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Channel: JANIS – PORNOGRAFO AFICIONADO
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Relato erótico: “Cómo seducir una top model en 5 pasos (01)” (POR JANIS)

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SECRETARIA PORTADA2Episodio uno. EL VIAJE.

Sin títuloToda historia comienza con una motivación, eso es bien sabido, con un ansia que impulsa al personaje a emprender una acción o un viaje, que, a su vez, dará inicio al argumento. Esta motivación puede ser de diversa índole: venganza, justicia, celos, amor, sueños aventureros, incluso hambre y miseria; todo es válido. En el caso de nuestro protagonista, su motivación fue mucho más personal: las papas a lo pobre con huevos fritos.

Si, señor, eso mismo.

¿Qué es un motivo muy cutre? Puede ser, pero ese fue el catalizador que inicia esta historia, el no saber hacer unas buenas papas a lo pobre, con su cebolla y sus pimientos, y un par de huevos fritos por encima.

Para comenzar con esta epopeya, tenemos que viajar al sur más sur de España y de Andalucía. Allí, en la provincia de Cádiz, entre el río Palmones y el Arroyo del Pilar, se erige la ciudad de Algeciras, célebre por su enorme puerto internacional, por su ventoso clima, y por el contrabando de tabaco, entre otras cosas.

Ah, ¿qué decir de Algeciras, que no se haya dicho ya? Es el puerto de entrada al Mediterráneo, el nexo de unión entre Europa y África, y el maldito paso de doscientos mil marroquíes, todos los años. Para arriba y para abajo.

Una ciudad no muy grande – con apenas ciento diez mil almas – y no demasiado bonita tampoco, todo hay que decirlo, pero con múltiples etnias que conviven juntas; bueno, cada una en su barrio, eso si. En uno de estos barrios, El Saladillo, se encuentra la gran familia que nos interesa: el clan Armonte.

Dejad que haga un inciso en este particular y describa el castizo barrio del Saladillo. Es el barrio chungo, por excelencia, de Algeciras. En él, conviven la mayoría de las familias de etnia gitana de la ciudad, formando clanes, tribus, bandas,… e incluso cuartetos y tríos. La infraestructura del barrio está muy olvidada… bueno, mejor decir que brilla por su ausencia. Si alguna vez pasáis en bus por él, los niños os lanzarán piedras, apostados en el tejado del bar de Romino, como parte de su diversión cotidiana.

El Saladillo es el barrio donde había estado siempre ubicado el mercadillo, hasta que lo cambiaron al llano amarillo, y, desde allí, al ferial, por lo que tiene su propia escuela de carteristas y busca chollos. También dispone de sus propios iconos populares, como la Dama Juana, siempre en la misma esquina del barrio, sentada en un oxidado carrito de la compra. La anciana espera el paso de cualquier autobús para levantarse y bailar por bulerías con salero, quizás envuelta en un nebuloso recuerdo de su juventud.

Todo este reino de casamatas, de grandes chabolas en la colina, de paredes engalanadas con obscenos graffitis, y de paraísos susurrados entre sombras, pertenece a una familia, como os he dicho, un clan gitano apodado los Armontes.

Es un clan fuerte y numeroso, con un par de ramales que reúnen casi un centenar de miembros, todos controlados por el patriarca, el pápa Diego. Sus cuatro hijos mayores, tres varones y una hembra, forman el tronco central, junto a sus cónyuges, hijos, yernos y nueras, y, finalmente, nietos. Las ramas secundarias abarcan los vástagos de un hermano de la matriarca, la mama, y varios sobrinos de primos hermanos, por parte del patriarca. Ah, y no podemos olvidarnos del mudo Carito, un escuálido personaje gesticulante, medio gitano, medio moro, que fue adoptado por el clan veinte años atrás.

El clan Armonte es quizás la familia gitana más antigua de Algeciras. Lleva deambulando por sus calles desde la reconstrucción de la ciudad, en 1704, donde se instalaron con los demás refugiados de Gibraltar. Al pasar los años, parte del clan fue esclavizado en las minas de Cádiz y las mujeres enviadas a la fábrica de armas de Málaga, cuando sucedió la Gran Redada de gitanos, organizada por el Marques de la Ensenada, en 1749.

De esa época proviene el sobrenombre del clan. Cuando los soldados del rey entraban en el gran campamento gitano, la consigna que se elevaba entre los miembros caló era la de: “¡Ar monte! ¡Ar monte tol mundo!”

De ahí, al clan Armonte, un paso, claro.

Después de eso, el clan gitano se las ingenió para sobrevivir y medrar en Algeciras, dedicándose a multitud de tareas, unas legales, y otras no. Desde el contrabando de azúcar, proveniente de América, a la pesca de bajío en Tarifa, pasando por trabajar en el trazado del ferrocarril, a finales de 1800, o dedicarse al más puro estraperlo urbano, como buhoneros. Hoy en día, no existe apenas diferencia entre aquellos gitanos pícaros y supervivientes, de antaño, y los rutilantes y bien alimentados miembros de esta época. Al fin y al cabo, se siguen dedicando a lo mismo. Quizás, lo único que ha cambiado es el incremento de la velocidad de sus barcas, ahora equipadas con ciclópeos motores.

En el seno de este clan de contrabandistas, nació nuestro protagonista, Cristóbal Heredia Jiménez, hijo la Gracita, la cuarta hija de pápa Diego, y de Pedro Heredia, gitano oriundo de Cordoba. Cristóbal no disfrutó de una niñez abierta, como la de sus demás primos, que corrían por ahí, descalzos y felices. No, Cristo, como le llamaban todos, presentó, desde muy joven, un grave y prolongado desarreglo hormonal de la hipófisis, que alteró todo su desarrollo.

Pasó de especialista en especialista, que le examinaron hasta la saciedad, prueba tras prueba. Su madre probó cada uno de los remedios tradicionales de las viejas curanderas. En tres ocasiones, se le administraron ritos mágicos de exorcismo, que le produjeron, más que nada, fuertes erupciones cutáneas a causa de las ortigas que utilizaron las susodichas brujas.

La madre de Cristo, quien llevaba los pantalones en casa, había probado de todo con su hijo, sin ningún resultado. Cristo nunca se desarrolló como los demás niños. Quedó raquítico, pequeñito, y con carita de ratón, según la máma. Pero, a ojos maternos, era su niño pequeño y siempre sería hermoso, por lo quela Gracita se desvivió para que la vida de su Cristo compensara, en cierta manera, las carencias que le tocaron apechugar.

Hoy, a sus veintiocho años, mantiene un aspecto aniñado y escasamente desarrollado. Su tez es más clara que la de sus padres, aunque sus rasgos son netamente romaní, pero muy delicados, casi femeninos, con los ojos más negros que la noche. El vello es muy escaso en su cuerpo y barba, aunque el de su cabeza es oscuro y áspero. No supera el metro sesenta de estatura, de aspecto frágil, pues apenas alcanza los cincuenta kilos de peso. Desde que cumplió los veinticinco años, utiliza una silla de ruedas, ya que sus piernas no le sostienen.

Siendo el menor de seis hermanos, cuatro varones y dos chicas, ha sido cuidado y mimado por sus hermanos y, sobre todo, por su madre, una matrona de genio y talante bien conocidos. Siempre hubo un Danone de los buenos para su niño en el frigorífico, y cuando sus hermanos y primos jugaban con una pelota llena de parches en la calle, él disponía de su propio televisor.

Claro que el destino tiene sus propios planes, y, un simple humano no es quien para discutirlos.

La madrugada del 10 de febrero del 2012, viernes para ser exactos, el tranquilo mundo de Cristo, se sacudió, con la fuerza de un terremoto de magnitud ocho, al menos. Despertó, sobresaltado, al ver como un picoleto entraba por la ventana de su cuarto, “Zeta” en ristre y con la cara tapada.

― ¡Coooño! – exclamó, tapándose con la manta hasta la boca.

No fue un acto de pudor, sino, más bien, el intento de ocultar un iPod y la Wii, ambos escamoteados, que se habían quedado sobre la cama cuando se durmió.

El caso es que, para el mediodía, el clan Armonte estaba arrestado por tráfico de estupefacientes y otras cosillas que no son necesarias de comentar. La mayoría de sus miembros garantes eran puestos a disposición judicial, y el clan desarticulado. Solo quedaron libres tres o cuatro mujeres, que se hicieron cargo de los niños más pequeños, tras batallar con Servicios Sociales, unos adolescentes de mirada aviesa y gesto hosco, y, por supuesto, Cristo.

¿Quién iba a acusar, ni arrestar a Cristo?

Cuando le sacaron de la cama, creyéndole un adolescente más, se derrumbó en el suelo como un saco de naranjas robadas. Fue entonces cuando los agentes se dieron cuenta de la silla de ruedas. Entre dos de ellos, le sentaron, le taparon las piernas con una manta, y le llevaron a una habitación donde estaban custodiando los niños y los adolescentes del clan. Ningún ojo de lince de la Benemérita le echó más de quince o dieciséis años, en aquella penumbra. Cristo sonrió y se hizo una pregunta: ¿Por qué los picoletos usaban aquellas linternas tan estrechas? ¿Por qué no encendían unos buenos focos de quinientos vatios, que despejarían las sombras de una vez? Seguramente, les gustaría ir a oscuras, como siempre. Sonrió ladinamente mientras uno de sus primitos, de unos diez años, le miraba, con ojos llenos de miedo.

Cuando llegó el momento de identificar a todos los detenidos, Cristo estaba preparado para darse a conocer. Entre tanto, aleccionó a los tres mayores entre los churumbeles, tres chicos entre quince y diecisiete años, de cómo tenían que comportarse y qué debían decir.

El teniente de la Guardia Civil que entró en la atestada habitación, ya amaneciendo, portando una tableta informática y un puntero, perdió pronto la paciencia. Cada uno de los niños y niñas, allí reunidos, se quejó a viva voz, formando una cacofonía increíble. Pedían mantas, agua, otros galletas y el Colacao, y los mayores un pitillo. Cuando el teniente elevó la voz, pidiendo calma, ya le habían quitado la cartera y el pin de la Virgen del Pilar que le sujetaba la corbata.

El oficial empezó con los mayores, que deberían disponer de DNI, pero, claro, como fueron sacados de la cama, ninguno lo llevaba encima. Delegaron en uno de los chiquillos, un churumbel llamado Pablo, de unos doce años, para que fuera a buscarlos, según le decían el lugar los mayores. De esa forma, la cartera del teniente salió de la habitación sin que él se diera cuenta.

Cuando Pablo regresó con la carpeta de Cristo, en la que se suponía que estaba su Documento de Identidad, surgió también todo su historial clínico, las recomendaciones especiales, tarjeta de minusvalía, una misiva del Obispo de Sevilla, su carnet de socio del Cádiz C.F., y una felicitación navideña del alcalde de Algeciras.

Pero eso no fue lo que convenció al oficial de la Guardia Civil, un perro viejo en estos asuntos, sino la expresión del rostro de Cristo. Desde que le sacaron de la cama, había adoptado su expresión “pública”, famosa y aplaudida por toda su familia. Los ojos de Cristo miraban un punto vago en la pared, y sus ojos parpadeaban con un tic rítmico y frenético, todo lo cual le conferían una expresión de idiota realmente bien conseguida. La boca entreabierta, por la que dejaba deslizarse, de vez en cuando, un hilo de baba, y sus manos temblorosas, acabaron de dar la pincelada necesaria a su disfraz de deficiente mental.

El teniente suspiró, escuchando las explicaciones de los tres chicos mayores. Bastante tenía ya ese chaval…

¿Quién iba a acusar, ni arrestar a Cristo?

Cuando Cristo cumplió quince años, la profesora privada que venía a casa – una vieja solterona beata, para colmo – le hizo un test de inteligencia. Cristo la miró atentamente cuando la señora corrigió su prueba y advirtió la expresión de sus ojos. Después, fue a hablar con la Gracita y, aunque murmuraban las dos, Cristo pudo escuchar algo referente al efecto Flynn. Le echó un vistazo al papel donde la mujer contabilizó su puntuación y vio que el total estaba en 138 puntos. En ese momento, no sabía si eso era bueno o malo, pero normal no era, porque la vieja casi había salido corriendo en busca de su madre.

No fue hasta meses más tarde, que se aseguró de lo que ya sospechaba: que era un tipo muy listo. Poseía una retentiva casi instantánea, comprendía conceptos abstractos bastante avanzados, a poco que se los explicasen, y era capaz de crear varias pizarras mentales sobre las que desarrollar problemas, diagramas, o lo que hiciera falta, al mismo tiempo.

Sin embargo, reconocía que era un perro vago, como lo llamaba su padre. Le costaba la vida acabar las tareas que le encargaba su profesora, la cual, por cierto, la buscó la Gracita, tras la tercera paliza que le dieron a Cristo en el colegio Tartessos. Desde aquel momento, Cristo no volvió a poner un pie en un colegio, ni en el instituto. Tomaba todas sus lecciones en casa y aprendía a buen ritmo, sobre todo cuando Internet llegó al barrio y dispuso de ella. Para entonces, la señora Matilde, su profesora, se había jubilado necesariamente, y él se presentaba a los exámenes por libre. Era una buena manera de estudiar, sin presiones, a su ritmo.

Sin embargo, Cristo era muy celoso de su sapiencia. No le gustaba que nadie supiera que era un cerebrito, ni siquiera su familia. Así que mantenía su fachada de anacronismo gitano, incluso aparentando estar por debajo que sus hermanos y primos, en ocasiones. A Cristo le encantaba ser un mal hablado; gustaba de expresarse con la jerga del barrio y pronunciar palabrotas malsonantes. ¿Qué mejor etimología para un caló de Algeciras?

Todo ello, le había ayudado a pasar desapercibido para todo el mundo, y, en particular con su máma. Cristo no estaba dispuesto a perder sus privilegios si La Gracita se enteraba de que la había estado engañado todos esos años. Así que seguía haciéndose el tonto, el debilucho, el quejita, y seguía comiéndose los Danones, él solo. Sin embargo, no se quedaba mano sobre mano. Desarrollaba planes cada día, mejorándolos al conseguir nueva información. Usaba a sus familiares como topos, como informantes, sin que se dieran cuenta de ello. Les sonsacaba maravillosamente, con todo candor e inocencia, incluso le ayudaban recogiendo los frutos de sus pequeñas estafas, de sus ventas por Ebay, y de sus chanchullos varios.

Cristo era un maestro estafador, y, como tal, mantenía a todo su entorno totalmente engañado, para su tranquilidad. ¿Quién le iba a robar al Cristo, si vivía de su mamaíta?

Esta era la vida de Cristo, antes. Esas eran sus armas: la inteligencia y el engaño. Pero, durante aquella redada nocturna, primó algo que anuló esas armas: el instinto de supervivencia. Usó el truco del idiota, se aseguró de quedar al margen de la actividad delictiva de su clan, y la cosa le salió a pedir de boca. Lo bordó de tal manera que se quedó solo.

¡SOLO!

¡Que terrible palabra para él! ¡Que cruel infortunio! ¿Qué iba a hacer él solo? ¡Nunca había estado solo! La casa de sus padres, y las de sus demás familiares, formaban una sola manzana. Casas adosadas y amontonadas, pisando unas sobre partes de las otras, en una mescolanza arquitectónica tan típica de la vieja costa gaditana. Se habían abiertos puertas que comunicaban a través de los patios y terrazas, permitiendo así pasar de una a otra casa, sin pisar la calle. Se habían reformado sótanos y bodegas, para almacenar “productos que no podían ser dejados a la intemperie”, y existían garajes comunales, con vehículos que no estaban registrados a sus nombres.

Las pocas mujeres que no fueron inculpadas debían hacerse cargo de dieciséis churumbeles, entre grandes y pequeños. Mientras las madres no dilucidaran sus problemas legales y fueran excarceladas, no tenían tiempo, ni ganas, de ocuparse del bienestar de Cristo. No le faltaría un plato de comida, pero nada más.

¿Quién le haría la cama? ¿Quién lavaría y plancharía sus camisas preferidas con tanto esmero como ponía su hermana Flor? ¿Quién iría a comprarle sus coleccionables de Dungeons & Dragons? ¿Quién le haría sus papas a lo pobre con huevos fritos? ¡Su máma ya no estaba, ni nadie de su familia!

Pasaron los días y Cristo se deprimía cada vez más. Los dos abogados del clan, uno de ellos también gitano, hablaron con él. Había sido una operación conjunta de la Guardia Civil y la Gendarmería Francesa. Había muchas pruebas contra el clan y el juez no iba a dar órdenes de libertad vigilada. Si todo salía bien en el juicio, los primeros en salir tardarían un par de años, al menos.

Cristo se lamentaba y retorcía las manos. ¿Y si contrataban uno de los grandes abogados españoles? Sería tirar el dinero. Ningún abogado podía sacar de la cárcel al pápa Diego, ni a la máma Encarna, ni aún menos a los hijos, artífices directos de los delitos imputados.

Convencido finalmente que no podía ayudar en nada a su familia directa, se refugió en casa, aislándose de todo. Algo que tampoco le funcionó, por supuesto.

El Saladillo es un barrio de someras oportunidades. La caída del clan Armonte iniciaba el ascenso de otra familia, esta vez los Mataprobes. Estos gitanos foráneos, de Málaga, nada menos, eran mala gente, en verdad. Habían sobrevivido dedicándose a asuntos mucho más denigrantes que el contrabando y el trapicheo. Ellos trataban con mafias que traficaban con personas, con esclavitud y prostitución, con miseria humana. Y siempre necesitaban más espacio.

Espacio es lo que tenían de sobra los Armonte, mucho espacio y nadie para defenderlo. Esto quedó en evidencia cuando dos mataos, como se les llamaba a los miembros del clan rival, llamaron a la puerta de Cristo. Era una reunión de tanteo, los Mataprobes querían toda la manzana de casas, por un ridículo precio. Necesitaban un cuartel fuera de los muelles y sabían que todo podía ser suyo, sin resistencia.

Cristo se excusó en que él no era nadie para tomar una decisión así, y que tendría que preguntárselo al patriarca, mediante los abogados. Los mataos le dieron diez días para una contestación, y se fueron, pisando tan fuerte como vencedores, como nuevos amos.

¡Diez días! ¿Qué podía hacer en diez días? Y, envuelta en un apreciado olor a pescaíto frito, le llegó la inspiración.

Necesitaba a alguien que se ocupara de él, con agrado, con voluntad, no alguien pagado, sino de la familia. Solo tenía que encontrar más familia, aunque no estuviera en Algeciras. Y, con esa referencia solo estaba su tía Rafaela, la Innombrada.

Bueno, eso de la Innombrada era una larga historia. Tía Rafaela era la hija más pequeña de pápa Diego, la hermana menor de su madre. Había sido su ojito derecho, y la más guapa de las gitanas. Se decía que tenía el arte en las venas y bailaba como los ángeles. La máma solía decir que ellos tenían la culpa, que de tanto decirle eso, la niña se lo había creído.

El caso es que, al cumplir los dieciocho, decidió no obedecer al pápa Diego y se escapó, dejando en la estacada al gitano que su padre había buscado para casarla. En la carta que dejó, decía que se iba a hacer las Américas, y, la verdad, por lo que se supo de ella, entró en una compañía de baile.

Aún no era tarde para tía Rafaela. Había transgredido el deseo del patriarca, pero no había cruzado el límite establecido. Entonces, envió una carta y una foto, anunciando su próxima boda… ¡con un negro! Las gitanas más viejas quemaron la foto rápidamente, ya se sabe, por el mal de ojo y eso.

No es una reacción racista, pero los gitanos son muy ordenados en cuestiones étnicas. Ya sabéis, los gitanos con los gitanos, los moros con los moros, y los negros con los negros. Demasiado tenían con aguantar que les montaran un locutorio junto a sus casas, o les vendieran un falso Rolex en la playa.

Al menos, Cristo pensaba así. El fulano en cuestión tenía buena pinta en la foto. Alto y macizo. Al parecer, era otro bailarín y se habían conocido en la compañía. También hay que decir que no era lo mismo un negro bailarín de Estados Unidos que un negrata asesino de Sudán… pero, el problema era que… era “mu” NEGRO…

¿Tú has visto alguna vez una gitana casada con un negro? ¡Pues eso!, se decían unos a otros, pasándose la carta en la que se explicaba el compromiso y la boda.

Cristo siempre creyó que, en aquel momento, se le hizo la cruz a su tía. Por lo menos, es lo que recordaba, pues debía de tener unos ocho años por aquel entonces. No supieron nada más de ella después de aquello. Por supuesto, nadie del clan fue a la boda. El pápa Diego decía que eran muchas horas, subido a un avión de esos para él, y, si él no iba a la boda de su hija, ¿Quién era el guapo que le llevaba la contraria?

Pero tía Rafaela no había alcanzado aún su límite personal. Lo hizo con un telegrama, cinco años después. Corto, escueto, y diáfano:

“Papa stop divorciada del negro stop honra recuperada para clan stop te quiero stop Rafaela.”

Cristo recordaba perfectamente la que se lió ese día en toda la manzana Armonte. Rafaela era un desprestigio, una deshonra para las reglas gitanas, según todos. No solo desobedeció a su padre y no se casó con el designado, huyendo, sino que se casó con un negro, y ahora… comunicaba con orgullo, que había hecho que ninguna gitana de Cádiz, ni de España, por lo que sabía el pápa, se hubiera atrevido a hacer.

¡Se había DIVORCIADO!

Los gritos del patriarca asustaron a los niños aquella tarde. ¡Las gitanas no se divorciaban! ¡Morían al lado de sus maridos, aunque no les dirigieran más la palabra desde el día de la boda! ¡El matrimonio era sagrado y para toda la vida! ¡Si había que matarse, eso quedaba en la intimidad del matrimonio! ¡Sangre si, divorcio no!

Ese fue el día que declararon a su tía Rafaela Innombrada. O sea, que nadie volvería a nombrarla en presencia del patriarca y de la familia, que su nombre se borraría de los anales del clan, que nadie la recordaría, ni la llamaría, ni se comunicaría con ella. El ostracismo total, en suma.

Cristo se rió, sin alegría. Ahora, él pretendía buscar a la exiliada y conseguir que le aceptara. Todo un desafío.

Tomada esa decisión, Cristo se sintió con nuevas fuerzas. En el fondo, se trataba de un nuevo proyecto de estafa, y, para ello, debía cambiar totalmente su imagen. Así que decidió que era el momento de realizar el Milagro. Llevaba mucho tiempo guardando ese “milagro” en su manga, para el día que le pudiera salvar el cuello, y, al parecer, ese día había llegado. El problema es que lo había diseñado para que hubiera muchos testigos, cuantos más mejor, y, en ese momento, estaba más solo que un esquimal en el Sahara. Pero no podía elegir.

Bajó sus pies de los soportes de su silla, se aferró a los brazos y, con un gran suspiro, despegó el trasero del cojín terapéutico. Se puso en pie, con las rodillas temblando. Había preparado muchas veces el balbuceo que debía de surgir de sus labios, y, finalmente, la sorprendente exclamación que atraería la atención de todos sobre su persona. “¡Milagro! ¡Es un milagro de Nuestra Señora… puedo andar!”

Hubiera quedado genial, con su rostro transfigurado, extasiado al poder sostenerse en pie, tras largos años. Lástima, no había nadie, salvo el canario de la jaula, que no le hacía le más mínimo caso.

Flexionó sus piernas con cuidado, para que no se le acalambraran. Cristo solía escaquearse una hora, todos los días, y caminar, pero aún así, sus piernas estaban débiles. Se dijo que tendría que fortalecerlas desde ese mismo momento. Así que nada de ascensores, ni vehículos, a no ser que fueran necesarios.

Plegó la silla de ruedas y tomó una de anea, sentándose ante su portátil. No le costó demasiado encontrar posibles pistas de su tía, gracias al Facebook. Buscó los apellidos combinados y encontró algunas direcciones. La más prometedora, una tal Rafaela Buller Jiménez, de Nueva York, que trabajaba como profesora en la prestigiosa Academia Juilliard. Dejó mensajes en todas, en inglés y en castellano, y, a la noche siguiente tuvo una respuesta prometedora, desde la Gran Manzana.

“Mi nombre de soltera es Rafaela Jiménez Cárdenas y, si, pertenezco al clan Armonte. ¿Quién eres?”, le escribió su tía, aceptando su invitación a charlar.

Cristo, con sonrisa ladina en la boca, se lanzó a escribir y detallar cuanto tenía maquinado, hasta que apareció, en una esquina de su monitor, una invitación para utilizar cámara. Pulsó el enlace, aceptando, y el rostro de una mujer morena, de exótico semblante y mediana edad, llenó la pantalla. Apenas la reconocía, pero aquellos ojos eran Armontes, seguro.

― Cristo, ¿eres tú? ¿Mi sobrinito? – preguntó ansiosamente la mujer, casi metiendo su nariz en la cámara, y con un gracioso acento yanqui en su gaditano natal.

― Zi, tita, Zoy Cristo.

― Ay, eras un monicaco tan chicuelo cuando me fui – repuso ella, con las lágrimas saltadas. – Me alegro mucho de verte, sobrino…

Estuvieron charlando buena parte de la noche; ella poniéndose al día de cuanto había sucedido en el clan, él sonsacándole los detalles interesantes y necesarios para su futuro. Tía Rafaela, Faely para sus amigos yankis, trabajaba, desde hacía años, como modista y profesora de arte flamenco en la Academia Juilliard, una de las más importantes escuelas de Artes Escénicas del mundo. Tenía cuarenta años, vivía en un apartamento mediano del Upper West Side, junto con su hija, Zara, de diecisiete años. No tenía novio, ni nuevo marido, por el momento.

― Así que… ¿estás solo? – le preguntó su tía.

― Zi, tita, más zolo que la una. Están tos en el talego, y parese que va pa largo…

― Pobrecito…

― Pero ese no es el problema, tita. Los chungaletos del barrio me van a comer. No puedo defender mi casa, soy mu enclenque, ya sabes…

― Si, si, Cristo, tú no te enfrentes a ninguno de ellos, que te harán daño. ¿No tienes ningún sitio para refugiarte?

― No, tita. Tengo algo de dinero, pero no zé que hacer. ¿Me voy a un hotel? Se comerá la pasta que tengo… ¿Alquilar una caza fuera del barrio? ¿Yo zolo? No puedo hazer la mitad de las cozas…

Su tita asentía, comprensiva, tragándose ingenuamente la exposición de la trola, de la estafa. Cristo estaba contento por como se desarrollaba el asunto. Él no la pedía nada, no insinuaba nada, solo exponía y contaba. Alternaba una chanza sobre el barrio, con algún problema personal, y dejaba que todo ese flujo de información, tanto errónea como auténtica, fluyese por el desentrenado cerebro de su tía.

Ese astuto procedimiento duró tres días; tres días en los que se reencontraron, tía y sobrino, ante la webcam, teniendo en cuenta las seis horas de diferencia. Así que Cristo trasnochaba mucho, pero no le importaba. No solo estaba consiguiendo un nuevo sitio para vivir, sino que descubrió que tía Rafaela era una mujer muy divertida, totalmente diferente a cuanto conocía nuestro gitano. Era culta y abierta, algo de lo que las mujeres gitanas de su tierra carecían. Además, era hermosa. Si, que el Señor le perdonara, pero, por lo que podía ver, su tía Faely estaba pa mojar sopas… muchas sopas. Por otra parte, su hija Zara, a la que Cristo aún no conocía, había acabado la secundaria y había sido aceptada en una agencia de modelos o algo así, y se pasaba varios días de la semana fuera de casa. Tía Faely no estaba, al parecer, acostumbrada a estar tampoco sola…

Así que, al cuarto día, Cristo escuchó las palabras que estaba esperando.

― Mira, Cristo, no sé como te va a sentar esto. Ya sabes que yo ya no soy nadie en la familia, pero tengo una habitación de sobra. Lo he estado hablando con Zara y está de acuerdo. Tú te defiendes bien con el inglés y podrías encontrar un trabajito aquí…

― ¡Tiiita! ¡De verdad?

― Claro, sobrino. No puedes quedarte ahí… tirado como un perro…

― ¡Oh, grazias, muchas grazias! No te vas a arrepentir, ya verás… No daré un ruido y compartiremos gastos…

― No hace falta, Cristo. Arregla tus cosas y toma un vuelo. Te esperamos…

Cristo tenía pocas cosas que arreglar. De hecho, casi imitó al coyote de los dibujos del Correcaminos, haciendo un par de maletas, donde metió lo que en verdad necesitaba. Nada de ropa cutre, que iba a Nueva York, no a las fiestas del Carmen. Cristo era gitano, pero conocía el punto de horteras que su raza tenía. Se dijo que ya compraría ropa nueva allí, en tiendas con renombre. Su pasaporte, como buen gitano, siempre estaba en regla y a mano, por si había que salir corriendo, y solicitó un cambio de cuenta para el ingreso de su pensión de invalidez. Tuvo el cuidado de repartir sus ahorros – cerca de ochenta mil euros – en diversos bancos virtuales, a los que podía acceder desde cualquier parte del mundo. ¡Y se encontró preparado para partir!

New York, here I come!

El inglés de Cristo era bueno, en verdad, pero aprendido en el Peñón, entre piratas gaélicos, irlandeses, y toda la fauna que pululaba por allí. Así que era un idioma abierto, salpicado de palabras españolas, y con un fuerte acento andaluz. Cristo había pasado muchos veranos sentado en los almacenes de La Línea y de Gibraltar, escuchando hablar a los ingleses, y, al final, tratando con ellos, por negocios. Ya se vería si su inglés era suficiente para sacarlo de apuros en Nueva York, pero suponía que con la ayuda de su tía y de su prima, no le costaría demasiado esfuerzo conseguir hasta acento neoyorquino.

Solo le quedaba la cuestión del viaje. En un principio, Cristo estuvo tentado de viajar en un carguero de su conocimiento. De esa forma, no quedaría constancia de su salida del país, pero no estaba dispuesto a pasarse veinte días asomado a la borda, vomitando como un perro. Cristo se mareaba hasta en el carrusel, así que no digamos de un barco. El caso es que nunca había volado y le daba un poquitín de miedo. Pero, finalmente, se dijo que él era el Cristo, y que no se iba a achantar por un maldito avión. Si tenía que caerse, mejor hacerlo de diez mil metros. Confirmó por la red un billete para Nueva York, con escala en Madrid, para el mediodía del día siguiente.

Aquella noche, cuando comunicó a su tía su viaje, se sintió tan eufórico que tomó de nuevo, tras muchos años, su vieja guitarra, arrancándose por soleares y fandanguillos, para placer de su tía.

― ¡Prepárate, Nueva York!

Lo mejor del clan Armonte te va a poner a prueba.

Un gitano de Cádiz va a pasearse por tus calles y a trajinar con tu gente…

¡Amos a ver si le caes bien al Cristo! – se atrevió a canturrear.

Casi no pudo dormir aquella noche. Estuvo buscando información sobre Nueva York, sobre sus distritos, sus monumentos, sus parques, y todo cuanto se le ocurrió. Visionó galerías y galerías de fotos, hasta hacerse una idea general, Había toda una galería – un montón de fotos – dedicada al Upper East Side, el barrio pijo por excelencia de Manhattan, y Cristo se animó, pensando que él solo lo vería desde el otro lado del río.

Durmió un par de horas, y se levantó con el mismo ánimo que cuando tenía siete años y esperaba a los Reyes Magos. Aún no habían dado las siete de la mañana. El autobús que le llevaría hasta el aeropuerto de Málaga salía temprano. Despertó a uno de sus primos, Luis, cortito y robusto, justo lo que necesitaba. Le pasó un billete de veinte euros por la nariz, que acabó de despertar completamente al chico.

― Primo, cucha, tengo que zalir de viaje, pero necezito que me lleves las maletas, pisha – le susurró Cristo.

― Pero primo… ¡Andas! – se asombró el zagal, echando los pies al suelo.

― Zi, primo, zi, pero me canso enseguía. ¿Me vas a echar un cable?

― Que si, primo, que si. Dame un minuto, Cristo.

La parada no estaba lejos, pero si estaba fuera del Saladillo, en la barriadaLa Juliana, cruzando la autovía. Cuando llegaron, el autobús estaba presto a salir. El chofer le colocó las maletas en el vientre de la bestia y Cristo le pasó otro billete a su adolescente primo.

― Tú no me has visto hoy, ¿entendido?

― Si, primo, pero… ¿si preguntan por ti?

― Voy a arreglar unas cozillas en Málaga, y volveré en unos días. Eso es todo.

― Bien, Cristo. Me gusta verte andar – le dijo el chico al despedirse, dándole dos besos en las mejillas.

Cristo se relajó en cuanto el autobús arrancó. Al salir de Algeciras, ya estaba dormido, con la frente apoyada en una de las cortinillas, y siguió así hasta llegar a Torremolinos. Eran las nueve y media de la mañana, y había un tráfico infernal en la autovía que circundaban los grandes polígonos extraurbanos de Málaga. Vio algunos aviones a baja altura, cruzando la carretera, disponiéndose a tomar tierra. Sonrió. Pronto él iría en uno de esos.

Cristo había leído todo sobre los vuelos comerciales, las terminales, y sus distintas funciones. Pero una cosa es leerlo y ver unas cuantas fotos, y otra deambular por el tercer aeropuerto de España. ¡Coño! ¡Se sentía enano y perdido en aquellas salas inmensas, llenas de carteles y señales! Pero, como tonto no era, buscó el nombre de la compañía con la que volaría, entre decenas de mostradores. Finalmente la encontró y había un jovencito muy bien vestido y muy guapito, con una sonrisa que, sin duda, se había pintado en la cara antes de salir de su casa, porque apenas movía los labios al hablar.

Le dijo su nombre y pagó el billete reservado. El joven fue muy amable, como lo era con todos, al parecer, y le indicó, paso a paso, lo que debía hacer. Consignar el equipaje, uno poco más allá, donde estaban las colas de viajeros, y después acudir a la puerta de embarque 6, donde llamarían para dar entrada al vuelo Málaga-Madrid. Parecía simple, en verdad.

Ahí fue donde Cristo empezó a echar de menos su silla de ruedas. Ponerse a la cola de la consigna, le jodió un montón. Le dolían los pies por llevar tanto tiempo en pie, así que se sentó sobre una de las maletas. Con la silla, todo era más fácil. Ya se hubiera saltado la cola. Se divirtió mirando y evaluando los distintos tipos de viajeros, intentando adivinar de donde eran, hacia donde iban, si eran familia o cónyuges… Una rubia alta y esbelta, se colocó casi frente a él, en otra cola, portando unos leggins azulones que marcaban todo su culito y entrepierna. Estaban tan pegados que Cristo no pudo ver señal alguna de ropa interior.

“¿A qué no sabéis cómo se les llama a esos pantalones en el barrio del Saladillo? Pantalones de sordomudos. ¿Qué por qué? Porque se pueden leer los “labios”. Cristo se rió para si misma de su propio chiste. Empezaba a disfrutar de su viaje y acabó olvidando la silla de ruedas.

Facturó el equipaje y solo se quedó con una pequeña mochila, donde llevaba la documentación, unos pañuelos, unas llaves, el móvil, el iPad, y algo de dinero. Dio un bonito paseo, mirando las diferentes tiendas del aeropuerto hasta pasar el control de embarque. Tantos picoletos juntos le pusieron nervioso. Ya se sabe que es algo genético entre los gitanos. Con solo vislumbrar el uniforme de la Guardia Civil, les zurren las tripas. Pero Cristo se dijo que estaba limpio de polvo y paja, y acabó buscando la puerta seis.

Una hora más tarde, estaba a bordo de un jet de aspecto reluciente, con capacidad para una cincuentena de pasajeros. Le encantó el pasillo neumático que le condujo desde la terminal al aparato, así como el uniforme ceñido de las dos azafatas. Buscó su asiento y se sentó. Sintió unas ganas terribles de orinar, se desató y buscó el lavabo. Sabía más o menos donde estaba por todas las películas que había visto, pero le impresionó su estrechura. Menos mal que él era menudo también. Regresó a su asiento y no olvidó ponerse el cinturón. Estaba encantado con todo lo que veía hacer a la gente. Como colocaban su equipaje de mano en las portezuelas superiores, como toqueteaban los controles de aire y luz sobre sus cabezas, como movían los respaldos de sus asientos, cerraban ventanillas, o pedían cosas a las azafatas.

Estas, con sempiternas sonrisas, asentían y atendían a todo el mundo, pero, en realidad, no realizaban ninguna tarea que cristo percibiera. Una de ellas, se puso en el centro del pasillo, mientras que la otra tomaba un micrófono. Fue explicando donde estaban las salidas de emergencia, los chalecos salvavidas y las máscaras de oxígeno, como si eso sirviera de algo si el pájaro dijera de plegar las alas.

Cristo notaba la vibración de los motores al ralentí bajo sus nalgas, en el extremo de sus dedos, en el interior de su boca. Estaba impaciente por experimentar lo que había escuchado tantas veces a amigos y parientes. Las azafatas se retiraron y el avión empezó a moverse, con una suavidad que le impresionó. Giró sobre si mismo, al cabo de un par de minutos de rodar, y empezó a acelerar, como un gran deportivo. Cristo sintió su cuerpo pegarse al asiento y pensó: “¿Cómo coño puede un bicho así acelerar tan rápido?”

Ya no pudo seguir pensando. Su estómago pareció quedarse atrás, olvidado. El avión estaba volando y se empinaba cada vez más, subiendo y subiendo. A través de la ovalada ventanilla, Cristo comprobó como la pista y el suelo, en general, se quedaba atrás. Se santiguó velozmente.

― ¡Dulce Niño Jesús y su mamaíta, La del Gran Poder!

Poco después, una azafata le ofreció café. Él prefirió una infusión, para recuperarse de la impresión. Le sirvieron la tisana con dos galletitas envueltas en una monada de envase. Con una sonrisa, se preguntó cuantos de estos paquetitos se tragaría su primo Mofletes para una merienda de las suyas…

A poco de una hora, estaban aterrizando en Madrid. Toda otra impresión para él. Parecía que se iban a escoñar todos contra el suelo, pero, de alguna manera, las ruedas tocaron tierra, y entonces, creyó salir despedido por la fuerza del frenazo. Al bajar, una de las azafatas que les despedían, siempre sonriendo, anunció que aquellos pasajeros que continuaban viaje hacia Nueva York, tenían que cambiar de nave, y debían presentarse enla T4, la terminal internacional, en la puerta 18. Disponían de una hora para ello.

Si el aeropuerto de Málaga, había impresionado a nuestro gitanito, imagínense la monstruosidad de Barajas. Se quedó patidifuso, mirando al altísimo techo con los mismos ojos redondos que un pececito nadando en agua de marihuana. Menos mal que no tuvo que andar, sino que una cinta transportadora llevó a decenas de pasajeros de un edificio hasta el otro. Por un momento, recordó sus maletas, pero, al mirar a los demás viajeros, comprobó que muchos de ellos solo portaban bolsitos de manos. Alguien se ocuparía de que el equipaje les siguiera, se dijo.

Esta vez, un extraño autobús llevó a una veintena de viajeros hasta donde se encontraba el avión. Cristo quedó maravillado con el nuevo aparato, era, al menos, dos veces más grande que el que le había traído hasta allí.

Escuchó a otros pasajeros comentar que era 767 dela Lufthansa, proveniente de Berlín y con destino a Nueva York. Como un niño con zapatos nuevos, subió la escalerilla de cola, reservada para la clase turista. Nada que ver con la otra aeronave, no, señor. Tres filas de asientos, separadas por dos amplios pasillos. Dos asientos juntos, en los flancos y tres lineales, en el centro. El suyo estaba en el flanco derecho, en el pasillo, y casi de los últimos, pegado a la cola. Se preguntó si podría echar un vistazo a Primera Clase. A su lado, tenía un hombre mayor que leía el periódico, totalmente abstraído.

Esta vez, había cuatro azafatas. El uniforme era de un color verde y amarillo, y las chicas un tanto fornidas para su gusto, pero, ya se sabe, eran… tetonas… ¿teutonas?

Cristo asistió al mismo ritual que realizaron las auxiliares de vuelo en el otro avión, salvo que tardaron más. Estaba a punto de dar la una, cuando el poderoso avión se deslizó por la pista. Cristo repitió su gesto fervoroso, pero esta vez pronunció una fórmula diferente:

― ¡Zan Pedro, ahora que vamos a zubir a tu terreno, no mus dejes caer de golpe, has el favor!

Una suave risa le hizo volver el rostro. Una de las azafatas, una rubia que hacía dos veces el cuerpo de Cristo, estaba sentada detrás de él, en un asiento que estaba solo, colocado contra la mampara, sin duda dispuesto para el personal. Se estaba colocando el cinturón y le guiñó el ojo.

― No te preocupes, chico. Este avión es nuevo… aún no está pagado… así que no caerse – le susurró con un fuerte acento germano.

“¿Chico? ¿CHICO?”, rumió Cristo, sin ni siquiera prestar atención al despegue. ¡No era ningún chico! ¡Esa potranca era, sin duda, más joven que él! Antes de nivelarse el aparato, la azafata se levantó y él la miró más atentamente. Era toda una valkiria, de pelo rubio, recogido en una gruesa trenza, y senos suficientes como para amantar, ella sola, a todo un orfanato. Sin embargo, poseía un rostro muy dulce, con unos ojos azules muy bonitos. Cristo le hizo una seña para que se inclinara, y, cuando lo hizo, le susurró al oído:

― No zoy ningún chico, rubia.

La azafata estudió atentamente sus ojos y sus rasgos, y descubrió huellas significativas, lo que la hizo enrojecer.

― Lo siento, excúseme. No le había mirado bien. Creí que era usted más joven.

― No hay problema alguno, zeñorita. Errar es de humanos, aunque usted no parece mu humana, que digamos – le dijo, envolviéndola en una larga mirada.

― ¿Ah, no? – ella pareció confusa.

― No, tienes tol aspecto de una máquina de guerra, chavala. Habrá que firmar un pliego de responzabilidad para hazer manitas contigo, mare mía…

Enarcó una ceja y, de pronto, se echó a reír, llamando la atención de los demás pasajeros cercanos.

― Lo he entendido bien – dijo, tapándose la boca con una mano. – Mi español está un poco oxidado, lo siento. Ha sido muy gracioso y… galante. Hasta luego.

― ‘ Ta luego, jamona.

Aquellas palabras le sirvieron para disponer de la atención personal de Ingrid, que así se llamaba la valkiria. Tras el almuerzo, le trajo café y un whiskicito, un obsequio de ella para que hiciera tiempo a que terminara de servir al pasaje. Después, se sentó con él a charlar,

Ingrid hablaba cuatro idiomas, casi a la perfección, y le gustaba aprender giros locales. Se quedaba alucinada con el acento y las expresiones coloquiales de Cristo. Se reía e intentaba repetirlo con tanta gracia como él, pero le resultaba imposible.

Dos hora más tarde, cuando se tomó otro descansito, le preguntó por el motivo de su viaje. Cristo se sinceró con ella. Necesitaba desahogarse desde la noche del arresto masivo, y acabó derramando alguna furtiva lágrima, a pesar de su engreimiento gitano.

― Oh, pobre Cristóbal… estás triste – le abrazó Ingrid, atrayendo su carita hasta posar la mejilla sobre una de sus poderosas tetas. – Suéltalo todo… desahógate, mi niño…

Cristo ya había visto anteriormente esta reacción en las mujeres que frecuentaba, aunque era la primera vez que lo veía en una tía tan buena como Ingrid. Pero lo observó en chicas gitanas y en ciertas putas. Él lo llamaba la vena maternal; Cristo la hacía surgir en ellas, por algún motivo. Y ahora, se encontraba sujetando las ganas de morder ese pedazo de tetaza que tenía a centímetros.

“Zi, niña, zi… zi que iba a soltarlo tooo. M’ iba a desahogar yo contigo tol rato”, pensó, olisqueando el perfume de la azafata.

CONTINUARÁ…

P.D.: opiniones y comentarios más extensos o personales a janis.estigma@hotmail.es

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Relato erótico: “Cómo seducir una top model en 5 pasos (02)” (POR JANIS)

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SECRETARIA PORTADA2Nota de la autora: Debido al desconocimiento (nunca he viajado a Estados Unidos), he cometido un fatal error en el viaje de Cristo. No es tan fácil acceder a los Estados Unidos. Se supone que a la hora de reservar o comprar el billete de avión, se debe cumplimentar el formularios ESTA (Sistema Electrónico para la Autorización del Viaje a Estados Unidos) en vigencia desde el 20 de marzo del 2010. Así mismo, hay que abonar una tasa de 14 dólares en concepto de gastos de gestión y promoción del turismo.

Sin títuloAsí que hemos de suponer que Cristo rellenó también este formulario, en el momento en que reservó su billete para Nueva York, todo por Internet (que es lo que se suele hacer). Se piden datos personales, del pasaporte, del vuelo que se va a tomar, y las direcciones de donde se hospedará. Además, hay que contestar a una serie de preguntas, del estilo de si padecemos alguna enfermedad contagiosa o si hemos participado en crímenes de guerra, entre otras lindezas. De otra forma, jamás hubiera podido subirse al avión que tomó en Barajas.

Episodio dos. El Centro de Jubilados.

Harto de estar sentado, y nervioso por estar encerrado en aquel cacharro a Dios sabía cuantos metros de altura, Cristo paseó un rato por el pasillo del aparato. Echó un par de vistazos a la zona de Primera Clase, aunque no pudo ver gran cosa, pues las azafatas mantenían corridas las cortinillas, y, finalmente, fue a ver qué hacía Ingrid.

La voluptuosa azafata estaba preparando bandejas de canapés para repartir antes del nuevo almuerzo, porque, como había comprobado Cristo, en aquel maldito trasto no atardecía; el sol seguía estando alto, a pesar de que el reloj de su muñeca siguiera marcando otro horario. No había leído mucho sobre cómo se movía nuestro planeta. Las cosas de ciencias no le habían interesado nunca, así que solo intuía a que era algo que sucedía cuando se volaba en el camino del sol. El tiempo parecía no contar… pero le habían dicho que la hora programada de llegada, era a las ocho y cuarenta y cinco, “hora de Madrid”.

Aquella puntualización le tenía mosca. Esa coletilla la había escuchado más veces, sobre todo viendo la Fórmula 1. A saber qué hora sería cuando llegaran a Nueva York…

Cristo, con mucho respeto por el trabajo de su nueva amiga y de sus compañeras, que solían aparecer por el diminuto office a cada instante, se pegó a un costado del aparato, las manos apoyadas en el compacto fuselaje. De esta manera, inició una amena conversación que Ingrid podía seguir, sin apenas mirarle.

― ¿Tuviste problema con el formulario ESTA? – le preguntó la azafata, abriendo un bote de pepinillos.

― Rellené un tonto cuestionario al rezervar los billetes. Me obligaron a zacar pasaje de ida y de vuelta. ¡Eso no es mu educado, que digamos!

Ingrid se rió levemente.

― Los americanos son así, Cristo. Normas y más normas. Siempre están ondeando su bandera de las oportunidades, de los derechos e igualdades, pero, en el fondo, son muy celosos de su intimidad, de sus posesiones. Quieren mostrarlas, pero que nadie las… ¿fisgonee? ¿Se dice así?

― Zi, wapa, bien dicho todo. Viajo zin visado, lo que me permite noventa días de estancia.

― Suerte que eres español. Los americanos tienen muy bien vistos a los europeos. De otra manera, hubieras tenido que sacar un visado y un permiso de visita, con meses de antelación.

― Ya veo. Zon unos vacíaos…

La opulenta rubia le miró, extrañada por la palabra.

― Que no tienen ná aquí dentro, sin ética… — le explicó, golpeándose el pecho.

Ingrid asintió, sonriendo de nuevo. Siguió untando panecillos. Hasta que empezó a hablar de nuevo, muy suave.

― Cuando aterricemos, tendrás que pasar por la aduana. Intenta no hablar en español, no te salgas de la fila que te toque, ni mires con descaro. Los agentes de Inmigración no tienen humor, ni paciencia. Contesta a todo cuanto te pregunten, en inglés si es posible, y con educación. Cuando te pregunten por el motivo de tu visita, con tu aspecto, lo mejor es que contestes “por placer”, que vienes a visitar a tu tía.

― Es la verdá, rubia.

― ¿Llevas algún aparato raro en las maletas?

― Mi portátil.

― ¿Usado?

― Desgastao más bien – sonrió Cristo.

― Mejor. No creo que tengas ningún problema. Después, si piensas quedarte más tiempo, o encuentras trabajo, tendrás que ir a pedir un visado y un permiso de residencia. Pero supongo que con el aval de tu tía, no tendrás problemas.

― Ezo espero. Me gustaría probar a vivir en Yankilandia un tiempo. Me han dicho que las neoyorquinas zon mu hermosas.

― ¡También tienen fama de frías!

― Entonces, zolo hay que calentarlas, ¿no? – los dos se rieron, con la chanza.

― Anda, vuelve a tu asiento, que vamos a empezar con la cena.

― ¿Cena? Zi es de día, coño.

― No importa, los estómagos de los viajeros no entienden de diferentes usos horarios. Solo saben que hace casi cinco horas que comieron y claman de nuevo.

― Eso zi, pero a mí me vais a matar, mi aaarma. ¡Qué tengo el estomaguito mu delicado! Mi máma preparaba platicos especiales pa su Cristo…

El John Fitzgeral Kennedy, uno de los mayores aeropuertos del mundo. Eso era algo que ya sabía, pero no estaba preparado para su dimensión física.

“¡Coño! ¿Es que viene la Estatua de la Libertá a jugar al fútbol aquí, pa que esto sea tan grande?”, ese fue el primer pensamiento de Cristo al desembarcar enla Terminal1. Estuvo un rato esperando a que su equipaje llegara y, aprovechó para cambiar la hora de su reloj. No eran las nueve de la noche, sino las tres de la tarde. Lo había pillado en cuanto se lo explicaron. Era lo que él había supuesto, por la rotación, pero… ¡seis horas de diferencia! Hoy había almorzado dos veces, se rió. Cuando llegaron las maletas, el grupo de pasajeros extranjeros se dirigió, como un rebaño de cabras, al mostrador de Inmigración.

Estuvo en un tris de volver a adoptar su famosa expresión “pública”, pero lo pensó mejor. Ahora que estaba en suelo americano, no debía arriesgarse a que un tonto contratiempo le arrebatara la oportunidad. Además, los polis de aquí no le daban tanto respeto como los Civiles de España.

Contestó educadamente a las consecuentes y obligadas preguntas, que todos hemos visto en incontables ocasiones, en otras tantas películas, con su mejor pronunciación de inglés, y, con un golpe seco de tampón, su pasaporte fue sellado.

Allí, en aquellas inmensas salas, llenas de gente apresurada, Cristo parecía aún más desvalido de lo que era. Cualquier ojo poco habituado, le confundiría con un jovencito acojonado, que se aferraba a su bolsa y su maleta, observando el apoteósico mundo que le rodeaba.

Pero, en realidad, Cristo estaba calibrando sus opciones. Escuchaba las chácharas a su alrededor, comprobando que, con un poco de atención y práctica, pronto cogería el pulso del idioma. No era un idioma tan diferente al del Peñón, solo que más rudo, más nasal aún. Por otra parte, la estatura media de la gente le dejaba un tanto enano. En Algeciras, la gente no era tan alta, y los guiris estaban lejos, coloraítos como gambas cocidas, en los hoteles de Tarifa. Era algo a lo que tendría que acostumbrarse, se dijo, echando a andar, arrastrando las ruedecillas de su maleta.

Ingrid le había despedido con dos fuertes besos en las mejillas, apretando de nuevo aquellos turgentes senos contra su pecho. Le había dado su número de teléfono y, finalmente, la azafata le prometió que le llamaría si disponía de un día libre en Nueva York. Cristo ya no sabía si aquello tenía que ver con la vena maternal o con una calentura de caballo, pero no sería él quien se negara el placer de quedar con la teutona. Cristo era un tipo muy convenido y aprovechado, de hecho, llevaba siéndolo toda su vida.

Salió a la zona de recibimiento, donde los familiares y amigos esperan a los viajeros. Enseguida vio a su tía, inconfundible su apostura entre los demás. Se ocultó detrás de una gran maceta, de anchas hojas, observándola. Quería hacerse una idea de cómo era su tía Rafaela, antes de presentarse.

En primer lugar, ya no parecía gitana. Así, en vivo, podía verlo mejor que a través de la cam. En contra de cualquier costumbre caló, llevaba el pelo corto, peinado como un chico, pero hacia la izquierda, con una raya que parecía hecha con un tiralíneas. El cabello, oscuro y fuerte, se levantaba, rebelde, en la punta de su largo flequillo, y era muy corto sobre la nuca. Estaba lejos para distinguirle los ojos, pero los había visto estupendamente cuando charlaba con ella, volcada sobre la cámara. Unos ojos grandes, perfilados y sombreados con mucho estilo, de manera diferente a como Cristo estaba acostumbrado a ver a las mujeres. Cristo había crecido con mujeres gitanas, llenas de costumbres gitanas, maniatadas por tabúes gitanos, y, ahora, estaba ante una gitana libre, una gitana de Nueva York, que demostraba todo el potencial que podía alcanzar una hembra de esta etnia. Por ello, Cristo se prendaba de aquellos ojos, que mostraban el embrujo caló, pero que, al mismo tiempo, resultaban tan exóticos y ensoñadores, que podía hundirse en esas pupilas marrones y negras.

Tía Rafaela poseía una nariz con carácter, ligeramente curvada y afilada, pero que no desentonaba en absoluto con sus pómulos marcados y su mandíbula agresiva. Sus gruesos labios, eternamente rojos, de un tono oscuro, se ocupaban de suavizar estos rasgos, pero manteniendo la impresión de que era una mujer decidida.

Por otra parte, su tez no era tan morena como la de sus hermanos, quizás por el clima de la ciudad. No era lo mismo el sol del Estrecho, que el de la bahía de Nueva York. Seguro que bronceaba durante menos tiempo. Sin embargo, el tono de su piel era algo indefinible, entre la apariencia tostada por el sol, y la calidad genética de, quizás, unos genes semitas, entre otros.

Vestida con una larga falda, de diseño étnico, que dejaba parte de sus botas al aire, y un fino jersey de cuello alto, que entallaba sus senos, mostrando la voluptuosidad de su cuerpo, tía Rafaela destacaba poderosamente. Había sido bailarina profesional, y enseñaba flamenco, por lo que mantenía su cuerpo fuerte y ágil, digno de su arte. Mientras miraba los rostros de los viajeros que salían de la aduana, sujetaba una chaqueta de ante en sus manos.

Cristo se reafirmó en que su tita estaba más buena que un caramelo robado, y eso, quizás, podía complicar la convivencia, se dijo. Inspiró fuertemente, tomó el asa de la maleta, y salió al descubierto, con una gran sonrisa en los labios.

― ¡Cristoooo! – la exclamación llamó la atención de muchos, que volvieron la cabeza para contemplar como aquella hembra portentosa levantaba en brazos a un jovencito, llenándole la cara de besos.

“¡Vaya recibimiento!”, pensó Cristo. “Es la primera vez que estamos cara a cara, y casi me come. ¿Qué será cuando se acostumbre a tenerme en casa? Creo que mi querida tita está deseando recuperar los años perdidos en el exilio…”

― Me alegro de verte, tita Rafaela.

― Yo también, Cristo, de verdad. Llámame Faely, por favor. Hace años que nadie me llama Rafaela.

― Mu bien, tita.

― Bien – la mujer volvió a mirarle, poniendo sus manos sobre los hombros de su sobrino. Suspiró y le quitó la maleta de la mano. – Vamos para casa.

No hacía demasiado frío, al salir al exterior, al menos para la época en que estaban, pero el día estaba gris. Cristo se extrañó bastante de que su tía no tuviera coche, pues tomaron un taxi. Ella le explicó que los neoyorquinos, aunque tuvieran coche, apenas lo tomaban para circular por la ciudad. Era un engorro tanto tráfico. Bastante había con las limusinas, la flota de taxis, los servicios de entrega a domicilio, y todos los demás vehículos laborales, que se movían de un lado para otro. Si a eso se le sumaba, otro millón de coches utilitarios, como poco, el caos sería total. No, los habitantes de Nueva York y del extrarradio utilizaban los servicios de transporte: el metro, trenes de cercanías, autobuses urbanos, los taxis, los ferrys… Había muchas formas de llegar a la ciudad y moverse por ella, sin tener que estar lastrado con un vehículo que no podías aparcar en cualquier lado.

Tía Faely iba explicándole el recorrido, con la profesionalidad de una guía turística, aunque Cristo apenas podía apartar sus ojos de los senos de la mujer, bamboleantes bajo el fino jersey. Tía Faely no llevaba sujeción alguna y eso significaba que mantenía sus pechos fuertes y erguidos con bastante ejercicio.

― Esta es la autopista Van Wick, y aquello – dijo señalando a la derecha, con un fino dedo rematado de una uña carmesí – es Jamaica…

― ¿Jamaica? – preguntó Cristo, tomando conciencia de las palabras de su tía. — ¿La Jamaica de Bob Marley?

― No, un barrio de Nueva York que se llama así.

― Ah.

― Ahora, nos desviamos para tomar el boulevard Queens, que atraviesa el distrito del mismo nombre.

― Todo es enorme. Las avenidas, los edificios, la misma ciudad – murmura Cristo.

― Si. Es lo primero que impresiona. Ese es el puente Ed Koch Queensboro. Sobre él, cruzaremos hasta la isla Roosevelt, y, desde allí, a Manhattan.

― Parece que vives en un sitio privilegiado, tita.

― Bueno, no me quejo. Midtown está bien, en el Upper West Side, gente trabajadora y con raíces, sobre todo. Es un poco como Greenwich Village, pero sin sus casitas monas – la mujer se rió, como si repitiera un chiste muy trillado. – Tengo alquilado un amplio loft, en un edificio que antes fue una fabrica textil, y está muy cerca de mi trabajo.

― Me acomodaré a cualquier sitio, tita. Ni os daréis cuenta de que estoy en casa, ya veréis.

― No digas tonterías, Cristo. Será un placer tenerte en casa. Mira, eso de abajo, es el Goldwater Memorial Hospital, construido sobre una antigua prisión, derribada en 1935 – desde el puente, se podía ver perfectamente el estrecho contorno de la punta sur de la isla Roosevelt.

― Supongo que aquí se reaprovecha todo.

― Por supuesto, Nueva York se sostiene sobre islas, así que el terreno es muy importante.

El puente se le antojó larguísimo a Cristo. Una enorme estructura con al menos seis carriles para vehículos y dos vías férreas justo debajo, que saltaba una gran extensión de agua de mar.

― Eso es Manhattan – señaló Faely el otro extremo del puente. – A tu derecha, se encuentrala UniversidadRockefeller.

― Estudios no, gracias – alzó una mano Cristo, arrancando una carcajada a su tía.

Pasaron unos minutos y el taxi se internó en otra amplia avenida, con un tráfico más fluido. En menos de una hora, según su tía, empezaría la segunda hora punta, cuando la gente saliera de sus trabajos. Faely le señaló una gran masa verdosa entre altos edificios.

― Aquello es Central Park. Está a quince minutos de casa, al menos la parte sur del parque – le dijo.

― Habrá que visitarlo.

― Por supuesto, aunque tenemos otro parque frente a nuestra casa, el Dewitt Clinton. Es mucho más pequeño, pero muy tranquilo, y lleno de gente agradable.

Finalmente, el taxi entró en un gran patio adoquinado, rodeado de altos árboles. Líneas de un área de basket estaban marcadas sobre las piedras, frente a una canasta con panel de madera. Al otro lado de la calle, un gran aparcamiento vacío, a los pies de un gran edificio comercial, rodeado de una serie de bajos almacenes. Al día siguiente supo que era el mercado central de Midtown, parecida a la lonja del puerto de Algeciras, pero allí se vendían también productos que no provenían del mar. Miró a su alrededor. Tras los árboles, se alzaban varios edificios, de diferentes alturas, y con aspecto de llevar en pie más de cien años. Cristo pudo apercibir la línea azulona del cercano mar, y el característico olor de la brisa marina, le recordó su propio barrio. Faely señaló un portal con marquesina, bajo un dintel de ramas, tras pagar al taxista.

