no lo creía posible. Apoyó sus manos atrás, sobre la mesa y se abrió aún más. Sus caderas rotaron, siguiendo el ritmo que le imponía la lengua masculina.
—      Tienes un aroma muy peculiar – le dijo. – Me gusta. Ven, es hora de que me colmes.
  Ágata abrió los ojos y le miró. Pasco estaba retrepado en su silla, con las piernas abiertas y sobándose la entrepierna, por encima del pantalón. La chica se bajó de la mesa y se arrodilló en el suelo, entre las piernas de Pasco. Desabrochó la bragueta e introdujo sus dedos. Se impresionó cuando sacó el miembro. No era excesivamente largo, pero si muy grueso, surcado por gruesas venas azules. Una polla monstruosa.
—      Te ha asustado, ¿verdad? A muchas le sucede lo mismo. Venga, chúpamela.
  Ágata se la llevó a la boca y lamió su glande. Tuvo que abrir su boca al máximo para poder abarcarla. Casi se asfixió con ella dentro. El hombre gruñó y culeó dentro de su boca, follándola. Pasco no aguantó demasiado. La retiró con un movimiento y se puso en pie. La ayudó a subirse a la mesa y echarse allí, las rodillas en alto, los tirantes bajados. Con una mirada lujuriosa, le acarició los pezones mientras dejaba que su gruesa polla golpeara la entrepierna. Ágata estaba asustada pero, al mismo tiempo, muy excitada. No sabía si podría dar cabida a ese miembro. Lo supo enseguida. Pasco la penetró con fuerza y ella gimió. Tuvo que moverse bajo las embestidas para adecuar su coño al pistón de carne. Pasco le metió un dedo en la boca y la obligó a abrirla. Dejó caer un buen hilo de baba dentro y le escupió en la cara. Ágata se retorció, asqueada, pero la fuerza del hombre era descomunal. La mantenía clavada sobre la mesa. Pasco restregó el escupitajo por todo el rostro de la chica al mismo tiempo que incrementaba sus embistes. Ágata lamió aquellos gruesos dedos húmedos, sintiéndose desfallecer por el placer. Nadie la había follado de aquella manera. No fue capaz de articular más que unos gemidos cuando el fuerte orgasmo la traspasó. El hombre, sin embargo, no había terminado aún; se salió de ella y la tiró al suelo, sobre la alfombra, de bruces. Se echó encima de ella, acariciándole las nalgas con la polla.
—      Por el culo no, por favor… – suplicó ella.
—      No te preocupes, sé que no te cabe. Sólo quiero follarte otra vez, por detrás.
  Aplastada contra el suelo, Ágata soportó el peso y el aliento del hombre sobre su nuca, las piernas bien abiertas y la mejilla pegada contra el pelo polvoriento de la alfombra.
—      Aaah, putilla, ¡qué bien te mueves y qué estrecha eres! – le susurró.
—      Oooh, sigue, sigue… ¡por Dios, no pare! – consiguió articular ella.
—      Me voy a correr… dentro de ti. Lo sabes, ¿no? Espero que… tomes algo…
—      Hazlo, hazlo…
  Pasco la empaló completamente al tensar los riñones en el momento de eyacular. Ágata gimió, dolorida, pero al borde de otro orgasmo al mismo tiempo. Se corrió cuando sintió el semen resbalarle por el muslo.
—      ¿Apoyará usted al profesor Warren? – no pudo dejarle de preguntarle mientras arreglaba su ropa.
—      Ya hablaré personalmente con él, no te preocupes. Ahora, debes marcharte. Llego tarde a mi clase.
  Frank levantó la cabeza al ver entrar a Dimitri Pasco en su despacho. Le sonrió y se levantó de la silla. El griego le tendió la mano y se la estrecharon.
—      Fenómeno ese regalo tuyo; me ha gustado mucho. Siempre has tenido buen gusto en mujeres. Quedamos en paz, desde luego, pero no te acostumbres a pagarme las deudas del póquer de esa manera, aún sigo prefiriendo los billetes de curso legal.
—      Lo siento, Dimitri. Era una buena suma de dinero y no disponía de ella. Espero que hayas disfrutado.
—      No lo dudes. Hasta luego.
  Frank se quedó pensativo. Ágata y Alma podían serle de mucha utilidad en un futuro; sólo debía mantenerlas contentas y engañadas.
  Frank abrazó a Ágata cuando la vio llegar a su casa. La llevó hasta el sofá y la sentó allí, sin dejar de abrazarla.
—      ¿Cómo estás? – le preguntó.
—      Bien, aunque un poco cansada.
—      He estado a punto de correr detrás tuya para impedirlo, pero soy un cobarde en el fondo.
—      Quería hacerlo, Frank. Me resultó desagradable, pero lo hice. Haría lo que fuese por ti.
—      Gracias, amor mío. Al final de las clases tuve la contestación. Una lástima. No he conseguido el puesto, pero tampoco mi oponente de Londres. Bersens sigue con el puesto. Se lo ha pensado mejor y no se marcha. Pero tu esfuerzo ha servido para algo. Pasco me ha apoyado incondicionalmente cuando le he dicho a la junta rectora que mis clases son necesarias. No me despiden; sigo al frente – mintió él, con toda facilidad.
—      ¡Es una magnífica noticia! – exclamó ella, besándole.
—      Sí, lo vamos a celebrar a lo grande. Llamaremos a Alma y le desvirgaré ese culito apretado.
  Ágata se rió con aquellas palabras pero, en el fondo, se sentía algo culpable por haberse corrido dos veces con Pasco. No se lo diría nunca a Frank.
  Alma llamó a la puerta del despacho de Frank y entró. No sabía lo que quería, pero la había mandado llamar al acabar su clase de dicción. El profesor estaba repasando unos papeles y se levantó sonriente cuando la vio.
—      Ah, Alma, mi querida niña. Pasa y ponte cómoda.
—      ¿Qué pasa, Frank? – preguntó ella, sentándose.
—      Tengo algunas noticias para ti. Pero, antes de nada, ¿qué tal tu trasero? Ágata me ha dicho que has acabado con las cuatro semanas del ensanchador.
—      Deberías saberlo mejor que nadie en el mundo. Tú mismo me desvirgaste la semana pasada.
—      Sí, es cierto. Era necesario. Lo siento, te hice daño – le dijo, colocándose a su lado y paseándole un dedo sobre los labios.
—      No pasa nada, me gustó. Creí volverme loca de gusto en estas semanas, con ese aparato en el culo.
—      ¿Sí? ¿Te gustaría hacerlo ahora, mi vida? – su mano se deslizó por las desnudas piernas de la morena, haciendo diabluras.
—      Frank, Frank, tengo una clase enseguida…
—      Puedo darte un pase. Me tienes loco, chiquilla. Quiero follarte de nuevo por el culo – dijo besándola repetidas veces. – Mira, compruébalo tú misma – le dijo, cogiéndole la mano y llevándola hasta su aprisionada polla.
—      Oh, Frank…
  Alma se atareó en sacársela y meneársela. Finalmente, se la llevó a la boca, haciéndole una mamada a fondo, tal y como había aprendido. Frank la puso en pie y la apoyó, inclinada, contra la mesa. Le levantó la falda y se arrodilló detrás de ella, lamiéndole el trasero, ensalivándolo a consciencia. Alma movía sus caderas, deseosa de sentir de nuevo aquella polla en su culo. No tuvo que esperar demasiado. Con tiento y lentitud, Frank se la coló dentro, haciendo que Alma aplastara su torso sobre la mesa, tirando al suelo varios papeles y un juego de lápices.
—      Oooh, Frank, me quema… tócame el coño… estoy a punto… de correrme… – gimoteó Alma, sacudiendo todo su cuerpo.
—      No, aún no – le dijo él, levantándola y cogiéndole los senos desde detrás. – Tengo que contarte algo importante.
—      Entonces, ve más… despacio…
  El hombre la hizo caso y se frenó. Le colocó la boca en el oído y empezó a hablar.
—      Hoy ha venido una persona buscando nuevos talentos. Produce una obra en el Transium, una de esas obras modernas y delirantes que gustan tanto. Quería alguien nuevo, buscaba talentos. Uno de sus personajes coincidía con tu perfil.
—      Oh, Frank…
—      Te recomendé de inmediato y quedó contenta con tu foto. Sin embargo, quería alguien del último curso. Al final, conseguí que te hiciera una entrevista informal, en su casa, para conocerte mejor. ¿Te interesa?
—      Sí, Frank, sigue…
—      ¿Follando o hablando?
—      Las dos… cosas…
—      Ya no es el momento – dijo incrementando su ritmo.
  Alma se llevó una de sus manos al coño, acariciando su vulva y clítoris mientras el hombre bombeaba en su recto. Ella tampoco podía más; estaba a punto de correrse. Consiguió esperarse hasta que Frank se derramó en su interior, entonces, se dejó ir, gimiendo y estremeciéndose.
  Sentada en el váter del pequeño cuarto de baño del despacho, se limpió bien el trasero y limpió, de paso, la polla de su amante. Frank siguió con el tema.
—      Alma, ya sabes cómo es el mundo del espectáculo. Nadie te da una oportunidad sin algo a cambio. Seguramente, querrá acostarse contigo. Vi sus ojos cuando miraba tu foto. Debes estar completamente segura de que quieres hacerlo, sino, te arrepentirás después. No quiero que te hagan daño. Sé cómo son esas cosas.
—      Pero, Frank, yo no quiero acostarme con otro hombre.
—      Ni yo, tonta. Me sentiría celoso. No es un hombre, es una mujer, y muy hermosa por cierto.
  Alma se quedó atónita.
—      ¿Una mujer?
—      Sí. Sé que te gustan y que no te sentirías violenta en ese caso. Por eso pensé en ti inmediatamente. Quiere verte, mañana noche, en su casa, para cenar.
—      ¿Cenar?
—      Sí, a las ocho. Tengo su dirección apuntada. Es una persona importante y te podría ayudar mucho aunque no consigas ese papel. ¿Te interesa? – le volvió a preguntar.
—      Sí, creo que sí. Es una buena oportunidad. Además, tienes razón. No me sentiré violenta con una mujer. Pero quiero pedirte un favor, Frank.
—      Dime.
—      No le digas nada a Ágata de esto.
—      Descuida. Será nuestro secreto – le dijo, besándola para despedirla.
—      Gracias, Frank.
  Alma contempló el lujoso edificio cuando se bajó del taxi. Esa mujer vivía en el ático y debía costar una fortuna. El portero la dejó pasar después de comprobar por el teléfono interior que la señora la esperaba. El ascensor la subió sin un ruido. La señora Denisson la esperaba en la puerta. Alma no se sintió defraudada. Frank tenía razón, era hermosa. Aparentaba unos cuarenta años, muy bien llevados. Su figura era espléndida aún y poseía una hermosa mata de pelo, teñido de rubio.
—      ¿Alma, no? – le preguntó.
—      Sí, señora Denisson.
—      Por favor, vamos a cenar juntas. Llámame Andrea.
—      Claro, Andrea.
  Alma admiró el ático cuando entró. Espacioso, con grandes ventanales y muebles caros y bien distribuidos. En medio de la amplia estancia que servía de salón y comedor, se encontraba una mesa redonda dispuesta con la cena.
—      Eres mucho más bonita en persona. Esa foto no te hacía justicia – le dijo la mujer mientras escanciaba un poco de vino en unas copas. Se inclinó sobre el estéreo y puso algo de música suave.
—      Gracias.
  Se sentaron a la mesa, una frente a la otra. Alma recordó lo que Frank le había dicho antes de venir, “No saques el tema a relucir. No es una cena de negocios. No la presiones, es muy quisquillosa. Síguele el juego”. Andrea sirvió ensalada con pastas y más vino. Hablaron de sus estudios y de sus gustos. Andrea le contó algunas anécdotas de su propia juventud, de cuando trabajaba de modelo. Ambas se rieron. Se sirvieron el segundo plato, una exquisitez a base de carne con crema dulce.
—      Posees una buena estructura facial. Eso me gusta – le dijo Andrea, al servirle el postre. Estaba a su lado y le acarició la mejilla con el dorso de los dedos. – Define tu carácter. ¿Te has planteado hacer algo como modelo? No sé, quizá televisión o pasarela.
—      No, nunca. Siempre he pensado en ser actriz.
—      Ya veo.
  Se tomaron el postre y Andrea se levantó para sentarse en un mullido sofá. Alargó una mano y tomó un cigarrillo de una caja plateada y lo encendió con un gesto lánguido. Se sirvió una copa del mueble cercano.
—      Ven, aquí a mi lado. Seguiremos charlando, Alma.
  La joven obedeció y se sentó a su lado, algo tímida. Esa mujer la impresionaba y no sabía cómo actuar. En un principio, creyó que por ser mujer estaría más cómoda, pero la verdad no era esa. Andrea la atraía con su hermosura y su experiencia, pero también le daba miedo meter la pata, así que esperó acontecimientos.
—      Tienes una piel increíble – la volvió a acariciar el rostro con sus dedos. — ¿Es natural este color?
—      Sí. Tengo alguna mezcla de sangre por mis antepasados.
—      Envidio tu juventud. Cuando se es joven, se piensa que todo es banal, que se puede conquistar el mundo con solo pretenderlo. Los años te enseñan que no es así – susurró Andrea al mismo tiempo que le acariciaba la rodilla que su falda dejaba al descubierto.
—      Parece que usted ha conseguido llegar lejos, Andrea – musitó Alma nerviosa. La mujer se inclinaba cada vez más sobre ella.
—      He luchado mucho para conseguir lo que poseo. Me gusta luchar, pero no en este momento. Voy a besarte, Alma, quiero gozarte, y no pienso luchar para conseguirte, ¿lo entiendes?
  Alma no pudo contestar, sólo asentir. Los labios de Andrea se pegaron a los suyos; su lengua se convirtió en una voraz serpiente que buscaba robarle el aliento. La cálida mano que mantenía sobre la rodilla de la chica, se movió lentamente, buscando un tesoro oculto bajo la falda. Alma notó su propia pasión cuando se abrió de piernas inconscientemente; lo deseaba tanto como Andrea. Mientras se besaban apasionadamente, Andrea fue subiendo la falda hasta dejar al descubierto sus bragas. Introdujo su mano bajo ellas y le acarició impúdicamente, haciendo gemir a la chica.
—      Ah, qué sexo tan virginal – musitó Andrea, apartándose y mirando hacia abajo. – Voy a besarlo, voy a adorarlo, pequeña…
  Se inclinó hasta quedar con la cabeza entre los muslos de Alma, que se abrió aún más de piernas, colocando uno de sus talones contra sus nalgas. Andrea le bajó las bragas y las dejó en el suelo. Aplicó su lengua al coñito, con dulzura, con sabiduría. Alma cerró los ojos y colocó una mano sobre la cabeza de la mujer. Se agitó y gimió, enardecida por la lamida. Andrea, sin variar su posición, le cogió una mano y la llevó hasta su propio sexo, a través de una apertura que su larga falda escondía. No llevaba bragas. Alma hundió sus dedos en aquel coño profundo y experimentado, notando como se humedecía tremendamente.
—      Ven, vamos al dormitorio. Estaremos más cómodas – le dijo Andrea, tomándola de la mano.
  Frank, sentado en la cocina de su casa, miró el cheque entre sus manos. Cinco mil dólares. Una pequeña fortuna. Sabía que aquellas chiquillas podían serle de utilidad cuando fue a ver a Andrea con la foto de Alma. Conocía a Andrea desde hace años, desde que usó a varias de sus estudiantes para un pase de modelos, del cual se embolsó los beneficios, claro estaba. Andrea no era ninguna productora, sino la dueña de una cadena de tiendas de moda exclusiva. Pero eso, Alma no lo sabría nunca. Podía estar dándole largas todo el tiempo que hiciera falta. Andrea se pirraba por las menores, hermosas y dúctiles. Alma lo era y, además, lesbiana. Todo encajaba.
  Los tres se hallaban desnudos sobre la cama. Acababan de hacer el amor. Frank encendió un cigarrillo y expulsó el humo hacia el techo.
—      He decidido ser vuestro representante – dijo de sopetón.
—      ¿A qué te refieres? – inquirió Ágata.
—      Ya sabéis que sois unas chicas con futuro, de lo mejor de la academia. Tengo una reunión mañana por la tarde con unos productores japoneses que están dispuestos a invertir en una obra nueva.
—      ¿Qué obra? – preguntó Alma.
—      “Por techo el cielo”, de Ivanoski. Hace tiempo que tengo un proyecto para hacerla en una sala comercial y no en la academia, pero para eso necesito dinero.
—      ¡Woah, Ivanoski! No nos habías dicho nada.
—      Bueno, lo he intentado tantas veces sin resultado que no me gusta hablar de ello.

Pero ahora, tengo una buena oportunidad. Pero estos japoneses son muy puntillosos; no arriesgarán su dinero sin estar seguros o, por lo menos, contentos. Por eso mismo, quiero pediros que me acompañéis a la reunión.

—      ¿Nosotras? ¿Para qué? – se extrañó Alma.
—      Porque sois las protagonistas, porque si no – dijo, cogiéndolas por sorpresa.
—      ¡Estupendo! – exclamó Ágata, besándole.
—      Sí, pero, ¿qué vamos a hacer en esa reunión nosotras? – preguntó Alma.
—      Sois mis socias. Así que os llevaréis parte en esto. Quiero que esos japoneses os vean bien, que se enamoren de vosotras, de vuestro talento. ¿Me ayudaréis?
—      Claro que sí, cariño – contestó Ágata sin dudarlo.
—      Bueno – dijo Alma. — ¿Y qué haremos?
—      Nada, sólo dejar que os miren y ser muy amables, pero que muy amables – dejó la frase en suspenso mientras miraba a Alma. Ésta le comprendió y le dolió. Frank se estaba cobrando el favor que le debía.
 Su asunto con la Denisson ya duraba un mes, una noche por semana, y aún no había tenido noticias. Pero ahora, Frank implicaba a Ágata. Estuvo a punto de saltar, pero se lo pensó mejor. También sería un triunfo para ellas si conseguían el dinero. Valía la pena aguantar a unos japoneses y se aseguraría que Ágata lo comprendiera.
  Frank entró solo en la sala de reuniones. Las chicas se quedaron en la sala de espera, vigiladas por la atenta mirada de una nipona que hacía de secretaria. Las chicas alucinaban con todo lo que veían. Frank las había llevado a Numasi Inc., una de las grandes corporaciones japonesas del país y le habían hecho pasar enseguida. Ágata estaba un tanto nerviosa. Alma había hablado con ella muy seriamente aquella noche, explicándole lo que seguramente deberían hacer con los japoneses. Finalmente, comprendió su punto de vista y acordaron no decirle nada del asunto a Frank. Éste podía sospechar a lo que las estaba enfrentando, pero lo hacía con buen corazón.
—      Bueno, chicas, es vuestro turno. Me han dicho que quieren que les recitéis algo. Suerte, os esperaré en el hall – dijo Frank, saliendo de la sala.
  La sala de reuniones era amplísima, con una descomunal mesa oval en el centro, rodeada de confortables sillones. Todo el mobiliario era de corte modernista y el suelo estaba enmoquetado. Cuatro orientales estaban sentados a la mesa y se inclinaron cuando entraron.
—      Por favor, ocupad estas sillas – les dijo uno de ellos en un perfecto inglés.
  Les entregó unas cuantas páginas sueltas y volvió a inclinarse.
—      Quisiéramos que nos leyeran esto, por favor. Utilizad un tono agresivo y realista. Primero una de ustedes, después la otra.
  Ágata reprimió una carcajada cuando leyó sus folios. Era una larga lista de insultos y obscenidades.
—      Pero esto es… – intentó decir.
—      Por favor, empezad – la atajó un nipón. Los cuatro habían vuelto sus sillones hacia ellas y las observaban, atentos.
—      Bueno, allá va – dijo Alma y empezó a leer. – Desgraciado hijo de una perra amarilla, tu padre era un alcohólico que se bebía los orines de las camareras para suplicarles una copa. No mereces más…
—      Por favor, nos han dicho que sois actrices. Demostradlo. Tenéis que sentir lo que decís.
  Alma carraspeó y tomó aire.
—      ¡No mereces más que lo que tienes, rata de alcantarilla! – exclamó con desprecio. – Tu esposa se humilla a mis pies cuando te vas a trabajar, lamiendo mis tacones que antes he restregado sobre una mierda de perro. Se baja las bragas a un chasquido de mis dedos y me ofrece sus dones de mujer con toda impunidad. Cuando me corro, llama a tu hijita para que limpie la lefa de mi vagina con su lengua y, después, le ordeno que le coma el coño a su madre. Utilizo a tu hijo para contentar a mis amantes, que se apasionan con un efebo como él…
  Alma se quedó muda cuando contempló cómo los japoneses abrían sus braguetas y extraían sus penes ya endurecidos.
—      Prosigue – ordenó uno. Ella lo hizo, alternando su mirada entre los papeles y los nipones que se estaban masturbando mientras la escuchaban.
  Ágata se remojó los labios, aturdida y confusa.
—      Su semen salpica las paredes de tu casa y escribo tu estúpido nombre mojando mi dedo en él. Eres la personificación de la deshonra, de la estupidez. Todo lo que posees, lo ha conseguido tu esposa a golpes de coño y, ahora, tus hijas la ayudan en su tarea.
  Los hombres seguían masturbándose lentamente, como si no tuvieran ninguna prisa, gozando con las obscenidades y la voz de Alma. Ésta acabó pronto su lista y Ágata siguió con la suya.
—      Ahora es el momento de gozar de preciosas chicas occidentales – dijo uno de ellos, señalando con el dedo delante de ellos, sin dejar de acariciar su pene.
  Ágata y Alma se miraron. Todas aquellas obscenidades y contemplar la masturbación de los hombres, las habían enardecido. Se levantaron de las sillas y se acercaron a ellos. Ágata se arrodilló entre dos de ellos y Alma la imitó. Cogieron con ambas manos aquellas pollas, alternando sus labios con el movimiento cadencioso de sus manos. Los nipones sonreían, extasiados. Se levantaron de sus sillones al cabo de unos minutos y las desnudaron. Entonces, sobre la moqueta, Ágata y Alma fueron poseídas una y otra vez por aquellos pequeños hombres de ridículos miembros pero que parecían disponer de una energía descomunal. Fueron embestidas por todas partes, en todas las posturas; tragaron sus pollas con la boca, una y otra vez; fueron sodomizadas por los cuatro, uno detrás de otro, hasta que rendidas y colmadas, acabaron regadas por el esperma de los cuatro.
  Cuando bajaron para reunirse con Frank, estaban duchadas y algo más frescas.
—      ¿Qué ha pasado allí dentro? ¿Qué os han dicho? – preguntó Frank.
—      Nos hicieron un par de pruebas y ya está. No nos dijeron nada más.
—      Parecéis agotadas.
—     Fueron unas duras pruebas – dijo Ágata, con una sonrisa de complicidad hacia su amiga.
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Relato erótico:” El arte de manipular 6″ (POR JANIS)

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  Durante todo el verano, Frank nadó en dinero a costa de sus chicas. Con diversas excusas sobre sus carreras, las entregó al mejor postor de sus ricos conocidos. Cada vez tenía más contactos; unos le recomendaban a otros, hasta que, finalmente, conoció a Henry.
  Henry Dafoe era un poderoso hombre de negocios, especializado en inversiones. Se había casado por tercera vez, con una mujer mucho más joven que él, a la que exhibía como un trofeo. Frank le conoció en una fiesta a la que acudió con sus dos amantes, una fiesta a la que fue invitado por uno de sus clientes y que sirvió para dar nuevas y falsas esperanzas a las chicas. Frank quedó prendado inmediatamente de Desirée, la esposa de Henry.
  Desirée era una deslumbrante hembra, alta y rubia. Llevaba el pelo cortado a lo garçon, y sus grandes ojos azules le hechizaban. Era una mujer joven, que rondaba los veinticinco años, pero que disponía de un enorme glamour y, sin duda, de una experiencia increíble. Así lo demostraba con sus gestos y movimientos lánguidos, con su engolada voz que parecía arrastrarse por los rincones de la mente. Su figura era perfecta y sinuosa; vestía con elegancia y dejaba imaginar que era una fiera en la cama. Era tan diferente a sus amantes que Frank se quedó colgado. Aprovechó cualquier ocasión para verla, para hablarle. Intentó deslumbrarla con sus dotes de actor, con su apariencia y experiencia. Le envió flores y la citó, pero Desirée nunca le contestó a sus insinuaciones.
  Sin embargo, quien si respondió a todas esas invitaciones fue su marido. Henry parecía saber cuanto ocurría y se presentó en el despacho de Frank, por sorpresa. Al principio, Frank se asustó. Henry era un hombre poderoso y un enemigo que no deseaba, pero pronto se tranquilizó.
—      Quiero dejar las cosas bien claras, señor Warren – le dijo Henry Dafoe, sentándose delante de su escritorio. – Mi mujer me ha contado todo y debo halagarle su buen gusto, pero, como comprenderá, Desirée me pertenece, en cuerpo y alma. Piénselo bien, en cuerpo y alma, y no es un farol.
—      No sé a que se refiere.
—      Es la tercera vez que me caso, mi querido profesor. Las dos primeras fueron un fracaso, aunque me procuré descendencia, por supuesto. Ésta vez, decidí buscar lo que necesitaba y así encontré a Desirée. Me costó bastante, claro está. Las mujeres como ella no abundan, pero lo conseguí. Me gasté una fortuna en educarla, en embellecerla más allá de toda medida y me vendió su alma y su cuerpo por ello.
—      ¿Es usted el demonio? – sonrió Frank, un poco más confiado.
—      Puede que sí. Hay mucha gente que me compara con el diablo, sobre todo mis enemigos. Pero volviendo a nuestro tema en común, señor Warren, nunca conseguirá que Desirée le haga caso, a pesar de su evidente apostura.
 Con algo de desdén, Frank se comparó con el magnate. No existía comparación. Henry sólo disponía de dinero y de poder, pero, físicamente, no era nada agraciado. Un hombre mayor, de unos cincuenta y cinco o sesenta años, con mucha manicura y cabello teñido alrededor de su calva. De estatura baja, Henry se asemejaba a un estibador de puerto. En su juventud, tuvo que ser un hombre muy fornido, pero ahora, los músculos se habían atrofiado, reemplazados por grasa. No era que estuviera demasiado gordo, pero se le veía lerdo y pesado, con un vientre abultado bajo su traje de Calvin Klein. Ostentaba un ridículo y recortado bigotito sobre su labio superior y lucía una doble papada que brillaba cuando sudaba. Sus ojos eran pequeños, mezquinos y astutos, de una tonalidad clara e imprecisa. Sin embargo, sonreía mucho, mostrando su aún fuerte dentadura, sana y blanca. No, no había comparación con la apostura de Frank.
—      Entonces, ¿para qué ha venido si está tan seguro de ella? – preguntó Frank.
—      Ah, veo que es usted astuto, señor Warren. Desirée no es más que un escaparate para mí, se lo aseguro. Mis gustos en mujeres van por otro lado, pero me gusta rodearme de belleza. Desirée luce mucho en las páginas de la sociedad. Créame cuando le digo que apenas la he tocado. Oh, sí, de vez en cuando me apetece cobrarme lo que me ha costado, pero muy de tarde en tarde. Así que me ocupo de satisfacerla cuando tengo la ocasión.
—      ¿Quiere usted decir que escoge sus amantes?
—      Por supuesto. Lo mismo que haría con una perra con un buen pedigrí. Ahora bien, siempre procuro sacar un beneficio de sus amantes. No doy nada a cambio de nada.
—      ¿Me cobraría?
—      No, aún no me ha comprendido, así que iré al grano. Tengo entendido que tiene a su disposición dos chicas jóvenes, ¿no es cierto? Y que comercia con ellas.
—      ¿Cómo lo sabe?
—      Oh, soy un hombre muy bien informado. También sé que esas chicas lo hacen por amor, no por dinero. Las mantiene engañadas.
—      ¡Eso no puede demostrarlo!
—      Ni me interesa, no se preocupe. Verá, me gustan las chicas jóvenes, adolescentes, y no quiero ningún escándalo. Le propongo un trato, usted me cede a sus chicas y yo le cedo la mía.
—      ¿Desirée como moneda de cambio?
—      Sí, no se imagina los padres que me han entregado a sus hijas a cambio de poder acostarse con ella. Es perfecta para eso.
—      Dios, es cierto que es el diablo.
—      Me gusta pensarlo a veces. ¿Qué me dice usted?
—      Sí, supongo que sí. Se las enviaré y…
—      No, quizá no me he explicado lo suficiente. No deseo un canje, sino un intercambio momentáneo, in situ. Desirée no sale nunca sin mí. Quiero que usted vaya allí, con sus chicas, y las intercambiemos. Incluso puede que hagamos una cama redonda si lo prefiere. Es algo que enardece mucho a mi esposa.
—      Será algo difícil. No lo he intentado nunca con ellas.
—      Piénselo y llámeme. Aquí tiene mi número de teléfono. Le recomiendo que se abstenga de seguir persiguiendo a Desirée. Esta es la única forma que tiene de conseguirla.
—      Entiendo.
Días más tarde.
—      Chicas, la oportunidad de nuestras vidas se nos ha presentado – dijo Frank mientras almorzaban en un McDonald, a la salida del zoo. – Henry Dafoe, el multimillonario promotor de Hollywood, ha leído mi escenificación de “Por techo el cielo” y le ha encantado. No sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido la copia que les dejé a los japoneses. Está dispuesto a invertir mucho dinero en una película, ya no hablamos de una obra, sino de toda una película de Hollywood, pero hay un problema.
—      ¿Cuál? – preguntó Alma.
—      Junto con la copia, también consiguió vuestras fichas personales.
—      Y nos quiere a nosotras, ¿verdad? – adivinó Ágata.
—      Sí, eso me temo. Es vuestro turno de decidir. No quiero influenciar en vosotras, pero se trata de mucho dinero y de una oportunidad única. Sé que habéis hecho todo lo posible con otros promotores, pero éste es el bueno, ya lo veréis.
—      Frank, sabes que lo hemos hecho antes. Te ayudaremos.
—      Bueno, ese no es el problema mayor. Quiere organizar una fiesta muy privada, en la finca que posee, y quiere que yo esté allí, con vosotras. Puede que la cosa se desmadre y deba acostarme con su… esposa – Frank lo dijo como si le disgustase.
—      Bueno, querido, es hora de que también te pringues – le dijo Alma, devorando su hamburguesa.
—      Bueno, quizá sí. Tenéis razón, no lo había pensado de esa forma – interiormente, Frank se alegró de que la cosa saliera tan bien. Las chicas estaban acostumbradas a ceder sus cuerpos a cambio de una oportunidad y ésta era una más para ellas, aunque para él fuera algo personal.
—      Necesitaremos organizar una excusa para nuestros padres – dijo Ágata.
—      Si, no están muy contentos últimamente con tanta salida y entrada – repuso Alma.
  Frank detuvo el coche frente a la imponente verja. Desde allí, podían ver la mansión al fondo, rodeada de árboles y jardines; era todo un palacio.
—      ¡Vaya caserón! – exclamó Ágata.
  La verja se abrió y siguió conduciendo hasta detenerse ante la enorme mansión. Una doncella salió a recibirles y les condujo al interior. Admiraron el lujo y el gusto del millonario. Henry y su esposa, Desirée, les esperaban en un amplio recibidor, decorado con buenas obras de arte.
—      Ah, aquí están mis invitados – dijo, saliéndoles al paso.
—      Señor Dafoe – le saludó Frank. – Les presento a mis alumnas, Ágata y Alma.
—      Un placer, señoritas, un verdadero placer – les dijo, dándoles la mano. – Mi esposa Desirée.

Tanto Alma como Ágata admiraron a la preciosa mujer que inclinó la cabeza ante ellas, pero no dijo ni una palabra. Más que una esposa, parecía otra obra de arte expuesta. Era perfecta, ni una mácula en su rostro o una desproporción en su cuerpo, puesto de manifiesto por el elegante y estrecho traje chaqueta que vestía. Ágata se giró hacia Frank, pensando que no sería ningún disgusto para él acostarse con esa belleza, y lo pescó devorando a la esposa del millonario con los ojos. Sintió un pellizco en la boca del estómago. Los celos y una justa cólera se apoderaron de ella. Tanto ella como su amiga habían tenido que lidiar con vejestorios y sátiros para que sus carreras y la de Frank tuviesen una oportunidad y, ahora, a las primeras de cambio en que debía actuar con ellas, Frank babeaba por aquella mujer. No era justo, nada justo.

—      Espero que hayan traído alguna ropa, les he invitado a todo el fin de semana – dijo Henry.
—      Sí, traemos lo necesario en el coche – contestó Frank.
—      ¿Algún problema para vosotras, jovencitas? ¿Vuestros padres, acaso?
—      No, ninguno – sonrió Alma.
—      Bien, entonces pasemos al comedor. El almuerzo ya está servido. Charlaremos mientras comemos.
  La comida resultó exquisita y la conversación esperanzadora. Henry parecía saber muy bien lo que quería, no como los otros promotores que habían tenido que soportar. Les hizo bastantes preguntas sobre sus estudios, sobre sus familias y cómo repartían su tiempo. Les pidió referencias y un extenso currículo. Sin embargo, Ágata prestaba solo la mitad de su atención. La otra mitad la dedicaba a observar a Frank que no cesaba de intentar entablar conversación con Desirée, sin éxito. La mujer masticaba en silencio, con unas maneras exquisitas y elegantes. Le miraba cuando le hablaba, sonreía si venía al caso y seguía comiendo. No contestó ni una sola vez. Ágata, a pesar de su furia, se preguntó si sería muda. Le parecía increíble el descaro de Frank. No tenía más ojos que para Desirée, ni siquiera prestaba atención a lo que decía Henry.
—      Querida, ¿cuál es nuestro porcentaje en los estudios Valmont?
—      Posees un 32% de las acciones libres y dos votos en el consejo de dirección.
—      Eso es. Nunca me acuerdo. ¿Qué sería sin ti y tu maravilloso cerebro?
  Era la primera vez que Desirée hablaba y su voz sonó de una forma sensual y aterciopelada, muy bien modulada.
—      Creo que querías decirle algo al guionista, ¿no es así? – le sonrió Henry a su esposa.
—      Existen varios errores de escenificación en la copia que obra en mi poder. Sobre todo a partir de la cuarta escena, páginas 48 ala 72. Así mismo, varios diálogos se repiten confusamente y se apartan de la obra original, generando ramificaciones que quedan inconexas a lo largo de la obra. Sería necesario pulir un poco más todo eso antes de empezar a escribir el guión cinematográfico – dijo, mirando directamente a Frank.
  Incluso con el embeleso que le aturdía, Frank comprendió que aquella diosa no era sólo un cuerpo y un rostro bonito, poseía un astuto cerebro bajo sus cabellos.
—      Poseo un doctorado en Literatura contemporánea, señor Warren – respondió a la muda pregunta –, además de algunos masters.
  Acabaron de almorzar y tomaron café en el recibidor.
—      Lo mejor será dejar al señor Warren repasando esos fallos con mi esposa. Mientras tanto, me encantaría enseñar la finca a estas dos jovencitas y conocernos un poco más, ya que trabajaremos juntos muy pronto – dijo Henry. – ¿Prefieren un paseo a caballo o bien en vehículo?
—      En vehículo, señor Dafoe. No sabemos montar – contestó Alma.
—      Oh, por supuesto, pero, llamadme Henry, por favor.
  El millonario las invitó a seguirle y se marcharon detrás de él.
—      Me has dejado boquiabierto con tu experiencia – se volvió Frank hacia la esposa de Henry en cuanto salieron de la habitación.
—      Suele pasar, señor Warren.
—      Oh, podemos dejarnos de formulismos. Me gusta que me llamen Frank, incluso mis alumnos me llaman así.
—      Sí, creo que es usted muy popular entre las alumnas de cierta edad.
—      Bueno, no suelo buscar aventuras en clase, pero no puedo hacer nada con esas chiquillas. Algunas veces, me gustaría ser más viejo, más sabio…
—      No es usted muy modesto, que digamos.
—      No, contigo nunca. Soy totalmente sincero – un hilo de sudor resbaló desde las sienes del hombre. Su labio superior estaba perlado también. Frank sentía un fuerte calor en todo su cuerpo y sus ojos la devoraban. Nunca se había sentido así, tan lujurioso y agresivo. Se pasó una mano por la frente.
—      ¿Se siente bien, Frank? – le preguntó ella.
—      Sí, solo tengo un poco de calor. Desirée – susurró, levantándose de su sillón y sentándose a su lado, en el sofá. – No puedes saber lo que siento por ti desde que te vi en aquella fiesta. No dejo de pensar en ti, en tu confinamiento. Me gustaría llevarte conmigo, escondernos del mundo…
—      Creo que va demasiado deprisa, Frank – rió ella, escabulléndose de la mano de Frank, que intentaba coger la suya. – No estoy prisionera aquí, sino por propia voluntad. No me interesa la mundanidad que existe fuera de estas paredes. Los hombres como usted me dan pena; estáis demasiado apegados a vuestro orgullo, a vuestra pasión, como para descubrir la realidad de la vida.
—      Pero… tu marido es…
—      ¿Viejo? ¿Feo? ¿Gordo? – dijo ella, enarcando las cejas. — ¿Tiene eso algo de malo?