― En ese vivimos.

Era como una de esas naves para guardar contenedores que había en el puerto de Algeciras; una nave industrial, solo que más alta y más ancha. Había dos hileras de ventanas en su fachada de ladrillo, grandes vidrieras cuadriculadas, que dejaban entrar mucha luz en ambos pisos.

― Se acondicionó para vivienda cuando cerraron la fábrica. Es fea, lo sé, pero el interior es muy agradable – le dijo su tía, con una sonrisa.

― No puede ser peor que lo hay en el Saladillo.

― Tienes toda la razón, sobrino.

La mujer le condujo hasta el primer piso. Por lo que pudo percibir, cada piso estaba cortado en cuatro o cinco loft o apartamentos. El suyo era el del fondo sur, a la izquierda.

― ¿Qué dirección tengo que recordar? – le preguntó Cristo, mientras ella abría la puerta.

― West 53rd Street, el número es 73, edificio K, 1ºD. Si tienes que tomar un taxi, la confluencia con esta calle es Undécima Avenida, o sea…

― La 53 Oeste con la 11ava, en el Upper West Side. ¡Como en las pelis!

― ¡Eso es! Ya te quedarás con los datos con el tiempo, el código postal y eso – dijo ella, empujando la puerta y haciéndole pasar.

― ¡Ah, que bien, ya estáis aquí! – les llegó una voz desde alguna parte cercana.

Se encontraban en un pequeño vestíbulo, de unos tres metros, con un espejo en la pared, un ídolo de la diosa Kali haciendo de percha con sus múltiples brazos, y un pequeño arco, sobre estilizadas columnas blancas, que daba entrada al apartamento. Cristo, al traspasar este, se quedó clavado por dos motivos. Uno, el impacto de todo aquel espacio abierto entre paredes de ladrillo, y, dos, la visión de aquella diosa de chocolate con leche. La diosa se llevó enseguida toda su atención cuando se inclinó sobre él y le abrazó con fuerza, clavándole dos duros obuses en el esternón.

― ¡Primo! ¡Primo Cristóbal! – le sacudía la espalda con cariño y le besaba las mejillas, pero Cristo no alcanzaba a sacar placer de ello.

“¡Que brutas son estas americanas, coño!”

Pero, a pesar del brusco tratamiento, Cristo estaba encandilado por la nueva hembra. No había que ser Premio Nobel para adivinar que se trataba de su prima Zara, la hija de Faely, pero, a pesar de saber que su padre era un tipo “de color”, no estuvo preparado para su visión. Zara era más alta que su madre, y más que él, por supuesto. Al menos, le sacaba quince o veinte centímetros, si no más, y todo su cuerpo era una pura sinuosidad. Su pelo era lo primero que llamaba la atención, largo y oscuro, recogido en una multitud de largas trencitas, acabadas en brillantes abalorios de cristal, y que aparecían entrelazadas justo desde el nacimiento del cabello. Era como una cascada de cabello que ondulaba y se mecía a cada movimiento de su dueña. Aquellas trencitas le azotaron la cara y le acariciaron los hombros, mientras duraron los abrazos. Cristo estuvo tentado de morder una.

Los ojos de Zara eran absolutamente negros, sin matices. Pupila e iris eran indistinguibles. Unos ojos grandes y rasgados, muy expresivos, que su dueña sabía usar a la perfección, al abanicarlos con aquellas largas y espesas pestañas. No había heredado la nariz de su madre; tenía todo el aspecto de ser paterna, ancha y chata, pero que no desentonaba en absoluto en su rostro. La ponía de relieve llevando un aro que perforaba una de sus aletas, la derecha. Los labios eran absolutamente típicos de la raza negroide, tan gruesos y abultados, como turgentes y provocativos.

Cristo quedó irrevocablemente perdido y enamorado de su prima. De su belleza, de su rutilante alegría y simpatía, y de su cuerpo perfecto que aquellos ceñidos jeans ponían de manifiesto. Incluso de la textura y color de su piel. Su prima significó el final de cualquier reticencia racista en la mente de Cristo. Quería probar aquella piel achocolatada, que le parecía perfecta, que se le antojaba sabrosa… Pensó que aquello iba a ser el paraíso, o un jodido infierno, aún no lo sabía.

Gracias a las palabras de su tía, consiguió salir de su profundo encandilamiento, y sus ojos recorrieron el loft.

― ¡Esta va a ser tu casa, Cristo! – le dijo.

― Welcome, cousin, welcome! – le puso las manos en los hombros, su prima Zara, desde detrás.

Zara parecía hablar muy poquito español, y, además, con un terrible acento. Cristo se giró, la miró, y soltó, en inglés:

― Parece que tu español está más oxidado que la barandilla del Titanic…

Zara se le quedó mirando, entornando los ojos, hasta descifrar el peculiar acento de su primo, y, entonces, se tapó la boca para soltar la carcajada. Asintió con fuerza y se disculpó con un gesto.

― Pero, ahora, poder practicar con tú – le dijo.

― Vale, prima. Tú me enseñas lo tuyo y yo lo mío – dijo Cristo.

― ¡Sobrino!

― ¡Tita, que me refería al idioma! Ella me habla en gaditano y yo le contesto en neoyorquino, ¿hace? – levantó las manos, en una pose de inocencia.

― ¡Hace! – le contestó su prima, haciendo chocar las manos.

Le mostraron el gran loft, que se podía explorar sin ni siquiera menearte del sitio, pues solo existían unas paredes, las que enclaustraban los cuartos de baño. El apartamento tendría unos diez metros de ancho, por unos veinticinco o treinta de largo, con un techo de vigas de hierro, a la increíble altura de ocho metros. Detrás de la falsa pared del vestíbulo, se encontraba la cocina, que ocupaba la primera ventana del muro lateral. Delante del segundo ventanal, una gran mesa de comedor con seis sillas, y un par de aparadores medianos, hechos en teca. En pleno centro del loft, una mesa de billar presidía, separando la zona de sofás y cojines, ante la televisión, bajo los dos ventanales del largo muro del este.

En la pared oeste, donde estaba la puerta de entrada, no existían ventanales, pero si tres panorámicas ventanas, a unos cinco metros del suelo, por las cuales entraría el sol del atardecer. Allí también se encontraba la zona de trabajo de Faely, y las escaleras que subían al amplio altillo del lado norte. Allí es donde Cristo dormiría. Habían reconvertido el estudio antiguo estudio de Zara (y zona de juegos) en el dormitorio de Cristo. Quedó encantado cuando subió las maletas. Disponía de una buena cama, de un armario empotrado, un escritorio con butacón, y su propio cuarto de baño, que compartía con la lavadora y la secadora.

Debajo del altillo, tras unos extensibles biombos, parecidos al que Cristo disponía arriba, se encontraban las habitaciones de su tía y de su prima., con todas sus comodidades, pero con tan solo una falsa pared de separación. Cristo no estaba acostumbrado a esta falta de intimidad. En casa eran muchos y, por lo tanto, tenían que usar paredes más gruesas y hasta cerrojos en las puertas. Así y todo, eran sorprendidos constantemente en diversos asuntos íntimos, y se “perdían” muchas cosas.

Se dijo que debería tener cuidado cuando entrase al cuarto de baño o se aliviara alguna noche. No estaba solo y, en un apartamento tan grande, seguro que habría hasta eco. No era cuestión de, en un momento de necesaria intimidad, dejar escapar un suspiro o un pedo, en plena noche.

Se fijo que el otro cuarto de baño estaba justamente bajo el suyo, seguramente para aprovechar desagües y tomas de agua. Mejor, así utilizaría solo que el suyo para sus necesidades, sin tener que invadir la intimidad de las mujeres.

En un plis plas, ellas le ayudaron a deshacer sus maletas, y guardarlo todo en el armario. Cristo bostezó y su tía, mirándole, le dijo:

― Échate un rato. Estás cansado. Tienes que despojarte del jet lag.

― ¿El qué?

― El jet lag. Tu cuerpo te está diciendo que son las diez pasadas de la noche, pero tu mente intenta adaptarse a un nuevo uso horario. Es de día aún. Tienes que unificar mente y cuerpo, y eso se hace durmiendo.

― Eres mu lista, tita.

― Es solo un fenómeno que se dan desde que los aviones te pueden llevar, en horas, al otro lado del mundo – le dijo ella, con una sonrisa.

Zara ya estaba bajando las escaleras. Faely le obligó a recostarse en la cama y abrió el biombo de tela de arpillera.

― Duerme un par de horas. Te despertaré para la cena.

― Si, tita – pero ya tenía los ojos cerrados.

Nadie le llamó para la cena. Durmió un montón de horas seguidas y despertó antes del amanecer. Su estómago gruñó como el león dela Metro, pero se obligó a mantenerse en la cama hasta una hora prudente. Era miércoles. Su tía se iría a trabajar y Zara… suponía que también se iría a hacer lo que hiciera en esa agencia. Tenía que preguntarles si tenía que ayudarlas en algo en la casa, – ¡por todos los santos, que no fuera la comida! ¡Él no se había venido a América para hacer de comer, sino al contrario! – o a que hora volverían. Necesitaba más datos para alimentar su mente. Se sentía indefenso, desubicado…

En cuanto las escuchó levantarse, lo hizo él también. Cristo y Faely se encontraron ante la cocina y se dieron los buenos días, mientras Zara tomaba una ducha rápida.

― ¿Has dormido bien, sobrino?

― Como un bendito, tita.

― Deja lo de tita. No sé por qué, pero no me acostumbro. Llámame Faely.

― Como mande la zeñora.

― Jajaja… ¿Quieres un café?

― No, gracias, prefiero una tisana de lo que zea… té, manzanilla, poleo… Mi pobre vientre está delicado – se disculpó Cristo, con una sonrisa.

― Está bien – dijo ella, poniéndose a la tarea. – Te daré una copia de la llave del apartamento. Hoy podrías conocer los alrededores. El puerto deportivo está cerca, si te gustan los barcos…

― Si, es una buena idea. ¿Qué quieres que haga mientras estáis fuera? ¿Limpio todo esto? – dijo, mirando con algo de temor el amplio apartamento. — ¿Hago el almuerzo? Aunque te aviso que no sé cocinar…

― No, hombre, ¡que va! – se rió su tía, sacando la tisana del microondas. – Tanto Zara como yo, almorzamos fuera. Normalmente, termino sobre las tres o las cuatro, así que suelo llegar pronto a casa, y me encanta dedicarme a arreglarla. Yo misma arreglé y diseñé todo.

Abarcó con un gesto el interior del loft, demostrando su orgullo. Cristo miró los detalles con más atención. Había un par de cuadros grandes, de un estilo vanguardista y bastante colorista; un par de esculturas pequeñas, y varios objetos antiguos dispuestos en rincones, o colgados de los trozos de pared entre ventanales. Bonito, minimalista, y extraño para Cristo, acostumbrado a decoraciones mucho más tradicionalistas. En casa, al traer el último televisor de plasma, más plano que la barriga de un etíope, se había trasladado la muñeca flamenca y el toro, que habían estado toda la vida sobre la tele, a una repisa del salón. Eso y las fotos de los padres del pápa Diego, y la de la comunión de todos los hijos, era la decoración más tradicional en el clan. ¿Qué sabría él?

― Pero, podrías hacer las compras. El mercado de abastos está justo en frente, y hay un buen súper a dos manzanas, hacia el norte.

― Buffff… me tengo que acostumbrar a ezo del norte y del oeste… ¿Aquí nadie dice derecha e izquierda?

Esta vez, la carcajada provino desde detrás de ellos. Zara se había vestido con una falda de vuelo, unas botas de ante, y un grueso jersey de lana, todo en colores terrizos. Llevaba sus trencitas recogidas en un elaborado moño que parecía una torre sobre su cabeza.

― Aquí, en Manhattan, en el este y en el oeste, hay puentes. Por uno sale el sol, por el otro se pone. Te acostumbras enseguida. Norte, hacia el interior de la isla; sur, hacia el mar abierto. Fácil – explicó su prima, en inglés.

― En fin… Zi, Faely, haré las compras, por zupuesto. Zolo tienes que dejarme una lista de lo que ze necesite, hasta que me haga con la intendencia.

― Perfecto, Cristo. Zara, explícale tus idas y venidas – le pidió a su hija, mientras ella servía café para las dos.

― Verás, primo. Yo tengo jornada partida. Por la mañana, acudo a la agencia de modelos. Estoy empezando y necesitan pulirme y encajarme en su forma de trabajar. La agencia está en el SoHo, así que me quedo por allí a almorzar, y tomo, por la tarde, algunas clases en una academia de Chelsea. Suelo llegar a casa sobre las cinco o las seis de la tarde. Normalmente, después de mamá…

― SoHo y Chelsea, hacia el sur de Manhattan, ¿verdad? – preguntó, indicando la dirección con una mano.

― ¡Correcto! – Zara sonrió y le dio una suave palmada en un hombro.

― Bueno, pues me dedicaré a explorar, conocer, y hacer las compras – sonrió, a su vez, Cristo, pensando que disponía de las mañanas para su propia libertad. No estaba nada mal.

Aprovechó la mañana, que se presentó soleada y espléndida. Visitó el mercado de abastos, recorriendo ciento y un puestos. Echó de menos las voces de les vendedores que se alzaban en la lonja de Algeciras. No es que no vocearon estos yankies, pero lo hacían casi con educación; no era lo mismo. Cristo se acercó a los grandes embarcaderos que podía ver desde la 11ava Avenida, justo detrás de casa. Tuvo que cruzar la 12ava, hasta poner los pies sobre el piso de asfalto que enfilaba las frías aguas. Era una clásica estampa. Había ociosos asomados a las barandillas, contemplando el mar y las gaviotas; otros mantenían sus cañas de pescar, aferradas a los barrotes, dejando caer el largo sedal. Algunas jóvenes madres, empujando el carrito de sus bebés, tomando el tibio sol.

Cristo inspiró con ganas el aroma salado. No estaba nada mal cuanto veía. El parque Dewitt estaba cerca. Le apeteció pasear bajo las sombras de sus altos árboles. Volvió a cruzar la 12ava y se internó en el parque, pensando en lo que tendría que patear esta ciudad, sin su silla de ruedas. ¿Y si se compraba un Vespino?

Se encontró con varias pistas de tenis, bien valladas, bajo gráciles sombras. Un poco más allá, a su derecha, dos pistas de basket, paralelas, con el símbolo de una hoja de arce, parecida a la de de Canadá, pintado en el centro de las áreas. Un sendero descendía por la zona más frondosa del parque, hacia un merendero, junto a una fuente sin agua.

El sendero continuaba, rodeando el resto del parque, pasando por otro par de zonas de descanso, con bancos y mesas de piedra, de ajedrez. En el centro del parque, despoblado de árboles, se encontraba un buen campo de béisbol, de cuidada hierba, que integraba una zona de softball, con las bases de arena bastante trilladas. Eso le hizo pensar en su Cádiz y en la liga de segunda división. Allí no se jugaba al fútbol, ¡Joder! Tendría que aprender las reglas del béisbol y del rugby. Al menos, podría ver el mejor basket del mundo… eso sin mencionar a las animadoras…

Se detuvo ante las mesas de ajedrez, donde varios ancianos jugaban, entre cigarrillos y conversaciones. Uno de los abuelotes levantó la mano, con exasperación.

― ¡Al carallo! ¡Siempre me ganas, Tom!

La expresión y el acento eran gallegos, aunque el anciano acabó la frase en inglés. Con una sonrisa en los labios, Cristo se acercó a los dos hombres que volvían a colocar las piezas.

― ¿Es usted gallego, zeñor? – le preguntó Cristo en su castellano andaluz.

El hombre se giró y le miró. Tendría sobre los setenta años, y mostraba la pupila izquierda blanquecina, quizás una catarata o una vieja lesión ocular. El anciano sonrió y asintió.

― Claro que si, niño, y tú andaluz – le dijo en español, alargando la mano.

― De Algeciras, pa zer exactos – Cristo le apretó la mano.

― Vaya, un gaditano por estos andurriales. Algo digno de ver.

― Pos zi, los de Cádiz no se embarcaban nunca pa las Américas. Se dedicaban a timar a los que venían aquí – dijo Cristo, encogiéndose de hombros, pero sin abandonar la sonrisa.

― Jajaja… muy bueno, niño – se rió el gallego, dando una palmada sobre la mesa. – ¿Eres gitano?

― Si, zeñor, a musha honra…

― Vaya. Creo que eres el único gitano gaditano que he visto fuera de su terruño.

― Zin duda. Llevo apenas un día en Nueva York.

― ¿Con tus padres?

― No, zeñor, he venido zolo. Tengo veintiocho años.

― ¡Carallo! ¡Si pareces un niño!

― Tuve un mal desarrollo glandular. Me quedé raquítico cuando shico…

― Mal asunto. Me llamo Ambrosio.

― Yo Cristo.

― Mala leche tuvieron nuestro padres, carallo.

― Jajaja… no, mi nombre es Cristóbal, pero todos me llaman Cristo.

― Ah, menos mal. El mío es en honor a mi abuelo, Ambrosio el ballenero. ¡Se podía haber llamado Acab, jodida suerte!

Cristo, que había leído Moby Dick, comprendió el juego de palabras, y su risa se desencadenó. Le gustaba aquel tipo.

― Ambrose, are we going to keep playing or what? – dijo el otro tipo, de la misma edad que Ambrosio.

― No, Matt, le dejo el sitio a Greg. Quiero seguir hablando con el chico. ¿Damos un paseo? – esta vez recurrió al inglés.

― Claro, Ambrozio. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí?

Ambrosio se puso en pie, con un quejido, y tomaron el sendero del parque, en dirección este, hacia la avenida.

― Salí de casa de mis padres con diecisiete años. Le di la vuelta al mundo un par de veces, en varios barcos, hasta que me harté de agua.

― Vaya…

― ¿Hablas inglés, chico?

― Si, zeñor.

― Entonces, mejor que lo uses si vas a quedarte aquí. Después de treinta y cuatro años en este país, me cuesta usar mi lengua natal. Poca práctica, ya sabes…

― Claro que si – dijo Cristo, adoptando el inglés. – Me vendrá bien. Tengo que pulirlo, ya que lo aprendí en Gibraltar.

― Buffff… se nota – se rió al oír el acento del Peñón. – Entonces, ¿estás solo aquí?

― En casa de mi tía…

― ¿Tu tía? Espera, ¿Faely es tu tía?

― Así es, ¿la conoce?

― Por supuesto. Esto puedo ser Nueva York, pero si hay un español en el barrio, le conozco, seguro. Una buena mujer… muy guapa, por cierto…

― Si, así es. Me ha acogido durante un tiempo.

― ¿Buscas trabajo?

― No estaría mal, aunque no puedo dedicarme a trabajos pesados. Pero estaría dispuesto a casi cualquier cosa. No soy nada tonto…

― Si me entero de algo por aquí cerca, te avisaré.

― Gracias, Ambrozio.

Cruzaron la avenida, tras esperar un momento en el semáforo.

― ¿Dónde me lleva? – preguntó Cristo.

― ¿Tienes algo que hacer?

― No.

― Vamos a la 51th, donde la Biblioteca Pública. Está cerca, muchacho.

La BibliotecaPúblicaestaba un par de manzanas detrás de casa, y era enorme, al menos vista desde fuera, ya que no entraron. Le dieron la vuelta y Ambrosio entró en un local que se encontraba a su trasera. Una placa dorada, en un lateral del umbral, anunciaba:

“Centro de Jubilados Addison. Distrito 6.”

― Vamos a tomar algo, chico. Este es mi segundo hogar.

Se trataba de un gran salón, con sofás y sillones repartidos y formando pequeños grupos, bien para leer el periódico, jugar a las cartas, o simplemente charlar. En la pared de la derecha, a media altura, un pequeño mostrador se levantaba ante una puerta de vaivén, la cual llevaba a la impresionante cocina que Cristo podía ver a través de la mampara semitransparente. Al fondo del salón, había un área dedicada para visionar una gran pantalla, con varias filas de sillas dispuestas.

― Es un buen local – alabó Cristo.

― Si, el consejo del distrito nos lo cedió cuando reformaronla Biblioteca.Esacocina nos fue donada por un vecino que legó sus bienes entre varias organizaciones caritativas, pero no nos está sirviendo de mucho.

― ¿Os reunís muchos?

― Por la tarde, hasta el anochecer, si, bastantes. Vemos la tele, algún partido, o algo así. Se juega a las cartas y a otros juegos. Se lee o se charla. Se está bien. En primavera, salimos más al parque, pero el resto del año…

― Comprendo. Está muy bien.

Se sentaron a una mesa. Una mujer latina, de unos cincuenta años, vestida con una bata de camarera, se acercó.

― Cristo, te presento a Berta. Es la empleada del centro.

― Mucho gusto.

― Encantada.

― Me vas a traer mi cafetito, Berta – le dijo Ambrosio. — ¿Y tú?

― Un refresco – dijo Cristo. – No importa el sabor…

Estuvieron charlando largo rato. Cristo le contó lo sucedido con su clan y los motivos que le habían traído a Nueva York, y Ambrosio le habló del barrio y de sus ventajas e inconvenientes. Era un buen sitio para vivir, sin apenas delincuencia, con parques para pasear, y el mar a un paso. Le aconsejó que visitara el Central Park. No estaba nada lejos y sería una gozada de paseo. Hacia Uptown, encontraría arte y espectáculos, en el Lincoln Center y en varios museos famosos, así como muchos pijos. Hacia Downton, mercados y tiendas, todas las que quisiera, tanto en el SoHo como en el Village, y muchos maricas y putas, también.

Ambrosio le invitó a quedarse a almorzar en el centro. La comida era buena, casera, y el menú barato. Cristo, quien no pensaba volver para nada al loft y hacerse un sándwich, aceptó de buen grado. Hablaría más tarde con Ambrosio, para ver si podía comer allí más veces. Sería una solución a su problemilla doméstico.

Pasaron las horas y Ambrosio le presentó a más ancianos, y algunos hombres no tan mayores, prejubilados o desempleados, que se acercaban también al centro. Todo el mundo era correcto con él, unos más simpáticos que otros, pero Cristo se sintió rápidamente integrado con la “tribu”, como pronto llamó a todos aquellos ancianos.

Hacia las tres y media, entraron tres mujeres. Una de ellas, la de más edad, venía en silla de ruedas, que empujaba la más joven. La tercera, de edad madura, saludaba a diestro y siniestro. Ambrosio se levantó de la mesa y besó la mano de la mujer madura, atrayéndola hasta la mesa. Rápidamente, hizo las presentaciones.

La señora Kenner – Elizabeth, por favor – era la gerente del centro. La mujer, de unos cuarenta y cinco años, era viuda y bastante coqueta, dedujo Cristo, por la forma de mirarle, sobre todo cuando se dio cuenta de que no era un chiquillo. La señora Kenner vestía un elegante traje, de falda y chaqueta, en un tono rojo coral, que ponía de manifiesto sus potentes caderas y sus hermosas piernas. La camisa, de un amarillo pálido, parecía tener problemas para no estallar cuando inspiraba fuerte. No dejaba de tironear y colocar los picos de su corto flequillo rubio, muy orgullosa, al parecer, de su moderno corte de pelo, trasquilado a capas, y que apenas le llegaba al hombro.

La mujer de la silla de ruedas era la tía de la señora Kenner, Betty Shanker. Tenía setenta y dos años, y hacía cuatro que no caminaba apenas. Se había quedado con su sobrina tras la muerte de su esposo y, ahora Elizabeth la cuidaba a ella, en compensación. Era una mujer gruesa y animosa, de pelo níveo, que participaba activamente en la conversación, lanzando andanadas de preguntas. La tercera mujer no tenía más de veinte y pocos años; una latina de suave sonrisa y ojos oscuros, con la piel ligeramente bronceada por la melanina. Tenía el pelo recogido en una imponente y larga cola de caballo, que se bamboleó cuando saludó a Cristo. Vestía unos pantalones de tergal entallados y con pata de elefante, que le hacían un culito precioso, al menos, para los gustos de Cristo. La presentaron como Emily, y era hija de Berta, la empleada. Era la última de una larga lista de chicas que cuidaban de la señora Shanker, como damas de compañía.

― Cristóbal es sobrino de una conocida del barrio. Ha llegado de España recientemente y aún se está adaptando – comentó Ambrosio, en una fugaz introducción.

― Llamadme Cristo, por favor.

― Pareces muy joven, Cristo – le preguntó la señora Kenner, con una ceja elegantemente enarcada.

Cristo repitió, una vez más, la historia de su peculiar enfermedad y las consecuencias que padecía por su causa. Con unos suspiros de énfasis, Elizabeth le hizo ver sus condolencias por tal pesar y se sentó, como una reina, en la silla que la joven Emily le trajo, tras colocar la silla de la señora Skanker cerca de la mesa. La latina preguntó a las dos mujeres si deseaban pedir algo y se marchó a hablar con su madre.

― ¿Qué hay de esa excursión programada para después del día de San Patricio? – le preguntó Ambrosio a Elizabeth, casi comiéndosela con los ojos.

― No consigo que el ayuntamiento la subvencione. Están recortando muchas de las ayudas – se quejó la señora.

― Esta maldita crisis… — masculló el gallego.

― Sin una subvención, no podemos costearnos ni un solo autobús.

Cristo seguía con atención la conversación. Parecía uno de esos problemas de financiación, a los que siempre se estaban enfrentando las entidades que dependían de apoyo económico.

― ¿Qué actos organizáis para ese viaje? – preguntó cándidamente.

― ¿Actos? – se extrañó Elizabeth.

― Si, para ayudar a financiar el viaje. ¿Alguna rifa? ¿Un bingo los sábados? ¿Una fiesta?

― Pues, la verdad, no hacemos nada de eso – dijo Ambrosio.

― ¿La gente no participaría en algunas de estas cosas? – preguntó Cristo, abriendo las manos.

― Bueno, los miembros de este centro si, por supuesto…

― No, los abueletes no. Me refiero a la gente del barrio, las familias, gente que trabaja, que tiene negocios…

― Habría que organizar algo que llamara la atención – meditó Elizabeth.

― Veréis… en mi ciudad existe una… peña flamenca*. Es algo muy parecido a esto. Un local donde se reúnen los amantes del flamenco y charlan entre ellos. De vez en cuando, con lo que pagan de cuota, traen una actuación y eso. También dispone de un bar con tapas, con los precios muy bajos.

* Las palabras en cursivas están pronunciadas en español.

― Si, Cristo, es casi lo mismo, solo que aquí no se pagan cuotas. Disponemos de una pequeña subvención del ayuntamiento – comentó la gerente.

― A eso me refiero – retomó Cristo, bajando la voz a un tono conspirador. – Cuando la peña necesita dinero de verdad, para una gran actuación, para una reforma del local, o para un viaje, como es vuestro caso, organizan un festejo a lo grande. Con esto, pretenden atraer gente de toda la ciudad y que aporte dinero.

― ¿Cómo qué?

― Bueno, depende de lo que deseen. Unas veces ofrecen platos típicos gratuitamente, otras veces cerveza o vino… Se idean juegos y concursos, tómbolas y rifas, en las que la gente puedan gastar un par de euros, por diversión… Hay muchas formas de sacar un dólar aquí y allá, sin perjudicar.

― Pero… — Elizabeth estaba pensativa – habría que organizar ese evento fuera de este local. Esto no es suficientemente grande como para reunir la gente necesaria.

― Solo tendrían que pedir permiso. Disponen de un bonito parque, cerca de aquí, e incluso los muelles de cemento, que están muertos de risa la mayor parte del día.

― Tiene razón el chaval – dijo Ambrosio, palmeándole un hombro.

― No sé… a voz de pronto… podrían regalar un par de barriles de cerveza, que no es un gasto demasiado ostentoso. La cerveza gratis siempre atrae a la gente. Podrían cocinar, no sé, una paella, o algún tipo de plato típico que la gente no suela comer a diario y que salga económico.

― Una paella estaría bien. La gente conoce ese plato de las vacaciones, pero aquí no se come – meditó Elizabeth.

― Yo conozco un par de amigos españoles que saben hacerla bastante bien – propuso Ambrosio.

― Esto está tomando forma – sentenció, de repente, la señora Shanker, riéndose.

― Pues, ya está. ¿Qué día sería mejor para esto? ¿Un sábado? ¿Un domingo? – preguntó Cristo.

― Un sábado, por supuesto – aseguró Elizabeth.

― Bien, pues sábado. Una cervecita gratis atraerá público de todo el entorno, sin tener que hacer demasiada publicidad. Algunos carteles sabiamente colocados bastarán. Se le pone precio a un platito de paella, digamos tres dólares, o cuatro, y se vuelve a regalar otra cerveza con el plato… A una paella de las grandes, se le puede sacar setenta u ochenta platos…

― ¡Dios! ¿Cómo no hemos pensado en eso antes? – exclamó Elizabeth. – Con un evento así, podemos sacar a más de trescientas personas de sus casas, fácilmente. Con eso, se cubrirían los gastos de la cerveza y de las paellas, y quedaría algo de dinero…

― Bueno, disculpen que les diga esto, pero no están acostumbrados a estos jolgorios – se rió Cristo. – Mucho parque temático y tal, pero hay que saber organizar una fiesta, y, para eso… nada mejor que la gente de Cádiz.

Los presentes se rieron. Se estaban acostumbrando al silbante acento del joven, que prosiguió:

― Sin embargo, el dinero no está en las paellas; son solo el gancho. Con eso, se consigue sacar a los vecinos de sus casas y que acudan al evento. Con un par de cervezas, se consigue desentumecerles. Habría que organizar algún espectáculo que genere sonido. No sé, un grupo de música local, la actuación de alguna banda de colegio. Mi tía trabaja en una escuela de Arte, podría hablar con ella, a ver qué piensa.

― Es una buena idea.

― El caso es que, con todo ello, el público asistente ya estaría dispuesto a quedarse todo el día en la calle; ya no le importaría gastar, pues se habría animado. Las timbas deben calentar motores mientras aún se está repartiendo platos. Es muy importante que vean que se prepara para el resto del día. Yo optaría por los juegos de azar, pero no sé como es la normativa americana sobre este tema…

― Siempre que las apuestas no superen los veinte dólares, no es considerado por la ley – definió Ambrosio, que parecía muy puesto en el tema.

― No sé sobre gustos por aquí, pero yo empezaría con un bingo, una tómbola, y un par de rifas. Se necesitarían premios de reclamo, los cuales no saldrían hasta media tarde, cuando la gente se haya gastado, al menos, veinte pavos por cabeza – aconsejó Cristo.

― ¡Carallo! Esa sería una cifra redonda.

― Con repetir esta fiesta en otra ocasión más, digamos, una vez al mes, creo que conseguiréis el dinero suficiente para ir a donde sea.

― ¡Este joven es una eminencia! – sonrió Elizabeth, tomando una de las manos de Cristo.

La mano de la madura mujer emanaba calidez y seguridad, lo que encantó al gitanito. Sin pretenderlo, aspiró el aroma de Elizabeth; un aroma a jazmín y algo frutal.

― ¡Deberíamos tomar notas de todo cuanto estamos diciendo! – propuso Ambrosio.

― Si, tienes razón, Ambrose, pero no aquí – dijo Elizabeth, mirando a su alrededor. – Es hora de ir a casa.

― Llévate a Cristo y le invitas a uno de tus tés con pastas – comentó, de improviso, Ambrosio.

― Que menos, por supuesto.

― No quisiera ser… — empezó Cristo.

― … ¿Tan adorable? – terminó Elizabeth, con una carcajada.

Cristo bajó los ojos, fingiendo timidez. Estaba satisfecho con lo conseguido hasta el momento. Se había introducido en el tejido del barrio.

La señora Kenner vivía frente a la Biblioteca Pública, casi a tiro de piedra. De hecho, solían llevarse la comida del centro, de la cocina de Berta. Le contó a Cristo, mientras cruzaban un aparcamiento, que su marido fue quien tuvo la ocurrencia de solicitar la apertura de un centro de jubilados en uno de los locales que quedaron vacíos, tras la reforma de la Biblioteca. Entre su paga de viuda y una parte de la subvención del ayuntamiento, tenía lo suficiente para vivir y, de paso, no se aburría.

― Creí que iba a decir que, de paso, hacía algo por el barrio – ironizó Cristo.

― También, también, querido – se rió ella.

El apartamento de Elizabeth era amplio y coqueto. Emily disponía de su propia habitación, junto a la de la señora Shanker, pues estaba a tiempo completo con ellas. Cristo ayudó a Elizabeth a disponer la mesa del pequeño comedor, mientras que Emily llevaba a la anciana a lavarse las manos. El gitanito no pudo sustraerse a la tentación de admirar, una vez más, el imponente culo de la joven latina. Poseía un bamboleo rítmico que animaba su sangre. Cuando apartó la mirada, se dio cuenta de que, a su lado, Elizabeth también admiraba el trasero de la chica.

― ¡Uff! – exclamó suavemente.

― Si, divina juventud – suspiró ella.

― ¡Anda, mi mare! Usted no puede quejarse, nada de nada, señora… Tiene el cuerpo de una sirena – la alabó él.

― Embaucador – se rió, dándole con la cadera.

― Juro que es totalmente cierto. Es como una de esas ninfas de Rubens… de belleza rotunda y arrolladora…

― ¡Ay, que cosas dices, Cristo! ¡Se nota que eres español! – dijo la señora, realmente agradecida.

Sirvieron un exquisito té de azahar, junto con unas magdalenas de diferentes sabores, que llamaban cupcakes, y que realmente entusiasmaron a Cristo. Felicitó a Berta, y su hija le sonrió, agradecida por el cumplido. Aún tímida, Cristo consiguió sacarle que eran de El Salvador, y llevaban en Estados Unidos quince años. Madre e hija tenían ya la nacionalidad americana y no se habían movido de Nueva York. Emily llevaba cinco meses trabajando con las señoras, justo tras graduarse como maestra de primaria. Estaba esperando que le saliera un destino para incorporarse, pero no deseaba irse demasiado lejos de la ciudad.

Tras comerse dos magdalenas de aquellas, llenas de nata y chocolates, la señora Shanker se retiró a dormir la siesta, como en cada sobremesa. En cuanto la acostara, Emily aprovecharía para disponer de su tiempo libre y hacer un rico café colombiano, que Elizabeth disfrutaba realmente, las dos sentadas en el sofá, mirando telenovelas sudamericanas. Emily la había enganchado a ellas, fácilmente. Ambas disfrutaban de las desgracias y amores que se relataban minuciosamente en todos aquellos episodios.

Elizabeth le había puesto al tanto de todo esto, mientras le empujaba hacia su dormitorio, donde disponía de un buen escritorio. Allí estarían tranquilos, mientras Emily servía el café.

Cristo contempló el amplio dormitorio, sin darse cuenta de que la mujer había cerrado la puerta y apoyaba su espalda contra ella, mientras se desabotonaba la blusa.

― Tiene usted un dormitorio muy bonito, Elizabeth.

― ¿A quien coño le importa el dormitorio ahora? Me tienes chorreando, mi niño…

Con un sobresalto, Cristo se giró, contemplando como la opulenta señora se quitaba la camisa, enseñando su pletórico busto, aún cubierto por un delicado sujetador de encaje.

― Pero… ¡Elizabeth! – se asombró el gitanito.

Cristo era un genio para unas cosas, pero, para otras, más obtuso que un saco de martillos. Las chicas no eran lo suyo. En verdad, no es que fuera virgen; no existían los gitanos vírgenes. Eso iba en contra de su religión, por lo menos. Cristo había tenido su bautizo sexual hacía años. De eso se encargaron sus primos y hermanos, quienes contrataron a la puta más tetona del puticlub del Mangui.

Pero Cristo no necesitaba de atenciones sexuales con la frecuencia de sus congéneres. El escaso desarrollo glandular había frenado tanto su apetito sexual, como las dimensiones de su aparato reproductor. En verdad, disponía de un pene pequeñito, apenas doce centímetros, y tampoco era muy ancho. Normalito, tirando a pequeño, le decían sus primas. Cuando necesitaba un desahogo, llamaba a una de sus primas menores, quienes, a cambio de un billetito de veinte euros, le hacían una dulce pajita.

Cristo no había tenido más aventuras sexuales que esas. Una puta, de vez en cuando, y las manos de una prima, cada dos días o así. Así que, la maniobra de Elizabeth le tomó totalmente por sorpresa. De hecho, creía que la señora estaba más interesada en Emily que en él.

― Pero… yo creí…

― ¿Qué? – le preguntó ella, sentándose en la cama y atrayéndole.

― Que le gustaba Emily… la he visto mirarla…

― Y me gusta, no lo niego, pero no me atrevo a decirle nada. Nunca me he sentido atraída por una mujer hasta ahora, y no sé cómo actuar…

― Pero…

― ¡Pero nada! Hoy te he conocido y siento mucho morbo al tocarte… Nunca he tenido hijos, nunca he tenido instinto para ellos… pero tú… ¡Joder! ¡Me enciendes! Te veo y me imagino dándote de mamar… y no sé por qué… — mientras decía esto, se quitó el sujetador, mostrando sus gloriosos senos. – Ven, nene, a mis brazos… te voy a dar el pecho…

Cristo se encogió de hombros y se sentó en las rodillas de la mujer, enganchándose a una teta, con ansias. Elizabeth tenía los pezones rígidos y duros. Los mordisqueó alternamente, llenándolos de saliva, para después pellizcarlos fuertemente. Elizabeth gimió largamente, cerrando los ojos.

― Vamos, niño, chúpalas… — susurró.

Se afanó sobre ellas, succionando con fuerza, estrujando los senos con sus dedos. Sentía su pollita dura y levantaba, bajo sus pantalones. Cristo, por una vez, se sintió seguro y feliz, en los brazos de una mujer, de una señora que le protegía, que le amamantaba, aunque no le surtiera de leche materna.

― ¡Diossss, que gusto…! – silbaba ella, y él mordía más.

Pasó una mano por la entrepierna masculina, sobando el paquete, una y otra vez. Elizabeth estaba aún más encantada con lo que estaba tocando. La ilusión de que Cristo era un niño, se convertía en casi real, al no encontrar, en sus manoseos, un bulto significativo.

― Quítate las bragas – le susurró él, al oído. – Quiero lamerte…

Un fuerte escalofrío recorrió la columna femenina. Hacía años que nadie le comía el coño. ¡Por Dios, que guarra soy!, pensó, por un momento, pero alejó todo pensamiento cuando Cristo se bajó de sus rodillas, para que pudiera quitarse la prenda interior. Se remangó la falda, dejándola enrollada en su cintura, y se quitó los pantys, para después, deslizar la braguita por sus piernas. Cristo admiraba sus piernas, de muslos apretados y blancos. Se hincó de rodillas en el suelo, ante ella; colocó una mano en cada muslo, y los separó solemnemente, casi como Moisés separó las aguas del Mar Rojo.

Elizabeth respiraba agitadamente, esperando con avidez. Observaba aquella carita simpática, algo ratonil, que, a su vez, observaba su coño con gran interés. Le puso una mano en la nuca, atrayéndolo a su peludo, pero recortado, coño. A medida que acercaba su boca, Cristo aspiró el penetrante olor a hembra excitada. Su lengua se desplegó y encontró rápidamente el lugar adecuado donde actuar.

Elizabeth no pudo mantenerse sentada en el borde de la cama, sino que cayó hacia atrás, con un gemido digno de la mejor película porno. ¡Dulce Madre de Jesús! ¡No se lo habían comido nunca así, tan profundamente! La lengua de Cristo llegaba perfectamente a las paredes vaginales internas. Aspiraba, atrayendo toda la lefa, para atraparla con la lengua. Las pasadas sobre su clítoris eran muy lentas, presionando con la lengua, lo que aplastaba su inflamado botoncito para otorgarle el mayor placer posible.

Cristo tenía mucho instinto para el sexo, aunque no dispusiera de una buena herramienta, pero lo compensaba con dedos ágiles y menudos, y una colosal lengua. No se cansaba de lamer y succionar, tragando todo cuanto hiciera falta.

― Mi niño… mi niñoooo… — gimió Elizabeth, corriéndose sin remedio en la boca de Cristo.

Este esperó un minuto a que la mujer recuperase el aliento y le dijo que se recostara bien en la cama. A él, le dolían ya las rodillas. Estaría más cómodo tumbado entre las piernas de Elizabeth, sobre la cama. Le indicó que se diera la vuelta y atrapó las grandes nalgas de la mujer. Las separó y pasó su lengua por toda la raja, dejando un reguero de saliva sobre el ano, lo que arrancó una risita de Elizabeth. Ensalivó aquel culazo a conciencia, vertiendo baba y saliva, hasta que le pudo meter dos dedos fácilmente. Elizabeth movía sus caderas al ritmo que le marcaba la mano de Cristo.

Se decidió a meter otros dos dedos, de su otra mano, en la mojadísima vagina, con lo cual, enloqueció completamente a la mujer, quien ya chillaba, sin control. Tanto su tía, medio dormida, como Emily, que esperaba a que el café subiera, la escucharon. La chica latina estuvo, en un tris, de acudir al dormitorio para ver qué ocurría, pero cuando escuchó los siguientes gemidos, su rostro enrojeció, y subió el volumen de la televisión.

― ¡Ay, mi dulce… niño! – Cristo le mordió una nalga. — ¡Me cor….rroooooooo…!

Cristo ya estaba reventando. Se sentó y se quitó los pantalones y los calzoncillos, revelando su pene tieso. Sin dejarla descansar, la volvió a girar, y se instaló sobre ella, llevando su entrepierna a la boca de Elizabeth, completando un imprevisto 69.

La mujer palpó y sobó la graciosa pollita que quedó frente a sus ojos. Era pequeñita pero perfecta, hermosa como la de una estatua. Apenas había una sombra de vello púbico y los testículos estaban retraídos, como los de un infante. Elizabeth lamió el pene con mucho mimo. Podía metérsela completamente en la boca y completar cualquier juego bucal que se le ocurriese, lo cual le parecía perfecto.

La lengua de Cristo ya la estaba poniendo de nuevo en órbita y ella pasó uno de sus dedos entre las nalgas de él. Tenía un culito respingón, digno de un modelo para querubines. Cristo empezó a culear sobre la boca de la mujer, atormentado por aquella boca que parecía querer tragárselo de un sorbo.

Sintiendo que no podía aguantar más, Cristo atrapó el clítoris de Elizabeth entre sus dientes, lo pellizcó suavemente y aplicó la punta de su lengua, al mismo tiempo. Entonces, se dejó ir, temblando de placer al descargar en la boca de la mujer. Al mismo tiempo, el zumbido que le produjo su propio orgasmo, lo aplicó sobre la sensitiva rugosidad.

― Aaaaaahhhh… ¿Qué… me… haces…? – gimió Elizabeth, sin poder tragarse todo el semen de su boca. – Me vibraaaaaaaaaa…

El orgasmo fue demoledor e hizo que sus caderas se despegaran de la cama, y derribaran a Cristo a un lado. La mujer se llevó las manos al coño, intentando contener el chorro que surgió de sus entrañas, entre espasmos. No pudo ser y manchó toda la cama, entre jadeos incontenibles.

― ¡Cristo! ¡Cristo! ¡Por Dios…! – gimió, con la boca pegada a las sábanas.

Estuvo varios minutos tumbada de costado, aquietando su cuerpo, mientras Cristo le acariciaba el pelo, sentado a su lado. Finalmente, Elizabeth se giró y abrazó a Cristo, recostándole sobre su pecho.

― Me has matado, angelito – le sonrió.

― Me alegro de que te haya gustado, Elizabeth.

― ¡Ya te digo! ¿Quién necesita una penetración?

Los dos se rieron. Cristo la miró a los ojos.

― ¿Qué hay de Emily? – le preguntó, cambiando totalmente de tema.

― ¿Es que no tienes bastante conmigo? – se enfurruñó Elizabeth.

― ¡Quieta, fiera! Lo decía por ti. Siento que no me entendieras. Te atrae…

― Vale, si, es cierto, pero, ahora estás tú, ¿no?

― ¿Y cuando no esté? Aún no sé que voy a hacer, ni donde voy a quedarme… Deberías asegurarte de tus sentimientos hacia esa chica.

― ¿Y si ella no siente lo mismo? – Elizabeth desveló su preocupación.

― Nunca lo sabrás si no hablas con ella, ¿no crees? Solo te puede dar calabazas.

― ¿Calabazas? – Elizabeth no entendió la expresión.

― Así es como llamamos al desengaño amoroso, allá en mi país.

― ¿Estás haciendo de Cupido? – le preguntó, irónica.

― Algo así – sonrió. – Me excita pensar que acabarais durmiendo juntas. Imagínatelo…

― Mmmm… sip… estaría bien.

― ¿Cómo madre e hija?

― No, más bien como maestra y pupila – dijo ella, con una sonrisa. – Con un hijo como tú, ya tengo bastante. Venga, vístete. Vamos a tomar otro té, por lo bien que lo hemos hecho.

Cuando salieron del dormitorio, Emily se atareó con la tetera, ya que no se atrevía a mirarlos directamente. Sus mejillas estaban encendidas de rubor. Elizabeth miró a Cristo y se sonrieron con complicidad.

A la tarde siguiente, sin que Cristo estuviera presente, las tres mujeres siguieron con su ritual de siempre. Tras almorzar bajaron un rato al centro de jubilados, y regresaron a casa para la hora del té y los susodichos “cupcakes”. Emily, tras este goloso rito, llevó a la señora Shanker a su habitación, para que viera un rato la televisión acostada y descansara de la silla de ruedas.

Mientras tanto, Elizabeth preparó otro par de tazas de té y se sentó en el sofá, esperando que empezara una de sus telenovelas preferidas. Se había tirado toda la noche pensando, y aún lo hacía. Pensó en su “affaire” con el chico, en cuanto había gozado, y rememoró sus palabras, sobre todo aquellas que se refirieron a Emily.

“Imagínatelo”.

No podía. En el momento en que lo hacía, se ponía enferma de deseo. Era como activar un interruptor. Ahora cachonda, ahora no… Tampoco ayudaba mucho el que Emily se paseara todo el día por delante de ella. No es que fuera una chica provocativa, nada de eso, pero era lo suficientemente hermosa como para destacar con cualquier cosa que se pusiese. Ese día, por ejemplo, llevaba un simple chándal, pero el pantalón se le pegaba tanto a ese precioso culito, que Elizabeth no podía apartar sus ojos de él.

Emily regresó y aceptó la nueva taza con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Aquellos gestos silenciosos fueron los que llamaron la atención de Elizabeth, por primera vez. Aunque no lo fuera, parecían señalar una implícita obediencia, una callada sumisión aún no confesada, y excitaba cada vez más a Elizabeth, desde la primera vez que lo notó.

Emily no era una chica charlatana, mejor dicho, ni siquiera comunicativa. Contestaba cuando se le preguntaba algo, pero ahorraba en palabras como un salvaje africano en ropa. Si podía contestar con un gesto, un asentimiento, o una sonrisa, mejor que mejor.

Pero si Elizabeth hubiera podido asomarse a la mente de Emily, se habría quedado asombrado de lo corta que se había quedado en sus suposiciones.

Emily llevaba muchos años esperando una oportunidad, deseando arrojarse a los pies de esa madura mujer que la había embelesado desde jovencita. Había tardado algún tiempo en admitir lo que le ocurría, lo que había nacido en ella, a la sombra de su madre. Se había enamorado de Elizabeth, hasta las trancas, con esa pasión terroríficamente anuladora que se apoderaba de su corazón y de su alma.

Se masturbó pensando en ella, en su primera vez, después de que le regalara una bonita diadema el día en que cumplió trece años. Se desvirgó a los dieciséis años, con un pepino robado en la cocina, delante de una foto de Elizabeth. Estudió para agente social porque era una especialización que podía hacer cerca de casa. No estaba dispuesta a alejarse de su amor platónico. Incluso, renegó de un trabajo que le salió, porque era en Detroit.

Su oportunidad vino con la huida de la última chica de compañía de la señora Shanker. Ella la conocía, había estado al cuidado de aquella mujer, antes de perder facultades. Convenció a su madre para que hablara con Elizabeth y, finalmente, probaron con Emily. Todo el mundo creía que sería algo temporal, hasta que le saliera un trabajo en lo suyo, pero Emily estaba demasiado extasiada como para alejarse. Incluso, las convenció para dormir con ellas, en el apartamento, algo que ninguna otra chica había hecho.

El caso es que la señora Shanker estaba súper contenta y Elizabeth también. Pero, de ahí, a saber que Emily andaba todo el día mojada, solo con sentir los ojos de su jefa sobre su trasero, había un paso. La chica era tan prudente que no hablaba apenas para que no se le escapara un suspiro. A veces, se había corrido con una voz más alta que otra, o un bonito cumplido. En todo este tiempo, Emily había desarrollado una técnica casi perfecta para frotar sus muslos, tanto de pie como sentada, que le llevaba a largos y suaves orgasmos, incluso tal y como estaban en ese momento, sentadas una al lado de la otra.

― Emily… — susurró la señora, pero Emily siguió mirando la tele – quisiera hablarte sobre lo que ocurrió ayer… con Cristo…

Emily bajó la cabeza y enrojeció.

― Emily, mírame, por favor… — la joven obedeció y sus bonitos ojos marrones parpadearon, mirándola. – No sé lo que me pasó ayer… Fue como una fiebre, te lo juro. Sentía un fortísimo impulso de tener a ese chico entre mis brazos, de acunarlo, de apretarlo contra mi pecho…

Emily tragó saliva. Sus ojos se humedecieron, pero no apartó la mirada.

― … pero me he pasado toda la noche pensando, y he llegado a la conclusión que no fue más que una reacción lujuriosa, un calentón, ¿comprendes?

― Si, señora – musitó la latina.

― Él mismo fue quien me abrió los ojos. Cristo se dio cuenta enseguida de quien me atraía de verdad, de por quien suspiro desde hace un tiempo…

― ¿De quien, señora?

― De ti, Emily – susurró a su vez Elizabeth, colocando una mano sobre la de la chica sentada a su lado.

Las mejillas de Emily se tiñeron violentamente de un rastro carmesí. Parpadeó, confusa por la noticia, que la golpeó con la fuerza de un ladrillo real.

― ¿Qué…? ¿Cómo…?

― Que no puedo sacarte de mi cabeza, Emily. Te he visto crecer, desarrollarte, y, hasta ahora, no he comprendido que te he deseado siempre. Siento decírtelo así, de forma tan brusca… yo no soy una mujer moderna, ni tengo experiencia alguna…

― Pero, señora…

― Ssshhhh… Emily, déjame acabar, sino no me atreveré a repetir todo esto – la acalló Elizabeth, colocando un dedo en los carnosos labios de la chica. – Nunca he estado con otra mujer. De hecho, no me considero lesbiana de ningún modo. Ese fue uno de los motivos de acostarme con Cristo… pero me enervas, haces bullir mi sangre cada vez que caminas delante de mí. Te has metido bajo mi piel, Emily… y ya no sé qué hacer. Así que te daré buenas referencias y un buen finiquito, pero no puedes quedar…

― Señora… Elizabeth – casi gimió Emily, aferrándole la mano y haciendo que la taza tintineara en su otra mano. – La quiero…

Elizabeth se quedó con la boca abierta, los ojos bien abiertos. En ningún escenario, de los muchos que había construido en su mente, Emily pronunciaba esa palabra tan pronto. Había preparado desengaños, más o menos tristes y civilizados, otro terrible, lleno de injurias y una posible bofetada. Había otros, merengues y pastelosos, llenos de azucarada felicidad, pero, nunca uno tan directo y rápido.

― ¿Me… me quieres? – balbuceó Elizabeth, aferrando, a su vez, la taza de Emily.

― Si, señora, desde siempre – contestó, bajando los ojos.

― Pero… ¿Por qué no…? – Elizabeth no sabía cómo preguntárselo.

― Siempre he sido tímida. No me atrevía, señora…

― Llámame Elizabeth, por favor.

Emily negó con la cabeza, con fuerza.

― Usted es la señora… siempre lo será… yo… soy suya – dijo Emily, liberando al fin todo cuanto sentía en su interior, y cayó de rodillas ante su señora, los ojos en el suelo, las manos extendidas.

Elizabeth sintió su coño mojarse completamente en un segundo, desbordando incluso su braguita. Jamás experimentó tal lujuria momentánea. Se tuvo que controlar para no atrapar aquella cabecita de la cola de caballo y meterla entre sus muslos.

― Emily… yo no te pido eso…

― Pero yo me entrego voluntariamente, señora. Soy suya para siempre, para lo que desee hacer conmigo. Dormiré a los pies de su cama, comeré las sobras de su plato, calentaré sus pies en invierno y los lameré en verano… soy su humilde esclava, señora…

― Dios… cállate, Emily, por favor… voy a correrme con solo escucharte – murmuró Elizabeth.

― Señora… tengo que decirlo… perdóneme… me he masturbado pensando en usted desde que era una cría, con trece años. Ni siquiera tenía pecho y tenía que morder un peluche para que mi madre no me escuchara, por las noches.

― ¡Jesús!

― Cada año que pasaba la veía más hermosa, más señora, e intentaba que se fijara en mí, pero no lo conseguía. Nunca he estado con otro chico, me desfloré yo sola… En la facultad, tuve mi primera relación con otra chica. Elegí a una compañera que se llamaba como usted, para poder gritar su nombre durante el orgasmo…

Los efluvios del coño de Elizabeth ya chorreaban nalgas atrás, hacia su ano, ya que había adoptado una posición más estirazada, pero también manchaban el sofá. Sentía como le faltaba el aire en el pecho, y, por ello, jadeaba,

― ¡No puedo expresar mi eterno amor más que de una forma! ¡Entregándome completamente a usted, para que disponga de mi cuerpo, de mi corazón y de mi alma! – Emily se inclinó aún más, lamiendo la punta de sus zapatos.

― ¡Joder! ¡JODER! ¡Estás suplicándome que te destroce, Emily! – Elizabeth se puso en pie, el rostro desencajado de pasión.

― Si, señora, todo lo que usted desee…

― ¡TÚ LO HAS QUERIDO, JODIDA ZORRA! – exclamó Elizabeth, atrapándola por la cola y arrastrándola hacia su dormitorio.

Ya no le importó que su tía escuchara sus gritos, ni que se enterara de que iba a meter en su cama a esa preciosidad latina. La iba a asfixiar entre sus muslos, corriéndose sin parar.

Emily, mientras trataba de mantenerse a gatas, sonreía, sumamente feliz, a pesar de que las lágrimas caían por su rostro, debido al dolor que le producía ser arrastrada del pelo.

Su dueña la iba a follar…

CONTINUARÁ…

PD: podéis comentar cualquier cosa en janis.estigma@hotmail.es

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Relato erótico: “Cómo seducir una top model en 5 pasos (03)” (POR JANIS)

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SECRETARIA PORTADA2Placeres para el ojo.

Nota de la autora: si desean comentar, opinar, o simplemente charlar sobre el relato, pueden hacerlo en janis.estigma@hotmail.es

Sin títuloPasaba de las tres semanas, la estancia de Cristo en Nueva York, y, a cada día que contaba, se sentía mejor en aquel Nuevo Mundo. Como buen gitano, ya se había recorrido todo el barrio, analizando sus pros y contras, así como un par de rutas de escape, prácticamente como deformación de su educación. Mantenía clasificados, en su cabeza, por orden de importancia, todos los chollos que había descubierto. No tenía un propósito definido para ellos, pero era algo que siempre hacía. Cada solar vacío, cada casa abandonada o cerrada, cada negocio, e, incluso, un par de garajes estratégicos, se catalogaban en su prodigiosa memoria.

Cuando Cristo tuvo constancia de que poseía una mente privilegiada, lo primero que destacó para él mismo, fue su memoria. Cada cosa que leía, que visionaba, o que experimentaba, quedaba almacenada en su memoria. Pronto descubrió que debía compartimentar esa memoria, para acceder más rápidamente a los recuerdos. No es que funcionase así realmente, pero Cristo lo sentía de esa manera. Lo mentalizó así, y así se quedó.

Los datos más usuales y cotidianos se agolpaban en la memoria superior, o memoria rápida; ambos nombres, por supuesto, eran términos acuñados por él. Allí guardaba números de teléfono, direcciones, recados, conversaciones cotidianas, encargos, y otros datos que podían ser reciclados fácilmente. Uno de sus juegos preferidos era repasar, cada noche, en su cama, cada una de las chicas que habían llamado su atención durante la jornada. Allí estaban todas, atrapadas en un movimiento, en una sonrisa, o pronunciando alguna frase, sujetas por su poderosa memoria, desfilando para él, una y otra vez. Ese era un buen ejercicio recomendado para el Alzheimer.

Luego estaba la memoria media, en un estrato más profundo y amplio, perfecto para almacenar todo cuanto iba a necesitar en un plazo medianamente corto: sus nociones de idiomas, sus elaborados proyectos, la información que necesitaría en los próximos meses, y, por supuesto, todos los datos relativos a su inmediato entorno. Junto a todo esto, estaba almacenando – cada día añadía una cuadrícula más – un completo mapa de Nueva York. De hecho, ya tenía todo Manhattan recopilado, y ahora estaba liado con Queens.

Y, finalmente, estaba la memoria profunda, o el Pozo. Allí tiraba cuanto leía y aprendía, y no tuviese una importancia relativa. Almacenaba conocimientos, aún invalorados, como el avaro guarda céntimos para el futuro. Había un poco de todo, como en una antigua botica, desde arte a albañilería, pasando por motores eléctricos, o sociología aplicada. Recurrir a esta sapiencia era un poquito más complicado. Necesitaba desplegarlos y buscar lo que necesitaba, casi como si buscara hojeando en un libro.

Si Cristo hubiera hablado alguna vez con psicólogo de todo esto, quizás… pero, ¡que coño! ¿Habéis visto alguna vez a un gitano en la consulta de psicólogo?

El hecho es que había visitado, por su cuenta y riesgo,la Cocinadel Infierno (donde le habían chorizado el reloj y cincuenta dólares), el Madison Square Park, el Lincoln Center y todo el Upper West Side, y, finalmente, había entrado un par de veces en el Central Park, pero de forma somera y superficial.

Pero no solo había visitado barrios de Manhattan, sino que había conocido también a mucha gente nueva, gracias a la jornada de actividades que el centro de jubilados promovió, con su ayuda. Tal jornada se llevó a cabo seis días atrás, y, aprovechando una mañana magnífica, ocuparon parte del parque Dewitt, para sus actividades. Se presentó más gente de la que se esperaba, pues actividades de ese tipo no eran frecuentes en el barrio. La gente se reunió en el parque, charlando al sol, tomando cañitas de cerveza. ¡Cerveza gratis! Un concepto que el estadounidense medio no conocía, en absoluto. ¡Menudo marketing!

Para cuando la gran paella estuvo terminada, había ya mucha gente esperando. Cristo felicitó a los tres ancianos que cocinaron la paella, – uno era murciano y los otros dos latinos, de Honduras y Argentina – pues, la verdad es que salió bastante buena para ser la primera de ese tamaño que elaboraban. La gente se repartió en pequeños grupos, charlando, picoteando de sus platos de plástico con tenedores del mismo material.

“Buen rollo. Todo distendido, relajado.”, pensó Cristo.

Siguiendo con su consejo, la barraca de la tómbola ya estaba preparada y se escuchaba acoplarse el micrófono, preparándose para empezar a emitir la cháchara habitual de un buen feriante, aunque, en este caso, era uno de los ancianos, el encargado de hacerlo. Eddy Barnusso no tardó en presentarse como voluntario. Había estado a cargo de una pescadería cuarenta y dos años y quería ver si aún se acordaba de cómo se pregonaba.

El comité designado para vender los boletos de las rifas, – Cristo aconsejó que estuviera formado por los ancianos más conocidos del barrio – se preparó para entrar en acción, apenas los visitantes dejaran los platos. Se sorteó una cesta de productos naturales de belleza, muy atractiva para las señoras, que donó una empresa homeopática del Village, y un bono válido por un mes gratuito en uno de los lujosos gimnasios del Upper East Side.

La jornada resultó ser todo un éxito. Después de depurar los gastos, el recuento dejó un saldo, limpio de polvo y paja, de once mil cuatrocientos doce dólares. Todo un record, según la viuda Kenner.

Como se ha dicho, esta jornada procuró bastantes nuevos conocidos para Cristo, quien acudió acompañado de su tía y de su prima, por supuesto. A pesar de lo que le gritaba su vena gitana y contrabandista, se obligó a estrechar manos y repartir sonrisas a cuantos le presentaban. Tanto Elizabeth, como Ambrosio, e incluso su propia tía Faely, le presentaron a reconocidos comerciantes del barrio, a varios propietarios de puestos comerciales del gran mercado, a una de las autoridades portuarias, así como al teniente Gatter, detective dela Brigadade Homicidios de la prefectura 22 de Harlem.

Y, por supuesto, conoció a Spinny.

Richard Spencer III no era una de las personas más reconocidas del barrio, pero, si seguramente, una de las mejores informadas. Hijo del dueño de una gran chatarrería de la ribera de Brooklyn, vivía en Clinton, – por fin Cristo conocía el verdadero nombre del distrito – con su abuela paterna. Spinny, apodo infantil que le pusieron sus hermanos mayores, no había crecido siendo demasiado listo. A sus veinticinco años, era infantil, ingenuo, muy emotivo, y más despistado que un hippie en un sembrado de marihuana. Su padre, siguiendo la tradición de la familia, bautizó al menor de sus hijos con el nombre de su abuelo, por eso de continuar la saga familiar. Pero pronto se dio cuenta que Spinny nunca llevaría las riendas del negocio. Así que cuando la abuela Jenna se quedó sola en casa, el señor Spencer envió a su hijo menor para que cuidara de su madre. Desde entonces, Spinny y su abuela vivían juntos y felices; todo había que decirlo.

Su padre le reclamaba tres veces en semana, para que no olvidara como manejar las grandes máquinas del inmenso patio de chatarra, o repasara las facturas del mes, pero no era más que un puro formulismo. Sus hermanos mayores se encargaban de todo, junto con su padre. Enviaban a las achaparradas gabarras, armadas de brazos articulados, que se ocupaban de dragar y limpiar los accesos portuarios y el delta del Hudson, sobre todo. Pero, también disponían de una pequeña flotilla de camiones que recorrían todo el interior, recolectando metales y diversos restos, que almacenaban celosamente.

A lo que mayormente se dedicaba Spinny era a deambular. Se conocía todos los distritos y barrios de Manhattan, y era el mayor especialista en el Central Park de toda la ciudad. Si alguien necesitaba saber de algún rincón perdido en el parque, o a que hora se realizaban los ejercicios de aerobic de La Charca, cerca de la 59th, Spinny le informaba con mucho gusto. Conocía los horarios de los diferentes espectáculos que se organizaban, de los museos, y de diversas actividades. Incluso, se ufanaba de conocer los nombres de todas las prostitutas que aparecían en Central Park West, al atardecer. Se pasaba gran parte del día recorriendo los senderos, tomando el sol en el césped, tocando la guitarra, y viendo a los visitantes pasar. Era habitual verle, sentado en un banco o sobre la hierba, meciendo sus largos y rizados cabellos pelirrojos, al compás de la música. Poseía un rostro que inspiraba confianza y candor, con sus ojos verdosos, sus pecas sobre la nariz y mejillas, y los dos grandes paletones que mostraba cuando sonreía. Siempre vestía con pantalones holgados y camisetas heavys, con leyendas más o menos agresivas.

Spinny tenía realmente una buena vida.

Enseguida, Cristo y él hicieron muy buenas migas. Nuestro gitanito se dio cuenta, casi al instante, de que aquella mente simple y confiada le llegaba como caída del cielo. Podría utilizar a Spinny como explorador e informante. ¡Ni siquiera el Séptimo de Caballería había tenido un Spinny, en las Guerras Indias! Solo tenía que camelarlo…

… y a camelar, nadie ganaba a Cristo.

El chico explorador llevó a su nuevo amigo a conocer sus lugares preferidos, en un gesto totalmente puro y desinteresado. Un día le llevó al Met – el museo metropolitano de arte – y, tras contemplar con ojos maravillados las piezas egipcias y el arte medieval, Spinny le subió a la planta superior, donde descansaron y Cristo pudo contemplar la maravillosa vista de Nueva York, que se perfilaba desde allí. Sin embargo, bordear más tarde toda la orilla del lago reserva de Jacqueline Kennedy Onassis, acabó destrozando los pies de Cristo. Una cosa por la otra.

En otra ocasión, entraron por el lado oeste, y visitaron el museo de Historia Natural, puesto tan de moda por las disparatadas películas que se han hecho sobre lo que sucede en su interior. Desde allí, fueron andando hasta la 72th, donde se levanta el edificio Dakota, lugar en el que vivía John Lennon y a cuyas puertas fue asesinado. Le llevó a ver, cerca de allí, Strawberry Fields, que es una parte del parque en homenaje al célebre Beatles asesinado.

Finalmente, en una maravillosa mañana soleada, Spinny le animó a seguirle. Llegaron a Columbus Circle, en la 59th, donde se alza la estatua de Colón, y entraron en el parque, tomando un sendero de peatones sombreado, que les llevó hasta la preciosa pradera de Sheep Meadow.

Allí, sobre la mullida hierba, varios grupos de gente – ancianos mayoritariamente – hacían suaves ejercicios físicos.

― Este sitio sale en un montón de películas – dijo Spinny, tumbándose en al hierba y desenfundando su guitarra.

― Si, lo he visto. Gente de picnic, parejas tumbadas sobre mantas…

― Todo eso ocurre los domingos. Hoy es martes. La gente trabaja y solo hay viejos y turistas – se encogió de hombros Spinny.

― Yo soy un turista – ambos se rieron.

Cristo se sentaba a su lado, escuchando los rasgueos de guitarra. No era flamenco, ni siquiera se parecía a las animadas rumbitas que sus primos solían tocar, cuando se reunían en el patio, o en la puerta de alguna de sus casas, pero era buena música. Spinny versionaba, de un modo simple y acústico, a grandes artistas americanos, como Bruce Springsteen, Gun’s & Roses, o Bon Jovi, y otros no tan americanos, pero muy conocidos. Cristo estaba descubriendo nuevas tendencias musicales en las que nunca se interesó. No todo tenía que ser Camarón dela Islay jolgorio de taconeo…

Una chica cruzó parte de la pradera y se acercó a ellos, con una sonrisa en la cara. Cristo, podríamos decir, la miró con interés. Mediría el metro setenta y llevaba el largo cabello rubio recogido en una cola de caballo, la cual se balanceaba, a cada paso, entre el cierre de una negra gorra de los Yankis de Nueva York. Vestía unas mallas de lycra oscura que se amoldaban perfectamente a sus largas y preciosas piernas, así como a sus pequeñas nalgas. Una camisa de algodón, holgada y larga como un karate-gi, aunque de color crema, cubría una corta camiseta que dejaba su ombligo al aire. Los faldones caían sobre su pelvis, atrapados por un estrecho cordón de cuero. Sus botas deportivas, de gruesa suela, aplastaban la hierba con firmeza. Se detuvo ante ellos.

― Hola, Spinny – saludó.

― Hola, bella Chessy – respondió el chico de la guitarra. — ¿Preparada para tu Tai Chi?

― Por supuesto, rojo. ¿Quién es tu amigo? – preguntó ella, mirando a Cristo, con una ceja medio alzada.

― Es Cristo. Llegó hace poco.

― ¿Ahora haces de babysitter? – se rió la rubia.

Cristo la miró con más atención. Tenía los ojos más azules que había visto jamás, y una nariz bella y respingona, que le prestaba un aire de de picardía.

― Creo que tengo más años que tú, querida – le dijo el gitanito, mirando el enrevesado piercing que la chica portaba en su ombligo.

Chessy entrecerró los ojos al escuchar el extraño acento gaditano en el inglés utilizado.

― ¡Wow! Eso ha sonado a británico, pero con un acento extraño. ¿Dela India?

― No, de Cádiz, España.

― Vaya, tengo entendido que es un sitio con verdadero pasado. Hubiera jurado que eras hindú, por el tono de tu piel y tus ojos.

― Nop, soy gitano – dijo Cristo, sonriendo.

― ¿Gitano? – esta vez fue Spinny, quien preguntó, gran desconocedor de esta raza.

― Caló o calé, una raza nómada que procede de Centroeuropa, de Rumania y Bulgaria, los Romaní…

― ¿Los mismos que salen en las pelis de Drácula? – preguntó con un rasgueo.

― Los mismos, Spinny.

― ¡Vaya pasada!

― La verdad es que en Nueva York, se pueden encontrar todas las razas del globo – bromeó Chessy. – Bueno, voy a unirme al grupo. Nos vemos otro día, chicos.

Cristo contempló aquel culito que se alejaba. Le pareció realmente trabajado, duro y apretado. La chica dejó su pequeña mochila sobre la hierba, una veintena de metros más allá, y se quitó la amplia camisola, revelando las protuberancias de unos senos menudos y pujantes. Pronto estuvo haciendo estiramientos y arabescos, todo muy lento, acoplándose al ritmo de sus compañeros. Era como una coreografía a cámara lenta, en la que participaban tanto personas mayores como jóvenes, de uno y otro sexo.

― Me gusta – musitó Cristo.

― ¿Quién? ¿Chessy o el Tai Chi?

― Las dos cosas. Parecen interesantes.

― No sé mucho del Tai Chi, pero te garantizo que Chessy es muuuuy interesante.

― Cuéntame sobre ella.

― Nanay – negó Spinny con la cabeza. – Si quieres conocerla, le preguntas a ella. Yo no quiero responsabilidades.

― ¡Pero, quillo… dime algo! ¿Sale con alguien? ¿En que trabaja? ¿Cuántos años tiene?

― No creo que salga con alguien en especial. Al menos, no la he visto nunca – se mojó los labios Spinny, al contestar. – Sé que trabaja en la zona del Village, pero no sé en qué… En cuanto a su edad, no sé. ¿Tú cuanto le calculas?

― Sobre los veinte. ¿De qué la conoces?

― Del parque, de verla por aquí machacando ese cuerpo. Le gusta mi música, eso es todo.

Cristo siguió mirando aquel cuerpo grácil y hermoso, que se flexionaba con armonía y elegancia. Decidió que probaría esa gimnasia algún día, para ver como le sentaba a su flojo cuerpo.

—————————————————————————————–

Cristo sacó el móvil del bolsillo y comprobó la hora. Aún le quedaban unos minutos para llegar con puntualidad. Dejó atrás la Biblioteca Pública y se dirigió hacia el apartamento de la viuda Kenner. Se sentía más nervioso que una virgen en un burdel.

La madura mujer le había llamado un par de horas antes, justo al acabar de almorzar en la cafetería del campus universitario Fordham, en el Lincoln Center. Cristo había descubierto ese sitio, al acompañar a su tía al trabajo. El Centro Lincoln era una pasada, todo lleno de artistas jóvenes y excéntricos, con cafeterías estudiantiles de buena calidad, y, sobre todo, lleno de tías macizas y desenfadadas.

La viuda Kenner respondía, con esa llamada, a una conversación que tuvieron días atrás, en la cocina del centro de jubilados. Cristo, en aquella ocasión, deseoso de repetir encuentro con la viuda, le tiró los trastos a la primera oportunidad, pero, asombrosamente, la mujer le dio las gracias por sus sutiles consejos, con lo cual, a Cristo se le quedó una cara de capullo integral que daba pena.

Elizabeth le contó entonces lo ocurrido con la chica de compañía de su tía, la hermosa y callada Emily. Le confesó como había ocurrido el encuentro y de cómo se había aprovechado de la mentalidad entregada y sumisa de la joven. Ahora, la estaba convirtiendo en su total esclava. Cada tarde, durante la siesta de su tía, la adiestraba en su dormitorio.

Cristo se quedó con la boca abierta. ¡Joder! Eso le pasaba por bocazas. Se podría haber metido la lengua debajo del sobaco, pero, no, él solo vio como Elizabeth la miraba, así que tuvo que aconsejarla… ¡Ahí tenía el resultado! Jamás se hubiera imaginado que brotaría una historia parecida, así, de repente.

Pero la viuda le estaba muy agradecida, tanto por el consejo, como por las ideas que propuso para la jornada del centro. Casi como una broma, Cristo respondió:

― Si de verdad quiere agradecérmelo, invíteme a contemplar una de esas sesiones de doma.

La llamada de teléfono iba precisamente de eso. Con la boca laxa, Cristo escuchó la ronca voz de la viuda diciéndole:

― Lo he hablado con Emily. Aceptamos que nos mires, pero ¡solo mirar!

― Por supuesto, Elizabeth.

― Pásate por casa, a las cinco y veinte. Te estaremos esperando.

A esa hora precisa, se encontraba ante la puerta del apartamento, con los nervios a flor de piel, dudando entre llamar con los nudillos o pulsar el timbre. Mejor con los nudillos. Puede que la vieja esté durmiendo, pensó. Dio dos toques y esperó. La puerta se abrió antes de pasar un minuto. La viuda Kenner le sonrió. Cristo repasó aquel cuerpo rellenito y lujurioso, vestido solamente con un camisón oscuro y semitransparente. Estaba descalza y su pelo parecía alborotado.

― Muy puntual, Cristo – le dijo ella, haciéndole pasar.

― Si, señora.

― Vamos a mi dormitorio – dijo Elizabeth, bajando la voz.

Allí, de pie y desnuda, con las manos encadenadas a una antigua lámpara de dos brazos que colgaba del techo, se encontró con Emily. La chica tenía las piernas bien abiertas, mostrando el sexo mojado y bien depilado.

Con una indicación, la viuda le dijo que se sentara en el butacón que tenía ante un pequeño comodín, lleno de perfumes. Cristo, algo nervioso, se sentó, luciendo una sonrisa bobalicona en sus labios.

― Ezo es carne y no lo que echa mi mare en la olla, coño – murmuró, en español.

Elizabeth se situó ante su esclava y tomó su rostro con la mano, apretando sus mofletitos y mirándola fijamente. Emily jadeó, devolviéndole la mirada, pero ésta era turbia, enfebrecida.

― Estás muy caliente, ¿verdad, Emily?

― Si, señora…

― ¿No te da vergüenza? Tenemos invitado – señaló hacia Cristo.

― Si, señora… mucha vergüenza…

― ¿Y ese es el motivo por el que estás goteando? – le preguntó, pasando una mano por la entrepierna de la latina.

― S-si, señora…

― Sabes que aún te tengo que castigar por la falta que cometiste esta mañana, ¿verdad? – los dedos de la señora estiraron uno de los pezones con fuerza.

― Siiii… señora…

― Te mereces unos azotes y tú misma escogerás el número. ¿Cuántos azotes crees que mereces?

― Veinte, señora… veinte duros azotes en mis nalgas – susurró Emily, atormentada por la mano de su dueña.

― ¿Qué prefieres, fusta o paleta?

― Fusta, señora.

Elizabeth tomó una corta fusta de cuero que estaba tirada sobre la ropa de la cama y obligó a la latina a moverse un poco, para presentar bien sus nalgas, ante ella y a los ojos de Cristo. El primer azote cayó sin aviso y con fuerza. Hizo respingar tanto a Cristo como a Emily, uno por la sorpresa, la otra por el dolor.

― ¿Qué se dice, esclava?

― Gracias, señora, por educarme – contestó Emily, con un hilo de voz.

Elizabeth se tomó su tiempo para dejar caer el segundo azote, como si quisiera que Emily se recuperara del dolor, o bien que se confiara. Cuando lo hizo, el cuero fue a dar con su baja espalda, sobre los riñones. El gemido de la latina fue impresionante, tanto que puso completamente tieso el pequeño pene de Cristo.

― ¡Jesús, María, José, y la Santa Burra! ¡Qué morbazooo! – murmuró, recolocando el paquete.

Elizabeth iba golpeando con mucha dejadez, con relativa maestría, teniendo en cuenta que nunca se había dedicado a tal menester. Era tan neófita como su esclava en el arte de la dominación. Sin embargo, ambas parecían haber nacido para ello, una en cada extremo del arte. Cuando dejaba caer la fusta, la mantenía quieta, asegurándose de que Emily sintiera el dolor en toda su dimensión. Mientras, se acariciaba ella misma la entrepierna o uno de sus erguidos pezones. Al cabo de unos segundos, Cristo comprobaba como los dedos de Elizabeth serpenteaban por las nalgas azotadas, buscando brindar a su sumisa, una brizna de placer que hiciera más llevadero su castigo.

Emily era muy conciente de esa mano, tras cada azote, y se apresuraba a dar las gracias a su señora, para recibir la recompensa de una caricia. Cristo, con los ojos muy abiertos, observaba la mancha de humedad que crecía en el suelo, entre las abiertas piernas de Emily. Una sutil gotera se escapaba de su enrojecida vagina, se deslizaba un tanto por el muslo y acababa cayendo al suelo, desde un poco más arriba de su rodilla, alimentando la mancha de la baldosa.

Cristo sintió el deseo de lamer el charquito, pues su boca se había quedado seca. Había visto fotos sobre esta tendencia sexual en Internet, pero nunca les hizo caso más allá de una valoración más o menos estética. Cuero, mordazas, ligaduras, fustas… parecía cruel y perverso, pero no se había cuestionado nada más profundo. Ahora, a dos pasos de un escenario real, con personajes de carne y hueso, y medianamente conocidos, Cristo sentía nuevas emociones, quizás demasiado empáticas, a lo mejor. Deseaba probar el poder que ostentaba Elizabeth, gozar con la manipulación, con el control, pero, por otra parte, sentía recelo y temor al sonido de cada golpe.

No quería tocarse la pilila, la cual sentía pulsar y tensarse, generando calor y ligeros estremecimientos. Su bajo vientre hormigueaba, como si decenas de hormigas estuvieran de fiesta allí, recorriendo cada centímetro de su piel. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué estaba reaccionando así?, se preguntaba, temeroso de la respuesta.

Por un segundo se imaginó a sí mismo, azotando a Emily… o a Elizabeth. Sonrió por la inconsistente idea. Sin embargo, sintió un largo escalofrío recorrer toda su columna cuando su mente sin control cambió la efigie de la viuda por la de Faely. Su febril cerebro recreó el posible gesto de dolor en su rostro sudoroso, al recibir el estimulante golpe en sus redondas posaderas. Escuchó el tímido gemido que saldría de sus labios, percibió la implorante mirada de sus ojos…

“¿Stás agilipollao o qué? ¡Me voy a correr zin ni ziquiera tocarme, coño!”, se amonestó mentalmente, recuperando una postura más recta para sentarse.

Elizabeth, en ese momento, se ocupaba de liberar las muñecas de su sumisa de los grilletes que colgaban de la lámpara. La joven cayó de rodillas, mostrando las nalgas muy enrojecidas. Algunos de los trallazos destacaban, aún lívidos. La viuda apoyó sus nalgas contra el barandal de los pies de la cama, subiéndose el liviano camisón por encima de sus caderas. Mostraba impúdicamente su bien arreglado pubis, dispuesto ante los ojos de Emily.

― ¡Ven aquí, guarrilla! Vas a comer coño… ¡Las manos a la espalda! – le dijo, cogiéndola del largo cabello y atrayendo su boca contra su vagina.

Emily alzó sus manos hasta aferrarse a los barrotes de la cama, usándolos para arrastrar sus nalgas por el suelo y, así, acercarse más a su señora. Cuando estuvo mejor colocada, llevó las manos a su espalda, tomándose de las muñecas.

Cristo solo tenía ojos para aquel entregado rostro que, con las mejillas arreboladas, se entregaba totalmente a lamer y succionar la vagina de su dueña. No existía otra motivación para Emily. Llevaba la punta de su lengua al interior de la vagina, tensándola y hundiéndola como una daga, mojándola en los fluidos internos que resbalaban hacia la salida. Cuando la sacaba, bien húmeda, buscaba con ella el inflamado clítoris, rozándolo solo con la punta, lo cual originaba grandes temblores de las nalgas y caderas de la señora.

Elizabeth tironeaba cada vez más del oscuro cabello de Emily. Mantenía los ojos cerrados, el rostro moderadamente alzado, la boca entreabierta. Parecía que había rejuvenecido veinte años, debido al inmediato orgasmo. Cristo no pudo resistir ni un segundo más. Apretó su entrepierna con una mano, con decisión. Intentaba captar en su memoria las expresiones de intenso placer de ambas mujeres. El continuado apretón de su mano le llevó a un sublime orgasmo que envaró todo su cuerpo. Se corrió en el interior de su ropa interior, bajo el holgado jeans que llevaba. Elizabeth le siguió al momento, enterrando fuertemente el rostro de su esclava entre sus muslos.

― Diosssss… Emi… ly… mi… puta… mi esclava…

La viuda dejó resbalar sus nalgas por los pies de su cama, quedando espatarrada en el suelo, detrás de Emily, reponiéndose del orgasmo. Cristo estaba comprobando si toda la humedad que sentía en el interior de sus gayumbos, traspasaría la tela del pantalón y sería demasiado evidente. Levantó la mirada y miró a Emily. La chica seguía sentada en el suelo, apoyada en una mano, y también le miraba. Su otra mano estaba atareada en acariciar los senos de su señora, que seguía a su lado, con los ojos cerrados. Emily le sonreía y se relamía los labios, limpiando su boca de los jugos que Elizabeth había vaciado sobre ella.

Cristo se dijo que estaba bellísima e irresistible, sobre todo cuando ella le guiñó un ojo.

Entonces, tomó la decisión de que era mucho mejor largarse de allí.

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Spinny le llamó el sábado, justo después de almorzar. Cristo atendió la llamada, dejando así que su tía y su prima recogieran la mesa.

― ¿Qué paza, pisha? ¿Qué has pensado en hacer hoy? – le preguntó, deseoso de hacer algo nuevo.

― Vamos a ir a Central Park – contestó el pelirrojo.

― ¿Otra vez?

― Esta vez, de noche – le oyó reír.

― Ah… ¿Un espectáculo?

― Algo así, Cristo, ya lo verás. Pasaré a recogerte a las siete.

― Vale, Spinny – y colgó, contemplando el trasero de su prima, cálidamente oprimido por el corto pijamita.

― ¿Has quedado? – le preguntó su tía, desde el fregadero.

― Si, con Spinny. Vamos a ir esta noche a Central Park. Al parecer hay espectáculo de algo.

― Ten cuidado en el parque, primo. De noche es malo – le dijo su prima, en español, limpiando la mesa con un paño.

― Solo ciertas áreas. Spinny sabe donde se mete – quitó hierro al asunto Faely. – Hace años que el Central ha dejado atrás su fama de peligroso.

Spinny parecía algo nervioso cuando se pasó por el centro de jubilados, en donde habían quedado. Cuando Cristo le preguntó, no soltó prenda.

― Ya lo verás cuando lleguemos – se limitó a decir.

Cristo no quiso ir andando y tomó un taxi, el cual les llevó a la pista de patinaje Wollman, cerca de la charca, en la entrada sur. Los focos estaban encendidos y había bastante gente deslizándose sobre el hielo, al ritmo de puro funky. Spinny se acercó al puesto de bebidas y pidió un par de chocolates calientes. Se sentaron en las gradas, mirando las evoluciones de los patinadores.

― ¿Qué hacemos aquí, Spinny?

― Esperar. Los actores se preparan.

― ¿Va a haber espectáculo aquí? ¿Sobre el hielo?

― No. Aquí se iniciará el prólogo… después, habrá que seguir el espectáculo. Mira… aquellos dos, los de las chupas de instituto – señala el pelirrojo, con disimulo.

A una veintena de metros, dos tipos vestían sendas cazadoras del equipo de basket de alguna secundaria. Sin embargo, parecían mucho más mayores. Al menos, uno de ellos tenía cerca de los treinta años y su compañero algo menos, pero, de todas formas, estaba bien metido en la veintena. El más viejo llevaba una pequeña coleta en la nuca y portaba gafas. El más joven estaba rapado casi al cero y lucía una diminuta barbita de chivo. Ambos estaban muy ocupados charlando con unas jovencitas, que apenas se mantenían en pie con los patines, y no cesaban de reírse.

― Se llaman Barney e Gus. Trabajan para mi padre. Gus es el de las gafas – explicó de repente Spinny. – Hoy les oí hablar en el vestuario de la chatarrería. Han quedado con esas chiquillas.

― Parecen muy jovencitas – comentó Cristo.

― Así es como les gustan. No mayores de diecinueve… aún mejor si van al instituto… Ya les he visto otras veces.

― ¡Joder, Spinny, suéltalo ya!

― Jugarán con ellas, las provocarán, y les ofrecerán algún porro o algo así, llevándoselas al abrigo de los árboles. Pero, en este momento, les están dando la puntilla… — comentó, señalando los vasos que uno de ellos trae desde el puesto de bebidas.

― ¿Benzodiazepinas? – preguntó Cristo.

Spinny levantó los hombros.

― Ellos hacen la mezcla. Un poco de todo, pero te aseguro que muy pronto, esas chicas estarán dispuestas a aceptarlo todo.

― ¿Y qué hacemos?

― ¿Nosotros? – se extrañó el pelirrojo. – Nada. Buscaremos un sitio y veremos como se divierten. ¿No te gusta la idea?

― Bueno… es que no me esperaba esto. ¿Y si les hacen daño?

― Estaremos pendientes. Si se ponen agresivos, llamamos a la poli y ya está. Pero no suelen serlo. Solo quieren divertirse. Mira que buenas están – señaló de nuevo Spinny.

Las chiquillas eran dos bombones. Estarían en el umbral de los dieciocho años. Una era alta y morena, la otra más bajita y rubia. Vestían falditas cortas con leggins invernales de colores debajo, así como gruesos jerseys de lana.

― ¿Dices que lo han hecho más veces? – preguntó Cristo.

― Yo los he visto en un par de ocasiones, claro que, otras veces, no vienen al parque y no puedo espiarles… Pero aquí es fácil de quedar y hay muchos sitios para perderse, de noche…

― Ya veo – Cristo se estaba excitando, sin explicación.

No sabía lo que le ocurría. Desde su llegada a Estados Unidos, había cambiado. Sus límites se habían modificado. Las barreras que había alzado en España, se derrumbaban allí, y no sabía el motivo. Nunca había sido un chico demasiado sexual. Las mujeres llamaban su atención más como perfectos adornos, como bellas posesiones, que como compañeras sexuales. Al menos, así era antes de llegar a Nueva York. ¿Por qué había cambiado su percepción? Él no necesitaba ese problema en su vida. No pretendía quedar atrapado en una dependencia sexual, estando limitado físicamente.

Las dos parejas estaban sentadas en la parte más exterior de las gradas y se estaban quitando los patines para devolverlos. Las chicas tenían las mejillas muy coloradas y los dos tipos se reían a grandes carcajadas. Las chiquillas también sonreían, divertidas por los pellizcos y cosquillas que los chicos le hacían. Barney llevó los patines de todos al punto de alquiler y, al regresar junto a ellas, su colega señaló hacia el oeste.

― ¡Vamos! – susurró Spinny, levantándose y poniéndose en marcha. – Van hacia el parque infantil Heckscher.

― ¿Cómo lo sabes? – preguntó Cristo, siguiéndole.

― La última vez fueron allí. Hay un lugar a cubierto y un armario con colchonetas…

Spinny le condujo por un sendero peatonal, entre frondosos árboles que absorbían la luz de las farolas de mercurio, envolviendo todo en susurrantes penumbras que prometían complicidad. De pronto, Spinny se salió del sendero, cortando entre sombras y follaje.

― ¡Quillo, no vayas tan rápido que me escojono aquí!

― ¡Vamos, vamos! ¡Por aquí cortamos! – le apremió el pelirrojo, sin comprender ni una palabra de lo que le había dicho el gaditano.

Casi tomado de la mano, Cristo acabó apoyado en un grueso tronco bifurcado que les cubría casi completamente, sumergidos en un lago de sombras. Frente a ellos, un vasto cenador cuadrado, de tejado rojizo, a cuatro aguas, se alzaba como un refugio entre las zonas infantiles llenas de columpios y parterres de arena. El interior del cenador estaba apenas iluminado por un par de flojas bombillas bajo unos carteles indicadores: “Usen las papeleras” y “No pisen las colchonetas con zapatos”.

― Toma – susurró Spinny, entregándole algo en la mano.

Cristo giró los pequeños binoculares entre sus dedos. No eran más grandes que un paquete de cigarrillos. El cenador se veía perfectamente desde donde estaban, pensó. No necesitaba unos prismáticos…

― Son de visión nocturna – silbó el pelirrojo, como si le leyera la mente.

― ¡Joer con el Rambo este!

Cristo se los llevó ante los ojos y el interior del cenador se reveló totalmente, bañado por una tonalidad verdosa y enfermiza. El gitanito sonrió, al pensar que Spinny estaba demasiado preparado para que aquello fuera algo ocasional. ¿Ese era su secreto? ¿Era un voyeur? ¿Qué importaba?

Escucharon las voces y risitas de las dos parejas, que se acercaban por otro sendero. Spinny se sentó en el mullido suelo de tierra, buscando ponerse cómodo. Sin duda iban a estar allí un buen rato. Cristo le imitó. Barney, con una extrema habilidad, forzó el candado que cerraba la gran taquilla de hierro, encastrada en uno de los pilares del cenador. Sacó varias gruesas colchonetas, parecidas a las que se utiliza en los gimnasios escolares, y las arrastró hasta el extremo más oscuro de la estructura. De esta forma, quedaban todos aún más cerca del escondite donde estaban Cristo y su amigo.

El gitanito se fijó en las chicas y se dio cuenta de que ya no se reían. Estaban calladas, con una sonrisa bobalicona en sus rostros, y los ojos entornados. La droga, fuera la que fuese, estaba actuando ya, entumeciendo sus mentes y sus defensas. Se quedaron de pie, al lado de las colchonetas, mirándolas, hasta que Gus las obligó a sentarse en ellas.

Pronto empezó un húmedo besuqueo que resultó desagradable para Cristo. Las chicas apenas respondían ante los mordiscos y lengüetazos de los dos tipos, demasiado idas para responder a tiempo. Era más bien como si dos perrazos les lamieran los labios, mejillas y cuellos. Sin embargo, las ávidas manos de Gus y Barney recorrían, sin descanso, los tiernos cuerpos adolescentes. Se perdieron bajo los amplios y gruesos jerseys estampados, apretando los pujantes senos; atormentándolos durante un largo momento. Finalmente, Barney optó por sacar el jersey de su chica, la rubia bajita, dejándola tan solo con una camiseta térmica cubriendo su sujetador. La noche no estaba siendo fría, pero tampoco era como para despelotarse. El coctel de drogas debía de ser poderoso para que la chiquilla no se quejase.

Gus imitó a su compadre y también despojó a su chica de su armadura de lana. Sin embargo, fue más lejos, quitándole, además, una blusita y la camiseta interior, dejándola en sostén. Cristo observó como la chica se estremeció, asaltada por la baja temperatura.

Los dos sujetos acostaron a sus chicas, una al lado de la otra, sobre las colchonetas, para emplearse en sus senos, con toda comodidad. Las adolescentes, a pesar de la influencia de la droga, buscaron, a tientas, la mano de su amiga, y la aferraron, temerosas de lo que pudiera suceder.

Sobaban aquellos esbeltos cuerpos sin ningún remordimiento, sin ninguna contención, seguros de su control, de la dominación que les aportaba la droga usada. Ya no eran dos hombres simpáticos y vivaces. Se habían convertido en bestias soeces y depravadas; auténticos depredadores tan solo interesados en satisfacer sus instintos.

Desde donde se encontraban, Cristo podía oír las amortiguadas quejas que surgían de las gargantas femeninas. No creía que eso le excitaría, pero su pene clamaba lo contrario, erguido como un bastoncito.

¿Acaso él también era un pervertido? Se había excitado con la sesión de Elizabeth y, ahora, aquellos gemidos le encendían. ¡Joder, con Nueva York!

Gus, situándose a horcajadas sobre el vientre de la chiquilla morena, se había sacado su miembro y la obligaba a manosearlo, restregando su punta contra sus senos empitonados. Le dijo algo a su compinche y los dos se rieron. Barney estaba mordisqueando los pezoncitos de su rubia compañía, haciéndole quizás daño, porque la blonda cabecita no cesaba de agitarse de un lado para otro, aunque no exhalaba ningún ruido.

De improviso, Barney la obligó a girarse, dejándola de bruces. Alzándole la faldita, le bajó los leggins hasta las rodillas, junto con las braguitas. Las nalgas juveniles aparecieron en todo su esplendor, destacando en el verde visor. Barney se inclinó y dio un lametón, como comprobando el estado de aquel coñito. Sonrió y quedó de rodillas, manipulando su bragueta, hasta sacar un miembro corto pero grueso. No tomó ninguna precaución. Se tumbó sobre la chiquilla, apoyándose sobre una mano, y, sin hacer caso de las débiles protestas de la chica rubia, se la insertó entera, arrancándole un grito.

― ¡Dale, caña, Barney! – exclamó su colega, entre risas, sin dejar de pasar su polla sobre los labios de su chica.

― ¡Es un zorrón! ¡Mira como se mueve! – se burló Barney, dando varias fuertes nalgadas, mientras la rubia intentaba sacárselo de encima.

Gus, sin dejar de reírse, parecía dispuesto a imitarle. Abandonó su posición sobre el vientre de la chica y se arrodilló al lado, donde se entretuvo en quitar completamente las tupidas medias y las botas, dejándola solo con su faldita. Al parecer Gus era de los que les gusta a tener a sus chicas desnudas. La morena parecía totalmente ida. No paraba de chuparse uno de sus pulgares. Gus le alzó los tobillos, hasta situarlos sobre sus propios hombros, exponiendo así su coñito y su culito. Atravesó el primero sin darle tiempo alguno. La chica no pareció enterarse.

― Así… así… ¡Que buenas están! Mira como se retuerce…

Cristo volvió la cabeza, al escuchar el murmullo a su lado. Spinny tenía sus prismáticos en una mano y, con la otra, se estaba haciendo una paja de escándalo. Tenía una buena polla, rígida como una gavilla de hierro, y la friccionaba con fuerza y rapidez.

― ¡Esha pallá la pisha! ¡No vayas a salpicar, cabronazo! – susurró, sin pensarlo.

Pero los gemidos cada vez más desatados de las chicas cubrieron sus voces. Gus y Barney se las follaron unos minutos más y acabaron corriéndose en su interior, sin respeto alguno, sin importarles si podían dejarlas embarazadas. Solo eran carne para ellos y, seguramente, no las volverían a ver más.

Barney le dio un cigarrillo a su colega y se sentaron, sonrientes y con las mustias pollas fuera de las braguetas, a mirar a las chicas, las cuales, muertas de frío, se habían abrazado, buscando consuelo y calor. Casi no se mantenían sentadas. La droga estaba en pleno apogeo y el ritmo acelerado de sus corazones la repartía a todo su organismo. Lo único bueno es que, casi con seguridad, no recordarían nada de ese trago.

Cuando terminaron los pitillos, de nuevo dispuestos, chocaron las palmas e intercambiaron las chicas. Barney tomó a la morena, la tumbó y se la clavó en la postura del misionero. Gus, quizás más escrupuloso que su amigo, no quiso meterla en aquel coñito rubio ya usado. La giró, la obligó a alzar sus nalgas, y escupió en su ano, lubricándolo durante un rato, usando más saliva y los dedos.

Cuando Gus consiguió meterle la polla, su colega Barney ya se había corrido en su correspondiente chica. La arrastró hasta quedar al lado de la otra pareja, abrazándola y contemplando el espectáculo. Animaba a su amigo, quien estaba destrozando el culito de la rubia, la cual gemía sordamente, amordazada por la braguita que Barney le había metido en la boca.

Demasiado excitado, Cristo se sacó la polla y empezó a meneársela. A su lado, Spinny, increíblemente, iba ya por su tercera paja. ¿Cómo podía correrse así?, se preguntaba el gitanito. No descansaba apenas. Retomaba de nuevo el manoseo, aún cuando su miembro estuviera fofo y caído. Lo volvía a poner erecto a base de frotamiento. Finalmente, él mismo sucumbió a la experiencia y acabó corriéndose, casi al mismo tiempo que Gus descargaba sobre las nalgas de la dolorida rubita.

― Llama… a la… poli – jadeó Cristo, limpiándose los dedos contra la corteza del árbol.

― ¿A la poli? – se extrañó Spinny.

― Si. Pronto se irán. Si van a hacer algo chungo, es ahora. ¡Llama!

Spinny sacó el móvil y tecleó el 911. Entonces, se lo pasó a Cristo.

― Servicio de emergencia dela PolicíaMetropolitana…

― ¡Estoy asistiendo a una doble violación en el Central Park!

― Dígame su nombre, señor…

― No puedo hablar más. Estoy escondido y los estoy viendo en el cenador del parque infantil Heckscher. Tienen a dos chiquillas – y colgó. — ¿Cuánto tardarán?

― Si envían a la patrulla del parque, en cinco minutos – contestó Spinny. – Así que es mejor que pongamos tierra de por medio. Lo veremos todo desde aquel sendero.

Mientras se alejaban, Gus y Barney se reían a carcajadas, orinándose sobre las cabezas de las chiquillas. No parecían tener prisas, sintiéndose seguros en la oscuridad. El coche policial tardó aún menos de lo estimado. Cristo y Spinny apenas habían llegado al sendero, cuando las luces azules de la sirena barrieron la noche. Los dos violadores intentaron escapar, pero otro coche les cortó el paso, hacia el norte. Barney fue el primero en caer, debido a un auténtico placaje. Cristo se sintió mucho mejor cuando comprobó que metían a los dos tipos en uno de los coches.

― ¡Tío! Me he quedado sin espectáculo – cayó en la cuenta Spinny.

― ¡No me jodas! Intenta meterla tú en vez de mirar – le dio una palmada Cristo, poniendo rumbo hacia el exterior del parque.

—————————————

Cristo, interesado en la rubia Chessy, empezó a tomar nociones de Tai Chi y, en verdad, disfrutó de aquel desacelerado compás. El monitor le dijo que era un arte marcial, como el karate o el kung-fu, solo que se hacía a muy baja velocidad, pero aportando todo el empuje y fuerza como si se hiciera normalmente, por lo que el ejercicio era duro y de concentración. Una vez aprendido tal movimiento, solo con acelerarlo, se convertía en un ataque o en una defensa.

¡Estos chinos, que no inventarán!, se dijo Cristo, mientras se arranaba y levantaba los brazos. A veces era duro, sobre todo para su poco experimentado cuerpo, pero, en la mayoría de ocasiones, tener delante de sus ojos a Chessy, con aquellas mallas que ponían tan de manifiesto su culazo, ayudaba un montón.

La amistad entre ellos llevaba un buen camino y mantenían largas charlas mientras caminaban hacia sus barrios. A los dos les gustaba caminar, y solían hacerlo juntos. Así, Cristo aprendió que Chessy era un diminutivo de Clementine, que su apellido era Nodfrey, que era descendiente de una rama noruega. Chessy tenía veintidós años y llevaba un año independizada. Vivía en el Village y trabajaba como masajista y fisioterapeuta por su propia cuenta. Hacía visitas a domicilio o en su propia casa.

Había tenido varios novios que no acaban de comprender su trabajo, así que la cosa no había cuajado. Estaba mejor sola, según ella. Sin embargo, Cristo estaba cada día más colgado de ella. Le fascinaban aquellos increíbles ojos azules que parecían traspasarle cuando le miraban fijamente. Se pasaban largas horas haciendo eso, prácticamente, mirarse. Uno frente al otro, sentados en la hierba y escuchando las tonadas de guitarra de Spinny.

Parecían dulces tortolitos, y, en ocasiones, completos gilipollas, porque ninguno de los dos osaba decir lo que sentía al otro.

Un miércoles al mediodía, tras comer algo en una freiduría griega, Chessy le propuso que le acompañase esa tarde hasta Chelsea, donde tenía una cita de masaje. Luego, según Chessy, podrían bajar al SoHo y pasar la tarde de tiendas, los dos solos. Cristo aceptó de inmediato, con una amplia sonrisa que iluminó su cara. Así que, como disponían de tiempo, descendieron Manhattan, andando hasta Chelsea.

Chessy cargó su gran bolsa de lona hasta la dirección en cuestión y Cristo se quedó holgazaneando, mirando escaparates en la octava avenida, con el Madison Square Garden tres manzanas más arriba.

Entonces fue, cuando al doblar una esquina, vio una cabellera conocida cruzando la calle. Destacaba poderosamente de entre las demás cabezas, con todas aquellas oscuras trencitas, rematadas por pequeños objetos que brillaban bajo el sol. Cuando se situó mejor, pudo reconocer el caminar felino de su prima Zara. Con curiosidad, la siguió, dispuesto a saludarla. Seguir aquel culito enfundado en un ceñido jeans era una tentación.

De repente, su prima se detuvo, mirando a través de un escaparate y agitó la mano hacia el interior. Una chica de bandera, blanca y rubia, salió a su encuentro, abrazándose con efusión. A Cristo se le cayó la mandíbula cuando su hermosa prima se morreó largamente con la tremenda rubia aparecida. Desde donde estaba, podía distinguir como sus lenguas se agredían, sin importarle para nada los viandantes que pasaban a su lado.

Aquello no era un amigable saludo… no, que va. Aquello era el muerdo ardiente de dos zorras calentonas, y una de ellas era su prima, pensó Cristo, cerrando la boca con un chasquido

¿Qué tenía Nueva York que le desconcertaba tanto?

CONTINUARÁ…………sex-shop 6

 

Relato erótico: “Cómo seducir una top model en 5 pasos (04)” (POR JANIS)

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SECRETARIA PORTADA2Reflexiones sobre un pene.

Nota de la autora: Comentarios y opiniones a janis.estigma@hotmail.es Prometo contestar a todos.

Sin títuloChessy se despidió de Cristo con un gesto de la mano. Era una sesión de una hora, así que el joven dijo que la esperaría mirando escaparates y paseando porla OctavaAvenida, al igual que una puta, bromeó. Chessy, con su petate al hombro, giró en la 28th, hacia el oeste, que serpenteaba entre los frondosos árboles que rodeaban los apartamentos Futman. Su cliente vivía en el primer bloque. El señor Holler era un buen cliente, uno de los habituales. Chessy ya había estado en otras ocasiones en su apartamento.

Se detuvo a la entrada del bloque y llamó al portero electrónico. Se situó mejor delante de la cámara y se retocó mecánicamente el cabello. Una voz casi metálica le dijo que subiera, que le dejaba la puerta abierta.

Al tomar el ascensor hacia la séptima planta, la joven pensó en el joven español que la esperaba. Cristo le gustaba. Era divertido, exótico, y diferente a cuantos conocía. Si, esa era la palabra, diferente, y eso le gustaba bastante. Poseía una frágil belleza que la atraía sin remedio. Era un hombre, pero no lo parecía; más bien era como un niño, menudito y delicado, con unos rasgos casi femeninos, tan suaves, que su barbilla apenas rascaba.

Por supuesto que le había contado lo de su fallo glandular y Chessy había estado tentada de preguntarle si eso le había afectado a su… masculinidad. Prefirió no hacerlo. No quería que supiera que estaba tan interesada en él. Se ponía muy contenta cuando le sorprendía comiéndosela con los ojos, pero… no era tan sencillo. ¿Se atrevería a decírselo? Cristo parecía bastante inteligente…

Chessy se sentía un tanto sola, últimamente. Hacía más de cinco meses que había terminado con su última relación, que, como las demás, había sido un total fracaso. Había llegado a un extremo en que temía que su propia naturaleza no le permitiría ser feliz; tan solo disponer de un ir y venir de amantes y clientes, con los que desahogarse, y poco más. ¿Dónde quedaba el romanticismo con el que ella soñaba? ¿Esa brutal sensación de pertenencia que trataba de encontrar?

Suspiró al llegar el ascensor a su destino. Tenía que olvidarse de todo eso, por el momento. Ahora, tenía un cliente. Se detuvo ante la puerta marcada con la letra C. Depositando el petate en el suelo, se remangó las mangas de su chaquetilla deportiva, azul y roja, y alisó, con una pasada de su mano, las ajustadas mallas grises que delineaban perfectamente sus esbeltas piernas. Empujó la puerta que, como siempre, la esperaba abierta.

El señor Holler la esperaba tomándose un aromático té, envuelto en un blanco y grueso albornoz. Era un hombre bajito, algo rollizo, que andaba sobre la cuarentena, pero poseía unos bonitos ojos azules y un cabello muy cuidado, bien cortado y sin una cana. Chessy sabía que el hombre era divorciado, sin hijos, y era uno de los técnicos urbanísticos de Manhattan.

― Hola, Frank – le dijo ella, besándole en la mejilla.

― Estás muy guapa hoy, Chessy.

― Gracias. Iré preparando la cama mientras terminas tu té.

― Por favor, querida – le indicó, con un gesto, que pasara al dormitorio.

Chessy sacó del petate una gran sábana impermeable, que extendió sobre la ropa de la gran cama. A continuación, sacó todo un surtido de botes y tarros, que contenían aceites y pomadas, necesarios para su trabajo. Se despojó de su chaquetilla, quedándose con una camiseta de tirantes, roja, que ponía de manifiesto sus erguidos senos, libres de sujeción.

― Quítate el albornoz y túmbate – le dijo a su cliente.

No le dio la menor importancia a verle desnudo. El hombre se tumbó boca abajo, dejando sus grandes nalgas, totalmente depiladas, a la vista.

― Chessy, tengo un pequeño tirón en las lumbares, desde hace un par de días – le informó.

― Le echaremos un vistazo.

Chessy embadurnó sus manos de un suave aceite neutro y empezó a frotar toda la espalda y los hombros del hombre. Después, siguió con las nalgas y descendió por las piernas, con suavidad y esmero, solo buscando untar toda la piel con el aceite. Frank apoyaba una mejilla en una pequeña almohadilla y mantenía los ojos cerrados, disfrutando del roce de aquellas suaves manos. Chessy tomó otro bote y derramó un nuevo óleo, esta vez directamente sobre la piel del cliente. Entonces si empezó a pinzar, sacudir, y pellizcar los diferentes músculos que iba encontrando a su paso. Primero los hombros, el cuello, el trapecio sobre las clavículas…

Al llegar al final de la espalda, buscó, con dedos expertos, el nudo que el hombre le había comentado y lo encontró prontamente. Se dedicó a deshacerlo con suaves pasadas y varios apretones, que hicieron gemir a Frank.

Seguidamente, se saltó las nalgas y se dedicó directamente con los músculos traseros de los muslos y las pantorrillas. Masajeó los puntos tántricos de las plantas de los pies y entre los dedos. Entonces, se dedicó a amasar largamente el trasero del hombre, derramando otro chorro de aceite sobre las nalgas.

Frank gemía de nuevo, pero ya no se trataba de la liberación de un músculo oprimido, sino de puro y simple gozo. Los largos dedos de la masajista se deslizaban entre los glúteos, acariciando el contraído esfínter y el suave perineo masculino.

― Gírate, por favor.

Frank la obedeció, sin reparo por mostrarle su pene endurecido. Más aceite para empapar el torso lampiño y el abultado vientre, que semejaba un terso tambor. Chessy repasó los músculos de los brazos, los pectorales y cosquilleó los tensores de las ingles. Continuó con las piernas, prestando gran atención a las articulaciones.

Frank alargó la mano y apretó suavemente un duro glúteo de Chessy, enfundado en las mallas.

― Siempre me pones muy cachondo, Chessy…

― ¿Eso es malo? – se rió ella.

― No, siempre que sigas…

La chica no respondió pero subió sus resbaladizas manos hasta el sexo del hombre, acariciándolo con delicadeza. No era ostentoso, ni mucho menos. Un pene normal, bien desarrollado y libre de prepucio, sin apenas vello en los testículos, y recortado sobre el pubis. Chessy lo torneó con sus manos, como si estuviera hecho de barro y buscara darle una forma definitiva. No era una masturbación clásica, pero tuvo la virtud de enloquecer al cliente, que acabó apoyando su mano en el hombro de la masajista.

― Vamos, Chessy… no aguanto más… chúpamela… — le pidió, con un jadeo.

Como si lo estuviera esperando, Chessy se sacó la camiseta, dejando sus senos al descubierto. Poseía unos pechos puntiagudos, como preciosos proyectiles balísticos, con unas aureolas pequeñitas y rosadas, que formaban una especie de divino escalón, antes de llegar a los erguidos pezones. Frank los estrujo antes de que ella se inclinara para tomar su falo en su boca.

Aleteó su lengua sobre el glande, consiguiendo que las caderas del hombre empujaran el pene contra su rostro, en un vano intento de introducirlo en la boca. Pero Chessy era una experta en este tema, y no se dejó sorprender. Siguió lamiendo y succionando todo el miembro, sin llegar a meterlo en la boca. Cuando comprobó que el hombre estaba muy excitado, apretó sus testículos con una mano, arrancándole un quejido y frenando así su orgasmo.

― Uufff… gracias… he estado casi a punto – le sonrió el hombre.

― Tomate tu tiempo, Frank. Me desnudaré…

― Si, por favor. Muéstrame tu precioso cuerpo, Chessy.

La hermosa rubia se descalzó, arrojando a un lado sus deportivas, y tras eso, se bajó las mallas de un tirón, quitándoselas completamente. Quedó tan solo con un pequeño tanga blanco que tapó con una de sus manos.

― Déjame verlo… enséñame lo preciosa que eres, cariño – musitó el hombre.

Chessy deslizó el tanga por sus piernas, mostrando su tesoro, su secreto… su pene. Frank se relamió al verlo. Era delgado y blanco, sinuoso como una pequeña serpiente. Casi parecía artificial, dado su escaso diámetro y su aspecto blando, ya que no estaba erecto. No tenía ni un ápice de vello en el pubis, y los testículos estaban totalmente contraídos, casi invisibles a primera vista.

Apoyando las rodillas en el filo de la cama, Chessy dejó que el cliente enfundara con su boca lo que aún la ataba al mundo de los hombres. Le acarició el pelo mientras sorbía felizmente. Notó como su pollita ganaba algo de consistencia con el roce de la lengua y la saliva, pero sin llegar a ponerse rígida del todo; un efecto secundario de todos los estrógenos que se había tomado durante la pubertad.

Sin embargo, la polla de Frank había alcanzado su máximo histórico, propiamente dicho.

― Es hora de cabalgar, Frank – dijo ella, sacando su miembro de la boca masculina.

― Si… si.

Chessy se subió a la cama y se acuclilló sobre la polla erecta, y, con toda pericia, la introdujo en su ano, previamente lubricado de aceite. Con un par de movimientos de su pelvis y de las caderas, la tragó toda, bajando y subiendo con suavidad.

― Aaaaahhh… que bien me lo haces, cariño – jadeaba Frank, aferrándola de la cintura. – Como me aprieta tu culito.

― Todo es… por tu… culpa… eres un toro, Frank – lo animaba ella, agitando su trasero con mucho donaire, entre descaradas mentiras que subían el ego del cliente.

“Todo por la clientela”, debería ser la máxima escrita en su currículum, porque esa era la verdad. Chessy lo entregaba todo a sus clientes, y no solo su cuerpo, sino su amistad, su compasión, y, hasta en una ocasión, su sangre. Mejor no hablar de aquello, era algo desagradable… tener que donar su sangre a aquel hombre que intentó suicidarse delante de ella…

Las cosas más absurdas pasaban por la mente de Chessy cuando llevaba a un cliente hasta el éxtasis. Pensaba en lo que tenía que comprar en el supermercado, en sus clases de Tai Chi, en cuanto tendría que gastarse en el taxi hasta casa… Mil y un detalle para no excitarse con el rabo que estaba montando. Ella era una profesional y tenía que guardar las distancias. Nada de excitarse con los clientes, que luego ya se sabía. Chessy solía perder rápidamente la cabeza tras un orgasmo. Como solía decirla Vieja, se encoñaba sin darse cuenta, y eso no era nada bueno para el negocio.

Frank le aferró fuertemente los senos, demostrando que estaba realmente al borde de la sacudida final. El rostros del hombre estaba encendido, las mejillas brillando a causa de los restos de aceite. La miraba con los ojos entrecerrados, boqueando como un pez bobo ante una concurrencia de gatos. Chessy, con una maravillosa sonrisa, metió dos dedos en la boca de Frank.

― Chúpalos bien, cariño, que te los voy a meter donde tú y yo sabemos, ¿verdad?

― S-siiii… por favor… — la voz apenas le salió del cuerpo. Su vientre oblongo temblaba con el esfuerzo de contener su orgasmo.

Chessy buscó el ano de Frank con aquellos dos dedos rechupeteados a placer, y los introdujo sin ningún miramiento. Meterlos y correrse el cliente, fue todo algo simultáneo. Con un gritito, no muy masculino, Frank descargó varios chorros en el interior del recto de Chessy, la cual tragó saliva para tranquilizarse, porque eso era algo que la calentaba mucho. Sentir la eyaculación de un hombre sobre su piel o en el interior de su cuerpo, la volvía tan loca como para cometer barbaridades, si ya estaba lanzada. En una ocasión, se quedó en una casa de crack y…

Ahora no era el momento de rememorar estupideces, se dijo, cortando el recuerdo y observando como Frank se quedaba estático, con aquella sonrisa vacía que se le aparecía a los tíos después de correrse.

Dejó que el miembro de su cliente saliera de su ano y apretó el culito para que no se escapara ni una sola gota de semen. Limpió los genitales de Frank con unas toallitas húmedas que sacó del petate, y se marchó al cuarto de baño, donde soltó la carga en el váter. Higienizó su sexo y su trasero, y pasó una esponja por sus axilas, su pecho, y su entrepierna, solo para quitarse el tufo a macho. Cuando salió, dispuesta a vestirse, Frank se había puesto de nuevo el albornoz y dejaba su tarifa sobre el petate. Doscientos cincuenta dólares. Era un buen precio por follar sin condón. Eso sí, solo con clientes de confianza, los cuales se hacían una analítica, al igual que ella, una vez al mes. Hoy en día, hacerlo sin preservativo era engorroso y costoso, pero le daba cierto aliciente como profesional.

En verdad, Chessy se ganaba bien la vida. Había días que tenía hasta cuatro clientes, diseminados durante todo el día. Sin embargo, también había temporadas más escasas, en que apenas podía pagar el alquiler, pero no era frecuente este caso. Normalmente, sus clientes sufragaban sus gastos y algunos caprichos, permitiéndole ahorrar algo.

Frank quedó para la semana siguiente, como siempre, y se despidieron con un par de besos en las mejillas. Chessy estaba deseando reunirse con Cristo, que aún estaría en la avenida, paseando arriba y abajo.

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Cristo no paseaba. Aún estaba recuperándose de la impresión de ver a su prima del alma, metiéndole la lengua a otra tía en la boca. Había observado, medio oculto tras una cabina de teléfono, como se reían, aún abrazadas a la puerta de la tienda. La rubia señaló su reloj y volvieron a darse unos piquitos, antes de despedirse. Zara se marchó en dirección a una cercana entrada de metro. Casi por inercia, Cristo cruzó la calle y la siguió hasta darse cuenta de lo que hacía. Se apoyó en el murete de piedra que rodeaba las escaleras que conducían bajo tierra, y reflexionó sobre cuanto había visto.

¿Zara era lesbiana? ¡Que pregunta más tonta!, se recriminó. Intentó recordar si había escuchado algo así de alguna de las mujeres del clan y no consiguió nada. Lo mismo que los gitanos no se divorciaban, las gitanas no eran lesbianas. Otra de las sigmas caló.

Había que reconocer que Zara era solamente medio gitana. Podría ser que su otra mitad, la negra, fuese la culpable de esta desviación, ¿no? Pero Cristo intuía que esa lógica, más propia del Saladillo, no podía aplicarse en este maremagno de gente, culturas, y, todo había que decirlo, vicios. Si a Zara le gustaban las mujeres y era feliz con eso, ¿cómo podía él prejuzgarla?

Sin embargo, una pequeña parte dentro de él se rebeló, argumentando, con la voz de pápa Diego, que las mujeres estaban para tener hijos y servir a los hombres, como manda Dios. Morrearse con otras mujeres y renegar de los hombres era antinatural y, antes, cuando el mundo era más sencillo, se las quemaba por brujas.

Cristo estaba confuso. Nunca, en su vida pasada, había tenido que preocuparse de asuntos como estos. Las tradiciones del clan le protegían de opiniones externas, como debía ser. Pero, aún así, Cristo no se consideraba un tipo cargado de prejuicios. Él pasaba e iba a su bola, con lo que consideraba su propia filosofía. De hecho, había visto a Elizabeth y Emily en plena faena y no se había sentido mal, salvo por el dolor de huevos que apañó. Entonces, ¿Por qué le importaba a quien besaba su prima?

Su privilegiada mente le llevó directamente a la respuesta. Por la sangre. Zara era de su familia, sangre directa, sangre gitana. Los valores adquiridos de la sociedad paya formaban un abrigo con el que cubrirse, con el que camuflarse en sus entrañas y vivir en forma de parásito; nada más. Ahora, al enfrentarse a una cuestión que le atañía directamente, ese abrigo se rasgaba, dejando aparecer el atavismo brutal de sus propias creencias, por muy bárbaras y machistas que pudieran ser.

La melodía de su móvil le sacó de sus abstracciones. Se trataba de Chessy.

― ¿Dónde estás? – le preguntó la dulce voz.

― Avenida abajo, en la entrada del metro.

― Vale, te veo en unos minutos.

Pensó que lo mejor de todo era olvidarse de todo ello, por el momento. Ahora, Chessy y él se iban a ir de compras al SoHo, e iba a disfrutarlo. La vio cruzar la calle, petate al hombro, con ese paso elástico y felino que la caracterizaba. Su rubia y larga melena ondeando a cada movimiento de su cuerpo. Cristo sonrió, buscando una puntuación para ella, tal y como hacían en las tardes de verano, allá en el barrio, cuando él y sus primos se resguardaban bajo las sombras de las palmeras del viejo paseo, a ver pasar a las guiris que regresaban de la playa. Uno señalaba y los demás daban la puntuación que creían más óptima, del uno al diez.

Chessy era un ocho, quizás un ocho y medio con aquellas mallas. Una chica de las tres B, como se decía en Algeciras: Buena, Bonita y Besucona.

― Mmmm… hueles a coco – dijo él cuando ella estuvo delante.

― Es el aroma del aceite que uso para el masaje – sonrió ella.

― Bueno, tú diriges.

― Venga, vamos a comprarnos algo bonito.

Chessy le dio la mano y le condujo escaleras abajo. Cristo tragó saliva y descendió, pero no muy convencido. No le gustaba nada meterse bajo tierra, y menos con todo lo que había escuchado del metro de Nueva York. Hoy iba a inaugurarlo y se prometió que juzgaría por sí mismo. Chessy utilizó su Metrocard para permitirles el paso al andén y esperaron unos minutos hasta que llegaron los vagones. Cristo contemplaba con mucha atención cuanto le rodeaba, tanto la gente como la estructura. Sabía que viajar de día era muy diferente a viajar de noche. Solo veía a matronas cargadas de bolsas, hombres y mujeres que salían de trabajar, con maletines o mochilas. Muchos adolescentes, enfrascados en sus consolas portátiles o refugiados tras los auriculares de sus Ipods. También vio muchos ancianos y algunos tipos harapientos. Lo que más llamó su atención es que nadie le devolvía la mirada. Todo el mundo miraba a un punto en la lejanía o al suelo, abstraídos en sus pensamientos. Era como ver una película de zombies, lo que le produjo un escalofrío. Ahora comprendía eso de que la gran ciudad recluía a la persona al interior de si misma. No existía relación alguna entre toda esa masa de gente. Nadie se saludaba, nadie mostraba más cortesía que la de no pisarse.

Acostumbrado a una tierra en donde el “buenos días” y el “hasta luego” era constante y repetitivo, Cristo se sintió solo en un vagón atestado de gente. Apretó con más fuerza la mano de Chessy y ella le sonrió.