¿Hay alguna ley que lo prohíba? Me gusta mi marido tal y como es. Lo acepté entonces, y lo sigo haciendo. Estoy acostumbrada a generar pasiones en los hombres, desde muy joven, y siempre los he mantenido a raya. Está usted aquí porque mi marido desea gozar de esas dos jovencitas. Me entregaré a usted solo porque Henry me lo ha pedido, como parte del trato. La verdad, no me desagrada físicamente, pero sí moralmente. Por eso mismo, debo decirle que nuestra relación será pura y llanamente física. Después de eso, no deseo volver a verle. Para su información, el calor y la pasión que debe sentir en ese momento es causada por una fuerte dosis de Loto Azul que se le ha servido en el café, solo para asegurarme de su potencia, claro está.

—      ¿Me habéis… drogado? – tartamudeó Frank, perplejo por todo lo que acababa de escuchar.
—      Sí, a usted y a sus chicas. Aproveche la ocasión, se ha convertido en un semental.
—      ¡Mala puta! – exclamó Frank, lanzando sus manos hacia delante para aferrarla de los pelos, pero, con sorpresa, se encontró con que su cuerpo no reaccionaba bien. La mujer frenó su golpe con mucha facilidad.
—      No creo que esté acostumbrado a esta variante de Loto Azul. Nos es suministrada directamente por una organización llamada La Granjay tiene la virtud de potenciar la libido agresivamente, pero mantiene el cuerpo en un estado de relajación muy profunda. No es usted enemigo para mí en este momento. Ahora, le dejaré un momento para que la droga se apodere totalmente de usted y, entonces, me buscara por esta casa; me buscara para hacerme el amor, ese será su único deseo. Me gusta jugar al escondite, Frank, pero, cuidado, existen muchas trampas en el camino. Veremos si es capaz de encontrarme y llegar hasta mi entero.
  Desirée se levantó del sofá con una dulce sonrisa y se marchó. Frank quiso ponerse de pie y perseguirla, pero el brusco movimiento le mareó y cayó sentado de nuevo. Estuvo unos segundos inspirando para calmarse y se volvió a levantar, despacio. Podía moverse con lentitud, como si estuviera borracho, pero su polla, en el interior de su pantalón, amenazaba con romper la tela.
  Henry bajó con las chicas hasta el garaje, en donde se guardaban varios coches, entre otros, un Rolls, una limosina, un deportivo rojo, dos Continentales y otras lindezas por el estilo. Sin embargo, en esa ocasión, el hombre abrió la puerta de una camioneta pickup, con faros en la barra exterior antivuelco.
—      Es el vehículo idóneo para rodar por el campo – les dijo.
  Sólo había un asiento, pero amplio y mullido, así que las chicas se subieron al lado de Henry, que arrancó y salió del garaje. La finca parecía enorme cuando subieron a un altozano. Contenía dos lagos pequeños, una arboleda extensa, casi un bosque, y varios campos de césped, unos de golf y otros de equitación. Henry condujo hacia los lagos.
—      Están completamente acondicionados – les dijo. – Son artificiales. Me costaron una fortuna, pero me gustan así, sin sorpresas. No quiero nadar y clavarme en el fango o que algo que desconozco me roce las piernas. El agua está reciclada y se puede bucear a la perfección. Mañana, si queréis, podéis bañaros. Dispongo de todo el equipo.
—      Impresionante – dijo Alma.
  Les mostró las caballerizas, los hoyos de golf más disparatados y una granja en miniatura de la que estaba muy orgulloso. A medida que transcurría la tarde, Ágata y Alma se sentían más confiadas y relajadas. Caminaban cogidas de las manos y, en diversas ocasiones, Ágata le tocaba el culo a su amiga. Se sentían calientes y alegres y no sabían por qué. Alma se dijo que, si quisiera, podría flotar en el aire. Se reían cuando Henry las tomaba de la cintura para enseñarles algo nuevo, o paseaba su mano sobre los muslos de la que se sentaba a su lado. Todo parecía casual, amistoso y sensual. Las chicas no habían ingerido la cantidad que se le había suministrado a Frank, sino menos de la mitad; por eso mismo, sus sensaciones eran vividas, pero no perdían el control.
—      Bien, ahora os voy a mostrar mi sitio preferido, el lugar donde me escondo del mundo. Poca gente lo ha visto, así que me gustaría que lo respetaseis.
—      Por supuesto, Henry.
  El hombre condujo hasta el bosque y se internó entre los árboles, manejando el coche rápidamente, lo que asustó un poco a las chicas. Se notaba que estaba acostumbrado a alejarse del sendero que cruzaba la arboleda. Llegaron ante un claro, con una pequeña cascada en medio, que formaba un estanque susurrante. En un extremo del claro, una cabaña de madera se alzaba y las chicas se quedaron extasiadas al contemplarla.
—      Parece sacada de un cuento de hadas – musitó Ágata.
—      Así es – dijo él. – La hice construir especialmente, según mis propios diseños.
  La estructura era típicamente alemana, de la Selva Negra, con ventanas estrechas y de medio punto, vigas exteriores y tejado cónico. No tenía más que la planta baja y estaba rodeada por una valla de madera, pintada en blanco. Un pozo artesanal se encontraba a un lado, dentro de la valla y un cobertizo al otro.
—      Sus hijos deben pasárselo muy bien aquí – dijo Alma.
—      Mis hijos no conocen esta parte. Además, son ya mayores y ninguno vive conmigo. Sin embargo, de vez en cuando, suelo traer algunos chicos por aquí y, la verdad, se sienten muy ilusionados. Seguidme, la visitaremos por dentro.
  El hombre se paró delante de la puerta, después de cruzar la valla, y, galantemente, le hizo un gesto para que abrieran la puerta y entraran primero. Ágata giró el picaporte de latón y entró. El interior estaba en penumbras. Sólo algún rayo de luz entraba por las estrechas ventanas. Un hogar de leña se situaba en un extremo, con la chimenea recubierta de piedra. El fuego crepitaba bajo la gran marmita. Ágata y Alma se quedaron quietas cuando apercibieron la figura encorvada y sentada delante del fuego.
—      Hola – carraspeó Alma.
  La mujer no se movió ni contestó. Vestía de negro, con ropas muy ajadas y de basto paño. Un pañuelo oscuro le cubría la cabeza, aunque largas guedejas blancas le caían hasta la espalda por los lados. Parecía ensimismada en el fuego y en lo que estaba cocinando. Las chicas esperaron a que Henry entrase, sin saber qué hacer, cuando la anciana giró su cuerpo, mostrando un rostro completamente arrugado y feísimo. Abrió la boca desdentada y habló con una voz quebrada y siniestra.
—      Ah, una joven y tierna visita para la bruja del bosque.
  Las chicas se estremecieron y escucharon la risa de Henry detrás.
—      No os preocupéis. Sólo es la vieja Erie. Es un autómata construido en Japón. Impresiona, ¿verdad?
—      ¡Vaya que sí!
  La mujer se volvió de nuevo hacia el fuego y se quedó inmóvil.
—      Se activa al abrir la puerta, al mismo tiempo que se enciende el fuego cuando se pisa una célula al pasar por la valla. Más de un chico ha salido corriendo, no lo dudéis. ¿Queréis un refresco? Dispongo de todas las comodidades aquí – dijo, tirando el cajón de un viejo y ajado mueble que contenía platos de barro y metal. El panel cedió por completo, revelando que se trataba de la camuflada puerta de un frigorífico.
—      Bestial – dijo Ágata, riéndose.
—      Televisión, vídeo, Hifi, calefacción, climatizador… – dijo mostrándoles los aparatos debidamente camuflados.
—      Es como una casa de muñecas – dijo Alma.
—      Exactamente. Es mi casa de muñecas, tú lo has dicho. Y ahora, os mostraré la parte secreta, mi santuario.
  Henry salió de la cabaña y se dirigió al cobertizo, seguido por las chicas. Entraron en él. Estaba lleno de heno y de trastos viejos. Un carro con una rueda rota yacía en mitad. Henry tocó una parte de la viga central y descubrió un hueco en el que se ocultaba un pequeño panel con dígitos. Tecleó una numeración y el carro se alzó, dejando aparecer una rampa.
—      ¡Esto es mejor que una película de James Bond! – exclamó Ágata.
—      Seguidme.
  La rampa era estrecha e iluminada por un solo foco. Descendía unos diez metros bajo la superficie y se detenía, recuperando la horizontalidad, delante de una puerta baja y de aspecto robusto. Un nuevo panel de dígitos se encontraba a la vista, a un lado de la puerta. Henry volvió a marcar y empujó la puerta. Encendió la luz y las chicas pudieron ver una amplia habitación amueblada de forma sencilla. Un gran armario de cuatro puertas, una cama de matrimonio, un gran escritorio con un ordenador y una gran pantalla de televisión. Al fondo, una puerta permanecía cerrada.
—      Suelo venir aquí a pensar, a relajarme o cuando tengo ganas de jugar.
—      ¿Jugar? ¿A qué?
  Les hizo un gesto para que le siguieran y abrió la puerta del fondo. Cuando penetraron en la siguiente estancia, se quedaron alucinadas. Se encontraron en el interior de un templo, de alto techo e iluminación tétrica. Braseros que se encendieron automáticamente, antorchas que les siguieron de la misma forma, y muchos aparatos dispersos, aparatos extraños que llamaron la atención de las muchachas. En el centro de la estancia, como si la presidiera, se alzaba una gran rueda de tortura, con ataduras por todas partes. Más allá, un potro, acolchado e inclinado, estaba cubierto de sangre seca. En un rincón, una Doncella de Nuremberg las miraba sin vida. Una silla inquisitorial, de hierro, estaba apoyada contra la pared. Una gran rueda de madera y clavos de hierro presidía el centro de la sala. Otros muchos aparatos, sin sentido para las jóvenes, se hallaban en la sala.
—      ¡Es una sala de torturas! – exclamó Alma.
—      Sí, pero acondicionada para el placer. No soy un sádico, sólo un poco pervertido, me gusta representar escenas. La sangre es falsa por supuesto – dijo Henry, mirando en la dirección que lo hacía Ágata. – Aquí nadie sufre daño, puede que un poco de molestia, pero nada más. Nada corta, ni pincha, golpea o estiraza.
—      ¿Qué hay detrás de esa puerta? – preguntó Alma, señalando al fondo.
—      Sólo es el cuarto de baño. ¿Queréis verlo?
—      ¿Es así de tétrico?
—      No, es normal.
—      Entonces, lo dejamos.
—      ¿Qué os parece?
—      No sé. Estoy impresionada, eso sí – dijo Alma.
—      Yo estoy cachonda – se rió Ágata. – Es todo tan extraño que… me gusta.
—      Es lo que intento. ¿Te gustaría probar algún aparato?
—      No sé. Me dan un poco de miedo.
—      El miedo es bueno; activa la adrenalina. No te preocupes, no te harán daño.
—      Bueno, está bien – aceptó Ágata.
—      ¿Y tú, Alma?
—      Estoy intrigada. Creo que me gustaría participar.
—      Bien, entonces el juego ha comenzado y hay que jugar bien desde el principio. Os procuraré unas vestimentas adecuadas.
  Regresaron a la habitación anterior y Henry abrió el armario. Dentro del mueble, se adivinaba una colección de lencería y vestimentas eróticas inimaginable.
—      Suelo vestir a mis “víctimas”, pero, en esta ocasión, os dejaré elegir. Mientras prepararé los aparatos.
—      ¿Estamos locas? – preguntó Alma cuando el hombre se marchó.
—      No, solo cachondas. Estoy tan salida que me follaría a cualquiera en este momento.
—      Eso es lo raro, yo también me siento así. ¿Nos habrán dado algo?
—      No me importa. Tengo la mente despejada, sólo que veo las cosas con claridad. Mira, Frank debe estar follándose a ese bombón en estos momentos. No sé cómo ni por qué, pero me da en la nariz que ha venido sólo por ella. Se la comía con los ojos. Así que voy a follar con ese promotor hasta reventarle los huevos y sin que me importe nada más. Además, todo esto me pone a cien, eso no es mentira.
  Alma se encogió de hombros, dándole la razón. Ella pensaba igual. Ágata rebuscó entre los vestidos y escogió uno por el color, rojo vivo. Al tirar de la percha, leyó una etiqueta: “Caperucita Roja”.
—      ¡Genial! Me voy a poner éste.
  Alma optó por un traje de sacerdotisa que se componía de una túnica blanca y dorada, abierta por los laterales. Un montón de bisutería completaba el disfraz. Su piel bronceada destacaba poderosamente con el blanco impoluto de su túnica. Al igual que Ágata, no utilizó ropa interior. Ágata, por su parte, se miraba en el espejo.
—      Si saliera vestida así a la calle, me violarían nada más llegar a la esquina – dijo.
  La falda apenas le tapaba el sexo. El vuelo surgía desde las caderas. Unas medias rojas, hasta el muslo, le tapaban las piernas. El corpiño se ajustaba a sus senos, pronunciándolos poderosamente, sin camisa alguna debajo. Una corta capa, con caperuza, completaba el traje. Se afirmó sobre sus zapatos de tacón alto y se pasó las manos por las caderas.
—      ¡Estás de muerte! – la alabó Alma, metiéndole mano en el trasero, bajo la falda.
—      ¡Anda que tú!
—      Señoritas, ¿estáis list…? – preguntó Henry abriendo la puerta. Se quedó con la boca abierta. — ¡Madre mía! ¡Sois perfectas!
  Pasaron de nuevo a la sala de torturas y Henry le preguntó a Ágata cuál prefería.
—      No sé, no los conozco.
—      Te recomiendo la Doncellade Nuremberg. Es perfecta para novatos.
—      Está bien.
  Henry abrió el pesado sarcófago de metal y las chicas pudieron observar que las temibles púas del interior habían sido cambiadas por flexible tubos que remataban unas pequeñas ventosas.
—      Espera un momento, tengo que medirte – le dijo Henry, impidiendo que se colocara la chica en el interior.
—      ¿Medirme?
—      Sí. Es sólo un instante.
  Después de comprobar las medidas de la pelirroja, Henry ajustó una serie de controles a la espalda del aparato y la ayudó a introducirse en él. Ágata tuvo que colocar los pies en unas plataformas que aprisionaron sus tobillos con argollas acolchadas. Sus brazos estaban pegados al cuerpo, embutida dentro del sarcófago. Henry pasó otras argollas a las muñecas, dejándola inmóvil.
—      Ahora, tengo que aplicarte un poco de crema. Te desaflojaré un tanto el corpiño – le dijo Henry.
  Las manos del hombre sudaban, quizá por la excitación, al liberarle los senos. Sacó de alguna parte un tubo de crema y la aplicó lentamente en el busto, vientre y muslos de la chica. Ágata ya resoplaba, muy caliente.
—      Bueno, ahora di adiós a la luz. Feliz estancia, Ágata – dijo el hombre, cerrando la cincelada puerta.
  Ágata contuvo el aliento cuando escuchó el ominoso chasquido de la cerradura. Estaba totalmente a oscuras dentro. Sintió como las ventosas se le pegaban a la piel, en diferentes lugares. Otras se posaron sobre su ropa. Estaban frías y su tacto se asemejaba a la piel humana. Por un momento, en la oscuridad, fantaseó con la idea de que se trataban de bocas masculinas que se pegaban a su cuerpo. de repente, sintió unas suaves cosquillas bajo las ventosas; unas cosquillas que aumentaban a cada segundo. Era como un masaje. Lo encontró relajante y divertido. Las cosquillas se convirtieron en un hormigueo. Quiso rascarse, pero no podía moverse. Contorsionó su cuerpo, pero lo único que consiguió fue que las ventosas se pegaran aún más. La sensación era ya agobiante.
  En ese momento, sintió algo que le presionaba las nalgas, algo duro y suave a la vez. Vibraba contra sus cachetes y se contorsionaba. Se asustó un poco y se movió de nuevo, pero no consiguió retirarse de aquello. Algo reptó por sus muslos, hasta colocarse en su entrepierna abierta. También vibraba y se agitaba. Lo que fuese, goteaba entre sus piernas, algo viscoso, con la consistencia del aceite. Llamó a Henry pero su voz retumbó en el interior del sarcófago; sonó asustada.
  En el exterior, Henry miraba fijamente la Doncella, con Alma a su lado.
—      ¿Qué está pasando dentro? – le preguntó ella.
—      La Doncellamantiene en su interior un circuito de bajo voltaje que se aplica a través de las ventosas. Produce una sensación electrificante, a veces grata, a veces frustrante. El gel que le he puesto a tu amiga, amplifica el contacto. Varios consoladores surgen de las paredes, a la altura del sexo y de las nalgas, frotándose contra la carne y descargando un aromático aceite. Creo que Ágata tiene que estar a punto. Comprobémoslo.
  Henry retiró la tallada cara de la Doncella y apareció el rostro de Ágata debajo. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, en una expresión de goce y de miedo, al mismo tiempo. La chica los miró durante un segundo y después se abandonó de nuevo a las sensaciones.
  Ágata descubrió finalmente qué la tocaba en los bajos. La presión y el movimiento de los vibradores eran constantes. Frotando sus nalgas con el que tenía atrás, consiguió que su breve falda se alzara lo suficiente y dejó que el aparato vibrara entre sus cachetes. De esa forma, teniendo el borde la falda enganchada, lanzó su pelvis hacia delante e hizo lo mismo con el delantero. Alternó el roce entre uno y otro, volviéndose loca de placer. Los chorros calientes de aceite resbalaban por sus muslos e inundaban su pubis. Acabó creyendo que varios hombres se corrían sobre ella, sin descanso.
—      Henry… Henry… sácame… no puedo… más… me corroooo… – jadeó, mirándole.
  Con una sonrisa, el magnate desconectó la máquina y la ayudó a salir. Ágata jadeaba y se tuvo que apoyar en él.
—      ¿Qué te ha parecido?
—      Creí morirme ahí dentro. Me he corrido tres veces, sin parar.
—      Sí, es una máquina perfecta.
—      Ahora tú. Pruébala – le dijo Ágata a su amiga.
—      No, prefiero otra. Me da algo de claustrofobia.
—      Te recomiendo la rueda, Alma.
  La joven se dejó convencer y la ataron, de pies y manos, encima de la gran rueda central. Henry, después de comprobar las ataduras, le levantó la túnica hasta dejarla completamente remangada y cogida al cinturón dorado que portaba. De esa manera, sus piernas quedaban abiertas, mostrando su sexo.
—      Perfecto, un coñito perfecto – dijo Henry, paseando fugazmente su dedo por él.
—      ¡Eh, no te aproveches! – dijo riendo la morena.
  Henry tomó un mando con cable, muy parecido al de una grúa, que colgaba de una columna, y apretó uno de los botones. La rueda se puso en marcha, girando lentamente.
—      Vaya, es como un columpio – dijo Ágata.
—      Es más que eso. Fíjate bien.
 De entre las abiertas piernas de Alma, surgió un dispositivo telescópico, rematado en forma de pene. Henry lo desplegó hasta rozar la vulva de la morena. Alma intentó cerrar las piernas, por reflejo, pero no pudo hacerlo debido a las ataduras.
—      ¿Qué es eso? – exclamó.
  La rueda cambió su ritmo y se desplazó gracias a un eje oculto, volcándose para un lado o para otro. Según el movimiento, Alma se alejaba de la polla artificial o se sentaba encima. Ágata contempló, con una sonrisa, como su amiga dejaba de pedir que parasen y buscaba acoplarse con aquel miembro que la enloquecía con su roce. Henry jugaba con el control para alejarla cada vez que creía conseguirlo. Alma suspiraba e imploraba que la dejaran hacerlo, que la dejaran acabar. Finalmente, Henry subió un poco más el miembro artificial y la chica se contorsionó como pudo para atraparlo con su vagina. Entonces, la rueda cambió su ritmo de nuevo y empezó a vibrar, haciendo que el consolador telescópico se agitase en el interior del coño de Alma, como si fuese un hombre bombeando.
—      Oh, es demasiado – dijo Ágata, poniendo una de sus manos en el hombro de Henry y la otra abajo, cogiéndole el miembro. Henry siguió manejando el mando, con una sonrisa en los labios.
—      Eh, veo que nos vamos animando – dijo él.
—      No, animada no; yo ya estoy lanzada de nuevo – respondió Ágata. – Déjala que goce. Gocemos nosotros…
  Ágata se colgó del cuello del hombre y le besó largamente en la boca. A pesar de no ser un hombre atractivo, había algo en él que la atraía; quizá fuera el poder que ostentaba o la perversión que les confesaba, lo cierto era que Ágata lo quería para ella.
—      Abajo, abajo… – susurró él, poniéndole una mano en la cabeza y obligándola a arrodillarse.
  Ágata quedó justamente delante de la bragueta y sus dedos la desabrocharon antes de que fuera consciente de ello. Sacó un miembro muy normal y lo enfundó con su boca. Sobre la rueda, Alma se retorcía, empujando con sus caderas. El miembro artificial derramaba algo de líquido en su interior y la enloquecía. Miraba de reojo, cuando la rueda se lo permitía, lo que estaba haciendo su amiga.
—      Ven, ven, sobre el potro – la instó Henry, levantándola del suelo.
—      Sí, sí, dónde quieras, pero métemela, por favor… – murmuró Ágata, completamente obsesionada. El Loto Azul estaba haciendo un efecto muy poderoso en el organismo de las chicas.
  Henry la colocó de bruces sobre la tabla acolchada del potro. Ágata jadeaba, impaciente. Le quitó la capa y el corpiño de un manotazo, pero le dejó la brevísima falda roja y las medias, así como los zapatos. Le ató los brazos arriba y las piernas abajo, bien abiertas. Ágata movió el culo, desesperada. Pero Henry no tenía ninguna prisa. Desactivó la rueda y ayudó a bajar a Alma de ella. La chiquilla lo aferró por la entrepierna, ansiosa por correrse, ya que no había podido hacerlo.
—      No, espera, espera. Déjame que te quite la túnica…
  Lo hizo desde atrás, besándola en los hombros y nuca.
—      Mírala. Contempla cuán indefensa está – le susurró al oído, señalando hacia Ágata, que no cesaba de gemir. — ¿No te la has imaginado nunca así? ¿Qué estarías dispuesta a hacerle? ¿Qué es lo que más deseas?
  Alma jadeó bajo el impacto de aquellas palabras que nublaban su mente. Se imaginó azotando a su amiga y casi se corrió, sin tocarse.
—      Quiero pegarle…
—      Adelante, es toda tuya. Hazlo. Toma.
  Henry le entregó un pequeño látigo de corto mango, confeccionado con tela. Él mismo tomó una larga pluma de avestruz. Alma, látigo en mano, se situó al lado del potro, mirando a su amiga. Henry aprovechó el momento para tensar más las cadenas, estirazando a la pelirroja hasta que gruñó. Alma dejó caer un golpe sobre las blancas nalgas que se estremecieron.
—      No… no me pegues – susurró Ágata, pero Alma estaba segura de que quería que siguiera. Golpeó de nuevo, enrojeciendo uno de los glúteos.
  Dejó caer otro golpe contenido sobre la espalda abierta. Henry cosquilleó con el suave plumaje el coño de Ágata.
—      Así, así, al mismo tiempo – susurró el hombre.
  La mezcla de dolor y caricia la volvió loca. Ágata se contorsionaba, intentando conseguir más placer para llegar al orgasmo, pero ni siquiera podía frotarse contra el acolchado.
—    Oh, Ágata – jadeó Alma, soltando el látigo y pegándose a la espalda de su amiga.

  Le comió la boca con pasión, haciendo que sus dedos penetrasen el coño inundado. Frotaba su pubis desesperadamente contra las nalgas enrojecidas. Henry manipuló la tabla del potro y cambió su oblicuidad por una horizontalidad que dejó a las chicas tumbadas sobre una cama perfecta aunque algo dura. Se dedicó a acariciar ambos coños expuestos con la larga pluma. Sin embargo, su propia libido no le dejó continuar. Se echó encima de Alma y la penetró. Aguantó justo lo suficiente como para que ella obtuviera su orgasmo. Después, en la misma posición, se la metió a Ágata y se corrió dentro de ella, nada más hacerlo. Alma, apenada por su amiga, echó a Henry a un lado y le metió la lengua en el coño, lamiendo el esperma y arrancando aullidos a la pelirroja, que acabó por correrse entre sollozos.

 

Relato erótico: “El arte de manipular 7 y final” (POR JANIS)

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Frank salió al pasillo, tambaleándose. El terrible sofoco de su cuerpo le estaba matando, así que se paró, apoyó la espalda contra una pared y se desnudó totalmente. Su polla parecía un ariete dispuesto para conquistar un castillo. El glande goteaba líquido preseminal en abundancia. Nunca se había sentido así e, interiormente, estaba asustado. Su mente sólo pensaba en satisfacer su lujuria, como una obsesión, frenando cualquier pensamiento racional. Prestó atención, pero no escuchó nada. No parecía haber nadie en las inmediaciones. Avanzó pasillo adelante hasta llegar al final, en donde desembocó en una amplia estancia vacía. Era una sala de baile, con espejo y pasamanos al fondo. Se detuvo un instante ante las fotografías de varias adolescentes vestidas con faldas de tul y mallas. Hubiera dado lo que fuese por tener a una de esas delante y follársela.
  Atravesó la sala de baile corriendo. Sus pies descalzos no hicieron ruido sobre el parquet. La puerta al fondo le llevó a un nuevo salón, más pequeño, y decorado con motivos orientales. Tampoco se veía a nadie. Recorrió otros pasillos y otras habitaciones y llegó a la conclusión de que se había perdido. La mansión era muy grande y él no estaba en sus cabales. De pronto, al torcer una esquina, escuchó un ruido metálico. Sonrió ferozmente y avanzó encorvado, como un depredador. Había encontrado la cocina, la amplia y organizada cocina. Se asomó con cuidado a la puerta abierta. De espaldas a él, una doncella se afanaba con una serie de platos. Sin duda, estaba preparando la cena. Sintiendo el fuerte pulso en las sienes, Frank la contempló. No debía tener más de veintidós años y era preciosa, como todas las chicas que trabajaban en la casa. Ahora que lo pensaba, como si una inspiración le hubiese asaltado, no había visto a ningún hombre en la casa, sólo mujeres.
  La chica llevaba uniforme, cofia incluida; un uniforme que le dejaba los muslos al descubierto y bastante ceñido al cuerpo. La chica era de estatura media, con un cabello castaño no muy largo y recogido en una cola de caballo. No pudo entrever bien su rostro, pero se le antojó atractivo, con unos ojos grandes y una boca sensual. Avanzó con cuidad a su espaldas, hasta tomarla por sorpresa y aferrarla por detrás. Le puso una mano en la boca y la otra se disparó hacia los esbeltos muslos. La chica intentó gritar, pero no pudo. Se debatió entre los brazos de Frank, pero éste se había convertido en un ser primitivo, ansioso de sensaciones fáciles. Frank metió la mano bajo la amplia falda, subiendo hasta la entrepierna, y la introdujo entre las bragas. El coño era cálido y con poco vello. Para impedir que se debatiera más, Frank la apoyó contra la mesa y se echó encima, sin dejar de sobarle el pubis. Rozó la polla contra la falda, deseoso de penetrarla. No supo cuándo sucedió, pero la doncella lamió los dedos que le tapaban la boca y sus manos bajaron para acariciarle las desnudas caderas. Parecía complaciente ahora que sabía lo que quería de ella. La soltó y le levantó la falda. Rompió las bragas de un fuerte tirón y condujo su polla, sin más preámbulos, hasta la vagina, desde atrás. La chica se quejó un poco.
—      ¿Cómo te llamas, puta? – jadeó él.
—      Eve… Eve.
—      Bien, Eve, muévete, cabrona, hazme gozar…
  Inclinó aún más a la chica sobre la mesa, haciendo que descansara su busto y su mejilla sobre los canapés que estaba preparando, llenándose toda. Le alzó una rodilla con una mano y embistió rápidamente. Pero aunque estaba muy cachondo, la droga no le dejó correrse tan fácilmente. Eve ya jadeaba, totalmente abandonada. Le sacó la polla y le dio la vuelta, cogiéndola a pulso. La llevó, de esa manera, hasta dejarla sentada sobre uno de los poyos de la enorme cocina. Ella le abrazó con sus piernas cuando se la volvió a meter. La tomó por la cola de caballo, haciendo que la cofia cayera al suelo, y la inclinó lo suficiente como para besarla profundamente en la boca. Mientras tanto, sus manos le arrancaron los botones de la oscura camisa, dejando sus redondos pechos al descubierto. Los apretó con saña, con terrible deseo. La sintió quejarse en su boca, pero no dejó de empujar. La chica se corrió con un fuerte estremecimiento e intentó apartarse, pero Frank siguió, haciendo oídos sordos a sus súplicas. Finalmente, con un rugido se corrió, sacando la polla a destiempo y acabando de rociar la entrepierna de la chica con su semen. Ella le miró con los ojos muy abiertos. Sin una palabra, Frank salió corriendo de la cocina, desnudo y con la polla totalmente tiesa y dolorida.
  “¿Dónde está? ¿Dónde está esa puta? ¡Quiero follarte, Desirée! ¡Joder! ¡Vaya con la criada. No ha puesto pega ninguna. Debe de estar acostumbrada a que la traten así o… ¡Espera! ¿Y si ha recibido órdenes de Desirée para entretenerme?”
  Frank no se daba cuenta de que era víctima de una aguda paranoia, producida por la droga. Siguió buscando en el piso bajo, hasta que se convenció de que allí no había nadie más. Así que buscó alguna escalera que subiera. La encontró al fondo de un pasillo secundario, seguramente utilizado por el servicio. La escalera era estrecha y de madera. Los escalones crujieron con su peso. Encontró varios trasteros al final de la escalera, ocupados con ropa de temporada y viejos muebles. Una nueva puerta, al fondo, le condujo a través de una galería cubierta con cristales. Los rayos del sol le calentaron la piel.

La galería le llevó hasta un invernadero. Supo que estaba en el piso intermedio, en un ala. El techo del invernadero se veía desde el exterior y le había llamado la atención al bajarse del coche. Si seguía adelante, pensó, se encontraría con el ala principal, donde deberían estar las habitaciones de los dueños. Se abrió camino entre las grandes plantas que se cultivaban allí. Más que un invernadero, parecía un terrarium gigante. Al pasar delante de un ficus de raíces colgantes, algo atrapó su mirada. Enganchadas a una de las ramas bajas, unas braguitas celestes, de seda, se balanceaban. Las cogió con la mano y las frotó contra su rostro. Las aspiró con anhelo.

—      ¡Sí! ¡Son tuyas, Desirée! Llevan tu olor; lo reconozco. Las has dejado aquí para que te encuentre, ¿verdad? – dijo en voz alta, frotando las bragas contra su erecto pene.
  A toda prisa, salió del invernadero, acuciado por su necesidad. Se detuvo cuando atisbó el nuevo pasillo. Cuatro puertas permanecían cerradas. Abrió la primera. Era un dormitorio, pero no había nadie en el interior. Rezongando, abrió la segunda y la tercera; se encontró con lo mismo. Dormitorios de invitados, elegantes y vacíos. Sin embargo, en la cuarta puerta le esperaba una sorpresa. También se trataba de un dormitorio, pero, a diferencia de los demás, no estaba vacío. Frank se quedó quieto en la puerta, contemplando el chico que yacía sobre la cama, atado y desnudo. No debía tener más de trece o catorce años y, a su manera, como un dulce efebo, era hermoso. Frank nunca había experimentado una atracción homosexual, pero, en ese momento, su polla parecía pensar por él. Un largo escalofrío le recorrió el cuerpo mientras paseaba su mirada por las esbeltas caderas del muchacho. Éste se debatió sobre la cama, intentando desatarse, pero no lo consiguió. Lo miró, suplicante.
—      No… no me haga daño – le pidió, sabiendo que Frank no estaba allí para ayudarle, al verle desnudo y empalmado.
—      ¿Qué haces tú aquí? – gruñó Frank, acercándose.
—      No lo sé… Me… desperté aquí atado. Yo… iba al colegio. Por favor, no me haga daño… Seré bueno…
  Frank se sentó a su lado, sobre la cama, y le pasó una mano por el pelo, apartando el largo flequillo de los inocentes ojos. Sus dedos bajaron hasta deslizarse sobre los labios. Un nuevo estremecimiento se apoderó de Frank.
—      ¿Cómo te llamas? – le preguntó con un susurro.
—      Thomas.
—      Thomas… – repitió Frank, descendiendo con su mano sobre el pecho desnudo del chico. – Thomas, necesito que me ayudes.
—      Sí, sí, lo que usted diga, pero desáteme…
—      Lo haré, Thomas, lo haré, pero antes debes ayudarme. Me siento morir y necesito desahogarme. Eres hermoso…
  La mano de Frank bajó hasta el tierno sexo del muchacho y lo acarició. Era incitante y embriagante. No lo había experimentado antes. No era como hacer el amor con un hombre. El chico no tenía vello y era de una belleza casi afeminada.
—      Por favor, no… – suplicó Thomas, pero Frank ya no escuchaba.
  Se subió a horcajadas sobre el pecho del muchacho y le puso la polla en la boca, a la fuerza. Thomas se debatió, intentando apartarse de aquel órgano hinchado, pero un duro gruñido brotó de la garganta del hombre, como si fuese un animal salvaje, y decidió cooperar. Abrió la boca y se tragó el miembro. Frank gimió, pero no se dio cuenta de la pericia que el muchacho mostraba. Era evidente que no era la primera vez que hacía aquello. Culeó un poco dentro de la boca y se estirazó hacia atrás para aferrar, con una mano, el sexo de Thomas, que ya estaba empezando a crecer. Acarició su glande y sus testículos, con urgencia.
—      Te soltaré… cuando acabemos – susurró, apartando su pene de la boca que lo aspiraba. Se tumbó sobre Thomas y le besó largamente en la boca. Era como la de una chica, cálida y suave.
  Restregó su sexo contra la entrepierna del muchacho, dejando rastros de líquido preseminal en su vientre. Thomas, solo atado por las muñecas, se abrió de piernas y movió sus caderas para que el roce fuera más intenso.
—      Quiero probarlo… – musitó Frank, descendiendo su lengua sobre el ombligo hasta llegar a coger con los labios el pene de Thomas. Era un miembro delgado y pequeño, aromático cuando aspiró sobre él. Le gustó el sabor y la sensación cuando lo lamió. No supo parar, a pesar de saber que el chico estaba a punto de correrse cuando empezó a rotar sus caderas bajo la caricia. Dejó que eyaculara dentro de su boca y se tragó el esperma, curioso por saber a qué sabía.
  Su polla era ya monstruosa y latía sordamente. Los testículos le dolían debido a la intensa excitación. Sin más palabras y sin soltarle las ligaduras, Frank giró al chico sobre la cama, dejándolo de bruces y con las manos cruzadas y estirazadas por la posición y las ligaduras. Escupió y embadurnó el ojete del ano, sin hacer caso de las protestas y súplicas del chico. Cogiéndole por las caderas estilizadas, se abrió paso en el ano con lentitud y firmeza. Thomas gritaba y se agitaba pero no podía apartarse. Pronto, Frank la tuvo toda dentro y se sintió exprimido. Era el culo más estrecho que había probado en su vida. Su polla ardía al contacto con las entrañas. Bombeó suavemente pero aprisa, deseando descargar, pues todo su cuerpo se lo pedía. Al hacerlo, cayó hacia delante, todo su peso sobre la espalda del chico, y gimió con desesperación. Quedó jadeante pero no desahogado. Su polla seguía estando dura y el orgasmo había sido pasajero, ínfimo.
—      Desátame…
—      Ahora no, pero volveré, no lo dudes – dijo con un inusual brillo en los ojos. Quería seguir probando a ese muchacho y lo haría.
  Salió al pasillo y giró a su término. Una nueva puerta al fondo, cerrando el pasillo, y otra en un lateral. Abrió la segunda, que era la que se encontraba más cerca en su camino. Lo primero que le llamó la atención, fue la cortinilla roja que cubría parte de la pared, a su izquierda. No se trataba esta vez de un dormitorio, sino de un tocador o algo así. Algunos sillones, un comodín y un armario completaban el mobiliario. Avanzó hacia la cortinilla y la apartó. Ésta cubría una ventana que no daba al exterior, sino a otra habitación. Era un falso espejo por el que se podía espiar. A través de la ventana, contempló a Desirée y jadeó al verla.
  Estaba sentada en una cama con dosel, vistiendo un salto de cama casi transparente que indicaba que no llevaba nada más debajo. Delante de ella, de pie y con las manos a la espalda, en una postura tímida, se encontraba una jovencita de unos catorce o quince años, vestida de colegiala. Desirée le estaba diciendo algo pero el sonido no llegaba hasta él, quizá debido al grueso cristal. Con la polla pegada contra la pared, vio como Desirée metía sus manos bajo la falda plisada de la chiquilla y las subía lentamente, poniendo al descubierto los esbeltos muslos. Sin quitarle la falda, le bajó las bragas hasta dejarlas en el suelo. Después, la obligó a arrodillarse en el suelo y se abrió de piernas, echando a un lado la transparente bata. Llevó el rostro de la chiquilla hasta su depilado coño y la dejó que la lamiera a fondo. Desirée se retorcía sobre la cama; sus manos colocadas sobre la cabeza morena de la chiquilla. De vez en cuando le tiraba de las coletas frondosas que nacían de las sienes.
  Frank no lo resistió más y salió corriendo de la habitación para abrir la otra puerta, esperando encontrarse con la escena. Pero la puerta del fondo del pasillo no accedía el dormitorio, sino a unas escaleras que bajaban. Sorprendido, se quedó quieto, intentando adivinar qué ocurría. Pronto comprendió que la ventana no era tal, sino una pantalla, y que lo que estaba viendo sucedía en alguna parte de la mansión. Regresó al tocador y siguió mirando, cada vez más frenético. En aquel momento, Desirée había tumbado a la chiquilla de bruces sobre la cama y le había levantado la falda por encima de la cintura, dejando al descubierto sus nalgas. Le abrió las piernas y fue su turno de lamer el coño de la colegiala, desde atrás, repasando tanto la vagina como el esfínter. La chiquilla tenía el rostro hundido en la ropa de la cama y sus manos, cerradas en puños, aferraban las sábanas al sentir el delicioso placer. Tras unos minutos, Desirée abrió un cajón de la cómoda que tenía a su lado y blandió un delgado consolador que lamió y humedeció. Después, lo insertó en el coño de la chiquilla, que se había vuelto y yacía boca arriba. La niña se abrazó a su cuello, besándola, mientras Desirée la penetraba con el artilugio, una y otra vez.
  Frank se marchó antes de empezar a golpear la pared con su pene. Bajó las escaleras pues era la única dirección que podía seguir y llegó al piso inferior. Atravesó un patio abierto, donde una cantarina fuente lanzaba chorros de agua hacia el cielo abierto. La primera puerta que abrió le condujo a una gran biblioteca y, en un extremo, otra criada, rubia, joven y hermosa, apareció ante sus ojos. Estaba subida a una pequeña escalera, quitando el polvo de los volúmenes allí guardados. Se giró cuando escuchó la puerta cerrarse y se quedó boquiabierta al contemplar al hombre desnudo que avanzaba hacia ella. Consiguió bajar de la escalera antes de que Frank la alcanzase, pero no pudo ir más lejos. Una mano de hierro la aferró por la muñeca y la obligó a encararse con su agresor.
—      ¿Dónde está Desirée? – la apremió Frank.
—      No… no lo sé…
—      ¡Vamos, hija de puta! ¡Dímelo!
—      Debe de estar en su habitación… – dijo ella jadeando por el dolor de la presión.
—      ¿Dónde está la habitación?
—      En la otra ala – dijo, indicando con la mano libre detrás de ella con un gesto vago.
—      En la otra ala… Demasiado lejos. No aguanto más… Ven, arrodíllate, ¡Vamos!
  Frank la obligó a ponerse de rodillas, frente a su polla. Estaba ardiendo y la criada olía muy bien. Restregó su polla por la cara de la chica, sin hacer caso de sus protestas, hasta que consiguió que la tomara con la boca; una boca muy caliente y experta, se dijo. Así, allí de pie, con una mano apoyada contra una estantería, Frank regó la boca y rostro de la doncella, aliviándose lo justo para seguir su camino. Pero no quiso hacerlo solo. La tomó de nuevo por la muñeca y la obligó a mostrarle el camino. La criada le condujo a través de varias salas llenas de trofeos y colecciones diversas, hasta tomar un pequeño ascensor que los llevó a un ala trasera y desconocida para Frank.
—      Es ahí – le dijo la criada, señalando una puerta en el nuevo y amplio pasillo al que habían desembocado.
  Sin soltarla, Frank empujó la puerta y contempló la misma habitación y la misma cama con dosel que entrevió arriba, en la falsa ventana. Desirée estaba desnuda, recostada sobre la amplia cama, y le miraba fijamente, con una sonrisa algo torcida. A su lado, también desnuda, la colegiala se encontraba de rodillas y a un lado, como si fuese una esclava perfectamente educada.
—      ¡Vaya! Parece que, por fin, me ha encontrado, señor Warren – dijo ella.
  Frank dejó que la criada se marchase a toda prisa y entró en la habitación. Respiraba fuertemente, rabioso y excitado. No dijo nada, sino que se acercó a la cama lentamente, sin quitar los ojos de su premio.
—      ¡Te voy a follar hasta reventarte, mala puta! – exclamó con voz ronca, sintiendo como su polla tiraba de él.
—      Eso espero – dijo ella con una sonrisa.
  Frank se lanzó sobre ella como un poseso. Babeaba literalmente por ella. Podía oler su perfume, el aroma de su coño; todo ello encendía su estimulada pasión. La atrapó por las muñecas y la obligó a abrirse de brazos. Bajo su peso, Desirée estaba indefensa o, por lo menos, eso le parecía. Ayudándose con la rodilla, le abrió las piernas y se contorneó hasta hacer coincidir su sexo con el de ella. Empujó fuertemente y la clavó allí mismo, sin más preámbulos, sin necesidad de ellos. La chiquilla, a su lado, les miraba atentamente, sin moverse.
—      Aaah… Es usted muy fuerte… – jadeó ella, empujando sus caderas hacia delante.
  Frank no respondió. Gruñía como un cerdo ávido y culeaba con fuerza. Desirée levantó sus piernas y abarcó con ellas la cintura del hombre.
—      Paula, ven… – gimió Desirée, dirigiéndose a la niña. – Tócale, acaríciale…
  La niña se movió sobre sus rodillas hasta colocarse casi a la espalda de Frank. Alargó una de sus manos y le acarició la endurecida y sudorosa espalda, bajando su mano lentamente hasta sobar las apretadas nalgas. Frank gruñó de nuevo. La mano de la chiquilla se coló entre sus piernas y le cogió suavemente los testículos.
—      Son peludos – dijo Paula, curiosa.
—      Sí… sí, así soooon… – musitó Desirée, con los ojos cerrados. – Huevos de macho, preparados para descargar… Espera, te enseñaré…
 Con algo de trabajo, Desirée consiguió apartarse del hombre. Le tumbó sobre la cama, boca arriba, y se inclinó sobre su ingle.
—      Mira, Paula. Esto es lo que debe hacerse – dijo a la chiquilla, al mismo tiempo que tomaba la polla con la boca. Paula se acercó más, dispuesta a no perderse un detalle.
  La rubia lamió toda la extensión del miembro una y otra vez, deslizando su lengua por los testículos y el escroto, antes de introducirla completamente en su boca. Con una mano, obligó a Paula a inclinarse también y unirse a la lamida. La chiquilla lo hizo con algo de renuencia, pero, pronto, estuvo disputándose el cárnico trofeo con su profesora. Frank no podía estarse quieto sobre la cama; sus caderas no cesaban de saltar y su cuerpo parecía estar poseído por un temblor continuado que impedía a las dos mujeres profundizar plenamente en la caricia bucal. Se restregaba contra sus rostros, enloquecido, sin dejar de jadear.
—      Quiero correrme, quiero correrme… – susurraba, pero le era imposible por el momento.
—      No puede hacerlo, señor Warren. Por cada orgasmo que consigue, su sensación disminuye a causa de la droga. Su tiempo de respuesta se alarga cada vez más. Ahora mismo, es sólo un pene embravecido a mi disposición – le dijo Desirée, apartándose un momento.
—      ¡No! ¡Os voy a follar a las dos! – exclamó incorporándose.
  La mano de la rubia lo clavó de nuevo en la cama. Parecía tener más fuerza que él.
—      Si la toca a ella, no saldrá vivo de esta casa – dijo Desirée entre dientes y, por una vez, Frank supo que lo haría sin dudar. Algo asustado y sin poder controlar la situación, optó por dejarse hacer.
  Desirée se apartó y se puso a cuatro patas. Le susurró algo a Paula que Frank no entendió, pero contempló como la chiquilla humedecía con su lengua el trasero de la mujer, las dos apoyadas sobre sus manos. Desirée se lamía los labios y movía su trasero a cada pasada de la lengua.
—      Esto es para usted, en su honor – le dijo, volviendo el rostro hacia él. – Encúleme ahora…
  No tuvo que repetírselo. Frank se arrodilló a su grupa y tomó su polla con la mano, conduciéndola hasta el estrecho agujero. Paula se retiró de allí y se dejó caer, piernas abiertas, delante de Desirée que inclinó la cabeza y lamió el coñito juvenil al mismo tiempo que la sodomizaban. Durante un pequeño destello de lucidez, Frank intuyó que aquella mujer había experimentado de todo en su vida, pues su polla se movía muy bien dentro del ano.
  Ágata y Paula, entre risitas, se peleaban por tocarle la polla a Henry, el cual conducía el todo terreno muy despacio. Sus pantalones estaban desabrochados y su pene, de nuevo erguido, lidiaba con las manos de las chicas. Éstas, a pesar del desenlace amoroso por el que habían pasado, estaban tan cachondas que no le dejaban un momento. Necesitaban más placer y Henry estaba dispuesto a dárselo, pero, para ello, debían volver a la mansión.
  Por fin, llegaron ante las escalinatas. Los tres se bajaron y Henry se arregló los pantalones. Una doncella salió a recibirles y hacerse cargo del vehículo.
—      ¿Dónde está mi esposa? – le preguntó.
—      En su ala privada, señor – le respondió la criada.
—      Perfecto, vamos, pequeñas. Sigamos con lo nuestro – les dijo, abarcando sus traseros con ambas manos. Ellas rieron de nuevo y caminaron junto a él hasta entrar en la casa.
  Las condujo a través de un laberinto de pasillos, hasta tomar un pequeño ascensor que les dejó en un nuevo pasillo. Henry abrió una puerta y las chicas contemplaron a Frank arrodillado sobre una gran cama con dosel y sodomizando a la esposa de su anfitrión. Se llevaron las manos a la boca para contener la risa. Una desconocida chiquilla se aferraba a la nuca de Desirée, quien le comía el coño a grandes lengüetazos, y acabó corriéndose en esos instantes.
—      Vaya, vaya, parece que nuestro amigo Frank no ha perdido el tiempo – dijo Henry aproximándose. – Paula, será mejor que te vayas. Aún no ha llegado tu momento.
  La chiquilla miró a Desirée y ésta asintió con la cabeza. Se marchó corriendo, sin vestirse.
—      Es una de nuestras protegidas – explicó Henry a Ágata. – Vive con nosotros.
  Se arrodilló en la cama y se inclinó sobre su esposa, besándola en los labios.
—      ¿Gozas, cariño?
—      Sí… mucho… – articuló ella.
—      Me alegro. ¿Nos permites unirnos?
  Desirée asintió y, poco después, se estremeció, disfrutando de su segundo orgasmo. Mientras tanto, Ágata y Alma se estaban desnudando y saltaron, una vez sin ropas, sobre la cama, lamiendo el cuello y orejas de Frank. Henry hizo lo mismo y se unió a ellos. Tomó a las chicas de las manos y las tumbó en un extremo de la cama, boca arriba y juntas. Se arrodilló ante ellas y les abrió las piernas. Las penetró al mismo tiempo con los dedos de cada mano. Los dedos entraban y salían con fuerza pero con delicadeza al mismo tiempo. Ágata giró el cuello hacia su amiga y se besaron, entrelazando las lenguas en el exterior. Henry se inclinó y participó de aquellas lenguas, besándose los tres con frenesí.
—      Ven, quiero ver cómo te corres en la boca de la pelirroja – le dijo Desirée a Frank, apartándole.
  El profesor caminó de rodillas hasta colocar sus pelotas sobre la boca de Ágata, quien levantó la mano y aferró la pringosa polla para llevársela a la boca. Henry, enardecido, le clavó su polla a Ágata, que se encontró tomada por ambos orificios. Desirée tomó el relevo de los dedos de su marido para con Alma, sin dejar de observar la escena. Finalmente, con un rugido, Frank descargó sobre el rostro de su alumna. Desirée tomó a Alma del cabello y la alzó.
—      Lame esa leche. No la desperdicies, hazlo por mi – le dijo al oído.
  Alma se inclinó sobre su amiga y lamió el semen con deleite. Por aquella belleza, era capaz de hacer cualquier cosa. Alma había estado fantaseando con un encuentro así durante todo el almuerzo. Desirée la había impactado de verdad. Mientras tanto, la rubia se apoderó de nuevo de la polla de Frank, quien había caído hacia atrás, el brazo sobre los ojos y el pecho martilleándole con fuerza. Protestó cuando sintió la mano que le cogía el pene.
—      No puedo más… – gimió.
—      ¡De eso nada, señor Warren! Debe estar dispuesto para mí, a todas horas.
  El pene de Frank perdía su rigidez poco a poco; el efecto de la droga se estaba disipando. Desirée se subió a horcajadas sobre él y se introdujo el pene en el coño, apoyando sus manos sobre el pecho del hombre. Descontenta con su potencia, indicó a Alma que sacara un consolador de la mesita de noche y se lo insertara al hombre en el culo. Alma lo hizo con mucho gusto. Escogió un delgado vibrador, de tamaño corto, y lo embadurnó con una crema que también se encontraba en el mismo cajón. Henry y Ágata, sin dejar de follar, la miraban hacer. Frank protestó cuando sintió el extremo romo del consolador hurgar en la puerta de su esfínter, pero el peso de Desirée, unido al tremendo cansancio que estaba empezando a sentir, no le permitieron rebelarse más. Intentó apretar las nalgas, pero Alma empujó con fuerza, haciéndole daño. Así que no tuvo más remedio que relajarse. El instrumento le penetró lentamente y sintió un tremendo calor en el culo. Al mismo tiempo, su polla creció dentro de la vagina de la rubia, con un vigor insospechado.
—      ¿Le gusta, señor Warren? Sí, ya veo que sí – musitó Desirée, metiéndole uno de sus dedos en la boca.
  Alma empujaba y sacaba el consolador, divertida por lo que estaba pasando. Aunque quería a Frank, quería hacerle sentir lo que ellas habían pasado para complacerle. Desirée saltaba cada vez con más fuerza, próxima al placer.
—      Sí, sí… ya me viene… ¡Cógeme las tetas con fuerza!
  Alma dejó el consolador y se irguió sobre las rodillas, abarcando los senos poderosos de la rubia desde atrás y retorciéndole los pezones. Desirée cayó hacia atrás, entre los brazos de la chiquilla morena, y se estremeció violentamente, gozando.
—      No dejes… que se cor… corra – le dijo a su marido.
  Henry se salió del interior de Ágata y tomó un cordón de seda del cabezal de la cama que recogía los cortinajes del dosel. De forma experta, anudó el cordón en el tallo del pene de Frank, en la base del miembro, y apretó con fuerza, cortando la circulación. Frank aulló y se debatió, pero Henry supo retenerle, atándole también las manos a la espalda con otro cordón.
—      Follároslo – dijo Desirée a las chicas mientras abrazaba a su marido. – Sin piedad.
  Ágata y Alma se turnaron sobre su amante, empalándose una y otra vez. Frank aullaba, loco por derramarse pero el cordón y el resto de droga que aún quedaba en su organismo se lo impedían. Ágata fue la primera en correrse. Cabalgando a Frank y con un brazo alrededor de los hombros de Alma, quien, al mismo tiempo, le acariciaba con un dedo el clítoris, chilló como si la hubieran herido. Se dejó caer de costado, hundiendo el rostro en las sábanas, jadeando fuertemente. Alma tomó el relevo y cabalgó con ahínco, con pasión. Detrás de ellos, Henry estaba sentado, las piernas estirazadas y la espalda apoyada contra una de las balaustradas de la cama. Su esposa se sentaba sobre él, dándole la espalda y atenta a lo que las chicas hacían con Frank. El pene de su marido taladraba su coño como a ella le gustaba.
  Alma se corrió largamente, cayendo sobre Frank y lamiéndole los labios, pero el hombre no respondió a la caricia, se debatía aún, sin fuerzas. Ágata y su amiga se situaron, una a cada lado, y le acariciaron la polla con manos y boca. El pene aparecía monstruosamente hinchado y violáceo por la falta de sangre. Enormes venas azules latían en su superficie.
—      Desatadlo. Va a reventar – dijo Henry.
  Nada más quitarle el cordón de la polla, ésta se convirtió en un surtidor. Con un aullido estridente, Frank dejó escapar un borbotón de semen hacia el techo, alcanzando al menos el metro de altura. El dolor que sintió al recuperar el riego sanguíneo se mezcló con el placer de la eyaculación. Ágata se dejó caer sobre la polla, aspirando el semen con glotonería. Frank se desmayó.
   Henry se levantó con la polla tan tiesa como si tuviera veinte años. La noche de descanso le había sentado muy bien. Ya no estaba para esos excesos. Sonrió recordando la velada. Aquellas dos chiquillas eran de muerte. Tuvieron que llevar a Frank a una habitación, desfallecido, y condujeron a las chicas a otro dormitorio. Después, él y Desirée se retiraron a sus aposentos para descansar. Ahora, le tocaba el turno a su esposa; de hecho, la idea había sido de ella. No podía negarle un capricho a Desirée; no lo merecía.
  Se giró hacia ella y la contempló, dormida y desnuda. Un ángel, eso era; un ángel que había cambiado toda su vida. La besó suavemente en la mejilla y se levantó. Debía marchar a la ciudad para ocuparse de unos asuntos. Se duchó y se vistió, bajando al comedor para desayunar. Karly fue la encargada de servirle el desayuno. La observó mientras lo hacía; siempre le había gustado esa muchacha. Rubia, con ese cabello tan largo y rizado en grandes tirabuzones… Le sobó el trasero cuando se puso a su alcance, subiendo la mano muslo arriba hasta topar con las finas braguitas. Karly le sonrió y meneó el trasero, contenta de que el patrón se fijara en ella aquella mañana y más después de la juerga de anoche.
—      Ven, Karly, alégrame el día – susurró él.
  La doncella se arrodilló entre sus piernas y le desabrochó el pantalón, sacándole el miembro ya erguido. Se lo metió en la boca y lo lamió con esmero, tal y como sabía que le gustaba. Henry, un minuto después, retiró un poco la gran silla, permitiendo que Karly se sentara en su regazo, mirando hacia la mesa y apoyando sus manos en ella. Con una mano, la doncella apartó las braguitas para que el pene alcanzara su vagina sin obstáculos. Se mordió el labio cuando notó la polla colarse en su coño. ¡El patrón follaba tan bien!
  Ágata se despertó al recibir la luz directa del sol cuando una de las criadas apartó las cortinas de la ventana. Se quejó y se dio la vuelta. Se sentía algo confusa y desorientada, así como muy cansada, como si padeciera una fuerte resaca.
—      Vamos, dormilonas – dijo una voz cantarina.
  Abrió los ojos y contempló a Desirée en la puerta de su habitación, portando una elegante bata de seda. Dos doncellas se atareaban colocando sendas bandejas con el desayuno sobre las respectivas mesitas, pues Alma dormía a su lado y despertaba en ese momento.
—      Dios, me siento fatal – balbuceó Alma.
—      Es normal después de lo de ayer, pero un buen desayuno y un buen baño después os dejaran como nuevas – dijo la anfitriona. – Os espero en la piscina.
—      ¡Uf! ¡Qué desmadre! – exclamó Ágata cuando se quedaron solas.
—      ¡Y que lo digas! No había follado así nunca.
—      La verdad es que me sentí totalmente viva, liberada – dijo Ágata, dando un buen mordisco a un croissant caliente. – Henry es un tío especial.
—      Y Desirée también.
—      Te gusta, ¿eh? – sonrió Ágata.
—      Me enloquece, cariño. Nunca había conocido a una mujer así.
—      Sí, parece de película. ¿Crees que lo hemos conseguido?
—      Yo apostaría a que sí. Oye, una pregunta, ¿te gustó que te azotara?
—      Bueno. Me dolió, pero me puse muy cachonda. Ese sótano es demasiado. Me gustaría repetir y hacerte gozar a ti esta vez.
—      Se lo preguntaremos a Henry. No sé, me da en la nariz que volveremos más veces a esta mansión.
  Acabaron de desayunar y se vistieron con unos sucintos bikinis que las doncellas habían dejado sobre la cama. Al salir del dormitorio, una criada las esperaba para conducirlas hasta la piscina. Ésta se encontraba en el interior de un domo acristalado enorme. La piscina era de dimensiones olímpicas y el agua estaba a una temperatura adecuada y deliciosa. Desirée estaba en el agua y las animó a nadar. Estuvieron retozando como crías durante un rato y después se apoltronaron en las grandes tumbonas que se encontraban en el borde. Una doncella les sirvió unos zumos frescos y pastelitos.
—      Ah, esto es vida – suspiró Ágata.
—      Sí, es lo que me digo todos los días cuando me despierto – rió Desirée.
—      Oye, Desirée, no sé si me meto en terreno privado o no, pero esta mañana estás muy diferente a ayer.
—      ¿Por la mañana o por la tarde? – sonrió la aludida.
—      Cuando llegamos.
—      Bueno, puede que lo comprendas más tarde. Dejémonos de eso ahora y tomemos un buen baño de vapor. Vamos a la sauna – dijo levantándose.
 Las chiquillas la siguieron hasta una puerta lateral y se encontraron en el interior de una vasta sauna con el suelo y paredes acolchadas. Se sentaron en un gran rellano alto, también acolchado, y Desirée manipuló los controles.
—      ¿Temperatura? – les preguntó.
—      No demasiada. No tengo muchas ganas de sudar esta mañana.
—      Muy bien.
  Desirée, sin ningún pudor, se despojó de su traje de baño, quedando totalmente desnuda. El vapor empezó a surgir lentamente.
—      Vamos, quitaros la ropa. El vapor debe penetrar en todos los poros.
  Las chicas la obedecieron entre risitas. Alma no cesaba de mirar a la rubia de reojo; se la comía con la mirada.
—      ¿Has sido modelo? – le preguntó.
—      No, aunque no me faltaron proposiciones.
—      Tienes un cuerpo perfecto y eres muy hermosa.
—      Muchas gracias. Procuro cuidarme.
—      Alma, límpiate la baba – bromeó Ágata.
—      ¡Víbora! – la reprendió su amiga con un codazo.
—      Vamos, chicas – rió Desirée.
—      Es que la tienes encandilada. Alma siente una predilección por las mujeres y sobre todo después de conocerte.
—      Eso es un halago. ¿Es cierto, Alma? ¿Te van más las chicas?
—      Bueno, sí – confesó, alegrándose de que el vapor la ocultara parcialmente y encubriera su enrojecimiento.
—      Me parece encantador. Me sucede lo mismo. Aparte de mi marido, no tengo apenas tratos con los hombres, a no ser algo alocado como ayer. ¿De verdad te gusto?
—      Esto… sí, mucho – confesó Alma.
—      Me alegro porque vosotras me gustáis mucho también. Desde el primer momento en que os vi. ¿Y a ti, Ágata? Te gustan las chicas también, ¿no? Sé que os acostáis juntas.
—      Alma me inició. Sí, no me disgusta una mujer hermosa como tú. Es más, hay ocasiones en que prefiero la suavidad de una mujer.
—      Os confesaré que ayer, cuando estabais desnudas en la cama, la una sobre la otra, me enloqueció el contraste de vuestros cuerpos. Una piel tan blanca sobre otra oscura… Sois perfectas, cada una a su manera. Venid aquí, a mi lado…
  Ágata se situó a su derecha y Alma a la izquierda. Desirée pasó sus brazos por los hombros de cada una y las atrajo hacia ella. Las besó en los labios dulcemente, alternando de una a otra, hasta que decidieron utilizar sus lenguas. Después, con parsimonia, cruzó sus manos delante de ella, aferrando el pecho de cada una, sopesando su firmeza y pellizcando los pezones hasta ponerlos duros. Alma le lamió la oreja y Ágata se encargó de su cuello. Desirée tomó una mano de cada una y las llevó hasta su entrepierna, al alcance cuando se abrió de muslos. Las chicas acariciaron el coño expuesto lentamente, con ardor y con dulzura. Desirée llevó sus manos atrás y se apoyó sobre ellas, retrepando un poco su cuerpo. Cerró los ojos y se lamió los labios. Aquellas chiquillas la volvían loca y no se atrevía a pensar si eso era bueno o no. No había sentido un deseo así por nadie más que por su marido.
—      Aaaah… mis niñas… me co… corro… – gimió, estremeciéndose.
  Una vez repuesta, les indicó que cada una se subiera a horcajadas sobre un muslo y frotaran allí sus coños, consiguiendo un placer exquisito debido a la firmeza y suavidad de las piernas de la rubia. Cada una de ellas apoyada en uno de los hombros de Desirée y con el cuello hacia atrás, restregaron sus coños húmedos una y otra vez. Desirée, de nuevo enardecida, se puso en pie.
—      Ya está bien de caricias. Subamos arriba y juguemos con unos buenos consoladores… – las tres se rieron.
  Las tres quedaron abrazadas y jadeantes sobre la gran cama; sus cuerpos perlados por el sudor del amor. Se acurrucaron mejor, musitando palabras afectuosas a los oídos.
—      No he visto a Frank. ¿Cómo estará? – se preguntó Ágata en voz alta.
—      Molido, no lo dudes. No se levantará hasta esta tarde, seguro – respondió Desirée.
—      Nunca le había visto tan extenuado y eso que lo ha hecho muchas veces con nosotras dos – dijo Alma.
—      Le hice correrse ocho veces. La droga le tenía loco.
—      ¿Droga? – se extrañó Ágata.
  Las dos chicas se incorporaron sobre un codo, mirando a Desirée que se encontraba entre las dos.
—      Creo que va siendo hora de que sepáis la verdad – dijo ésta, levantándose también. – Es la hora de almorzar. Os contaré todo mientras lo hacemos.
—      ¿Qué ocurre aquí?
—      Todo en su momento. Confiad en mí, por favor.
  Ágata y Alma estaban muy intrigadas, pero consintieron en esperar. Las tres se sentaron en el amplio comedor y fueron servidas por dos de las doncellas. Ahora sabían que no existía personal masculino y que trabajaban seis criadas en la mansión.
—      ¿Qué sabéis de Frank? – les preguntó Desirée mientras cortaba su filete.
—      Es un buen profesor de arte dramático y un buen amigo.
—      Nuestro amante – repuso Alma.
—      Frank Warren, divorciado, 47 años, sin hijos, condenado a tres años por corrupción de menores y proxenetismo enla Repúblicade California hace nueve años. Su especialidad son las alumnas y, de vez en cuando, mujeres cándidas y solitarias. A las primeras las convence de prostituirse para él; a las segundas, les saca el dinero como un gigoló.
—      Eso es imposible. Debes estar equivocada.
—      No, no lo estoy. Tengo incluso la copia de su ficha policial. No sois sus primeras víctimas, pero pretendo que seáis las últimas. No hay nada de ese guión, ni inversión ni nada. Él mismo nos llamó, proponiéndonos esa comedia para que no sospecharais nada.
—      ¡Eso no es cierto! ¡Frank no haría algo así! – exclamó Ágata, poniéndose en pie y derribando su copa de vino.
—      No es la primera vez que hacéis una cosa así, ¿verdad?
  Alma asintió pero sin decir nada.
—      ¿Cuántas veces? ¿Dos? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Más de diez? – se calló al ver los rostros circunspectos de las chicas. – Y nunca ha conseguido nada, ¿verdad? ¿Qué excusa os daba? ¿Una obra de teatro? ¿Unos inversores potenciales? ¿Algún favor personal? Frank ha estado ganando mucho dinero a vuestra costa, sin que sospecharais nada. Se aprovechó de vuestra juventud, de vuestra candidez e inexperiencia, de vuestro amor…
—      No puede ser… – musitó Ágata.
—      A Henry le van las adolescentes. Es un obseso pero inofensivo. Siempre está buscando alguna jovencita por ahí. Le hablaron de vosotras en aquella fiesta y le presentaron a Frank. El hombre que lo hizo, el anfitrión, nos dijo que pagó un buen dinero por acostarse con las dos. ¿Con qué excusa os mandó allí vuestro amante?
  Las chicas callaron; estaban comprendiendo finalmente.
—      Henry no ha pagado nada por vosotras, sino que llegó a un acuerdo con Frank. Desde hace algún tiempo, se me insinúa constantemente, pero nunca le he respondido. Mi marido me utilizó como moneda de cambio; Desirée por Alma y Ágata. Sencillo, ¿no?
—      ¿Y aceptaste? – preguntó Alma.
—      Siempre lo hago; se lo debo a Henry, eso y mucho más.
—      ¿Por qué nos lo cuentas ahora? – fue el turno de Ágata.
—      Veréis, es una larga historia. Desde siempre, Henry se ha apasionado con las colegialas. Fue el motivo de sus dos divorcios. Sin embargo, no fue hasta que estuvo casado por segunda vez cuando quiso algo más duradero que una conquista o una putilla. Entonces, me compró.
—      ¿Te compró?
—      Sí, yo tenía trece años y era una esclava. Existe una organización llamadaLa Granjaque se dedica a abastecer de niños a los pervertidos millonarios del mundo. Niños de toda clase, de cualquier edad y para cualquier cosa. Ellos mismos los entrenan y condicionan. No recuerdo gran cosa de mi infancia, pero sí sé que provengo de Sudamérica. Recuerdo a mis padres vagamente. Una noche de huida, disparos y gritos, sangre en mis manos. Por lo visto, los asesinaron. Acabé en un orfanato cuando tenía seis años yLa Granjame compró. Es muy fácil comprar niños en los países tercermundistas, sobre todo si son huérfanos. Me sometieron a toda clase de vejaciones y pruebas, hasta que me acostumbré a ello. Henry me sacó de allí. No le culpo de que me comprara, ya que me crió y educó como una hija. Me dio los mejores estudios y las mejores condiciones de vida. A cambio, retozaba conmigo, pero siempre fue muy amable y considerado. Yo había sido educada para complacerle en todo. Vivía en un confortable ático y una mujer anciana me cuidaba. Acudía al colegio, tenía amigas y una vida normal, salvo que algunos días follaba con un hombre mayor. Fueron los mejores años de mi vida. Cuando Henry se divorció de su segunda esposa y dejó bien claro su deseo de vivir solo, me trajo aquí y se casó conmigo. Por entonces, tenía veinte años. Me doctoré y le aconsejé en algunos negocios. Comprendió que no era sólo un coño divertido y hermoso, así que me dejó participar en sus negocios. Me respeta y creo que me admira. Deja en mis manos muchos asuntos importantes que no confiaría ni a sus hijos. Sin embargo, aunque sé que me quiere y yo le quiero a él, su vicio existe aún en él. No me opongo a ello y conseguí hacérselo más fácil. De ahí que nuestras doncellas sean hermosas y jóvenes. Pero, de vez en cuando, surgen chicas como vosotras o como Paula y, entonces, pierde la cabeza. Yo debo pensar por él.
—      ¿Y se lo consientes todo? ¿Por qué? – le preguntó Ágata.
—      Porque le quiero. Henry es feliz así y yo deseo su felicidad. Incluso compartimos algunas de sus jovencitas. Sin embargo, no culpéis a Henry de vuestro caso. No fue él quien se obsesionó con vosotras, sino yo.
—      ¿Cómo? – fue el turno de Alma de sorprenderse.
—      Me recordabais mucho a la joven que fui. Engañada y manipulada. Quise salvaros de ese cabrón. Además, vuestra belleza y juventud me turbó. Lo siento, quería teneros para mí.
—      Dios, esto es una locura. ¿Y ahora qué hacemos? – preguntó Ágata.
—      Os aconsejo que no hagáis nada. En este momento, Henry se está ocupando de todo. ¿Queréis volver con Frank?
  Las chicas negaron, dolidas. Habían abierto los ojos y no le perdonarían jamás.
—      Entonces, esperad el momento.
  Aquella noche, durante la cena, Henry se llevó a Frank aparte y le puso las cosas difíciles. Poseía grabaciones y testimonios de sus manejos con las menores. El trato era simple: Frank renunciaba a las chicas y a Desirée y se marchaba de la ciudad para siempre, a cambio, recibiría dos mil dólares. Si no accedía, todas las pruebas pasarían a poder de la policía. Frank no tuvo más remedio que capitular, contrito y cabizbajo, se dirigió hacia sus amantes para despedirse de ellas, pero éstas se apartaron. Se quedó asombrado cuando Ágata le escupió a la cara. Supo que todo había terminado para él. Se marchó furioso pero con un cheque en el bolsillo.
—      Mañana, mi chofer os llevará a casa – dijo Henry a las chicas. – Pero, antes, me gustaría que escucharais a Desirée. Tiene algo que proponeros.
  Estaban todos sentados en la confortable sala de música, tomando café y helado. Las chicas aún estaban nerviosas por la escena ocurrida. Desirée dejó su taza sobre la mesita y las miró.
—      Es bien sencillo. No quiero que os marchéis de mi lado. Henry está de acuerdo en ello. Os ofrecemos una oportunidad real para vuestras carreras. Seguiréis acudiendo a la academia y al instituto y, después, a la universidad. Henry os proporcionará un agente respetable y os presentará a algunas personas influyentes, sin necesidad de tener que acostaros con ellas. A cambio, viviréis aquí, en la mansión, disfrutando de toda su comodidad y con los gastos cubiertos.
—      ¿No es lo mismo que comprarnos? No es tan diferente de lo que nos contaste – dijo Ágata.
—      Es cierto, pero la vida es así. Pero, a diferencia de mi caso, podéis aceptar o no. En caso de no hacerlo, volveréis a vuestras vidas, con vuestras familias y se acabó. Yo no tuve opción, sólo la suerte de encontrar a Henry.
—      Es un buen trato. No haréis más de lo que vosotras mismas deseéis – repuso Henry. – No sois mojigatas y sé que os gusta lo prohibido como a nosotros. Nada de obligaciones, nada de esclavitud. No sois las primeras protegidas que mantenemos en la mansión y ninguna de ellas está en contra de su voluntad.
—      Tienen razón – dijo Alma de repente. – Es una oportunidad de oro y ya hemos comentado entre nosotras lo bien que lo hemos pasado.
—      Pero, ¿qué les diremos a nuestros padres? ¿Que vivimos en una mansión imponente, follando como locos y, que a pesar de vivir en la misma ciudad, no queremos volver a nuestras casas?
—      Ya he solucionado ese aspecto – dijo Henry. – Esta misma mañana, hablé con vuestros padres. He creado una beca con mi nombre, una beca que os pertenece y que os permite entrar en una de las mejores academias de arte del país.
—      ¿Has hablado con nuestros padres?
—      Sí y, la verdad, se han emocionado. Están muy orgullosos de vosotras – sonrió. – Les expliqué que la beca os obliga a manteneros dentro de un ambiente académico estricto y, por eso mismo, pernoctaréis en la academia. Podéis visitarles todos los fines de semana, si queréis. Han aceptado todas las condiciones y esperan el momento de vuestro regreso para comunicároslo. Así que lo mejor será que no les defraudéis diciéndoles que ya lo sabíais.
—      Entonces, ¿hay acuerdo? – preguntó Desirée, con el corazón encogido.
  Las chicas se miraron una sola vez y supieron que no podían dejar pasar esa oportunidad. Además, sentían que se habían encariñado con el matrimonio; con ese hombre rudo pero tierno a la vez y con su bella esposa, misteriosa y ardiente.
—      Aceptamos – dijo Ágata y Desirée se levantó de un salto para abrazarlas.
—      Veréis lo bien que nos lo vamos a pasar. Tengo tantas cosas que contaros y enseñaros…
—      Bueno, bueno, no nos echemos a llorar ahora, querida – dijo Henry. – Me alegro de que hayáis aceptado. No os arrepentiréis. Desde este momento, el personal está a vuestro servicio. Tiene órdenes explícitas para ello. Podéis moveros libremente por toda la finca y cuando tengáis el permiso de conducir, pondré un coche a vuestra disposición.
—      ¡Que sea un coche guay! – rió Alma.
—      ¡Esto hay que celebrarlo! ¡Esta noche desvirgarás a Paula, querido! – lo abrazó Desirée.
  Las dos jóvenes se miraron y sonrieron. Desde ese mismo momento, sabían que sus vidas entraban en un delirio de perversiones que las enloquecía. Ya se habían olvidado del hombre que las había engañado, pero que les había dado a conocer el mundo del desenfreno más absoluto.
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 