El tren les dejó en Canal Street, desde la cual Chessy le señaló la entrada del túnel Holland, por el que se cruzaba a Nueva Jersey.

― Estamos en Garden City, en Long Island – le dijo Chessy. Señaló hacia unos edificios que formaban una especie de triángulo. – Esa es la prestigiosa universidad Adelphi, y allí, en frente, empieza el SoHo.

― Vale – cabeceó el gitano, grabando en su mente cuanto veía.

Chessy, sin soltarle de la mano, le condujo por Grand street, hasta adentrarse entre edificios antiguos, con fachadas recargadas de ventanas, y escaleras de hierro por todas partes. Según Chessy, antes fue un barrio de artistas que usaban los viejos y amplios talleres como estudio. Pero, después, llegaron los yuppies y los fashion victims, y se quedaron con todo, encareciendo mucho la vivienda en el lugar.

Cristo comprobó que había tiendas por todas partes. No tiendecitas en plan “todo a cien”, no… tiendas de renombre y prestigio. OMG, con ropa interior de Calvin Klein y vaqueros exclusivos, Guess Bloomingdale’s en la calle Broadway, con ropa de Diane Von Furstenbers y Marc Jacobs, o Prada, Atrium y Levi’s, más allá.

Cristo la siguió, de tienda en tienda, dejándose llevar por la explosiva energía de la rubia. Se tomaron un descanso en una pastelería, en la que tomaron té de jazmín y tarta de kiwi y lima.

― ¿Qué te parece todo esto? – le preguntó Chessy, meneando con la cucharilla el contenido de su taza.

― Enloquecedor – suspiró.

― Si, puede ser.

― De donde vengo, la gente es de otra manera, más abierta y tranquila. Aquí parece que todo el mundo cobra por horas…

― ¿Cobrar por horas?

― Es una expresión andaluza, algo así como tener siempre prisa – trató de explicarle.

― Si, aquí el ritmo es frenético. ¿Me acompañas a casa? – le preguntó Chessy, echando un vistazo a las diferentes bolsas que llevaba.

― ¿Al Village?

― Si, así verás donde vivo. ¿Te apetece?

― ¡Claro!

Tomaron de nuevo el Subway, que les dejó, quince minutos después, espera incluida, en la parada de Sheridan Square, justo al lado de la calle Christopher.

― Es la calle gay del barrio, archiconocida en el mundo entero – le señaló Chessy, sonriendo. – Ahí se encuentra la posada Sonewall, donde, en 1969, se lió la mayor refriega entre policías y homosexuales acontecida en este país.

― Tipos duros, ¿eh?

― Creo que había demasiada represión entonces.

― Ya, en España los metían en la cárcel, directamente – se encogió de hombros Cristo. — ¿Tienes amigos entre ese colectivo?

― Si, bastantes – asintió ella, mirándole. — ¿Y tú?

― No.

La respuesta fue tan seca que ella tragó saliva, molesta, pero no quiso ahondar más.

― Vivo cerca, en Waverly Place…

― ¿Waverly? ¿Cómo los magos de Waverly, de Disney? – se asombró Cristo.

― Siiii… ¿Los has visto?

― A veces, con mis primos pequeños. ¿Es que ese sitio existe?

― Bueno, la hamburguesería de la serie, por supuesto que no, pero el barrio si. Ahí es donde vivo, y se han rodado exteriores y todo, no creas. Hasta una vez, vi a Serena Gómez.

― Vaya, no tenía ni idea. El Village debe de ser la hostia, ¿no?

― Te garantizo que una no se aburre aquí – le palmeó un hombro ella, indicándole que cruzara la calle. – Es ahí.

El bloque de apartamentos se podía ver desde Brooklyn, al menos, pensó Cristo. Cuadrado, viejo, y… ¡rosa! Ocho plantas pintadas de un rosa fucsia que atraía el ojo como el trasero de Kate Moss borracha.

― ¡Anda que no te pierdes aunque vengas totalmente siega! – se le escapó en español.

― ¿Cómo?

― Nada, nada, me refería al sutil color.

― Ah, eso… fue una decisión de la comunidad – se rió ella, agitando una mano para quitarle importancia. – Vivo en el segundo… vamos.

No solo la fachada estaba pintada en rosa, sino que estaba decorada con elementos que hablaba de la particular sensibilidad de sus moradores. El vestíbulo, ya de por sí, impresionaba, con un suelo de algo parecido a la terracota endurecida y pulida hasta el brillo, y las paredes forradas de cañas huecas de bambú, sobre las que se exhibían diversos cuadros artísticos, creados, sin duda, por artistas locales. Cristo tuvo que reconocer que la sensación que generaba era gratificante.

― Hola, cariño, ¿de vuelta ya? – un hombre de cabello blanco y vestido con elegancia, les detuvo, besando a Chessy en las mejillas.

― Si, Brian. Hemos estado de compras en el SoHo.

Miró a Cristo con detenimiento. El gitano pudo comprobar que el hombre llevaba los ojos ligeramente sombreados y retocados a lápiz. Debía de rondar los sesenta años, pero se conservaba muy bien.

― Eres un chico exquisito. ¿Egipcio? – le preguntó.

― No. Español – contestó Cristo.

― Eres terrible, querida. Siempre encuentras algo exótico – le sonrió a Chessy.

― Solo somos amigos, Brian.

― Ya, ya… en fin, ya nos veremos… ciao, queridos.

― Ciao, Brian.

― ¿Vecino gay? – preguntó Cristo, mirando como el hombre salía a la calle.

― Si. Vive con su pareja encima de mi apartamento.

― No se le notaba amaneramiento alguno, salvo por los ojos pintados.

― No todos son locas con pluma, ni Drag Queens. Hay gente muy seria y normal, desde abogados y arquitectos, hasta médicos y policías. Algunos son más sarasas que otros, pero, ten por seguro, que nadie te faltará al respeto aquí – le dijo ella, subiendo las escaleras.

― ¿Todos son gays en el edificio?

― Si, todos.

Cristo no quiso preguntarle qué hacía ella allí, entonces. Muchas mujeres se sentían seguras entre maricones. Cristo, que se había hecho cargo del petate, la siguió.

El apartamento era pequeño, pero muy coqueto, decorado con mucho gusto y estilo. Cristo quedó gratamente sorprendido, sabiendo que Chessy pasaba muchas horas fuera de casa, de que estuviera tan limpio y tan ordenado. Disponía de un dormitorio, un cuatro de baño, y de una cocina living espaciosa. La habitación que quedaba estaba acondicionada con una camilla de masajes. Disponía de un lavabo y de calefacción, así como un gran espejo y varios estantes con botes de aromáticos aceites y esencias. El cuarto de trabajo de Chessy.

― Muy bonito – alabó él, fijándose en los afiches de las paredes, en su mayoría, denuncias marginales en su mayoría.

― Llevo un año aquí. Antes vivía en Queens.

― ¿Te sientes bien aquí?

― Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?

― No sé… ya sé que a ti no te van a molestar, pero… rodeada de tantos gays… en un barrio gay… — Cristo alzó las manos, dejando clara su postura.

Chessy suspiró y se tapó los ojos con una mano.

― Siéntate, Cristo – señaló un sillón de mimbre. Este se sentó con cuidado, como temiendo partir los juncos. – Spinny no te ha comentado nada, ¿verdad?

― No, que va. Por mucho que le he preguntado…

― Lógico. Debes saber algo sobre mí, Cristo…

― ¿Es que eres lesbiana? – la cortó él, temiéndose algo así, pues era lo más lógico para Cristo. Ella vivía en una comunidad gay…

― No es eso. Verás, yo me siento mujer, pienso como una mujer, y actúo como una mujer. De hecho, vengo haciéndolo desde los ocho años.

Cristo asintió, desconcertado, pero con una sonrisa cortés en los labios.

― No soy lesbiana, las mujeres no me atraen y los hombres me fascinan, como a cualquier mujer… pero… me sobra un detalle para ser una hembra al cien por cien…

― ¿A qué te refieres, Chessy?

― Que no nací como mujer y no tengo una vagina.

Cristo siguió con aquella sonrisa en los labios durante unos segundos más, pero se fue marchitando a medida que la comprensión entraba en su cerebro. ¡No tenía vagina! Aquellas tres palabras rebotaban en el interior de su cráneo, anulando cualquier otro pensamiento.

― Cristo… di algo – le pidió ella tras unos segundos realmente desanimadores.

― ¿Eres un hombre? – preguntó, aferrando fuertemente con sus manos el mimbre trenzado.

― Nací como hombre, pero ya no lo soy. Soy una mujer que tiene un pene, digamos – expuso Chessy, en pie delante de él.

― ¡No puede ser! ¡Eres guapísima!

― Gracias.

― ¿Y tienes polla?

― Si.

― No me lo creo – se empecinó el gitano. – Ya he visto travestis y tíos operados, y se notan a legua. Tú… tú eres perfecta.

Chessy no respondió. Solo había una forma de tratar aquella incredulidad. Con decisión, se bajó tanto las mallas como el tanga, dejando al aire su pene, que, en esta ocasión, más que una serpiente, parecía un gusanito.

― ¡Santa Madre de las Patas Colgando! – exclamó Cristo, clavando sus ojos en aquel anatema.

Chessy volvió a subirse la ropa, ocultando así su secreto, y se sentó frente a Cristo, sobre la mesita baja de madera barnizada.

― Soy un transexual, Cristo, pero no me atrevo a operarme. Acepté mi condición siendo muy joven, y me he medicado y entrenado para convertirme en mujer. No me considero gay… no sé si lo comprendes… soy una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre y casi he conseguido escapar de esta cárcel de carne…

Cristo no respondió. Se limitaba a mirarla y a cavilar. La verdad es que intentaba convencerse de cuanto ella le decía. Chessy le caía genial y no pretendía perder su amistad, pero existía algo dentro de él que le encabritaba el estómago y le aplastaba los huevos, cada vez que la miraba.

― Por eso Spinny no te dijo nada. Tenías que verlo con tus propios ojos. Sé que estas confuso y dolido. Ahora sería mejor que te marcharas y meditaras sobre esto con tranquilidad y objetividad. No es la primera vez que me ocurre – Chessy utilizaba un tono suave y tranquilo, perfecto para moderar su estado de ánimo y el de Cristo. – Solo debes saber que te considero un buen amigo y nunca te obligaría a nada que no quisieras. Por eso mismo, he esquivado tus besos y tus impulsos de tocarme. Tenías que saber antes la verdad, Cristo.

Él asintió y se puso en pie. Se dirigió hacia la puerta, sin decir una sola palabra.

― Antes de que te marches, debes saber que me gustaste desde la primera vez que nos vimos, en el Central. Creo que eres un tío genial y divertido y que podríamos ser… no sé… lo que quieras que sea… buenos amigos, o buena compañía – dijo ella, ahogando sus lágrimas.

Cristo cerró la puerta suavemente y se marchó. Durante unos minutos, Chessy luchó para no abandonarse a las lágrimas. No estaba nada bien que una profesional como ella, cayera rendida a las primeras de cambio. Se dijo que tenía suficiente entereza como para ducharse y preparar la cena, sin perder el control. Sin embargo, bajo el agua cálida, dejó con contenerse y sucumbió a la vergüenza y a la pena. Durante un largo momento, estuvo sentada en el mojado suelo de su ducha, llorando y llamándose tonta e idiota. ¿Cómo se le había ocurrido introducirle en su vida? Por eso mismo, para no dejar a nadie que penetrase en su núcleo más íntimo, iba al parque ha hacer ejercicio y a socializar con sus conocidos. No, pero ella había tenido que invitarle a su casa, al Village, con todo lo que representaba. Se lo merecía…

Ni siquiera preparó la cena y se acostó, totalmente desnuda, en la cama, acurrucándose en ella y acompañada únicamente de la triste música de una emisora de souls & blues.

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A algunos kilómetros al norte, Cristo estaba también tumbado sobre su cama, pero totalmente vestido. Mantenía las manos detrás de la nuca, y miraba el aislamiento que recubría el alto techo. No sabía qué pensar sobre cuanto le había ocurrido esa tarde. Por un lado, se sentía ofendido y cabreado por la insinuación de Chessy, pero, por otra parte, se reñía a sí mismo, llamándose hipócrita y retrógrado, admirado por la valentía que había mostrado la chica… ¿chico?

Una llave resonó en la cerradura, sacándole de sus negros pensamientos. Hasta el momento, había estado solo en el loft, pero alguna de sus parientes llegaba, aunque inusualmente tarde. Ni siquiera alzó la cabeza, al escuchar los pasos, pues la voz de su prima Zara se elevó.

― ¿Primo? ¿Estás? – preguntó en español.

― Zi – respondió él, también en castellano. – Aquí arriba, en la cama.

― ¿Te pasa algo? ¿Eres malo? – dijo ella, subiendo, con un taconeo encantador, las escaleras de hierro y madera.

― Estás malo, ze dice. Y no, no me paza nada. Solo descanzaba – respondió ásperamente.

― Me llamó mamá y no volver hasta tarde. Hay ensayo intensivo en Juilliard. Así que… ¿qué te gustaría cenar?

― ¿Vas a cosinar? – se asombró Cristo.

― No… ¡No! – se rió a carcajadas. – Si quieres morir… Pediremos algo…

― Me da igual. No tengo hambre. Pide lo que te apetesca… — -dijo, volviendo a mirar el techo.

― ¡Primo! ¿Qué te pasa? ¿Por qué estas triste? – le preguntó Zara, volviéndole la cara con la mano.

Cristo suspiró. Tenía que hacerlo, quitarse el nudo que sentía en su interior. Así que tomó aire y le preguntó:

― Zara… ¿Qué has hecho esta tarde?

― Pues fui a la academia, como siempre.

― ¿En Chelzea?

― Si.

― Yo también he estado en Chelzea, esta tarde. Y, mira por donde, me paresió verte, prima. Así que desidí zaludarte, zabes…

― Ah, ¿si? ¿Dónde?

― A la puerta de una tienda de antigüedades, creo – Cristo retomó el inglés, porque se estaba calentando y podría descontrolarse. Así, teniendo que pensar lo que tenía que decir, se mantenía en calma. Además, necesitaba que su prima entendiera perfectamente lo que pensaba decirle. – No estoy muy seguro, no me acerqué al ver como besabas a la guapa rubia que salió…

Zara desorbitó los ojos y retiró la mano que mantenía sobre el brazo de su primo, como si hubiera tocado una araña venenosa.

― Primo…

― Déjame terminar, Zara. No te engañaré. Me quedé pillado con la imagen y preferí volver a casa – omitió cualquier referencia a Chessy. – Debes comprender que me he educado en el seno de una familia con tradiciones centenarias, bastante machistas, y, aunque comprendo que aquí, las culturas se entremezclan, adoptando tendencias de unas y otras, yo sigo siendo un neardental.

― Cristo, yo…

― Espera, que ya acabo. Pero me he pasado un buen rato aquí, solo y pensando. Cuando me dedico a ello, con calma y en profundidad, alcanzo a reconocer que nuestro clan está demasiado anclado en el pasado y en costumbres que no han evolucionado lo más mínimo. Sin embargo, en caliente, como cuando te he visto, no tenía más que la puta voz de tu abuelo gritando en mi cabeza, y no es agradable, te lo juro. Pregúntaselo a tu madre y verás. Bastante le he escuchado ya en los veintiocho años que me he pasado a su lado. El caso es que no has salido bien parada en relación a todo lo que ha surgido, de repente, de mi alma romaní…

― Ya lo imagino.

― Mira, prima, hay cuatro cosas que son siempre iguales, en cualquier parte del mundo: la ambición, la ira, el sexo y, finalmente, el amor. No entienden de barreras, ni fronteras. Supongo que los sentimientos son los mismos, sea para un hetero como para un homo, así que si te sientes feliz amando a una mujer, no es, en absoluto, mi problema.

― Oh, primo… ¿de verdad? – exclamó ella, cogiéndole la mano.

― De verdad, Zara. Yo soy un cazurro para esas cosas. Te llevo diez años y seguramente sabrás de sentimientos mucho más que yo. Digamos que soy románticamente virgen – dejó escapar una risita.

― ¿Y eso por qué, Cristo? Eres un hombre gracioso y creo que muy inteligente…

― Quizás por eso mismo. Me ha ayudado a sobrevivir, pero no a experimentar. Pero debo preguntarte… ¿estás segura de tu tendencia?

Zara se arrellanó mejor sobre la cama, subiéndose a ella, y apoyando su espalda en el cabecero. Cristo, a su lado, la imitó.

― Siempre me han gustado las mujeres, Cristo – esta vez, Zara adoptó el inglés, necesitada de muchas más palabras. – Desde jovencita, he sabido ver la belleza en otras féminas. Los hombres nunca me han atraído. Con eso, no quiere decir que les desprecie, en absoluto. Salgo con una gran pandilla de chicos y chicas, y tengo muy buenos amigos, con los que converso y me confieso, pero…

― No te atraen.

― Exacto, ni físicamente, ni románticamente. Sin embargo, he tenido ya suficientes experiencias con chicas, como para saber reconocer lo que más me place.

― ¿Lo sabe tu madre?

― No me he sincerado aún con ella, pero creo que lo sospecha.

― ¿Cómo crees que se lo tomará cuando lo sepa?

― Mamá tiene compañeras de trabajo lesbianas. Algunas de sus alumnas también lo son. En el mundo artístico, las experiencias lésbicas son frecuentes, así que no la tomará por sorpresa, te lo garantizo. De todas formas, es mi elección.

Cristo la miró a los ojos. La joven tenía toda la razón, por mucho que dijera él. Era su vida y, por una vez, alejado de la agobiante firmeza del clan, Cristo veía mucho más humanidad en la preferencia sexual de su prima que en las leyes del patriarca.

― ¿Esa era tu novia? Es muy guapa…

― Es una amiga que conocí en la academia. También intenta ser modelo, pero la tienda es de su familia y tiene que ayudar a veces. Nos lo hemos pasado bien un par de veces, al salir de la academia, pero no hay nada serio. De hecho, tiene novio…

― ¡Vaya! ¿Y a eso, cómo se le llama?

― Que le gusta la carne y el pescado – se rió la mulata, dejando a su primo cortado.

― Anda, prima, pide lo que quieras pa senar, que me ha vuelto la jambre – le dijo, empujándola de su cama.

Al quedar a solas, Cristo se recriminó nuevamente, por hipócrita. ¿Cómo podía perdonar a su prima tan fácilmente y, sin embargo, mantenerse en sus trece con Chessy, cuando era prácticamente lo mismo? ¿Tenía un doble rasero? No, se dijo, era mucho más sencillo. Lo de Chessy le dolía doblemente, porque lo había padecido en carne propia; eso era todo.

Todo aquel que supiera la condición de Chessy le tacharía de absoluto gilipollas o de ser un mariconazo total. Aún sentía el sordo rencor royéndole las entrañas. ¡Chessy era un tío, coño! ¡Le había enseñado la polla, joder!

A pesar de no desearlo expresamente, su mente, como suele suceder al experimentar algo desconcertante y moralmente impactante, empezó a pescar, en el torrente insustancial de los recuerdos, cada una de las veces que él tocó la piel de Chessy, o viceversa. Los imprevisibles roces de las manos, los achuchones amistosos, las decenas de besos en la mejilla… Intentó amplificar y discernir un sentimiento de desprecio y desagrado que no encontró. Resultaba desconcertante.

Mantenía muy fresca la visión de Chessy, bajándose las mallas, mostrándole su… cosa. Se dispuso a aferrarse al asco que le embargó, y jadeó cuando descubrió que, en verdad, no sintió tal cosa. ¿Qué le pasaba? Cuanto más pensaba en ella/él, menos importancia le prestaba al hecho de que le había engañado. Debía mantener su enfado, ¡él era el ofendido!

Por el contrario, la parte racional de su poderosa mente, no dejaba de proyectar imágenes de Chessy, cada una más hermosa que la anterior. ¿Acaso había visto una sola reacción masculina en el tiempo en que la conocía? ¿Una palabra, un gesto, que le hiciera saber que era un hombre jugando a ser mujer? En absoluto. Si ella/él no le hubiese confesado su secreto, no se habría dado cuenta hasta el momento de meter su mano entre las preciosas piernas. Nada en su cuerpo, revelaba su naturaleza. ¡Si ni siquiera mostraba nuez de Adán! Quizás los dedos de sus manos eran demasiado largos para una mujer, pero ¿Quién coño se fija en unos dedos, teniendo aquellas nalgas meneándose ante sus ojos? Y de sus tetitas… ¿qué había que decir sobre esos pujantes pechos? ¿Eran de verdad o pura silicona?

En una palabra, ¿por qué tenía que ser siempre un cabrón? Aquí no tenía necesidad de engañar a nadie, al menos de momento. Necesitaba amigos, buenas amistades que llenasen su vida, y Chessy, fuera lo que fuese, era, ante todo, un amigo, ¿o no?

Él no era nadie para criticar. Cristo sabía que, si hubiera sido mujer, él no la habría podido satisfacer sexualmente con su micropene. Así que no le valía de nada criticar y perjurar, por algo que no obtendría de todas formas. Quizás así era mejor… así no había ningún agujerito que pudiera penetrar… solo una polla que le recordaba a la suya propia… blanquita, pequeñita, y sin vello. Tenía que reconocer que tenía su encanto… ¡Alto! Debía alejar esos pensamientos. Él era un macho, estuviera medio impotente o no. ¡Nada de tocar a otro macho! ¡Anatema! ¡Jujú! ¡Faltaría más!

Aunque… ¿qué decir de ese culo? Eso no podía quitárselo. Mucho mejor que la mayoría de las mujeres. Un culito trabajado, duro y potente, como pocas veces había visto. Un culo es un culo, ¿no?, se dijo. No entiende de sexos, ni de amistades. Es un culo, solo sirve para dos cosas… una entra y otra sale, ya está…

Quizás debía darle una oportunidad… una oportunidad para ambos. ¿Y si la llamaba? No, demasiado pronto. No creía ser capaz de soportar su voz. ¿Un mensaje mejor? Si, mucho mejor. Un mensaje de paz…

Atrapó su móvil y tecleó con pericia: “He sido un capullo. Me pillaste por sorpresa. Perdóname, porfa. ¿Desayunamos mañana?”. Pulsó enviar.

______________________________________________________

Chessy abrió la puerta y sonrió al ver a Cristo sosteniendo una bandejita con el papel de la pastelería de la esquina. Él vestía con unos jeans y un jersey de pico azul, ella un holgado pijama de dos piezas, que se había puesto en su honor, ya que dormía desnuda.

― Hola – dijo él, buscando sus ojos. – He traído bollos.

― Hola – dijo ella, sonriendo casi con timidez. – Pasa.

Cristo depositó los pasteles sobre la mesa, donde ya se encontraba el café esperando, y se giró hacia ella, con un nudo en la garganta.

― Chessy, yo… lo siento mucho.

― No, por favor, no hace falta que te disculpes. No debí presionarte…

― No, quiero hacerlo… necesito hacerlo – dijo él, golpeándose el pecho con una mano.

― Está bien – Chessy se sentó, indicándole que la imitara.

― Verás, ayer las cosas se complicaron un tanto y me superaron. No solo fue tu confesión… sino que, cuando estabas atendiendo a tu cliente, me tropecé a mi prima Zara en la avenida. Ella no me vio. Sé que su academia estaba en la zona, así que quise saludarla, ya sabes, darle una sorpresa. Sin embargo, me la dio a mí. La ví saludar a otra chica, en una tienda, y comerle la boca con pasión.

― Vaya… no lo sabía.

― No es algo para comentar alegremente. Sé que esas cosas suceden, que la homosexualidad es algo corriente en nuestra sociedad, pero no en el círculo en que he crecido. En mi clan, el que es mariquita tiene que ocultarlo o marcharse. No hay otra manera, los gitanos somos así. No nos gustan las cosas que resulten ser diferentes; nos gusta la tradición, lo que sabemos controlar. Cuando aparece algo que es diferente, suele acabar con el cuello cortado…

― ¿En serio?

Cristo asintió y añadió leche a su café, así como tres cucharadas de azúcar. Siguió hablando mientras removía.

― Así que ya llevaba eso en el cuerpo cuando me dijiste lo tuyo. Sentí que todo lo que llevaba construido en Estados Unidos se estaba derrumbando. La familia que me quedaba, una naciente amistad que podía ir a más… Todo era falso e… indigno. Estaba muy molesto, muy cabreado con todos, y me fui a casa.

Chessy tomó uno de los bollos y le atizó un mordisco, antes de asentir.

― Tampoco tuve mucho tacto, que digamos – dijo, después de tragar.

― El caso es que tuve tiempo de reflexionar. Soy bueno haciéndolo. Cuando me pongo a ello, suelo realizar exhaustivas tablas de pros y contras, de forma lógica y desprovista de prejuicios. Al caer la noche, y tras hablar de ello con mi prima, me sentí capaz de entender su postura y darle mi bendición. Y, entonces, empecé contigo…

― Miedo me das… cómete un bollo, que me los acabo…

― Los he comprado para ti. Verás, intenté odiarte con todas mis fuerzas, Chessy. Te lo juro. Me era mucho más fácil anularte que comprenderte. Pero no fui capaz de encontrar algo de ti que me molestara suficientemente. Quise verte como un hombre disfrazado de mujer, pero mi mente no encontraba ni un solo detalle que me ayudara. ¡Si ni siquiera había sospechado cuando te tocaba! Llegué a la conclusión que eres una mujer algo diferente; una mujer con rabo. En ese momento, solo debía enfrentarme a esa palabra que no nos gusta: diferente.

Chessy alargó una mano y tomó al de Cristo, instintivamente. El joven pasó su pulgar por los nudillos de ella y sonrió.

― Entonces, fue como una revelación. Estaba siendo un total egoísta, tal y como me habían educado… Los gitanos son egoístas, todos ellos, porque es el único patrimonio que les legan sus padres. El gitano macho obtiene la supremacía al desposarse. Tiene derechos casi absolutos sobre toda su familia: esposa, hijos, y hasta su suegra, si hace falta. Yo estaba siéndolo, sin acordarme de que también soy diferente. No soy un hombre completo, Chessy, te aviso. Mi trastorno glandular me ha dejado algo mermado como hombre.

― ¿A qué te refieres?

― Al tamaño de mi pene. Es algo inferior al tuyo – confesó él, con vergüenza.

― Oh, ¿de verdad? Vaya, eso tiene que ser duro para una forma de pensar como la que me estás mostrando.

― Si, tienes razón. Es mi lacra, mi vergüenza.

― Pero no es culpa tuya.

― No, pero soy yo el que la arrastro conmigo.

― Debes cambiar el chip, Cristo. Un pene pequeño sigue siendo un pene, peor sería que no tuvieras ninguno.

― Uufff. Es verdad. De todas formas, este detalle me llevó a pensar que yo era otro hipócrita, queriendo seducir a una chica cuando no tenía apenas nada que ofrecerle, sexualmente. Te imaginé delante de mí, si yo hubiera hecho lo que tú hiciste, bajándome los pantalones y enseñándote mi sexo. ¿Qué hubieras pensado?

― Sinceramente, no lo sé. Así, en frío, tal y como yo lo hice, a lo mejor me hubiera reído de ti.

― Exacto. Yo no me reí, pero me mosqueé… y no tenía derecho a hacerlo. No intentabas seducirme, ni ofrecerte, solo me estabas informando, y eso es de agradecer.

Chessy cabeceó, al mismo tiempo que se apoderaba del último bollo.

― ¿Lo compartimos?

― Vale.

― Entonces, ¿qué piensas, Cristo?

― No sé, es algo difícil de explicar…

― Inténtalo, no tenemos prisa.

― Está bien – Cristo inspiró y la miró unos segundos. Intentaba ver, una vez más, al hombre bajo la piel, pero no le encontró, ni le encontraría, se dijo. – Chessy… me gustaste desde que Spinny nos presentó. Creo que eres preciosa y divertida. Puedo hablar contigo de cualquier cosa y congeniamos. Quiero seguir siendo tu amigo y puede que algo más, pero… tenemos que ir poco a poco. Tengo que acostumbrarme a la idea… ¿Me comprendes?

― Si, Cristo, y me parece perfecto – sonrió ella, poniéndose en pie. – ¿Puedo darte un beso?

― Habrá que probar, ¿no? – respondió él, devolviéndole la sonrisa.

Chessy rodeó la mesa y se sentó en las piernas de Cristo, rodeándole el cuello con los brazos. Se miraron a los ojos, azules contra negros, y, muy suavemente, ella se inclinó para posar sus labios sobre los de él. Fue un beso muy suave, comedido, casi casto. Al separarse, Cristo comentó:

― Esto es lo que llamo un beso con condón. Casi no he sentido nada.

Chessy soltó una carcajada e hizo una segunda prueba. Esta vez los labios de ambos se abrieron, dejando surgir sus lenguas exploradoras, ansiosas de saliva ajena. Tras un largo beso de tornillo, Cristo separó la cabeza y le dijo:

― Pues, la verdad, es que no sabes a chico, ni pizca…

― ¿A qué sabe mi boca?

― Necesito una cata más larga… veamos…

Chessy mordisqueó aquellos labios que, poco a poco, la estaban enloqueciendo. Ella tampoco tenía prisa por iniciar una relación; las cosas necesitaban su tiempo, y estaba dispuesta a concedérselo. Le había encantado la sinceridad de Cristo, la confesión sobre su órgano sexual y los prejuicios que sentía. Ella misma poseía muchos esqueletos en su armario, que, de momento, no pensaba revelar. Como tampoco, pensaba decirle nada sobre los servicios especiales que ofrecía en sus sesiones de masajes.

Había que ir poco a poco; Cristo tenía razón.

CONTINUARÁ……..sex-shop 6

 

Relato erótico: “Cómo seducir una top model en 5 pasos (05)” (POR JANIS)

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SECRETARIA PORTADA2Fusion Model Group.

Nota de la autora: si alguien quiere comentar u opinar, puedes mandar un correo a janis.estigma@hotmail.es Prometo responder. Gracias.

Sin título

Encarna regentaba una limpia y honesta pensión, en un edificio de tres plantas, cercano al apartamento de Chessy. La mujer tenía su apartamento en la planta baja y, todo lo demás, estaba configurado en habitaciones de diferentes tamaños, cada una con su propio baño, para acomodar huéspedes. Encarna era famosa en el Village por su excelente cocina. Todos sus huéspedes comían, al menos una vez al día, con ella, en el enorme comedor de su apartamento. Ella seguía la política de las antiguas casas de hospedaje: las comidas entraban en el precio de la habitación.

Esa era la rutina de Encarna, atender a sus huéspedes, ir de compras al mercado del NoHo, y encargarse de cocinar para las dos docenas de clientes que siempre tenía en su pensión. Ya no se encargaba de la limpieza del edificio, relegando en un par de señoras vecinas, que estaban muy contentas con tal oportunidad, pero la cocina era de ella y de nadie más.

Chessy conocía a Encarna, pues, a su llegada al Village, estuvo viviendo tres meses en su pensión y conocía bien la fama de sus guisos. Así que, cuando su amistad con Cristo se cristalizó, le llevó a conocer a tal señora. Nada más entrar en el apartamento de Encarna, Cristo empezó a olfatear como un perro pachón, salivándole la boca por los recuerdos asociados a tales aromas. Aquel día, en concreto, la señora estaba sofriendo lomo de cerdo, con ajos, vino y tomillo, para después enterrarlos en manteca, y así conservarlos, como aún se hacía en España. ¿Quién no disponía de una orza de barro, llena de queso en aceite o lomo en manteca animal? Cristo sonrió, al pensar la respuesta… los de la ciudad no la tenían, los trepaorzas, como los llamaban en su tierra.

Era una denominación muy sureña, compuesta por dos palabras: trepa, una forma coloquial que significaba tirar al suelo, derramar, y orzas, las pequeñas tinajas de arcilla cocida que se utilizaban para guardar alimentos perecederos, conservados en aceite o salmuera.

Cuando llegó el boom de la emigración, que repartió a los andaluces por el mundo, se generó una fuerte demanda de los productos típicos de la región. Aquellos emigrantes no podían encontrar estas exquisiteces, a las que estaban tan acostumbrados, en Alemania, Suiza, o Inglaterra. Ni siquiera los que se habían quedado en el norte de España, lo conseguían. Así que, cuando regresaban en sus vacaciones, hacían acopio de vituallas tradicionales, que les aguantaran, al menos, medio año, para poder paladear de nuevo el regusto de su tierra natal. Jamones, morcillas y chorizos, carne en manteca, legumbres secas, quesos añejos, y frutas confitadas, eran preparadas en los hogares andaluces, por familiares abnegados, esperando que llegaran los que estaban lejos y “treparan las orzas”, para llevarse todos estos productos.

Pues así olía el apartamento de Encarna, a cocina andaluza, de la antigua, como cuando se hacía matanza en el clan y se sacrificaban cinco o seis grandes cerdos, que quedaban convertidos en chuletas, jamones, y deliciosos embutidos que irían desapareciendo en los siguientes meses.

En cuanto a la señora, se mostró contentísima de saludar a un chico de Algeciras, tan lejos de su tierra. Les invitó a unos aperitivos, y Chessy se reía, al escucharles parlotear en aquel veloz y silbante idioma que decían que era español, pero que no se parecía en nada a lo que se hablaba en el barrio hispano.

A partir de entonces, ambos eran invitados a almorzar a la mesa de Encarna, junto a sus huéspedes, al menos una vez en semana. Y de allí, venía él, con el vientre hinchado por haber repetido dos veces un colmado plato de puchero, al cual no le faltaba de nada, desde sus garbanzos, sus judías, y sus tiernas patatas, hasta un buen trozo de costilla, algo de pavo, y tocino fresco que llegó con la pringá. Hacía meses que no probaba un guiso así y se había atiborrado.

Por eso, cuando abrió la puerta del loft, estaba deseando pegarse una siesta cortita, para mejorar la digestión, ya saben. Como era habitual, tanto su tía como su prima no estaban en casa, así que disponía de un par de horas a solas, para dormitar a gusto.

Escuchó los apagados sollozos al poner el pie en el primer escalón que conducía al altillo. Se sobrepuso a la sorpresa y se asomó al dormitorio de su prima. El biombo japonés, negro y florido, estaba retirado. Pudo ver que no había nadie. Optó por mirar en el de su tía y la vio tirada sobre la cama, el rostro oculto entre las manos, llorando en silencio.

Se preguntó que habría pasado para derrumbar así a una mujer tan entera como Faely. ¿Habría ocurrido algún accidente? No lo creía, le habrían llamado, ¿no?

― ¿Ocurre algo, tita? – preguntó muy suavemente.

Noto como la mujer intentaba reprimir el llanto, pero aún tardó casi un minuto en levantar la cabeza, sorbiendo las lágrimas. Le miró con aquellos ojos enrojecidos y le sonrió.

― No es nada, Cristo, solo cosas de mujeres. No te preocupes.

― Tita, por favor – se sentó al borde de la cama, hablándole suave, en español. – Que me veas como a un crío, no significa que lo zea. No me creeré que un azunto de mujeres te arranque el llanto. Eres una mujer experimentada, acostumbrada a los reveses. Azí que te pregunto de nuevo… ¿Ocurre algo?

― Está bien… de todas formas, os acabaríais enterando – suspiró ella, cogiendo un pañuelo de un cajón de la cómoda y limpiándose la cara. – Ha surgido cierto problema en Juilliard que puede… salpicarme.

― ¿Con algún alumno? – Cristo no supo por qué, pero aquello le sonó a problema sexual.

― No, por Dios… Con un profesor, un colega…

― Amm – Cristo esperó a que su tía se explicara.

― Verás, después de varios años de celibato, he mantenido una aventura con un… compañero. Hace meses que acabó todo, pero, ahora está teniendo problemas con su esposa y ha decidido volver conmigo.

― ¿Zi?

― ¡Y yo no quiero! Pero me chantajea con una serie de fotos que tiene en su poder. Amenaza con hacerlas públicas en la escuela y eso sería fatal para mí. Juilliard no consiente actitudes de ese tipo, entre su profesorado. No puedo dejar que me despidan, Cristo.

― Bien. Es un azunto complicado. Hay que nivelar la balanza. Normalmente, ze zolucionaría por la vía violenta; darle una paliza y quitarle las fotos, por zupuesto…

― No, no puedo hacerle eso…

― Ya lo imaginaba. ¿Chantajearle a tu vez? ¿Zabes algo jugoso sobre él?

― No. Además, él tiene poco que perder ahora.

Cristo suspiró, buscando más ideas.

― Nesesito saber más. No puedo buscar una salida con tan pocos datos.

― Ahora no – sollozó su tía, de repente. – ¡No puedo hablar de eso!

― Vale, tita, cálmate. Zolo dime si te está presionando mucho…

― No me ha dado un ultimátum, pero me ha dejado claro que va en serio.

― Si, Cristo, pero… ahora no – susurró Faely.

― Bien, no importa. Zi dices que aún hay tiempo… pero no lo eches en zaco roto.

― Si – sorbió ella. – Cristo…

― ¿Qué?

― Gracias – le dijo, inclinándose sobre él y dándole un beso en la mejilla.

― De nada. Para ezo eres mi tiiiita – sonrió él.

_______________________________________________________

Esa misma tarde, Zara llegó al loft como un vendaval. Traía una buena noticia para su primo: ¡una entrevista de trabajo!

La verdad, soltarle una cosa así a la cara de un gitano del Saladillo no es muy buena idea. El clan Armonte y el trabajo… como que no hacen muchas migas entre ellos, pero Cristo aguantó estoicamente, como un campeón, y escuchó a su prima, acodados en el poyo de la cocina.

Por lo visto, la chica que se ocupaba de la agencia virtual, se casaba y dejaba el trabajo. Lo había escuchado comentar, esa misma mañana, a la Dama de Hierro en persona, – apodo que la gerente se había ganado a pulso – y había pensado en él. Cristo le había dicho, en varias ocasiones, que se manejaba bastante bien con los ordenadores, cosa bien cierta. No en vano, era el encargado de las descargas para todo el clan, tanto en películas como en música.

― Le hablé de ti a la gerente y le he comentado que no habrá ningún problema para cuidar de la web de la agencia. ¿Verdad, primo?

― Por zupuesto, prima. Mantener una página ofisial es una chiquillada.

― También tendrás que ocuparte de otras cosas, como recoger el correo o poner cafés. Ya sabes…

― Zi, ya veo, lo que ze dice un “corre, ve y dile” – suspiró Cristo.

― No sé que es eso, primo.

― Un chico para todo, Zara. El comodín del despacho – sonrió él.

― Si, eso, pero… ¿está bien, no?

― Zi, bonica, no te preocupes. Un trabajo es un trabajo.

El hecho es que Cristo no necesitaba trabajar, de momento. Sus ahorros le daban para estar unos cuantos años de vacaciones, pero la noticia le había impactado, ciertamente. ¡Se trataba de una agencia de modelos! No sería un trabajo pesado, ni agobiante, y dispondría, quizás, hasta de su propio despacho. ¿Cómo resistirse a estar rodeado de chicas hermosas?

― Mañana te vendrás conmigo. La entrevista es a las nueve de la mañana – le dijo Zara, sacando avíos del frigorífico.

― Perfecto, prima.

― ¿Y mi madre? – preguntó la preciosa mulata, una vez desaparecida la euforia.

― Le dolía la cabeza y ze ha echado un rato en la cama – la excusó Cristo. – Ahora la llamaremos para senar. ¿Te ayudo en algo?

― Puedes preparar la ensalada. ¿Sabes hacer una César?

― ¿Ezo que lleva? ¿Una corona de laureles?

― Nooo – exclamó Zara, riéndose. – Se llama así por el chef que la inventó.

― Aaah… to los días ze aprende algo, prima… tú dime que lleva y yo se lo esho…

_______________________________________________

La agencia se encontraba en Dominick Street, no muy lejos de la parada de metro. Era un viejo hotel, reconvertido en un coqueto bloque de oficinas. Toda la tercera planta era propiedad de Fusion Model Group, nombre ostentado por la agencia. Zara le condujo a través de un par de puertas de cristal, dejando atrás a una rutilante chica rubia detrás de un mostrador de mármol, que portaba un manos libres en la oreja izquierda. Zara se la presentó como Alma, la recepcionista. La chica le esbozó una increíble y profesional sonrisa, sin dejar de hablar a través del micrófono.

Caminaron por un amplio pasillo, con vistas al exterior y varios despachos. Zara le indicó que allí se encontraba el personal de administración y el equipo de publicidad. Al final del pasillo, se abría el núcleo de la agencia, en varias salas anexas, de grandes dimensiones. Cristo observó la dinámica del personal. La primera sala disponía de dos despachos internos, cortados con paneles de cristal, cubiertos por estores oscuros, medio alzados.

― Esos son los despachos de los ayudantes de la jefa – le explicó Zara.

En el centro de la sala, rodeando una fuente de agua potable y una máquina de chocolatinas, varios sillones organizaban un área de espera, donde estaban sentadas dos chicas preciosas, ambas de raza negra, y, frente a ella, un hombre cincuentón, aferrado a un maletín, que no les quitaba el ojo de encima. Al otro extremo, tras una mampara esmerilada, varios sillones de peluquería estaban vacíos, junto a enormes espejos, provistos de iluminación propia.

― Territorio del equipo de maquillaje y peluquería – dijo Zara, señalando.

Zara le condujo a la siguiente sala, separada tan solo por un arco de entrada. A la derecha, como si se tratase de una gigantesca urna de cristal, se exponía una enorme sala de juntas, dotada de una larga mesa, así como un área de sillas para el público asistente, contra la pared del fondo. A la izquierda, dos puertas con rótulo dorado. Esta vez, las paredes no eran de cristal, sino de obra.

― Los despachos de la Dama de Hierro y de la jefa, así como la gran sala de reuniones – expuso su prima. – Más allá, hay dos salas de fotomontaje, un pequeño laboratorio fotográfico, los baños y los vestuarios. En el piso de arriba, la agencia dispone de un almacén, al cual tenemos acceso tanto desde los vestuarios, como por la escalera principal.

Zara llamó con los nudillos a la puerta marcada con el rótulo “Priscila Jewinski, gerente” y entró. Cristo esperó ante la puerta, sintiéndose un poco nervioso. Esta situación era absolutamente nueva para él, tanto lo del trabajo, como el entorno. Zara salió y, sonriéndole, le indicó que pasara.

― Bueno, ahora te toca a ti. Llámame con lo que sea que ocurra, ¿vale?

― Vale. Deséame suerte, prima.

― Suerte, primo – dijo, estampándole un gran beso en la mejilla.

Una señora mayor, de unos sesenta años, se sentaba tras un escritorio de acero y cristal, muy de toque modernista. Miraba la pantalla de su ordenador y le indicó, con un gesto, que tomara asiento frente a ella. Cristo así lo hizo y contempló a la mujer, con disimulo. Llevaba el pelo corto y rizado, dispuesto en grandes ondas, de un puro tono platino que disimulaba perfectamente sus canas. Poseía una mirada inteligente que solía estrechar sus ojos oscuros. Su rostro, ya tocado por la edad, aún mostraba la huella de un glorioso pasado. Por lo que podía ver Cristo, a través de la cubierta de cristal de la mesa, vestía un pantalón entallado, de color oscuro, y una blusa satinada, en un color crudo, muy elegante con sus puños de encajes.

Sin tener aún la atención de la gerente, Cristo paseó su mirada por el despacho. Resultó ser un tanto espartano para su gusto. Un pequeño sofá de cuero negro, contra una de las paredes, dos archivadores al lado de la ventana, tras el escritorio; una mesa auxiliar detrás de la puerta, con una silla ergonómica, y la propia silla en la que se sentaba Cristo. Apenas había objetos personales, salvo un portarretratos sobre el escritorio de la mujer, con una foto que el gitano no alcanzaba a ver, y una gran foto enmarcada en una de las paredes. Cristo reconoció a la gerente, con al menos treinta años menos, en la instantánea de una bella sonrisa, mostrada en primer plano. Detrás del rostro sonriente, entre brumas, el puente de Brooklyn.

― Esa foto es de 1972 – dijo de repente la señora. – Acababa de llegar a Nueva York.

― Está bellísima – musitó Cristo.

― Gracias. ¿Te llamas…?

― Cristóbal Heredia, señora.

― Bien Cristóbal. Zara me ha hablado muy bien de ti. Creo que sois familia.

― Si, señora. Ella es mi prima, por parte de madre.

― ¿Así que ella es en parte hispana? – levantó una ceja.

― Española – le rectificó Cristo. – Como yo.

― Bonito país… España. Estuve varias veces en los San Fermines…

― Yo soy del otro extremo del país.

― Ah, Andalucía, ya veo… playas encantadoras y muchos bares con tapas…

― Conoce usted muy bien mi país, señora – dijo Cristo, un tanto adulador.

― Si. Tengo pensado volver en unas vacaciones. Ya veremos…

― Avíseme cuando se decida, puedo recomendarle algunos sitios increíbles, por supuesto, fuera de las rutas turísticas. Puramente ingenuos…

― Se agradecería, Cristóbal, y ahora, dejemos el recorrido turístico y centrémonos en lo que la agencia necesita.

― Si, señora – Cristo se envaró en la silla.

La gerente le miró directamente a los ojos durante unos segundos. Tomó un lápiz con la mano y empezó a juguetear con él entre los dedos.

― ¿Traes referencias? ¿Un currículo? – preguntó, con una ladina sonrisa.

― No, señora. Me ha tomado por sorpresa completamente. Estoy de vacaciones en Nueva York, sin pensamientos de trabajar. Casi he sido arrastrado hasta su despacho, señora – Cristo devolvió la sonrisa, junto con la broma.

― Ah, las niñas de ahora son muy impulsivas.

― Mucho. Empiezo a notarlo. No obstante, le seré sincero. No he trabajado jamás para un patrón. Lo poco que he hecho, ha sido en un negocio familiar, pero, si le sirve de algo, puedo hackearle cualquier sistema de seguridad media.

― Vaya… no pensamos asaltar el Pentágono, chico.

Cristo se tragó la palabra “chico”. No era el momento de protestar por el trato. Si la señora quería un “chico” espabilado, él le daría eso mismo.

― Porque no quiera usted, porque “armas de destrucción masiva” si que tienen – dijo, señalando con el pulgar por encima de su espalda, refiriéndose a las guapas chicas de la otra sala.

La gerente soltó una carcajada sorprendente, en un tono fuerte y contagioso.

― Me gustas, Cristóbal. Tienes justo el carácter que se necesita para un puesto como el que ofrecemos. Me llamo Priscila – le dijo, alargando una mano por encima del escritorio.

― Todo el mundo me llama Cristo. Encantado, Priscila – contestó, tomando la cálida mano.

― Bien. El trabajo es el siguiente. Se actualiza la web oficial de la empresa diariamente, con eventos, ofertas de empleo, nuevas campañas, y demás secciones. También se actualizan, según proceda, los perfiles de las modelos representadas: crónica laboral, cotilleos, declaraciones para los fans… En este momento, contamos con doscientos veintiún modelos, tanto femeninos como masculinos; de los cuales, al menos, treinta son de primera fila.

Cristo dejó escapar un silbido que agradó a la gerente.

― ¿Podrías encargarte de eso?

― Sin problemas, Priscila. Así como el mantenimiento del servidor y de la red interna de la oficina.

― ¿De veras?

Cristo asintió, sin alterar su sonrisa. A saber que es lo que hacía la chica anterior…

― Repartirias el correo del día, tras recoger lo que hubiera en el apartado de correos.

― Vale.

― Harias algún recado para los departamentos. ¿Dispones de permiso de conducir?

― Por supuesto – su expresión no se movió ni un ápice con la mentira.

― Muy bien. Te encargarías de diversas tareas que surgiesen, de forma imprevista. ¿Te importaría servirnos algún café, a mí o a nuestra jefa, la señora Newport?

― En absoluto, Priscila, siempre y cuando no sea todo a la vez.

― Jajaja… Tienes un buen humor, Cristo. Me gusta.

― Gracias, Priscila… ¿o debo llamarla de algún modo especial, si decide que trabaje aquí? – preguntó, con algo de retintín.

― Oh, todo el mundo me llama Miss P, ya me he acostumbrado a esa forma. Ese y la Dama de Hierro, son mis nombres de guerra – se rió ella. – Pero puedes llamarme Priscila, en confianza.

“Parece que le he caído bien.”, se dijo Cristo.

― Normalmente, no suelo hacer esto. Dejo que el departamento administrativo haga las contrataciones, pero confió en Zara. Así que acércate a Administración y entrega esto – le pidió la señora, firmando una solicitud de empleo.

― Enseguida, Priscila. ¿Cuándo quiere que empiece?

― Aprovecha que Marion aún sigue aquí, y que te ponga al día de cuanto hace. Así que, en cuanto salgas de Administración, dirígete a Recepción y pregunta por ella.

― Marion, ¿eh? OK. – dijo con una última sonrisa, levantándose para abandonar el despacho.

― Cristo… perdona que te pregunte, pero ¿cuántos años tienes?

― Veintiocho, Priscila – esta vez, la miró seriamente, viendo como la sorpresa se reflejaba en el rostro. La atajó antes de que hablara. – Es una larga historia, señora, quizás en otra ocasión.

En Administración, se encontró con un hombre delgado y triste, que parecía haber chupado limones desde que nació, que, sin apenas palabras, se ocupó de rellenar su ficha con los datos pertinentes, dejando abierto un plazo para entregar su permiso de trabajo y su número de seguridad social. Con parquedad, el señor Garrico – nombre que había en la placa sobre la mesa – le informó de su salario, cuatrocientos sesenta dólares a la semana (unos trescientos cincuenta euros) y de la cobertura de su seguro médico.

Volvió al mostrador de Recepción, donde se encontró con que Alma ya no estaba sola, sino que una chica regordeta, de mirada enclaustrada por unas gafas de negra montura, y el pelo recogido en una tirante cola de caballo, se sentaba al lado. Marion, pensó y acertó de lleno. Alma le dio la mano, mientras pasaba una llamada hacia algún departamento, y le dio la bienvenida a la agencia. Esta vez la sonrisa pareció sincera. Le indicó de donde podía traerse una silla y, antes de hacerlo, Cristo admiró con disimulo el cuerpazo de la rubia Alma. Demasiado rellenita para ser modelo, pero no había duda que había surgido de sus filas.

Se sentó al lado de Marion, presentándose de igual modo. Esta, al contrario que su compañera, era un cerebrito cursi y lleno de prejuicios, que le explicó, casi con desdén, cuales serían sus tareas. Como tal había sospechado Cristo, la chica se limitaba, escrupulosamente, a introducir datos en su ordenador. No quería saber nada de servidor, ni de redes, ni de problemas externos. Estaba seguro que, aún menos, serviría un café… pero él lo haría, con gusto. Eso le permitiría moverse por el interior de la agencia y fisgonear. ¡Sería la hostia de divertido!

La única alegría que le dio Marion fue cuando le dijo que también debería ocuparse de fotografiar los eventos. Así que estaría presente en las fiestas, en las convenciones, en las galas, y en las pasarelas, fotografiando modelos e invitados, para después incluir las mejores en la web. Así mismo, debería actualizar las fotografías de los perfiles de las modelos, pero, para ello, usaría fotografías profesionales que se les proporcionarían.

¡El sueño de cualquier hombre!

Por otra parte, Alma le puso al tanto de la jerarquía de la agencia, entre llamada y llamada. Ya había conocido a Garrico, el administrador, quien usaba a su joven secretaria también como amante. Miss P era el motor de la agencia, experimentada, dinámica, y algo tiránica. Alma atendía las visitas, pasaba las llamadas, recogía recados, y, en una palabra, hacía de guardia de tráfico a la entrada. El departamento de publicidad trabajaba a temporadas, con proyectos definidos, y, en ese momento, no los tenía, así que no estaban.

La jefa llegaba a media mañana y repasaba los asuntos con su mano derecha, Miss P, y bien se marchaba de nuevo, o bien se encerraba en su despacho. Solo se ocupaba de los grandes eventos, o bien de las tres primeras damas de la agencia, o sea, las modelos más retributivas. Alma le señaló una fotografía enmarcada, en una de las paredes de la entrada, que era visible a la salida, no a la entrada. En ella, el busto de una hermosa mujer sonreía a la cámara, las manos cruzadas bajo la barbilla. Vestía elegantemente y se apoyaba sobre una mesa de madera. Debajo de ella, en letras doradas, se leía: Candy Newport, directora de Fusion Models Group.

Cristo revisó sus recuerdos. Conocía aquella mujer, o, al menos, la había visto antes. Efectivamente, la había visionado junto a otras mujeres maduras famosas, en una lista de MILFs glamorosas, en una de las razzias virtuales que organizaba con sus primos, en Internet. Aún recordaba lo que dijo Ramón, uno de sus primos más cándidos: “Si ella fuera mi madre, siempre estaría haciéndome el enfermo para que ella me cuidara.”

Había sido una modelo muy cotizada, junto a compañeras muy famosas, como Cindy Crawford, Eva Herzigova, Naomi Campbell, Claudia Schiffer, o Tyra Banks; y, como estas divas, supo invertir bien en su futuro, creando una agencia que disponía de grandes activos. Ella y sus dos ayudantes personales, Crissa Hess y Niles Stucker, se ocupaban de representar personalmente a las modelos con más proyección. El equipo de maquillaje y peluquería constaba de tres personas, como base, pero era ampliado en los eventos importantes. El vestuario era enteramente subcontratado, junto con su propio personal. Dos fotógrafos colaboraban con la agencia, pero que no estaban en nómina, y, finalmente, un equipo de limpieza subcontratado venía todos los días.

― Así que este será mi puesto de trabajo, ¿no? – le preguntó a Marion.

― Si. Aquí tienes todo cuando necesitas. Tu terminal, el intercomunicador, un diario de notas, varios bolígrafos – enumeró la chica, con una sonrisa.

― …y la bella de Alma a mi lado. ¡Este es el mejor lugar de toda la agencia! – exclamó Cristo, haciendo reír a la recepcionista.

― Me gustan los aduladores – respondió ella.

― ¿Por qué te marchas, Marion? Este parecer ser un buen trabajo.

― Me caso y mi futuro esposo gana lo suficiente como para que no trabaje. Quiere que me dedique solo a él y a nuestros hijos.

― Conozco el tema – suspiró Cristo.

― ¿A qué te refieres?

― A que serás una yegua de cría – repuso Alma.

― Más o menos – sonrió Cristo.

Marion se encogió de hombros.

― Tendré una buena casa, tiempo para mí, y una doncella para ayudarme. No creo que sea una mala vida.

― No, siempre que sea lo que tú quieras – le dijo su compañera.

― Es lo que he deseado desde que me hice mujer. Ahora me dedicaré. estos meses antes de la boda, a perder unos kilitos para estar bien guapa – hizo un mohín, tironeándose de la cola de caballo.

― ¿Aún más? – preguntó Cristo, adulador. – Vas a hacer que tu esposo tenga un síncope.

Y, de esa forma, Cristo se ganó la confianza de las dos chicas, allanando, con mucha diplomacia, su camino de entrada. Llamó a Zara, pero no respondía, así que le dejó un mensaje: “Somos compañeros de trabajo, prima.”

A media mañana, cuando ya empezaba a aburrirse de estar sentado al lado de las chicas, sin hacer nada, apareció Zara. Le dio un gran abrazo y dos besos, felicitándole. Llegaba de asistir a un cursillo de posado, impartido por un profesor de Artes Escénicas. La agencia se tomaba estos cursillos con seriedad, haciendo obligatoria la asistencia de todas las modelos que estuvieran sin tarea específica. Por eso había dejado el móvil en el bolso.

― Me lo llevo a tomar un café abajo – le dijo Zara a Alma.

― Vale.

En el piso bajo, había una cafetería, junto a un buen kiosco de prensa, y una floristería. La cafetería estaba llena, pues había varias oficinas en la manzana. Pidieron un café y un té, y compartieron un sándwich, mientras Cristo le contaba su entrevista.

― Parece que le he caído bien a Miss P.

― Es severa, pero no es mala persona. Si cumples con tu trabajo, te la habrás ganado. ¿Cuándo empiezas en serio?

― Mañana es el último día de Marion, que me enseñará los procedimientos de administrador con el servidor. Hoy he estado viendo las fichas de las modelos y la web. No creo que tenga dificultades con ello.

― Muy bien, primo.

― No he visto a la jefa aún.

― Hoy no ha venido.

― ¿Qué pasa? ¿Te pone nerviosa? – preguntó Cristo, viendo como tembló la taza de café en las manos de Zara.

― Bueno… es que me ha llamado.

― ¿Quién?

― La jefa.

― ¿La jefa te suele llamar a ti, prima? ¿No eres una de las novatas?

Zara no contestó y siguió mirando la taza con insistencia.

― Zara, ¿qué ocurre? ¿No vas a contármelo?

― Miss P me llevó al despacho de la jefa, el primer día que entré en la agencia. No lo hizo con ninguna otra novata, pues después he preguntado a todas. Por lo visto, Candy Newport conoce a mamá, de antes. Coincidieron en no sé que trabajo y en un par de galas.

― Bueno, no es extraño. Tu madre trabaja en una academia de las prestigiosas y ha sido artista. Seguramente habrán coincidido en algunos eventos – argumentó Cristo.

― Si, claro, pero, lo extraño, es que me parecieron íntimas. Al menos, mi jefa conocía un montón de detalles que no son de ser meras conocidas.

― ¿Y?

― ¡Pues que mi madre lo ha negado! ¡Dice que no conoce a esa señora de nada! ¡Que no se acuerda de ella!

Cristo pensó en lo que Faely se callaba, en el problema que le comentó… ¿Estaría relacionado?

― Es raro.

― Pero ahí no se queda la cosa.

― ¿Ah, no?

― Me desnuda con la mirada – musitó Zara.

― ¿Cómo dices?

― Cada vez que nos cruzamos o que entra en la sala, cuando estoy posando, siento como me observa. Noto sus ojos recorriendo todo mi cuerpo. Su expresión la delata, me desea…

― Vaya con la jefa. ¿Qué piensas hacer?

― No lo sé. No se ha insinuado mínimamente; siempre guarda la distancia y la compostura, pero… no sé qué hacer si diera el paso y se insinuara.

― ¿De verás, Zara?

― Cristo… es muy guapa y una leyenda viva. Yo mataría por ser como ella, ¿comprendes? No creo que pueda resistirme – abrió las manos la chica.

Se quedaron en silencio, ensimismados en sus propios pensamientos. Zara intentaba imaginarse como sabrían los carnosos labios de su jefa, y Cristo, por su parte, pensaba cómo podría conseguir empujar a su prima a los brazos de la buenorra Candy Newport.

Cada uno manifestaba su sueño de esperanza… el sueño americano…

_________________________________________________

A la semana siguiente, Cristo invitó a almorzar a Chessy y Spinny, en la cafetería de los bajos del edificio de la agencia, para celebrar su nuevo trabajo. Ese día, empezaba por su cuenta. Marion se había marchado, rumbo a su mundo idílico, y él quedó como maestro de la red. Chessy estaba muy orgullosa de él, de su capacidad de integración en la sociedad americana. Claro que no podía saber que Cristo era un camaleón humano. Buscando su propia comodidad, podía adaptarse incluso a vivir en una tienda, en mitad del desierto, siempre y cuando no tuviera que ir a por el agua al pozo.

dos días antes, Faely le acompañó a la oficina de Inmigración para solicitar un nuevo tipo de visado, esta vez de trabajo temporal, y le avaló la acreditación de residencia. Cristo no tuvo mayor problema, tras mostrar un extracto de su cuenta bancaria, ya se sabe, si demuestras que tienes pasta para mantenerte, puedes quedarte en los Estados Unidos. así consiguió su permiso de trabajo y su número de la Seguridad Social.

Su romance con Chessy iba viento en popa, o, al menos, todo lo que se atrevía. Ya le había perdido el mal rollo al delgado falo de la transexual y los besos y caricias profundizaban cada vez más en su lujuria, pero aún no se atrevía a llegar más allá de una paja o una felación.

Sin prisas, se decían el uno al otro, entre románticos besos. Por su parte, Chessy vivía en un estado inusual. Se veía inmersa en una fluida historia emocional, tan romántica como una novela y totalmente desacostumbrada para ella. Vivía momentos deliciosos, comparables a idílicas películas, que capturaban su alma como un mosquito en el ámbar.

Chessy dejó el brazo de su novio, le dio un besito en la mejilla, y dijo que iba al lavabo. Spinny, en cuanto se quedó a solas con su colega, le dijo, en un tono conspirador, que su padre le había ordenado que limpiara las taquillas de Gus y Barney, los violadores del parque. Así que Spinny había apañado unas cajas de cartón para guardar en ellas cuanto hubiera dentro de las taquillas. Las cajas pasarían al pequeño desván que había sobre la oficina del desguace, en espera de que los dos extrabajadores salieran de la cárcel.

― Mira lo que he encontrado en una de las taquillas – le sopló Spinny, abriendo la funda de su guitarra y sacando una bolsa de plástico.

Spinny dejó al descubierto un pequeño bote de cristal con cuatro piruletas dentro, bañadas en un líquido incoloro.

― Creo que el líquido es la misma droga que usaron cuando abusaron de las chicas en el parque infantil – dijo, desenroscando el tapón y olisqueando el interior.

― ¿Cómo lo sabes? – le preguntó Cristo, tomando el bote y haciendo lo mismo.

― ¿Para qué otra cosa iban a dejar piruletas empapándose en un líquido si no fuera alguna droga?

― Tienes razón. Sin duda pensaban endiñárselas a otras chiquillas.

― ¡Que viene Chessy! ¡Guárdalas en tu mochila! Ya no me da tiempo colocarlas en la funda…

Con prisas, Cristo enroscó la tapadera y deslizó el bote en el interior de su mochila, abierta y colgada del respaldar de su silla. Spinny sonrió, nervioso, cuando Chessy se sentó.

― Seguro que ya estabais hablando de chicas – les recriminó Chessy, al ver sus expresiones.

― ¡Es que teniendo a tu colega trabajando en una agencia de modelos, pues… es difícil no preguntarle nada! – dijo Spinny, acompañando sus palabras de una risita.

Los tres se rieron y siguieron charlando. Tomaron postre y café, mientras planeaban una excursión al norte del estado. Chessy, con apremio, informó a Cristo de la hora que era. Se había despistado y ya tenía que haber vuelto al trabajo. Así que pidió la cuenta, mientras se despedían, y cinco minutos más tarde, subía corriendo las escaleras hasta el tercer piso.

La mochila, mal colocada a su espalda, se bamboleó en exceso, originando que la tapa del bote, cerrada a toda prisa y sin precisión, saltara, derramando el líquido y dejando las piruletas secas.

― ¿Haciendo ya novillos? – le sonrió Alma, al llegar jadeante ante ella.

― Estaba almorzando en la cafetería, con mi chica y un amigo… se nos ha ido el santo al cielo…

― ¿Santo al cielo? – se asombró Alma.

― Es una expresión española. Quiere decir que nos hemos despistado. Ya sabes, lo de mirar con la boca abierta como asciende un santo varón hacia el cielo…

― ¡Jajaja! – estalló en una carcajada la rubia. – Eres muy gracioso, Cristo… de veras…

― Bueno, tendrías que verme desnudo, entonces si que te troncharías…

La chica se llevó la mano a la boca para atajar la nueva carcajada, ya que el teléfono empezó a sonar. Cristo se sentó en su puesto y dejó la mochila colgada de la percha que tenían a la espalda, con la cremallera medio abierta. Ambos se sumergieron en la actividad laboral, arrastrados por su dinámica.

Una hora más tarde, Cristo levantó los ojos al escuchar un vivo taconeo. Lo primero que vio fue un pelo casi naranja y un rostro lleno de pecas, que avanzaba hacia el mostrador. ¿Quién no reconocería aquel rostro moteado, dotado de los ojos más verdes que jamás existieron en la faz de la tierra?

― ¡Joder! ¡Katherine Voliant! – jadeó.

― Si, tiene una sesión esta tarde – le replicó Alma.

― No sabía que estuviera en esta agencia…

― ¿No te has leído aún las fichas?

― No.

― ¡Vago! – susurró Alma, sonriendo a la top model que se plantaba ante el mostrador.

― Hola, Alma – saludó la modelo, apoyándose sobre el mármol. — ¿Cómo estás?

― Como una maceta plantada en este vestíbulo – bromeó la rubia.

― Pero… ¿te riegan?

― Ay, no todo lo que quisiera…

Las dos chicas estallaron en risas, mientras que los acompañantes de la modelo llegaban. Una mujer madura, con enormes gafas de vista, y un tipo bien vestido, con aspecto de leguleyo.

― ¿Es nuevo o es hijo tuyo? – preguntó la modelo de pelo naranja, señalando a Cristo, quien estaba pasmado ante ella.

― ¡Katherine! – la amonestó Alma. – Es Cristo. Sustituye a Marion.

― Ah, encantada – le dijo, alargando su mano. – Por fin te has quitado esa sosa de encima.

― Se va a casar. Compadezco al marido – agitó la mano Alma.

― ¿Y tú? ¿No hablas? ¿Solo tecleas? – le preguntó la modelo a Cristo.

― A veces no callo – sonrió Cristo, recuperando el uso de su mandíbula. – Pero, en otras ocasiones, es mucho mejor contemplar…

― Vaya… que galante… ¿Eres latino?

― Solo mi idioma. Soy de España.

― ¡Caray! Un chico europeo. Esta agencia está tomando categoría.

― ¡Como te escuchen la Dama de Hierro! – se rió Alma.

Cristo se grabó bien aquel rostro que estaba a un palmo de él. Era bella aún sin maquillar, con aquel pelo que parecía repasado por un cortacésped, de un color oxidado, y la enorme multitud de pecas que cubría todo su rostro. No se trataba de unas cuantas pecas en la nariz y en las mejillas, no… nada de eso. Era como si le hubiese explotado una lata de lentejas en la cara, salpicando frente, nariz, pómulos, la mandíbula, parte del cuello, los hombros – por lo poco que podía ver Cristo – y, seguramente todo el pecho. La piel era casi nívea, pero las pecas eran de un tono pardo, lo que las hacía resaltar fuertemente.

Eso hacía que aquellos dos ojazos increíbles resaltaran aún más, casi anulando la conciencia del gitano. Pestañeó varias veces cuando se dio cuenta de que Katherine Voliant le hablaba.

― ¿Si?

― Te preguntaba si mi perfil está actualizado.

― No lo sé. aún estoy repasando el trabajo de Marion.

― A ver que vea – dijo la modelo, rodeando el mostrador y colocándose a espaldas de Cristo, con una mano apoyada en su hombro.

Cristo abrió la sección de perfiles y buscó el de la guapa chica. Lo abrió y lo repasaron juntos.

― Aún no está puesto el evento de México. No está actualizado. ¿Te pones a ello…? ¿Cristo?

― Sip, Cristo, zeñorita. Voy a buscar las fotos de esa juerga y se lo actualizo todo.

― ¡Olé! – exclamó ella, en respuesta a las palabras dichas en español por el joven.

― Es casi la hora – dijo la mujer, señalando el reloj. – Deberíamos pasar a maquillaje ya.

― Si, Helen, enseguida – dijo, girándose y tocando la mochila de Cristo con la espalda.

Katherine se giró y la miró, descubriendo, a través de la abierta cremallera, el tarro con las piruletas.

― ¡Dios mío! ¡Hace siglos que no me como una de estas! ¿De quien es la mochila?

― De Cristo – respondió Alma.

― ¿Puedo coger una? – le preguntó directamente.

Cristo se quedó estático, sin saber qué decir. No podía decirle que no; quedaría como un borde, como un esaborío, en sus primeros días. Pero, en caso contrario, ¿qué ocurriría? ¿Cómo reaccionaría la modelo? Cristo se encogió de hombros, tomando una determinación. Al menos no era una chiquilla y se controlaría, se dijo.

― Por favor… ¿quiere una, Alma? – ofreció él.

― No, gracias, nada de azúcar.

Tan contenta como una niña, Katherine apartó la tapa y tomó una con dos dedos, dispuesta a llevársela a la boca.

― Ahora no, Katherine. Primero maquillaje – la regañó la mujer.

― Tienes razón. Quizás la pueda usar para las fotos.

― Buena idea.

Cristo suspiró, aliviado. Lo que sucediera, lo haría fuera de la agencia, se dijo. La modelo se despidió de ellos y marchó hacía las salas del interior. Cristo se levantó y comprobó el bote. La droga había empapado el fondo de la mochila y las piruletas estaban secas. Cerró el bote y la cremallera de la mochila. Se sentó, mordiéndose el labio.

― Es guapa, ¿eh? – le pinchó Alma.

― Me ha hecho sentirme como un ratoncillo delante de una hermosa serpiente.

― ¡Jajaja! Puede que sea así… toda una devoradora… Le has caído bien y eso suele ser difícil. Katherine no es de las que da confianza a las primeras de cambio.

― ¿Debo sentirme honrado?

― Puede que si.

― ¿Quiénes son los que la acompañan?

― Su tía Helen, que se ocupa de su maquillaje y Trask, su manager.

― Vividores – escupió Cristo.

― Exacto, nene. Astutos vividores.

_______________________________________________________

Katherine no sabía qué le ocurría. Llevaba casi una hora posando, con diferentes trajes y distintos escenarios. Carl, uno de los fotógrafos habituales, sabía sacarle partido a su rostro y a su sinuoso cuerpo. Se habían divertido los dos, usando la piruleta en muchas tomas. Además, dejaba un tono rojizo en su lengua que gustaba bastante al fotógrafo. Pero, sin saber cómo, había pasado de la diversión al deseo, y ahora, una hora más tarde, era pura provocación.

Apenas podía controlarse, enseñando más piel de la que debía, insinuándose con la mirada, con la boca, con sus caderas… Incluso Carl, que era más maricón que un palomo cojo, se había sentido violento con su actitud. Finalmente, cortó la sesión, sabiendo que no sacaría más de ella. Las fotografías sobre moda se habían transformado en poses más que eróticas. Él tenía una reputación y prefería cortar a tiempo.

Tía Helen, que se había dado cuenta de la actitud de su sobrina, le aconsejó que se diera una larga ducha antes de cambiarse y marcharse.

― No hay ninguna prisa. Relájate bajo el chorro – le susurro, empujándola hacia los vestuarios.

Cuando Katherine llegó a los amplios baños, prácticamente jadeaba. Se miró a uno de los espejos, apoyando las manos en el lavabo. Contempló su rostro a placer, maquillado exquisitamente. Su lengua surgió y lamió sus pintados labios sensualmente.

― ¡Eres una perra, Katherine! – le escupió a su reflejo. – Una perra salida que se follaría a todo un batallón…

Respiró con calma, intentando calmarse, y se metió en uno de los vestidores, quitándose las prendas que debía devolver. Las colgó de las perchas que se encontraban allí, y volvió a contemplar su cuerpo, ahora solo con unas braguitas encima. Sonrió al verse hermosa. Sus senos eran de tamaño medio, pero suficientes para su esbelto cuerpo. De lo que estaba más orgullosa, era de sus nalgas. Poseía uno de esos traseros de ensueño, en forma de pera, de nalgas pequeñas y prietas, redonditas; un culito para no dejar de acariciar. Además, esa parte, junto con sus piernas, constituían las únicas partes de su cuerpo, libres de pecas, con una piel inmaculada y tersa.

Sus dedos pellizcaron los oscuros pezones, de forma delicada pero constante. Ya llevaban tiesos casi toda la sesión, poniendo de relevancia su longitud. Ella lo sabía. Ya en el colegio, los comparaba con los de sus amigas en las duchas. Tenía unos pezones larguísimos, de casi tres centímetros, que parecían pequeñas antenas desplegadas sobre sus tetitas pecosas. Unos pezones muy sensibles, que la hacían derretirse cuando se pellizcaba duramente, tal y como lo estaba haciendo, en ese momento.

Al segundo de gemir, se dio cuenta de que necesitaba correrse y, para eso, no había nada mejor que un buen chorro de agua en el clítoris; agua caliente a presión. Desnuda, salió del vestidor y se metió en una de las duchas individuales, las cuales disponían de un asiento alicatado, que surgía de la pared, justo frente al chorro principal. Este diseño permitía a las chicas depilar sus piernas con comodidad, e incluso ducharse sentadas, si lo deseaban.

Con dedos temblorosos, tomó un poco de gel líquido y, sentándose con las piernas abiertas, untó directamente el jabón sobre su vagina. Vulva y clítoris quedaron bien impregnados y, como ya estaban bien humedecidos por su propia lefa, enseguida se empezó a producir pequeñas pompas de jabón.

Katherine apoyó la espalda desnuda contra el mosaico de azulejos, sin importarle su frialdad, y cerró los ojos, buscando en su calenturienta mente, la escena ideal para producir su orgasmo. Sus dedos se deslizaban sobre su depilado pubis, formando pequeños círculos que conmovían su sensible sexo. Cada movimiento rotatorio era acompañado de un pequeño gemido anhelante, que nunca antes exhaló ante ningún amante. Aquellos gemidos solo estaban reservados para su intimidad, para su propio y único placer, en las pocas ocasiones en que su libido se había descontrolado como hoy. Katherine solía gozar en silencio. A pesar del desparpajo que ostentaba al posar, seguía siendo una tímida en cuestiones sentimentales, y, para ella, el sexo era un sentimiento. Le daba vergüenza que la escucharan así, como implorando placer. Así que procuraba apretar los dientes y resoplar, todo lo más, al alcanzar el clímax.

Con una mano, abrió bien sus labios mayores, sacando a la luz su clítoris. Con el dedo corazón de su otra mano, acarició largamente, de abajo a arriba, su zona erógena. Desde el fondo de su vulva hasta acabar sobre el clítoris. Katherine sintió tal calor recorrer su columna, naciendo en su entrepierna, que tuvo que ponerse en pie y alcanzar el teléfono de agua. Ni siquiera esperó a que el agua adquiriese una temperatura adecuada. Abrió el grifo y salpicó sus senos y su vientre. El agua fría le aclaró la cabeza y cortó la escalada de sus sentidos.

Se quedó con la boca abierta, jadeando por la impresión, pero, de inmediato, una sonrisa estirazó sus labios. El agua empezó a brotar más cálida y Katherine retorció uno de sus pezones, con lo que tuvo que morderse el labio para no proferir un sonoro lamento. Su cuerpo se retorcía, sentado sobre el ancho poyo, sometido al capricho de sus propias caderas movedizas. Su pelvis había asumido voluntad propia, haciendo que sus nalgas se rozasen impúdicamente contra la fría superficie. Jamás se había sentido tan perra, tan salida, tan puta, como para casi aullar de deseo.

Con delicadeza, introdujo el dedo en el interior de su vagina, palpando la suave mucosa, buscando su punto G, a pesar de saber perfectamente que no lo alcanzaría de pleno. Por sí sola, era incapaz de llegar tan adentro, pero gozaba con la sensación de intentarlo. Manejando el teléfono con la otra mano, aumentó la presión de los chorros y los dispuso sobre su clítoris.

― Diossssss – siseó.

Era una maravilla, que aumentó moviendo más rápidamente el dedo que tenía en su vagina. Su mente buscó un recuerdo excitante, una situación que la llevara a alcanzar el orgasmo, pero, a pesar de tener muchos amigos y amantes, su propio deseo le trajo algo que no esperaba.

“Hola, Alma… ¿Cómo estás?”

“Como una maceta plantada en este vestíbulo.”

“Pero… ¿te riegan?”

“Ay, no todo lo que quisiera…”

La sonrisa de Alma, su potente cuerpo, su ronca voz… En el fondo, Katherine lo sabía. Era conciente de que, en los momentos decisivos de su vida, distintas mujeres habían tenido la voz cantante. No se fiaba de los hombres para una relación duradera y plena, y siempre había sido una mujer quien la había guiado en una nueva etapa de su vida.

Fue su tía quien la metió en aquel falso e hipócrita mundo. Fue Vanesa quien le rompió el corazón, la primera vez, y, finalmente, fue Amelie la que vendió aquellas fotos a la prensa rosa. Los hombres pasaban, sin pena ni gloria, por la vida de Katherine. Solo servían para un instante fugaz, pero las mujeres… Ah, eso era otra cosa.

Ahora parecía que era Alma, la que le interesaba desde hacía unos meses. Quizás era la adecuada, una chica sencilla, trabajadora, alejada de los brillos cegadores de la fama y de la gloria. Una chica que sabía cuan peligroso era ese mundo, que lo entendía, pero que se mantenía a un lado. Alma… ella quería regarla mil veces, con el icor que surgía de su coño, como una fuente susurrante de deseo…

Aumentó más la presión. Los finos chorros de agua casi dolían sobre su piel sensible. Se quejó en voz alta, sabiendo que el devastador orgasmo que estaba amasando estaba muy cerca. Katherine era un tanto especial con su placer, y dado que había descubierto que era multiorgásmica, solía procurarse uno o dos orgasmos “menores” que servirían para prepararse, como un aperitivo para la gran ballena blanca, aquel Moby Dick que atravesaría su coño, dejándola agotada.

Envuelta por sus propios gemidos, no escuchó la entrada de dos compañeras, que se quedaron quietas y sorprendidas por sus gemidos, mirándose. En un principio, se sonrieron, gozando de la complicidad de escuchar el desliz de la famosa modelo, una “hermana mayor”, pero, a medida que los quejidos aumentaban, que las inconexas palabras eran comprendidas, haciendo que sus mentes imaginaran qué ocurría en el interior de la ducha, ambas chicas tragaron saliva y apretaron sus muslos, embargadas por un contagioso capricho sexual.

Se pegaron a una pared, los oídos prestos y los ojos esquivos. Ahora, no querían verse la una a la otra, pues sentían vergüenza de demostrar lo que sentían, de aceptar su debilidad ante la compañera, pero Katherine seguía metiéndose sus dedos – ahora dos – y agitándolos, casi con devoción, lo que equivalía a más suspiros y gemiditos enloquecedores.

― Aaaahh… que puta… soy… ¡Joder! ¡Joder! ¡JODER!

Estas palabras animaron, a una de las testigos, para pellizcar su pezón izquierdo, con fuerza, a través de la blusa y del sujetador. Su amiga la miró, casi con envidia, pues no se atrevía a realizar ningún movimiento obsceno en su presencia.

Katherine, con la boca abierta en un profundo suspiro, fijó el rostro de Alma en su mente, y pellizcó con fuerza su clítoris, mientras cambiaba el chorro al interior de su vagina. Esto desató todo cuanto llevaba acumulado. Un largo estremecimiento recorrió su cuerpo y arrugó los dedos de sus pies.

― ¡LA MADRE QUE… ME PARIÓ! ¡Me… estoy co… CORRIENDO! – exclamó en voz alta, como una liberación de toda la tensión retenida.

Fuera, una de las chicas cerró los ojos, arrugando el entrecejo, y unió sus labios como si se dispusiera a besar. Su amiga entendió perfectamente el mohín. Estaban ante un momento tan morboso, que no sabían como responder. Quizás, si hubiera estado solo una de ellas, habrían sucumbido a la tentación de masturbarse también.

En el interior de la ducha, con una sonrisa en los labios y los ojos cerrados, Katherine Voliant no se contuvo más y dejó escapar un fuerte chorro de orina, coincidiendo con el final del segundo orgasmo encadenado. Un tanto más calmada, se duchó rápidamente, y salió de la cabina. Ya no había nadie fuera, pues salieron en silencio, sin tan siquiera orinar, que era a lo que venían.

Katherine se vistió y se peinó, sintiendo que la calentura no la había abandonado, pero ahora podía pensar. Sin embargo, aprovechó el fuerte impulso que la movía para, al salir, invitar a cenar a la guapa recepcionista. Alma quedó muy sorprendida, pero, al final, acabó aceptando por curiosidad.

Sentado en su puesto, Cristo se tapó los ojos con una mano, aliviado porque la situación parecía controlada. Se prometió que desmenuzaría el caramelo de las piruletas y lo tiraría al desagüe en cuanto llegara a casa.

¡Maldito Spinny!

CONTINUARÁ….sex-shop 6

 

Relato erótico: “Cómo seducir una top model en 5 pasos (06)” (POR JANIS)

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SECRETARIA PORTADA2Una amiga virtual.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloEstaban a punto de cumplirse las dos primeras semanas de trabajo de Cristo y todo parecía ir perfectamente. Cumplía con sus tareas y no se aburría, como había temido en un principio. La verdad es que el trabajo le gustaba. Actualizar la web y los perfiles, recoger el correo, o hacer algunos recados, no iba a matarle, ni nada de eso. Además, se pasaba la mayor parte del tiempo al lado de Alma, o merodeando a las modelos. Conocía prácticamente a todas, personalmente, y, a las que no, se aprendía de memoria su ficha personal, a la espera de la oportunidad.

Con Alma, disponía ya de una buena amistad. Ella pensaba que el gitano era un pillo simpático y animoso, y él estaba loco por meterle mano. El problema era que, a raíz del asunto de la piruleta drogada, la verdadera sexualidad de Alma y de Katherine había saltado a la palestra.

Durante un par de días, Cristo anduvo desanimado. Incluso llegó a preguntar a su prima si era normal que las modelos fuesen lesbianas. A lo mejor, tanto verse desnudas en el backstore o en las duchas, o bien contemplarse tan monas y guapas sobre la pasarela, cambiaba, de alguna manera, la esencia de su naturaleza. Zara no pudo más que reírse. La mayoría de las modelos no eran lesbianas, ni todos los modelos gays. Sin embargo, era bien cierto que entre este colectivo, era donde más casos de homosexualidad existían. Quizás dependiera de la extrema juventud con la que empezaban, de su escasa experiencia, o de saberse devoradas por los ojos de los hombres…

En verdad, saber que Alma no se sentía atraída por los hombres, le ayudó a mejorar su amistad. Ahora, conocía sus límites y podía bromear sin crear malentendidos. Cuando Cristo comprobó que este comportamiento, asexual y permisivo, atraía la amistad y confianza de la gran mayoría de chicas de la agencia, lo adoptó como carácter dominante en el trabajo. Con ello, Cristo ganó muchos puntos, tanto con las modelos, como con sus superiores

Un hecho decisivo para fortalecer este nuevo rol de su persona, fue la visita de Chessy, una visita totalmente imprevista. Se presentó, casi a la hora de desayunar, ante el mostrador de recepción de Alma. Cristo la miró, asombrado. Se levantó de su silla y le preguntó si ocurría algo.

― No, nada… Tengo un masaje por la zona y he pensado que te apetecería desayunar conmigo – dijo ella, mostrándole una bolsa de papel. – He traído unos sándwiches.

― ¡Claro que si! – exclamó él. – Alma, ella es Chessy. Salimos juntos.

― Ah, mucho gusto, Chessy. No sabía que tuvieras una novia tan guapa, Cristo – dijo Alma, poniéndose en pie y dándole dos besos a la rubia transexual, quien se puso un tanto colorada.

― Bueno… te esperaré en…

― Cristo, ¿por qué no le enseñas la agencia a tu novia? – cortó Alma por lo sano.

― ¿De veras puedo?

― Claro que si, hombre. Solo mira antes de entrar en las salas de montajes. A veces, las sesiones son muy privadas, ya sabes.

― Por supuesto. ¿Te gustaría, Chessy?

― Por supuesto – palmeó ella, pues esa era la verdadera razón por la que estaba allí.

¿De qué sirve tener un novio que trabaja en una agencia de modelos, si no te permite fisgonear un poco? Cristo le hizo un recorrido privilegiado y la presentó a algunas de las chicas. Asistieron unos minutos a una sesión para una marca de foulards y, finalmente, Cristo la llevó a un sitio tranquilo donde poder comerse los sándwiches.

Este se trataba de una pequeña azotea donde se ubicaba el gran cartel con el nombre de la agencia. Se accedía a través de una de las ventanas del almacén del piso superior, por lo que solo unos pocos miembros del personal de la agencia, conocía su existencia. A veces, subían a fumar o a respirar un poco de aire.

Se sentaron en el murete, a cubierto detrás de la pancarta, y devoraron los bocadillos, así como los refrescos que también había traído Chessy, mientras charlaban.

― Son simpáticas – dijo Chessy.

― Solo porque ibas conmigo. La mayoría muerde – bromeó él, tragando el último bocado.

― No seas malo.

― Que no, que muerden de verdad. Son caníbales. Al menos, eso dice uno de los fotógrafos.

― Idiota – dijo ella, riendo.

― La verdad es que, a veces, es comprensible que sean bordes y estiradas. Así no dejan acercarse a los babosos.

― Si, tiene que ser jodido que cuanto se acerquen a ti, lleve una idea fija en la mente. No es algo que piensas cuando decides dedicarte a este mundo – asintió Chessy. — ¿Contigo son también ariscas?

― ¡Soy yo el que se tiene que poner arisco! Ya te he dicho que muerden… y yo soy muy frágil – sonrió Cristo. – La verdad es que congeniamos muy bien. Me he encargado de dejarles muy claro, desde el principio, que no me interesan como mujeres y ellas me han abierto su círculo.

― Todas sabían que estamos juntos – asintió Chessy.

― ¡Pues claro! No paro de hablarles de ti – le dijo, antes de darle un beso juguetón.

― Eres un cielo… — respondió ella, dándole su lengua.

― Eso se merece un mimito, ¿no?

― ¿Ahora?

― Ahora… aquí, detrás de esta pantalla, ¿te atreves? – Cristo le sacó la lengua para desafiarla.

― ¡Ja! – se jactó ella, echando mano a la bragueta de su novio.

Le encantaba hacerle mamadas a su chico, con aquella polla tan pequeñita y bien formada. No era como la de un niño, tierna y falta de vitalidad, sino se trataba, más bien, de la versión a escala de un pene adulto. Le enardecía echar para atrás el prepucio para dejar el glande a la vista, preparado para su boca, como ahora. Engulló por completo el pene de Cristo, quien se había puesto de pie para facilitarle la tarea. Ella seguía sentada en el murete, con las manos aferradas a las estrechas caderas de su chico. Su cabeza marcaba un suave ritmo que enloquecía a Cristo, el cual la animaba, hundiendo sus dedos en su rubia cabellera, una y otra vez. No duró demasiado, sobrecargado de tensión sexual. Notó como se tensaba su escroto y retuvo la cabeza de su chica contra su vientre.

― Aayyy… nuestra Zeñora de los pendones… cariño… me vacías…

Chessy sonrió interiormente, al escuchar una de las incomprensibles expresiones de Cristo que tanto le gustaba. Se trago el semen con glotonería y, poniéndose en pie, abrazó y besó a su chico.

― ¿Quiere que yo…? – propuso Cristo.

― No, déjalo. Has estado ya mucho tiempo fuera de tu trabajo.

― Pero…

― Mejor esta tarda, con tranquilidad, guapo.

― ¿Guapo yo? ¡Tas fatal de la vista, hermana!

― Venga, regresemos.

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Cristo llegó a casa silbando y con la chaqueta al hombro. Estaba contento, tras realizar un inmejorable 69 con Chessy, en su apartamento. Había ido directamente a su casa, tras salir del trabajo, buscando la promesa que ella le hizo esa misma mañana. Con placer, Cristo había comprobado que ni se inmutaba ya al verla desnuda y acariciarla. No le importaba tocar y acariciar ese pene suave y lampiño, y hoy había llegado más lejos, pues no solo lo había chupado con decisión y cariño, sino que se había tragado parte del semen.

La verdad que intentó tragarse toda la corrida, pero que le dio una arcada, y solo pudo pasar una parte, pero, aún así, querer es poder. Eso decían, ¿no?

Su mente se estaba liberando de los prejuicios que se amontonaban en ella. Chessy no era un hombre, por supuesto, era una hembra especial, que disponía de una bonita polla que olía a perfume… no como la suya, que a veces se daba asco él mismo… Eso mismo le llevó a plantearse asearse mucho más, y cuidar los detalles íntimos. Como pueden ver, no hay mal que por bien no venga…

Así que, cuando abrió la puerta de casa, estaba de muy buen humor, y, aprovechando que tía Faely estaba sola en casa, le preguntó por su problema.

― ¿Te ha presionado de nuevo? – le dijo, contemplando como se atareaba ante el maniquí que se encontraba en la zona de trabajo de la mujer, justo al lado de la puerta de entrada.

― No, Cristo. Le pedí un tiempo para pensármelo.

― Pues deberíamos pensar de verdad en algo. Tienes que contarme más…

― Lo sé, sobrino, lo sé. No paro de buscar una solución…

― Dos cabezas piensan el doble que una, tita. No me dejes a un lado.

― Pero… es que me da muchísima vergüenza… Cristo.

― Eso puedo entenderlo, y solo tú tienes que enfrentarte a ella. Si te sirve de algo, prometo no juzgarte; palabra de caló – dijo, poniendo dos dedos sobre su corazón.

― Gracias, Cristo. Sé que lo dices de todo corazón. Tomaré una decisión en unos días, te lo prometo.

― Está bien, pero tengo que preguntarte por otra cosa, que no sé si está relacionada con eso o no.

― ¿A qué te refieres?

― Candy Newport, nuestra jefa. Dice que te conoce. ¿De qué?

― No conozco a esa señora – aseguró ella, siguiendo con su tarea sobre el maniquí.

― Venga, tita, yo no soy Zara. Veo cuando mientes.

― No sé de que me hablas… Te he dicho que no conozco a esa señora Newport. Nunca he hablado con ella – fue categórica, mirando a Cristo con el ceño fruncido.

― Vale, vale, tita. No la conoces. Debe de estar confundida…

No era el momento de presionar, Cristo lo sabía, pero estaba seguro de que, tarde o temprano, averiguaría la verdad. La dejó sola ante su trabajo, echando un último vistazo al trasero enfundado en aquellas mallas oscuras apretadas.

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A la mañana siguiente, mientras revisaba los correos electrónicos llegados durante la tarde anterior, el suave pitido le avisó de la entrada de otro. La simple curiosidad le hizo abrir ese correo, saltándose el orden por el cual estaba leyendo. Se trataba de una tal Esther Benson, de Berry, Kentucky. Decía tener diecisiete años y pedía información sobre la agencia. Había adjuntado, así mismo, una fotografía semiprofesional de ella, portando un vestido celeste. Las candidatas no solían enviar una foto, sino todo un book, con buenas fotos profesionales, en las que poder comprobar su fotogenia y sus medidas. Esta chica parecía un tanto paleta para el poco experimentado Cristo, pero, por algún motivo, aquella foto le transmitía buenas vibraciones.

Tenía un largo pelo, liso y rubio, del color del trigo maduro. En la foto lo llevaba atado con una cinta del mismo color que el vestido. Unos ojos muy azules, casi grises, y una sonrisa muy bonita, que evidenciaba un incisivo montado sobre otro diente. A Cristo le gustó este detalle. La verdad es que no soportaba una ortodoncia “a la ligera”, solo para tener unos dientes perfectos. En muchas ocasiones, un simple defecto bucal añadía belleza a un rostro demasiado clásico, como era el caso de Esther.

No destacaba casi nada en sus rasgos. Eran armoniosos, con la justa medida, pero no decían nada, salvo sus ojos, pícaros y burlones. La nariz corta y recta, levemente respingona, una boca mediana, de finos labios, y unas cejas parejas y gruesas, casi rubias. Tenía las pestañas más claras que su vello, por lo que parecía que no tenía. Pero aquel diente, revelado por su franca sonrisa, la ayudaba a crear un rostro más singular, más atractivo.

En cuanto a sus preguntas, resultaron ser muy típicas; casi todas las aspirantes se interesaban por los mismos temas. Los horarios de la agencia, por si eran compatibles con algunos de sus estudios; las fechas de las preselecciones (tres al año) de aspirantes; si tendrían ayuda económica al principio, y qué tanto por ciento se llevaba la agencia de sus contratos.

Cristo, casi por inercia, contestó con otro correo, usando una plantilla que tenía preparada. A los diez minutos de enviarle la documentación pertinente, un nuevo correo entró, con el nombre de Esther. Le daba las gracias y, dada su buena fe, le adjuntaba varias preguntas más.

Sin saber por qué lo hacía, Cristo le envió una invitación para agregarla a su Messenger. Tras unos minutos, la chica aceptó, y pronto tuvieron sus respectivas ventanas abiertas y conectadas.

― Cristo de los Palotes dice: Hola.

― EstherB dice: Hola!!

― Cristo de los Palotes dice: ¿Qué tal te encuentras?

― EstherB dice: Bien, ¿y tú?

― Cristo de los Palotes dice: Bien también, trabajando. Oye, te he agregado para responder a todas tus preguntas…

― EstherB dice: Gracias. Ahora tengo que irme a clase. ¿Estarás esta tarde?

― Cristo de los Palotes dice: Si no es muy tarde, si.

― EstherB dice: ¡Perfecto! Adiós.

― Cristo de los Palotes dice: Hasta luego.

No pensó más en Esther en toda la mañana. Actualizó el perfil de Samantha Kiwood, admirando a tope las fotos de la modelo, una de sus preferidas, y después fue casi secuestrado por Zara y varias compañeras, para ir a almorzar a un nuevo sitio vegetariano que las niñas habían descubierto.

Estuvo pensando en volver de madrugada al sitio ese y pegarle fuego, con tal de no regresar nunca más. Pidió lo único que le pareció comestible en la carta… hamburguesas de un bicho raro, llamado tofu, que resultó ser una especie de queso hecho de soja. Aquello no sabía a carne, era como masticar un enorme relleno de tomate, lechuga y cebolla, rociado con Ketchup y mostaza. Las chicas se estuvieron riendo sobradamente de las muecas que hizo durante todo el almuerzo.

A las cinco de la tarde, Esther ingresó en el Messenger, pero Cristo se abstuvo de saludarla, esperando que la jovencita diera el primer paso. El gitano no sabía qué le ocurría con la chica. Sentía un extraño impulso hacia ella, que aún no podía definir; una especie de idea fija, asociada a la mirada que la chica mostraba en la foto, que le impelía a averiguar más sobre ella.

― EstherB dice: Hi!

― Cristo de los Palotes dice: ¿Qué tal, Esther?

― EstherB dice: ¿Te he hecho esperar?

― Cristo de los Palotes dice: No, nada de eso. Estoy liado con algunos perfiles de las chicas, actualizando.

― EstherB dice: Ah, así que conocerás a todas las modelos…

― Cristo de los Palotes dice: a todas las que trabajan en esta agencia, si. A ellas y a ellos.

― EstherB dice: ¿También hay chicos?

― Cristo de los Palotes dice: Por supuesto.

― EstherB dice: ¡Súper!

― Cristo de los Palotes dice: ¿Piensas venir a Nueva York?

― EstherB dice: He solicitado una beca parala NYUde Manhattan, para el año que viene. Había pensado presentarme a una de las preselecciones…

― Cristo de los Palotes dice: ¿Tendrás los dieciocho años para entonces?

― EstherB dice: Si.

― Cristo de los Palotes dice: Eso allana mucho más el camino.

― EstherB dice: Si, lo sé. Pero me preocupan más los horarios. No creo que sean compatibles con los del campus.

― Cristo de los Palotes dice: No, no mucho. Si es una campaña menor, un trabajo de revista, aún se podrían ajustar las sesiones de fotos a un horario, pero cuando traen a un profesional de otro país para sacar la mejor fotografía… No, no creo que se acomoden a tu horario, Esther.

― EstherB dice: Ya veo.

― Cristo de los Palotes dice: Pero puedes aprender…

― EstherB dice: ¿A qué te refieres?

― Cristo de los Palotes dice: Si la agencia te escoge, puedes optar por pulirte como modelo, durante unos meses. Ya sabes, aprender a moverte en una pasarela, a posar, algo de Interpretación, que siempre viene bien…

― EstherB dice: Si, tienes razón.

― Cristo de los Palotes dice: Luego, puedes usar las diferentes vacaciones para trabajar. Hay muchas chicas que lo hacen así, por diferentes motivos. El hecho es empezar. No te creas que es entrar y pegar…

― EstherB dice: Ya lo imaginaba. ¿Y tú? ¿Qué es lo que haces en la agencia? ¿Eres modelo también?

― Cristo de los Palotes dice: Si, modelo para el zoológico.

― EstherB dice: Jajajaja…

― Cristo de los Palotes dice: Soy el IBM de esta puta oficina.

― EstherB dice: Bueno, alguien tiene que serlo. ¿Qué significa eso de Cristo de los Palotes?

― Cristo de los Palotes dice: Es una expresión de mi tierra.

― EstherB dice: ¿De dónde eres?

― Cristo de los Palotes dice: España.

― EstherB dice: ¿¿Y te has ido a trabajar a Nueva York??

― Cristo de los Palotes dice: Es una larga historia. El caso es que me llamo Cristóbal, pero todos me dicen Cristo…

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Cristo remolonaba con unos ficheros mientras Alma se despojaba del auricular telefónico. La mayoría de las chicas y chicos ya se habían marchado mucho antes. Zara, que solía esperarle para volver a casa, las tardes que no acudía a la academia, también se marchó cuando él le comunicó que pensaba quedarse un rato más. “Para acabar de subir unas fotos”, le dijo vagamente.

― Entonces, ¿te quedas? – le preguntó Alma, ajustándose un impermeable amarillo. El día se estaba presentando lluvioso.

― Si, intentaré ponerme al día con la web.

― Ya sabes que no pagan horas extras – le avisó ella.

― Lo sé, pero paso de ir atrasado. Me gusta el orden – mintió él con todo desparpajo.

― Bueno. Al irte, deja el aviso en el mostrador de seguridad, abajo. Ellos se ocuparan de cerrar la agencia.

― Claro, Alma. Anda, vete antes de que llueva más.

Cristo contempló a la pelirroja marcharse y estiró los brazos, haciendo crujir los nudillos de sus manos. Todo el mundo se había ido a casa. Había estado controlando la salida de todos: de la jefa, de la Dama de Hierro, de las maquilladoras, de las modelos… En este momento, solo quedaban las mujeres de la limpieza, y Cristo estaba esperando a que acabaran de repasar uno de los grandes despachos, el de la señora Newport o el de la Dama de Hierro, cualquiera de los dos le servía. Disponía de los claves de acceso de sus ordenadores, y también era los únicos que tenían cámara.

Esperó hasta que las limpiadoras accedieron a la sala de espera y el salón de belleza, para deslizarse como un ladrón hasta el despacho de Priscila. Conectó el equipo y envió un saludo a Esther.

― Cristo de los Palotes dice: Hola, Esther. ¿Cómo estás?

― EstherB dice: hola, Cristo. Muy bien, ¿y tú?

― Cristo de los Palotes dice: Como unas castañuelas.

― EstherB dice: ¿Qué es eso?

― Cristo de los Palotes dice: No me hagas caso. Tantas horas en la agencia me hacen delirar…

― EstherB dice: Ya será menos, golfo. Rodeado de chicas monísimas y encima te quejas…

― Cristo de los Palotes dice: Ya ves… pero como no me como ni una rosca, pues… Te voy a poner la cámara, que no tengo ganas de escribir tanto, ¿vale?

― EstherB dice: Vale, Cristo. Yo conecto también.

Mientras se enviaban las peticiones de conexión, Cristo pensó en los días que llevaba charlando con Esther. Ambos habían congeniado bastante bien y rápidamente. La chica demostraba ser ambivalente, de una forma un tanto extraña. Primero, le había dicho que tenía novio, desde hacía un año; un alero del equipo de basket del instituto, por lo visto. Por otro lado, enrojecía atolondradamente cada vez que Cristo llevaba la conversación a un nivel más subido de tono.

También demostraba demasiada candidez con sus proyectos como posible modelo. Lo daba todo por hecho, como si nadie pudiera negarle nada. Esther le intrigaba y exaltaba su morbosa curiosidad.

Solían verse a través de las cámaras y Cristo comprobó que la chica estaba para mojar pan, desde luego. Poseía un cuerpazo. De hecho, la foto que mandó, la primera vez, era de cuando tenía quince años. Ahora, sus formas se habían rellenado de una manera deliciosa, y seguía manteniendo aquella expresión burlona en sus ojos.

Cada día tenían más confianza, el uno en el otro, y se pasaban unas cuantas horas charlando de muchos temas. Cristo usaba su portátil, en casa, para charlar con ella, tirado sobre su cama. No solía usar el micrófono para que su tía, ni su prima, se enteraran de lo que decía, pero, por eso mismo, había decidido quedarse en la oficina de la agencia, después de que todo el mundo se marchara, para poder estar a sus anchas, ante la cámara.

Así que, encerrado en el despacho de la gerente, se estiró sobre el mullido sillón rotatorio, y saludó agitando una mano. Esther le devolvió el gesto, con una gran sonrisa. Iba vestida con una corta rebeca celeste, que dejaba ver la corta camiseta de las Nuk Girls que llevaba debajo. Unas cómodas mallas grises, junto con unas zapatillas caseras, complementaban su atuendo.

― No parece que en Kentucky tengáis mal tiempo – le dijo Cristo.

― No te creas. Hace bochorno, puede que traiga tormenta.

― Aquí lleva todo el día lloviendo, como ayer.

― Me gusta la lluvia – sonrió ella.

― En plan romántico, supongo.

― ¿Me lees el pensamiento?

― Soy gitano, niña. Todos somos un poco adivinos – bromeó Cristo.

― Ya, eres un gitanito muy guapo, eso si…

“¿Qué les paza a estos yankees que me ven guapo? Creo que no están bien de la azotea, cago en Dios…”

― ¿Estás haciendo deberes? – le preguntó Cristo, cambiando de tema.

― Ya he terminado. Es solo por si mi madre entra. Se va a su reunión evangelista en diez minutos.

― ¿Sois evangélicos?

― Solo mi madre. Mi padre es totalmente ateo y mi hermano no se interesa en absoluto por el tema religioso. En cuanto a mí… pues no sé. Creo en Dios y en Jesús, pero no me he parado a pensar demasiado, pero lo que si tengo por seguro es que no dejaré que me coman el cerebro como a mi madre – explicó Esther. — ¿Y tú?

― Bueno, la mayoría de mi clan es evangélico, y los que no son, resultan que pertenecen a alguna cofradía, como la dela BuenaMuerteo la de las Tres Caídas.

― ¿Cofradía?

Cristo le explicó qué es lo que era una Hermandad cofrade y cómo se vivíala SemanaSantaen el sur de España. Esther estuvo encantada con cuanto le contaba, con todo ese desfile religioso, cargado de símbolos que se remontan a costumbres absolutamente paganas. En un momento, dado, Esther giró la cabeza hacia la ventana, que estaba fuera de cámara, escuchando atentamente. Cristo, dándole tiempo, repasó de nuevo, con la mirada, el dormitorio de la chica. Era el clásico dormitorio de una niña, sola y mimada, en una buena familia. Había muñecas y peluches, sentados sobre unos estantes escalonados, junto al armario empotrado, de puertas persianeras. Podía ver media cama, recubierta con una colcha rosa y blanca, y la propia Esther estaba sentada a lo que parecía ser un escritorio.

― Mi madre acaba de irse – dijo, finalmente.

― ¿Quién hay en tu casa?

― Solo mi hermano, pero su habitación está sobre el garaje, en la parte trasera de la casa.

― Me dijiste que era mayor que tú.

― Si, tiene veintidós años, pero no parece querer marcharse de casa. Además, no tiene novia, ni nada parecido. Creo que es gay, pero no estoy segura…

Cristo se rió.

― ¿Tienes algo contra los homosexuales?

― No, la verdad es que nada en absoluto. Mi primer amor fue una compañera de campamento – le confesó Esther.

― ¿De verdad?

― Si – musitó ella, sin mirar a la cámara.

― ¿Cuántos años tenías?

― Trece y ella quince.

― Uufff… que jovencitas, ¿no?

― Si, pero fue muy bonito… un verano maravilloso – dijo ella, luciendo una media sonrisa al evocar. – No fue algo… sexual, sino más bien sentimental. Nos besábamos a cada oportunidad y nos abrazábamos, pero nada más. Era increíble perdernos entre los árboles y jurarnos amor eterno, o imaginar como sería vivir juntas, en la universidad… Incluso ideamos nuestra boda…

― Si, parece muy romántico. Entonces, ¿no llegaste más lejos con esa chica?

― La última noche de campamento, dormimos juntas, abrazadas, pero ni siquiera nos quitamos las camisetas. No, solo besos y algunas caricias.

― Ya veo. Lo decía porque surgen muchos rollitos entre las modelos…

― ¿Si? Supongo que es normal. La belleza enciende la sangre, ¿no?

― Y los celos y la envidia también – rió Cristo.

― Si, eso también. No te preocupes, no tardé en aprender. Dos años después, conocí a Rachel, mi súper amiga… Ella y yo nos desfloramos mutuamente…

Cristo se quedó con la boca abierta. A eso mismo se refería. Esther era capaz de soltarle una burrada como aquella, pero haciéndolo evidenciaba una gran timidez. ¿Si le resultaba molesto hablar de esas cosas, por qué las confesaba tan abiertamente? No la entendía y eso le incitaba a sonsacarle más cosas.

― Creía que los hombres eran los que debían hacer eso…

― Bueno. Tampoco está tan mal entre amigas. Hay confianza y no te puede dejar embarazada – se encogió de hombros Esther, con un mohín delicioso.

― Eso es cierto. ¿Se puede saber qué usasteis?

― Ella se trajo el consolador de su madre.

― Jajaja…

― ¡No te rías! – exclamó ella, con un nuevo mohín.

― Bueno, bueno… disculpa… sonó divertido. ¿Y qué tal con tu novio?

― Oh, que cotilla eres.

― Solo es curiosidad, Esther. Si prefieres preguntarme…

― Después lo haré. No creas que vas a librarte. Me acosté con mi chico a los tres meses de salir juntos. Pero procuro dejar el coito solo como una forma de recompensarle.

― ¿Ah, si?

― Si, de esa forma funciona genial. Solemos usar sexo oral para divertirnos y, en las celebraciones, más o menos una vez al mes, le dejo hacer el amor conmigo.

― Pobrecito…

― No seas malo, Cristo. Así se lo toma con más ganas.

― ¡Claro! Como tú tienes a tu amiga Rachel…

― Bueno, que use él a su amigo David – bromeó la chica.

― Jajajjaja…

― Cristo…

― ¿Si?

― ¿De verdad que Chessy es un transexual?

― Si, palabrita del Niño Jesús.

Cristo no podía verlo, pero, en el monitor de la joven, junto a la ventana abierta con la imagen retransmitida por la cámara, se mantenía abierta otra pequeña ventana, con algunas fotos de Chessy que Cristo envió días antes. Esther las contemplaba con fijeza, pues estaba obsesionada con ellas desde que Cristo se las envió, contándole su secreto.

― ¡Joder! ¡Aún no me lo creo del todo! ¡Es perfecta!

― Si. Ya te dije que me engañó totalmente – contestó él, alzando los hombros.

― No puedo imaginarme que es lo que se puede sentir en sus brazos… follar con ella – de nuevo enrojeció, al expresar su deseo.

― Bueno, si te digo la verdad, yo tampoco lo sé con certeza – confesó él.

― ¿Por qué? ¿No lo hacéis? – se asombró ella.

― Aún no. He ido sin prisas.

― No lo comprendo…

― Yo no estaba muy seguro de lo que sentía. Ambos quedamos en avanzar poco a poco…

― ¿Te daba asco?

― Eso creía, si, pero resultó ser solo una idea impuesta, que desapareció en cuanto sentí la primera pizca de placer. Ojala todos los prejuicios desaparecieran como esos…

― ¡Bien dicho, Cristo! – Esther le mandó un beso volado. – Entonces… ¿No os habéis acostado aún?

― No, pero es cuestión de días, a lo sumo. Como tú y tu novio, hemos echado mano al sexo oral…

― ¿Se la has… chupado?

― Si, aunque debo decir que no consigo tragarme todo su semen. Aún salta, dentro de mí, la alarma antigay y me produce arcadas…

― Bah, que tonto… ¿Es abundante?

― A veces si. Como cualquier hombre, supongo. Lo único que la hace diferente es que le cuesta mucho ponerse erecta, debido a los tratamientos hormonales a los que se sometió.

― ¿Y cómo hace para…? – preguntó ella, intrigada.

― Chessy es pasiva. Es una mujer, de pies a la cabeza.

― Ya veo, y muy bella…

― Ya te digo. Hemos ido varias veces a la piscina climatizada y te juro que no podrías distinguirla de una chica, cuando se coloca un bikini.

Con disimulo, la mano de Esther se deslizó hacia su entrepierna, amparándose de la cámara con el tablero de su escritorio. Acarició su sexo fuertemente, por encima del fino tejido de las mallas y de sus braguitas.

― ¿Es muy sexy? ¿Le gusta vestir de forma provocativa? – le preguntó Esther, más roja que nunca.

― Bueno, normalmente va en shorts o en mallas, incluso con prendas deportivas, dado su trabajo… lo que pone de manifiesto sus increíbles glúteos.

― Oh…

― Pero, si, tienes razón, es provocativa. Cuando salimos por ahí, el fin de semana, suele usar minifaldas muy cortitas y vestidos sensuales.

― Me gustaría verla…

― Procuraré hacerle más fotos, aunque no podré decirle que son para ti. Se pondría celosa…

― Claro, claro. ¿Solo le gustan los hombres? ¿Lo ha hecho con alguna mujer?

― Ella se considera una mujer heterosexual. Es lo que me costó tanto entender. No es un hombre disfrazado de mujer, un gay travestido y hormonado. Chessy es una mujer desde el día que nació, solo que con un cromosoma equivocado. No gusta de las mujeres, aunque no sé si, en algún momento, ha probado con una.

― Lástima… — Esther se estremeció con disimulo, con la barbilla apoyada en una mano, y la otra bajo la mesa.

― Esther…

― Uh…

― ¿Te estás acariciando? – preguntó Cristo, con suavidad.

― Uuh… no… ¿por qué lo preguntas?

― ¿Te pones cachonda con Chessy? ¡Si, es eso! – se asombró Cristo.

― Muucho… es algo muy fuerte, que nunca había experimentado – contestó ella, tapándose la cara con una mano.

― Eso es el morbo – susurró Cristo.

― Cuéntame más… por favor…

― Solo si me dejas verte.

― No… no puedo…

Y, con un rápido gesto, Esther cortó la conexión, saliéndose incluso del Messenger. Cristo quedó perplejo y, finalmente, le envió un mensaje, disculpándose por haberla presionado. Se dispuso a dejar el despacho limpio de evidencias cuando el conocido aviso de un mensaje recibido le hizo alzar la mirada. Esther le enviaba de nuevo la petición de conexión. Aceptó y la joven apareció, los ojos bajos, clavados sobre el teclado, y las dos manos apoyadas sobre el tablero. Sus mejillas estaban fuertemente encarnadas.

― Lo siento, Esther. No era mi intención…

― No, no… soy yo la que tiene que disculparse… me he excitado con tu novia – le contestó, sin levantar los ojos.

― Pero yo…

― ¿Aún quieres verme? – le preguntó ella, de sopetón.

― C-claro…

Se puso lentamente en pie, despojándose de la rebeca y dejándola sobre la cama. Sonrió tímidamente a la cámara y se sacó la camiseta, serigrafiada con las dos imponentes chicas hentai, por encima de la cabeza, alborotando su pelo. Se quedó un momento quieta, respirando con fuerza y mirando a la cámara. El blanco sujetador apenas podía contener sus senos, a causa de su agitada respiración. Cristo notó como los pezones se señalaban con fuerza.

Como si hubiese recuperado la confianza, Esther, se sentó de nuevo, para bajarse lentamente las mallas. Unas braguitas, del mismo color que el sujetador, pero teniendo unos encajes en las cintas laterales, quedaron a la vista. Una vez en ropa interior, volvió a ponerse en pie, con las manos a la espalda.

― ¿Quieres que me desnude del todo, Cristo? – preguntó ella, con un tono casi infantil.

― Solo si tú lo deseas también – respondió él, tras tragar saliva.

Con parsimonia, Esther se deshizo de su ropa interior, dejándola tirada en el suelo. Realmente, la chica merecía ser modelo. Poseía una figura perfecta, de buenas proporciones y debidamente entrenada. Unos pezones pequeños y duros, un ombligo a flor de piel, que daba ganas de jugar con él, y un pubis muy bien recortado, hasta dejar solo un pequeño triángulo de vello muy corto.

― Eres… impresionante – musitó Cristo.

― Gracias Cristo, muy amable. ¿Qué quieres que haga?

― Acaríciate, Esther… lento y suave…

Con una pequeña sonrisa, una de sus manos subió hasta su cuello, deslizándose allí con suavidad, mientras que la otra sopesaba uno de sus pechos, blancos y medianos, en forma de pera. Bajó las manos por sus flancos, acariciándolos con el dorso de sus dedos, y, finalmente, realizó algunas pequeñas espirales en sus ingles, produciéndole agradables cosquillas.

― Háblame de Chessy – suspiró ella.

Con los ojos clavados en el monitor, Cristo suspiró y empezó a hablar.

― Le encanta martirizarme en los sitios públicos, provocándome, acariciándome… hasta que me lleva a algún sitio oscuro, escondido, prohibido, donde satisfacemos nuestra lujuria.

― He fantaseado con ello, pero Martín, mi novio, no se atreve, ni Rachel tampoco – se quejó ella, en voz baja. — ¿Dónde lo habéis hecho?

― En un callejón, en el metro, y hasta en los lavabos de un McDonald…

― Joder… — Esther aferró con fuerza su pubis, cada vez más desenfrenada. – Me voy a sentar…

― Si, siéntate y pasa las piernas por encima de los brazos de la silla. Así… bien abierta, preciosa – dirigió Cristo a la chica, hasta que ésta quedó con las piernas encogidas y abiertas, sobre la silla, totalmente ofrecida a sus ojos.

― Sigue… Cristo.

― Sabe moverse mejor que cualquier chica, con esos tacones tan altos. Es como si flotara al andar, cimbreando su cintura, moviendo las caderas… ábrete el coñito con los dedos… deja que lo vea, Esther…

La joven abrió completamente sus labios menores, usando los dedos índices. Al hacerlo, se mordió suavemente el labio inferior, presa de una incontenible excitación. Solo con imaginarse a la hermosa Chessy acariciando obscenamente a aquel chico, su vagina se llenó de fluido, como si hubiera abierto un grifo.

― Tienes un coño muy bonito, Esther. Muy fotogénico.

― Si. Me encanta hacerle fotos con el móvil… — gimió ella.

― Seguro que tienes que tener una buena colección de fotos, entonces.

― Si… algún día te la enseñaré – sonrió, con los ojos entornados, mientras deslizaba un dedo por su abierta vagina.

― ¿Se la has mostrado a tu novio?

― ¡Ni de coña!

Cristo se rió con ganas, comprendiendo como pensaba Esther. En el fondo, su novio no era más que una garantía, un apuesto maniquí que ella utilizaba para sus salidas sociales, pero, sexualmente, no parecía estar a la altura de lo que ella deseaba, o, mejor dicho, lo que fantaseaba.

― ¿Así que nadie ha visto esas fotos?

― No, aún no. Ni siquiera mi amiga Rachel…

Pero se las enseñaría a él, pensó, agitando las caderas. Estaba muy excitada, como jamás se había sentido. Parecía que todo cuanto generaba morbo para ella, se había unido para calentarla hasta un nivel desconocido. Sentirse espiada, admirada, entrar en contacto con un mundillo con el que siempre soñó –Cristo le confesaba secretos y costumbres de unas divas casi perfectas—, y, por último, conocer a Chessy, aunque fuese en fotos, la había llevado a un estado desconocido hasta el momento. Se había entregado a aquel juego sensual, sin pensárselo. Deseaba desnudarse para Cristo, sentirse un pedazo de carne maleable, bajo sus indicaciones. Su peculiar acento erizaba el vello de sus brazos, así como sus pezones. Atisbar su rostro moreno y delicado, tan parecido al de un adolescente, totalmente atento a cada movimiento de ella. Por un momento, Esther tuvo la impresión de que aquel rostro podía surgir en cualquier calle de El Cairo, o de Nueva Delhi; uno de sus rateros urbanos, que se ofrecía a guiarla por las callejuelas.

Finalmente, intensificó la imagen mental del rostro de Cristo tomando delicadamente en su boca, el pene de Chessy. Si, sonrió, sin dejar de acariciar su clítoris. No le importaba, en absoluto, que Cristo la estuviera contemplando tan íntimamente, abierta y ofrecido como la zorra que era. Estaba deseando que aquella boca, de labios finos y pelusilla oscura por bigote, se abatiera sobre su almeja y la rechupeteara toda.

― ¿Te animarías a salir con nosotros, si vinieras a Nueva York? – le preguntó Cristo.

― ¿Contigo y con Chessy?

― Si, una noche. A cenar, o al parque… a divertirnos.

― M-me encantaría… Sería vuestra… devota… una esclava – jadeó, al pronunciar esa palabra que había comenzado a dar vueltas en su cabeza.

― ¿Nuestra esclava? ¿Seguro?

― Ssssiiii – siseó largamente, al introducir dos de sus dedos en la vagina, en un vano intento de calmar su delirio. Solo tenía ojos para la mirada de Cristo, aquellas oscuras y penetrantes pupilas que devoraban su mojada entrepierna. – Si dices que… Chessy no gusta de… las mujeres… así podría adorarla… acariciarla…

Por tercera vez, Cristo comprobó que estaba grabando sin problemas todo aquello. Estaba que se salía, con su pollita totalmente empinada bajo la mesa, pero no se atrevía a tocarse. No quería que Esther, por algún descuido, pudiera sentirse incómoda por algo que hiciese o viese. Ya habría tiempo de desahogarse repasando la grabación.

― ¿Esa es tu fantasía? ¿Entregarte en esclavitud? – preguntó suavemente, mirando como la chica se agitaba, literalmente, sobre la silla giratoria.

― No lo… sé… se me ha ocurrido… ahora… de repente…

― ¿Nunca lo habías pensado?

― No. De hecho, creía que era yo la dominante – Esther retrasó su goce, pellizcándose los pezones, con fuerza. Un entrecortado gemido surgió, al tiempo que su rostro se contraía en un delicioso mohín.

― Veo que ya estás dispuesta – susurró Cristo.

― Estoy esperando… a que me lo digas… Cristo…

― Creo que, en el fondo, solo deseas convertirte en una putilla, en una zorra consentida, envuelta en los melosos pliegues de la alta sociedad…

Esther solo asintió, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados, y la boca entreabierta.

― Pero eso no lo puedes conseguir en Berry, Kentucky.

― No…

― Para ello, tienes que venir ala GranManzanay sumergirte en su corazón. Conocer los verdaderos amos a quien servir, los grandes demonios de la lujuria, ¿verdad?

― ¡Siiiii! ¡Dios, joder! ¡No puedo mássss!

― Espera aún, puta – le dijo él, sonriendo.

― Aaah…

― Intentaré ayudarte en lo que pueda, desde aquí, pero, a cambio, tienes que mostrarme lo que guardas en secreto… el verdadero interior de Esther.

― Si, si, te enseñaré todo…

― Ya verás como haré de ti una putita de escándalo. ¡La mejor putona de Nueva York!

― Ooooh… ¡SI!

― Puedes correrte, zorrita. Dale a esos dedos hasta que te corras y mees toda… Pringa el suelo con tu orina, puta… Deja salir todo lo que tienes en tu interior, lo que te hace ser la más guarra de todo Berry… ¡Vamos!

Bajo aquella letanía de malsonantes epítetos, de medias verdades y fantasías completas, susurradas por los labios de un demonio de ojos candentes, que la miraba fijamente desde el monitor, Esther se dejó ir completamente, arqueando su espalda y hundiendo sus dedos, hasta donde pudo, en su tórrida vagina. Fue como el disparo del inicio de una carrera. Todo su cuerpo tembló, en un único espasmo que crispó los dedos de sus pies, abrió su boca en un amortiguado grito, y lanzó sus caderas hacia delante, como queriendo catapultar su orgasmo.

Cristo quedó alelado, pues nunca había contemplado un orgasmo tan potente. En plena cresta del goce, Esther siguió moviendo sus dedos sobre el clítoris, con rapidez pero sin control, alargando el placer cuanto podía, hasta que el deseo de orinar llegó con los últimos coletazos del orgasmo.