Relato erótico: “Burke Investigations 01” (POR JANIS)

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Burke Investigations: El caso del perro violador.
La limusina de color crema se detuvo ante la boca de riego, con sus intermitentes encendidos. Un enorme chofer uniformado, claramente africano, se bajó y abrió una de las puertas traseras. Eran poco más de mediodía y el calor se hacía notar en las calles de Westwood. Los Ángeles estaba pasando de nuevo por una de sus habituales canículas.
Unos preciosos zapatos de Sergio Rossi, en un suave tono melocotón lacado con vetas más oscuras, descendieron del vehículo, hasta posarse sobre las losas de la acera. Junto con los carísimos zapatos, unas elegantes y perfectas piernas irguieron a la chica, que repasó, de un vistazo, sus uñas, antes de utilizar sus dedos para estirar su corta falda tubular sobre sus caderas.
Una vez que todo estuvo a su gusto, la chica indicó al chofer que le llamaría para que la recogiera, y caminó sobre sus altos tacones de ochocientos dólares hacia la puerta del edificio más cercano. Portaba su bolso, a juego con los zapatos, por supuesto, colgado del hueco de su codo; su antebrazo girado para mostrar la cara interna de su muñeca, la manita doblada en un suave puño, y el codo formando un ángulo perfecto. El conserje del edificio la miró desde detrás de su pequeño fortín/mostrador/escritorio. Una pija monísima, pensó.
La chica se acercó a él y, con un movimiento estudiado hasta la saciedad, se sacó las oscuras y enormes gafas de sol con una mano. Unos preciosos ojos celestes pestañearon ante él.
―           Disculpe… las oficinas de Burke Investigations.
―           Sexta planta, al fondo, señorita – contestó el conserje, admirando la obra de arte viviente.
―           Gracias, buen hombre – y se alejó hacia los ascensores, diciéndose que, al menos, parecía un buen edificio. Tenía conserje, el aire acondicionado funcionaba, el recibidor estaba limpio y las plantas cuidadas. Ya era algo.
El ascensor tardó apenas veinte segundos en subir a la planta sexta. Un despacho de abogados laborales se abría ante la puerta del ascensor. La chica recorrió el pasillo con un repiqueteo de tacones que podía producir un infarto en cualquier momento.
  “Burke Investigations. Seguridad, análisis, seguimientos.”, rezaba la placa, junto con un monóculo entre las palabras Burke e Investigations. Discreto y directo. La chica cabeceó. Era lo que buscaba. Empujó la puerta de recio cristal esmerilado y entró en la oficina. Se topó con una pequeña sala de espera, con un sofá y dos sillones, tapizados en un sufrido color azulón. Una mesita baja llena de periódicos y revistas. En las paredes, dos acuarelas marinas, sin mérito alguno, y un lema en latín, enmarcado: “Bene qui latuit, bene vixit.” (el que vive bien, vive inadvertido)
La chica repasó su oxidado latín, pero no fue capaz de traducirlo. Un leve carraspeo la hizo girarse. Una secretaria, de unos veintitantos años, una bonita mulata, le sonrió, desde detrás de su mesa. Varios archivadores y una gran planta ocupaban el rincón.
―           ¿En qué puedo servirla?
La chica pija echó a andar hacia ella, con esa seguridad que la marcaba, y los vivarachos ojos negros de la secretaria, encerrados tras unas atractivas gafas de montura marfil, le hicieron el padrón en unos escasos seis segundos.
Niña rica, engreída, con buen gusto y, seguramente, con un buen problema también. Olía a mucha pasta…
―           ¿Podría ver al señor Burke? No tengo cita, pero si me pudiera conceder unos minutos… — dijo con un tono muy correcto y medido, la recién llegada.
―           ¿El señor Burke? – se pellizcó la barbilla la atractiva secretaria mulata.
―           Si, es de suma importancia…
―           Bien. Creo que tiene un momento libre ahora – sonrió la secretaria. – Deje que la anuncie, señorita…
―           Miller.
La secretaria abrió un batiente de la doble puerta que tenía a su espalda y desapareció por ella. La pija pensó en sentarse, pero no le dio tiempo, pues la mulata volvió a salir inmediatamente.
―           Pase usted, señorita Miller – le indicó.
La oficina no era demasiado grande. Un gran ventanal, un gran escritorio metálico delante, con un par de ordenadores agrupados en un confuso montón de cables. Dos cómodas sillas para las visitas, y un sofá de tres cuerpos pegado a la pared más alejada, bajo varias licencias enmarcadas. Un gran mapa metropolitano en la otra pared libre, y, junto a la ventana, una foto enmarcada de una bella chica morena, subida a una gran Harley. Dos puertas más partían de aquel despacho, sin que revelaran nada más. De repente, una de ellas se abrió y surgió la misma chica de la foto.
La visitante la examinó con detenimiento. Una treintena de años y un cuerpo firme y preparado, con un largo pelo lacio, azabache. Bajo unas cejas amplias y bien curvadas, se encontraba el par de ojos más impresionantes que la señorita Miller hubiera visto jamás. Grandes y algo rasgados, con unas pupilas casi violáceas que destacaban como un imán sobre el tono muy moreno de su piel.
Aquella mujer era latina, sin duda, dueña de esos rasgos angulosos y bellos, de altos pómulos marcados, piel brillante, de un tono acaramelado, y unos labios pulposos, tan pronunciados que parecían querer besar a todas horas.
―           Por favor, siéntese – le dijo la mujer latina, con una bellísima sonrisa que puso de manifiesto unos dientes grandes y blancos, que, sin embargo, no tenían la simetría de aquellos que han pasado por un largo proceso de nivelación dental. – Soy Elsa Burke. ¿Qué puedo hacer por usted?
―           ¿Elsa Burke? Lo siento, cuando me hablaron de usted, no me dijeron que era una mujer, pero, ya que estoy aquí… Tengo necesidad de sus servicios.
―           Si, es lo que gente viene buscando. ¿Puedo saber quien le habló de mí?
―           Bueno, ya sabe lo que se comenta en cualquier reunión de Bel Air. Se dice que ha trabajado con gente de prestigio y que es muy discreta.
―           Algo que es necesario en esta profesión, señorita Miller.
―           Miller es el apellido de mi padre, pero mi madre es Eleonor Sallier-Memphis…
La investigadora sabía perfectamente quien era la poderosa familia Sallier-Memphis. Pozos de petróleo, ranchos de ganado, minas de cobre y plata, inmobiliarias… Dos de sus miembros más ilustres vivían cerca de allí, en Bel Air.
Elsa examinó con lentitud aquella heredera sentada en su oficina. No tendría más de veinticinco o veintiséis años. Un peinado que pegaba sus cortos cabellos rubios a su largo cuello y erizaba su flequillo; un peinado de, al menos, cien dólares, por supuesto. Un Nina Ricci rosa palo marcando su bonito y esbelto cuerpo, con la falda a cuatro dedos de sus rodillas. Complementando sus caros zapatos y el bolso, un collar de grandes bolas. Preciosa y elegante. Justo la clase de chicas que solía meterla en líos, se dijo, casi sonriendo.
―           Usted dirá, señorita Miller.
―           Me han robado, en mi apartamento…
―           ¿Han forzado la puerta? ¿Saltó la alarma?
―           No, estaba dentro. Ha sido mi doncella. Se ha llevado unas cuantas joyas de la caja fuerte y un DVD con ciertos documentos y archivos.
―           Señorita Miller, si sabe quien la ha robado, ¿por qué no habla con la policía? – se extrañó la investigadora.
―           No me puedo arriesgar a que la prensa meta sus narices. Hay cosas comprometidas en ese DVD, que podrían dañar la reputación de la familia Sallier-Memphis.
“Vale. Esta se complica.”, pensó Elsa, echándose hacia atrás en su sillón.
―           Tiene que darme más detalles, señorita Miller. ¿Quiere tomar algo?
―           Un Martini me vendría de perlas, gracias.
―           Johanna, ¿puedes traer un Martini bien frío? – pidió, pulsando el botón del comunicador. Se levantó y se sirvió un vaso de agua de la botella expendedora.
Johanna tardó apenas un minuto en traer una copa helada, llena del licor blanco y dulce, con dos aceitunas dentro. Se marchó con un maravilloso contoneo de caderas. La señorita Miller se relajó y no comenzó a relatar hasta que no hubo bebido un par de tragos.
―           Como ya le he dicho, me llamo Ava Miller Sallier-Memphis. Mi padre es Robert S. Miller, un conocido armador. Hace dos días, mi doncella desapareció, dejando vacía la pequeña caja fuerte de mi apartamento. Se llama Devon Subesky y tiene treinta y seis años – sacó su móvil de última generación y buscó algo en él. – Aquí tiene su foto.
Elsa activó el bluetooth de su propio teléfono móvil y adquirió aquella foto. La tal Devon Subesky era una mujer rubia, de pelo corto y rizado, y ojos marrones. Aún era atractiva, aunque había algo en su aspecto que hacía pensar que estaba cansada, o harta de la vida. Su mirada era triste. La foto no mostraba su cuerpo.
―           Vino bien recomendada y llevaba conmigo tres meses como interna. No comprendo cómo consiguió la combinación de la caja, ya que nunca la he abierto en su presencia…
―           Hay muchas formas. Pudo colocar una mini cámara y espiarla – contestó Elsa.
Ava Miller asintió, comprendiendo.
―           Me gustaría que recuperara un collar de rubíes que tiene un gran valor sentimental. Es quizás la pieza que menos vale de cuanto se ha llevado, y, por supuesto, ese DVD. Es vital que lo recupere. En cuanto a todo lo demás, puede decirle que se lo quede todo, como finiquito. No me importa en absoluto, con tal de no volverla a ver. ¿Puede usted encargarse de eso?
―           Si, ya me he ocupado de casos similares. Es un acuerdo mutuo y yo hago de intermediaria.
―           Así es, señora Burke.
―           Llámeme Burke, a secas.
―           Bien.
―           ¿Sabe usted donde vive la tal Subesky?
―           No. Ya le he dicho que estaba de interna en mi apartamento. Vivía conmigo. En una ocasión, me habló de un hermano, en Inglewood, creo.
“¡Buen barrio de cabrones!”, se dijo la detective.
―           Está bien. Encontraré donde vive y me entrevistaré con ella. No creo que se niegue al trato que le ofrece.
―           ¿Y si lo hiciera? ¿Y si alguien o, no sé, alguna publicación le hubiera ofrecido más dinero?
―           Bien, en ese caso, podría recuperarlo, siempre que usted pueda demostrarme que esas joyas son suyas. ¿Puede hacerlo?
―           Oh, si, si, por supuesto. Tengo recibos de donde las compró mi madre y su descripción. El DVD está validado por mi firma electrónica en su archivo de grabación.
―           Vaya – dijo Elsa, impresionada. – Entonces, no hay ningún problema. En caso de que Subesky se niegue, intentaré recuperarlos. Sin embargo, si ya se ha deshecho de ello… tendremos que volver a ver nuestras opciones.
―           Comprendo. Me parece correcto – Elsa notó alivio en su voz.
―           Mi tarifa base es de cien al día, más gastos, y una recompensa por final de caso, a tratar con el cliente. ¿Le parece?
―           Le parece bien tres mil por recuperar esas cosas, Burke…
―           Si, está bien – Elsa se alegró interiormente de tratar con ricos. Si todo iba como esperaba, podía tener ese caso cerrado en un par de días y se ganaría tres mil dólares, sin esfuerzo.
―           Gracias, Elsa. Le dejaré mi número…
―           Ya tengo el de ese móvil. Lo saqué con la foto.
―           Ah, bien.
―           La llamaré en un par de días. Creo que tendré ya algo – dijo Elsa, levantándose de detrás de su escritorio.
―           Bien, muchas gracias. Me tranquiliza mucho, Burke.
―           Y no se preocupe, señorita Miller. Nada va a salir de este despacho. Tengo la misma confidencialidad con mis clientes que un abogado.
Ava Miller sonrió y Elsa admiró aún más su belleza. “Quieta, fiera. Es una cliente. ¡Nada de flirteo!”, se amonestó ella misma. Tomó una de sus tarjetas impresas y se la ofreció a la rica heredera, que, en ese momento, miraba por la gran ventana del despacho. Desde allí se podían contemplar las palmeras de Rodeo Drive.
―           Aquí está mis números, incluso el privado. Puede llamarme en cualquier momento, si recuerda algo más sobre Devon Sudeski.
―           Me agrada que sea usted mujer. Me da más confianza – la miró fijamente la señorita Miller.
―           Me adula usted, señorita Miller.
―           Llámeme Ava. Me siento un poco tonta cuando me hablan de usted…
La detective acompañó a su bella cliente hasta el ascensor, y, finalmente, se despidieron. Elsa alargó la mano, pero Ava, quizás llevada por la costumbre, se inclinó sobre la detective, y le dio dos besos, en las mejillas.
―           ¿Un caso con pasta? – preguntó Johanna, la secretaria mulata, cuando Elsa regresó al despacho.
―           Puede que sí, parece de los que no me darán dolor de cabeza – respondió Elsa, apoyando una de sus firmes nalgas, enfundadas en un desteñido jeans, sobre la mesa de su empleada.
―           Todo lo que vale la pena, en esta vida, te acaba dando dolor de cabeza – dijo Johanna, filosóficamente.
―           Empezando por ti, cacho zorra… ¡Mira que quedarte embarazada! – Elsa dejó brotar una cantarina carcajada.
La mulata se levantó y guardó unos papeles en el archivador de la pared. Se giró hacia su jefa, con una mano en el vientre.
―           Te lo avisé. Te dije que si algún día tenía a tiro a… ya sabes quien… haría lo que fuera por quedarme preñada.
―           Pues lo has conseguido, Johannita. ¡Madre soltera a tus veintiséis años! Pero puedes presumir que el padre de tu retoño es…
―           ¡No lo digas! ¡Chitón! – exclamó la mulata, casi con miedo.
―           No se va a enterar, tonta – se rió Elsa.
―           ¡Por si las moscas! Así no se me escapará tontamente… Ya sabes la fama que tiene. No quiero que, por un descuido, me quite a mi hijo, o me ponga un pleito por custodia. No lo he hecho para sacarle dinero…
―           Lo sé, hembra loca y descontrolada. Has sentido la llamada de la maternidad y quieres tener un hijo antes de los treinta, y solo un hombre en el mundo entero es digno de ser el padre de tan preciosa criatura.
―           Si, jefa, tú lo has dicho – le lanzó un codazo Johanna, sin alcanzarla. – Solo hay un tío en el mundo que le permitiera meterme su instrumento en mi precioso coño.
―           ¡Pues vaya si lo hizo! ¿Cuántas veces tuvo que hacerlo? Déjalo. Me lo cuentas almorzando.
―           ¡No pienso hacerlo! ¿Por qué tanta prisa para almorzar? Apenas es la una… ¿No podríamos tener primero unos mimitos? – la secretaria mulata tomó a su jefa por las poderosas caderas, atrayéndola hacia ella.
―           Veo que tienes las hormonas alteradas, Johanna – se rió Elsa, apartándole sus manos.
―           Un poquito… – susurró Johanna, mordiéndose el labio.
―           Sabes que no. Nada de mezclar trabajo y placer – la respuesta de Elsa fue firme.
―           Elsa… Elsa… puedes despedirme, si quieres – bromeó débilmente Johanna, pero sabía que, como tantas otras veces, Elsa era inflexible con esa regla.
La mulata sufría, día tras día, esa norma en sus propias carnes, pues llevaba dos años enamorada de Elsa. De hecho, empezó a trabajar con ella, solo por estar a su lado. Elsa Burke tenía ciertas reglas inflexibles en su vida y aún no conocía a nadie que se las hubiera hecho saltar. Con un suspiro, recogió su bolso y cerró la oficina para ir a almorzar con su jefa.
Elsa repasó los datos que ya había verificado mientras preparaba su cena, en la pequeña cocina de su apartamento. Tenía por costumbre hacerse la cena siempre que estaba en casa. Nada de pedir comida por teléfono. Sin embargo, almorzaba en cualquier parte, debido más bien a su trabajo. No tenía prejuicios, lo mismo se zampaba un burrito en un puesto callejero de la zona de los estudios, como un cartucho de gambas en Chinatown.
Había pedido a uno de sus amigos de comisaría que buscaran el domicilio de Devon Subesky, y ese nombre solo dejó caer una notificación de óbito. Una mujer con ese nombre, murió cinco años atrás, en un accidente de tráfico. Tenía sesenta y tres años. Elsa se quedó un tanto extrañada. Si alguien usaba un nombre falso para trabajar de criada, solo tenía dos motivos: uno, se escondía por algún motivo. Puede que fuera una ilegal, o, posiblemente una criminal. De esa forma, obtenía una más fácil contratación. Dos, el robo era algo premeditado, en cuyo caso, lo que se habían llevado tenía un valor distinto al que habían acordado.
Elsa tuvo un mal pálpito con el caso.
Apagó el fuego de la piedra asador, dejando que la roja carne se fuera haciendo en su propio jugo. Sacó por la cabeza el delantal que llevaba, puesto que estaba en ropa interior. Un sujetador deportivo, de algodón blanco, que parecía una camiseta cortada por debajo de sus pechos, y un culotte negro que se ajustaba perfectamente a sus caderas.
Sacó una cerveza del frigorífico y se asomó a la gran terraza del ático. Podía ver las luces de las villas bajas de Lomita, al fondo; las luces de posición de los mástiles de los veleros, en el puerto deportivo. Le gustaba Torrence. Tenía su oficina en Westwood, en la zona rica de Los Ángeles, y se movía muy bien por toda la ciudad, pero vivía en su apartamento, en una ciudad de los suburbios, casi a pie de playa. Torrance era lo suficiente grande como para no deprimirla, pero pequeña en comparación con la monstruosa devoradora L.A.
Agradeció la ráfaga de brisa fresca que le llegó desde el mar. Estaba sudando. Las gotas resbalaban a lo largo de sus fuertes brazos, con los dos hombros tatuados – en el derecho, un escorpión, en el izquierdo, una calavera humana con el signo chino de “paz” en la frente. Se deslizaban por su poderosa espalda, hasta alcanzar el tercer tatuaje de su cuerpo, un poco por debajo de sus riñones: un machete alado, clavado en una “X”.
Sus piernas, tersas y bien depiladas, eran pura fibra y músculos. Elsa nunca tomaba un ascensor, a no ser que tuviera que acceder a una planta por encima de la veinte; procuraba correr cinco kilómetros diarios, y entrenaba en un gimnasio, tres veces a la semana. Estaba orgullosa de sus piernas.
Pero su cuerpo no solo se componía de tatuajes y músculos. Estaban las cicatrices, de las que nunca hablaba. Las más evidentes se encontraban, una, corta y profunda, en la parte posterior de su muslo izquierdo; otra, larga y zigzagueante, sobre las costillas de su lado derecho, terminando debajo del seno de ese mismo lado; dos más en el bíceps y el tríceps derecho, y, finalmente, varios surcos transversales en su espalda, como latigazos.
Elsa Burke era una mujer joven pero muy dura, y estaba orgullosa de serlo.
¿Qué se podía contar de ella? Si pudiéramos tener acceso a su ficha militar, comprobaríamos que ingresó en los Marines, a los dieciséis años, con la firma de su madre, en un claro intento de escapar de su casa y de su salido padrastro. Destacó en su entrenamiento, por su tesón y su agilidad y, dos años más tarde, entró en el especial adiestramiento de una de las brigadas del Décimo Aerotransportado, el famoso “X”.
Durante seis años, realizó misiones encubiertas, junto con su brigada, en Iraq, Afganistán, Kosovo, Sudán, y algún país perdido más. Misiones que no eran de paz, precisamente. Sin embargo, Elsa tenía un problema con obedecer órdenes. Su efervescente carácter latino la hacía protestar cuando las cosas no estaban claras, y eso fue lo que la llevó a discutir ciertas órdenes que no consideró éticas.
Le dieron la oportunidad de licenciarse honorablemente.
Elsa regresó a la vida civil, pero no se adaptaba, así que hizo caso a una de sus amigas, e ingresó enla Academiade Policía de California. Su hoja de servicio en los Marines le facilitó mucho este paso. Cuando accedió al grado de sargento detective, había cumplido veintiséis años. Estuvo destinada cuatro años en la 4ª Comisaría del distrito oeste, la misma que se ocupa de la zona de Beverly Hills y Bel Air. Era la segunda del capitán Murillo, jefe de la brigada de Control Urbano.
Finalmente, dimitió tras golpear duramente a un teniente corrupto, pero siguió manteniendo todo el respeto de sus compañeros. Fue entonces cuando decidió abrir un despacho de investigación privada, a la vieja usanza. Unos cuantos amigos del Cuerpo y algunos contactos entre la gente “maja”, léase mundillo del espectáculo, le abrieron muchas puertas y clientes.
Elsa siempre fue una chica muy segura de sí misma, diferente a las demás niñas que se movían en su entorno. A los doce años, ya sabía que le gustaban las chicas más mayores, y era la líder de los chicos del barrio. Los chicos no la atraían más que para competir con ellos, de cualquier manera.
Pero, pronto, su especial belleza le trajo problemas. Su mestizaje le confería una insólita belleza y un fiero carácter. Tenía los ojos de su padre, así como su genio, según su madre. Pura sangre irlandesa. De su madre, una hermosa portorriqueña, había sacado su espectacular físico, su temperamento caliente, y su bella y oscura melena.
Su padre, un técnico en voladuras, murió en un fatal accidente. Elsa apenas le recordaba. Tenía una vaga imagen de una gran sonrisa y un rostro pecoso. Su madre, aún muy joven, se casó con el dueño de un drugstore del barrio, un mal bicho llamado Raúl Espada. Cuando empezó a meterle mano de verdad, Elsa se marchó de casa y se alistó…
Con un suspiro, Elsa dejó de contemplar la noche urbana y regresó a comprobar como iba esa carne que tan bien olía.
El móvil sonó, vibrando en el bolsillo trasero de su pantalón militar. Elsa le echó un vistazo. Se trataba del sargento Elliot, uno de sus antiguos camaradas policías. El día anterior, le pasó la foto que Ava le dio de su asistente, así como su nombre. Respondió mientras cruzaba el gran patio de tierra batida. Dos mastines, de aspecto peligroso, acudieron a su encuentro y olisquearon su mano extendida, para después lamerla.
―           ¿Qué tal, sargento?
―           Tirando, Burke. Tengo algo para ti, pero no se llama Devon Suberky.
―           ¿Ah, no?
―           Naaaa – gruñó la densa voz del sargento Elliot. – Con ese nombre apareció un resultado de óbito. Una mujer de sesenta y dos años, muerta en un accidente de automóvil, en Halmilton.
―           Un nombre falso, ¿eh? – comprendió Elsa, abriendo la puerta de un cochambroso cobertizo, levantado con chapas de zinc.
―           Ajá. Pero pasé la foto por el CODIS y no tardó en surgir la coincidencia. Se llama Tris Backwell y está fichada por tráfico de estupefacientes. Hace casi veinte años, en Frisco.
―           ¿Está limpia desde entonces?
―           Eso parece. Te paso su última dirección conocida.
―           Gracias, sargento. Hazme otro favor…
―           Dime.
―           Creo que tiene un hermano, en Inglewood. Búscame sus datos.
―           Me debes una cerveza en Clark’s, Burke.
―           Te la dejaré pagada en la barra – se rió con la vieja broma. – Gracias, sargento.
―           Hasta otra, pequeña.
El aviso de la llegada de un mensaje resonó antes de que guardara el móvil. Miró la dirección. Zona oeste, cercana a la autovía al desierto. Elsa entró en el cobertizo que disponía en el interior de la chatarrería de Eddy Pronoss, cercana a la autopista del norte. Allí dentro, la investigadora mantenía ocultos sus diversos automóviles, aquellos que usaba para sus vigilancias. Eran coches comunes, baratos, y bastante machacados. Eddy la informaba si recogía algún coche que estuviera aún bueno, en general, y entre Normy, el hijo pequeño de Eddy, y ella, resucitaban la máquina, mejorando motor, amortiguadores, y puede que alguna otra cosilla. De esa forma, Elsa disponía de vehículos indetectables, totalmente camuflados, y legales.
Escogió un Pontiac del 84, con la pintura roja convertida en óxido marrón. Solo los neumáticos estaban nuevos. Pero el coche ronroneó suavemente con solo girar la llave. Sabía que, bajo el abollado capó, un motor de ocho cilindros en V y 300 caballos, esperaba impaciente a que ella pisara el acelerador.
Elsa tenía la costumbre de vestirse adecuadamente para cada una de sus trabajos. Se sentía mejor integrada y camuflada; una aprendida lección de sus años de comando. Lo mismo podía vestir como una desmejorada yonki, como parecer que iba al célebre baile anual del alcalde. En esta ocasión, llevaba el largo pelo recogido bajo una gorra caqui. Vestía unos holgados pantalones militares, llenos de bolsillos, pintados de camuflaje urbano, y remetidos en unas sufridas botas de paracaidista, marrones. Una camiseta negra, con la leyenda “I’ve fucked a President” sobre la pechera, completaba su indumentaria, amén de una pequeña mochila que colgaba a su espalda.
Veinte minutos más tarde, Elsa aparcaba en un barrio de dudosa seguridad. Casas prefabricadas, unicelulares, con porches desvaídos y de maderas roídas. A pesar de ser temprano, se veía bastante gente deambulando por la calle. Había niños jugando alrededor de un coche abandonado contra la acera.
Con un gesto automatizado, su mano liberó la presilla del especial bolsillo de su mochila. Dentro, una Beretta 92, recuerdo de su estancia por las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, descansaba, recién revisada. Comprobó la dirección de Backwell y echó a andar. Pronto estuvo delante de la casa. Ni peor, ni mejor que las de sus vecinos. Un trozo de jardín que parecía un auténtico matorral, descuidado por completo, guardaba la entrada. Elsa llamó al timbre y escuchó con atención. No oyó nada. Llamó de nuevo.
Tras esperar un minuto, rodeó la casa. Había una ventana forzada atrás. La utilizó para colarse en el interior. Todo estaba revuelto, claro signo de que habían registrado la casamata. Habían rajado tapicerías y cojines, la almohada y el colchón de la cama. Parecía una búsqueda en profundidad.
―           ¿Qué pasó, Tris? ¿Tu socio no quedó contento? – masculló Elsa, contemplando el desastre.
No iba a encontrar nada allí dentro, se dijo. Así que salió de la casa, sin tocar nada. Antes de llegar al Pontiac, recibió un nuevo mensaje del sargento Elliot. El hermano de Tris Backwell se llamaba Arnold, pero le apodaban Bike. Era un pequeño ratero sin importancia que vivía en uno de esos albergues para artistas.
―           Habrá que probar suerte – se dijo, subiéndose al coche.
Inglewood no estaba lejos, hacia el norte, pero tenía peor fama que el barrio que dejó atrás. Elsa estaba acostumbrada a moverse entre aquella fauna. Su propio mestizaje le ayudaba a mimetizarse. Sabía hablar como ellos, caminar como ellos, incluso, divertirse como ellos. Eso y la confianza que Elsa sentía en si misma, le permitía actuar sin problemas, entre fieras peligrosas.
Acababa de dejar atrás la vieja fábrica de cemento de Yellox, cuando su teléfono volvió a sonar. Con habilidad, activó el manos libres.
―           Burke – casi escupió.
―           Soy Barrow. Tengo lo que buscabas.
―           ¿Cuánto me va a costar esta vez, Barrow?
―           Esta vez va a ser gratis, nena – ironizó la voz.
―           ¡No me digas!
―           Ese tío es un cacho de mierda, incluso para mí.
Elsa no dijo nada, pero eso significaba mucho. Barrow era un puto tiburón de la calle. Manejaba chicas, drogas, y todo lo que se terciase. Cuando él decía que alguien era una mierda, es que lo era de verdad.
―           Gracias, Barrow, te la debo. ¿Dónde está?
―           En una vieja casa, al norte de Compton. Es una mansión tétrica que ha servido como casa de crack. Ahora es como un refugio de andrajosos. No tiene perdida.
―           Vale, la encontraré.
―           Liquídalo, guapa – dijo Barrow, al despedirse.
Era mediodía cuando entró en las calles de Inglewood. Muchos latinos en las aceras, desocupados, barriendo con miradas hambrientas cada esquina de la calle. El refugio de artistas que le habían indicado parecía más bien un fumadero de opio. Allí dentro, todo el mundo estaba ciego, ciego, pero que muy ciego. El olor a maría impregnaba los tres pisos del edificio. Preguntó a diversas personas hasta que le dijeron cual era la habitación de Bike.
No tendría más de veinticinco años y ya era una ruina. Estaba tumbado en la cama, con una botella vacía de ron en el suelo. Cuando lo zarandeó para despertarle, el aliento la quemó. El joven tenía varios dientes considerablemente picados. Parpadeó, confuso.
―           ¿Quién…coño…? – farfulló.
―           Despierta, Bike – le dijo ella, zarandeándole aún más fuerte.
―           Vale, vale… estoy despierto…
Mentira. En cuanto Elsa le soltó, dobló la cabeza y se zambulló en los dulces brazos de Morfeo. La ostia que se llevó sonó en todo el pasillo, incluso una chica obesa, de piel negra, asomó la cabeza, intrigada. Elsa no la hizo caso, ocupada en despertar al tipo de la cama. Le aferró de la mugrienta camiseta de tirantes que llevaba, y le sacó de la cama, arrastrándole. Le levantó y metió su cabeza bajo el pequeño lavabo que había tras la puerta. Abrió el grifo, dejando que el agua empapara las greñas de su cabeza.
―           ¡Para ya, zorra! – exclamó Bike, agitando los brazos.
Elsa apoyó la espalda contra la pared y apoyó la suela de una de sus botas en la amarillenta pared, mientras el hombre se secaba con la misma sábana de la cama, que no estaba muy limpia, por cierto.
―           ¿Qué cojones quieres, tía?
―           ¿Dónde puedo encontrar a tu hermana Tris?
―           ¿Mi hermana? ¿Tris? ¿Para eso me despiertas? ¡Que estaba soñando con Meggan Fox, me cago en mi puta vida!
―           Tengo que encontrarla, por su bien.
―           ¡Pues estará en su casa o en su trabajo, digo yo!
―           No, ni una ni otro. ¿Dónde puede estar?
―           ¡Yo que sé! Hace semanas que no la veo…
―           Escucha, Bike. Tengo dos bonitos billetes de cincuenta dólares para ti, siempre que me des un paradero…
Bike se lamió los dedos. Podía hacer muchas cosas con cien pavos.
―           Sé que tiene mucha amistad con su antigua jefa… puede que haya vuelto con ella – dijo, alzando un solo hombro.
―           ¿Quién? ¿Dónde?
―           Una viuda joven… Walter o algo parecido. Es una mansión a las afueras de Tarzana. No se me ocurre nada más, de verdad, tía…
―           Eso solo vale cincuenta – Elsa le mete un billete en la camiseta. – No te lo gastes todo de golpe, podrías ponerte malito…
Elsa salió del refugio de artistas, colocándose bien sus gafas de sol. Tarzana estaba al otro lado de Los Ángeles, hacia el sur. Aún tomando la I-5, la Golden State freeway, que atravesaba la ciudad, no llegaría en menos de dos horas, en hora punta. Así que decidió parar a almorzar en algún sitio.
Elsa no eligió el sitio, solo se detuvo en una de las áreas de servicio del extrarradio, allí donde paraban cientos de camioneros y viajeros. Comida rápida y conocida, para reponer fuerzas. El local se llamaba Chicken Galore y, como no, había que pedir pollo. Elsa tuvo suerte, el sitio se estaba vaciando de los comensales con horario fijo, y pudo sentarse a una de las mesas. Una bonita camarera limpió la mesa, dedicándole una increíble sonrisa. Elsa se dijo que le había, al menos, alegrado el día. La contempló alejarse, fijándose en el bamboleo de sus caderas bajo el uniforme rosa y blanco. Era joven, unos diecinueve o veinte años, con un bonito pelo rubio recogido en un moño pulcramente recogido. Flirteó con ella cuando regresó a tomarle nota de su pedido.
―           ¿Tengo que pedir por fuerza? – le preguntó suavemente Elsa.
―           Er… — la chica no supo que decirle.
―           Es que me podría quedar horas, aquí sentada, mirándote, sin alimentarme siquiera – Elsa se había quitado la gorra y mantenía la barbilla apoyada en una de sus manos.
La camarera debía de ser nueva, o bien no estaba acostumbrada a que una mujer le tirara los tejos, porque se sonrojó fuertemente, bajando los ojos hasta su libreta.
―           Tranquila, no suelo morder – se rió Elsa, tomando una carta. – Quiero pechuga de pollo, a la brasa, con salsa de yogurt y verduras, y una Coca Light, grande. Después, te pasas otra vez, puede que pida postre o… a ti, si no hay mucho público.
Esta vez, la camarera le sonrió, aceptando su broma. Elsa no tenía problemas para entrarle a una mujer. Nada de timidez o vergüenza. Si le gustaba, se lo decía, y dejaba que dieran el primer paso. Muchas de sus conquistas no fueron ni siquiera concientes de que les gustaban las mujeres, hasta ese mismo momento. Elsa era directa y fuerte, pero no brusca. No carecía de elegancia y buen gusto, tanto en sus maneras, como en sus palabras. El ejemplo estaba en lo que le había dicho a la camarera. Sabía seducir a una mujer y también sabía hacerla llorar, ese era el problema de Elsa.
Se enamoraba con demasiada rapidez, con un fuerte arrebato pasional que la hacía decir y hacer verdaderas maravillas, pero que, lamentablemente, se disgregaba rápidamente, dejándola hastiada y vacía. La chica seducida pasaba, sin aviso, de ser el centro de una atención romántica inagotable, a un alejamiento glamoroso y correcto, pero, evidentemente frío. Muchas llegaron a preguntarse si la culpa era de ellas, pero, Elsa lo sabía bien… la culpa era solo de ella… no sabía parar, no se controlaba en el amor, y, finalmente, tenía que hacerlas llorar.
Por eso mismo, no quería ceder ante las insinuaciones de Johanna. Era una buena secretaria, una amiga de toda confianza. No quería perderla por un par de meses de acaloramiento. Mejor así… mejor así…
La camarerita la sorprendió, trayéndole su pedido enseguida. “Parece que le he caído bien”, pensó, haciéndole una caída de ojos.
―           Llámame si necesitas algo más – le dijo la chica, obsequiándola con una dulce sonrisa. Se alejó moviendo aún más sus caderas.
Elsa devoró el pollo, de buen humor, y las verduras. No pidió postre, pero si café negro. A la hora de pagar, la camarerita le pasó, susceptiblemente, su número de teléfono. Se subió en el Pontiac y puso rumbo al sur, mientras le daba vueltas a lo que debía hacer esa misma tarde.
Compton es el peor barrio de Los Ángeles, con diferencia. No veréis allí a ningún turista, eso seguro. Las bandas de chicanos y de afros se disputan diariamente sus territorios. Las calles más al sur de la ciudad son un ejemplo de pobreza y abandono. El ayuntamiento no interfiere en ellas, y la policía tiene que desplegar escuadrones cada vez que entran a buscar a alguien.
Sin embargo, el lado norte, tiene buenos edificios, el ayuntamiento, y buenos parques. Su población es más blanca que afroamericana, y no hay apenas latinos. Es como si una línea dividiera la ciudad.
Por supuesto, la vieja mansión que Elsa buscaba, esa antigua casa de crack, estaba en el más profundo sur, como no. Se recogió totalmente su pelo, cubriéndolo con un pañuelo, y colocó su gorra sobre él. Aunque no podía ocultar sus poderosos senos, si podía pasar por una chica latina, perteneciente a una banda, quizás. Tenía que moverse en terreno hostil y, a lo mejor, tenía que hacer preguntas. Mejor integrarse.
No le costó demasiado encontrar la casa. Estaba casi en ruinas, en una manzana a medio demoler. Varios indigentes entraron y salieron de ella mientras Elsa la vigilaba, pero también pululaba gente joven, chicos con monopatines y bicicletas. Un par de rameras latinas apostaron sus culos a la sombra y organizaron un coloquio vociferante con otras que se asomaban a una de las ventanas.
Elsa comprobó que las ventanas del último piso estaban todas cerradas y mantenían todos sus cristales. ¿La parte más elegante de la casa?, se dijo, con una sonrisa. Allí vivía gente y, posiblemente, aquellos que controlaban ese nido de cucarachas.
Antón Jiménez era un tipo pulcro y sibarita. Aunque se escondía, tenía dinero para disponer de un sitio decente, incluso en un agujero como ese. No conocía la oposición que podía encontrarse, una vez dentro, pero no estaba dispuesta a esperar más y perderle otra vez. Hoy sería suyo o del ayudante del forense, se prometió.
 Antón era un viejo clavo en su vida. Era el Chulo, el proxeneta por excelencia, ese bastardo que se aprovecha de cualquier mujer a su alcance, sorbiéndole hasta el alma, para después desecharla en cualquier vertedero. Elsa ya le había perseguido en otra ocasión y consiguió eludirla, tanto legalmente, como físicamente. Hoy se le acabaría la suerte.
No volvería a chantajear, ni presionar a otra chica. Seguro que se encontraba en una de esas ventanas, bebiendo y jodiendo, teniendo a ese niño descuidado y olvidado, quizás atado a un radiador. Elsa se estremeció con lo que estaba imaginando. Una semana atrás, Antón se había llevado el hijo de una de sus chicas, que se negaba a prostituirse más. El niño tenía cinco años, la madre apenas veintiuno. Elsa le había prometido, después de dejarla en una casa de acogida, que le traería a su hijo de vuelta, y que Antón no volvería a molestarla más.
Elsa se ocupaba también de esos casos, de ayudar a las chicas más desafortunadas, las almas de la calle, y lo hacía totalmente gratis, como una maldita ONG, se decía muchas veces. Pero era consciente de que alguien tenía que hacerlo, y ella conocía personalmente a muchas de estas chicas. Eran sus informantes, sus ojos y oídos, y ella las protegía y las ayudaba en medida a lo posible.
“Bien. Es hora de entrar”.
Bajo la visera de su gorra y agachó la cabeza. Colocó su pequeña mochila sobre uno de sus hombros, acercando así el bolsillo de su pistola semiautomática a su mano. Un tipo que hedía a orines le sonrió, enseñándole sus encías desnudas, y la piropeó soezmente, justo en la puerta de entrada, pero nadie la detuvo, ni le preguntó. El interior era aún más deprimente. Faltaban la mitad de las puertas de las estancias, y había pocos muebles, más bien cartones por doquier. Había gente durmiendo bajo ellos, o sentada en el suelo, con la espalda contra la pared. Casi todos, parecían idos o drogados.
En una de las habitaciones, varios adolescentes latinos, todos con la misma camisa de cuadros entreabierta, se pasaban una pipa de agua, de mano en mano, mientras jugueteaban con un par de Uzzis. La miraron, curiosos, y Elsa aligeró el paso. Antes de llegar al último piso, notó que la cosa cambiaba. Las escaleras estaban limpias y las paredes pintadas. Al subir, Elsa pudo ver a un tipo sentado en una silla, a un lado del pasillo, con la nuca apoyada en la pared. Tenía una escopeta recortada en las manos. ¿Un guardaespaldas para Antón? Quizás había más gente escondida allí dentro…
Se quitó la gorra y el pañuelo, dejando brotar su cabellera. La agitó para desplegarla, y metió la gorra en la mochila. Se quitó la camiseta y también la introdujo en el saco. Elsa estiró el sostén deportivo, convirtiéndole en un top muy sensual. Bajó la cadera de sus pantalones, casi hasta la mitad de sus nalgas, y tiró de las tirillas de su tanga sobre las caderas. Se rió en silencio. ¡Un putón de primera, en apenas un minuto!
Acabó de subir las escaleras y el hombre la miró. Se puso en pie, pero no hizo ademán de frenarla. La estaba mirando, embobado. Solo veía acercarse una magnífica puta, llevando una mochila al hombro.
―           ¿Qué buscas, zorra? – le preguntó el hombre, en un español que parecía provenir del más profundo Méjico.
―           Pues, ¿dónde voy a ir, pelado? ¡A trabajar, no más! – contestó ella, usando también la misma lengua. – Antón me espera, guey…
―           ¿Antón? Pero… si ya tiene a dos mujerzuelas con él – se asombró el latino.
―           ¡No pinches, carajo! Si estoy aquí es porque quiere otra más, ¿no? Ha llamado hace menos de diez minutos… ¡Déjame pasar que vaya a que termine y no me pague!
Riéndose, el hombre se echó a un lado, indicándole que podía pasar. Ni vio venir el culatazo. Conla Berettadetrás de la espalda, Elsa le desencajó la mandíbula de un golpe. No podía dejar a nadie armado a su espalda. Le ató las manos a la espalda con una cincha de plástico.
Abrió la puerta que estaba al lado de la silla del vigilante, con mucho sigilo, el arma preparada. El sonido de una televisión a gran volumen la impactó. Buena suerte para ella. La habitación giraba noventa grados a la derecha, dejando una pequeña entradita, de apenas dos metros, con solo un perchero vacío contra la pared. Arriesgó un vistazo. El niño estaba sentado en el suelo, sobre una manta, entre juguetes. Detrás de él, una de las ventanas que había observado desde abajo.
“Cristales tintados”. Elsa agitó una mano, llamando la atención del niño. La miró con interés, preguntándose porque, quizás, porque esa señora estaba jugando al escondite. Ella le enseñó la pistola y consiguió un brillo de interés en los oscuros ojos del niño. Se puso en pie y se acercó a ella. Elsa le animó, llamándole con la pistola.
―           ¿Dónde vas, Adrián? – preguntó una voz masculina.
“Antón Jiménez”, pensó, al mismo tiempo que apretaba los dientes.
El niño se había detenido antes de llegar a ella, y se giró hacia la voz, sin contestar.
―           Ven, vamos a escondernos – susurró ella, atrayendo de nuevo al niño. — ¿Quieres jugar?
El infante sonrió y corrió hacia ella.
―           ¡Adrián! ¡Maldito enano! A ver, mirad donde se ha metido. ¡Tú no, guarra, que me la estás chupando, coño…!
Elsa esperó a que se asomara una de las putas para colocarle el cañón ante los ojos. Le indicó silencio y la atrajo junto al niño.
―           Abrázale y quédate pegada a esta pared. ¿Me entiendes? – susurró.
La mujer asintió, pasando una mano por los hombros del niño latino, que las miraba con los ojos muy abiertos.
―           ¡Putón! ¿Dónde está el niño? – preguntó Antón.
Elsa se adentró en la habitación. Antón estaba sentado en un gran sofá, con los pantalones en los tobillos. El mueble quedaba de perfil a la entrada, por lo que, en un primer momento, empujando la cabeza de una jovencita contra su polla, ni siquiera vio a la intrusa. La chica atareada con su miembro notó el espasmo de Antón y levantó los ojos, descubriendo el arma que les apuntaba. Dio un gritito y se apartó, con tal rapidez, que cayó de culo al suelo.
―           ¡No te levantes! – la avisó Elsa. – Gatea hasta mí, a cuatro patas…
La puta la obedeció y, cuando llegó a su lado, le indicó, sin dejar de apuntar a Antón, que tenía las manos alzadas.
―           ¡Contra la puerta! ¡A gatas!
―           ¿Quién eres, jodida perra? – preguntó Antón, intentando ganar tiempo.
―           Burke.
El temor asomó a los ojos del proxeneta. Burke tenía fama de sabueso y le había estado persiguiendo. Se decía que solía cumplir con sus encargos.
―           ¿Trabajas para Burke?
Elsa no contestó.
―           Mira, tengo dinero aquí y… mucho más a buen recaudo. Te pagaré y…
―           Yo soy Burke.
Tres simples palabras, pronunciadas de forma seca y concisa, pero que tuvieron la virtud de palidecer el rostro moreno de Antón.
―           Burke es una… mujer… — balbuceó.
―           Así es. Como comprenderás, no me gusta nada de nada tu actitud hacia nosotras, pero, como me considero una persona justa y cabal, te voy a dar una oportunidad.
La esperanza renació en él, por un momento.
―           Te voy a permitir escoger entre dos posibilidades, ¿de acuerdo?
―           Si.
―           Una, puedes intentar coger ese revólver que hay sobre la mesita. Calculo que son dos pasos y con los pantalones en los tobillos. Mal asunto, pero posible si eres rápido. Claro está que no voy a dejar de apuntarte y no soy de las que fallo un disparo…
―           Eso dicen.
―           Dos, puedes elegir una de las dos ventanas y saltar.
―           ¡Estamos en un cuarto piso! – gritó.
―           Pero también tienes una posibilidad de sobrevivir. Te recomiendo que intentes caer en el techo de un coche, amortiguan bastante.
―           ¡No pienso…!
Elsa apuntó a aquel miembro totalmente menguado en escasos segundos.
―           Entonces, habrá una venganza feminista. Te volaré la polla en varios pedazos y te aseguro que no tendrás ni una sola posibilidad de sobrevivir. ¡Tú decides! ¡Tienes diez segundos!
―           Pero…
―           ¡Uno!
―           ¡Joder! Madrecita…
―           ¡Dos!
Antón se dirigió a la primera ventana y la abrió. Miró hacia abajo. No pareció gustarle lo que vio, y se dirigió a la segunda. Observó que había una cornisa un piso más abajo, y en el siguiente, el asta de una bandera que alguien había incendiado. Allí estaba su posibilidad de sobrevivir. Antón se tenía por un tío con suerte y ágil. Había jugado mucho al baloncesto y no hacía tanto de eso. Podía conseguirlo.
―           ¡Siete! – escuchó la voz de aquella ejecutora.
Se giró hacia ella y le sonrió antes de saltar.
―           Hay que reconocer que ha sido valiente. Ha saltado antes de que llegara al diez – dijo Elsa, acercándose a la ventana.
Los indigentes y unos cuantos adolescentes que patinaban cerca de allí, acudían a contemplar el hombre que había caído del suelo, con los pantalones bajados. El cuerpo estaba contorsionado y sus ojos miraban el cielo azul. La espesa sangre roja se derramaba de su cabeza abierta y su vejiga se había distendido, orinándose sobre uno de sus muslos.
―           Pues no. Va a ser que no lo ha conseguido – musitó Elsa, tomando al niño en brazos.
―           ¿Tendrás problemas con ello? – preguntó Micaela, besando a su Adrián en el suave cabello.
Elsa estaba sentada en uno de los bancos del parquecito frente al hogar de acogida. Micaela aún tenía los ojos lagrimosos de la emoción por recuperar a su hijito. Atardecía y la puesta de sol perlaba de colores el horizonte, por encima del mar.
―           Yo no hice nada. Saltó él solo y tengo dos testigos. En cuanto al guardaespaldas, es un pobre desgraciado que, una vez muerto el patrón, no le interesa remover nada. No te preocupes. La policía no va a abrir ninguna investigación por la muerte de un tipejo como Antón – la tranquilizó Elsa.
―           No sé como agradecértelo – repitió de nuevo la joven latina, cogiéndole las manos y besándolas.
―           No tienes por qué dármelas, Micaela, de veras. Sabes muy bien que intento ayudaros en lo que puedo – le habló en español, acariciándole la mejilla y enjugando las lágrimas de la hispana.
Micaela había estado atrapada seis años bajo el yugo de Antón, desde que llegó a Estados Unidos ilegalmente, con apenas quince años. El proxeneta la sedujo, la convirtió en mujer y en su puta. Pronto quedó embarazada, sin saber quien era el padre, y, desde ese momento, Antón aún tuvo más presión sobre ella. La amenazaba con quitarle a su hijo, que era lo único de bueno que Micaela tenía en la vida.
Finalmente, escapó de él, refugiándose en la casa de acogida, con Adrián, pero, en un descuido, el chulo se lo quitó. Fue entonces, cuando, aconsejada por el director del albergue, Micaela se puso en contacto con Elsa.
Esta recorrió con sus ojos el cuerpo rotundo de Micaela. Era bajita, pero armoniosa, con unos senos pujantes y firmes, y unas caderas ideales para bailar la danza del vientre. Poseía unos dulces rasgos indios, que le conferían una expresión de anhelo, de eterno puchero, que ella sabía aumentar gracias a sus gruesos labios. Llevaba el frondoso pelo oscuro recogido en una gruesa trenza, y un gracioso flequillito caía sobre sus dulces ojazos marrones. Elsa tuvo que reconocer que esa inocencia que Micaela, aún siendo prostituta, era capaz de ofrecer, era lo que la había motivado a buscar al cabrón de Antón.
Por su parte, Micaela, aferrando aún una de las manos de Elsa, se perdía en los asombrosos ojos violetas de la detective. Nunca había visto unos ojos así. La intensidad con la que la miraba esos ojos, la derretían, la anulaban. Micaela nunca había estado con una mujer, de hecho, nunca había tenido una auténtica relación sentimental con nadie, pues su primer amor había sido su propio verdugo; pero estaba segura de que podría amar a alguien como Elsa toda su vida.
―           ¿Quieres subir a mi habitación? Adrián se cae de sueño. Le acuesto y preparo un té de jazmín muy bueno, ¿si? – casi imploró la muchacha.
―           Está bien, Micaela. Ya es tarde para seguir trabajando – se rió Elsa.
Le dio la mano para ayudarla a levantarse del banco, ya que mantenía a su hijo en brazos, y Micaela ya no se la soltó hasta llegar a su cuarto. Lavaron entre las dos a Adrián, riéndose como tontas. Tras ponerle el pijama, Micaela le acostó en una pequeña cama plegable que tenía al lado de la suya. Mientras calentaba el agua en el hornillo portátil, al lado de la ventana, Micaela sentía los ojos de Elsa clavados en su espalda, como si la desnudara. Sabía lo que se comentaba sobre la detective y su amor por las mujeres. A Micaela no le importaba ya nada. Tenía las bragas empapadas desde hacía una hora, al menos.
Puso las bolsitas, hechas por ella misma, en las tazas, vertió el agua hirviendo, y le añadió una pizca de canela y ralladuras de limón. Se giró y le entregó una taza a Elsa, quien estaba apoyada contra la pared.
―           ¿Azúcar? – preguntó, intentando no mirar esos ojos que la hacían bullir.
―           No, ya te tengo a ti para endulzar – Elsa le quitó la taza de la mano, dejándola sobre la pequeña mesa, y la tomó por la cintura, atrayéndola.
Micaela jadeó por la impresión. No se esperaba algo tan directo, tan abrumador; era una muñeca de trapo entre las fuertes manos de Elsa. Los labios que se posaron sobre su boca, ardían sin quemar. Micaela sintió como su boca era succionada tan suavemente, con tanta delicadeza, que parecía que un ángel la estaba besando. Nadie se había dignado a besarla así, nunca.
Su cuerpo respondió de inmediato, fusionándose cuanto pudo contra el de Elsa, y lo percibió mucho más duro que el de ella, fibroso, con los músculos a flor de piel. También era más alta, casi cuarta y media más. Le encantó y abrió la boca como una flor, aceptando esa lengua que trataba de invadirla.
―           Micaela… Micaela… ¿Estás segura de…?
―           Sshhhh… calla y llévame a la cama…
A pesar de su experiencia sexual, Micaela no supo en qué momento le había quitado la blusa, o su falda. Estaba extasiada por los besos y los roces, por el tacto de aquella piel perfecta que la rodeaba como una anaconda, que la hacía suspirar cuando se frotaba largamente contra ella. Jamás creyó que el amor entre mujeres pudiera ser así, tan pasional, tan lleno de fuego, sin necesidad de que nada invadiera su cuerpo, que la destrozara…
Elsa estaba atareada con aquellos oscuros pezones que la enardecían, que la incitaban a morderlos y a succionarlos, sin cesar. Micaela poseía unos senos para alabar en un altar. Firmes, poderosos, mullidos, cálidos… hubiera querido conocerlos cuando Micaela estaba embarazada y colgarse de ellos, para libar su leche materna. Los pezones estaban tan duros que tenían que dolerle, pues cada vez que los rozaba con su lengua, Micaela gemía y levantaba las caderas.
―           Me estás… matando… cariño – jadeó la mejicana.
―           Moriremos juntas… espera… — la mordió Elsa debajo de uno de los pechos, antes de apartarse. – Cruza tus piernas sobre las mías…
Micaela no conocía la postura de las tijeras, pero aprendía por segundos, casi de forma innata. En aquel momento, frente a frente, Micaela fue conciente de que estaba haciendo el amor con una de las mujeres más hermosas que había conocido. Pasó el pulgar sobre el clítoris, arrancando un incontrolado jadeo de los labios de Elsa. Tenía el sexo totalmente depilado, tan suave como la barriguita de un bebé. Un cochinilla, roja y negra, casi tan diminuta como una de verdad, estaba tatuada sobre su pubis, a dos centímetros de su vagina, como si se dirigiera a esconderse en ella.
Micaela, por el contrario, tenía su vello púbico recortado y corto, formando un pequeño triángulo que, en este momento, estaba empapado por los jugos de su amante, que se frotaba como una perra contra ella. Se miraban a los ojos, las bocas entreabiertas, anticipándose al placer que anunciaba con llegar. Sus caderas rotaban como perfectas máquinas sincronizadas, consiguiendo que su continuado roce calentara tanto sus pechos y sus vientres, que les costaba respirar.
―           Vamos… a corrernos juntas… hermosa – musitó Elsa, entre quejido y suspiro.
―           Cuando… me lo pidas… cielo…
―           Ahora… ¡Ahoraaaa!
Micaela alargó la mano y tomó la de Elsa, entrelazando los dedos, desbordadas por el orgasmo que parecía nacer en la intersección de sus cuerpos, para desplegarse por cada uno de sus nervios. Por un momento, Micaela contempló el goce absoluto en el rostro de Elsa, con las pupilas giradas hacia el techo, y se enamoró absoluta y totalmente de ella.
Elsa, aún estremecida, reptó por la cama hasta abrazar a su amante, envolviéndola con una de sus largas y morenas piernas. La besó en la mejilla, en la chata nariz, y, por fin, en aquellos labios pulposos.
―           ¡Ha sido fantástico! ¡Eres una amante increíble! – la alabó.
―           Ha sido mi… primera vez – confesó Micaela.
―           Pero, ¿qué dices? ¿Cómo…?
―           Nunca había estado con una mujer. Algunas compañeras se consolaban entre ellas, pero yo tenía a Adrián.
―           No lo sabía – Elsa se apoyó en un codo para mirar a su amante a la cara. Le quitó un mechón de la cara. — ¿Te arrepientes?
―           Jamás. Ha sido lo más bonito que me ha ocurrido en la vida, después de mi hijo.
―           Gracias. Tienes razón, por un momento, ha sido perfecto.
―           Elsa…
―           ¿Si?
―           Te quiero.
“Vaya. Esta vez no he sido yo quien lo ha dicho”, pensó Elsa, irónicamente.
―           Y yo, dulce Micaela…
                                                             CONTINUARÁ.
Aquí os dejo mi email por si queréis comentar y opinar de forma más extensa. Gracias de antemano por todo vuestro apoyo:
                           janis.estigma@hotmail.es
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 

 

Relato erótico: “Burke investigations (02)” (POR JANIS)

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Sin título1

El caso del perro violador. Capítulo 2.
¿Dónde podía estar Tris Backwell?, pensó Elsa, mirando por la ventana de su despacho. Estaba atardeciendo. Le daba en la nariz que la criada estaba escondida, asustada; el registro de su casa así lo demostraba, pero, ¿quién más la perseguía?
Le había prometido a Ava algún resultado en un par de días, pero no tenía nada aún. Tendría que pasar el nombre de Backwell a todos sus contactos. Eso llevaría algo más de tiempo y dinero. Pero antes de llamar a Ava y darle la mala noticia, quería husmear un poco en el antiguo empleo de Tris. No le había sido muy difícil averiguar la dirección y que la joven viuda de llamaba Lana Warner, no Walter, como le dijo Bike. Era la viuda de un excéntrico y misógino multimillonario, Jonathan Warner III.
Según los ecos de sociedad, Jonathan Warner, de cincuenta y cinco años, se casó con la joven actriz Lana Stillson, cinco años atrás, en segundas nupcias. Warner se había quedado viudo tras naufragar su yate cerca de las islas Maldivas, con una hija de diez años, Isabelle. La muerte de su esposa, también una rica heredera, elevó la fortuna de Warner cuantiosamente. Lana Warner tuvo que firmar una serie de contratos prenupciales, para casarse. Se comentaba que Isabelle heredaría una gran fortuna cuando cumpliera los veinticinco años.
La pregunta que quemaba la lengua de Elsa era… ¿Por qué una viuda con ese patrimonio se iba a hacer amiga de una criada? No era lógico.
Decidió hacer una visita inmediatamente. Salió de su despacho, le indicó a Johanna que cerrara todo y dónde pensaba ir. En el callejón trasero, un Ford Focus, normal y corriente, de color gris perla, le esperaba. Desplazarse a Tarzana, a esas horas, no supondría demasiadas dificultades.
La mansión era digna de elogio, al menos, vista desde fuera. Al menos, contó siete tejados en diversos planos; eso daba unas cuantas alas de edificio entrecruzadas. También, desde las alas más exteriores, se alzaban un par de torreones de un extraño estilo victoriano, recubiertos de piedra cobriza. Era diferente a las construcciones que solían levantarse en Los Ángeles. La tarjeta de visita de la detective no garantizó una rápida atención y Elsa esperó como media hora, hasta que el ama de llaves, que parecía tener la misma edad que la mansión, la llevó ante Lana Warner.
En cuanto la vio, Elsa pensó en aquello dela ViudaNegra.La señora Warner era el prototipo perfecto. Rubia, de pelo muy corto y magníficamente retocado, y hermosa. El traje pantalón, granate oscuro, que llevaba no dejaba adivinar demasiado de su cuerpo, pero, a ojo de buen cubero, Elsa pensó que tenía delante una mujer de bandera. Lástima que la señora no hubiera seguido una fructífera carrera en los estudios. Estrechó su mano, de unos dedos finos y largos, muy cuidados.
―           Señorita Burke, ¿qué puedo hacer por usted? – le preguntó con una estudiada dicción que, seguramente, le había costado un buen pellizco.
―           Deseaba hacerle un par de preguntas sobre una antigua empleada suya, Tris Backwell.
―           ¿Qué le ocurre?
―           Necesito encontrarla para dirimir un asunto de propiedad legal, nada serio pero, no responde a las llamadas y no está en casa.
―           Que extraño, ¿no?
―           Pues si. He sabido que durante el tiempo en que ella trabajó en esta casa, mantuvieron una buena amistad.
La señora enarcó una ceja, finamente depilada, como si se sorprendiera de que Elsa supiera ese dato.
―           Tanto como una buena amistad… Tris era una mujer solitaria y se amoldó bien a esta casa. Pasaba mucho tiempo aquí, conmigo. Lo prefería a estar en su piso, a solas. Tuvimos ciertas charlas sobre intimidades, pero no más allá.
―           Comprendo – respondió Elsa, clavando sus claros ojos en los de la señora, del color de la miel.
“No debe de tener más de veintisiete o veintiocho años. ¡Qué pedazo de braguetazo dio esta mujer!”, pensó, en ese instante.
―           Después de trabajar casi diez años para mí, se despidió sin dar más explicaciones, renunciando a sus derechos. Solo aceptó un magro finiquito.
―           ¿Cuánto hace de eso?
―           Unos tres o cuatro meses. Me pidió que le diera buenas referencias. Se las dí, pero me enfadé muchísimo. En ese momento, pensaba que algunas de mis amigas le habían ofrecido más que lo que ganaba, pero no ha sido así. No he vuelto a saber nada de ella. ¿Quiere que mire la fecha exacta de cuando se marchó?
―           Se lo agradecería mucho, señora Warner – sonrió Elsa.
La señora salió de la pequeña salita donde la había recibido y Elsa, pensando en que no iba a conseguir mucho más, se paseó por ella, mirando cuadros y jarrones, hasta llegar a la ventana.
Ésta daba a un gran patio interior, donde se ubicaba el garaje, el cual, en este momento, tenía la puerta alzada y alguien lavaba, en el interior, un gran 4×4 rojo y negro. Parte del agua a presión salía fuera del garaje, en dirección a la alcantarilla central del patio. Agua que arrastraba gran cantidad de polvo rojizo del desierto.
Elsa no prestó más atención más que la casual. El chofer estaba lavando el vehículo tras una salida al desierto, quizás a uno de los ranchos de la zona. La señora regresó con una anotación que entregó, junto con una gran sonrisa.
―           Aquí tiene, señorita Burke. Hace exactamente catorce semanas que Tris dejó esta casa.
―           Muy agradecida, señora Warner, y disculpe las molestias una vez más – Elsa le entrega una de sus tarjetas, más como rutina que por otra cosa.
―           Encantada de ayudar, querida – responde, dejando la tarjeta sobre el escritorio.
La vieja ama de llaves ya estaba esperando, como si la hubieran avisado por telepatía.
Al pasar bajo la gran escalinata que subía al primer piso, desde el vestíbulo, Elsa entrevió unas zapatillas deportivas subir a toda velocidad. Le pareció que pertenecían a una chica joven, pero no pudo ver nada más. ¿La hijastra Isabelle? Se encogió de hombros y se subió a su coche.
DIARIO DE BELLE: entrada 3/ fecha: 14-4-…
¡Al fin! El tedio de esta puta casa se ha roto. ¡Aleluya!
Al anochecer ha llegado una mujer. He sabido por Ruth que es una detective privada. ¡Dios, que morbo! ¿Qué habrá venido a hacer aquí? He intentando escuchar lo que hablaban Lana y ella, pero no he podido acercarme. Casi estuvo a punto de pillarme al salir. Tuve que subir corriendo las escaleras. Sin embargo, he podido echarle un buen vistazo cuando se subía al coche. Sus ojos son impresionantes, casi violetas…
Creo que me he quedado pillada. ¡Quiero volver a verla! Pero no sé nada más de ella. Tengo que sonsacar a Lana como sea.
Fin de entrada.
Elsa desayunaba en su cafetería favorita, dos días después de visitar a Lana Warner. El Kat’s Corner, en Sunset, fue su primer refugio al llegar a Los Ángeles. Desde entonces, solía pasar una o dos veces al día, para tomar algo y saludar a Katherine, la dueña.
Hablar de Katherine era hablar de un torbellino. De ascendencia criolla, llevaba casi veinticinco años detrás de su enorme fogón, con su negro y grueso rostro siempre sudoroso. Según ella, si no sudaba no era feliz. Pesaba cerca de los ciento treinta kilos y, aunque nunca decía su edad, seguro que había cumplido los cincuenta. La tarta de melocotones de Kat era la mejor que jamás hubiera probado Elsa, y sus tortitas mañaneras, una verdadera tentación. Para colmo, era uno de los pocos locales de Los Ángeles que servía auténtico café colombiano.
En ese lugar tan especial, Elsa recibió una llamada que le quitó el apetito. El teniente O’Hara, su antiguo compañero, la citó en la Quebrada Doone, en el desierto, donde es ubicaban las antiguas minas cerradas. Habían encontrado un cadáver y suponían que era el de Tris Backwell. Le pasó las coordenadas para su GPS y Elsa dejó el desayuno a medias.
Casi una hora más tarde, Elsa llegó al sitio indicado. Se encontró con una ambulancia y varios coches patrulla. El teniente O’Hara agitó la mano desde una abierta boca de mina. El calor empezaba a escocer.
―           Me alegro de verte, Jim – dijo ella, mientras le besaba la rasurada mejilla.
―           Y yo a ti, Elsa, aunque no son las mejores circunstancias.
―           Es trabajo, Jim, no te preocupes.
Entraron en la mina. Al menos se estaba fresco allí dentro, pensó. El equipo forense estaba en pleno proceso y se habían instalado varios focos que permitían discernir todos los detalles.
―           El cuerpo lo descubrió uno de esos locos buscadores de oro, que invaden las minas clausuradas. La descripción coincide con tu mensaje. Los forenses creen que no ha muerto aquí, que la arrojaron dentro. Se ha encontrado rodadas y se han hecho unos moldes – explicó su ex compañero.
―           ¿De qué ha muerto?
―           Le han roto el cuello. Sabremos más con la autopsia.
―           ¿Puedo verla?
―           Espera que hable con el equipo.
Elsa le vio alejarse. Jim era uno de los pocos tipos que ella respetaba de verdad y con el que nunca compitió. Era un adusto irlandés, fuerte y cabezota, al que le quedaban pocos años para jubilarse. Estaba casado y tenía tres hijos. Elsa era madrina del más pequeño, quien ahora andaba ya por los quince años. Jim O’Hara estuvo a punto de perder también su placa, tratando de ayudarla cuando la suspendieron. Elsa tuvo que ponerse muy seria para que su compañero pensara en su familia y se retrajera en su declaración. Gracias a él, Elsa seguía teniendo muchos amigos en el departamento.
El teniente le hizo una seña para que se acercara. Elsa estuvo muy pendiente de donde pisaba, aunque esa zona ya parecía haber sido examinada. El cadáver yacía boca arriba, aún con los ojos abiertos y secos por el polvo. Sacó su móvil y editó la foto de Tris Blackwell. Para ella no hubo dudas. Se trataba de la misma mujer.
O’Hara también asintió pero sabía que su amiga no podía identificar el cuerpo, pues no era familiar, ni siquiera conocida, de la víctima. Al menos, sabían que se trataba de ella.
―           No llevaba nada sobre ella – indicó.
Elsa miraba el suelo y las paredes. Todo cubierto por el maldito polvo rojo del desierto. Polvo rojo… ¿Dónde había visto ella un 4×4 cubierto de polvo rojo? ¡Ajá! En la mansión victoriana Warner.
Sentada al volante de un viejo Buick del 92, Elsa esperaba mascando chicle. El coche quedaba medio oculto tras uno de los altos setos de la valla de la mansión. Con pericia, rastreó antes la zona, descubriendo donde estaban situadas las cámaras y los sensores de alarma. Esperaba la hora de la cena, cuando cesaba casi toda la actividad en aquel lugar alejado de vecinos. Mientras tanto, rumiaba cuantos detalles la había llevado de nuevo allí.
Elsa no creía en las casualidades y allí había muchas. Tris se había cambiado el nombre, usando el de una persona muerta. Había dejado un trabajo estable y de confianza para irse con otra persona, a la que había robado después de más de una década de estar limpia. La habían perseguido, matado, y arrojado al desierto, y, ahora, uno de los coches de su antigua patrona había estado también en el desierto. Demasiadas cosas sin sentido y relacionadas indirectamente. Para ella era demasiado.
Un despolarizador de campos – un recuerdo de su etapa de comandos – interfirió durante tres segundos en los sensores y cámaras, en un radio de quince metros. Suficiente para que Elsa saltara la valla y el seto y alcanzara la seguridad de un murete cercano. De ahí al patio central, un paseo. El garaje ahora estaba cerrado, pero no supuso demasiados problemas para sus expertas manos.
El 4×4, un Jeep casi nuevo, estaba sobre los elevadores. Le habían cambiado los neumáticos. Los cuatro, totalmente nuevos.
“Vaya, vaya. Alguien no se fía de las huellas que haya podido dejar.”, sonrió para si. Buscó en las rendijas de las puertas, detrás de la placa de la matrícula, y en el tubo de escape. Se miró el dedo a la luz de la linterna. Polvo rojo. No era ninguna prueba definitiva, ni incriminaría a nadie, pero, el simple hecho de haber cambiado las ruedas para ocultarlas, era un signo de culpabilidad. Alguien de la mansión estaba en el ajo. Solo tenía que averiguar quien…
Volvió a casa más contenta. Había abierto un nuevo frente.
Elsa entró en el vestíbulo de su inmueble. Comprobó el buzón. Publicidad y facturas. Tomó el ascensor para subir al ático, doce plantas por encima, y, al encontrarse ante la puerta de su apartamento, dispuesta a abrir con la llave, sintió que no estaba sola.
Se giró de repente, echando mano a su Beretta, oculta en su cintura. Había alguien, oculto en el pequeño rincón donde se abría la puerta de acceso a la otra azotea del inmueble, la de la comunidad. Avanzó con cuidado, la pistola preparada en su firme mano.
―           ¡Sal de las sombras! ¡Deja que te vea! – ordenó en voz alta.
Lentamente, del oscuro rincón, surgió una figura esbelta, cubierta por la capucha de la sudadera. Unos jeans, rajados por las rodillas, y unas deportivas de cara apariencia, completaban su indumentaria.
―           ¡Más afuera! No veo tu rostro…
Al dar un par de pasos más, la luz del pasillo incidió plenamente sobre el intruso y Elsa se quedó con la boca abierta. Se trataba de una chica, y muy joven, por cierto. Parecía asustada, perdida…
―           ¿Qué haces aquí? – preguntó más suavemente la detective, bajando su arma.
La joven no dijo nada, pero alargó la mano, algo temblorosa, y le entregó una tarjeta. Elsa, con asombro, comprobó que era la suya propia, Burke Investigations.
―           ¿Quién te la ha dado?
Un encogimiento de hombros. Elsa repartía muchas tarjetas, por todas partes. Aquella chiquilla parecía en problemas y alguien que la conocía la podría haber enviado. Sin embargo, no había mucha gente que conociera su apartamento.
―           ¿Cómo sabías dónde vivo?
―           Internet… el registro de la propiedad no tiene buenos cortafuegos – responde, con una voz muy melodiosa y dulce.
―           Así que tenemos a un hacker…
Un nuevo alzamiento de hombros.
―           ¿Cómo te llamas? – preguntó Elsa, guardando su arma.
―           Belle…
―           ¿Belle qué?
―           Solo Belle.
―           Está bien, solo Belle, ¿Por qué me buscas?
―           Me persiguen…
―           ¿Quién?
―           Unos tipos… colombianos…
―           A ver, ¿por qué tengo que sacarte las palabras con sacacorchos?
La joven, en ese momento, se echó a llorar en silencio. Las lágrimas se derramaban, mansas y abundantes, por sus mejillas. Inexplicablemente, un profundo estado de tristeza envolvió a Elsa, en aquel corto pasillo. Se vio inmediatamente derrotada por aquellas lágrimas.
―           Está bien, está bien… Entremos en mi apartamento. Al menos te quedarás esta noche…
La joven sorbió y retrocedió hasta el rincón, de donde sacó una bolsa de lona. Elsa se echó a un lado, tras abrir la puerta, y la invitó a pasar. La jovencita se quedó plantada en mitad de la gran estancia, contemplando todos los detalles. El apartamento era totalmente funcional, la única decoración se encontraba en los cuadros – pósters, más bien – que colgaban en las paredes, y en unos anaqueles con algunos libros, cerca de la cama.
El apartamento era un gran estudio, todo integrado en una gran y bien iluminada habitación. Cocina, sala de estar y dormitorio, todo en uno. La gran cama bajo un gran ventanal, la pequeña cocina en el otro extremo, una mesa oval y extensible entre ellas, con seis sillas de diseño, un pequeño escritorio con cajoneras, al lado de la cama, que servía de mesita de noche, y un gran armario empotrado en la pared aún no mencionada. Ese era el nido de Elsa, donde descansaba y se sentía a salvo. La otra habitación que quedaba, era el baño. Un amplio baño bien acondicionado, con un caro jacuzzi y una ducha terapéutica, entre sus comodidades.
―           Chulo – musitó la joven, avanzando hacia la puerta acristalada de la gran terraza.
―           ¿Has cenado algo, Belle?
―           No, señorita Burke.
―           Llámame Elsa… — dijo la detective, sacando comida preparada del frigorífico y girándose. Su boca se abrió, sorprendida.
La jovencita se había quitado la sudadera, sin dejar de mirar la noche, a través de los cristales de la terraza. Su larga cabellera parecía casi blanca, en contraste con el cielo negro que la rodeaba. Debajo de ella, su fino rostro cobraba en esplendor diferente, como si estuviera, al fin, completo. Elsa se dijo que era deliciosa. No guapa, sino eso mismo, deliciosa, comestible, tentadora como un dulce.
―           Espero que te gusten los fríjoles con carne. Es lo único que tengo para calentar.
Belle giró los ojos hacia ella y sonrió. La bandeja de corcho estuvo a punto de caerse de las manos de Elsa. ¿Cómo no la había visto antes? Esos ojos, esa sonrisa… Una mirada limpia y directa, más azul que el propio cielo, en unos ojos grandes y bordeados de unas pestañas y unas cejas casi albinas. Algunas pecas salpicaban su nariz y mejillas. Los blancos dientes, parejos y perfectos, se mostraban con franca sinceridad, como si emitieran simpatía y alegría.
―           No te preocupes, Elsa… Como de todo, como una buena cerdita – se río entre dientes.
Elsa se recobró de la dulce impresión y metió toda la bandeja en el microondas. Mientras contemplaba, como una tonta, la bandeja dando vueltas a través del cristal de la portezuela, pensaba en que nunca la ha habían golpeado así, emocionalmente hablando, claro. Belle no debía de tener más de dieciocho años, era apenas una niña, pero solo mirarla ya le dolía, como si le abrasaran el pecho.
Cuando se sentaron a la mesa, intentó serenarse y, de paso, averiguar más del problema de la chiquilla. Pero, por mucho que quería, sus ojos no dejaban de posarse en los pujantes senos que Belle resaltaba contra su blanca camiseta. Con todo, se apercibió del pavor que la joven sentía cada vez que la interrogaba. Retorcía sus manos, dándole información con cuentagotas. No quería dar nombres algunos y no quería que la policía metiera las narices. Elsa solo sacaba en claro que unos tipos colombianos la perseguían para llevarla de vuelta y que ella se había escapado.
Elsa no la presionó más, dejando que se calmara. La mantendría alejada de la calle durante unos días, hasta que confiara más en ella y pudiera darle más detalles. Una vez que Elsa supiera de lo que se trataba, buscaría una mejor solución. Tomada esta decisión, la detective sonrió y cambió el estilo de sus preguntas, intentando que Belle se integrase.
DIARIO DE BELLE: Entrada 6 / Fecha: 17-4-…
Todo ha salido mejor de lo que pensaba. Encontrar la tarjeta de Burke Investigations sobre el escritorio de Lana fue esencial. Ni quisiera tuve que preguntarle nada. Tampoco fue demasiado difícil entrar en los archivos del Registro Municipal del condado, y encontrar un ático a nombre de Elsa Burke. Tener tantos amigos en la red sirve para algo, jajaja…
Tenía la información que necesitaba. Solo me quedaba escapar. Pensé que no sería capaz de desafiar a Lana, pero, finalmente, lo hice. Huí de la mansión, me escapé de mi cárcel…
Las dudas me asaltaron muchas veces mientras esperaba el regreso de Elsa. ¿Era buena idea presentarme en su casa? ¿Me rechazaría? ¿Llamaría a la policía? Estaba perdida si lo hacía. Confiaba en la historia que había montado y en mi improvisación. Siempre me ha funcionado esa faceta. No sé por qué, pero puedo representar casi cualquier papel que adopte, por necesidad, sin haberlo premeditado…
Sin embargo, encontrarme frente a frente con la que podría ser mi salvadora, me cautivó, debo reconocerlo. No estaba preparada para estar tan cerca de ella, bajo la atención de esos ojos violáceos… No supe qué responderle, así que tomé el atajo más fácil. Me eché a llorar, con esa facilidad que Dios me ha dado. Contemplé, fascinada, como su dureza se derrumbaba y me acogió en su casa.
¡Menuda casa! ¡Es una leonera! ¡Me gusta mucho! Es como mi cuarto, pero a lo grande. Nada de florituras, ni adornos tontos. ¡Desde esa terraza se tiene que ver el mar!
Por un momento, creo que se fijó en mí, en profundidad. Al menos, eso creo. Sentía sus ojos clavados en mí y no hablábamos ninguna de las dos. Solo me miraba y sonreía, casi con flojera, pero creo que yo estaba haciendo lo mismo. ¿Será bueno eso? ¿Será que nos hemos hecho amigas?
Hemos estado hablando mucho tiempo, después de cenar. Al principio, quería saber más cosas de por qué me perseguían, pero creo haber jugado bien mi papel, y darle largas. Después hemos hablado de cine, de cómics, de moda, incluso de chicos… Es superinteligente y muy dura. A su lado, me siento a salvo, intocable… ojala sea cierto…
Nota: cuando me ha preparado el sofá para dormir, me he sentido decepcionada. ¿Acaso quería dormir con ella? Aún no lo sé…
Fin de entrada.
Elsa no se concentraba en su trabajo. Su mente volvía, una y otra vez, a su apartamento, en donde había dejado a Belle durmiendo en el sofá. No sabía cómo debía proceder con ella. Tenía dieciocho años, por lo que llamar a Asuntos Sociales estaba descartado. ¿La policía? No la protegería eficientemente contra un grupo colombiano sino implicaba, al menos, al departamento fiscal, y la joven no parecía dispuesta a soltar gran cosa, asustada. Así que, ¿qué opciones le quedaban? ¿Mantenerla con ella? Bueno, sonriendo, Elsa pensó que por ella no había ningún problema, pero no era ético, ¿o si?
Todo dependía de lo que Belle le explicara, pero, sin duda, para ello necesitaría unos pocos días. “Está bien, no tengo prisa. Puedo tenerla en casa unos días más, hasta que me lo cuente todo”, se dijo Elsa, en el momento en que Johanna entraba.
―           Ahí fuera hay un tipo con mala pinta preguntando por ti. Dice que se llama Bike… — le comunicó la secretaria mulata.
―           ¿Bike? – se sorprendió Elsa. – Hazle pasar.
El hermano de Tris Backwell parecía en verdad afligido. Vestía con ropa arrugada pero, al parecer, limpia.
―           ¿Qué sucede, Bike? – le preguntó la detective, señalándole una de las sillas.
―           Vengo de identificar a mi hermana – dijo con voz mustia.
―           Lo siento, Bike. Me enteré ayer.
―           Gracias. He venido a entregarle esto – dijo, sacando un DVD, en su funda de plástico duro, del bolsillo trasero del pantalón.
―           ¿Qué es eso?
―           No lo sé. No lo he visto. Tris vino hace unos días y me lo entregó para que se lo guardara. Me dijo que si le pasaba algo, lo llevara a la policía. Me dio un costoso pendiente de zafiro, digamos como pago. Yo no quiero tratos con la poli, pero usted investigaba a mi hermana, así que puede que le sirva de algo…
―           Está bien, Bike, puede ser una prueba para su caso. Déjame que le eche un vistazo y ya te diré algo – dijo Elsa, tomando el DVD. ¿Tendría la suerte de que fuera el DVD robado a Ava Miller?
Acompañó a Bike a la puerta y se quedó de pie, mirando el disco, pensativa. Tenía que visionarlo para comprobarlo, no había más remedio. No podía devolvérselo a Ava, sin saber si era el que había perdido, o bien la confesión de Tris, por ejemplo.
Lo introdujo en el lector de su torre, y lo primero que comprobó es que no tenía firma electrónica. No era el DVD original, sino una copia, pero, sin duda, era el disco sustraído. “Vale, se dijo, no estás cometiendo ninguna falta hacia tu cliente. No estás visionando el original, es solo una copia que no has elaborado tú”. Un primer vistazo le hizo comprender que el caso nunca fue tan simple como se lo pintaron.
En el vídeo, apareció Ava Miller, junto a otras dos mujeres, una japonesa, de su edad, más o menos, y una mujer de mediana edad, muy elegante. Se encontraban en una especie de sótano, con el suelo acolchado y plastificado. En un tono oscuro. La grabación era excelente y estaba editada y montada, pues se superponían al menos cuatro planos de cámaras. Los rostros se veían perfectamente, y las cámaras parecían especiales, para grabar con baja iluminación. Las mujeres hablaban entre ellas y fumaban. No había audio, pero Elsa las vio reír y bromear, como si tuvieran una buena amistad entre ellas.
Al rato, entró un sujeto con los pelos canos, sonriendo. Mostró cuatro dientes de oro, dos arriba y dos abajo. Llevaba, del brazo, una chica esposada y amordazada, con una mordaza profesional, de esas con una bola blanda.  Con la otra mano, tiraba de un collar al que estaba encadenado un gran dogo. El sujeto parecía fuerte y acostumbrado a lidiar con estos fardos. Arrojó a la chica prisionera al suelo, con un gesto de placer, y entregó la cadena del perro a la mujer de más edad. Después. Inclinándose, se retiró.
Elsa sentía sus nervios tensos. Tenía un mal pálpito.
La chica de la mordaza no debía de tener más de veinte años, y estaba muy asustada. Las tres mujeres presentes se reunieron a su alrededor. En ese momento, el audio de la grabación comenzó, y las mujeres desnudaron a su víctima, entre risas y soeces comentarios. También le quitaron la mordaza, lo que le indicó a Elsa que aquel sitio estaba insonorizado o aislado. Las manos de las tres acariciaban y untaban una especie de crema sobre los senos, flancos, nalgas y sexo de la chica maniatada por las esposas. El perro pareció excitarse con el olor de la crema. La mujer mayor explicó que era esencia de carne picada con otros ingredientes, para atraer la atención del perro. La chica oriental palmeó, entusiasmada.
Ava acercó el perro con cuidado, tironeando de su cadena. Le controlaba para que no se abalanzara sobre la joven prisionera. El can se hartó de lamer a la joven, por todas partes, durante mucho tiempo, ocasionándole varios orgasmos brutales. Mientras, las tres chicas, ya desnudas, se amaban entre ellas, disponiendo más pruebas para la prisionera. La rociaron con un spray que prácticamente volvió loco al perro. Elsa pensó que eran feromonas de perra en celo.
Fue una verdadera violación canina, como mordiscos incluidos. Ni siquiera se acercaron las mujeres verdugo. Contemplaron, extasiadas, como el gran perro la penetraba, mientras la chica intentaba apartarse, hacerse un ovillo. Pero el perro, quizás acostumbrado a esta práctica, la mordía, la arrastraba, hasta tenerla a su disposición. Seguramente le desgarró el coño cuando apareció el gran nudo en su miembro. La chica lanzaba gritos estremecedores, sin que apiadara lo más mínimo a las otras.
Cuando todo acabó, el hombre de los dientes dorados volvió a entrar, se llevó al perro de la cadena, y a la chica inconsciente al hombro. Elsa no supo qué pensar. Aquello parecía ser un crimen, un delito monstruoso, o bien una prueba de iniciación, quizás. No podía estar segura. ¿Y si no eran víctimas, sino algo parecido al rito de una secta?
El DVD tuvo una breve parada y comenzó con una escena parecida, salvo que la prisionera era otra chica distinta, con más edad. Las tres mujeres del sótano eran las mismas – Elsa las apodó las brujas –, pero una de ellas llevaba un peinado diferente, así como sus prendas parecían indicar que había habido un cambio de estación. El mismo ritual, aunque en esta ocasión, también hubo fustazos para la prisionera. Y siguió otra víctima, y luego otra…
Elsa no pudo soportar presenciar más escenas de esas y decidió dejarlo para el día siguiente. Su estómago no aguantaba más mierda de esa.
Ava no era ninguna mosquita muerta. ¡Claro que quería recuperar su DVD! ¡Podrían condenarla por eso!
Aún sin decidirse qué hacer, Elsa decidió ganar un poco de tiempo. Llamó a Ava, diciéndole que habían encontrado a Devon Sudesky muerta, en una mina del desierto, y que su casa había sido toda registrada. El tono de Ava era de mucha inquietud; estaba asustada. Con súbita inspiración, Elsa le confesó a su cliente un dato falso que la acabó desquiciando. Le informó que un amigo de la policía le había soplado que varios testigos habían visto huir de la casa de Sudesky, a un tipo sospechoso. Al parecer tenía varios dientes de oro. Elsa pudo escuchar el gritito de sorpresa de Ava, al otro lado de la línea.
Cuando colgó, Elsa se replanteó el caso. La llegada del DVD lo había sacudido todo, cambiando los parámetros. No disponía del original, que era lo que pedía su cliente. Tampoco sabía dónde estaba o quien lo tenía. Por otra parte, ahora que conocía su contenido, no podía ser cómplice de esas bestiales violaciones.
Podía entregar la copia a la policía, pero era algo que no le satisfacía nada. Era su caso, no el de ellos…
Con la llamada a Ava, había comprobado que ella no sabía nada del asunto. Pareció realmente sorprendida. ¿Quizás una de sus socias criminales actuó sin su conocimiento, recuperando el DVD? Debía averiguar quienes eran las otras dos brujas.
Otra pregunta sin respuesta, ¿qué pintaba Lana Warner y su 4×4 en todo esto?
En vez de almorzar en Kat’s Corner, como hacía a menudo, Elsa volvió a su piso, con comida envasada por la propia Katherine. Belle estaba en el apartamento, sola y aburrida seguramente. Cuando Elsa abrió y llamó a la joven, nadie respondió. Dejó los envases sobre la encimera y miró en la terraza.
Belle estaba recostada en la tumbona, con los auriculares de su iPod en los oídos, tomando el sol. Elsa se acercó. La jovencita estaba descalza y vestía un sucinto top azul cielo y una minifalda blanca, que apenas le cubría, en aquella posición, la ropa interior. Elsa tragó saliva al contemplar aquellas piernas perfectas, totalmente depiladas y morenas. Era como si atrajeran sus dedos…
Carraspeó para llamar la atención de Belle y, cuando esta se quitó los auriculares y la miró, dijo:
―           He traído pollo frito y tortas de gambas, ¿te apetece?
Belle se levantó de un salto y le dio un beso en la mejilla. La chiquilla era tan alta como ella, aunque mucho más esbelta. Corrió al interior, dejando que Elsa se divirtiera con los movimientos de la faldita. Cuando entró, Belle ya estaba poniendo los platos en la mesa.
―           ¡Que buena eres conmigo! – le dijo, poniendo cubiertos y servilletas.
―           No importa. ¿Qué has hecho hoy? ¿Te has aburrido, aquí, sola? – le dijo Elsa, sentándose y abriendo los distintos envases.
―           No, que va. He despertado, he desayunado, y he chateado un buen rato. He hecho la cama y he barrido el piso. Después me he duchado en esa cosa tan chula que tienes ahí dentro, y he tomado el sol. ¿Sabes que tienes un vecino mirón en aquella torre de apartamentos? – dijo señalando al norte.
―           ¿El gordo calvo? – preguntó Elsa, mordiendo un crujiente muslo de pollo.
―           ¡El mismo!
―           Es Bernard. Inofensivo. Le dejo mirar cuanto quiere y así me vigila el piso. Ya ha impedido que me roben dos veces.
―           ¡Genial! – se rió con fuerza la joven.
―           ¿Qué haces durante el día? ¿Estudias? ¿Trabajas? – le preguntó Elsa, intentando entablar una conversación más seria.
―           Me hacían fotos como modelo.
―           ¿En una agencia?
Belle meneó la cabeza.
―           Posaba con ropa juvenil para catálogos, también bañadores.
―           Eso es divertido, ¿no? – sonrió Elsa, mordisqueando una de las tortitas de gambas.
―           No, más bien aburrido. Ponte esto, ponte así, quítatelo, ahora esto… sonríe, mueve el brazo, vuelve a cambiarte…
―           Ya veo – la cortó Elsa, cuando empezó a demostrarlo con gestos. — ¿Y tus padres?
Belle se puso seria. Finalmente, musitó:
―           Mi padre es finlandés, marino. Hace dos años que no le veo. No parece tener prisa por volver con su familia. Mi madre siempre está por ahí… ya sabes…
―           No, no lo sé. ¿Es comercial?
―           No, puta – sonrió la joven.
Elsa casi escupió el bocado. Le dio un trago a la botella de agua.
―           ¡Coño! ¡Que directa has sido! – comentó cuando recuperó la compostura.
―           ¡Jajaja! ¡Tenías que haberte visto la cara!
―           ¿En serio es prostituta?
―           No, al menos, no lo creo. Pero si está todo el día fuera, desde hace un tiempo. Trabaja para los colombianos. No quiere decirme lo que hace.
―           Y ahora ellos te persiguen… ¿Has visto a tu madre desde entonces?
―           No.
―           ¿Puede ser que sea por algo que haya hecho tu madre?
Belle encogió los hombros mientras rebusca la última alita que queda.
―           Bueno, aquí estás a salvo, de momento.
―           ¿Siempre has sido detective privado? – preguntó Belle, de repente.
―           No, va para tres años. Antes fui sargento de policía, y antes de eso soldado…
―           ¡Vaya! ¡No te gusta aburrirte!
―           No, absolutamente – sonrió Elsa.
―           ¿Has matado a gente?
―           Esa no es una pregunta para una jovencita tan bella – la recriminó la detective.
―           ¿De verdad crees que soy bella? – hinchó el pecho Belle.
―           Creo que demasiado – suspiró Elsa.
DIARIO DE BELLE: Entrada 2 / Fecha: 18-4-…
Me ha vuelto a dejar sola. Ha regresado a su oficina. Ha intentado sondearme de nuevo mientras almorzábamos, pero he vuelto aún más sólida la historia que inicié anoche. Creo que resistirá unos días más.
Me lo he pasado muy bien esta mañana. He fisgoneado cuanto he querido. Elsa tiene una caja fuerte dentro del armario y también un armero blindado. Como armario solo ocupa la mitad. Solo hay ropa funcional, casi masculina, pero también hay un par de vestidos bonitos, quizás para sus citas.
No he pensado en ello. ¿Qué clase de hombres le gustará a una mujer tan independiente y tan dinámica? Intentaré averiguarlo esta noche…
Me he decidido a hacerle la cama, a barrer y quitar el polvo. Ya que soy su invitada, al menos contribuiré con algo.
Saberme observada en la terraza, me ha puesto muy caliente. He estado oteando con los prismáticos que encontré en el armario. El tal Bernard me puso realmente frenética. Le imaginaba desnudo y sentado en la silla, mirando por los grandes binoculares con trípode que podía ver delante de él. Le imaginaba masturbándose mientras me espiaba. Uff, eso me puso a cien y me dejé llevar. Metí mis manos bajo la mini de andar por casa y me di un gustazo, sabiendo que me estaba viendo. Lo extraño que me corrí pensando en las tetas de Elsa, esos senos pletóricos y macizos que tiene…
Dios, vuelvo a ponerme cachonda…
Fin de entrada.
Cenaron y charlaron un buen rato. Esta vez, Elsa no quiso preguntarle nada sobre sus problemas. Belle parecía interesada en la vida sentimental de Elsa: con quien había salido, si se había casado alguna vez, que pensaba hacer en el futuro…
Elsa acabó contándole que había asumido su condición homosexual desde muy jovencita, pero que sus profesiones y la vida que había llevado, en general, con tantos viajes y traslados a bases diferentes, no le habían permitido encontrar una relación estable. Así que se había acostumbrado a revolotear de flor en flor, sin compromisos.
Belle le confesó que no había estado con nadie, en serio. Había tonteado con algunos chicos, y pasado a “segunda base” con un par de tíos, pero nada más. Tampoco había probado con una mujer, le dijo, poniendo ojitos y riéndose.
Elsa contestó que ya tendría tiempo, que aún era muy joven. Cuando recogieron la mesa, Elsa la envió al cómodo sofá y ella se fue a la cama. Ambas se quedaron despiertas un buen rato, Belle escribiendo en su pequeño portátil rosa; Elsa repasando notas en el suyo, sentada en la cama, en camiseta y braguitas.
La detective había pasado una tarde muy entretenida, repasando la vida social de Ava Miller, remontándose casi diez años atrás. Buscaba, entre las fotografías de las fiestas sociales y eventos, los rostros de aquellas dos mujeres que la acompañaban en el sótano acolchado. Finalmente, las había encontrado, muy dispersas, sin apenas vínculos. La oriental tenía la edad de Ava, se llamaba Sariko Takanaka, y era la nieta del presidente de la poderosa corporación Yanoko, con delegación en Los Ángeles. La mujer de más edad era Ana María Solana, la esposa del cónsul argentino, en la ciudad.
Sin duda, dos amigas de su círculo social, con las mismas aficiones. Ambas tenían medios y poder para ocuparse de Tris Backwell, en cualquier momento. Elsa se dijo que debía descubrir más y, por ello, decidió seguir mirando el DVD en el portátil. Le quitó el sonido para no alertar a Belle y siguió a partir de donde lo dejó anteriormente.
Dos víctimas más, con la misma tradición, pero no con el mismo final. La segunda tuvo mala suerte y el dogo le clavó los colmillos en el cuello. Sin duda, le perforó la carótida y se desangró en minutos. Las mujeres, desnudas, observaron como perdía toda su sangre, de pie sobre ella. La esposa del cónsul se estuvo masturbando mientras la chica agonizaba.
Elsa tuvo que parar el disco, asqueada por tanta perversión.
Miró a Belle, quien estaba de bruces, escribiendo en el pequeño teclado, con una sonrisa en los labios. El reflejo de la pantalla llenaba sus ojos de brillos traviesos. Al igual que Elsa, dormía en braguitas y con una camiseta. Mostraba sus nalgas con total desparpajo, como algo natural, y mantenía sus pies en alto y cruzados.
Elsa suspiró y volvió a su visionado. Estaba llegando al final de la grabación. Esta vez, el hombre de los dientes de oro, trajo una chica con la cara tapada. Por el tamaño y la esbeltez del cuerpo, Elsa supo que era una niña, de quizás catorce o quince años. Llevaba una capucha en la cabeza.
El hombre la entregó y les dijo algo a las mujeres. Elsa se dijo que después lo escucharía, con calma. Después, se marchó, dejándolas a sus anchas. Ava y sus amigas desnudaron a la chiquilla, que pataleaba y se agitaba, y, finalmente, le quitaron la capucha.
Cuando vio volar aquellos cabellos, lo supo; sintió un espeluznante pellizco en el corazón. La niña agitaba la cabeza y su rostro no quedaba bien encuadrado, hasta que Ana María, inclinándose sobre ella, le atizó un par de duras bofetadas.
Calmada la histeria, le quitaron la mordaza y Elsa le dio a la pausa, congelando su rostro en la pantalla. Alzó los ojos y miró a Belle. Reparó su perfil, su naricita respingona, sus ojos…
No había duda. Estaba segura. Se lo decían sus tripas.
La niña del DVD, la niña que iba a ser violada por el perro…
¡Era Belle!
 

Relato erótico: “Burke investigations 03” (POR JANIS)