Esther empezó a reír, sin abrir los ojos, y su pelvis se movió como una serpiente atrapada, agitándose de un lado a otro. El chorro de orina mojó los dedos que aún acariciaban su coño. La risa brotó más fuerte, a medida que el suelo se encharcaba.

Cristo sonrió. La chica verdaderamente le había hecho caso, estaba soltando cuanto retenía dentro, y no solo orina, sino también malos tragos, y puede que hasta el disfraz de niña buena que mantenía como tapadera.

Bueno, se dijo, ya lo vería en los días venideros. Sin prisas.

CONTINUARÁ…sex-shop 6

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (07)” (POR JANIS)

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SECRETARIA PORTADA2La historia secreta de tía Faely.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloEl móvil de Cristo empezó a vibrar justo cuando Rosetta di Santos estaba a punto de quitarse el tenue blusón que cubría sus gloriosos pechos, bajo la sugerencia del fotógrafo.

― ¡Joder! ¡Pa una vez que me dejan pasar! – dijo, echando un último vistazo a la espléndida modelo argentina, de ascendencia italiana, antes de salir al pasillo. — ¿Si?

― Cristo, soy yo, tía Faely – la voz sonó ronca y un tanto ansiosa.

― ¿Qué paza, tita? Te noto mu rara…

― ¡Lo va a hacer! ¡El cabrón no quiere esperar más! – el auricular reverberó con la intensidad de su chillido.

― Calma, tita… Respira… cálmate… cuenta hasta diez…

Tras unos segundos, la mujer volvió a hablar, considerablemente más calmada.

― Tenemos que vernos, Cristo. El chantajista no me da más tiempo.

― ¿Me lo vas a contar todo?

― Si, Cristo. No más secretos. Quiero conocer tu opinión antes de hablar con Zara.

― Vale. Luego, nos vemos en casa.

― ¡No! ¡Ahora! Podríamos tomar un café y hablar…

Cristo miró el reloj de su muñeca. Apenas era mediodía.

― Tita, ¿Qué tal zi me esperas ante la parada de metro del Lincoln Senter? Iremos a comer algo al Sentral Park…

― Perfecto. voy a hablar con el jefe de estudios y voy para allá.

― Hasta ahora – dijo Cristo, cortando.

La cosa tenía que estar muy chunga cuando tía Faely iba a fumarse unas clases. Le comunicó a Alma que iba a salir antes para comer y caminó hasta la cercana boca de metro. Tuvo suerte y quince minutos más tarde, se encontraba con su tía, sentada en uno de los bancos de la gran plaza. Sin más palabras, Cristo se cogió del brazo de su tía y pasearon la 66th abajo, hacia el gran parque.

― Has llegado rápido – dijo ella.

― Le he dao un billete de veinte pavos al conductor del metro.

Tía Faely sonrió, a pesar del abatimiento que mostraban sus ojos. Lo atrajo contra ella, enterrando el rostro de Cristo entre sus firmes senos, tan solo cubiertos por el sujetador y un fino jersey oscuro.

― Siempre consigues hacerme reír.

― Venga… vamos a pazear. Hase un día de cojones…

Era cierto. El día era perfecto para pasear. Finales de abril, con un sol primaveral que calentaba sus rostros. Tomaron uno de los senderos que les traería, tras un buen rodeo, de regreso al mismo punto. La caminata estimularía el apetito.

― Empieza desde el principio, tita.

Faely suspiró y posó una de sus manos sobre la que mantenía su sobrino en el hueco de su brazo.

― Todo empezó un par de años tras mi divorcio. Salí muy tocada de todo aquello…

_____________________________________________

Faely quiso mucho a Jeremy, su esposo; con una intensidad que la subyugó fatalmente; si bien, Jeremy supo aprovecharse sobradamente de la educación chovinista que Faely tuvo en el clan. Cuando ya no pudo más y se divorciaron, siguió dependiendo de sus martirizadores sentimientos de culpabilidad. Se echaba toda la culpa del fracaso de su matrimonio, cuando, en realidad, se debía al libertinaje de Jeremy.

A través de una amiga, consiguió un puesto temporal en la escuela Juilliard como profesora de arte flamenco. Allí conoció a Phillipe, que, enseguida, se convirtió en un compañero comprensivo y de confianza. Escuchaba atentamente sus cuitas depresivas y aportaba soluciones ingeniosas, fáciles de seguir. Por otra parte, gracias a él, consiguió un puesto fijo en la afamada escuela, alternando sus clases, con otra faceta que casi nadie conocía, la moda. Faely destacó rápidamente por sus creaciones y adaptaciones para el vestuario de la escuela.

El hecho fue que la bella gitana, a sus treinta años, estabilizó su futuro laboral. Entre su sueldo y la pensión que le pasaba Jeremy, tenía de sobra para vivir y criar a Zara. Las largas charlas con Phillipe le ayudaron, psicológicamente hablando, haciéndole comprender que una mujer no tiene que estar supeditada a un hombre o a un clan…

Phillipe tenía cuatro o cinco años más que ella. Provenía de ascendencia francesa, pero sus padres llevaban afincados en Chile toda la vida. Estudió en Nueva York, en la NYU, y tras unos años, consiguió la residencia. Trabajó en Broadway un tiempo, pero prefería la enseñanza. Era todo un galán, apuesto y simpático, que disponía de toda la experiencia del mundo. También era el mayor hipócrita que conociera jamás.

Faely se vio arrastrada a su mundo, lentamente, hasta que solo veía por sus ojos. Cuando él lo deseaba, dejaba a Zara al cuidado de una señora, y desaparecían durante días. Fondeó en muchos ambientes extraños y bohemios, y experimentó cosas que le avergonzarían años más tarde; cosas que, en aquel momento, a su lado, le parecían exóticas y excitantes.

Pero, un día, entre clases, Phillipe le confesó, apesadumbrado, que su esposa pronto llegaría a Estados Unidos.

― ¿Esposa? – exclamó Faely, atónita. — ¿Estás casado?

― Si, un matrimonio de conveniencia.

― ¿Por qué no me lo has contado antes? – el tono de Faely era seco y algo histérico. Retorcía sus manos, sin querer.

― No era importante. Apenas se merece tal consideración… Tan solo es un matrimonio por poderes.

― ¿Qué?

― Fue un arreglo entre familias, acordado hace años. Un rico hacendado necesitaba apellidos ilustres y mi familia, por su parte, requería una inversión. Me casé con Julia cuando ésta tenía tan solo trece años. Yo había terminado mis estudios en Nueva York y buscaba trabajo. Ni siquiera tuvimos noche de bodas. Ella siguió viviendo con sus padres y yo regresé de nuevo aquí, pero, esta vez, con dinero en el bolsillo.

― ¿Tan ilustre es tu apellido?

― La familia Marneau-Deville procede de la misma estirpe de Luis XVI y poseemos el título de marqueses de Avignon – le explicó, muy orgulloso de su genealogía. – Esta situación es algo normal entre aristocracia y nuevos burgueses. Cada una de las partes consigue lo que desea.

― ¿Ves a tu esposa?

― Una vez al año, cuando regreso a Chile, por vacaciones. Desde hace un par de años, ambas familias nos presionan para tener un vástago, para gloria y continuación del apellido familiar.

― ¿Y ahora por qué viene tu esposa? – barbotó Faely, sintiendo que las lágrimas le quemaban.

― Su padre no está dispuesto a esperar más. Está enfermo y quiere asegurarse de ver a su descendencia antes de morir. Tanto mi padre como mi suegro, han decidido que ya es hora, y envían a Julia a vivir conmigo un tiempo. No quiero decirles que me hice una vasectomía al cumplir los treinta. No tendré nunca hijos.

― ¿Entonces?

― Tendré que pensar en algo – dijo él, abriendo las manos y sonriendo, con esa irónica pose tan suya.

Faely sentía bullir su interior, en una mezcla de decepción, rencor e ira. Se sentía traicionada, dolida, y le recriminó su silencio, pero, en el fondo, sabía perfectamente que todo era inútil; una mera pataleta. Cuando Phillipe se acercó a ella, dos días después, durante el almuerzo, y le dijo al oído que tenía algo en mente, la alegría la desbordó.

― Pasado mañana, iremos al JFK a recoger a mi esposa. Llega en un vuelo desde Argentina – le dijo como si tal cosa, mientras aliñaba su ensalada.

― ¿Por qué tengo que ir yo?

― Porque eres mi novia, mi chica. Tendré que presentaros, ¿no? – se asombró él de la pregunta.

No supo qué contestarle y Phillipe se negó a hablar más sobre el tema. Faely no conocía ni siquiera la edad que tenía Julia. Esperó, a su lado, casi mordiéndose las uñas, mirando el rostro de cada mujer que surgía a través de las puertas acristaladas de la terminal, y preguntándose qué es lo que pretendía Phillipe al traerla. Finalmente, apareció, arrastrando dos maletas. No tenía más de veinticinco años, muy morena, con unos rasgos latinos muy hermosos, y unos grandes ojos del color de la miel, preciosos. Se detuvo ante él, con la frente baja y solo musitó: “Aquí estoy, mi Señor”.

“¡La madre que la parió!”, pensó Faely al escuchar aquella frase.

Phillipe le dio un suave beso en la frente e hizo las presentaciones entre las mujeres. Recalcó que Faely era su novia americana y la latina miró el rostro de la gitana, durante unos segundos. Después, volvió a agachar la mirada, como si aceptara la situación. Faely se sentía muy violenta y sorprendida por tal sumisión. Ella misma estaba acostumbrada a obedecer a los hombres, por su educación, pero eso no quitaba que, antes de doblegarse, pudiera montar un pollo tremendo. De hecho, recordaba muy bien a la máma amenazando al pápa Diego, entre gritos y sartenazos, cuando se emborrachaba.

Pero aquella chica aceptó cuanto le dijo su esposo, casi con placidez. Había que comprender que Faely aún no conocía nada sobre el juego de dominación y sumisión. Ella, a su manera, era una mujer domada por las tradiciones, y no podía entender como una mujer podía entregarse, de aquella forma tan humillante.

Llevaron a Julia al apartamento de su marido. Phillipe vivía en Harlem, en un apartamento de la 118th Oeste. Faely había estado en alguna ocasión, aunque la tónica general era tener sus encuentros en casa de ella, cuando Zara se dormía. Era un apartamento mediano, de dos dormitorios, un vasto estudio, y un living con cocina. Phillipe indicó a Julia cual era su habitación y dejó que la mujer deshiciera sus maletas y se instalara.

Una vez a solas, Faely abordó a su amante.

― ¿Siempre es así de obediente?

― Por supuesto. Ese era su cometido cuando la casaron conmigo: servirme a mí y a su familia.

― Pero… ¡es como una esclava!

― Exactamente. Es una esclava, de ahí que no te tengas que preocupar por cuales son mis sentimientos hacia ella – sonrió él, con picardía.

Phillipe pretendía abrir una botella de champán para celebrar la llegada de su esposa, pero Faely se inventó una excusa, y regresó a su casa. Se sentía violenta. Aquella sumisión, de la que hacía gala Julia, la tenía trastornada. Además, aquella latina era realmente hermosa…

Al día siguiente, durante el almuerzo, en una pequeña cafetería frente al Lincoln Center, Phillipe le propuso cenar el fin de semana en su apartamento.

― ¿Los tres? – inquirió ella, mordaz.

― Por supuesto. Hay que estrechar lazos.

― ¿A qué juegas, Phillipe?

― ¿A ser un buen esposo? – respondió él, con otra pregunta.

― Me siento violenta en su presencia.

― De eso trata esa cena, de limar asperezas y conocernos todos mejor.

Ni que decir que Faely no tardó demasiado en ser convencida para asistir. No sabía negarle nada a Phillipe.

A sugerencia de su amante, Faely se arregló espectacularmente aquel sábado. El ensortijado y oscuro cabello recogido en un grácil y alto moño, del que descendían algunas guedejas rizadas, en estudiada rebeldía. Ojos perfilados de marfil, sobre un rabioso fondo violeta, lo que hacía destacar sus oscuras pupilas, y labios teñidos de un húmedo tono rosado, que empalidecía en contraste con su tez morena. Faely estaba realmente preciosa, “matadora”, con los dos grandes aretes que colgaban de sus agujereados lóbulos y que enmarcaban su afilado y bello rostro. Un vestido de Nicole Miller, con una vaporosa caída que parecía mecer la suave tela sobre su cuerpo, hasta la rodilla, en color nácar, y unas sandalias de alto tacón, plateadas, completaban su figura. Phillipe la aduló totalmente cuando pasó a recogerla, llamándola “madame aristocrática”.

Era evidente que Faely pretendía competir con Julia, y trataba de anularla desde el primer momento. Sin embargo, se llevó una brutal sorpresa al llegar al apartamento de Phillipe, pues la latina salió a recibirles, vistiendo un brevísimo uniforme de doncella francesa. Dejaba todas sus piernas al aire, cubiertas de unas blancas medias de rejilla, con ligas al muslo. Mangas sisas dejaban sus brazos al descubierto, con las manos enfundadas en blancos guantes de gamuza. Un minúsculo delantal blanco servía más como cinturón, para amoldar el uniforme a su curvilíneo cuerpo. A través del gran escote, se podía vislumbrar una buena parte de su oscuro sujetador de encaje, bajo un gran collar de perlas que parecían auténticas. Finalmente, una pequeña cofia blanca remataba su cabeza, con su larga cabellera castaña suelta y bien peinada.

― Ese es el traje que le corresponde mientras viva conmigo – le aclaró Phillipe, ante la muda pregunta de sus ojos.

Salieron a la pequeña balconada, donde Julia les sirvió unos cócteles. Charlaron y contemplaron la oscuridad que cubría el Central Park, unas manzanas río abajo. Julia regresó y les anunció que la cena estaba servida.

― ¿No dijiste que iba a cenar con nosotros? – le preguntó a Phillipe, en un susurro.

― Y lo hará, no te preocupes. Pero, primero, nos servirá.

La redonda mesa del living, apta para cuatro personas, había sido preparada con un impoluto mantel de lino crudo y servicios para tres personas. Armada de una sopera de cerámica, Julia vertió hábilmente varios cucharones de sopa en los platos.

― Se trata de una sopa marinera chilena, llamada ajiaco – la informó Phillipe. – Ésta, particularmente, lleva almejas machas y congrio, así como pan tostado y almendras.

Faely aspiró el aroma y sonrió.

― Huele rico. En mi tierra natal también se preparan sopas de pescado y marisco. Hace mucho que no pruebo una…

― Pues adelante – invitó él con un gesto. – A comer todos.

Tras servir los platos, Julia se sentó en una silla y tomó lentas cucharadas del caliente líquido, con una elegancia silenciosa y encantadora. Phillipe hizo un par de chanzas sobre el próximo proyecto dela Juilliard, a lo que contestó Faely, pero Julia no abrió la boca, solo sonrió.

Acabaron con la rica sopa y la latina se puso en pie, retirando los platos vacíos. Trajo dos platos bien decorados, con carne mechada al curry y guarnición de diminutas patatas asadas. Retrocedió hacia el fregadero, donde tomó un cuenco de plástico azul. Cuando se acercó a la mesa, Phillipe le dijo:

― Al lado de Faely, ella te alimentará.

Julia asintió en silencio y, ante los ojos asombrados de la gitana, depositó el cuenco en el suelo, a un lado de la silla de Faely. Acto seguido, la latina se arrodilló en el suelo, apoyando sus nalgas sobre los talones, la vista baja.

― ¿Qué…? – miró a su amante, desconocedora del significado de esa pose.

― Ese cuenco es para las sobras. Lo que no te guste o sobre en tu plato, dáselo a ella. Lo devorará como una buena perrita.

Las manos de Faely temblaron. La degradación de Julia llegaba mucho más lejos de lo que ella se creía. No solo era una esclava, sino que era, básicamente, una perra humana; un animal entrenado para el vicio de su amo.

― ¡Phillipe! ¡No puedo dejar que…!

― ¿Si, querida? – lo dijo con una sonrisa, pero su tono fue tan neutro y frío, que cortó, de cuajo, la protesta de Faely.

― No puedes dejar que… se postre así… ante mí… — susurró, finalmente.

― Si puedo. Lo mejor que puedes hacer es disfrutarlo, querida. Ahora, comamos, que se enfría.

Él empezó a trinchar sus lajas de carne, recubierta de aromática salsa. Mientras lo hacía, exhibía una sonrisa. Faely le imitó, en un intento de abstraer su mente de cuanto ocurría.

― No te sientas obligada a darle más de lo que pretendas, Faely. Julia no comerá otra cosa más de lo que nos sobre. Hay que cenar ligero para dormir bien – le dijo, con sorna.

La gaditana cortó la mitad de uno de sus filetes y lo hizo cuatro partes. Los tomó con los dedos y los dejó en el cuenco azul. Por sorpresa, la mano de Julia la tomó de la muñeca, suavemente, y lamió sus dedos manchados de salsa, limpiándoselos. Faely se estremeció al sentir el contacto de aquella lengua sobre su piel; la calidez de su boca la impresionó.

Observó, de reojo, como Julia inclinaba la cabeza hasta tomar un trozo de carne con su boca, sin utilizar las manos, y lo engullía rápidamente, con una habilidad casi felina. ¿Cuánto tiempo llevaba comiendo así?, se preguntó Faely. Demostraba demasiada costumbre…

Por su parte, Phillipe disfrutaba de las reacciones de su amante. Faely estaba aprendiendo que existían estratos muchos más profundos de implicación. Ella, que se creía dominada por los deseos de él, comprendía, al fin, que solo era la punta del iceberg. Phillipe no tenía prisa alguna por descender un peldaño más, pero había querido mostrárselo.

― Estás experimentando verdaderamente lo que vivían a diario los ricos hacendados del sur. De Georgia o de Carolina – comentó suavemente Phillipe.

― Pero… es inhumano, Phillipe…

― Solo si no es voluntario, querida.

― ¿Voluntario? ¿Quieres decir que…?

― Julia – llamó su atención — ¿qué eres?

― Su esclava, Señor – respondió ella, con un peculiar acento sudamericano.

― ¿Cómo?

― Por designio propio, Señor. Me ofrecí como esclava suya al cumplir la mayoría de edad.

― ¿Por qué?

― Por amor, mi Señor.

― Buena chica – le lanzó, rodando, una patata, que ella atrapó con agilidad. – Es la muestra de amor definitivo. Shakespeare se equivocó en Romeo y Julieta. Morir por amor no es lo más significativo, sino entregarse sin condiciones, sin esperanzas.

Faely no respondió, impresionada por cuanto estaba viendo y aprendiendo. Se limitó a cortar otro filete y dejar caer, de nuevo, la mitad en el cuenco de Julia. Sentir aquella lengua, otra vez sobre sus dedos, estremeció su cuerpo. El simple hecho de entregarle comida, enardecía su espíritu. ¿Qué le pasaba? ¿Se estaba excitando por ello?

― El postre, Julia – le pidió él, tras acabar los platos.

Julia se puso en pie, retiró los platos y sacó unos que guardaba en el frigorífico. Tarta de nueces con helado de grosellas. Delicioso, pensó Faely.

― Creo que nuestra invitada te ha alimentado bien, ¿no es cierto, Julia?

― Si, mi Señor – respondió ella, desde el fregadero.

― ¿Siendo así, no se merece una muestra de agradecimiento?

― Por supuesto, Señor.

― Entonces demuéstralo…

Julia se puso a cuatro patas en el suelo y gateó felinamente hasta meterse bajo la mesa. Faely, paralizada por la sorpresa, notó como los dedos de la latina se introducían bajo su vestido y, con mucha suavidad, le bajaban la estrecha braguita. Miró a Phillipe e intentó protestar, pero el hombre levantó un dedo, mandándola callar.

― Déjala hacer, querida.

Se removió, al notar el pulgar de la chica acariciando su coñito, arriba y abajo, suavemente. No supo en que momento se humedeció, pero tuvo enseguida el coño chorreando. Era la primera vez que una mujer la tocaba íntimamente y le daba vergüenza admitir que le estaba encantando. Sus manos se aferraron a los bordes de la mesa, buscando una sujeción que le impidiera moverse de la silla, disimulando así su placer.

Estaba soportando la mirada de su amante, quien, con una expresión divertida, seguía comiéndose su postre. Faely bajó los ojos, no solo para esconderse de la exhaustiva mirada de Phillipe, sino para obviar lo que ella misma estaba sintiendo. Las manos de Julia mantenían sus muslos abiertos y el vestido remangado. La cara interna y suave de los muslos temblaba, acoplándose al ritmo de la lengua de la latina sobre su clítoris. Las caderas rotaban de una forma casi imperceptible, aún apoyadas sobre el asiento. Un quedo suspiro surgió de los labios entreabiertos, mientras que las aletas de su nariz dilataban, siguiendo un mandato instintivo.

Aquella lengua de terciopelo la estaba anulando, degradándola completamente, como nunca sintió jamás. Aquel acto obsceno e innatural, que le arrancaba el alma a gemidos, la emputecía de una forma absoluta. Nadie la había obsequiado con una caricia con tal pericia y suavidad. Podía sentir como su orgasmo se iba amasando, entre sus riñones, engordando para convertirse en una explosión de sentidos.

Llevó su mano derecha bajo la mesa, posándola sobre la delicada cabellera de Julia, obligándola a lamer más fuerte, más profundo, más y más…

Un largo quejido brotó de sus labios, arrancando una sonrisa de su amante, quien acabó tragando la última cucharada de su postre.

― Eso es… déjate llevar, Faely… gruñe con el placer que te traspasa – susurró el hombre.

Al borde del orgasmo, la gaditana tomó una bocanada de aire y apretó los dientes, la pelvis temblando como un flan. Sus glúteos se tensaron, las rodillas se aflojaron, su mano empujó aún más el rostro de Julia contra su sexo. El orgasmo la alcanzó, con todo el empuje de un choque eléctrico que subió por su columna. Dejó escapar el aire que retenía en sus pulmones mientras sus caderas se convulsionaban. Con la boca entre los apretados muslos de Faely, Julia se quejó de la presión que la retenía, pero nadie le hizo caso.

Phillipe contempló, divertido, a su amante. Faely lucía una expresión digna de que un ilustre pintor la hubiese plasmado para la posteridad. Los ojos cerrados, las mejillas arreboladas, los labios entreabiertos, las manos apretando fuertemente los bordes de la mesa… Faely se corría como jamás lo había hecho.

― Acábate el postre, querida – la voz de su amante le hizo abrir los ojos, tras lo que pareció una eternidad.

Phillipe la miraba, luciendo una suave sonrisa. Julia había abandonado su lugar bajo la mesa y estaba atareada en el fregadero, de espaldas a ellos. Faely trataba de recuperar su aliento y su compostura. Sus dedos aún se aferraban a la mesa y tenía las piernas abiertas y flojas, bajo la cubierta de madera.

Parpadeó y tomó la cucharilla. En silencio, atacó el trozo de tarta que quedaba en su plato. No se sentía con ánimos de comentar nada con Phillipe. De todas formas, él parecía saber lo que ella había sentido, ¿de qué servían las palabras, en un momento como ese?

____________________________________________________

― A partir de ese momento, mi vida cambió radicalmente – susurró Faely, sentada con su sobrino en uno de los bancos de madera. — Si antes me había visto supeditada a los caprichos de Phillipe, entonces fue cuando dependí totalmente de él. Con cualquier excusa y a la mínima ocasión, me empujaba a los brazos de Julia, como una forma de recompensa que, en sí, no era más que una excusa para envilecerme aún más. Muchas veces, Phillipe disponía de su esclava delante de mí, sin esconderse. La tomaba en cualquier instante, como un niño usa uno de sus juguetes durante unos minutos para, luego, abandonarlo en un rincón de la casa. Eso era Julia para él, un mero objeto de decoración, un trozo de carne cálida que podía degustar a placer.

― ¿Y zoportabas todo ezo? – preguntó Cristo, algo sorprendido.

― Estaba obsesionada por todo lo que me hacía sentir. En aquel tiempo, no me daba cuenta, pero yo era otra víctima. Phillipe compartió a Julia conmigo, organizando el consabido trío, solo en contadas ocasiones. No parecía ser de su absoluto gusto, por lo que pude observar, pero no demostraba ningún escrúpulo por cedérmela, cuando quería. Créetelo, sobrino, yo quería… Por Dios, que lo deseaba…

― ¿A qué te refieres, tita?

― Cuando me quedaba a solas con Julia, me portaba de una manera algo irracional, un tanto iracunda; lo que me llevaba a ser agresiva y cruel con ella. No disponía de ella, como dueña, sino que trataba de vengarme, por celos o despecho, ¿Quién sabe? Algo en ella me enervaba, me soliviantaba, volviéndome ladina y mezquina en mi trato.

― ¡Tita! – exclamó Cristo, recriminándola.

― Al paso de los meses, descubrí la verdadera causa de mi comportamiento: sentía envidia de ella.

― ¿Envidia?

― Intenté muchas veces comprender la causa de experimentar tal sentimiento, pero no llegué a conclusión alguna. No encontré una explicación lógica y pausible para ello; tan solo sentía envidia de cuanto sabía y conocía Julia. Me sentía celosa, en cierta manera, de la intimidad que disponían esclava y amo; un grado que yo no había alcanzado, en absoluto. A cada día que pasaba, más y más preguntas se agolpaban en mi mente, referentes a toda esa extraña disciplina. Quería conocer y experimentar, al igual que Julia lo hacía; quería sentir la firme autoridad de alguien que se ocupara de cada una de las decisiones a tomar; deseaba abandonarme totalmente a su voluntad.

― ¿Acazo eres…? – musitó Cristo, comprendiendo finalmente.

― Aún no estaba segura de nada, solo era una súbita obsesión que nació en mí – suspiró la mujer, enderezando la espalda y echando un vistazo a su alrededor. – El hecho es que no tardé en confesarme con Phillipe, quien, por supuesto, no tuvo ningún reparo en cerrar totalmente la argolla de la esclavitud, en torno a mi cuello.

― Era algo cantado, para cualquier espectador. Phillipe paresía llevar ya tiempo anulándote, pero, ya ze zabe, el cornudo es el último en enterarze.

― Muchas gracias por tu comprensión, sobrino – dijo ácidamente Faely. – Para mí, la cosa no fue nunca tan evidente, ni pude distinguir los distintos matices de mi entrega. El hecho fue que me entregué totalmente a mi amante, como otra de sus esclavas. Hasta entonces, nunca me imaginé lo cruel y déspota que era Phillipe en realidad. Fue una larga caída a un pozo sin fondo, en donde fui perdiendo, una tras otro, mis ideales, mis anhelos y sueños. Lo primero que perdí fueron mis derechos sobre Julia, quien, de la noche a la mañana, se transformó de una sumisa callada, en una dominadora posesiva. Phillipe me obligaba a permanecer en su apartamento, toda la semana, y tan solo me permitía visitar a mi hija, una vez por semana. Zara estaba a cargo de una institutriz que se había instalado en nuestra casa.

― Joder…

― Soporté las crueles revanchas que Julia me imponía, desde azotes a humillaciones; aceptaba cualquier capricho de Phillipe, quien no dudaba en venderme a sus depravadas amistades, redondeando así sus ingresos. Julia me acabó confesando que ella había pasado también por lo mismo, y que debía sentirme orgullosa de ser usada para generar beneficios para mi Señor.

Las lágrimas brotaron de los oscuros ojos de la gaditana, emocionada por los recuerdos. Se las secó de un manotazo, como si le molestase mostrar esa debilidad.

― Sufría y me desesperaba, llevada al límite por mi señor, pero, al mismo tiempo, estaba totalmente dominada por las enloquecedoras recompensas que Julia se encargaba de administrarme. Cuando cumplía bien, como esclava, la puta sabía llevarme hasta los más excelsos placeres, en los que, a veces, participaba Phillipe. Me sentía tan envilecida, tan emputecida, por cuanto experimentaba, que la vergüenza y el remordimiento, cuando me calmaba, me hundían aún más en el fango. Era como una droga que me tuviera atrapada. Cuanto más anhelaba la situación, más daño moral me hacía.

― No imaginé nunca que hubieras pazado por algo azí, tita.

― Fue entonces, cuando conocí a Candy Newport – confesó Faely, mirando a los ojos de Cristo.

__________________________________

Se trataba de una fiesta un tanto especial; una de esas fiestas anuales a las que Phillipe, incomprensiblemente, era invitado. Faely aún no sabía por qué un humilde profesor de una escuela de Artes Escénicas era tomado en cuenta por personalidades tan influyentes. Parecía conocerles a todos, desde millonarios empresarios, hasta actores ya decrépitos. Sin embargo, su amo no soltaba prenda, y Julia tampoco.

El caso es que, un buen día, Phillipe apareció con un aplanado paquete, que le entregó. Se trataba de un vistosísimo traje de noche, negro y rojo, con sus variados complementos. Debía vestirlo ese mismo fin de semana y acompañarle a un evento muy especial; solo él y ella.

La fiesta se ubicó en un inmenso ático de uno de los altos edificios de Water Street, en el Distrito Financiero. Un taxi les dejó en la puerta y un uniformado conserje les franqueó el paso. Al cruzar un enorme vestíbulo, donde varios tipos de espectaculares dimensiones aguardaban, envueltos en una total apatía, un joven, con aspecto de becario pijo, les invitó a subir a un ascensor. La neumática cabina les subió hasta el último piso, dejándoles en un lujoso corredor, donde esperaba un peculiar mayordomo de apenas un metro de estatura. El engominado enano vestía una impecable librea de sirviente de diseño retro, rematada con encajes y puños blancos y tiesos. Tras una leve reverencia, chasqueó los dedos y una doncella, también de uniforme, se ocupó de los abrigos de la pareja. Solo entonces, el diminuto mayordomo se dignó a pedirles sus invitaciones.

― Síganme, señores – les dijo, con una suave voz neutra.

Les llevó al final del corredor y abrió unas grandes puertas, que dejaron escapar murmullos, risas, y una cálida música de saxo. Faely contempló, por primera vez, una de las secretas reuniones de los más poderosos de la ciudad. Sin embargo, Phillipe parecía estar en su salsa. De hecho, lo demostró saludando a ciertos individuos, a medida que se internaban en el amplio espacio del ático. Había camareros deambulando con bandejas llenas de copas, vestidos con la misma librea que la que portaba el mayordomo enano. Los allí reunidos, hombres de madura edad en su mayoría, vestían impolutos trajes de carísimas hechuras, y fumaban gruesos cigarros, sin importarles lo más mínimo la ley antitabaco. Las pocas mujeres que Faely pudo ver pertenecían a dos grupos bien diferenciados: el primero era el de maduras esposas engalanadas, o quizás estiradas brujas corporativas; el segundo, mucho más evidente dadas su juventud y belleza, el grupo de las amantes.

Sin duda, la alta e imponente mujer que se acercaba a ellos, pertenecía a este último grupo. Faely la reconoció enseguida. Era la actual reina de la pasarela, Candy Newport. Llegaba aferrada al brazo de un hombre grueso, de mejillas sonrosadas y barba cana bien recortada, algo más bajo que ella, pero el doble de ancho, al menos. El contraste era inmenso. Ella, con sus apenas veinticinco años, él, con los sesenta bien cumplidos. Ella, toda una diosa de piel clara e inmaculada, de espléndida cabellera castaña, casi rubia; él, de manos regordetas, con la piel del dorso manchada por una extraña dolencia, y portando un inefable peluquín que se bamboleaba en ciertas ocasiones. ¡Extraña pareja! Solo había un modo de catalogar su relación, sobre todo, al contemplar las sinuosas curvas de aquel cuerpo creado para la tentación.

― Mi querido Phillipe – exclamó el grueso anciano, al llegar ante ellos –, no esperaba verle en esta velada.

― Hay que atender los diversos compromisos, señor Hosbett.

― Cierto, cierto. ¿Y su bella acompañante?

― Faely Jiménez, profesora de Flamenco en Juilliard – hizo las presentaciones. – Manny Hosbett, propietario del Daily News, y Candy Newport…

― … Miss USA y una de las más famosas modelos internacionales – acabó la frase Faely, alargando la mano hacia la pareja.

― Vaya, me adulas, querida – se rió la modelo, mostrando sus perfectos dientes. – Así que profesora de Flamenco, ¿no?

― Bueno, hago un poco de todo en la academia, desde dar clases a montar escenarios y vestuarios. El Flamenco es optativo para los estudiantes, aunque no puedo negar que levanta cierta pasión desde que Naomi estuvo saliendo con Joaquín Cortés…

La modelo soltó una sonora carcajada y se llevó una mano a la boca.

― Se podría decir que se fusionaron lo mejor de cada mundo, ¿no? – repuso Candy.

― Si. Hasta que sus caracteres chocaron. Demasiados parecidos.

― ¿También eres gitana?

― Así es. Del sur de España.

― Bonita tierra – intercaló el magnate de la prensa, en ese momento.

― Si, desde luego.

― Está bien. Nos veremos más tarde – se disculpó Hosbett. – Querida, tenemos que saludar a Christian…

― Viejo puerco – murmuró Phillipe, contemplando como la dispar pareja se alejaba.

Faely no quiso preguntar nada. Conocía aquel tono empleado por su amo, y no presagiaba nada bueno. Tomaron champán, saludaron a otros personajes, más o menos ilustres, y, durante un buen rato, Phillipe estuvo reclamado por un hombre de mediana edad y manos finísimas, en una susurrante conversación que duró muuucho tiempo. Finalmente, medio tocada por las burbujas del champán, Faely fue conducida hasta un lujoso despacho, donde su amo, tras cerrar la puerta, la obligó a arrodillarse en la madera del suelo.

― Amo… ¿qué hago…? – intentó averiguar ella.

― Ssshhh… ¡A callar, esclava! – le dijo él, metiéndole el pulgar en la boca, para que lo chupase.

Phillipe le metía diferentes dedos de la mano, obligándola a succionarlos, a repasarlos con la lengua, mientras él no dejaba de mirar hacia la puerta. Cuando ésta se abrió, Phillipe suspiró y sacó sus dedos de la boca de ella. Hosbett y la modelo aparecieron. El obeso magnate se acercó hasta la arrodillada Faely, mientras que Candy Newport se dejaba caer en un mullido sofá de cuero, cercano al ventanal, desde el cual se podían ver las luces del puente de Brooklyn.

― ¿Así que esta es tu perrita? – preguntó Hosbett, risueño.

― Si, así es. Una perra bien educada, como puedes ver – respondió Phillipe.

― ¿Y crees que con ella pagas tu deuda?

― Vale eso y más, Hosbett.

¿Deuda? ¿Qué pretendía hacer con ella su amo? ¿Cederla?, se alarmó Faely, al escucharles.

― A mí me gusta – intervino suavemente la modelo en la conversación.

― ¿De veras, querida?

― Si. A pesar de su sumisión, tiene una mirada desafiante. Además, es una mujer muy hermosa…

― Solo me rodeo de lo mejor – sonrió Phillipe.

― Ya lo sabemos – repuso Hosbett, cortante. — ¿La quieres, Candy?

― Me encantaría, Manny – respondió Candy, apurando su copa y poniéndose en pie.

― Pues sea entonces – dijo el magnate, alargando la mano hacia Phillipe, quien la estrechó, luciendo una amplia sonrisa.

Candy se acercó a la arrodillada Faely y enredó un dedo en su oscura cabellera.

― ¿Cuántos años tienes, perrita?

― Treinta, señora – respondió la gitana en un murmullo.

― Una edad perfecta. ¿Sabes de qué estamos hablando?

― ¿De cederme a usted?

― ¿Ceder? No, nada de eso. Más bien vender, y a un precio muy alto – rezongó Hosbett. – Pero será mejor que tu antiguo amo sea quien te lo explique…

Faely alzó los ojos para clavarlos en la figura de Phillipe, quien no perdió la sonrisa. Se acuclilló ante la gaditana, mirándola a los ojos.

― Te aseguro que no ha sido por gusto, Faely, pero las circunstancias mandan. Tengo una abultada deuda de juego con el señor Hosbett y le propuse canjearla por ti, una hermosa y educada esclava. Debes sentirte orgullosa de haberle costado trescientos cincuenta mil dólares…

Faely no estaba contenta, a juzgar por las lágrimas que rodaban por su rostro. De pie a su lado, Candy las recogió con un dedo.

― Pero… Amo… no puedes venderme… tengo una vida, una hija…

― No tienes nada, salvo aquello que tu amo te permita, y he dejado de ser tu amo… así que ahora dependes de ella – le dijo Phillipe, señalando a la modelo con un movimiento de su barbilla.

― No te preocupes, perrita. Ya buscaremos una salida a eso – musitó Candy. – No soy ningún monstruo.

― Adiós, Faely, que te vaya bien – le dijo Phillipe, dándole un último beso en la mejilla y poniéndose en pie, a continuación.

― Te firmaré un documento de liquidación – le dijo Hosbett, arrastrándolo hasta el escritorio.

Al quedarse solas, Candy se acuclilló ante Faely, limpiándole el rostro de lágrimas. La gitana, a su vez, contempló el bello rostro de su nueva ama y, a pesar de las dudas, el miedo, y la decepción que sentía, supo que había ascendido un peldaño en la escalinata de la perversión.

― No te preocupes, linda mascota, te permitiré seguir con tu trabajo y con tu vida. Podrás ver a tu hija casi todos los días, pero dormirás conmigo, a los pies de mi cama – le dijo la modelo, con un dulce tono.

__________________________________

― No volví a ver a Phillipe, en todos estos años. Supuse que volvió a Chile, con Julia – dijo Faely, con un suspiro, mirando de reojo el rostro pasmado de su sobrino.

― Joer, tita, igualito que una de ezas telenovelas sudacas. ¡Tú como ezclava! ¡Increíble!

― Al principio, caí en una depresión. Lloraba a todas horas, apenas comía, y mi trabajo se resintió. Mi ama me hizo pedir una excedencia de tres meses y me reeducó con firmeza. Supo sacarme de ese estado miserable, y es algo que debo agradecer.

― Ahora comprendo porque te has negado a admitir que no la conocías. ¿Durante cuanto tiempo fue tu dueña?

― ¿Quién ha dicho que no sea aún su esclava?

Cristo se quedó con la boca abierta, clavando la vista en el rostro de su tía, quien sonreía levemente, mirando a una pareja que pasaba, abrazada.

― Tita… ¿eres todavía su esclava?

― Si… Llevo diez años sirviéndola… amándola…

― ¡La Virgen de los kamikazes! ¡Qué follón! ­– exclamó, pensando, sobre todo, en lo que Zara le había confesado sobre el flirteo de la jefa.

― Aprendí cuales eran sus mínimos caprichos y deseos, qué la relajaba al acabar una larga sesión de modelaje, o cómo actuar cuando quedaba embelesada de un nuevo galán. Me convertí en su mejor confidente, en su paño de lágrimas cuando la decepcionaban. En su más acérrima cómplice cuando debía involucrarse en una venganza, y quien la hacía dormirse lánguidamente cada noche, vigilando su sueño desde la gruesa alfombra, al lado de su cama.

― Entonces… ¿qué haces en el loft?

― Llevo apenas unos meses viviendo con Zara, en el loft, desde que fue aceptada por la agencia de mi ama. Fue entonces cuando me envió a vivir con mi hija, sin más explicaciones. Me llama en ocasiones, para que acuda a su casa, pero cada vez con menos frecuencia. Es como si se hubiera hartado de mí, Cristo.

“Poziblemente zea ezo. La jefa ha conosio a la niñita, que está pa mojar pan en ella, y ze ha hartao de la madre. Normal. ¡Con lo buena que está mi tita, coño!”, pensó el gitanito.

― Es por ezo que me aseptaste, ¿no?

― Si, Cristo. De otra manera, no hubiera podido ofrecerte un sitio para quedarte. Zara ha estado unos años en un internado, antes de vivir conmigo.

― ¿Y el zumbao eze? ¿Cuándo le volviste a ver?

― ¿A Phillipe? Hará un par de meses. Me estaba esperando a la salida de la academia. Me llevé un susto enorme.

― ¿Te hase tilín todavía?

― No, ni de coña, pero presentí que traía problemas, y así ha sido…

― Hay que conzeguir informasión zobre él, como zea. ¿Qué es lo que quiere exactamente, tita?

― Quiere recuperarme.

― ¡Eze tío es un jeta! – exclamó Cristo, utilizando un término despectivo de su tierra. — ¡Primero te vende y ahora quiere recuperarte, una vez que ha zolucionado zus problemas económicos, zupongo.

― Parece que si. Viste muy bien, lleva un reloj carísimo, y no parece que necesite trabajar. Me dijo que me llevaría con él.

― ¿A dónde? ¿A Chile?

― Creo que si.

― ¡Joder! ¡Nesezitamos algo zustansioso zobre él! ¡Algo con lo que presionar!

― ¿Pero qué? ¡Yo no sé nada sobre sus manejos!

― Ah, pero hay alguien que zi los conose. El tío eze del periódico…

― ¿Manny Hosbett?

― ¡El mismo! Él zi zabe cozas y puede que muy zucias…

― Puede ser, pero cómo le sonsacamos. No creo que nos vaya a conceder una cita, así por las buenas.

― Aaah… — Cristo se puso en pie, cogiendo la mano de su tía para ayudarla. – Hay alguien que puede ayudarnos… mi jefa, tu dueña, la zeñorita Candy Newport. Ella zi puede ponerze en contacto con el zeñor Hosbett y tirarle de la lengua, ¿no? Creo que en diez años has debido coger confianza con ella, ¿no tita?

― Pues si – respondió ella, echando a andar tras su sobrino. Ni siquiera había pensado en pedir protección y ayuda a su ama, confundida por la presión y el chantaje. – Es lo primero que debería haber hecho. ¡Que tonta! Mi ama no permitirá que ese capullo…

― ¡No te embales, tita! Puede que haya problemas. Tu ama te ha puesto al margen de zu vida, ¿recuerdas? ¿Y si ya no le importas lo zufisiente? ¿Y zi está penzando en venderte, a zu vez?

Faely se mordió el labio, dubitativa. Ella misma se posaba las mismas cuestiones, debido al cambio de actitud de su dueña.

― ¡Tengo que intentarlo! Así, al menos, sabré a qué atenerme – le dijo, mientras Cristo la cogía de la mano, para arrastrarla sendero abajo. — ¿Dónde vamos?

― ¡A comer, coño, que estoy desmayaoo!

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (08)” (POR JANIS)

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verano inolvidable2Un asunto entre mujeres.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloZara sorbió sus propias lágrimas y aferró una mano de su madre, ambas sentadas frente a frente, en sendos butacones. La piel materna estaba fría, como si su alma se hubiera quedado helada al revelar cuanto escondía en su interior. Cristo, sentado en uno de los taburetes de la cocina, intentaba apartar la mirada de ellas, pero le resultaba casi imposible.

Había sido un duro golpe, algo totalmente inesperado, que cambiaba radicalmente sus esquemas. Tanto su madre como su primo la esperaban en casa, al regreso de su jornada, y, con un tono quejumbroso, Faely la sentó y la obligó a escuchar.

Saltó pronto de la intriga a la incredulidad y, finalmente, a la más pura decepción. No suele ser particularmente agradable enterarse de que tu madre lleva siendo, durante más de diez años, una esclava sumisa y obediente. ¡Esclava de su propia jefa! La doble vida de su progenitora le había saltado al cuello, por sorpresa, como una alimaña cobarde y hambrienta…

― ¡Joder, mamá! ¡Yo escondiendo mis asuntillos lésbicos, cuando tú llevas años sometida a los caprichos de una mujer! – masculló, soltando la mano de su madre.

― Lo siento, Zara, yo…

― ¡Dejarse de recriminasiones, coño! ¡Lo hecho, hecho está! – gruñó Cristo, harto de escuchar los plañidos de ambas. — ¿Te has enterado de lo que está zucediendo, Zara?

― Si. Su antiguo amo la chantajea.

― Si – suspiró Faely.

― ¿Qué podemos hacer? – preguntó Zara, enterrando prejuicios.

― Tendrás que hacerlo tú.

― ¿Yo?

― ¿Ella? – se asombró su madre. — ¿Qué tiene que ver ella, Cristo?

― Cuéntazelo, Zara. Cuéntale a tu madre lo que pretende tu jefa, que es, a zu vez, zu dueña.

Faely miró a su hija, tomándose el turno de aferrar sus manos. Zara suspiró y alzó sus ojos al alto techo del loft.

― Candy Newport me pretende – musitó.

― ¿QUÉ?

― Se insinúa constantemente. Me llama a su despacho y me soba en cuanto puede. Me ha contado cosas sobre ti que me han hecho pensar que os conocíais íntimamente. Por lo visto, era cierto.

― ¡Hija!

― Mamá, he estado a punto de aceptar y encamarme con ella…

― La familia esclavizada junta es una familia feliz – ironizó Cristo. – Tu madre no está zegura de zi zu ama Candy ha perdido el interés en ella. La ha zacado de zu caza y cazi de zu vida, para hacerla vivir contigo. Creo que quiere cambiarla por ti, Zara.

En ese momento, Faely vio la intención de su dueña con toda claridad. Ella ya era una perra vieja, con cuarenta años, y aunque estaba muy bien aún, físicamente, su hija adolescente era una maravilla, comparada con ella. Alejarla de ella era solo un paso de los que su ama pensaba recorrer.

― Pienso hablar con mi ama, para pedirle ayuda en este particular, pero no estoy segura que me preste la atención adecuada. Si desea librarse de mí, esta podría ser una ocasión perfecta. ¡No quiero que nos separen!

― ¡Yo tampoco, mamá! – repuso Zara, besando sus dedos. – Pero, ¿puede hacerlo?

― No lo sé. En el caso de Candy, ser involucrada en una historia así sería un suicidio social, ya que ella está directamente implicada, pero, por otra parte, Phillipe si puede levantar un escándalo que destrozaría mi trabajo y mi vida – Faely se puso en pie, nerviosa.

― Presizamente, confío en ezo. Candy se verá empujada a ayudar, por zu propio bien, pero no puedes zer tú quien ze lo pida, tita. Debemos haser ver que hay más gente en el ajo, que el zecreto ze está revelando. Azí que tú, Zara, eres quien debe pedir la ayuda. Tienes que haserle creer que conoses la historia entre Phillipe y tu madre. Ezo la hará escucharte. Zimularás que no zabes nada de cuanto atañe a tu madre con ella, pero que estás a un pazo de enterarte de todo – el privilegiado cerebro de Cristo ya estructuraba un plan. – Nesezitamos más ganchos…

― ¿Ganchos?

― Si. Carnada para la estafa – se rió el gitano. – Cuanta más gente crea que zabe que compró la voluntad y libertad de un zer humano, más acojonada ze zentirá. Yo puedo zer un gancho más, pero convendría alguien que no fuera de la familia…

― ¿Con quien podemos contar? – preguntó Faely, con un tono desesperado.

― No hase falta que zea alguien real, un buen cuento chino zervirá… Zara puede desirle que estaba con zu chica, en el momento de enterarze. Con ezo, tendremos un testigo más, y le mostrará que Phillipe ya no es de fiar. ¡Perfecto! Eso la empujará a actuar, o, al menos, ponerse en contacto con quien pueda ayudarla.

― ¿Funcionará? – le preguntó Faely.

― Hay pozibilidades. Debería haser algo, antes de que Zara acabe zabiendo que ella esclavizó a la madre de quien pretende. Zi hay que poner zobre avizo a Hosbett, que lo haga ella, no nozotros.

― ¿Y mientras ellos mueven ficha, qué hago yo? – pregunta Faely.

― Tendrás que distraer a Phillipe. Zimular que te rindes, que te entregas a él.

― Oh, mamá… – dijo Zara, abrazando a su madre.

Cristo se bajó del taburete y avanzó hasta abrazar a las dos mujeres, dándoles ánimos. Sabía que sería un duro trago para ambas, pero los Jiménez eran duros y fuertes. ¡Pertenecían al clan Armonte!

____________________________________

Priscila, “la Dama de Hierro”, llamó suavemente con los nudillos a la puerta del despacho de su jefa, para, inmediatamente, girar el picaporte. Candy Newport levantó la vista de los clichés de la presentación de Prada para la pasarela de Nueva York, y contempló a su gerente, enarcando una ceja.

― ¿Si?

― Me dijiste que te avisara de cualquier cosa que sucediera con Zara Buller…

― ¿Qué ocurre?

― Está llorando como una escocida. El fotógrafo ha tenido que suspender la sesión.

― ¡Maldición! ¿Dónde? – preguntó Candy, poniéndose en pie.

― En la sala pequeña.

Efectivamente, la joven estaba sentada en uno de los rojos sillones que se habían dispuesto para el decorado, el rostro parcialmente oculto en una de sus manos. Mantenía las largas piernas dobladas, con las rodillas unidas, para tapar su entrepierna, ya que la ultra corta minifalda que llevaba no disponía de tela para hacerlo. Candy comprobó, aún antes de llegar ante la chica, que sus hombros se agitaban, al compás de sus sollozos.

Por el rabillo del ojo, Zara vio que su jefa se acercaba y, disimuladamente, retorció con fuerza su pezón derecho. Una nueva llantina se adueñó de ella, soltando lágrimas y mocos, casi por igual. Le había costado empezar a llorar, pero, al final, con ambos pezones tiesos y ardiendo por los pellizcos, el grifo se había abierto.

― ¡Zara! – exclamó Candy, acuclillándose a su lado. — ¿Qué te pasa, chiquilla?

Zara no contestó, pero se abrazó a su cuello, aumentando considerablemente sus sollozos.

― No ha querido decirnos nada – explicó una de las maquilladoras, la cual había abandonado la idea de retocar el rostro de Zara.

― Se puso a llorar, sin motivo alguno – apuntilló Carlos Grier, el fotógrafo, mientras guardaba los diferentes objetivos de su cámara.

― Pero… ¿por qué? – reclamó de nuevo la jefa.

― Mi… madre… — musitó Zara, llena de congoja.

― Está bien, ya seguiremos mañana – alzó las manos Candy, haciendo que la gente volviera al trabajo. – Vamos a mi despacho. Te tomarás una tila y me explicaras qué ocurre…

Candy esperó con paciencia, las nalgas apoyadas en el filo de su escritorio. Contemplaba, con los brazos cruzados, como Zara soplaba y daba sorbitos a la taza de humeante tila que Priscila le había traído, un minuto antes. La jefa pidió que las dejaran a solas y que no las molestaran durante un rato. Aquellas dos palabras que la chiquilla soltó, no le habían gustado nada. “Mi madre”.

― ¿Le ha pasado algo a tu madre, Zara?

La joven se encogió de hombros, como si no estuviera segura. Candy miró aquellos inmensos ojos negros, ahora enrojecidos por el llanto, y se sintió arder. ¡Era tan hermosa!

― Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?

Zara asintió, levantando la cabeza y mirándola. Su barbilla tembló, a punto de recaer de nuevo en el llanto. “Me merezco el Oscar”, pensó. Dejó la taza sobre la mesita auxiliar y retorció los dedos de sus manos unos segundos.

― Le están haciendo chantaje – musitó.

― ¿CÓMO? – la jefa se bajó del escritorio con un saltito.

― Un antiguo compañero de trabajo… al parecer, tuvieron una historia escabrosa, hace unos años, y ahora la chantajea.

― ¿Cómo se llama?

― Phillipe no sé qué…

“¡Maldición!”, pensó Candy, mordiéndose una uña. “Ese capullo ha vuelto a aparecer.”

― ¿Estás segura de lo que dices?

― Por supuesto, señorita Newport. Mi amiga Josephine estaba delante cuando llegó un correo electrónico. Me había dejado olvidado mi portátil en la academia, así que tomé prestado el de mi madre… Investigando, las dos leímos los distintos correos que tiene archivados – explicó Zara.

― ¿Puedo saber más del asunto? – preguntó la ex modelo, tratando de conocer el alcance del conocimiento de la joven.

― Por lo poco que relatan los correos, mamá tuvo que tener algo más que una aventura con ese Phillipe, pues le asegura que tiene bastante material fotográfico en su poder. En el correo más antiguo que encontramos, había dos fotografías adjuntas… — Zara se calló, avergonzada.

― ¿Si?

― Bueno… mamá sale desnuda y… atada…

― ¿Sado?

Zara asintió, escondiendo el rostro en sus manos.

“¡Joder! ¡Puta mala suerte!”, maldijo mentalmente la dueña de la agencia.

― ¿Qué es lo que quiere ese tipo? ¿Dinero? No creo que tu madre disponga de una buena cantidad…

― No. Dinero no. Quiere que vuelva con él.

― Vaya. ¿Un amante despechado? – sonrió débilmente Candy, pensando que eso podía venirle muy bien a ella. Por unos segundos, se imaginó que Phillipe recuperaba de nuevo a Faely, que incluso se la llevaba del país… Su preciosa hija estaría desconsolada, a merced de sus tentadoras ofertas…

― Puede ser, pero según mi primo Cristo, necesito más información para tener una buena perspectiva.

― ¿Tu primo Cristo? ¿El informático? ¿Él también conoce este asunto?

― Si, vive en casa, con nosotras – Zara la miró, como si se extrañara que no lo supiera.

“Hala, más gente aún…”

― Pero mamá se niega a contarme nada. Así que he buscado a la antigua compañera de piso de mi madre. Fueron muy amigas en su momento. Puede que ella sepa algo de aquella historia. No la he encontrado en su antiguo domicilio, ni en Internet, pero he conseguido una dirección de trabajo…

― ¿Y? – Candy se estaba poniendo nerviosa.

― Al parecer, está de vacaciones en Sudamérica; una especie de ruta selvática o algo así. Le he dejado varios correos en su buzón y estoy a la espera, pero me temo que me he quedado sin tiempo – Zara ahogó un sollozo, que motivó a su jefa a ponerle la mano en el hombro.

― ¿Por qué dices eso?

― Ese hombre le ha dado un ultimátum de cuarenta y ocho horas. O vuelve con él, o publica todas las fotografías en la gaceta interna de Juilliard.

― ¡Bastardo! – escupió la hermosa dueña de la agencia.

La fantasía de que Phillipe se llevara a su esclava, se diluyó de su mente. ¿Cuánto sabía esa antigua compañera de Faely? ¿Le habría hablado de ella? Y lo más importante, ¿por qué no había conocido nada de ella hasta ese momento? Todo podía ser posible. La española se pasó varios meses deprimida, cuando Phillipe la vendió; estaba vulnerable y ella tuvo que acudir a Madrid y después a Milán. No tuvo tiempo de hacerse cargo de la educación de Faely hasta cerrar la temporada…

“¡Dios! Si Zara llega a enterarse de que soy la actual dueña de su madre… No creo que le haga mucha gracia. Seguro que me puedo ir despidiendo de seducir a esa bella mulatita.”, recapacitó en silencio.

Por una vez en su vida, Candy estaba realmente interesada, sentimentalmente hablando, en alguien. Había comprobado que no era un capricho vano y pasajero, como tantos otros había tenido en su vida. Ni tampoco, uno de los arranques posesivos y egoístas que había dejado atrás, junto con su vida de top model.

Deseaba a aquella chiquilla con todas las consecuencias. La había visto crecer desde lejos, había enviado regalos por sus cumpleaños, se había preocupado incluso por su salud, con el mismo interés que su propia madre, mientras retozaban juntas. De hecho, cuando empezó a comprender que la amaba, aún sin haber hablado jamás con ella, envió a Faely a vivir juntas a uno de los lofts de su propiedad. Quería que Zara estuviera bien cuidada y arropada, fuera de aquel internado, para así, tener la oportunidad de ofrecerle un puesto en la agencia. Todos los movimientos de Zara fueron estudiados y dirigidos susceptiblemente, hasta tenerla a su lado, cada vez más cautivada.

Y, ahora, ¡todo estaba a punto de irse a la mierda! ¡Maldito Phillipe y su egocentrismo! Ya le dijo a Manny que podía traerles problemas… ¡Manny! ¡Eso era! ¡Tenía que hablar con el viejo ya! A pesar de estar retirado, él sabría como parar los pies al principito chileno. No iba a permitir que le arrebatara una esclava tan fiel como Faely, sin pujar por ella. ¡De eso nada!

Zara, de reojo, pudo ver el cambio de expresión en el rostro de su jefa. Al parecer, había tomado una decisión, pues sus mandíbulas se apretaron y sus cejas adoptaron una dura línea. No sabía qué había decidido, pero, sin duda, se había tragado toda la historia, lo cual era ya un triunfo.

__________________________________

Faely se encontró con la limusina de su ama cuando cruzaba la soleada plaza del Lincoln Center. Enarcó una de sus finas cejas, demostrando su inquietud. No esperaba que el encuentro fuera tan rápido, justo a su salida de clase.

La gran ventanilla trasera se deslizó hacia abajo, dejando asomar una fina mano de uñas bien cuidadas y pintadas. El dedo índice le hizo una seña, indicándole que subiera al vehículo. Con un suspiro, Faely obedeció.

Se sentó al lado de su ama, con los ojos bajos, clavados en las casi desnudas piernas de Candy Newport, quien llevaba la falda de su traje sastre subida hasta la cintura, como era su costumbre.

― Mi señora… — musitó con respeto.

― Hola, Faely, ¿cómo te encuentras?

― Bien, gracias, mi señora. Espero que usted esté divinamente…

― Pues mira por donde, va a ser que no – dijo, con un tono irritado. — ¿Qué es todo ese asunto de Phillipe? ¿Cuándo ha regresado a Nueva York?

― ¿Phillipe, Señora? No sé de que… — Faely intentó adoptar una expresión de sorpresa.

― ¡Vamos, perra! Lo sé todo. No creerías que una cosa así no iba a llegar a mis oídos. ¿Cómo sucedió?

― Apareció en Juilliard, hace menos de un mes, con el pretexto de saludar a viejos compañeros – confesó con un suspiro. – Me citó para un café y me informó de cuanto pensaba hacer.

― ¿Solo a ti? ¿No piensa hablar conmigo?

― No lo creo. El chantaje es personal. Fotografías mías siendo domada, junto a su esposa – confesó con un susurro.

― ¿Qué pensabas hacer?

― No lo sé, mi señora. No quería crearle ningún conflicto – dijo Faely, inclinándose sobre la mano de su dueña y besándola.

― No puedes hacer nada por ti sola, a no ser que le metas una bala en la cabeza, lo cual no es demasiado inteligente. Yo solucionaré este asunto, pues soy tu dueña. Debo velar por ti, por tu seguridad.

― Gracias, mi señora, gracias – Faely besó cada dedo, cada falange, con pasión desmedida.

― Pero…

― ¿Pero? – la gitana alzó los ojos, unos segundos, para toparse con la sonrisa cínica de la bella mujer.

― Esto es el resultado de un asunto que proviene de tu vida anterior, algo que no me compete como ama tuya, salvo en lo que requiere tu seguridad. No sé en que términos dejaste a tu antiguo dueño, ni que brebaje le diste para que pierda así la chaveta. Te sacaré las castañas del fuego, pero, a cambio, deseo algo…

― ¿Qué puede desear mi dueña de mí, cuando no poseo nada que no sea suyo? – se humilló Faely.

― Buena respuesta, perrita mía, pero si posees algo que deseo… más que nada… aún más que tu misma…

― Pídalo y será suyo, mi señora.

― Sea, Faely. A cambio de mi ayuda, me entregaras a tu hija Zara.

― ¿A mi hija? – balbuceó.

― Pero no como esclava, no. La deseo como mi compañera, como mi… esposa – la palabra se atragantó un segundo en su garganta. Era la primera vez que la dejaba escapar en voz alta, pero reconoció que sonaba perfecta.

― ¿Su esposa? – esta vez la sorpresa de Faely no era fingida.

― Si. Así que lo que te estoy pidiendo es su mano – sonrió Candy.

― Pero… señora, por mí no hay ningún problema… pero ¿no es algo que tendría que hablar con Zara? ¿Qué pasará cuando sepa que soy…?

― ¿Una perra? Si, tienes razón y aún estoy dando vueltas a esa parte, pero espero que entre tú y yo encontremos una solución. Puede que la hagamos comprender esta situación, ¿Quién sabe?