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El caso del perro violador. Capítulo 3.
 Nota de la autora: gracias por vuestros comentarios, chic@s, particularmente a Aurora la diosa, a Eros, a Girl, a Alphamon, a Jubilado, a Germán_becquer, y Rulo2RH. y a todos los lectores que permiten que esta historia continúe. Comentarios más extensos o privados, por favor, a janis.estigma@hotmail.es
Elsa, con la pausa pulsada, alternó su mirada de la pantalla del portátil a la chica tumbada frente a ella, a unos metros, que seguía ignorante de todo y tumbada de bruces, jugando con su pequeño ordenador. No había duda alguna, era ella, solo que algunos años más joven. Se la veía más niña, más infantil, pero igual de rubia.
Vestía lo que parecía ser un uniforme escolar, de falda azul, calcetas blancas, y camisa clara, con escudo bordado en el bolsillo. Elsa no se atrevió a hacer ningún movimiento, como si Belle se pudiera dar cuenta de que era lo que estaba visionando. Quería parar, quería detenerse, pero algo en su interior la forzaba a mirar aquello, aún sabiendo lo que iba a ocurrir.
Por Dios, ¿cómo era posible que aquella belleza adolescente, llena de pureza e inocencia, hubiera sido degradada miserablemente por unas mentes enfermas?
Tenía que verlo con sus propios ojos para poder creérselo; tenía que palpar la herida, como Tomás, el Incrédulo. Y así vio y contempló como desnudaron a la niña, como la manosearon y besaron, como la prepararon para aquella bestia babeante que tiraba de las manos que la sujetaban. Belle parecía muy asustada, e intentaba tapar su cuerpo, sin conseguirlo. Apenas tenía pecho, más que dos pezones puntiagudos, quizás erizados por el propio miedo, y el vello de su pubis apenas se notaba, entre escaso y tan rubio.
Un nudo se formó en la garganta de Elsa, imaginándose el dolor que sentiría en unos minutos. No importaba lo que había visionado antes. Aunque siendo algo brutal, no conocía a aquellas mujeres, y su lástima estaba supeditada a algo moral e imaginativo. Pero si conocía a Belle, de hecho, la tenía delante. Eso elevaba la congoja a límites insospechados, aún sabiendo de ella muy poco.
La observó gozar, a su pesar, con los incansables lametones del perro. La vio debatirse cuando ya no pudo soportarlos más. La contempló aullar cuando insertó aquel pene animal. Y, finalmente, admiró su entereza cuando se hizo un ovillo para llorar, al terminar su suplicio.
Al menos, su presencia avalaba que aquellas mujeres dejaban en libertad después a sus víctimas. Elsa tenía muchas reservas sobre eso, ya que las tres aparecían a cara descubierta. ¿Cómo controlaban a sus víctimas? ¿Chantaje? ¿Miedo?
Pero, lo más importante de todo… ¿Qué hacía Belle allí, con ella? ¿Era una coincidencia? No, Elsa no creía en ellas. La probabilidad que una de las víctimas del caso que estaba investigando tropezara con ella, en una ciudad como Los Ángeles, era astronómica, una entre millones. Belle estaba allí por un motivo y debía averiguarlo.
Por eso mismo, apagó el portátil y apagó la lamparita.
―           Buenas noches, Belle – dijo, poniéndose de costado.
―           Buenas noches, Elsa.
Elsa tomó la decisión, en ese momento, que Belle debía seguir con ella, a mano, por lo que pudiera descubrir. Tenía que pensar como tomar ventaja de lo que había descubierto y, por otra parte, debía pensar cómo decirle a Belle que lo sabía.
Era evidente que la chica escondía su pasado. Algo totalmente excusable, por cierto. La miró atentamente, amparada por las sombras que la rodeaban. Al otro lado de la estancia, el rostro y contorno de Belle estaban iluminados tan solo por el resplandor de su pequeña pantalla. Sonreía, de vez en cuando, leyendo algo que le hacía gracia, y seguía balanceando sus tobillos en el aire. Aquel movimiento pausado y distraído, agitaba levemente sus nalgas, bajo la braguita de algodón.
“Que hermosa es. Es como un hada surgida de un cuento”, pensó Elsa mientras su mano, inconscientemente, buscaba el camino entre sus muslos. Cuando se dio cuenta, se giró bruscamente, para obligarse a dormir de una vez, pero no lo consiguió hasta mucho más tarde, y resultó ser un suplicio.
DIARIO DE BELLE: Entrada 5 / Fecha: 18-4-…
 ¡No esperaba que dormir en la misma habitación que Elsa pudiera resultar tan duro! Contemplarla así, tan relajada, tan frágil, sobre la cama… Su expresión se vuelve bellísima cuando está dormida. Me he pasado, al menos, una hora mirándola. Claro que también he mirado su tremendo culo (jijijij). ¿Qué me pasa con ella? Apenas la conozco y la tengo siempre en la mente. ¿Qué espero de ella?
Desde que me ha confesado que es lesbiana, no me la puedo quitar de la cabeza.
Me he fugado de casa y me escondo en su apartamento. Bueno, “fugado” es un término subjetivo. Soy mayor de edad. He abandonado la vigilancia de mi tutora, Lana. Así está mejor dicho (o escrito). Lo único que deseo es que me proteja, que me sirva de ancla para poder agarrarme a ella, para poder frenarme en mis pecados… Oooh, ¿tendré valor para confesarme ante Elsa? He cometido tantos…
 Fin de entrada.
Elsa abrió la puerta del frigorífico y, de un vistazo, dio un somero repaso a la escasez de sus provisiones. Medio cartón de leche, un yogurt – posiblemente caducado –, un bote de Ketchup y otro de mostaza, una botella de Merlot, abierta la noche anterior, y un poco de queso, algo reseco. Ahora tenía una invitada, había que reponer existencias.
Belle estaba en la ducha. Elsa se sorprendió cuando, al despertar, descubrió que la joven estaba ya despierta y mirándola. Elsa dormía poco, acostumbrada por su beligerante vida. Con cuatro o cinco horas, siempre que no hubiera consumido alcohol, tenía casi suficiente, pero una chiquilla como Belle necesitaría más horas.
―           ¿Mala noche? – le preguntó, con una sonrisa.
―           No, ¿por qué?
―           Es temprano aún.
Belle se encogió de hombros, la cabeza apoyada en una mano, echada de costado en el cómodo sofá. Sus ojos se entrecerraron cuando Elsa se levantó de la cama y se quitó la camiseta. Sus enhiestos senos, trabajados por el ejercicio, botaron, libres de sujeción alguna.
―           ¡Venga! Me ducho en cinco minutos y todo el baño para ti – la ánimo la detective, entrando en el cuarto de baño.
Mientras los chorros de agua caían sobre su nuca, Elsa repasaba cuanto había visto en el DVD, la víspera. Se reafirmó en su idea de mantener a Belle cerca y sonsacarla más. ¿Los colombianos a los que se refería, tenían algo que ver con la violación? ¿Una red de esclavitud o algo parecido?
Información, necesitaba más datos. Necesitaban comida… Sonrió al llegar a esa conclusión, y cerró el frigorífico. Estaba algo dispersa esa mañana. Elsa era de esas personas que tienen que comer algo al levantarse, pero no había nada apetecible en casa.
Belle salió del cuarto de baño, secándose el pelo con una toalla. Llevaba puesto el albornoz que antes había utilizado Elsa. “También algo de ropa para Belle. No puede llevar gran cosa en esa mochila”, pensó.
―           He pensado que podríamos desayunar fuera e ir de compras. La nevera está más vacía que el ojo de un tuerto – dijo Elsa, con una de sus peculiares bromas. – Y, a lo mejor, te vendrían bien unas cosillas…
―           ¿Cosillas?
―           Gel, un cepillo de dientes, un cepillo suave para ese bonito pelo… un par de camisetas… no sé… ¿Tampones?
Belle se echó a reír, comprendiendo.
―           Salí casi con lo puesto – se excusó la joven.
―           Eso suponía. Si vas a quedarte aquí, un tiempo, mejor será que te acomodes, ¿no?
Los ojos de Belle se agrandaron enormemente.
―           ¿Me quedo?
―           Si…
Sin darle tiempo a reaccionar, Belle saltó sobre Elsa, abrazándose a su cuello. El albornoz se abrió y sus menudos senos se apretaron contra el firme pecho de Elsa, haciéndole tragar saliva.
―           ¡Gracias, muchas gracias!
―           Vístete, que nos vamos.
Belle besó su mejilla y se giró, dejando caer el albornoz con un suave movimiento de hombros. Quedó desnuda en medio de la sala, caminando hacia donde estaba su mochila. Elsa no pudo dejar de admirar aquel cuerpo joven y vibrante, sutilmente perfecto y totalmente tentador. Su cabello mojado tomaba una tonalidad algo más oscura, pegado a la piel de su espalda. Elsa tuvo que darse la vuelta, inmersa en unos sentimientos que la desbordaban.
“¿Qué me pasa? ¿Por qué pierdo el control?”
Belle se vistió ante ella, sin ningún pudor. Unas braguitas blancas y un sujetador que no hacía juego ni de coña. Elsa se mordió una uña. Había que comprarle ropa, seguro. Finalmente, Belle se puso los jeans rotos que traía la noche en que se conocieron, y una camiseta rosa, con la efigie de Silver Surfer sobre su tabla. Se calzó sus deportivas y se giró para mirar a Elsa. Incluso así, la detective pensó que era una diosa.
―           ¡Vámonos! – exclamó la rubita, alegre.
Elsa la llevó al Kat’s Corner, la presentó a Katherine, algo que había hecho muy pocas veces con otras personas, y se atiborraron de tortitas con caramelo. Belle parecía comer a dos carrillos, con ansias, y Elsa se reía.
―           ¡Deliciosas! ¡Madre mía! Nunca había probado… — decía con la boca llena, sin importarle que los clientes de otras mesas la miraran.
―           ¡SSshhh! Niña, con tranquilidad, que te van a sentar mal…
Tras el desayuno, Elsa condujo hasta su oficina. Dejó el destartalado Buick contra la acera, con los intermitentes encendidos.
―           ¿Trabajas aquí? – preguntó Belle.
―           Si. Sexta planta.
Entraron en el vestíbulo.
―           Buenos días, Vicent – saludó Elsa al conserje.
―           Buenos días, señorita Burke.
Johanna estaba quitando el polvo de los cuadros y sillones con un plumerito realmente cursi. Su rostro se alegró cuando vio entrar a Elsa y sus hormonas desarregladas por el embarazo la impulsaron a darle efusivamente dos besazos en las mejillas, sin ni siquiera mirar que no venía sola. Johanna se quedó cortada, con una pierna aún flexionada y las manos sobre los hombros de Elsa, mirando a Belle por encima de uno de ellos.
―           Johanna, esta es Belle, una… cliente. Belle, ella es Johanna, mi secretaria y amiga personal – hizo las presentaciones.
―           Encantada, jovencita – Johanna se subió las gafas sobre el puente de la nariz y alargó la mano. Belle se la estrechó, estudiando a la mulata.
―           Lo mismo digo, Johanna.
―           ¿Algo nuevo? – preguntó Elsa, avanzando hacia su despacho.
―           No, nada esta mañana.
―           Entra, Belle – le indicó Elsa, abriendo la puerta.
―           ¿Quién es? – susurró Johanna en cuanto Belle entró en el despacho de su jefa y cerró la puerta.
―           Una jovencita con problemas. Me la encontré delante de mi puerta. Tenía mi tarjeta. Ha dormido en casa.
―           ¿Te has convertido en ONG? – el tono de Johanna quiso ser sarcástico, pero no podía ocultar que estaba molesta.
―           Aún no. Tiene que ver con el caso de Ava Miller.
Johanna quedó sorprendida y numerosas preguntas se le agolparon en la garganta.
―           Aún no tengo nada seguro. No es momento para hablarlo – la interrumpió Elsa, que la conocía como a una hermana. – Tengo que hacer unas compras. Si hay algo, me llamas.
―           Claro, Elsa.
Entró en su despacho. Belle estaba admirando la foto de Elsa sobrela Harley.Giróel cuello para mirar a la detective.
―           ¿Es tuya? – preguntó por la gran motocicleta.
―           Ya no la tengo. La destrocé en el desierto – dijo Elsa, con un suspiro.
―           Te veías muy bien sobre ella, como si hubieses nacido para eso.
―           Eso me han dicho en varias ocasiones – sonrió Elsa, tomando su mochila y comprobando su Beretta.
―           ¿Hace falta eso? – le preguntó Belle, señalando el arma.
―           Es mi trabajo, jovencita. Uno no anda por una obra sin casco, y yo no ando por ahí sin armas. ¿Te molesta?
Belle negó con la cabeza y dirigió su atención hacia el mapa urbano de la pared.
―           Bien. Vamos a cambiar de coche.
―           ¿Cuántos tienes? – Belle la había visto con otro coche cuando fue a la mansión.
―           Ya los verás – sonrió.
―           ¿Todos son tuyos? – se impresionó la joven, cuando Elsa la introdujo en el cobertizo de la chatarrería.
―           Si, aunque no están a mi nombre. Así no me pueden descubrir cuando hago seguimientos y vigilancias. Eddy, el dueño de esta chatarrería, me avisa cuando recoge algún vehículo que puede darme resultado. Lo arreglamos, lo camuflamos, lo mejoramos, y lo damos de alta, a nombre de algunos amigos comunes. Es como un almacén privado.
―           ¡Es brutal! – se rió la joven. – Al menos hay diez coches.
―           Si. Hoy vamos a conducir el BMW…
Ese ni siquiera estaba a la vista, sino bajo una lona marrón que Elsa retiró. El coche no estaba abollado como los demás, y aunque era un modelo antiguo, parecía en muy bueno estado. Se trataba de un BMW E34, 520i, de 1992. Era una de las joyas del parque móvil de Elsa. Un coche duro, resistente, y potente, con gran capacidad y muy seguro.
Elsa arrancó, escuchando el potente motor que casi la erotizaba. Saludó con una mano a los perros que le ladraron y a Eddy, que se encontraba en la cabina de la grúa magnética. Puso rumbo a Rodeo Drive y sus famosas tiendas. Belle, a su lado, bajó la ventanilla y conectó la radio.La KZROcobró vida desgranando las notas de “Good morning little schoolgirl”, de los Allman Brothers Band. Era la emisora preferida de Elsa. Blues & Rock. Como decía Eddy, “la música celestial que se escucha en el infierno”. Sonriendo, Belle agitó la cabeza al rimo del endiablado “riff” de la canción. ¡Esto era vida!
Elsa, a media mañana, se dijo que tenía el síndrome de mamá. Se había gastado un buen puñado de dólares en Belle, tantos que ya no llevaba la cuenta, y se divertía incluso más que la joven. La tarjeta VISA de oro de la detective echó humo.
Le compró ropa interior divertida y sexy. Dos pares de zapatos y unas pantuflas. Varias faldas, de distintas larguras, un par de pantalones cortos, puede que muy cortos, y otros largos. Camisetas y blusas, unas gafas de sol, una gorra y un sombrero tejano del que se encaprichó Belle, desde el primer momento. También compraron artículos personales, como gel, champús, cremas, cepillos dentales, esponjas, cepillos para el pelo, algo de maquillaje, coleteros y felpas, y otros artículos de higiene íntima.
―           Te reembolsaré todo esto, Elsa. Te lo prometo – le dijo Belle, besándola en una mejilla, en el interior de un probador.
―           No hace falta. Lo hago con mucho gusto. Es como vestir a una muñeca – se rió Elsa.
―           ¿Qué pasa? ¿No jugaste suficientemente a las muñecas cuando niña?
―           No, yo era más bien de vapulear a los niños.
―           ¿Marimacho? – soltó Belle, con una carcajada.
―           Mucho – dijo Elsa, hinchando el pecho.
―           ¿Me sienta bien? – preguntó Belle, refiriéndose a la túnica ibicenca que se estaba probando.
―           Estás perfecta. ¿La quieres?
―           Pero… ¡si no voy a ir a la playa, ni de fiesta nocturna!
―           Eso no se sabe nunca. Siempre te la puedes poner en la terraza, para provocar a Bernard.
Las dos salieron del probador entre carcajadas.
Una hora más tarde, estaban en un supermercado, camino del ático, comprando suministros. Tuvieron que dar dos viajes desde el maletero del coche al ascensor, llenándolo de bolsas. Elsa jamás compró tanto en una sola tarde.
DIARIO DE BELLE: Entrada 1 / Fecha: 19-4-…
 ¡Cuánto nos hemos divertido las dos comprando! ¡Ha sido genial! Como si fuera mi hermana mayor. Bromeamos, nos reímos, y ganamos confianza a cada minuto. Era como una droga, no quería parar. Me ha tocado un par de veces la cintura y casi pierdo la facultad de hablar, al sentirlas. Elsa me excita como nadie lo ha hecho antes.
 Fin de entrada.
Hacía una noche preciosa y Elsa decidió organizar la cena en la terraza de casa. Quitaron las hamacas y sacaron la mesa extensible entre las dos, junto con unas sillas. Belle se ocupó de adornar la mesa. Encontró servilletas de hilo, pero no cubiertos buenos. Colocó velas y sándalo, así como mantel Burdeos. Elsa preparó unos mariscos marinados con ron y especies, y cuatro grandes tostadas de pan moreno con aceite de oliva, ajo, tomate frotado, y rosbif de venado. Abrió una botella de Pinot Blanc y la dejó airearse un poco.
Elsa envió a Belle a cambiarse, al cuarto de baño, mientras ella lo hacía ante su armario. Escogió una larga túnica africana, de seda y con muchos motivos coloristas. Al minuto, Belle surgió del baño, vistiendo la túnica ibicenca blanca, que pegaba a su cuerpo con un ancho cinto de cuero, lo que hacía que la túnica quedara mucho más corta.
―           Estás preciosa – murmuró Elsa, mientras le hacía dar un par de vueltas a la chiquilla. – Pareces un ángel del Señor…
―           Muchas gracias. En cambio, tú pareces una reina vampiresa – alabó la rubita, mirando como la larga túnica de Elsa, modelaba sus agresivas caderas y sus duros pechos.
―           Entonces, ten cuidado, podría morderte en cualquier momento – río Elsa.
―           Promesas, promesas…
Se sentaron a la mesa, frente a frente, y la detective sirvió dos copas de vino.
―           Aún no tengo edad para beber – informó Belle. – Podrían acusarte de corrupción de menores.
―           En mi casa, esas leyes idiotas no tienen validez. Si una mujer puede amar y tener un hijo, con esa edad, ¿cómo es que coartan su libertad para beber? Es de hipócritas…
―           Tienes toda la razón – asintió Belle, aceptando la copa.
―           Brindo por conocernos mejor – propuso Elsa.
―           Por conocernos mejor – coreó Belle, entrechocando su copa.
Hablaron sobre creencias religiosas, sobre derechos fundamentales, sobre fantasmas, y hasta sobre la derogación de las corridas de toros en Cataluña, mientras comían gambas, cañadillas, y almejas machas. Chupeteaban sus dedos como arpías golosas y vaciaron la botella, entre risas y brindis. Devoraron las crujientes tostadas, regodeándose con la mezcla de sabores.
Belle estaba en la gloria. Nadie la había tratado nunca como lo hacía Elsa, como una mujer adulta y deseada. Ella hacía lo imposible por devolverle cuanto podía a la detective, pero no tenía su experiencia, ni su temperamento. Se quedaba arrebolada, escuchándola; sorbiendo el conocimiento que destilaba cada una de sus palabras.
―           Ven… — le pidió Elsa, alargando su mano hacia ella. – Vayamos a tomar el postre, dentro… Ya hemos divertido bastante a Bernard.
Belle se sofocó y dejó escapar una risita. Sobre la encimera de la cocina, había una ensaladera mediana, con varias frutas peladas y cortadas en su interior. Elsa había añadido un yogurt blanco, algo de nata, dos cucharadas de azúcar, y un buen chorreón de ron y de Cointreau, así como una pizca de canela. La había dejado reposar durante la cena y ahora parecía en su punto. ¡Voilá! ¡Una macedonia Mikonos! Se lo había enseñado un compañero marine, de ascendencia griega, para utilizar las frutas que se maduraban demasiado.
Se sentaron sobre la cama, las piernas cruzadas al estilo indio, con las rodillas asomando por las aperturas laterales de la túnica, en el caso de Elsa, o bien casi totalmente al aire, en el caso de Belle. La ensaladera en medio de las dos, que no cesaban de meter sus cucharas en la dulce mezcla blanquecina.
A los pies de la cama, sobre un viejo cofre del ejército confederado que Elsa tenía para guardar las mantas y ropa vieja, el portátil estaba abierto, mostrando una vieja película de Grace Kelly: Crimen perfecto. Las chicas la miraban de vez en cuando, pero sus ojos siempre volvían a admirar a la que tenía al lado.
―           Elsa… nunca he conocido a alguien como tú – musitó Belle, casi hipnotizada por los ojos violáceos de la detective, que, en aquella penumbra y con el reflejo de la película en blanco y negro, adquirían un brillo sobrenatural.
―           Sssshhh… calla y bésame, niña… — le respondió Elsa, muy bajito, inclinándose sobre ella.
Belle abrió sus labios y recibió la húmeda y roja boca. Aún sabía a macedonia, pero su aliento era espeso y dulzón, algo animal. Elsa estaba muy, muy excitada. Llevaba luchando con este impulso todo el día. Se decía que no debía, que no era ético. Pero, en el fondo, sabía que acabaría así. Belle no era su cliente, era una pieza del puzzle, y, como tal, tenía que darle vueltas, de una y otra manera, hasta que encajara.
Sin embargo, escucharla, sentirla, comprenderla, y, sobre todo, contemplarla, había desatado en ella una pasión desconocida y virulenta, que amenazaba con echar por tierra todo cuando había ideado.
Se hundió en aquella boca deliciosa, en aquella ambrosía que representaban unos labios juveniles, tersos, e inexpertos como los de Belle. Aspiró su aliento, su lengua, su saliva, como un poderoso maelstrón marino, toda sentimientos, toda lujuria.
Belle gimió en su boca, arrastrada por una pasión descomunal, que nunca antes experimentó. Tembló entre los brazos de la detective que, finalmente, la abrazó, acunándola contra su potente pecho. Belle era como un pajarillo indefenso, caído del nido y sin nociones de vuelo. Solo podía abrir su boca y piar, pedir con su lengua, y aceptar lo que caía en el interior de su pico.
Cuando Elsa se retiró, Belle jadeaba. Buscaba oxígeno con urgencia, aturdida por la misma pasión sofocadora. Elsa aprovechó para depositar la casi vacía ensaladera en el suelo. Entonces, alzándose sobre sus rodillas, sacó la túnica por encima de su cabeza, estirazando totalmente sus brazos.
El corazón de Belle redobló su ritmo. Elsa no llevaba absolutamente nada debajo de aquella larga tela de seda. Su cuerpo desnudo relució bajo la escasa luz, formando un sensual conjunto de sombras que parecían ondular, atrayéndola.
Cuando las manos de Elsa se posaron sobre las caderas de la rubita, ésta levantó las manos y dijo simplemente:
―           Soy tuya, Elsa… tuya para siempre…
Y Elsa sacó su blanca túnica de la misma forma, tapando su rostro por un segundo. Belle si llevaba ropa interior, aunque solo fuera una sucinta braguita de satén blanco. La detective deslizó un dedo por uno de sus encantadores pechitos, descendiendo suavemente como un solitario y valiente explorador, hasta golpear levemente el endurecido pezón rosado.
―           Aaaahh…
Más que un suspiro, fue su aliento el que se escapó, como si la abandonara su alma inmortal e invisible. En un lenguaje sin palabras, aquel leve quejido, venía a significar su rendición más incondicional, la entrega más abyecta que un ser humano puede imaginar. Pero, de eso, Elsa aún no sabía nada, y se limitó a pasar el dedo por el otro pezón, tan duro como su hermano.
Veinte segundos más tarde, aquel dedo acarició la suave tela de la braguita, descubriendo que estaba totalmente humedecida y que el flujo ya se deslizaba por la cara interna de los muslos, dada su intensidad.
―           Dios santo, chiquilla, como te mojas… — se asombró Elsa.
―           Gggllll… isss…– farfulló Belle, los ojos entornados.
Elsa la observó. Apenas la había tocado. ¿Se había corrido y ella no se había dado cuenta? Tal humedad no era normal, y no olía a orines. La obligó a recostarse y le sacó la braguita. Con una sonrisa, Elsa se dijo que debía reconocer el terreno de más de cerca. Separó las esbeltas y largas piernas, que se quedaron algo dobladas, pero apoyadas en la sábana, y echó un buen vistazo a ese casi imberbe coñito, que la atraía locamente. Rosado, estrecho, casi infantil, perlado de humedad, y empenachado con un manojito de vello corto y muy rubio. Una delicia en la que no pudo resistir meter un dedo. El coñito lo tragó con avidez, sin molestia alguna.
“Bien, parece que no solo entró el dogo aquí dentro”, se dijo Elsa, emparejando otro dedo.
Arrancó otro dulce quejido a la chiquilla. Una mano le tiró suavemente del pelo. “No solo quieres los dedos, ¿verdad?”. Aplicó su lengua sobre el hinchado clítoris, apretando sobre él. La rubita silbó como una serpiente atrapada, contrayendo las caderas.
―           No…me…dejes…por favor… cómeme…toda…Elsa – imploró con voz de niña.
Aquella voz tuvo un efecto explosivo sobre Elsa, la cual se lanzó a devorar toda aquella pelvis con tal ardor que gruesos goterones caían sobre la sábana. Belle agitaba las caderas, su pubis temblaba con cortos espasmos, y sus puños aferraban la ropa de la cama, con mucha fuerza. Giraba su rostro a un lado y a otro. Los ojos cerrados, la boca abierta en una mueca. De vez en cuando, musitaba algo, que a Elsa le costó entender:
―           Así…así…muerde a tu…perra…solo soy…una guarraaaaah…una putilla que no…se…merece nada…aaa…
Elsa aventuró uno de los dedos que tenía metidos en el coño, en el culito. Entró sin apenas esfuerzo, como si aquel ano estuviera muy acostumbrado a recibir intrusos. Sin embargo, Belle se tensó entera cuando sintió ese apéndice en su interior. Colocó la planta de sus pies sobre los hombros de la detective, y sus manos aferraron la nuca, al mismo tiempo, curvando la espalda hacia delante para mirar a los ojos de Elsa. Ésta se vio apresada contra el coño de Belle y la miró, sorprendida.
―           ¡Otro! ¡Mete otro… por favor…! Méteme otro dedo… en el culo… y me correré… en tu… bocaaaaaa… — exigió roncamente.
Dicho y hecho. Índice y corazón traspasaron el esfínter y Belle explotó, soltando un chorrito de lefa sobre los labios de Elsa. La limpió enteramente, durante varios minutos, dándole tiempo a que se recuperara. Después, se tumbó a su lado, acariciando la blanca piel del vientre, mirándola a los ojos.
―           Dios, Belle… ¿Cómo…?
―           Por favor, no me preguntes ahora… sino, no podré acabar de amarte… por favor – su mirada era tan suplicante como su tono.
Elsa cabeceo, pero solo era un aplazamiento. Tendría que contestar a muchas preguntas. Belle se subió sobre ella, besándola en el cuello, en los labios, en los hombros, y, por fin, en los senos. Se atareó sobre ellos, sin prisas, durante mucho tiempo, poniéndolos tan erectos y duros, que, con solo soplar sobre ellos, la hacía gemir. Después, aplastaba los pezones duramente con sus pulgares y Elsa aullaba.
Metió un esbelto muslo entre las piernas de la latina, con tal pericia que el muslo absorbió rápidamente la hinchada vagina de Elsa. Se frotaban, cada una contra el muslo de la otra, incrementando las febriles sensaciones. Al mismo tiempo, Belle dejaba caer palabras en su oído, palabras que atenazaban la garganta de Elsa y añadían fuego líquido a su coño.
―           Voy a ser… tu esclava… me arrastraré bajo tu escritorio… para lamerte el coño… cuando estés trabajando… Solo comeré… de tu vagina… día y noche… Podrás pagar… con mi cuerpo… entregarme a quien desees… a esa Johanna… que te come… con los ojos… Me convertiré en tu puta… en la perra que saques a pasear… los domingos… Me quedaré preñada para ti… Sé mi dueña… por favor… Te quiero… Te amo… Elsa…
Elsa no pudo contestarle, ni si, ni no, ni bueno, ni malo. No dejaba de correrse, sin parar, dos, tres orgasmos encadenados. Aquellas palabras, el tono ronco, el murmullo de total confesión, el roce de los muslos, la calidez y aroma de su cuerpo… todo ello activó uno orgasmo detrás de otro, dejándola sin aire, sin fuerza, sin neuronas en el cerebro…
Solo podía abrazarse a ella y babear.
Belle había demostrado que no era una chiquilla indefensa y necesitada. Belle era algo desconocido, un ser primario y lleno de experiencia que no correspondía con su edad. Un enigma…
Los ladridos volvieron a resonar, cercanos, pero lejanos a la vez. Belle gruñó, el rostro enterrado en la almohada. ¿Por qué no se callaba ese perro? ¡Qué alguien matara a ese chucho cabrón! Abrió un ojo. Aún era de noche. Elsa estaba dormida, a su lado, desnuda y ofreciéndole su ilustre trasero.
El perro ladró de nuevo. Giró los ojos hacia el arcón de los pies de la cama. ¿Era una película? Gruñendo, Belle se arrastró para cerrar el portátil, pero sus dedos se quedaron a centímetros. ¡Ella conocía esa sala acolchada! ¡No era una película!
Se quedó de rodillas, allí plantada, contemplando como un hombre llevaba a cuestas una chica, con una bolsa en la cabeza. Su boca se abrió, desmesurada, cuando se vio a si misma, gritando y pataleando, al retirar la capucha.
Aquel perro no callaba. ¡Maldito! ¿Qué era todo aquello? ¿Quién eran aquellas mujeres? ¿Por qué no recordaba nada de eso?
Nota que una mano se posa sobre su hombro, desde atrás.
―           ¿Quién eres, Belle? – le pregunta Elsa, suavemente.
                                            CONTINUARÁ…
 

Relato erótico: “Burke Investigations (04)” (POR JANIS)

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El caso del perro violador. Capítulo 4.
El rostro de Belle era la pura representación de la sorpresa. Se veía en aquella grabación, desnuda y atada; se oía gritar y suplicar; incluso reconocía su propia forma de correrse. Comprobó que estaba más joven, más niña. Hacía unos años de aquella grabación.
Elsa se inclinó y pausó la escena. Belle quedó con los ojos fijos en la imagen estática. El gran dogo tironeaba de su miembro anudado, intentando sacarlo de la vagina dela Belleaniñada, que aullaba, agitando la cabeza, contra el suelo acolchado.
―           ¿Cuándo pasó? – preguntó suavemente Elsa.
―           No… no…
―           ¿Dónde se encuentra ese sótano?
Belle meneó la cabeza, incapaz de pronunciar nada.
―           ¿Quién te llevó allí? ¿Conoces a esas mujeres?
―           ¡NO LO SÉ! – exclamó finalmente, como si sacara la cabeza del fondo de un estanque para poder respirar. — ¡No recuerdo esto!
Elsa la miró. Aquellas lágrimas eran reales, no era una actuación. La tomó de los brazos y la estrechó contra su pecho desnudo, calmándola, murmurándole, casi cantándole palabras tranquilizadoras, hasta que la chiquilla se quedó adormilada entre sus brazos.
Con la modorra, llegó el sueño, y con el sueño, el recuerdo esquivo. Belle se acordó de aquel rostro que la asustaba, que la persiguió tantas noches en turbias pesadillas que no recordaba. El hombre de los dientes de oro.
Despertó sobresaltada. Estaba acostada en la cama de Elsa, seguía desnuda, pero estaba cubierta por la sábana. La detective estaba sentada en el sofá, frente a ella. Se había colocado una camiseta sobre su cuerpo, pero nada de ropa interior. Repasaba, quizás por centésima vez, la grabación. No iba a confesar jamás que se humedecía cada vez que la veía. Miró a la chiquilla.
―           ¿Te encuentras mejor? – le preguntó.
Belle meneó la cabeza, negándolo. Tenía los ojos enrojecidos y las mejillas mojadas. Incluso durmiendo había estado llorando.
―           Recuerdo… un hombre…
―           ¿Si? ¿Sabes su nombre?
La chiquilla negó de nuevo con la cabeza.
―           Tiene dientes de oro y sus ojos son fríos y duros – le describe. – Solo le vi una vez.
―           ¿Es este? – Elsa le buscó en la grabación, pausando la imagen.
Belle se levantó y acudió a su lado, arrastrando la sábana, que portaba como una larga capa. Se estremeció al ver el odioso rostro.
―           Si, es él…
―           ¿Cuándo le viste la cara? ¿En qué sitio? – preguntó ansiosa Elsa. ¿Dispondría de una nueva pista?
―           En mi colegio.
―           ¿En tu colegio? – se asombró la detective. — ¿Cuánto tiempo hace de esto? ¿Qué recuerdas? ¡Por Dios, Belle, necesito saberlo!
―           Hace… hace tres años… tenía quince… Estudiaba en el colegio católico Melvin, de Pasadena. Ese es el uniforme – señaló con un dedo la pantalla.
―           Sigue. Sitúate como si estuviera pasando.
―           Habían anunciado un nuevo taller de alfarería y todas estábamos entusiasmadas… me dirigía allí… no lo vi escondido…
―           Sigue, Belle, casi lo tienes.
―           Debajo de las escaleras… en el viejo patio. Estaba ese hombre esperando… esperándome… con esos dientes de oro. ¡Allí le vi! ¡Allí me atrapó!
―           ¿Qué más recuerdas, Belle? Haz un esfuerzo.
La chiquilla negó con la cabeza. Se asomó a la terraza, llevando siempre la sábana sobre ella. Ya no había luna, estaba por amanecer.
―           Todo es confuso. Creo que me drogó. Recuerdo un pañuelo o algo así, sobre mi boca. Pero no me acuerdo de nada más, y menos de… ¡ESO! – señaló la escena congelada, en ese momento en la pantalla, como si fuera una imagen de la película El Exorcista.
―           Tranquila, pequeña, ya no te puede hacer daño.
―           Pe-pero… me la metió… ¡Ese puto perro me metió su asquerosa polla! – estalló.
Elsa la contempló, pensando en todas las cerdadas que Belle había pronunciado, horas antes, al borde del orgasmo. De acuerdo que saber que la había violado un perro no era para dar saltos de alegría, pero… ¿cómo podía ser tan modosa ahora cuando la había hecho correrse como nunca, un rato antes? ¿Es que tenía un desarreglo mental? ¿Doble personalidad? ¿Trastorno bipolar?
Elsa no era una experta en estos temas, pero cabía la posibilidad. Lo único cierto era que Belle era una víctima, en cualquier caso, y que no podía pedirle más ayuda que la que podía recordar. Elsa estaría a su lado, para protegerla y para cuidarla. La atrajo hasta sentarla a su lado, acunándola y besándole el rostro. Supo calmarla, arrullándola con su voz, contándole lo primer que se le pasó por la cabeza, para que su mente no volviera a ese punto. Le habló incluso de una de sus misiones en Pakistán, sin importarle revelarle datos militares. El caso es que la respiración de Belle se serenó hasta el punto de empezar a dar cabezadas cuando el sol apuntó desde el este.
Elsa llamó a Ava Miller, mientras conducía hacia Pasadena. Le informó que no tenía más pistas sobre el paradero del DVD, y que, desgraciadamente, debería cerrar el caso. Ava le pidió que siguiera investigando un poco más, por si surgía algo nuevo que posibilitara recuperar lo que deseaba.
―           Como quiera. Es su dinero – alzó el hombro de la mano que manejaba el volante del BMW.
El colegio privado era mixto desde diez años atrás. Todos vestían uniformes. Las chicas las faldas azules, los chicos pantalones del mismo color. Las camisas blancas eran indistintas para ambos sexos. Zapatos negros y corbatas rojas, estrechas. Algunos alumnos portaban sobre los hombros, o atados a la cintura, livianos jerseys azules, como complemento. Elsa no tenía apenas datos que le permitieran meter las narices en los archivos del colegio, pero si podía hablar con los conserjes. Estos tipos suelen ser las mejores fuentes de información, pues suelen estar en el meollo de los problemas. Quizás es algo que viene con el cargo…
Le costó una sonrisa y un billete de veinte pavos. Un viejo conserje, de sonrisa algo desdentada, se acordaba de todo, hasta de las medidas de Marilyn Monroe, que en paz descanse. Una niña desapareció tres años atrás, en febrero. Él estaba en el colegio, y se acordaba. Y si, se acordaba también del taller. Nunca se llegó a realizar, ni siquiera se impartió su clase de inauguración, pero todo estaba preparado, incluso los palés con los bultos de arcilla habían llegado esa misma mañana. Era un taller anunciado como tarea alternativa, pero se retiró el mismo día, cuando llegó la policía para investigar la desaparición de la niña.
Luego, una semana más tarde, la niña apareció. Se había escapado de casa, una travesura.
―           ¿Volvió a este colegio? – preguntó Elsa.
―           No, porque sabría quien es. Debía ser de las más jóvenes, porque no recuerdo su rostro y yo tengo una memoria excelente para las chicas guapas – casi babeó al decir aquello.
Aquel taller escamaba el instinto de sabueso de la detective. ¿Por qué se suspendía una de esas actividades en un colegio privado, donde no faltaba el dinero? Solo por dos motivos: uno, no se presentaba ningún alumno; dos, el profesor no aparecía…
Solo necesitaba hacer unas cuantas preguntas a la secretaria del colegio y enterarse quien fue ese monitor de alfarería. No le costó otro billete, pero si varias sonrisas a una madura cacatúa que la devoró con los ojos. Pero tenía un nombre: W. Tythos. Elsa lo había escuchado con anterioridad, pero no recordaba dónde, ni cuando. Tendría que buscarlo en Google.
DIARIO DE BELLE: Entrada 2 / Fecha: 20-4-…
 
He visto todo el contenido del DVD. He visto mi escena seis veces, pero no recuerdo nada. Ni esas mujeres, ni el perro, solo la cara del tipo de los dientes de oro. Cuantas más veces la veo, más morbo me da. Me he masturbado dos veces… Ya no me asusta, ni me preocupa. Como dice Elsa, ya ha pasado, no me puede hacer daño, pero ver como me embiste esa bestia, como se hincha su pene en el interior de mi… ¡Dios! Tengo la piel erizada.
Incluso esas mujeres que me violentan, que introducen sus dedos en mi interior… ¿Será ese el verdadero motivo que ha condicionado mi vida, antes de que ocurriera todo lo demás? ¿Por eso me gustan las mujeres?
Bueno, debo decir que ese cacho de perro me violó y no por eso me gustan los chuchos. No sé qué pensar, salvo que deseo que Elsa esté ya de vuelta. Me siento vacía sin ella. Sabe que le oculto cosas. No es tonta. Al contrario, es la persona más inteligente que he conocido, pero no me presiona, deja que todo surja en su momento.
Quiero amarla de nuevo. Joder… otro dedito más…
Fin de entrada.
―           Wassy Tythos… sabía que te conocía – musitó Elsa, ante una de las pantallas del Centro Hamsson para Jubilados.
Era un artista plástico, así se llamaban ahora los escultores, que estaba tomando relevancia. Parecía que, en estos dos últimos años, había encontrado un mecenas que le estaba sacando de su mediocridad.
¿Así que este artista había estado a punto de dar una clase de cerámica a unos jovencitos? ¿Qué sucedió? ¿Una brutal resaca que le impidió cumplir con su compromiso?
―           ¿Encuentras lo que buscabas, muñeca? – le preguntó el octogenario que estaba a su lado, intentando ver algo más que el canalillo de sus senos.
―           Si, casi he acabado, señor Thorne. Ha sido usted muy amable de dejarme su puesto – contestó ella, sonriéndole.
―           Por ti, lo que sea, Elsa. Me recuerdas tanto a mi Judith…
Elsa buscó el nombre del patrocinador de Tythos, pero no lo encontró, pero supo que era la tercera vez que exponía obras en la galería ArteMisa. ¿Eso podía significar algo? Puso el nombre de la galería en el buscador y supo que estaba en Hollywood, y que pertenecía a un grupo de inversiones llamado Dekstron Inc.
Bueno, algo era. Tenía que llamar al Barón y averiguar quien estaba detrás de aquel nombre empresarial. El hacker chino le debía un par de favores aún.
―           Muchas gracias por su amabilidad, señor Thorne – le dijo Elsa, levantándose de la silla y dándole un besito en la calva.
―           Nada, querida, cuando quieras vuelves a visitarme – la abrazó el viejales, abarcando algo más que su cintura con las manos.
Una rápida visita a la galería ArteMisa no da resultados. Las obras del artista, algo infantiles según el gusto de Elsa, llenan parte del gran local, pero no hay ni rastro de Tythos. Intentar conseguir su dirección no sirve de nada con el maduro y agitado gay que dirige la sala de exposición.
―           Le puedo dar su número de teléfono, señorita, o bien, puede pasarse por aquí esta noche. El señor Tythos da una charla sobre arte y pasión – le dijo el gerente, señalando un cartel con la foto del artista.
Por fin, una noticia interesante. Elsa se acercó al afiche, contemplando bien el rostro, y sonrió, girándose hacia el hombre.
―           Nos veremos esta noche – se despidió.
Elsa aparcó el coche y llamó a Johanna. Estaba ante el inmueble que contenía su ático. No tenía recados urgentes.
“Bien. Necesito concentrarme en este follón.”
Belle estaba tirada en la cama, viendo la tele, y solo llevaba un batín corto de Elsa sobre su cuerpo. Al ver a la detective, se puso en pie, y se acercó a ella, con la cabeza baja, avergonzada.
―           ¿Qué te ocurre, niña?
―           Elsa, yo…
Elsa la tomó de las manos, intentando que levantara la cabeza y la mirara.
―           Me siento tan… llena de vergüenza – musitó finalmente, con los celestes ojos muy húmedos.
―           ¿Por qué? Tú no tienes la culpa de nada.
Elsa abrió los brazos y Belle se refugió entre ellos, sintiéndose a salvo del mundo, arropada por la fuerte personalidad de la mujer. Besó la mejilla morena y estuvo a punto de darle un lametón. Se contuvo.
―           Vamos, vístete. Te llevaré a almorzar – Elsa le hizo dar media vuelta y le palmeó suavemente el trasero, haciéndola reír.
Devoró a la joven con los ojos, admirándola mientras se vestía. A cada día que pasaba, Elsa estaba más enganchada a esa jovencita, y se asustaba de la fuerza que estaban tomando esos sentimientos. No podía apartar la mirada de esas largas piernas, de esos rutilantes cabellos que destacaban como hilos de oro blanco. Quería aspirar esa juventud y belleza que se desprendían de ella.
Parpadeó, obligándose a apartar la mirada mientras la chiquilla se colocaba unos shorts muy cortitos y estrechos, rojos, y una camisita blanca, de manga sisa y cuello chino. Se calzó unas de las nuevas sandalias compradas la víspera y pasó al cuarto de baño a retocar sutilmente su imagen, con un poco de lápiz de labios.
―           ¿Dónde me llevas? – preguntó Belle, una vez en el coche.
―           Vamos al puerto deportivo de Torrance. ¿Te gusta el tiburón?
―           No lo sé.
―           Bien. Vas a probarlo hoy.
El sitio resultó ser una gran terraza, abierta al mar, en los mismos muelles deportivos. Grandes sombrillas de paja ofrecían sombras a las numerosas mesas y los clientes almorzaban entre balandros y yates. Belle quedó encantada con el restaurante y miraba de reojo a la gente elegante que comía a su alrededor. También era consciente de los ojos que estaban clavados en sus piernas desnudas, pero eso le gustaba; le encantaba saberse deseada y estar al lado de Elsa.
Dejó que Elsa pidiera por las dos, mientras ella admiraba a la detective. Hoy se había vestido con unos apretados jeans que ceñían sus caderas como un guante. Una camisa de corte masculino, en un tono tostado, estaba lo suficientemente abierta como para mostrar un buen canalillo, para acabar remetida en los jeans, bajo un ancho cinturón de piel de serpiente. Como siempre que trabajaba, Elsa calzaba deportivas y, a veces, botas militares.
Elsa estaba sentada al sol, con sus gafas oscuras ocultando sus maravillosos ojos, lo que molestaba un tanto a Belle, quien había preferido la protección de la sombrilla, dada la claridad de su piel. A cada hora que pasaba a su lado, Belle estaba más segura que Elsa era la mujer de su vida, y elaboraba cien planes distintos para sincerarse con ella. Deseaba hacerlo, mejor dicho, necesitaba hacerlo. Contarle la verdad a Elsa era indispensable, pero, a la vez, demasiado traumático. Belle se sentía morir de vergüenza cuando pensaba seriamente en ello. Por eso mismo, aplazaba este acto una y otra vez.
―           Ya sé que no me contestaste cuando te lo pregunté, pero me intriga… — dijo la chiquilla, colocando sus gafas de sol sobre a cabeza.
―           ¿Qué cosa?
―           Que si habías matado a alguien.
Elsa esperó a que el camarero depositara su cerveza yla Pepside Belle en la mesa, y se alejara, para responder.
―           No como detective, pero si como policía y como soldado. Pero nunca hubo nada personal, siempre fue en defensa propia, o bien cumpliendo órdenes. No te voy a decir un número, Belle.
―           Está bien. Es suficiente.
―           ¿Por qué tienes tanto interés en saberlo?
―           No lo sé… no hago más que darle vueltas a esos tipos que me buscan…
―           ¿Los colombianos?
―           Si. Necesitaba saber si puedes defenderme. Eso es todo – la chiquilla bajó la mirada.
―           No te preocupes. Sabré defenderte.
―           Mi bello caballero – sonrió Belle, dando un trago a su refresco.
―           ¡Jajaja…! ¿Me quitarás la armadura esta noche?
Belle le sacó la lengua y calló, pues el camarero se acercaba con su pedido. Tiburón asado, acompañado de una salsa de algas y almejas, sobre un lecho de hojaldre.
―           Huele bien – opinó Belle, inclinándose sobre su plato.
―           La carne tendrá un ligero regusto a leña, al haber sido asada en un espetón, mézclala con la salsa a cada bocado – recomendó la detective.
Belle tuvo que admitir que era un bocado exquisito, aunque tuvo que acostumbrarse al sabor un tanto acre de la carne. No había molestas espinas como en otros pescados, y la salsa estaba deliciosa. Belle no dejaba de hacerle preguntas sobre su vida y su trabajo, demostrando gran curiosidad. Llegaron a los postres muy animadas, y pidieron un pudding de nueces, regado de crema Chantilly, para compartirlo.
―           Hay una pregunta que me ronda la cabeza – dijo Elsa, de repente, tras una pequeña lucha de cucharillas para atrapar más nata.
―           ¿Si? – contestó la chiquilla, llevándose el trofeo a la boca.
―           ¿Te dedicaste a ser modelo después de salir del colegio privado, o bien ya estabas en eso mientras estudiabas?
A Belle no le gustó el tono de esa pregunta. Parecía lógica e inocente, pero Elsa la miraba fijamente. Soltó la cucharilla en el plato.
―           No volví nunca a ese colegio. Estuve enferma, con una neumonía. Mamá me ingresó en el hospital. Ahora que he visto esa grabación, supongo que la neumonía pudo ser una excusa, una invención. Seguramente, revisaron mis heridas o algo así. El caso es que mi madre me explicó que había estado muy enferma y que debía estar bajo su observación algunas semanas. Contrató una profesora particular y estudié en casa. Mamá fue quien me presentó a unas pruebas fotográficas para hacer de modelo, un poco después.
Elsa cabeceó, satisfecha con la explicación.
―           Así que tu madre se gana bien la vida, ¿no?
―           Supongo, ¿por qué lo preguntas?
―           Me has dicho que tu padre es marino y que llevas dos años sin verle. La pensión que puede pasarle a tu madre no puede cubrir un colegio privado, ni clases particulares. Así que tu madre es quien consigue los ingresos para casa…
―           Y, como trabaja con colombianos, piensas que es una narcotraficante, ¿no? – dijo Belle, mordaz.
Elsa alzó sus hombros.
―           Eres tú la que ha llegado a esa conclusión – dijo Elsa, alzando la mano y llamando al camarero. – La cuenta, por favor.
―           No sé lo que hace mi madre, pero ya lo había pensado…
―           Chica lista. ¿Te apetece asistir a una charla sobre arte esta tarde?
―           ¿Arte? – se extrañó la joven.
―           Si, escultura.
―           ¿Eso te da morbo?
Elsa estalló en carcajadas, en el momento en que el camarero traía la factura. Entregó su tarjeta y miró a Belle.
―           No, ya eres lo suficientemente morbosa por las dos, nena. Es un asunto laboral pero no me gusta ir sola a un acto social, destaco demasiado.
―           Ah, pues entonces iremos. ¿Hay que ir de gala?
―           No, solo vistosas – se rió de nuevo la detective.
Elsa tenía un hombro apoyado en una de las estrechas columnas de metal que aguantaban el techo en cúpula de la galería ArteMisa. Junto a ella, Belle sostenía una copa casi vacía de cava en una mano, y con la otra jugueteaba con los dedos de Elsa. Mantenían una atención cortes, pero distante, a lo que el señor Tythos trataba de comunicarles.
Elsa, sobria y elegante con su pantalón blanco y una camisa de seda negra, totalmente abotonada y cerrada en el cuello con un lazo blanco. Belle, por el contrario, juvenil y alegre, con unos vaqueros muy ceñidos, tirantes y una camisa de hombre que Elsa le había dejado, blanca con rayitas azules. Llevaba los puños remangados y el cuello alzado. Unas sandalias de tacón fino, blancas, remataban sus pies. Ambas llevaban el pelo recogido y arreglado. Elsa en un alto moño. Belle había trenzado toda su larga melena en una frondosa trenza que surgía de la parte superior de su cabeza.
Estaban espléndidas, pero no superaban en absoluto las trajes caros y la pedrería que exhibía, allí dentro, la treintena de personas reunidas. Wassy Tythos hablaba y hablaba, sobre las nuevas texturas, sobre el cénit de los arcos discordantes, sobre arte vivo, y otros temas que no decían nada para Elsa. Pero el hombre parecía muy contento de escuchar su propia voz en aquel espacio engalanado con sus obras. Para la detective, estas obras eran un fiel reflejo de su creador. El artista era un tipo encorvado y reseco, de manos fuertes y grandes, curtidas por la talla y los ásperos materiales. Tendría unos cuarenta y tantos años y poseía una buena mata de pelo, negra e hirsuta, difícil de peinar. Una barbita bien recortada adornaba su mentón, y vestía como un patrón de yate; solo le faltaba la gorra.
―           ¿Nos perdemos ahí detrás y me metes mano? – le sopló a la oreja Belle, con mucha picardía.
―           ¡No seas descarada!
―           ¡Es que me aburrooooo!
Con disimulo, Elsa le otorgo varios pellizcos en las nalgas, que hicieron saltar a la rubita.
―           ¡Ouch! ¡Ouch!
Habían pasado una tarde muy divertida, cuando llegaron al ático. Belle llenó el jacuzzi y llamó a Elsa, esperándola desnuda dentro del agua. No pudo resistirse, por supuesto. Estuvieron más de una hora en remojo, brindándose placeres, hasta que se pasaron a la cama.
Elsa estaba descubriendo que permanecer cerca de Belle era caer, una y otra vez, en la tentación más frenética. La chiquilla conocía demasiadas triquiñuelas eróticas como para solo llevar la vida que le había relatado. Tenía que haber mucho más…
Finalmente, el artista acabó con su disertación y los invitados se dispersaron, unos para hablar con él, otros hacia los canapés y las bebidas que esperaban sobre una mesa. Elsa esperó a que los asistentes desocuparan a Tythos y se dirigió en su busca.
―           Una charla muy amena. Tiene usted profundos conocimientos sobre arte, señor Tythos.
―           Muy agradecido, señora…
―           Señorita Burke – se presentó Elsa, extendiendo la mano.
―           Encantado, señorita Burke – la estrechó el artista.
―           Lo mismo digo. He seguido su ascenso con curiosidad.
―           ¿Si? ¿Es usted agente artística?
―           No, soy profesora de idiomas en el colegio católico Melvin, en Pasadena. ¿Lo recuerda?
El rostro afilado de Tythos se tensa, su sonrisa se borra.
―           Ahora mismo, no caigo…
―           Oh, es una lástima. Nos conocimos allí. Usted iba a dar un taller sobre alfarería artística, uno de esos interesantes cursos alternativos para los alumnos.
―           ¡Ah, si! ¡Ya recuerdo! – se relajó un poco.
―           Estaba muy ilusionada con aquella posibilidad, ¿sabe? Aún no comprendo por qué se suspendió el taller, de repente – dijo Elsa, apurando su copa y depositándola en la bandeja de un camarero.
―           Bueno, ya sabe. Hay cosas que fallan, imposibilidad de fechas…
―           Lo que es verdaderamente curioso es que usted, hace tres años, era poco más que un artista callejero. Ese curso ya estaba financiado y pagado… Perder una ocasión así, debió de dolerle, señor Tythos.
―           ¿Quién es usted? – masculló, en voz baja, el artista. Una vena, en su sien izquierda, empezó a latir.
Elsa sacó una tarjeta del pequeño bolso que llevaba en una mano y se la ofreció.
―           ¿Detective privado? No tengo nada que hablar con usted – intentó escabullirse.
―           Como prefiera. Estoy investigando el antiguo secuestro de una menor en el colegio Melvin, justo el mismo día en que usted no se presentó para el anunciado taller…
El artista se quedó quieto, esperando más información.
―           Han surgido nuevas pruebas sobre aquel asunto, que podrían reabrir el caso. ¿Prefiere usted hablar con la policía?
―           Este no es el lugar… Venga – Tythos se giró y caminó rápidamente hacia el fondo de la sala.
Elsa se giró hacia Belle, quien la miraba, con una ceja alzada. Le hizo un gesto que la esperara ahí y siguió al artista. El hombre la esperaba en un pequeño despacho, con un montón de latas de barniz sintético en uno de los rincones. Cerró la puerta cuando Elsa entró.
―           ¿Qué es lo que quiere? – preguntó, lamiéndose los labios.
―           Me gustaría saber por qué se suspendió aquel taller de alfarería.
―           No lo sé. No me dieron explicaciones. Yo andaba metido en todos esos pequeños cursillos, en aquella época. En colegios, salas de juventud, hogar de jubilados… El administrador del colegio contrató el taller y él mismo me llamó para decir que se suspendía.
―           ¿El administrador del colegio?
―           Si.
Elsa no recordaba ningún administrador, sino una administradora.
―           ¿Recuerda su nombre?
―           Era algo que sonaba a gracioso… ¿Un beso tonto? No. ¿Un beso loco? ¡Si, eso es! Madkiss… el señor Madkiss.
―           ¿Seguro?
―           Si, ese era el nombre con el que estaba firmado el cheque que me envió, con la mitad de lo acordado. Nada más.
―           Está bien, señor Tythos. Le estoy muy agradecida por su ayuda.
―           Espero no volverla a ver por aquí – se despidió él, recuperando su orgullo.
―           Espero que no esté usted implicado, sino me volverá a ver, téngalo por seguro – respondió la detective, acojonándole.
Caminó de regreso hasta donde la esperaba Belle y, tomándola de la mano, abandonaron la galería.
Elsa intentaba poner orden en sus ideas, pero le estaba costando trabajo. Estaba tumbada en su cama, con las manos en la nuca, en camiseta y braguitas, y mirando el techo. Belle se encontraba en la terraza, tentando a Bernard, según ella.
Tenía un caso entre manos al que no le veía la salida. Sospechaba de la implicación de Lana Warner, pero carecía de pruebas sólidas. No se le ocurriría acusar, sin ellas, a un peso pesado como la viuda Warner; seria un suicidio. Por otro lado, intentaba reconstruir el secuestro y violación de Belle. Entre ambos casos existían sutiles conexiones que no acababan de fraguar. El puzzle estaba aún disperso, nebuloso, en una palabra, incompleto.
Sintió cosquillas en uno de sus pies. Belle, a cuatro patas, se reía, pues había llegado hasta ella sin que la detectase, perdida en sus cavilaciones.
―           ¡Buuu! – exclamó la jovencita.
―           Uy, que susto – respondió Elsa, sin mover un músculo.
―           ¡Sosa! – le sacó la lengua Belle. — ¿Has acabado?
―           Que remedio. Tengo un cacao mental impresionante.
―           Puedo ayudarte, si quieres – se ofreció Belle, tumbándose a su lado.
―           ¿Cómo?
―           Dicen que cuando tienes algo en la punta de la lengua y no consigues recordarlo, lo mejor es hacer otra cosa. ¡Pues hagamos otra cosa! – expuso Belle para, seguidamente, besarle el cuello.
―           ¡Jajajaja! ¿Otra vez?
―           Otra y otra más… y después, otra… Siempre estoy sedienta de ti.
―           Un hombre sabio dijo: “Dadle de beber al sediento…”
―           Muy sabio era, si, señora – Belle hundió su lengua en la boca que adoraba, cortando una conversación cada vez más tonta y sin sentido.
Elsa sacó sus manos de debajo de la nunca, abrazando a Belle. Aquellos labios la volvían loca. No, no eran los labios, era toda ella, toda Belle. Jamás nadie había influido en ella como esa chiquilla; nadie había conseguido apartarla tan fácilmente de sus convicciones, de sus costumbres. Solo Belle.
¿Qué tenía ella de especial? ¿Qué la hacía tan sensual, tan deseable?
Dejó de pensar y la atrajo aún más contra ella, hasta sentir una de sus esbeltas piernas buscar un sitio entre las suyas.
Allá vamos otra vez, pensó.
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
Para ver todos mis relatos: http://www.relatoseroticosinteractivos.com/author/janis/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!/