― Haré todo lo que pueda, mi señora – dijo Faely, arrodillándose en el suelo del coche.

― Bien, y, ahora, “suegra” – ordenó Candy, tomándola del pelo y atrayendo el rostro de la gitana hasta su entrepierna –, cómeme el coño un ratito, que me he puesto cachonda con tanto pensar en tu hija…

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El viernes, a punto de acabar el plazo, Faely caminó por el pasillo de la quinta planta del Jumeirah Essex House, un lujoso hotel a pie del Central Park, cercano a Columbus Circle. Por lo visto, Phillipe no parecía tener problemas de dinero. Una simple habitación podía muy bien costar cerca de los doscientos dólares, y no digamos una suite, como la que disponía el hijo de puta de turno. ¿Se habría hecho con la fortuna de su suegro?

Se detuvo ante la puerta marcada con el número 215 y tomó aire un par de veces, antes de llamar suavemente. La turbia sonrisa de Phillipe apareció ante sus ojos, al abrirse la puerta. La contempló largamente, de arriba abajo, sin decir una palabra, y luego, dando un paso atrás, la dejó entrar. Tomó buena cuenta de la larga túnica étnica, en tonos ocres y rojizos, que la mujer vestía, bajo el liviano abrigo de punto, que modelaba absolutamente su figura.

A sus ojos, Faely había madurado en estos años, como un excelente vino. Se la veía más asentada, más segura de sí misma, y hasta más sensual. Se frotó las manos y sonrió como un lobo.

― Bueno, estoy esperando, querida. ¿Qué has decidido?

Faely no levantó la mirada. Deslizó el abrigo por sus hombros, hasta dejarlo caer al suelo y extendió algo los brazos, como si presentara sus muñecas para que le pusiera los grilletes.

― Seré tuya – musitó.

Phillipe sintió como su pene respondía ante aquellas simples palabras, endureciéndose bajo su bragueta. Había soñado con ellas muchas veces, en estos diez años. Abandonó a Faely con todo el dolor de su corazón. De hecho, fue la razón que dejará Nueva York y regresara a Chile. No podía soportar cruzarse con ella, en el trabajo o en la calle. La había perdido por su abyecto vicio al juego y no se lo perdonaría nunca.

― Bien. Me alegro mucho de esa decisión – le sonrió él, avanzando hasta tomarla por los hombros. Le levantó la cara con un dedo bajo la barbilla, sumergiéndose de nuevo en aquellos ojos oscuros y sumisos.

― ¿Tendré que mudarme aquí, mi señor?

― No, querida. Nos marcharemos del país. Te llevaré a Chile, con Julia. Serás parte de mi familia…

― Entonces, necesitaré unos días para poner en orden mis cosas y asegurar el futuro de mi hija.

― Por supuesto, Faely. Debes dejarlo todo organizado.

Phillipe se inclinó y apresó aquella boca golosa y plena con sus labios. Tanto tiempo deseada, tanto tiempo negada. Saboreó los jugosos y gruesos labios, rememorando su regusto, notando como la particular sensación de su posesión recorría sus venas. ¡De nuevo le pertenecían!

― Pediré que nos suban la cena – susurró él, apartándose y tomando el teléfono. — ¡Desnúdate!

Faely subió las manos hasta el corchete que cerraba su túnica de Zimbabwe tras la nuca y, con un ligero batir de hombros, la dejó deslizar a lo largo de su cuerpo, hasta yacer a sus pies. Phillipe devoró, con los ojos, aquel cuerpo turgente y exquisitamente proporcionado, mientras sus labios pedían la cena al servicio de habitaciones.

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Candy Newport contempló el pasillo, antes de llamar al timbre. Le agradó constatar en las buenas condiciones que mantenían su edificio. Hacía años que no había vuelto por él, pero disponía de un magnífico administrador que cuidaba hasta el más mínimo detalle de sus valores inmobiliarios. Pulsó el timbre con su dedo índice, haciendo surgir un melodioso carillón. La puerta se abrió, dejando ver la pequeña figura de Cristo, quien la obsequió con una simpática sonrisa, antes de hacerla pasar.

― ¡Zara! ¡La jefa acaba de llegar, mi alma! – exclamó en español, lo que sonó muy musical a Candy. Siempre le había gustado ese país.

Miró como había decorado el loft su perrita y le pareció muy adecuado y hasta elegante.

― ¿Desea una copita, jefa? – le preguntó Cristo.

― Me vendría bien, gracias – respondió ella, devolviendo la sonrisa.

Cristo trajo tres catavinos españoles, largos y estrechos, así como una botella negra. Disponiendo las copas sobre la gran mesa central, las llenó de un líquido dorado.

― ¡Auténtico Sherry, no la mierda que venden de importación! Este procede de Jerez de la Frontera… — concluyó, entregándole una copa a Candy.

― Gracias… ¿Cristo?

― Así es, jefa, Cristo para servirla…

― ¿Es diminutivo de…?

― De Cristóbal, señorita Newport, como Cristóbal Colón, ya sabe – respondió Zara, saliendo de detrás del biombo de su habitación.

Tanto la ex modelo como Cristo quedaron con la boca abierta, admirando a la recién aparecida. Zara había construido una elaborada torre con sus trenzas, que culminaba su cabecita, dejando brotar las puntas recubiertas de cristal como si fuese una fuente de colorines. Su largo y esbelto cuello se mostraba desnudo y sensual, hasta que topaba con el broche nacarado del vestido de satén que portaba. En un tono champán, el vestido cruzaba dos bandas sobre su pecho, encerrando sus desnudos senos, pero dejando toda la espalda al descubierto. Se acampanaba un tanto bajo sus caderas, debido a la caída de la tela, pegándose al cuerpo como un guante. Acababa cuatro dedos por encima de sus rodillas, que aparecían recubiertas por unas finas medias oscuras. Finalmente, unas sandalias argentadas, de fino y alto tacón, completaban el conjunto, de forma divina.

― ¡Prima! ¡Jodiá! Vas a haser que el camarero tropiese un montón de veses esta noche – exclamó Cristo, tras un silbido.

― Estás arrebatadora, Zara – sonrió su jefa.

― Gracias, señorita Newport – respondió Zara, con el rostro arrebolado.

― Por favor, llámame Candy – le dijo su jefa, alargándole una de las copas.

Los tres brindaron con el fresco vino gaditano. Zara, a su vez, contempló la figura de Candy Newport, regodeándose en sus curvas. La mujer lucía su melena suelta, como le gustaba, bien cepillada, y quizás algo más rubia que castaña, en esta ocasión. Bajo una liviana torerita de gamuza cobriza, con filigranas de cuero y pedrería, vestía un corpiño bastante escotado, negro y brillante, que, seguramente, dejaba al aire sus hombros y brazos. Un fino pantalón oscuro, ceñido a sus caderas y ancho en las perneras, estilizaba aún más su figura. Bajo la amplia campana del pantalón, repiqueteaban unas negras sandalias, sin demasiado tacón.

Tanto la una como la otra, se miraron a los ojos, repasando el maquillaje ajeno y la belleza que resaltaba. Interiormente, ambas hembras se sintieron seguras de sus propósitos; seguras y dispuestas.

― ¿Vamos, Zara? Tenemos reserva en JoJo, en el Upper East Side – indicó Candy, apurando su copa.

― ¿En JoJo? – preguntó Zara, impresionada pues era uno de esos restaurantes coquetos y románticos de Manhattan.

― Si. ¿Te gusta la comida francesa?

― Bueno, si… menos los caracoles…

― A mí tampoco me van – bromeó su jefa, tomándola del brazo y andando hacia la puerta.

― Pasadlo bien, chicas – las despidió Cristo, con algo de sorna.

Una amplia y cómoda berlina Mercedes esperaba en la calle, con el chofer de pie, ante la puerta trasera abierta. No se trataba de la habitual limusina que llevaba a la jefa al trabajo, a diario, sino de un coche nuevo y potente, pleno de comodidades y mucho menos llamativo. Candy le hizo un gesto para que entrara ella primero y se deslizó detrás de ella. El tacto y el olor del mullido asiento de cuero excitaron un tanto a la joven mulata. Hacer manitas sobre un asiento así tenía que ser una gozada.

El vehículo arrancó suavemente. En el interior, no se escuchaba el sonido del motor, solo un tenue hilo musical con ritmos caribeños. Candy comentó algo sobre el Upper East Side, pero Zara apenas la escuchó, más atenta a los apretujados senos de su jefa.

JoJo era cuanto Zara se había imaginado. La puerta de entrada era pequeña y había que descender tres escalones para empujarla. Sobre la fachada de ladrillos, la palabra “JoJo” estaba pintada en rojo, con dos focos iluminándola. Se trataba de una vieja vivienda adosada. En el piso bajo, la cafetería, el mostrador, y la cocina, así como algunas mesas. Arriba, varios reservados y un par de habitaciones grandes para banquetes. Una simpática chica, vestida de camarero francés de principios del siglo XX, las acompañó al piso superior, donde las instaló en una mesa, junto a una ventana desde la cual tenían una magnífica vista a la bahía. Un estrecho biombo de bambú las aislaba de las demás mesas.

Candy tomó la carta, forrada en cuero negro, y leyó en voz alta.

― ¿Compartimos una ensalada de endivias, queso fresco y colas de langostinos? – preguntó.

― Por mí, encantada – respondió Zara, quien no se decidía por nada en especial.

― ¿Qué te apetece de segundo? ¿Carne o pescado?

― Prefiero carne.

― ¿De verdad? – Candy la miró con insinuación.

Zara enrojeció y sonrió. El tono de su piel disimulaba muy bien el rubor que cubría sus mejillas.

― Soy carnívora, en ese aspecto – susurró. – ¿Cómo te has dado cuenta?

― Me fijo en los detalles, querida.

La camarera interrumpió la conversación. Zara pidió un filete de buey, en su punto, con guarnición de champiñones, y su jefa optó por un espléndido Emperador con crema de ajetes. Candy escogió un buen pinot blanco, que, por su suavidad, iba perfecto tanto con la carne como con el pescado.

― Como decía, suelo fijarme en las miradas de mis chicas. Se diferenciar perfectamente una mirada de envidia o de reconocimiento, de una de deseo. Las tuyas son de las últimas. Te regodeas en los traseros de tus compañeras y, de vez en cuando, te relames – le confesó Candy, entre risitas.

― ¿De veras? – se asombró Zara.

― No sabes disimular, eres demasiado joven – sonrió la jefa, alzando su copa de vino en un brindis mudo.

― No tengo mucha experiencia. Un par de compañeras de internado y una amiga íntima, aparte de un par de citas que no condujeron a nada – enumeró Zara, sin que el enrojecimiento de sus mejillas se atenuara.

― ¿Y con chicos?

― Un par de experiencias estas Navidades, solo para comparar. La verdad es que tuve que embriagarme para estar a la altura. Los hombres no me atraen físicamente para nada.

― Tienen su punto, en el momento adecuado, pero me pasa lo mismo que a ti. Puedo vivir sin ellos. Pero te advierto que, en esta profesión, no podrás dejarlos completamente atrás – la advirtió su jefa.

― Lo sé.

― Cuando no es un poderoso promotor, es un sponsor, y cuando no, un guapo modelo que debes controlar para tu beneficio – sonrió Candy, rememorando sus propios asuntos.

La camarera trajo la ensalada de endivias y ambas le dieron las gracias. Candy probó el fondo caliente que cubría las endivias y añadió una pizca de sal y un poco más de aceite de oliva, así como unas gotas de vinagre balsámico. Zara convino que la ensalada estaba deliciosa.

― El asunto de tu madre se está solucionando en este mismo instante. Espero una respuesta definitiva mañana.

― Gracias, pero cómo…

Candy levantó un dedo, acallándola.

― No preguntes.

― ¿Cómo puedo agradecerte todo lo que…?

― Seguro que encontraras alguna manera, ¿verdad?

Un estremecimiento recorrió la espalda de la joven modelo, justo entre sus desnudos omoplatos. Había entendido perfectamente a su jefa. El hecho es que estaba deseándolo, así que no iba a ser ninguna mala experiencia; de eso seguro.

― Así que no tienes ninguna relación estable, ¿no, Zara?

― No, nada serio. Tampoco es que disponga de tiempo. Acudo a la agencia a diario y también a una academia, en Chelsea.

― ¿La Hawerd? – preguntó Candy, llevándose una larga endivia a la boca, usando los dedos y rezumando sensualidad.

― Si. ¿la conoces?

― Conozco a su director, Herman.

― Si, el señor Galds.

― ¿Sigue siendo un hueso duro?

― Le llaman el Coronel – se rió Zara, haciendo que su jefa la imitara.

La conversación, a medida que pasaban los minutos y la botella de vino se vaciaba, se hizo más interesante y más íntima. Zara se sentía muy a gusto cenando y confiándose a su jefa. Nunca pensó que la ex modelo fuera una persona tan sencilla y comprensiva. Había sido advertida por su madre, quien, a pesar de no tener quejas de su ama, la previno de que era una mujer acostumbrada a obtener lo que deseaba. Zara sabía perfectamente que ella era el objetivo de la mujer; no era nada tonta.

Sin embargo, la seducción fue tan sutil, tan poco definida, tan serpenteante, que acabó mirando a su jefa con ojos de franca adoración, al final de la cena.

La joven le acabó contando los proyectos que anhelaba, sus más íntimas fantasías, sus sueños más alocados, y, por que no, sus vicios más inconfesables. Candy sonreía e inclinaba graciosamente la cabeza a la izquierda, escuchándola. Uno de sus dedos jugaba con el borde de su copa, vacía al igual que la botella. De vez en cuando, el dedo saltaba del frío vidrio a la cálida piel caoba de la mano de Zara, sobre la que se deslizaba lentamente, estremeciendo a la mulata.

En la mente de Zara, cada vez entendía más y más a su madre. Ahora comprendía cómo había caído bajo el influjo de su voluntad, por qué la amaba tan incondicionalmente, sujeta por aquella mente tenaz y sutil. Era muy fácil entregarse a aquellas palabras, a su tono seductor, que encauzaba a clavarse de rodillas al menor capricho.

Se preguntó si estaba engañando a su madre. ¿No estaba poniéndole los cuernos con su dueña? No sabía exactamente cuales eran los derechos de una esclava, pero no creía que una dueña tuviera que ser fiel a su esclava. Al final, reconoció que no le importaba en absoluto lo que pensara su madre. ¡Era una puta esclava, simplemente! Lo había sido durante más de diez años y, por ello, estaba ella allí, por la escasa voluntad de su madre.

Zara solo deseaba que aquella mano que le acariciaba los dedos y el dorso de la mano, se metiera, de una vez, entre sus piernas y que la hiciera chillar.

― ¿Nos vamos?

Zara parpadeó, arrancada de su campo de sueños. Candy firmaba la factura, tras pagar con su tarjeta.

― ¿Dónde? – preguntó la mulatita.

― Había pensado tomar una copa en el Village, en Fingers…

― Soy menor de edad. No me dejarán entrar – balbuceó Zara.

― Seguro que sí te dejan. No tienes aspecto de colegiala, querida – se rió. – A mí nunca me pidieron un carné. Al igual que tú, representaba más edad y, además, solo se fijaban en mis tetas.

Las dos se rieron con ganas y salieron del local, atrayendo las miradas de más de un comensal. Nada más subir al lujoso coche, la aleteante mano de Candy no dejó de acariciar la mejilla y el cuello de su invitada. Entre broma y confidencia, la mano acabó posándose sobre una de las maravillosas rodillas de la joven, como si fuese la cosa más normal del mundo. Los delicados y largos dedos acariciaron levemente la pantorrilla, el principio del interior del muslo, y la curva tras la rodilla. Lo hacía con delicadeza y suavidad, de forma lenta y sensual, que erizaba el vello de los brazos de Zara. No intentó llegar más lejos; Candy se limitó a hablar de naderías y mirarla a los ojos, mientras sus dedos recorrían, como algo natural, la pierna de la joven.

Fingers era un local solo para chicas, situado en la parte más gay del Village. Ocupaba el interior de cuatro casas adosadas, interconectadas entre ellas, pero con sus fachadas pintadas con los típicos colores de la bandera gay. Aunque desde el exterior parecieran viviendas, el interior estaba totalmente acondicionado e insonorizado. Disponía de una zona central, con pista de baile y un pequeño escenario, un mostrador de cócteles, y diversos reservados con mullidos sillones, que ocupaban rincones estratégicos y poco iluminados.

Candy parecía ser bien conocida allí. La jefa de sala la saludó con confianza, así como una de las camareras. Diversas mujeres, jóvenes y de mediana edad, la abrazaron y besaron sus mejillas. Por lo que Zara pudo notar, la clientela era de rancio abolengo; chicas de la alta sociedad de Manhattan que se refugiaban entre aquellas paredes multicolores para disponer de sus primeras experiencias lésbicas con impunidad. Nada de prensa, nada de filtraciones. Allí solo entraban caras conocidas y garantizadas. Sin duda, si Zara volviera por su cuenta, no llegaría a entrar.

El hecho es que la acogieron muy bien, en el seno de la familia lésbica, como se denominaron varias de ellas. Zara charló, besuqueó mejillas, abrazó talles, y hasta bailó con varias muñequitas de aquellas. Tras todo esto, su jefa la enlazó de la cintura y apretó sus senos contra los de ella, al ritmo de una balada de Adele.

Se sentía especial, acunada por unos expertos brazos que le hicieron olvidar, por un momento, el verdadero motivo de su misión. Flotaba entre emociones y sensaciones, la mayoría conocidas, pero seguramente intensificadas por el vino y los dos cócteles que ya llevaba trasegados.

Sintiéndose atrevida, aprovechó el ritmo algo más latino de una canción para deslizar sus dos manos hasta las nalgas de su jefa, sin abandonar los suaves pasos de baile. Apretó aquellos duros glúteos, con ansias. Candy gimió y pegó aún más su cuerpo al de la joven. La miró a los ojos y vio aquella media sonrisa en los labios de la mulatita, lo que la llevó a mordisquearlos, hasta fusionarse ambas bocas con pasión. Dos húmedas lenguas se deslizaron, ansiosas de intercambiar salivas perfumadas de alcohol. Zara, con los ojos cerrados, solo podía pensar en que la lengua de Candy Newport se introducía en su boca, lamiendo sus encías y su paladar. Sintió ganas de salir a la calle a gritar la noticia, como una colegiala enamorada.

Sin más palabras, Candy la tomó de la mano y la condujo hasta uno de aquellos rincones íntimos, en el que se sentaron en dos sillones, frente a frente. Candy se inclinó hacia delante, colocando de nuevo su mano entre las rodillas de Zara, quien apoyó su espalda sobre el respaldo del sillón. Respirando fuertemente, abrió sus piernas, invitando así a que la mano de su jefa profundizase. Candy sonrió y acarició el suave tejido de la media hasta alcanzar cálida piel al descubierto. Apretó suavemente el aductor del muslo, arrancando un gemidito a Zara, que la impulsó a llegar más arriba, hasta tocar la suave braguita.

― Estás chorreando, Zara – susurró, mirándola a los ojos.

― Si… — respondió muy bajito la joven, con los ojos brillando en la penumbra.

Los expertos dedos avanzaron, deslizándose bajo la costura del lateral de la prenda, acariciando la suave ingle depilada y separando uno de los labios mayores. El cuerpo de la jovencita onduló, entregándose a la caricia. El fluido inundó su vagina, empapando aún más la braguita al desbordar. Candy se mordió suavemente el labio, al contactar con la extrema suavidad de aquella flor de carne. Se moría por verla de cerca. Quería comprobar si sería tan rosita su interior, en contraste con la piel canela. Se preguntaba cómo olería, al estar excitada; cual sería el sabor íntimo de aquel icor destilado en sus entrañas.

― Aaaaaaaaaahhh…

Más que un gemido fue un largo suspiro de abandono, de entrega. Zara cerró los ojos y empujó con las caderas, para sentir mejor aquel dedo intruso que la subyugaba. “¡Que ricura de niña! Es una ninfa.”, pensó Candy, notando como su pantalón se mojaba. Sus braguitas eran incapaces de contener la humedad que surgía de su sexo.

Las manos de Zara acariciaron el brazo que su jefa mantenía sepultado entre sus piernas y, como de paso, saltaron hacia el cordón que mantenía el corpiño de Candy cerrado. Los ágiles dedos se afanaron para deshacer el nudo y tironearon, ansiosos, hasta que el oscuro y brillante tejido quedó abierto. Zara posó sus entrecerrados ojos sobre los redondos y bellos pechos que colgaban cerca de ella. No estaban totalmente al aire, pero tenía suficiente espacio para introducir una mano. No tardó en apoderarse de uno, que resultó ser extremadamente suave. A sus treinta y pico años, el pecho de Candy había perdido la dureza de la juventud, pero los cuidados y el ejercicio diario lo mantenía lo suficientemente terso y erguido como para ser todavía adictivo. Pellizcó el pezón, que no tardó en endurecerse. Notó que su jefa respiraba más profundamente y sonrió, feliz.

Por su parte, abrió aún más sus piernas, posando una rodilla sobre el asiento del sillón, cuando el dedo de Candy acarició su clítoris, sacándolo de su capuchón de carne. Fue su turno de morderse el labio, conteniendo un quejido que habría, sin duda, llamado la atención. No es que fuera algo extraño en aquel ambiente, pero, simplemente, Zara no estaba habituada a algo tan público. Quería quedarse quieta, para que su jefa pudiera acariciarla sin llamar la atención, pero sus caderas parecían pensar otra cosa. Bajo los dedos de Candy, oscilaban y se encrespaban, como olas en una furiosa tormenta. Su pelvis se alzaba, tratando de agudizar el contacto, de alargar las formidables sensaciones que experimentaba.

― Me… voy a… correr – jadeó, en un punto en que sus caderas temblaron, enloquecidas.

― Hazlo, mi vida… córrete para mí – la incitó su amante.

Y pellizcando fuertemente uno de los pezones de Candy, la jovencita dejó escapar un gemidito, largo y continuado, que enloqueció a la primera. Se corrió con una feroz contracción de su pelvis, que apartó los dedos conmocionadores. Jadeó al recuperar el aliento tras los segundos en que el éxtasis le hizo contener la respiración, y, finalmente, abrió los ojos, echando una agradecida mirada a Candy.

― Eres bellísima, Zara – le sopló.

― Gr… gracias… llévame a tu… casa…

Candy sonrió, compartiendo su deseo. Aquello solo había sido el aperitivo; ahora estarían a solas, en la intimidad.

El chofer tardó apenas ocho minutos en llevarlas desde el Village a TriBeCa, que es donde Candy tenía su apartamento. Dos minutos más en atravesar el vestíbulo y tomar el ascensor hasta el cuarto piso. Durante ese trayecto, Zara quedó casi desnuda, y entraron en el amplio apartamento, besándose con voracidad, hasta caer sobre la gran cama del dormitorio principal. Fue más una batalla que un encuentro amoroso. Candy estaba muy excitada, con ganas de gozar. Zara, por su parte, estaba algo más calmada, gracias al orgasmo que experimentó minutos antes, y pretendía dejar constancia de que ella también conocía el tema.

El resultado fue algo crítico, ya que sacó a flote la vena sádica de Candy. En cuanto deslizó el amplio pantalón a lo largo de sus piernas, la casi rubia señorita Newport hizo que Zara se arrodillara en el suelo, en un lateral de la cama, y ella se sentó sobre el colchón, con las piernas abiertas. Atrapó el elaborado moño de Zara con furia, atrayendo el rostro de la joven entre sus piernas. Autoritaria y exigente, le hizo entender, sin una palabra, que debía contentarla ya, sin más pérdida de tiempo.

La rosada lengua de Zara se aplicó con eficacia y deseo a la tarea, haciendo que su jefa alzara el rostro hacia el techo y cerrara los ojos, degustando el placer que atravesaba todo su cuerpo. Sus manos seguían aferrando el moño de su pupila, acabando de deshacerlo. Las trencitas rasta volvieron a desparramarse por la espalda de la joven, sin que ella abandonara su grata tarea.

― ¡Oh, si! ¡Oh Dios… Ssssiiii! ¡Que bien lo haces, cariño! – exclamó Candy, dejándose caer de espaldas sobre la cama.

La lengua de la mulatita abarcaba desde el centro de sus abiertas nalgas, hasta el pequeño pero endurecido clítoris, en largas pasadas que humedecían toda su sensible piel. No es que fuera una técnica demasiado depurada, pero las ansias que Zara mostraba, la necesidad que tenía de complacer a su jefa, enloquecían a Candy.

Con la llegada del éxtasis, Candy perdió la coordinación. Sus piernas se encogieron, atrapando el rostro de la joven contra su pubis. Su espalda se encorvó en un fuerte espasmo, que contrajo su cuerpo.

― Fffugbrraaaaa… – gimió como un galimatías.

Dejando tiempo a su jefa para reponerse, Zara se puso en pie, se quitó las sandalias y acabó de desnudar a la inmóvil mujer, que yacía sobre la cama.

― Hay champán frío… en el frigo… sirve unas copas, cariño – musitó Candy, sin abrir los ojos.

― Claro que si. Tú descansa, repón fuerzas que queda mucha noche aún – rió Zara, saliendo del dormitorio.

― Guarraaa…

Tras brindar por los sucesivos orgasmos, arrodilladas sobre la cama, las chicas volvieron a besarse apasionadamente.

― Eres maravillosa – lisonjeó Candy.

― Sé mi maestra, por favor – murmuró Zara a su oído, totalmente encandilada. Ya ni se acordaba para qué estaba allí, solo sabía que uno de sus deseos más afirmados se estaba cumpliendo.

― No quiero un rollo de esos… maestra y pupila… quiero que seamos una pareja, Zara…

― ¿Una pareja? – la mulatita se separó, mirándola seriamente. — ¿Quieres un compromiso? ¿De igual a igual?

― Si. ¿De qué te sorprendes?

― Nunca has tenido una pareja. Ni hombre, ni mujer – se asombró Zara.

― Nunca había conocido a alguien como tú – sonrió su jefa, acariciándole un pómulo. — ¿Qué me dices?

Las manos mulatas tomaron una de las suyas, apretándola contra su pecho. Zara asintió, con una gran sonrisa.

― Soy tuya – le contestó.

― Amor mío…

Candy la tumbó sobre las sábanas de seda y cubrió todo su cuerpo de húmedos besos, sin prisas, poniendo todo el empeño que su corazón irradiaba.

― Quiero follarte – le dijo, besándola en la punta de su naricita.

― Haz conmigo lo que desees – contestó Zara, inmersa en su nube de algodón sentimental.

Candy abrió uno de los cajones de la mesita auxiliar y sacó uno arnés que llevaba insertado un realista pene de suave silicona y látex. Se lo puso a la cintura, con pericia, acoplando contra su clítoris un suave bulto que contenía una bola vibratoria.

― Ya veo que lo decías de forma literal – rió Zara.

― Ya verás. Te gustará…

Embadurnó el falso pene con un chorreón de gel lubricante, que sacó del mismo cajón, y limpió sus dedos insertándolos en la vagina de la joven.

― Aún está mojado. Mejor – dijo.

― Me tienes loca – murmuró Zara. – Métemelo ya…

Más fácil decirlo que hacerlo. Aunque el apéndice de silicona no era de un tamaño desmesurado –apenas unos quince centímetros y un grosor de tres— la vagina de Zara no era un paso frecuentado por tales utensilios, por lo que estaba bastante cerradita. Pero el deseo superó ese obstáculo, empujando ambas con sus caderas, una gruñendo, la otra mordiéndose el labio.

― Así, cariño… toda dentro – murmuró Candy.

― ¿Ya… está? La siento muy adentro…

― ¡Te estoy follando, mi vida! ¡Como me gustaría tener una de verdad para preñarte!

― Diossss… ¡Que morbo me das!

― Creo que tuve que ser un tío en otra vida – sonrió Candy, antes de comenzar un ritmo más duro.

Colocó las piernas de Zara sobre sus hombros y empujó más fuerte, con mayor acceso a su vagina. Estaba de rodillas, lanzando sus caderas hacia delante, con fuerza. La jovencita se quejaba dulcemente. Cada gemido actuaba como un gatillo para la mujer, enervándola, excitándola. El pene de plástico entraba hasta el fondo, haciendo que el cuerpo de Zara temblase a cada envite. Ambas se miraban fijamente a los ojos, atentas a las expresiones de placer. Zara se pellizcaba un pezón con una mano; con la otra atrapaba, alternamente, los de su nueva novia.

Tenía los ojos entreabiertos, chispeando de lujuria. Sus cejas marcaban una expresión suplicante, a caballo entre “acaba ya, que me corra” y “empieza de nuevo, hasta el amanecer”. Sus gruesos y definidos labios permanecían entreabiertos, en un eterno puchero, como si quisiera decir algo, pero no se atreviera.

El corazón de Candy explotó de amor, por primera vez en su vida. Verla así le hizo entender que la amaba realmente: ¡por fin había encontrado el amor! Estaba dispuesta a matar por ella. La vibración de la bola sobre su clítoris, a cada embate de sus caderas, la estaba matando. Se había corrido ya dos veces, silenciosamente, pero no podía detenerse. Aquellos gestos de éxtasis que se dibujaban en la hermosa faz de su amor, no la dejaban. ¡Quería dibujar más pucheritos en su rostro!

Zara le echó los brazos al cuello, gritando apenas sin fuerzas, sin atreverse a cerrar los ojos y, así, apartar la mirada:

― Cari…ño… ya… ¡YA! Me c-corro… mmm… CORROOOOOOO… aaaaahhhhh… iiiihhiiii…

― … y yo… jodida negrita… de mi c-corazón…

_____________________________________________

― ¿Así que Faely te ha ido con el cuento? – dijo Phillipe, escanciando vino en las dos copas.

― ¿Qué te esperabas? ¿Qué se fuera contigo sin decírmelo? Ha pasado diez años bajo mi yugo…

― Seguro que no fueron tan intensos como los pocos que pasó conmigo – sonrió, entregándole una copa a Candy Newport, quien la depositó en la mesita, sin tocarla.

Era la hora del brunch del domingo y ambos se habían reunido en la suite del chileno, a petición de la ex modelo. A los ojos del hombre, Candy estaba radiante. Vestida como una férrea domina, con el pelo bien apretado y tirante en una alta cola de caballo, y un ceñido vestido de oscuro paño, que le llegaba hasta los estilizados y altos botines. En cambio, Phillipe vestía desenfadado. Unos jeans nuevos y un pullover de marca, pero su sardónica sonrisa siempre estaba presente.

― ¿Quieres a Faely? Pues haz tu oferta. Recuerda que Manny pagó un alto precio por ella. Procura no ofenderle.

― Hablando de Manny, ¿qué tal le va al viejo? – preguntó Phillipe, tomando un canapé de mojama con los dedos.

― Se ha retirado un tanto del frente, pero sigue bastante activo para su edad. De hecho, te envía saludos – dijo ella, con otra sonrisa.

― Ah, ya veo. Sabe que estás aquí.

Aquello parecía una críptica partida de ajedrez. Cada uno revelaba sus movimientos con parsimonia y evidente emponzoñamiento, procurando atrapar al otro en un renuncio.

― Haré la misma oferta que le he hecho a ella. Poseo bastante material fotográfico y una o dos grabaciones que, sin duda, pueden comprometerte, e incluso a Manny. Os entregaré todo el material a cambio de Faely – Phillipe mostró finalmente sus cartas.

― ¿Por qué has tardado tanto tiempo en reclamarla?

― Otros asuntos reclamaban mi atención…

― Ya veo. ¿Convertirte en un hombre de familia era más importante?

― Digamos que si – respondió él, frunciendo algo el ceño.

― ¿O bien envolverte en la armadura de la fortuna de tu suegro?

Phillipe chasqueó la lengua. No le gustaba el tono de la ex modelo. La mujer demostraba que le había investigado, pero se sentía seguro, así que la dejó seguir. Candy sacó una carpeta de papel de su bolso y la dejó al lado de la bandeja de canapés.

― ¿Qué es eso? – preguntó Phillipe.

― Tu familia – respondió ella, con voz neutra.

― ¿A qué te refieres? – preguntó él, abriendo la carpeta.

Candy le dejó leer, que se empapara de cuanto habían descubierto los sabuesos periodísticos de Manny Hosbett sobre las andanzas de Phillipe Marneau-Deville. Sonrió levemente cuando notó como la expresión del hombre se nublaba y sus manos temblaron, sujetando la carpeta marrón.

― ¿Qué significa…? – barbotó el chileno.

― Pues viene a decir, más o menos, que si no te largas de Nueva York en este momento, sin Faely por supuesto, toda esa información irá a parar a manos de la familia de tu esposa. El ser el padre del único vástago masculino te ha permitido mantener el control del fidecomiso de la vasta fortuna de tu difunto suegro, al menos hasta que tu hijo tenga la mayoría de edad. Pero, ¿qué pasaría si los familiares de tu esposa, aquellos a los que no les ha tocado más que migajas de esa fortuna, se enteraran de que ese hijo tuyo, no es realmente un Marneau-Deville?

― ¡No puedes demostrarlo!

― Claro está. No te someterías nunca a una prueba de paternidad, pero, por si no te has dado cuenta – dijo ella, señalando los papeles que aún sostenía Phillipe entre sus dedos –, ahí está la declaración jurada de dos médicos y dos enfermeras de la clínica IVI de Valencia, en España. ¿Te suena de algo?

― ¿Cómo has podido saber…?

― No menosprecies nuestro alcance, querido. Aunque hayas viajado hasta Europa para inseminar a tu bella esposa, siempre queda un rastro, sobre todo al obtener una fortuna como la de tu difunto suegro. En el momento en que se demuestre que tu heredero no lleva tu sangre, perderás todo el control del patrimonio. Lo sabes, ¿verdad?

Los hombros de Phillipe se abatieron, sintiéndose vencido. Se dio cuenta que sus enemigos habían encontrado el único resquicio que no podía proteger, su descendencia. ¡Si no se hubiese precipitado a hacerse aquella vasectomía!

― Te irás mañana, renunciando a Faely y a todo este asunto. A cambio, yo guardaré todo esto en un profundo cajón de mi escritorio – explicó Candy, con mucho aplomo.

― Está bien. Tú ganas – murmuró Phillipe.

― Bien, querido. Puedes quemar esa carpeta, es solo una copia. ¡Que tengas un buen viaje! – se despidió la mujer, caminando hacia la puerta.

Esta vez había tenido suerte. Los investigadores de Manny tenían ciertos informes, desde hacía unos años, que les han permitido profundizar más en esa historia. De otra manera, ella hubiera perdido a su esclava. En verdad, no era eso lo que le importaba. Aunque Faely la había servido impecablemente, empezaba a cansarse de ella. No le hubiera importado venderla o cambiársela a Phillipe, pero no podía soportar la audacia y pretensión del sudamericano. ¿Quién se creía que era para quitarle, a ella, uno de sus juguetes?

De todas formas, esto tenía que servir a Candy de lección. Había confiado demasiado en el poder de su círculo y, por ello, han estado a punto de sorprenderla. Debía mantener sus activos controlados y puestos a cubierto, por si misma.

Ahora, más tranquila, tenía que contarle a su amada que su madre le pertenecía desde hacía años. Y eso era algo que le empezaba a dar miedo…

CONTINUARÁ…..

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (09)” (POR JANIS)

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portada criada2La diva.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloLas cosas habían mejorado bastante para Cristo en ese último mes. En lo personal, había conseguido una intimidad con su tía y su prima que jamás consiguió con otros miembros de su familia, ni siquiera con su madre. Es que un chantaje y una esclavitud encubierta unen mucho, la verdad.

Zara, por su parte, había pasado de una actitud colaboracionista con su jefa a una decidida admiración. Para Cristo era evidente que se habían hecho novias. Para el gitanito, era perfecto. Le permitía jugar la carta del familiar simpático y asegurar su puesto en la empresa.

De hecho, en lo profesional, Cristo estaba empezando a ser un tanto imprescindible, sin tener que tocar la tecla de la familia. Poco a poco, se estaba empapando de todos los secretillos y rumores que recorrían los pasillos y platós, no solo de la agencia en si, sino del mundillo en general. Las chicas bromeaban con él, le hacían partícipe de sus pecadillos, de los cotilleos y envidias. Se reían con sus bromas y chistes picantes. Cristo era como el bufón eunuco del harén, y eso le encantaba.

Sabía perfectamente que no podía conseguir nada con aquellos ángeles hermosos, que se codeaban con estrellas de cine, magnates, y poderosos promotores. No cabía ninguna aventura romántica con ellas, pero si podía guardar y encubrir sus secretos, sus debilidades.

Con ello, conseguiría más poder y pasta, las dos “Pes” del negocio.

En lo sentimental, las cosas también le iban bien. Sus tontos prejuicios sobre Chessy acabaron cuando el bonito y largo pene de su novia le otorgó la mejor noche de sexo que pudiera recordar. Ya no pensaba en ella como en un hombre disfrazado, sino que había alcanzado una nueva categoría sexual. Ahora, para Cristo, existía un tercer género: “la hemma”, o hembra macho. Daba igual que fuera un simple travestí, o un transexual hormonado, o bien un hermafrodita escapado de un sueño. Si era bella y parecía una mujer, no importaba que pudiera tener la Torre Eiffel entre las piernas, pues entraba en esa categoría.

Por su parte, Chessy le había insinuado que con algunos de sus clientes, en ocasiones, llegaba un poco más lejos que un simple masaje. Cristo se quedó mirándola. Ya sabía que una cosita tan hermosa como ella no podría escapar del efecto pulpo de los tíos, y menos con dinero de por medio.

― ¿A qué te refieres, Chessy? – inquirió Cristo, tratando de averiguar más.

― Bueno, algunos clientes quieren complementar el masaje con unas friegas más eróticas, ya sabes – se mordió ella el labio, con ese mohín vergonzoso tan característico.

― ¿Una pajita? ¿Una mamada?

Ella asintió vigorosamente varias veces, llevándose las manos a la espalda y bajando la mirada. Estaba preciosa, allí de pie, parada ante él, mientras Cristo, sentado en un butacón gigantesco, veía el “football”, tratando de entender las reglas americanas.

La conversación había surgido casi por casualidad, en el apartamento de Chessy. Ella planchaba algo de ropa y él veía la tele. El verano se acercaba y ella comentó que, en esa época, su trabajo aumentaba de clientela. Al “claro, nena, lo que necesites” de él, ella no pudo soportarlo más, y le confesó parte de lo que requería también su trabajo de masajista.

Cristo no era gilipollas, aunque se lo hiciese. Algunas de sus primas también estaban en el mismo gremio. No el de las masajistas, sino en el de putones verbeneros. En Algeciras no había Ramblas como en Barcelona, pero había paseo marítimo de cojones para hacer la calle, o bien las esquinas de siempre en el Saladillo. Cristo conocía el percal, pues todas sus andanzas festivas estaban relacionadas con putitas y putonas. Pero reconocía que lo que Chessy hacía no tenía mucho parecido con lo que las guarronas de la calle ofrecían.

Según ella, Chessy no aceptaba penetraciones de ningún tipo; solo sexo oral, y no con todo el mundo. Era algo que surgía entre sus clientes más habituales y seguros. Ya había una confianza y una intimidad entre ellos que les vinculaba.

― Tómalo como un masaje terapéutico – susurró ella, al inclinarse para besarlo.

― ¿Un masaje terapéutico? ¡Estás hablando de hacerles una gayolaaaa!

― Pero nene, eso es con música de pulseras. Yo no llevo de eso – ronroneó Chessy, frotando su naricita contra la del gitanito.

― ¡La madre que me…! ¡Chessy, déjate de hostias! ¿Te los follas?

Chessy se arrodilló a su lado, las manos entrelazadas sobre sus muslos. Sus grandes ojos se llenaron de lágrimas. Su barbilla tembló por la emoción.

“¡Joder! Es clavadita al gatito de Shrek, cuando pone esos ojitos tiernos.”, pensó Cristo, sintiendo como su enfado se diluía.

― No, Cristo, te lo juro. ¡Nada de contacto! Ni siquiera dejo que me toquen. Solo yo actúo, que para eso soy masajista diplomada. Es casi lo mismo, nene. Froto sus cuerpos desnudos con aceite, pellizco músculos y tendones… ¿qué más da que les frote la polla también? Me permite cobrar el doble…

“Hombre, visto así…”

― Llevo tratando a algunos más de dos años. Sé en lo que trabajan, quienes componen su familia, si tienen amantes o no, si están enfermos… ¡Lo sé todo sobre ellos! Me pagan para combatir el estrés, la tensión de sus cuerpos, la presión de sus trabajos cotidianos. ¿Debería dejarles marcharse con una profesional del sexo, después de haber palpado sus cuerpos hasta la saciedad? ¿Qué otra se lleve el dinero que me pertenece por derecho?

Cristo se quedó rápidamente sin respuestas. No es que Chessy fuera más lista que él, sino porque era una buena oradora y, sobre todo, porque tenía razón. Los prejuicios de Cristo estaban basados en la falsa moralidad y en el machismo. “Mi novia no puede ser puta, pero yo, en cuanto puedo, me paso las noches con ellas.” Ese es el pensamiento más extendido entre este tipo de fauna.

Finalmente, Cristo tuvo que dar su brazo a torcer, sobre todo cuando le arrancó la promesa que solo seguiría con el sexo oral. En contramedida, Chessy le hizo detallar, al por menor, que era, para él, sexo oral. “Pajas y mamadas”, respondió él.

― Vamos a ver, amorcito… sexo oral es todo lo que se puede hacer con las manos, con la boca, y con las partes del cuerpo que no sean ni el sexo, ni el ano – expuso ella.

― Pero…

― Se puede masturbar con las manos, con los pies, con las corvas y los muslos, con los glúteos, con el pelo – enumeró ella, dejándole con la boca abierta. – Se puede hacer una cubana con los senos, y usar la boca no solo para chupar una polla… ya sabes… beso negro, traje completo de saliva, el beso eterno… Así mismo, el cuerpo desnudo no está exento de posibilidades, sobre todo disponiendo de un buen aceite corporal. Ahí tenemos el masaje tailandés, las friegas calientes japonesas, el baño turco, la técnica de la serpiente, y, claro está, la cama deslizante.

― ¿La… la c-cama desliz…? – balbuceó Cristo.

― Deslizante, cariño. Se coloca un plástico grande sobre la cama y se derrama un bote de aceite. Los cuerpos desnudos se embadurnan y se frotan el uno contra otro, incapaces de aferrarse y abrazarse, hasta…

― Si, si, lo he entendido… lo entiendo… – la cortó él, agitando los brazos.

Nunca hubiera creído que existían tantas técnicas amatorias. Para Cristo, estar con una mujer era follarla y correrte; todo lo más, sacarle una buena mamada. De hecho, no hacía mucho que había aprendido a toquetear el coño de una mujer, llevándola al orgasmo.

― ¿Todo eso? – gimió Cristo.

― Si, cariño. Son derivaciones de una técnica sexual, pero, en el fondo, es lo mismo aunque aporten distintos placeres.

Cristo se llevó un dedo a los labios, cayendo en un mutismo reflexivo. A los pocos minutos, en que Chessy esperó pacientemente, de rodillas siempre, Cristo dijo:

― ¡Está bien! Puedes hacer todo eso, menos follar con el cliente. ¡Nada de darle tu culito! ¡Eso te lo dilato yo solo!

― Claro, cariño. Mi culito es solo tuyo… pero…

― ¿PERO? – el rostro de Cristo se desfiguró, rojo por el cabreo.

― Verás, mis clientes son repetitivos gracias al morbo… debido a que no soy una mujer, ¿comprendes?

Cristo no contestó. Apretaba los brazos del sillón con los dedos, los ojos entrecerrados. Aquello superaba su tolerancia de macho.

― Ellos quieren tocarme y para eso me pagan. ¿Pueden tocarme?

― Si – musitó bajito el gitano.

― ¿Pueden acariciarme las nalguitas?

― Si, jodiá…

― ¿Y agarrar mi pollita?

― ¡¡SSII!! ¡MALDITA SEA! ¡TODO MENOS DARTE POR EL CULO, COÑO!

― Gracias, nene – dijo ella, con una sonrisa de triunfo y poniéndose en pie. – Y, ahora, cariñito mío, viendo que estás muy tenso, ¿Qué tal si te ocupas de lo que has prometido?

Cristo, jadeando tras el grito, miró incrédulo, como Chessy se bajaba el chándal, mostrando sus perfectas nalgas. Encendido, tardó microsegundos en quedarse desnudo, mientras contemplaba como su novia se desnudaba lentamente, regodeándose en aquel cuerpo despampanante que le traía loco. Ella se sentó sobre las rodillas de su chico, haciendo coincidir los dos miembros. El de él, estaba tieso y expectante, el de ella, lánguido y morcillón. Los enredaron con placer, entre besos húmedos y caricias desaforadas. Parecían dos animales en celo, que no se daban cuartel en sus apetitos. El dedo de Cristo, cada vez más hábil en el menester, se coló por el dúctil esfínter de Chessy. Lo dilató sin necesidad de usar otra cosa que su saliva –tampoco es que hiciera falta demasiado para que se tragara su pene-, y alzándole las nalgas, se la introdujo de un golpe.

Mano de santo, oiga.

Chessy relinchó de gusto, echando la cabeza hacia atrás. Pequeñita pero cumplidora, se dijo ella, cabalgando el apéndice de su novio. Cristo, como de costumbre, se afanaba en los gloriosos senos de su chica. Siempre se preguntaba, al verlos, como era posible que un tío poseyera los senos mas sublimes que había visto jamás, sin necesidad de operarse.

El miembro de Chessy fue creciendo, a medida que se enredaba en el placer. Lo pegó al suave vientre de Cristo, rozándose con el ombliguito de botón. A Chessy le encantaba el cuerpecito de su novio, tan suave y tierno, tan liviano y dispuesto. Mordisqueó de nuevo los morenos labios, aspirando el aliento del chico, y se preguntó, en uno de esos pensamientos estúpidos que se pasan por la cabeza en los momentos de gran placer y dicha: ¿Qué veo en Cristo para que me guste tanto?

Como podéis comprobar, no solo es patrimonio de las mujeres pensar en musarañas cuando se las están follando, algunos tíos también lo hacen. Bueno, no sé si llamarlo tío es apropiado… El caso es que Chessy saltaba sobre la polla de Cristo, jadeaba y se agitaba, y, al mismo tiempo, repasaba las cualidades que le atraían de su chico. A saber usted por qué…

El chico ideal de Chessy era alguien más alto, de complexión delgada y flexible, rasgos duros y masculinos, y, sobre todo miembros velludos. En cambio, Cristo era la antítesis de todo eso. Quizás por eso mismo, la atraía. ¿No es cierto que los polos opuestos se atraigan? Pero Cristo no era “su” polo opuesto, sino el contrario de su idealización. A lo mejor, en el fondo, el ideal era tan solo el reflejo de nuestra personalidad. El caso es que Cristo la atrajo desde el primer momento en que le vio, tan perdido en la gran urbe, tan exótico con aquellos rasgos delicados. Era distinto a cuanto conocía, tanto en amistades, como en clientela. Además, estaba su inquieta y singular personalidad. Cristo no pensaba como los neoyorquinos, ni siquiera como un americano. Cristo era gitano, europeo, y masón, por así decirlo. Ni siquiera era un tipo particularmente morboso y atrevido, epítome del género que la enloquecía, pero, con aquello, podía resumir lo que le atraía de su novio.

Lanzó su pelvis hacia delante, frotando su polla con más dureza contra el vientre de Cristo, y musitó a su oído:

― Me voy a correr, cariñito… sobre tu barriguita…

― ¡Hazlo, mala pécora! Voy a regarte el culo… voy a preñarte… ese culazooooo…

Cristo se corrió, sin dejar de agitarse, dejando una buena cantidad de semen en el recto de Chessy, quien, al sentirlo, dejó escapar un chorrito acuoso, justo sobre el ombligo masculino. Tras esto, descabalgó al chico y, sin ningún escrúpulo, lamió la polla de su chico hasta dejarla limpia.

― Te dejo acabar el partido, cariño – le dijo Chessy, recogiendo su ropa del suelo y dirigiéndose al baño.

Estaba contenta. Al final, había abordado la cuestión que la tenía en vilo, la vertiente putera de su trabajo. La cosa había ido mejor de lo que esperaba. Tendría que perder algunos clientes a los que ofrecía su trasero, pero, en lo principal estaría bien. De hecho, no solía ofrecer más que sexo oral.

Sonrió a su reflejo en el espejo. “Ya lo decía Gandhi, hablando se entiende la gente.”

____________________

Priscila acompañaba a Thomas Gerrund hasta el ascensor, cuando éste se abrió revelando otra de las nuevas celebridades del mes, en la agencia. Cristo, desde su puesto en el mostrador de atención y bienvenida, lo veía todo, sin apenas alzar la cabeza. Alma le había enseñado a mirar sin levantar la cabeza, a ras del mostrador de mármol.

Thomas Gerrund era un famoso fotógrafo inglés que había firmado un contrato con la agencia, por un tiempo de dos años. Era un hombre de unos treinta y tanto años, alto y delgado, con movimientos parsimoniosos. A Cristo no le extrañaba que fuera un poquito gay, sobre todo por como movía y colocaba las muñecas, dejando sus largas manos colgadas, como muertas. Pero, al parecer, tenía muy buen ojo con las chicas, sabiendo cómo sacarles ese hálito salvaje que toda mujer lleva en su interior.

Sin embargo, por muy famoso que fuera el fotógrafo, los ojos de Cristo no se apartaban de la persona que había surgido del ascensor. Se trataba de una de esas chicas inolvidables, de las que arrasan al bajarse de una limusina, ante los flashes de la prensa. Era una criatura angelical que trepaba fuertemente hacia el ranking de las diez hembras más bellas del mundo.

Hacía unas semanas que la jefa Candy la presentó en la agencia. Calenda Eirre, una modelo en alza, famosa ya en su país de origen, Venezuela, a la que la prensa internacional catalogaba ya como la sucesora de Adriana Lima, tanto por su belleza como por su parecido.

Era realmente cierto que se parecía a la famosa modelo carioca. Morena, con ojos rasgados, verdes como los de una gata, que te miraban desde su metro ochenta y dos como si fueses un simple aperitivo. Al menos, eso es lo que Cristo sentía cuando Calenda le miraba, al pasar. Tenía diecinueve años –aunque era imposible adivinar la edad de una mujer así, quien, desde los quince años, ya no tenía ningún rasgo juvenil- y había fichado por la agencia, trasladándose desde Caracas. Para Cristo, desde el momento en que la vio, resultó ser la mujer más bella que sus ojos habían percibido jamás, ni vería seguramente.

Al segundo día que Calenda pasó por la agencia, venía sola y se detuvo en el mostrador a preguntar por el horario de su sesión. Mientras Alma buscaba la información, Cristo, que hacía todo lo posible por no mirar a la modelo directamente, se decidió a hablarle.

― Bienvenida a Nueva York, señorita Eirre.

― Gracias…

― Me puedes llamar Cristo.

― ¿Cómo el Señor? – preguntó en castellano, enarcando una ceja.

Se le notaba forzada con el inglés, y aquella pregunta se le escapó en su idioma natal, con ese deje tan particular y engolado.

― No, como el Zeñor no, criatura. Cristo viene de Cristóbal – sonrió él, usando también el castellano.

― Ay, chama, ¿eres españolito, mi vida? – se llevó las manos a la cara, con alegría.

― Po zi, zeñorita Eirre. Del zur de Ezpaña.

― ¡Que chévere, pana! Me da mucho gusto poder hablar en mi lengua acá, en Nueva York. ¡Me encanta como habláis los españoles! ¡Suena taaaan lindo!

― Po aquí eztamos pa lo que usté quiera, peazo de cuerpo – sonrió Cristo.

― La sesión empieza dentro de media hora, señorita Eirre. Puede pasarse por maquillaje, al fondo del pasillo – les cortó Alma.

― Muy amable, señorita…

― Alma – se presentó la dueña del mostrador.

― Alma… bonito nombre. Cristo, ¿podemos almorzar cuando acabe? – le preguntó, mirándole con aquellos preciosos ojos felinos, y dejándole con la boca abierta.

― Si lo desea. Estaré aquí, trabajando – respondió, esta vez en inglés.

Se alejó taconeando sensualmente. Tanto Cristo como Alma contemplaron aquel culito meneón, cada uno ubicándolo en su particular fantasía.

― ¡Mira tú! – la pelirroja le atizó un codazo cariñoso. — ¡Has ligado!

― ¡Anda ya!

― ¡Si te ha invitado a almorzar y todo, pillo!

― No conoce a nadie y yo hablo español, eso es todo. Me va a utilizar para aprender a moverse en Nueva York, ya verás – respondió Cristo, suspirando interiormente.

Cristo no se hizo ninguna ilusión con aquella invitación. Sabía perfectamente que no podría jamás optar a tener una aventura amorosa con aquellas grandes divas. Lo mejor era reírse con ellas, disfrutar de su encanto, y beneficiarse de su amistad. Pero, no le hacía daño a nadie si fantaseaba un rato con Calenda Eirre, la supuesta heredera de Adriana Lima, ¿no?

Lo cierto es que la amistad surgió espontáneamente entre ellos dos, de forma muy natural. Calenda se pasó por el mostrador tres horas más tarde, y Cristo la llevó a un sitio discreto y alejado de la agencia. Almorzaron una deliciosa pizza en una trattoría familiar que Chessy había descubierto. Calenda acabó chupándose los dedos y riendo por ello. Cristo se quedaba en trance, contemplando aquellos divinos labios sorber y chupetear los hilachos de queso fundido. En su mente, aquello no era queso, en absoluto, ni tampoco estaban en una pizzería, en el SoHo.

A partir de entonces, cada vez que llegaba a la agencia, se detenía a charlar un ratito con él y, cada vez que podían, salían a almorzar juntos. Calenda no tenía más amigos que él, en la ciudad, y tampoco los necesitaba. Apenas disponía de tiempo para más relaciones. Todo era trabajo y trabajo. Promociones, publicidad, rodajes y sesiones. En eso se había convertido su vida. Sabía perfectamente que cualquiera de sus compañeras, en la agencia, mataría por lo que ella tenía y no disfrutaba. Pero ninguna de ellas tomaba el puesto de Calenda al volver a casa, al final de la jornada, algo que para ella, era lo peor de todo.

Por eso mismo, los momentos que pasaba en compañía de Cristo eran sumamente agradables, entrañables para evocar, para aferrarse a ellos en los momentos en que quedaba a solas. Verdaderamente, consideraba al pequeño español como el hermanito que nunca tuvo. Ni siquiera sabía la verdadera edad de Cristo, pues era un dato que no le interesaba. El gitano la entendía, la animaba con sus peroratas y sus soeces palabras, y calmaba su ansiedad, demostrando poseer una experiencia mucho mayor a la de ella.

El físico infantil de su nuevo amigo le encantaba, pues, al ser mucho más bajo que ella, y de apariencia tan endeble, no asumía una figura dominante a su lado. Ese era uno de los secretos que Calenda trataba de disimular en su entorno inmediato, y que Cristo supo ver enseguida. Calenda se ponía nerviosa al tener un hombre rondándola. Cuando más autoritario e insistente, mucho peor. Era como si hubiera tenido alguna mala experiencia con ese tipo de sujetos. Sin embargo, Cristo no le preguntó nada, sabiendo que era cuestión de tiempo que ella misma le contara su vida pasada.

Lo primero que supo sobre Calenda, lo hizo en su sitio secreto de la agencia, en la pequeña azotea del cartel publicitario. Calenda se había puesto nerviosa con el promotor y Cristo, en un alarde de habilidad, le mostró el sitio, que en si era ideal para fumar. La morenaza venezolana había adquirido ese vicio, aunque solo cuando estaba tensa.

― Ese hombre me recuerda a mi padre – rezongó en español, soltando una bocanada de humo.

― Usa el inglés, tanto tú como yo, debemos perfeccionar. ¿Tu padre? ¿Se quedó en Caracas?

― No, está aquí, conmigo. Es mi representante.

― Vaya. Eso es perfecto, ¿no?

― No, nada de eso.

Cristo se quedó sorprendido con la respuesta, pero intuyó que no sería buena idea ahondar más en el tema. Con la habilidad de un estafador, cambió de tema, consiguiendo que ella se relajara, antes de regresar a su sesión.

_____________________________________________________________________

Un domingo por la mañana, el móvil de Cristo sonó. Era temprano. Él y Chessy estaban aún en la cama, dormidos tras una velada de sexo y chocolate, en el apartamento de ella. Con los ojos cerrados y la voz gruñona, Cristo contestó.

― Cristo, perdona por molestarte, pero no sabía a quien llamar – el acento venezolano y la fluidez histérica del tono, le acabaron de despertar.

― Tranquila, Calenda. Despacio… ¿qué pasa?

― No quiero volver a casa en este momento, pero no sé donde quedarme. Necesito reflexionar…

― Mira, Calenda. Estoy en casa de mi chica, en el Village – Cristo miró a Chessy, pidiéndole permiso con los ojos y ella asintió. – Toma un taxi y dale esta dirección… Te esperamos para desayunar, ¿vale?

― Muchísimas gracias, amigo mío. Nos vemos.

Chessy ya se estaba poniendo una larga camiseta, sentada en un lateral de la cama.

― ¿Así que esa era la famosa Calenda? – preguntó al ponerse en pie.

― Si. Sonaba muy rara…

― Es muy hermosa – musitó Chessy. Lo dijo como una aseveración, mientras entraba en la cocina.

― Si, es la apuesta de la jefa, en este momento. Uno de los ángeles de la moda…

― Y, por lo visto, se ha hecho amiga tuya…

― Ya te lo he contado, Chessy. Le caí bien desde el primer día. Hablamos en español y la ayudo a adaptarse a Nueva York.

― Ya, ya – dijo ella, enchufando la cafetera.

― ¿Celosa, cariño?

― No, más bien preocupada.

― ¿Por qué?

― Las chicas como ella no se hacen amigas del ordenanza de la agencia. Suelen tener promotores, protectores, peces gordos que han invertido en ella, a su alrededor.

Cristo se encogió de hombros, las manos en los bolsillos.

― Pues ella está sola. Bueno, vive con su padre – contestó él.

― Suena extraño.

― Si. Oculta algo, lo sé, pero aún no se ha confiado a mí…

― Puede que ahora lo haga – sonrió Chessy, señalando las tazas para que Cristo las colocara sobre la mesa.

Calenda apareció diez minutos después. Traía ropa de fiesta, por lo que había que suponer que aún no había pasado por su casa. Cristo hizo las presentaciones.

― Calenda, esta es mi chica, Chessy. Ella es Calenda Eirre.

Las chicas se besaron en la mejilla y Chessy le pudo echar un buen vistazo. Aún sin gustarle las mujeres, tuvo que reconocer que Calenda era una mujer por la cual perder el sentido, el cerebro, y el corazón. En verdad, era impresionante. Con esa mirada que parecía devorarte, cambiando de tonalidades de verde con la luz; ese cuerpo de infarto, ahora enfundado en un estrecho y corto vestido de lamé dorado. Llevaba el pelo casi rizado y despeinado, como si hubiera saltado de la cama con prisas. Traía dos altos zapatos en la mano, subiendo las escaleras del bloque descalza. Aún así, le sacaba a Chessy diez centímetros, por lo menos.

― Vamos a desayunar. Parece que necesitas un buen café – la invitó Chessy a sentarse.

― Gracias. De veras que lo necesito.

― No has llegado a tu casa, ¿verdad? – le preguntó Cristo.

― No, vengo de Lexington Avenue. He pasado allí la noche… en casa de un amigo de mi padre.

― Si quieres, después de desayunar, puedes ducharte. Te prestaré algo de ropa – le dijo Chessy, con suavidad, señalando hacia el cuarto de baño.

― Muchas gracias, te lo agradezco.

Acepto un buen tazón de café con leche y devoró un par de tostadas, pensativamente. Chessy y Cristo la miraban de reojo, sin atosigarla. Se notaba que quería contar algo, pero no encontraba la forma o el momento, quizás.

Acabaron de desayunar y Chessy le entregó una toalla limpia, así como una camiseta y una sudadera, junto con unos anchos y largos pantalones deportivos.