 

Relato erótico: “Burke investigations 05” (POR JANIS)

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El caso del perro violador. Capítulo 5.
 Nota de la autora: Gracias por vuestros comentarios y opiniones. Pueden escribir, si lo desean, a mi Correo: janis.estigma@hotmail.es

Elsa despertó al alba, como si tuviera un cronómetro en el cerebro. Nunca le había hecho falta un despertador, por muy cansada que se acostara. Se levantó con cuidado, para no despertar a Belle, que dormía abierta y desnuda, ocupando casi toda la cama. Conectó la cafetera y se estirazó, antes de abrir su portátil. Tenía dos correos, seguramente enviados de madrugada.

El primero era del Barón, el hacker chino. Al parecer había seguido el rastro de la Dekstron Inc., que solo era un grupo inversor de simple fachada, controlado y creado, a su vez, por otra corporación más poderosa, Nadox. Lo curioso es que esta gran compañía farmacéutica era propiedad de la familia Warner.
Elsa se quedó pensativa. ¿Otra coincidencia? Lana Warner volvía a aparecer en sus ecuaciones, de forma siempre difusa.
El segundo correo era del teniente O’Hara, referente a la información requerida sobre Madkiss. Se trataba de la copia de una ficha policial, perteneciente a Stephan Danos, alias Mad Kiss. Elsa la leyó con rapidez. Sujeto de cuarenta y dos años, de origen griego, uno de los cabecillas del hampa local. Estaba fichado por robo, a temprana edad, después nada. El informe policial le relacionaba con diversos delitos, pero solo conjeturas. No había pruebas, ni testigos. Mad Kiss se ha labrado una siniestra fama, debido a su sadismo y crueldad.
“Ya sé quien es el hombre de los dientes de oro. Ahora, tengo que pescarlo”, pensó Elsa.
Las manos de Belle la abrazaron desde atrás, pegando su cálida mejilla a su desnuda espalda.
―           Buenos días, Belle – dijo Elsa, acariciando las manos que abarcaban su duro vientre.
―           Buenos días – contestó, antes de besar su cuello.
―           ¿Café?
―           No me gusta… prefiero unos besos – murmuró la jovencita, sus labios recorriendo la piel de su cuello, buscando su boca.
Elsa giró su rostro buscando devorar aquellos labios que la enloquecían, que la hacía perder toda su objetividad. Una mano de Belle bajó lentamente hasta su vagina, recorriendo su desnudo pubis, procurándole un delicioso hormigueo. Se le escapó un gemido al sentir un dulce pellizco en el clítoris. En respuesta, succionó la lengua que se colaba en su boca.
―           Me encanta tu sabor – murmuró Belle, contra su boca.
―           No me has dejado lavarme los dientes, zorrilla – sonrió la detective.
―           Por eso mismo lo decía – se rió la rubita.
―           Debo ir a la oficina. No tenemos tiempo de esto.
―           Lástima – suspiro Belle. – Me levanto siempre juguetona…
―           Pues, entonces, ¡a la ducha! – exclamó Elsa, dándole un cachete en las nalgas.
Belle dio un gritito y corrió al cuarto de baño, con Elsa persiguiéndola.

Cuando Elsa llegó a su oficina, Johanna estaba entreteniendo a un par de clientes, sirviéndoles café. El primero se trataba de un hombre obeso, de tímidas maneras, que recibió en su despacho inmediatamente. El negocio funcionaba así; había días que no aparecía un alma y otros en que se le formaba cola. El cliente le presentó un caso de posible adulterio, fácil y manejable, justo lo que necesitaba para su fondo de estabilidad. El siguiente cliente, también un hombre, pero mucho más viejo, traía un curioso encargo: debía investigar a sus nietos. Al parecer, disponía de cierta fortuna personal, que deseaba legar directamente a uno de sus nietos, pero debía asegurarse cual de sus cuatro descendientes sería merecedor de tal atención.

Elsa le pidió un cierto margen de tiempo para hacer un seguimiento eficaz. Trabajos sencillos y rutinarios que pagaban las facturas.
Bajó al Kat’s Corner a desayunar, como hacía siempre, y, justo cuando regresaba, sonó su móvil.
―           Burke… — contestó.
―           Soy Barrow – Elsa reconoció la voz ligeramente nasal de su informador. — ¿Sigues interesada en el tema de Tris Backwell?
―           Si. ¿Qué tienes?
―           Hay un guardamuebles a su nombre, en el muelle 21 del puente Henry Ford, en la orilla norte. Nave 52, departamento 11. Te llamo porque han intentado forzarlo esta noche. Fueron sorprendidos por la patrulla del puerto y se dieron a la fuga.
―           Gracias, Barrow – dijo Elsa, tomando nota de las señas en una pequeña libreta que siempre llevaba en el bolsillo. – Ponlo en la cuenta.
―           OK., así lo haré, descuida. Dale recuerdos a Johanna…
Elsa se envaró. Barrow no debería saber que Johanna existiese, ni, aún sabiéndolo, nunca se despediría así. ¡Era una señal!
―           Vale, se los daré. Adiós.
¿Alguien estaba obligando a Barrow? ¿Los datos eran fiables? Su instinto le decía que se trataba de una trampa, pero, por otra parte, podía significar una buena posibilidad de llegar más lejos en el caso. Si le estaban tendiendo una trampa es que había agitado lo suficiente el avispero como para cabrear a quien fuera. ¿Debía seguir golpeando?
Tenía que reconocer que se trataba de una buena estratagema, sutil, capaz de hacerla picar si Barrow no la hubiera advertido. No se le indicaba una hora, ni siquiera un momento determinado del día o de la noche. Eso significaba que quien la esperara estaría apostado allí el tiempo que fuera necesario. Ese detalle hablaba de dinero y poder.
En ese mismo momento, se decidió a echar una ojeada. Una sonrisa curvó sus gruesos labios. Esperaban a un detective, un sabueso de ciudad, quizás incluso sabían que era mujer, y eso jugaría a su ventaja. Esta noche, quien se presentara en el muelle, iba a ser una sombra letal…
Elsa permanecía tumbada sobre uno de los enormes contenedores que formaban el laberinto del muelle 21. En sus manos, sostenía un visor térmico con el que barría la zona. Llevaba la cara tiznada, guantes de cuero, con los dedos cortados, y sus ropas oscuras la mimetizaban en la noche. Su largo cabello estaba recogido en una cola que llevaba atrapada bajo el chaleco antibalas.
Había entrado al atardecer en el puerto de San Pedro, llevando una furgoneta con rótulo de una empresa de embalajes. La había dejado en un aparcamiento del muelle 20 y se había desplazado a pie, vistiendo un mono de trabajo, hasta el lugar donde se encontraba. Llevaba el material necesario en una bolsa de lona, que utilizó en cuanto el sol se pudo. Desde entonces, había estado vigilando la zona de los guardamuebles.
Localizar a los tipos apostados no le costó demasiado, sobre todo usando el visor térmico. Había seis fuera, repartidos por parejas, controlando los accesos, y dentro de la nave había otros, pero no sabía cuántos. Una trampa bien jodida. Tenía que haber mosqueado mucho a alguien, para que le organizaran una bienvenida así. El hecho es que no estaba segura si toda la información era fiable. ¿El departamento 11 pertenecía a Tris o era parte del montaje? Podía ser un buen escondite para el DVD original. Tendría que arriesgarse.
Su propia estrategia estaba grabada en su mente. Primero, la pareja que controlaba el puente, y así asegurarse otra vía de escape. No eran soldados, no estaban entrenados. Uno estaba fumando, apoyado contra la trasera de un 4×4 rojo y negro. El otro estaba sentado al volante. Elsa surgió de las sombras, enarbolando el táser de contacto. En un segundo, once mil voltios recorrieron el cuerpo del fumador. Elsa le dejó en el suelo, con cuidado, y pasó unas cinchas de plástico alrededor de sus muñecas y tobillos.
Palmeó el costado del vehículo, llamando la atención del conductor, que se asomó.
―           ¿Qué pasa, Frank?

Otras dos palmadas, más fuertes. El hombre, rezongando, se bajó y rodeó el coche, solo para encontrarse con un puño americano que subió raudo a su encuentro. La manopla de acero golpeó un par de veces, con precisión. El tipo se derrumbó, la mandíbula fracturada. Quedó maniatado rápidamente, como su compañero.

Segundo, el francotirador del tejado del edificio de oficinas portuarias. Desde su situación actual, podía acercarse a la espalda del tipo apostado, otro de los motivos por el que deshacerse primero de los hombres que controlaban el puente. Para cuando llegó a la espalda del tirador, el táser ya se había recargado de nuevo.
Ahora, la cosa se complicaba un poco más. Había tres sujetos apostados en la nave anterior, la 51, preparados para que, en caso de que llegara hasta allí, cerrarle la salida una vez entrara en la nave 52. Las naves eran rectangulares, como hangares, divididas en pequeños almacenes que disponen, cada uno de ellos, de una gran puerta con persiana, como la de un garaje, para cargar y descargar desde el exterior. En el interior de la nave, se abría un amplio pasillo central, en el que se ubicaban las puertas individuales de cada guardamuebles, más pequeñas. Alguien se había tomado muchas molestias para que no saliera viva de allí. Incluso podían haberla investigado, averiguando que fue soldado… Claro que no podían saber qué clase de soldado fue, ni a qué se dedicaba. Su ficha, como las de sus compañeros de brigada, fue borrada en su día. Elsa no quería matar a nadie, pero se lo estaban poniendo difícil.
Se movió aprovechando las sombras, hasta poder ver la trasera de la nave, que quedaba fuera de los focos salpicados que iluminaban pobremente la zona. Usando el visor, situó los tres hombres. Dos de ellos estaban apostados en las esquinas de la nave. El tercero sentado en el centro sobre el muelle de carga, fumando un cigarrillo, cuya brasa destacaba poderosamente en la imagen verdosa del visor.
La suerte le echó una mano. El hombre que vigilaba la esquina más cercana a ella, se movió y se apartó de sus compañeros, pegándose de cara al muro lateral. Elsa escuchó el chorro de orina. Se puso en movimiento, aprovechando la oportunidad, sin ni siquiera pensarlo. Tomó al hombre por el cuello, golpeándole la frente contra el cemento, y aplicándole el aparato eléctrico en la espalda. El táser quedó completamente descargado. Lo guardó en uno de los bolsillos de su chaleco, y sacó otras dos bridas. El tipo, como los demás, iba armado con una Ingram con silenciador. No estaban de picnic, no.
―           Eh, Max, ¿qué estás meando? – se escuchó, en un siseo. — ¡Vuelve ya!
Elsa dobló la esquina del edificio, aprovechando que las sombras ocultaban bastante su cuerpo, y levantó una mano, como tranquilizando a su compañero. Siguió andando hacia él, como si tuviera que decirle algo. Cuando el hombre empezó a darse cuenta que aquella silueta no pertenecía a su compañero, ya fue tarde para los dos.
Elsa los tenía en el punto de mira del Heckler & Koch alemán que portaba. El H&K G36 portaba silenciador y bocacha apaga llamas. Ni hizo ruido ni se delató. Los dos hombres se derrumbaron fulminados, muertos por las dos balas que encajaron cada uno.
Arrastró los cuerpos hasta dejarlos bien ocultos entre las sombras, y calmó sus nervios, de cuclillas, mirando la entrada de la nave 52. Su mente volaba fuera de allí, recordando las súplicas de Belle cuando supo que iba a acudir a la cita. Estaba muy asustada por ella. Intentó tranquilizarla y le enseñó donde guardaba su arsenal en casa, en el armarito blindado del gran armario empotrado. Intentó hacerle comprender, entre besos y muestras de equipo, que ya había hecho eso antes, que no le pasaría nada… pero Belle no dejaba de llorar. Al final, le entregó un móvil de prepago, irrastreable, con dos números ya fijos. El suyo propio y el de O’Hara. Le dejó encargado que si no la había llamado para las doce de la noche, que llamara a su ex compañero y le dijera dónde estaba.
Elsa se obligó a dejar de pensar en la chiquilla. Estaba en medio de un fregado y necesitaba todos sus instintos en ello. Se enfrentaba a lo más complicado. No sabía cuantos hombres había en el interior del guardamuebles, pero, sin duda, no menos de tres. ¿Era necesario entrar hasta allí? Si, lo era. Era como si la estuviera esperando su premio, por lo bien que lo estaba haciendo.

Se mordió el labio. No podía caer en la tentación de la adrenalina. No estaba compitiendo. Esa noche, había vuelto a matar… tan fácilmente como siempre, sin ningún remordimiento. Tenía que aprovechar la ventaja que tenía: la sorpresa. Nadie sabía que estaba allí, tan cerca…

El departamento 11 quedaba en el lateral derecho, según se encontraba la detective. Suponía que habría alguien dentro, esperándola. Al menos, ella lo hubiera hecho así. Un par de hombres dentro, para acabar con ella si llegaba tan lejos, y otro quizás en el pasillo central. Cada vez estaba más segura de que el que había montado esa trampa conocía su pasado. ¿Estaría aún vivo Barrow? El traficante sabía cosas sobre ellas, no todas, pero si suficientes. Ya se ocuparía de eso en su momento.
Se desplazó hasta la puerta de acceso de la nave vecina, corriendo agazapada. Probó el picaporte. Cerrada, como no. Sacó un juego de ganzúas de uno de los bolsillos más pequeños del chaleco. Escogió las apropiadas y, con un par de giros de muñeca y un hábil tanteo, abrió la cerradura.
Guardó las ganzúas y, con las manos en el gatillo de su G36, tiró de la puerta de metal, muy lentamente, arriesgando una mirada. Escuchó el repiqueteo de las balas contra el metal, y el impacto contra su pecho la lanzó hacia atrás, aturdida. La puerta se abrió del todo, de un golpe, y un hombre armado apareció en el quicio, dispuesto a rematarla.
Elsa se quedó muy quieta. Su subfusil había caído algo más allá y no podría atraparlo a tiempo. La ráfaga la había alcanzado al abrir la puerta, rebotando contra la puerta de hierro. Sabía que la habían alcanzado, pero no disponía de ocasión para examinarse. El pecho y el costado le dolían, y sentía humedad. Mala señal.
El hombre se acercó, arma en ristre, y se acuclilló a su lado, para comprobar sus latidos. Elsa llevó, muy lentamente, sus dedos hasta la caña de su bota derecha, y empuñó el mango de su cuchillo de comando. Esperó hasta sentir los dedos del hombre en su cuello para asir fuertemente el corto cañón dela Ingramy, al mismo tiempo, lanzar su talón izquierdo contra los pies del hombre.
El primer impulso de este fue apretar el gatillo. La ráfaga picoteó el cemento del suelo, al lado de la cabeza de Elsa. El brusco movimiento de su mano apartó lo suficiente el arma como para que los rebotes no le perjudicaran. Era un movimiento ensayado mil veces en el pasado. Aparta el arma, haz perder el equilibrio del enemigo y clava el cuchillo. La hoja subió hasta la garganta del hombre como una centella. Una vez clavado en un lateral, Elsa, conun gruñido, torció la muñeca, realizando un corte largo, que seccionó yugular y carótida. El chorro de sangre cayó sobre ella, y su víctima se arrugó hasta el suelo, como un pellejo vacío.
La detective recogió su arma y se puso en pie, comprobando que la zona estaba tranquila. Guardó el cuchillo. Había tenido suerte. El tipo era un novato. Se pegó a la pared y comprobó su chaleco. Había detenido las dos balas, aunque los hematomas le durarían un par de semanas. Tenía un rasponazo profundo en el brazo, fruto de un rebote. Esa era la humedad que había sentido antes, la sangre resbalando. No sabía si tenía la esquirla dentro… Sacó un pequeño rollo de cinta aislante negra y lío la herida, sellándola con cinta y con la tela. Aguantaría por el momento.
Adiós a la sorpresa.La Ingramno había hecho apenas ruido, pero el repiqueteo de las balas se había oído en metros a la redonda. Había que terminar la misión… ¡Dios! Ya estaba desvariando. ¡No había ninguna misión! Estaba en suelo americano y ya no era una incursora. Penetró en el pasillo, cañón alzado y palanca en “ráfaga abierta”. No había nadie más.
Se detuvo ante la puerta marcada con un “11”. Extrajo dos granadas “fumigantes” de la parte de atrás de su cinturón. Eran granadas que ocasionaban un gran estallido de luz, impidiendo que los defensores pudieran ver con claridad. Así mismo, liberaba una densa humareda que cubría el avance del atacante.
Apoyó la espalda contra la pared y probó la puerta. Esta vez no estaba cerrada. Con una profunda inspiración, la abrió y arrojó las granadas al interior, en direcciones opuestas. Dos fuertes zumbidos se escucharon y, en la pared de enfrente, en el pasillo, dos fuertes relampagazos lumínicos se reflejaron. Elsa tuvo buen cuidado de apartar la mirada y se lanzó al interior. Alguien empezó a disparar y a maldecir. Arrodillada en el suelo, Elsa advirtió los fogonazos y disparó una ráfaga hacia ellos.
Inmediatamente, se lanzó a un lado, entre un montón de cajas de cartón, al parecer llenas de juguetes y ropas. Los disparos habían cesado, pero escuchaba a alguien toser entre el humo. Ella también estaba empezando a afectarse. Tenía que acabar rápidamente con el asunto.

Alargó una mano y aferró una pelota de goma, mediana. La arrojó con fuerza hacia el muro, a su izquierda. En cuanto la pelota golpeó el cemento, una silueta se levantó desde detrás de lo que parecía un largo baúl y disparó largamente, entre jadeos. Elsa no desperdició munición, pues le veía perfectamente. Un par de balas a la cabeza le derribaron.

En ese instante, la persiana metálica de la puerta exterior comenzó a elevarse, con un ruido chirriante.
“¡Otro más! ¡Intenta escapar!”, pensó Elsa.
Saltó por encima de unos bultos tapados con sábanas blancas y cayó cerca de la puerta, rodando junto con un montón de cuadros por el suelo. El hombre estaba intentando salir gateando, pues la puerta se había alzado menos de un metro. Con celeridad, Elsa le disparó a las piernas, arrancándole un aullido.
―           ¡Suelta el arma! – le amenazó. — ¡Tira tu arma aquí dentro.
La Ingram repicó en el suelo, deslizándose. Elsa atrapó al tipo por un talón y tiró de él hacia dentro. El hombre gruñó.
―           No te quejes, aún estás vivo – le dijo. – Baja la persiana de nuevo.
El hombre la obedeció y, después, se dejó conducir al pasillo interior. Elsa deseaba interrogarle y debían dejar que el humo saliera del almacén para poder echar un vistazo con tranquilidad.
―           Me estoy desangrando… — se quejó el hombre, que no debería de tener más de treinta años.
―           Utiliza tu cinturón. Haz un torniquete.
El truhán siguió las instrucciones y se quitó la camisa para taponar la herida.
―           Bien. Vamos a charlar un rato – Elsa se sentó en el suelo, frente al prisionero, la espalda apoyada en la pared.
Este la miró con temor. En su mente solo pensaba que esa mujer había terminado con todos ellos, que no tendría piedad de él. Ella, por su parte, hizo recuento mental de bajas. ¡Diez! No estaba nada mal para llevar varios años desentrenada.
―           Primero, ¿Qué habéis hecho con Barrow?
―           No lo sé – musitó el hombre, bajando la vista.
“Eso significa que está muerto. ¡Mierda! ¡Joder, era un bien informante!”
―           ¿Por qué esta emboscada? ¿De quién es este guardamuebles?
―           Seguimos órdenes de Mad Kiss… por lo visto, ha tenido quejas sobre ti… no sé de quien… la nave entera es del jefe…
“Seguramente ese Tythos no es tan buen trigo limpio y la pista es falsa.”, se lamentó Elsa.
―           ¿Cómo supisteis que había sido soldado? – le preguntó ella, dándole una patada en el pie, a modo de recordatorio.
―           Lo dijo ese traficante cuando Mad Kiss le interrogó. Dijo que no podríamos contigo e hizo referencia a los marines. Entonces, el jefe cambió la operación y metió a más gente…
“Lo que me temía.”
―           ¿Dónde está tu jefe?
El hombre negó con la cabeza, apretándose la herida con su propia camisa.
―           ¿DÓNDE? – una nueva patada, más fuerte esta vez.
―           ¡No lo sé! ¡Nadie lo sabe!
―           ¿Cómo es eso posible?
―           Nadie sabe dónde vive, ni si tiene familia, siquiera novia… No se fía de nadie y siempre cambia el sitio de reunión…
“¡Vaya mala suerte! ¡Un paranoico!”
―           ¿Y cómo os ponéis en contacto con él? Un jefe debe estar localizable para sus hombres.
―           Tenemos un número para llamar, a cualquier hora… siempre contesta una mujer, aunque no siempre es la misma voz… ellas se encargan de pasar el mensaje y, entonces, el jefe llama…
―           Una filtradora de llamadas… un tipo verdaderamente escurridizo.
―           Si.
―           ¿Algo más que deba saber? – preguntó Elsa, poniéndose en pie y quitándole el móvil. copió el número que le interesaba.
―           No, no sé nada más…
―           Entonces, no me sirves de nada – dijo con voz fría, quitando con el pulgar el seguro del G36.
―           ¡No! ¡No, por favor! ¡Sé cual es el vicio de Mad Kiss! – chilló el hombre, agitando sus manos.
―           ¿Su vicio?

―           Si, si… – parecía verdaderamente asustado. – Está obsesionado con las jovencitas asiáticas… me enteré por casualidad… casi nadie lo sabe…

―           ¿Y eso significa que…?
―           Que se mueve frecuentemente por Chinatown… no sé dónde exactamente, pero tiene buenos contactos allí…
―           Eso si es un dato aceptable, ¿ves? ¿Algo más? – Elsa levantó su arma.
―           No, por Dios, no me mates. ¡No sé nada más!
Elsa volteó el arma y le arreó un fuerte culatazo que le dejó inconsciente. Ya no tenía que hacer nada más allí. Llamó a Belle, diciéndole que estaba bien y que volvía a casa. Después llamó anónimamente a la policía, desde una cabina del puerto, y denunció una serie de disparos en el muelle 21 de San Pedro.
―           ¡ELSA! – gritó Belle al verla entrar en el ático y quitarse la sudadera que llevaba.
Tenía la manga y el costado de la camiseta llena de sangre, así como su brazo izquierdo. La rubita la llevó directamente al cuarto de baño y la sentó en el taburete de plástico celeste.
―           ¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado, Elsa?
―           Un rebote de bala. No es grave, solo aparatoso – le dijo, con voz cansada.
―           ¡Joder! ¡Coño, que te han podido matar! – temblaba Belle, mientras la despojaba de toda la ropa.
―           Tranquila, niña, eran aficionados…
―           ¡Jesucristo! – exclamó de nuevo la chiquilla, al descubrir los dos enormes moratones, sobre el pecho izquierdo y el costado derecho.
Elsa se puso en pie y se bajó las bragas, para dirigirse a la ducha. Belle, quitándose las deportivas, se metió también para lavarla y examinarla con más atención. Elsa le contó lo sucedido, a grandes rasgos, no quería darle detalles morbosos. Belle la escuchaba y lavaba todo su cuerpo, con mucha suavidad.
Elsa examinó la dolorosa herida que le había dejado en el brazo la esquirla de bala. Recorría parte del dorso de su antebrazo y, saltándose el codo, seguía unos centímetros en el tríceps. Tras palparse, no encontró traza alguna de fragmento de bala. Aquella herida le dejaría más una quemadura que una cicatriz. Gimió cuando Belle palpó sus hematomas. La carne estaba machacada en esos puntos y le dolería durante unos días, pero el chaleco le había salvado la vida. Aquellas dos balas eran mortales.
―           ¿Cuántos había esperándote? – le preguntó Belle, con un suspiro.
―           Muchos. Demasiados para un simple ajuste de cuentas. Ha sido una emboscada en toda regla.
―           ¿Y?
―           Y significa que ese cabrón ha decidido declararme la guerra – sonrió ferozmente Elsa.
―           ¿Quién? – Belle solo sabía que estaba tras una pista de Tris Backwell.
―           El tío de los dientes de oro, Mad Kiss.
Belle agrandó los ojos, asustada. Tomó la mano de Elsa, implorándole que se olvidara de él, que dejara correr el asunto. Elsa salió de la ducha y se secó con una toalla, tirándole otra a Belle, la cual tuvo que desnudarse primero, antes de secarse. Mientras se curaba el rasponazo, Elsa le contó toda la historia a Belle, todo cuanto sabía y cuanto sospechaba.
En contra de lo que Elsa creía, no hubo más protestas, ni quejas por parte de la rubita. Parecía abatida y triste, como si la verdad la hubiera impactado de tal manera, que necesitara tiempo para asimilarlo. Pero Elsa estaba demasiado cansada como para darse cuenta del detalle. Caminó hasta su cama y se tiró en ella, quedándose dormida al segundo.
Belle la siguió, se inclinó sobre ella, y le apartó el pelo de la cara. Se acostó a su lado y echó la sábana por encima de sus cuerpos desnudos. La abrazó tiernamente, por la espalda, y recostó su mejilla sobre el hombro de Elsa, justo por encima de su herida vendada.
Belle estuvo mucho tiempo despierta, llorando en silencio.
DIARIO DE BELLE: Entrada 1 / Fecha: 25-4-…
¡Ya no soporto más esta situación, diario mío! He pasado mucho miedo esta noche. Miedo por Elsa, miedo por mí. ¡Han podido matarla! Sé que es una guerrera, pero eran muchos… Tengo que contarle la verdad… No puedo seguir callando por más tiempo.
La quiero. La amo con todo mi corazón. Me moriría sin ella, lo sé. ¿Por qué le hago esto? ¿Por qué soy tan cobarde, tan retorcida?
Pero tengo miedo de que no quiera saber nada más de mí cuando le cuente la verdad, que me expulse de su vida. ¡No quiero ni pensarlo! ¡Me quedaría sola, hundida en mi miseria! Pero, por otra parte, si lo averigua todo antes de que yo le cuente… ¡Dios, sería aún peor! ¡Tengo que contárselo!
Fin de entrada.
Elsa tenía un problema: no disponía de contactos en Chinatown, salvo el Barón, pero este ni siquiera salía a la calle. Era un hacker, no un husmeador, así que no le servía. Sabía que ella, por si sola, no encontraría nada, frenada por el selectivo hermetismo chino.
Tampoco podía ir ofreciendo dinero a diestro y siniestro. Los propios proxenetas advertirían a un buen cliente como Mad Kiss de que alguien estaba buscándolo.
Se encontraba en su despacho, sentada en su sillón rodante de cuero y con las botas apoyadas en una de las esquinas del escritorio, una de sus poses favoritas para meditar. Johanna había salido a desayunar y se encontraba sola. La herida del brazo latía sordamente bajo el vendaje, una buena indicación de que su cuerpo seguía con el proceso de cura.
Le dio una nueva vuelta a su problema. No le quedaba más remedio que atraerle hasta ella, de nuevo, y eso resultaba difícil y muy peligroso para ella, seguro. Estaba segura de que ese maldito era la pieza que encajaba en el disperso y confuso puzzle. Sin él, no tenía nada. Pero, ¿cómo hacerle salir? ¿Qué podía motivarle para atraerle?
Escuchó los conocidos pasos de su secretaria, de regreso de su salida. Johanna abrió su puerta, asomando medio cuerpo. Estaba bellísima. El embarazo parecía haberle sentado como una cura de los dioses.
―           ¿Le has echado un vistazo a las grabaciones de las cámaras de la boutique del señor Farris? – preguntó, arrugando su naricita.
―           ¿Qué grabaciones? – Elsa no estaba centrada. — ¿Qué señor Farris?
―           Elsa, Elsa… — la regañó, entrando finalmente en el despacho. – El señor Farris, el del caso del adulterio. Bajito, fondón, sudoroso…
―           Ah, si, ya…
―           Ha enviado una caja con los videos de vigilancia de las cámaras de su boutique. ¿No te comentó que sospechaba que su esposa tenía encuentros con su amante allí, en la tienda? – Johanna empujó una pequeña caja cuadrada de cartón que se encontraba sobre el correo del día, justo al lado de las botas de Elsa.
―           Si, claro – dijo Elsa, incorporándose y abriendo la cajita.
Cuatro DVD, sin fundas, reposaban en su interior, sus dedos tomaron el primero. Tenía marcado, con rotulador indeleble, una fecha…
Las cejas de Elsa se alzaron, sorprendiendo a su secretaria. ¡Eso era! ¡El DVD! Disponía de una incriminación personal del hampón. Podía incriminar a Mad Kiss en varios delitos. Secuestro y trata de blancas, al menos.
No pensaba usar la escena de Belle, pero podía editar un pequeño trozo de algunas de las otras chicas. Aún tenía que pensar cómo conseguir que Mad Kiss lo viera, pero eso era secundario. Con tantos canales abiertos para comunicarse con él, cualquier cosa debía llegarle, tarde o temprano.
Sorprendiendo a Johanna, Elsa se levantó del sillón, la abrazó y le dio un beso que la dejó tiritando, para marcharse del despacho, dejando a la bella mulata totalmente asombrada.
                                                                   CONTINUARÁ…
   CONTINUARÁ…
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 
 
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