― Te puedo dejar algo de ropa interior, pero solo uso tangas y boxers. Sujetadores los que quieras – le dijo Chessy, con una sonrisa. – Tengo unas deportivas nuevas. ¿Qué número calzas?

― Un nueve.

― Te estarán bien.

― No te preocupes por la ropa interior. Con la ropa ya haces suficiente – tomó las manos de Chessy, las dos paradas ante la puerta del cuarto de baño, y la miró a los ojos. – Muchas gracias por todo, Chessy. No sé cómo pagaros…

― Si quieres agradecerlo de algún modo, habla con Cristo. Está muy preocupado por ti. Te aprecia, ¿sabes?

Calenda asintió y le soltó las manos, introduciéndose en el cuarto de baño. Quince minutos más tarde, salió vestida y con mejor cara. Había borrado las trazas de maquillaje y tenía el pelo desenredado y cepillado, aunque húmedo.

― ¿Por qué no subes con ella a la terraza? – le propuso Chessy a Cristo. – Hace una mañana preciosa. Podría secarse el cabello al sol y tener un rato de intimidad…

Calenda le sonrió, de nuevo agradecida porque la comprendieran tan bien. Tomó el cepillo en una mano y registró su bolso hasta sacar un paquete de cigarrillos y un encendedor. Cristo salió al pasillo y llamó el ascensor. Ya en su interior, Calenda apoyó un codo en el hombro de Cristo, recobrando la intimidad que solían compartir.

La azotea encantó a la modelo. Los vecinos del inmueble la tenían acondicionada como solarium, con hamacas coloristas, mesitas de jardín, y celosías de madera para desanimar los mirones.

― ¡Estos apartamentos son una pasada! – exclamó, dejándose caer sobre una de las hamacas. – ¡Un edificio rosa! ¡Madre mía! ¿Por qué?

― Todos los vecinos son gays – se encogió de hombros Cristo, sentándose en un butacón de mimbre.

― ¡Claro! Soy tonta. Esto es el Village – se rió. — ¿Y qué hace tu chica entre tantos gays?

― Ella también lo es, de cierta forma.

― ¿Bisexual? – Calenda mostró una sonrisita.

― No, transexual – dijo Cristo, en un soplo.

Los ojos de la modelo se abrieron y mucho.

― No me digas que…

Cristo asintió.

― ¡Es guapísimo! ¡No se nota en absoluto! – exclamó ella.

― Se considera una mujer totalmente, de los pies a la cabeza.

― ¿Y está…? – Calenda se cortó, al preguntar.

― ¿Operada? – Calenda asintió. ― No. Podría perder mucha sensibilidad. De todas formas, tiene un pene precioso – sonrió Cristo.

― No imaginaba que tú…

― ¿Qué yo qué? – se picó Cristo.

― No te enfades, porfa… que no sabía que te gustase esa rama del sexo, vamos…

― Y no creo que me guste – dijo él, muy serio.

― ¿Entonces?

― Es una larga historia.

― Cuenta. Aquí se está bien – dijo ella, retrepándose de cara al sol y cerrando los ojos.

― Está bien. Le pedí salir a Chessy, creyendo que era una chica.

― ¡Chama! ¿De verás?

― Ajá. Nos conocíamos de tontear en el Central Park, de compartir clases de Tai Chi y tal, pero nada más. Jamás imaginé que fuera un transexual.

― ¿Y lo aceptaste así como así?

― No, que va. Me reboté un tanto. Primero me marché y luego reflexioné. Finalmente, decidí darle una oportunidad. Ahora la veo como lo que es: una mujer bellísima con una polla juguetona.

― ¡Jajaja! – estalló Calenda en carcajadas. — ¿Y cómo os va el sexo?

― Las intimidades para otro día, Calenda. Ahora es tu turno de confesar ciertas cosas…

― ¿Yo?

― Si, tú. Estás fatal y necesitas confesarte con alguien. Según me dijiste, soy tu único amigo…

Calenda agachó la mirada y guardó silencio. Incorporándose un tanto, pasó el cepillo por su húmeda cabellera, lentamente. Tras un par de minutos, asintió, aceptando la sugerencia. Empezó a hablar con una vocecita casi infantil.

― Lo que voy a contarte podría hacer tambalear toda mi carrera, Cristo, así que te ruego guardar el secreto, por favor.

Cristo hizo una cruz con los dedos índices de sus manos y, posándolos sobre sus labios, los besó.

― ¡Por estas! – juró.

― Mi madre se fugó de casa cuando apenas tenía cinco años. No la recuerdo. Mi padre me crió, con la ayuda de una de sus hermanas, así como alguna que otra amante. No he tenido lo que se dice una niñez demasiado jovial. Aunque mi padre jamás me ha tocado -de forma sexual, me refiero-, si ha negociado conmigo de muchas maneras. A los catorce años, vendió mi virginidad en una subasta de amigos. A partir de ahí, cada dos fines de semana me entregaba a uno de ellos, por una buena cantidad de dinero. Al cabo de unos meses, me cedió por un año entero a una dudosa agencia de modelos de Maracaibo…

Cristo tenía la boca abierta, sorprendido por lo que la chica guardaba en su interior.

― Esta agencia vendió mi cuerpo como quiso. Junto a otras chicas, asistíamos a inauguraciones, carreras urbanas, y spots locales publicitarios. Apenas cobrábamos y los promotores tenían total libertad con nosotras. A los dieciséis años, mi padre falsificó mi documento de identidad para poder registrarme en un concurso nacional de belleza. Me presentó a dos de los jueces sobornables y me obligó a yacer varias veces con ellos. Como era natural, gané el concurso. Con ese título, mi padre negoció mi entrada en una de las más famosas agencias de modelos de Caracas, en donde empecé a darme a conocer.

“Esta fama es lo que mi padre necesitaba para prostituirme a un alto nivel, “de lujo”. Trabajaba en sesiones y publicidad, y los fines de semana alegraba la vida de ciertos tipos ricos.”

El tono de Calenda era irónico, como si sintiera asco de sí misma. Cristo apretaba los puños, asqueado también, pero por la actitud de ese padre miserable.

― Sin embargo, en la agencia, conocí a Elina, una chica de mi edad, recién ingresada en el mundillo del modelaje. Era muy dulce y algo ingenua. Nos hicimos muy amigas. Ella era de Caracas y me invitó muchas veces a comer con su familia y a pasar algunas noches en su casa. Nunca le dije nada de lo que mi padre me obligaba a hacer; me hubiera muerto de vergüenza. Al final, brotó algo más que la amistad, entre nosotras.

“Sin embargo, mi padre no vio aquello con buenos ojos. Según él, limitaba mi tiempo y mis posibilidades. Cada vez debía estar más dispuesta para mis obligaciones de prostituta. Elina, aunque era muy mona y atractiva, no tenía las mismas posibilidades que yo. Yo debía volar alto y ella, siempre según mi padre, era un ancla.”

“Por entonces, no sabía gran cosa de las asuntos de mi padre, pero había conseguido ciertos préstamos de una gente sin escrúpulos, avalados por mi prometedor futuro laboral. Así que, cuando esos tipos comprobaron que ese futuro tardaba en despegar a causa de la relación que mantenía con Elina, tomaron cartas en el asunto, aconsejados por mi propio padre.”

“Papa estaba asustado. Los plazos de los intereses vencían y yo no parecía querer subir al siguiente peldaño de la escalinata de la gloria. Decidió que él debía tomar la decisión por mí, pero debía de hacerlo de una forma en que yo no supiese de su manipulación, ya que podría repudiarlo y negarlo. Así que, un día, ordenó secuestrarnos, a mí y a Elina.”

― ¿QUÉ? – exclamó Cristo, alucinado.

― Unos individuos enmascarados nos raptaron a la salida de una pasarela, subiéndonos a una furgoneta. Nos llevaron a una hacienda y nos… vejaron de mil formas, hasta que, finalmente, fuimos filmadas y subastadas por la red. Uno de los enmascarados nos dejó bien claro que la que consiguiera la puja más alta, se salvaría de ser vendida. A cambio, trabajaría unos años para pagar la deuda contraída con ellos. La chica que perdiera, sería vendida inmediatamente. De nosotras mismas dependía nuestra libertad. Tendríamos que ser sugerentes, seductoras, y agresivas. En suma, buenas putas.”

“Elina era demasiado inocente para actuar así, y yo era toda una profesional. Estaba demasiado asustada como para dejarme vencer. Aún queriendo a Elina, la superé, sabiendo que, con ello, la estaba condenado a una vida miserable. Una mañana, se llevaron a Elina, entre lloros y gritos, vendida a unos asquerosos degenerados. Me costó mucho superar aquello. En verdad, no he vuelto a mantener una relación amorosa con nadie, ni hombre, ni mujer.”

“Mi padre niveló sus finanzas y yo despegué en mi carrera. Confié en que mi padre pagaría mi deuda con los cabrones que nos secuestraron. Entonces fue cuando me enteré de que mi padre era socio de ellos y que todo había sido ideado por él. Le odié a muerte, le sigo odiando aún, pero me tenía cogida y anulada. Llevaba demasiados años sometida a su voluntad como para liberarme de un golpe.”

“Como caída del cielo, llegó la oferta de Fusion Model Group. Podría abandonar Venezuela y venirme a Nueva York. Pensé que podría liberarme… Firmé el contrato y pretendí dejar a mi padre atrás, por crápula. Sin embargo, estaba preparado para un juego así. Me hizo chantaje con las pruebas que tenía sobre el secuestro, las terribles vivencias en aquella hacienda, y cuanto hice para superar a mi amiga y abandonarla. No pude hacer otra cosa que traerle conmigo y mantenerle como el vividor que es.”

― ¡Joder con la historia! – susurró Cristo. — ¿Lo tienes en casa metido?

Calenda asintió. Se mantenía echada hacia atrás, en la hamaca, con el rostro alzado hacia el sol y los ojos cerrados. Sin embargo, las lágrimas rodaban mansamente por sus perfectas mejillas, pero sin dar ningún sollozo. Lloraba en silencio, como si estuviera acostumbrada a hacerlo.

― Calenda – la llamó suavemente Cristo.

Ella abrió los ojos y giró el rostro hacia él, pasando la vista a su través, como si no estuviera. Sin embargo, respondió:

― ¿Si?

― ¿De dónde venías esta mañana?

― He pasado la noche con un viejo, en un apartamento frente al central Park.

― ¿Enviada por tu padre?

― Si – de nuevo brotaron las lágrimas. – Desperté en la cama, desnuda. Aquel tipo roncaba fuerte y ya no pude soportarlo más. Tenía que marcharme, huir de la influencia de mi padre. Pero no conozco a nadie en Nueva York más que a ti, Cristo.

― Tranquila, Calenda. Hiciste bien en acudir. ¿Qué piensas hacer ahora?

― No lo sé. No creo que pueda soportar más a ese parásito – dijo, encendiendo un cigarrillo.

― Seguirá haciéndote chantaje, lo sabes ¿no?

Calenda meneó la cabeza, casi con resignación. Después, se encogió de hombros, como diciendo que así era la vida que le había tocado vivir.

― Yo te ayudaré si lo deseas.

― ¿De verás, Cristo?

― Si, pero solo si me aseguras que estás dispuesta a enfrentarte a tu padre. No servirá de nada lo que pueda sugerir, si no presentas batalla. ¿Comprendes?

― Si, Cristo. Eres mi caballero con armadura – dijo, alargando la mano para atrapar la de Cristo y apretarla dulcemente.

Con una sonrisa, inclinó la cabeza y depositó un par de besitos sobre la pequeña palma del gitano, sumamente agradecida.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (10)” (POR JANIS)

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prostituto por errorLos Juegos del Hombre.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloMe despierto con los primeros rayos de sol de la mañana, como cada día. En el Distrito 12, quedarse en la cama hasta media mañana es un lujo que no nos podemos permitir. La vida es bastante dura en La Veta, entre minas de carbón y hierro.

Hoy es el día de la Cosecha; hoy es el día del año en que te juegas tu futuro, si tienes menos de veinte años. Hasta el aire huele diferente en un día como el de hoy.

Cuando bajo, mi madre está despachando pan, como cada día, pero la clientela, habitualmente dicharachera, está silenciosa, mirándose furtivamente unas a otras. Mi padre, en la trastienda, se ocupa del horno sin tararear sus famosos gorgoritos. Todo es distinto en el día de la Cosecha.

Me llamo Cristo y hoy es un día a dejar atrás cuanto antes.

¿Queréis que os cuente la historia? Bueno, esto, antiguamente, esto era un continente llamado Europa, donde vivían millones de personas. Pero tras una sucesión de calamidades –sequías, tormentas, incendios, mares que se desbordaron y tragaron gran parte de la tierra, y la brutal guerra que acaeció para hacerse con los recursos que quedaron-, el resulto fue Panem, un reluciente Capitolio rodeado por trece distritos, que llevó la paz y la prosperidad a sus ciudadanos.

Entonces llegaron los Días Oscuros, la rebelión de los distritos contra el Capitolio. Derrotaron a doce de ellos y aniquilaron al decimotercero. El Tratado de la Traición nos dio unas nuevas leyes para garantizar la paz y, como recordatorio anual de que los Días Oscuros no deben volver a repetirse, no dio también los Juegos del Hombre.

Las reglas de los Juegos del Hombre son sencillas: en castigo por la rebelión, cada uno de los doce distritos debe entregar un chico y una chica, llamados “tributos”, para que participen. Los veinticuatro tributos son encerrados en un enorme palacio con jardines y cientos de habitaciones. Una vez dentro, los participantes tienen que relacionarse y lidiar con las trampas instaladas, hasta alcanzar la meta deseada. Todo se convierte en una lucha sexual, tanto el entorno como los contrincantes que dispone el Capitolio. Los jugadores pueden formar alianzas o bien engañarse mutuamente. Al final, gana quien quede en pie y con libertad de movimientos.

“Entregad a vuestros hijos y obligarlos a yacer para gloria del Capitolio”; así nos recuerdan que estamos a su merced, derrotados y subyugados. “Mirad como nos llevamos a vuestros hijos y los sacrificamos sin que podáis hacer nada al respecto. Si levantáis un solo dedo, os destrozaremos a todos, igual que hicimos con el Distrito 13.”, ese es el mensaje.

Desde que las niñas tienen su primera menstruación y los niños su primera polución nocturna, sus nombres pasan a engrosar el contenido de las dos enormes bolas de cristal que se guardan en la alcaldía. Cuando cumplen los veinte años, esos nombres son retirados. Para que resulte más humillante, el Capitolio exige que tratemos los Juegos del Hombre como una festividad, un acontecimiento deportivo y social en el que los distritos compiten entre sí. Al tributo ganador se le recompensa con una vida fácil y su Distrito recibe premios, sobre todo maquinaria y tecnología, y suficientes subclones para garantizar la producción del distrito. Los subclones son baratos de producir, pero la población humana está degenerando últimamente. Hay menos niños y la vida es dura para los distritos más exteriores. Por eso mismo, los Juegos premian las relaciones sexuales y la fertilidad.

Por otra parte, todos los derrotados que queden con vida en los Juegos, pasan a pertenecer al distrito vencedor. Algunos han quedado tocados irremediablemente por las drogas o los productos químicos que se utilizan en ciertas pruebas, y otros han perdido la vida. Como he dicho antes, los Juegos cambian tu futuro, de la forma que sea.

Mi padre me pone la mano en el hombro, sorprendiéndome. Me giro y nos sonreímos. Quiere hacer que crea que está orgulloso de mí, pero veo el miedo en sus ojos. Nunca he sido un chico fuerte ni alto. Soy más bien un renacuajo debilucho, con cara de niño asustado, pero dispongo de un arma secreta, y él lo sabe. Mi madre, tras despachar a sus clientes, se acerca también y me abraza.

― ¿Te has lavado detrás de las orejas? – me pregunta, con lágrimas en los ojos.

― Zi, máma y también debajo de los huevesillos – le contesto, con una sonrisa.

― Bien, hijo, casi es la hora. Tenemos que ir a la plaza – susurra mi padre.

La plaza está abarrotada y los murmullos se elevan como si burbujeasen. Las dos grandes esferas de cristal ya están colocadas sobre la tribuna, a pie de la alcaldía. El acalde está de pie, al lado de una de ellas. Un poco más al fondo, sentada en una silla, se encuentra Effie Trinket, la acompañante del Distrito 12, recién llegada del Capitolio, con su aterradora sonrisa blanca, el pelo rosáceo y un traje verde primavera. El carraspeo del alcalde, amplificado por el sistema, acalla a la gente, haciendo que presten atención. Va a comenzarla Cosecha.

Primeramente, el hombre lee la lista de los habitantes del Distrito 12 que han ganado en anteriores ediciones. En setenta y cuatro años, hemos tenido exactamente dos ganadores, y solo uno sigue vivo: Haymitch Abernathy, un barrigón de mediana edad que, en estos momentos, aparece berreando y se tambalea en la tribuna, dejándose caer en la silla que está al lado de Effie. La multitud aplaude a su antiguo héroe, pero el hombre, aturdido, prefiere meterle mano a la escandalizada acompañante. El alcalde agita la cabeza, con disgusto. Todo está retransmitido en directo y el Distrito 12 será el hazmerreír de Panem. Intenta arreglar la situación presentando a Effie Trinket, quien se levanta rápidamente, siempre alegre y saluda:

― ¡Felices Juegos del Hombre! ¡Y que la suerte esté siempre de vuestra parte! – exclama, agitando una mano, con la peluca rosa medio torcida por el sobeo de Haymitch.

Me desentiendo del discurso de Effie y paseo la mirada por el gentío. Todo el mundo tiene el semblante serio y preocupado. Hoy cualquier familia puede perder un hijo o una hija. Una de las costumbres instaladas por el Capitolio tiene que ver con las faltas. Si un chico o una chica, en edad de participar en la Cosecha, comete una falta, su nombre es nuevamente añadido a la lista, por lo que la posibilidad de ser escogido aumenta. Cuantas más faltas, más posibilidades. Y no hablemos ya si comete un delito. Dependiendo el grado, su nombre es introducido entre diez y cien veces.

El mío, en particular, está varias veces repetido, calculo que veinticinco veces, al menos. Tuve una época traviesa…

― ¡Las damas primero! – exclama Effie, iniciandola Cosecha.

Su mano se introduce en la bola de cristal de las chicas. Mete la mano hasta el fondo y saca un trozo de papel. La multitud contiene el aliento. Effie alisa el papel y con voz clara, exclama:

― ¡Primrose Everdeen!

Las microcámaras flotantes y los nanomicros recogen perfectamente su voz y su imagen. Me quedo alucinado. ¡La pequeña Prim ha sido escogida! ¡No puede ser! En apenas unos segundos, tal como sospechaba, escucho su voz:

― ¡Me presento voluntaria! ¡Me presento voluntaria como tributo!

Su hermana mayor, Calenda, la salva de la Cosecha. Prim tiene doce años, es su primera Cosecha. No tendría ninguna oportunidad. Calenda se ofrece a reemplazarla, como permiten las reglas. Se eleva un fuerte murmullo entre el público. Calenda es la chica más hermosa del Distrito, una hermosa y perfecta diosa de diecinueve años, algo salvaje y orgullosa. La chica que me hace palpitar desde hace tiempo. ¡Puta mala suerte!

Prim se abraza a su hermana, colgándose de su cuello. Las dos lloran. El novio de Calenda consigue apartar a la hermanita. Es un tipo guapo, alto y fuerte. Todo lo que yo no soy. Cuando Calenda sube a la tribuna, nadie aplaude, ni vitorea. En silencio, toda la gente de la plaza hace la señal de respeto, yo incluido. Nos llevamos tres dedos sobre los labios y presentamos la mano alzando el brazo. La chica le gusta a todo el mundo y están apenados por ella.

Effie, tras presentarla a las cámaras, se acerca a la bola de los chicos para sacar al compañero de Calenda en los Juegos, y el silencio se adueña de nuevo de la plaza.

― ¡Cristóbal Heredia!

Casi me caigo de culo. La mano de mi padre me sostiene por el cuello. Mi madre chilla débilmente. ¡No me jodas! Mi corazón amenaza con estallar. ¡Voy a ir a los Juegos del Hombre con Calenda! Creo que podría sentirme hasta feliz.

_____________________________________________________________

Todo sucede muy rápido que apenas recuerdo haberme despedido de mi familia. Nos encontramos en un tren muy veloz que traga millas hacia el Capitolio. Tomamos contacto con nuestro entrenador Haymitch y comprobamos que, a pesar de ser un borrachín, en un tipo que sabe lo que se hace con respecto a los Juegos.

Tras pedirle a Calenda que se desnude, Haymitch palpa con atención y placer cada pulgada de su piel. Aprovecho para echar unos cuantos vistazos a ese espléndido cuerpo. Después me toca el turno. Al parecer no le da importancia que yo sea un chico. Me soba lentamente la polla, haciéndola crecer. Sorprendo, en un par de ocasiones, a Calenda mirándome la entrepierna. Ya os dije que disponía de un arma secreta, ¿no?

El propio Haymitch se queda un tanto embelesado cuando mi pene adopta sus medidas reales con la excitación. Soy pequeñito y delgadito, pero esa porción de mi cuerpo tiene personalidad y peso propio; un grueso miembro de veintidós centímetros de largo.

― Bueno, me parece que esto nos va a asegurar unos cuantos patrocinadores – se ríe Haymitch. — ¿Qué piensas, Calenda?

― Estoy segura de que será así – asiente ella.

Nos ponemos al día entre nosotros. Calenda cuenta las experiencias que ha tenido con su novio. Aunque nuestra sociedad rechaza todo anticonceptivo, es costumbre impedir el embarazo mientras se está en edad de participar en la Cosecha. Para ello, la sodomía suele ser la mejor salida para las relaciones sexuales entre novios. Calenda afirma tener bastante experiencia en ello, así como en sexo oral.

Nada más escucharla decir aquello, me pone burro. ¿Qué queréis que os diga? Es mucha mujer.

― ¿Y tú? – me pregunta Haymitch.

La verdad es que no he tenido muchos encuentros amorosos fuera de mi… círculo. No soy un tipo que vaya enamorando chicas, aunque he tenido varios asuntillos con algunas clientas. Me van bastante las maduritas. Pero, me va aún mejor con el círculo familiar…

La cosa empezó con una de mis tías, viuda, con la que me veía cada viernes. Después fueron sus hijas, y, con ellas, otras primas lejanas. Finalmente, mi hermana mayor tomó la costumbre de llamarme a su casa, cada vez que su marido salía de viaje.

Todas me dicen que soy como un osito de peluche, pequeño, suave y consolador.

Calenda mi mira con los ojos muy abiertos, sorprendida por mi confesión. Me encojo de hombros, queriendo hacer hincapié en que no es culpa mía si me buscan.

― Está bien. Creo que este año puedo contar con dos chicos con experiencia y resistencia – se frota las manos nuestro preparador.

Tras un día entero de viaje, llegamos al Capitolio, donde nos llevan junto a nuestro equipo de estilistas. Flavius, Venia, y Octavia comandan otras mujeres que pronto se ocupan de arrancarnos todo el vello del cuerpo. Nos tumban en unas camillas y nos embadurnan de un oloroso mejunje que nos exfolia y nos depila, casi al completo, salvo las cejas y el cabello. Después de eso, las pinzas se ocupan de quitar cualquier pelo rebelde que haya quedado atrás.

Me siento raro, mirándome la entrepierna y los testículos, todo tan limpio de vello. Mi pene parece mucho más largo. Sorprendo de nuevo a Calenda observándome. Cinna, el estilista mayor, acude a vernos, así desnudos. Queda muy contento con Calenda y con su cuerpazo, pero no tiene ni idea de que hacer conmigo. Piensa usar un fuego sintético sobre unas mallas negras, para dar la impresión de que estamos ardiendo. Es algo que se le ha ocurrido, relacionado con el carbón. Seguro que mi compañera queda súper genial, envuelta en llamas, pero yo seré poco más que una brasa a su lado.

____________________________________________________________________

Llega el momento del desfile. Nos sitúan sobre un carro bellamente adornado, tirado por dos caballos tan negros que parecen pintados. Las mallas negras se nos pegan al cuerpo como guantes. Sobre ellas, flotan tenues telas amarillas y naranjas que parecen flotar en el aire a cada movimiento. Cinna se nos acerca y sonríe con complicidad.

― Vais a salir enseguida. Recuerda como te verán – dice Cinna en tono soñador –: Calenda, la chica en llamas.

― Y yo la pavesa al viento – gruño al subirme al escabel que han dispuesto al lado de Calenda, para que no parezca tan bajito.

― ¿Qué piensas de llevar ese fuego? – me pregunta ella, con un murmullo.

― Te arrancaré la capa si tú arrancas la mía.

― Trato hecho – me sonríe.

Comienza el desfile. Los himnos suenan con fuerza. Los del Distrito 1 van en un carro tirado por caballos blancos como la nieve. Están muy guapos, rociados de pintura plateada y vestidos con elegantes túnicas, cubiertas de piedras preciosas. El Distrito 1 fabrica artículos de lujo para el Capitolio. Oímos el rugido del público; siempre son los favoritos.

El Distrito 2 se coloca detrás de ellos, y luego los demás. En pocos minutos, nos encontramos acercándonos a la gran puerta por la que debemos salir. Los del Distrito 11 acaban de salir cuando Cinna aparece con una antorcha encendida.

― Allá vamos – dice y, antes de poder reaccionar, prende fuego a nuestras capas. Ahogo un grito, esperando que llegue el calor, pero solo noto un cosquilleo. – Funciona. Calenda, la barbilla alta. Sonríe. ¡Te van a adorar!

Calenda me da la mano. Se aferra con fuerza mientras salimos a la vista de la multitud que se apretuja en la amplia avenida. Nunca he visto tanta gente junta. Sus silbidos y aclamaciones me ensordecen. Sus rostros se giran hacia nosotros, olvidándose de los demás carros que nos preceden. Calenda me señala la gran pantalla de televisión en la que aparecemos y nuestro aspecto me deja sin aliento. Con la escasa luz del crepúsculo, el fuego nos ilumina los rostros; es como si las capas dejasen un rastro de llamas a nuestras espaldas.

La música alta, los vítores y la admiración me corren por las venas, y no puedo evitar emocionarme. El nombre de mi compañera está en boca de todos: Calenda, la chica en llamas.

Los carros nos llevan justo hasta la mansión del presidente Snow. La música termina con unas notas dramáticas. El presidente, desde la escalinata, nos da la bienvenida oficial. Lo tradicional es que enfoquen las caras de todos los tribunos durante el discurso, pero veo que mi compañera sale más de la cuenta. Sin duda es la más hermosa de todas las participantes.

Tras esto, nos internan en el centro de entrenamiento. Muchos de los tributos nos miran con odio. Empezamos bien, coño. Calenda aún me tiene cogido de la mano. El centro de entrenamiento es una torre diseñada exclusivamente para los tributos y sus equipos. Este será nuestro hogar hasta que comiencen los Juegos. Cada distrito dispone de una planta entera, solo hay que subir a un ascensor y pulsar el botón correspondiente. Como es natural, el nuestro es el piso 12.

Abajo, en unos grandes sótanos, es donde se ubican las salas de entrenamiento, llenas de extraños aparatos, colchones, y armarios llenos de instrumentos eróticos. Durante una semana, entrenaremos y tendremos clases con educadores especialmente preparados para ello. Habrá tres días para que los tributos entrenen juntos. Así mismo, la última tarde, tendremos la oportunidad de actuar, en privado, ante los Vigilantes de los Juegos.

Cuando entramos en el “gimnasio”, por primera vez, somos los últimos en llegar. Los otros tributos están reunidos en un círculo muy tenso, con un número pintado sobre uno de los brazos, el de su distrito. Inmediatamente, nos pintan el nuestro con un artilugio.

En cuanto nos unimos al círculo, la entrenadora jefe una mujer alta y atlética llamada Atala, da un paso adelante y nos explica el horario de entrenamiento. En cada puesto, habrá un educador experto en la materia en cuestión. Podemos ir de una zona a otra como queramos, aprendiendo y practicando. Está prohibido entrenar con un tributo de otro distrito. Si necesitamos ayudantes, disponemos de subclones.

No puedo evitar fijarme en los demás chicos. Casi todos ellos y, al menos, la mitad de las chicas, son más altos que yo. Espero que los encuentros con mis primas me hayan servido para algo.

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La primera clase a la que Calenda y yo asistimos, versa sobre los puntos de placer del cuerpo humano. La verdad es que conocía los más elementales, como el clítoris, la vagina, los pezones, y el ano. Pero no acaban ahí. Nos hablan sobre el cuello y la nuca, la parte baja de la espalda, el punto G y la próstata, y, finalmente, varios puntos en los pies y detrás de las rodillas. Es bueno saberlo, para cuando se acabe el combustible primario.

Los Juegos no solo se basan en pasar las pruebas y sobrevivir, sino que también puntúan con los orgasmos obtenidos o entregados, así como las técnicas usadas, o las estrategias realizadas. Todo aparecerá analizado por los distintos chips que nos inocularán en el cuerpo y que recogerán cada una de nuestras sensaciones, movimientos, y palabras.

Un tipo de piel oscura y miembros sarmentosos nos enseña a respirar para reservar fuerzas. Lo llama sexo tántrico y le pillo el truco enseguida. Esa técnica casi parece hecha para mí, pero Calenda no consigue concentrarse y se aturrulla, por mucho que lo intente. En un aparte, la chica me pide que sigamos entrenando juntos. Con el rostro arrebolado por la vergüenza, me explica que entrenándose con un miembro como el mío, obtendría mucha ventaja sobre los demás. Tiene razón y nos fijamos más en los otros tributos, analizando lo que hacen y cómo lo hacen.

Al día siguiente, toca entrenamiento privado. Nos centramos en los tríos. Ponen a nuestra disposición dos avox, esclavos del Capitolio a los que han anulado la función del habla. Se trata de un chico rubio, de unos veinte años, delgado y flexible, y una chica de pelo rojo y figura opulenta. Dejo que Calenda caliente un poco con mi cuerpo, hasta ponerme el pene erguido, antes de llamar al chico. Parece que Calenda se adapta muy bien a los tríos, aceptando, casi de principio, una doble penetración, que la lleva a un fortísimo orgasmo.

Tengo que salirme a toda prisa para no correrme dentro de ella, demasiado excitado por sus gemidos. Jadea y gime como un cachorrito lastimoso. Me recupero rápidamente y despido al avox y llamo a la chica.

― No zé zi has estado con alguna chica, Calenda.

― No, jamás.

― Deberías probar ahora…

Se encoge de hombros mientras la esclava pelirroja se arrodilla ante ella.

― Primero despasio, dulsemente – susurro, empujando a la esclava por el cuello para que pose sus labios sobre Calenda.

No me pierdo detalle de cómo las bocas femeninas se unen, como sus labios se mordisquean, se aspiran, hasta que, con un impulso, Calenda desliza su lengua en el interior de la boca contraria.

― ¿Qué te parese? – pregunto.

― Es más suave que la de un chico – sonríe ella, apartándose un poco y guiñándome un ojo. – Debo probar más…

Sus manos se aprestan a repasar los mórbidos senos de la avox, deslizándose por sus flancos y sus caderas, hasta apoderarse del interior de los suaves muslos. La avox adelanta sus caderas, buscando el contacto de la mano de Calenda en su sexo.

― Ah… está toda mojada – me dice mi compañera, al palpar el sexo de la esclava.

― Métele un dedo y después llévatelo a la boca. Zaboréala…

Me mira, sin estar muy segura de lo que le pido, pero acaba cediendo, quizás llevada por la curiosidad. Verla chupar su dedo mojado activa una erección en mí. Es de lo más excitante que he visto.

― ¿Te atreves a lamerla ahí?

― Creo que podré soportarlo – contesta, tumbando a la avox de espaldas y abriéndole las piernas.

Puede que Calenda no se haya comido nunca un coño, pero me da la sensación que está haciéndole a la pelirroja lo que le gustaría que le hicieran a ella. En apenas tres o cuatro minutos, la tiene botando al extremo de su lengua. Aunque no puede pronunciar palabras, sus gemidos y grititos me cautivan. Me tumbo a su lado, con la mano en la mejilla, observando muy de cerca su expresión de gozo.

Creo que sus ojos me lo agradecieron. Cuando no puede más, aparta la cabeza de Calenda, quien alza el rostro, relamiéndose. Me mira y sonríe con picardía.

― ¿Ahora me lo hace a mí? – pregunta con voz aniñada.

― Zi, por zupuesto, y yo le daré por detrás…

Mientras enculo a la pelirroja, admiro la cara de puta que se le pone a Calenda cuando le comen el coño, bien comido. Es una ventaja de que acepte de esa forma jugar con otra chica. Nos puede ayudar bastante.

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Tenemos otro entrenamiento conjunto, en el que debemos estar desnudos y hacer el amor con nuestro compañero de distrito, ante los ojos de todos los demás. Me doy cuenta que los chicos cuentan para sí el tiempo que estoy martilleando sobre Calenda. Procuro acabar mucho antes de lo que puedo aguantar. La chica del Distrito 2 no me quita la mirada de encima. ¿Envidia?

Durante la velada, Haymitch nos cuenta cómo fueron sus Juegos y cómo consiguió ganar, con astucia y resistencia.

Cuarto día de entrenamiento, esta vez a solas. Haymitch y Effie se unen a los cuatro avox que nos han enviado, para escenificar una orgía. El borrachín me demuestra que tiene una buena técnica y bastante aguante aún. Effie es multiorgásmica y no para de correrse, casi a la menor caricia, con esas risitas tontas.

Quinto día de entrenamiento, otra vez todos juntos. Nos informan de los peligros y criaturas aparecidos en ediciones anteriores. Nos dicen cómo esquivarlos y cómo resistir. Algunos me estremecen. Esa misma velada, Haymitch se ofrece para desvirgarme analmente. Acepto porque sé que me será útil, pero no me entusiasma lo más mínimo. Consigo que Calenda me ayude con su presencia.

Sexto día de entrenamiento. De nuevo solos. Buscamos encontrar nuestro límite de resistencia. Estamos follando siete horas y Effie nos trae dos veces comida y líquidos.

El último día, antes del comienzo de los Juegos. Es el día de la entrevista.

El Círculo de la Ciudad está más iluminado que un día de verano. Han construido unas gradas elevadas para los invitados prestigiosos, con los estilistas colocados en primera fila. También hay un gran balcón reservado para los Vigilantes. El enorme Círculo central de la Ciudad y las avenidas que desembocan en él, están atestados de gentío en pie. En las casas y en los auditorios municipales de todo el país, todos los televisores están proyectando lo mismo.

Caesar Flickerman, el hombre que se encarga de las entrevistas desde hace más de cuarenta años, entra en el escenario. Da un poco de miedo, porque su apariencia no ha cambiado nada en todo ese tiempo. En el Capitolio disponen de cirujanos que hacen a la gente más joven y delgada, mientras que en el Distrito 12, parecer viejo es un logro, pues muchos mueren jóvenes. El presentador cuenta algunos chistes para calentar el ambiente y después entra en faena.

La chica del Distrito 1 sube al escenario con un provocador vestido transparente dorado y empieza su entrevista. Está claro que su estilista no ha tenido ningún problema al elegir su enfoque: con ese precioso cabello rubio, los ojos verde esmeralda, un cuerpo alto y esbelto…, es sexy por donde la mires. Pero Calenda lo es más.

Las entrevistas duran tres minutos, pasados los cuales, resuena un zumbido y sube el siguiente tributo. Hay que reconocer que Caesar hace todo lo posible para que los tributos brillen y luzcan sus personalidades, además de sus cuerpos.

Llaman a Calenda Everdeen y ella sube con el fantástico vestido que Cinna le ha preparado, dejando incluso al presentador embobado.

― Bueno, Calenda, el Capitolio debe de ser un gran cambio, comparado con el Distrito 12. ¿Qué es lo que más te ha impresionado desde que estás aquí?

Calenda se queda un momento alelada con la ovación del público que aún sigue, en honor a su cuerpazo. Caesar debe repetir la pregunta.

― El chocolate caliente – responde, arrancando una carcajada del presentador.

― Cuando apareciste en el desfile, se me paró el corazón, literalmente. ¿Qué te pareció aquel traje?

― ¿Quieres decir después de comprobar que no moría abrasada? — Risas sinceras del público resuenan. – Pensé que Cinna era un genio, que era el traje más maravilloso que había visto y que no me podía creer que lo llevara puesto. Tampoco puedo creer que lleve este. ¡Fíjate!

Calenda se levanta, da un giro completo y la reacción es inmediata. La larga falda roja, de escamas brillantes, desaparece, mostrando entre altas llamas que parecen brotar del mismo suelo, las magníficas piernas desnudas de la chica. Caesar silba, impresionado. La gente silba y chilla. Calenda se los ha ganado a todos.

― Volvamos al momento en que dijeron el nombre de tu hermana enla Cosecha– sigue Caesar, en un tono más pausado. – Tú te presentaste voluntaria. ¿Nos puedes hablar de eso?

― Mi hermana solo tiene doce años, sin ninguna experiencia. No podía dejarla participar. Al menos, yo dispongo del compañero perfecto para estos Juegos – me deja con la boca abierta, por el giro que ha tomado.

Me toca a mí subir. Caesar me da la mano, que estrecho firmemente. Tras un par de bromas sobre baños calientes que huelen a rosas, me hace la preguntita:

― ¿Por qué Calenda dice que eres el compañero perfecto para estos Juegos?

― Porque llevo enamorado de ella desde que tengo uso de razón, pero nunca me he atrevido a decírselo hasta que la Cosecha nos unió.

― ¿Esa es una razón? – me pregunta entre los “oooh” del público.

― Yo creo que si. Si quiero hacerla mi compañera, tenemos que ganar los Juegos; debemos follar juntos para poder edificar nuestro futuro.

Contemplo mi rostro en la gran pantalla. Ha sonado convincente y asombroso. Somos la primera pareja que participa en los Juegos del Hombre y eso le encanta a la gente.

______________________________________________________

Procuro no comerme las uñas, dentro del tubo de lanzamiento. Visto unos estúpidos pantalones cortos, que se pegan como una malla, de un tono oscuro y mate, así como una holgada camisola blanca. Estoy descalzo. Me han dicho que dentro de la mansión, no hace falta calzado, todo son maderas suaves y alfombras.

Según Haymitch, cuando llegue el momento, el suelo del tubo me alzará hasta alguna dependencia de la mansión, dejándome allí, solo. Deberé reunirme con Calenda, buscándola por los pasillos y estancias, enfrentándome a lo que surja solo. “Gira siempre a la izquierda.”, ese es el consejo de mi mentor, como si recorriera un laberinto. Él sabrá, ya que ha estado aquí antes, aunque tengo entendido que la mansión cambia a cada año.

El súbito zumbido penetra en mis nervios. Ha llegado el momento. El ascendente suelo me iza hasta que estoy en una estancia, amplia, medio en penumbras. Un fuego arde en una chimenea. Delante de ella, tumbada en un diván, una sensual y madura mujer me sonríe. Su rotundo cuerpo está cubierto tan solo por un sutil camisón, que pronto se desliza hasta el suelo.

Busco una salida de la estancia. Solo hay una puerta, a espaldas de la mujer, pero dos leopardos están tumbados ante ella, sujetos por una cadena. ¡Coño con los gatitos!

La mujer se incorpora y se queda sentada, mirándome. Se abre de piernas, exponiéndose para mí, y, agitando un dedo, me llama. No me queda más remedio que obedecer.

― Solo existe una forma de pasar entre mis acompañantes – me dice suavemente, señalando los felinos-, pues yo soy su dueña. Siéntate a mi lado, jovencito…

No me gusta que me llamen jovencito, pero no está la cosa como para quejarse. Me siento a su lado y la mujer me abraza, metiéndome la lengua en la oreja, haciéndome cosquillas.

― He apostado por ti, querido – me susurra muy bajito, asombrándome. – Imprégnate de mí…

Comprendo enseguida lo que intenta decirme. Mis padres han tenido cerdos toda la vida. Los cerdos se acostumbran a seguir el olor de quien les da de comer…

Mi boca se apodera de la suya, con ansias, haciéndola gemir, entremezclando nuestras lenguas. Me lanzo a recorrer todo su cuerpo con mi boca, mientras ella me arranca la camisola. Cuando llego a su entrepierna, la madura mujer ya respira agitadamente, deseosa de mi lengua. Descubro que posee dos clítoris, uno de ellos, implantando quirúrgicamente, a la entrada de su vagina. Divido la atención de mi lengua entre los dos, cada vez con más rapidez, a la par que introduzco hasta tres dedos en su sexo. La mujer grita y se contrae con la explosión de su primer orgasmo. Su cuerpo vibra y suda, al calor de las llamas. No me detengo más que para tomar aire. Sigo lamiendo y acariciando hasta que sus humores desbordan su vagina, llenando mi mano hasta la muñeca y chorreando por mi barbilla.

La dejo resoplando y recuperándose. Recojo del suelo mi camisola y, sin ponérmela, avanzo en dirección de los leopardos, adelantando mi mano derecha, aún mojada. Los peligrosos felinos me bufan, pero husmean el aroma más interno de su ama, y ni siquiera se levantan del suelo. Con un suspiro de alivio, abro la puerta y la cruzo, cerrándola enseguida. Apoyo la nuca sobre ella, recuperando mis nervios, con los ojos cerrados. Recuerdo que todo el mundo está viendo mis reacciones, recogidas por las microcámaras que flotan, casi invisibles, a nuestro alrededor. Mis padres, mi familia… Debo de mantener el tipo. Esto es como una función de teatro del colegio, pero a lo bestia. La idea me hace sonreír.

Abro los ojos y me enfrento a un gran vestíbulo con dos escaleras diagonalmente opuestas. No parecen conducir al mismo sitio. Tanto los peldaños como el suelo del vestíbulo, están recubiertos de mármol blanco. Los pies se me quedan fríos. ¿No habían dicho que habría alfombras? Me decido por la escalera de la izquierda. Habrá que hacer caso de Haymitch. Desemboco en un corto pasillo con cuatro puertas. Tanteo los picaportes. Dos de las puertas están abiertas. En una, un lujoso cuarto de baño; la otra da a una cómoda salita, con otra chimenea encendida y un sillón ante el fuego. Una mesa, contra la pared, está cubierta de pasteles y bollos. Estoy tan nervioso que vomitaría si me echara algo al estómago. Recorro el pasillo hasta que gira a la derecha y se me escapa un reniego.

― ¡Me cago en la puta! – exclamo, al contemplar el larguísimo y estrecho pasillo que se abre ante mí.

No medirá más de metro y medio de ancho. Apenas caben dos personas, hombro con hombro. Así, a ojo, calculo que medirá doscientos metros de largo, pues llega un momento en que mi vista no distingue el espacio entre las paredes y parece que se unen. Está iluminado por pequeñas bombillas, situadas a cada cinco metros, lo cual genera cierto ambiente suave. Apenas hay puertas, cada una separada de una cincuentena de metros, en distintos muros. Un pasillo tan estrecho y tan largo, no me da buena espina. Es el sitio perfecto para una trampa. Así que recorro con mucho cuidado la distancia hasta la primera puerta. Compruebo que no está cerrada y la abro con cuidado. Tan solo una rendija…

― ¡Josú, shiquilla! – no estoy quedando muy bien para los espectadores con los sustos que me estoy llevando.

En la rendija de la puerta ha aparecido un ojo, y luego el rostro de una chica. Abro más la puerta y me encuentro con la chica del Distrito 8, una de las jugadoras más jóvenes de este año. No tendrá más de catorce años, con un aire de inocencia que te desarma. De cabello claro peinado en dos coletas y unos inocentes ojos azules, me mira con miedo. Viste un pantalón como el mío, pero mucho más corto, que deja casi al aire la curva inferior de su trasero. En vez de una camisola, lleva una camiseta que se pega a su incipiente pecho.

Echo un vistazo a la habitación donde se encuentra, y vuelvo a asombrarme. Es otro pasillo tan estrecho y largo como el que nos movemos.

― ¿Vienes de tu tubo de lanzamiento? – le pregunto.

― Si – responde, estrujándose las manos. No quiero ni preguntarle por su prueba de entrada. A saber lo que le ha tocado, ya que está muy nerviosa.

Cierro la puerta y sigo andando por el pasillo. La chiquilla me sigue como un perrito abandonado. Suspiro y me giro hacia ella.

― ¿Cómo te llamas?

― Jackie Garou.

― Yo zoy Cristo. ¿Quieres venir conmigo, Jackie?

Su rostro se anima una barbaridad y su sonrisa es increíble. Asiente con fuerza y se aferra a mi mano, cuando se la extiendo. La segunda puerta con la que nos encontramos es una réplica de la primera, otro pasillo salvo que en otra dirección. Decido seguir con el pasillo original.

De repente, escuchamos como resuena el paso marcial de muchas botas, avanzando en nuestra dirección. Miro en ambas direcciones, pues nos encontramos en la mitad del recorrido del pasillo.

― Vienen por allí – me indica Jackie, señalando en la dirección de donde yo llegué. Efectivamente, puedo vislumbrar luces movedizas, pero poco más.

Tiro de la mano de la chiquilla, echando a correr. Tenemos que alcanzar la siguiente puerta, antes de que nos detecten. Esta vez no es un pasillo lo que esconde la puerta, sino apenas un nicho de un metro cuadrado. Así que nos apretujamos los dos, en la oscuridad, hasta que me doy cuenta que nos encontramos en el ángulo recto de un pasillo aún más estrecho, pero que parece serpentear. Una débil luminosidad nos permite percibir las paredes, a medida que los ojos se acostumbran a la oscuridad. Insto a Jackie a que siga andando. El estruendo de las botas está ya muy cerca. El pasillo se acaba enseguida. Dos escalones nos llevan al interior de una cámara sin más puertas e iluminada por varios apliques como los del pasillo primario. Una pequeña fuente cantarina sobresale de la pared y Jackie se arrodilla ante ella, bebiendo con ganas. Eso y una mesita baja es lo único que hay en la habitación, que es rectangular y de medianas dimensiones.

Yo también me arrodillo a beber y salpico un poco la carita de Jackie. Las gotas de agua se mezclan con las pecas que tiene sobre la nariz. Ella se ríe, algo aliviada, pero se queda muy seria, de repente.

― El p-pasillo – balbucea.

Me giro y compruebo que no hay rastro del hueco por el que hemos venido. Estamos encerrados entre paredes. En ese mismo momento, resuena un agudo y estridente PING, que se clava en el cerebro. La chiquilla y yo nos miramos, pues sabemos lo que significa. Un nuevo PING nos sobresalta. Esperamos un tercero, conteniendo el aliento, pero no llega. Dos de los Jugadores han caído, quizás muertos, heridos, o atrapados, derrotados por los peligros de la mansión. Aún es pronto para que juguemos los unos contra los otros.

― Revisa la habitación si no quieres que nosotros seamos los próximos pings – le meto prisa.

Le damos un par de vueltas a la estancia, sin descubrir nada, hasta que los jóvenes ojos de Jackie de fijan en la fuente.

― ¡Hay algo escrito aquí! – exclama.

Me acerco y me doy cuenta de que el agua ha dejado de manar de la pequeña copa de metal que culmina la fuente. En el brillante metal, hay algo escrito, que me cuesta descifrar.

― “Nesezitarás llenarme de vida” – leo finalmente. — ¿Vida? ¿Qué vida?

― Podría ser sangre – aventura Jackie.

― Zi, podría, pero… estos zon unos Juegos eminentemente zexuales, ¿no? ¿En qué hay más vida que en el ezperma de un hombre? — Decido intentarlo. De todas formas, siempre habrá tiempo de cortarnos una vena si me equivoco…

Me bajo el pantalón corto con un gesto decidido, aferrando mi pene con la mano. Jackie se queda con la boca abierta para, inmediatamente, girar la cabeza para otro lado, sofocada. Agito mi miembro para ganar dureza, pero no es ni el lugar adecuado, ni la ocasión perfecta para una paja. ¡Ya me diréis!

― Cristo…

― Ahora no, Jackie… me tengo que consentrar…

― Cristo, las paredes… se mueven…

Abro los ojos y detengo mi mano. Observo con atención y compruebo que es cierto. De manera casi imperceptible, las paredes se están cerrando sobre nosotros. Tenemos un tiempo límite, así que necesito ayuda.

― Jackie, yo zolo no podré haserlo a tiempo. Nesezito que me ayudes…

Ella asiente, aún pudorosa, y gatea hasta mí. Con el rostro enrojecido, aferra mi miembro morcillón y comienza a menearlo con suavidad. Por la forma de hacerlo, no tiene apenas experiencia. Quizás, tan solo lo que haya entrenado con su compañero. Sin embargo, verla arrodillada ante mí, con el miedo en los ojos y el ansia de vivir en sus mejillas, me hace trempar rápidamente.

― Azí, muy bien… aprieta el capullo, cariño, con fuerza que no ze rompe – le digo, roncamente.

El deslizamiento de las paredes cobra velocidad. Jackie gime de miedo.

― Debes darte más prisa, Jackie. Uza la boca, pequeña, para ayudarte.

― Me da asco, Cristo – me mira, con angustia.

― Bueno, tú verás lo que escoges… el asco o la muerte…

No hace falta decirle nada más. Es una chiquilla lista y, como he dicho, con ganas de vivir. Acoge mi glande entre sus labios, succionando con fuerza, mientras sus manitas no dejan de frotar el tallo. Arranca un escalofrío de mi cuerpo. Su boca es muy cálida y jugosa, a pesar de no tener experiencia. Sin embargo, sus mismas ganas y la presión del peligro hacen que las sensaciones sean mucho más vividas.

― ¡Vale, vale, Jackie! ¡Ya puedo zolo! – la detengo y, con un par de buenos meneos, descargo en la copita de metal, casi llenándola con semen.

Escuchamos un fuerte crujido y, por sorpresa, el suelo bajo nuestros pies desaparece, cuando las paredes ya están a un palmo de nosotros. Caemos sobre una superficie flexible, que absorbe el golpe. La luz invade la nueva estancia al retirarse los oscuros crespones que cubrían las ventanas. La luz solar penetra hasta el último rincón y compruebo que estamos sobre una gran cama.

Me pongo en pie y me subo el pantalón. Miro a mi alrededor y sonrío.

― Esta es una de las zalas de las que Haymitch nos habló. El cuarto de descanzo…

― ¿Un cuarto de descanso?

― Zi, zon zalas repartidas por la manzión, donde puedes estar tranquilo, a zalvo por unas horas. Puedes dormir, comer y beber. Ziempre están llenas de alimentos. También disponen de botiquín y de un terminal – le digo mientras me dirijo a una pantalla.

La enciendo y compruebo quien ha abandonado los Juegos. El chico del Distrito 4 ha quedado atrapado por unas arpías, en el invernadero. Aún puede salir con vida de ese nido, pero no para ganar los Juegos, lamentablemente. También ha caído la chica del Distrito 9, afectada por unas esporas híbridas que se están alimentando de ella.

― Hay tres puertas para salir de aquí. ¿Con qué nos encontraremos? – comenta Jackie, llevando la mano sobre un picaporte.

― ¡NO LA ABRAS! – le grito, dejándola tan quieta como una estatua. – En cuanto acciones el puño de la puerta, la seguridad de esta habitación se esfuma. Si hay algo ahí fuera esperando, entrará.

Jackie se aparta de la puerta, temblando. Le hago un gesto para que venga a mi lado. La siento en una confortable silla y le sirvo un vaso de zumo.

― Primero comeremos algo. Después seguiremos.

Yo también tengo ganas de encontrar a Calenda. No dejo de pensar a lo que se estará enfrentando ella. ¿Estará sola? ¿Habrá hecho alianza con otros Distritos? No hay manera de saberlo, por ahora.

Los Juegos del Hombre no han hecho más que empezar.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (11)” (POR JANIS)

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cuñada portada3Una tía necesitada.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloCristo se removió como un congrio en una canasta, alterando totalmente la ropa de la cama. Sus dientes se apretaron con fuerza y sus poros destilaron sudor a toda máquina. De vez en cuando, un gemido surgía de su garganta. Estaba soñando y, lentamente, el sueño se había transformado en una pesadilla que le atenazaba el pecho y la parte baja de la espalda.

― ¡Noooo! ¡¡CALENDAAAA!! – gritó a pleno pulmón y quedó incorporado en la cama, los ojos abiertos y el rostro transfigurado. Jadeó mientras su mente reconectaba con la realidad.

Las lámparas de Faely y de Zara se encendieron casi a la vez, debajo de su piso.

― ¿Cristo? ¿Estás bien? – preguntó Faely, alarmada.

― ¿Qué pasa, primo? ¿Te has caído de la cama? – se burló un tanto Zara.

― Estoy bien, no preocuparos. Zolo ha zido una pezadilla – barbotó Cristo, secándose el sudor de la cara con la sábana.

― Pues más bien parecía que te estaban capando, coño – renegó Zara. – Vaya susto…

― Pero ya ha pasado todo – sonrió Faely, subiendo las escaleras hasta la cama de su sobrino. — ¿Verdad? ¿Quieres contárselo a tu tita?

“¡Me cago en to lo que verdeguea…! Ya está otra vez tratándome como si tuviera quince años.”, pensó Cristo, irritado aún por la pesadilla.

― Estoy bien, tita. Zolo ha zido un mal sueño, zin duda a causa de tantas palomitas que nos hemos comido en el sine – dijo él, sentándose en el borde de la cama.

― ¿Una cita con Calenda? – preguntó Zara, anudándose el corto batín, pues solía dormir desnuda, y caminando hacia la nevera.

― Naaaa… más quisiera yo… Fui con varias chicas de la agencia, entre ellas Calenda. Todas querían ver esa peli nueva, Los Juegos del Hambre.

― ¿Qué tal está?

― Está mu bien, prima. Nos jartamos de palomitas y refrescos. Después de la movie, nos fuimos a comer pizza, todos. Creo que mi estomaguito no lo ha zoportado… ezo es todo. Ziento haberos despertado, tita.

― No te preocupes, Cristo. Bebe agua – le dijo su tía, comprobando que Zara traía un vaso en la mano.

Cristo agradeció el gesto y el trago. En verdad, tenía la garganta más seca que el ojo de un tuerto. Tía Faely se inclinó y le dio un breve beso en la frente y Zara le sonrió. Desde el asunto con Phillipe, le mimaban aún más, sobre todo su tía. Quizás tenía algo que ver con el poco caso que le hacía su ama, ahora que estaba liada con su hija…

¡Dios, que cosas pasaban en América!, pensó Cristo, metiéndose bajo las sábanas mientras las chicas bajaban a sus camas.

A oscuras ya, pensó en el vivido sueño que le había acojonado tanto. ¡Parecía tan real! Puta película… No le hacía falta ir a ningún psicoanalista para que le dijera que la pesadilla era producto de sus anhelos y frustración. Hasta un gitano palurdo como él podía verlo. Calenda se le había metido en los huesos, desde el primer momento en que la vio. Ser tan buen amigo de ella no ayudaba en nada. No quería traicionar a Chessy, ni mucho menos, pero era algo que no controlaba en absoluto; algo involuntario, como el respirar o gesticular al hablar.

Además, sabía que no tenía ninguna oportunidad con ella, así que no se planteaba sus reacciones como un engaño. Le había sugerido a Chessy salir con el grupo de la agencia: Alma, Marie la peluquera, Sally, de Contabilidad, May Lin y Calenda. La idea surgió en el trabajo, entre Alma y Cristo, como siempre, pero, más tarde, varias más se apuntaron.

Chessy tenía una actualización de su licencia de masajista, o algo relacionado con eso, y no tenía tiempo. Así que le dijo a Cristo que fuera con ellas, que se divirtiera en el cine.

May Lin era la compañera de piso de Calenda, una deliciosa chinita americana de veintidós años, que era habitual en los magacines de moda ilustrada. Cristo las puso a ambas en contacto. May Lin necesitaba una nueva compañera de piso y Calenda, a su vez, necesitaba alejarse de su padre. Pero Germán, el padre de la modelo, no pensaba darse por vencido tan fácilmente. Astutamente, jugaba con el sentimiento de culpabilidad que surgía con fuerza en Calenda, y la dejó marcharse. Sabía que, al pasar los días, la modelo sentiría la necesidad de volver con él, de ser perdonada por su progenitor.

Por eso mismo, Cristo tenía que mediar y buscar actividades que apartaran de su mente tal tentación. El cine fue una más de esas actividades, ya que Calenda era muy aficionada al género de ciencia ficción, fantasía, y terror, pero jamás pensó que él mismo fuera afectado de aquella manera.

Los Juegos del Hombre… ¿En qué coño estaba pensando su enfermiza mente? ¿En serio?

Sin embargo, todo en el sueño parecía tan normal, tan real. La Cosecha, el Distrito 12, su familia de panaderos, el miedo que sintió cuando fue cosechado… y Calenda. La pasión enfermiza que se adueñó de él al acompañarla a la muerte o la esclavitud, aún bullía en su pecho.

Jackie Garou. ¿Tan enfermo estaba? Jackie era la hermana pequeña de Sally, a la que llevó al cine con todos ellos. Quería ver la película tras leer el libro. “Joder, tiene catorce años y esta noche es la primera vez que la he visto.”, pensó Cristo.

Se estremeció al evocar la terrible orgía que les esperaba a los dos cuando abandonaron el cuarto de descanso, por una de las puertas. Ésta les llevó directamente a los jardines, en donde acabaron atrapados en un gran laberinto, llamadola Cornucopia. Allí, entre altos setos que cortaban como cristales y pasadizos que se entrecruzaban en cuatro dimensiones, encontró a otros tributos, entre ellos a Calenda.

Estaban arrinconados por unos seres terribles, creados para estar siempre hambrientos de sexo: los mutos. Tenían varias formas, mezclando rasgos antropomórficos con características animales, pero con una cosa en común: un pene, grueso y largo, que arrastraban entre sus piernas, dejando un rastro continuo de lefa maloliente.

Todos trataron de pelear, de escapar, sin esperanza. No pudo mantener a Jackie a su lado. La arrastraron entre aquellos setos, que le despellejó la espalda prácticamente, entre gritos y lágrimas, hasta desaparecer. Uno tras otro, los tributos arrinconados fueron violados, masticados, o arrastrados hasta las guaridas. Cristo se debatía, arrinconado, esquivando los zarpazos como podía, contempló como Calenda era violada, una y otra vez, por dos mutos parecidos a machos cabrios, hasta no ser más que un pelele sin vida. Cristo, rodeado, indefenso, y derrotado por el dolor, gritó y aulló su nombre.

Entonces, despertó.

Ahora, minutos más tarde, daba las gracias en silencio, la mejilla sobre la almohada. Solo había sido un sueño, pero le había llenado de angustia y desazón. Más aún, había despertado en él una desconocida sensación. Era algo que le quemaba la garganta, que le hacía palpitar el pecho, que le cubría de sudor cuando menos lo esperaba. Era algo jamás experimentado antes, algo que se escapaba a su entendimiento, algo vital y primario.

Algo llamado amor.

____________________________________________

Cristo estaba desayunando en la cafetería de abajo, con Zara y Alma, cuando entró Chessy por la puerta. Cristo enarcó una ceja. No era habitual que su chica se dejara ver tan temprano. Normalmente, estaría durmiendo, o bien atendiendo una cita. Chessy sonrió y saludó a todos, al acercarse. Besó a Cristo y se sentó en una silla.

― ¿Quieres un café? – le preguntó Cristo.

― Me vendría bien, encanto. He salido de casa sin tomar nada.

― ¿Tan temprano? – preguntó Zara, quien había hecho buenas migas con la novia de su primito.

― Debía ver a un posible cliente. Es guardia en el penal de la isla de Rikers.

― ¿Has ido hasta allí? – preguntó Alma.

― Pues si. Vive allí.

― ¿En la cárcel? – le preguntó, a su vez, Cristo.

― No, tontito, en un barrio residencial. La isla de Roosevelt se ha convertido en una pequeña ciudad de servicio para el personal que trabaja en la cárcel o en las diversas instituciones que se han creado en torno a ella.

― Tonto – se burló Alma, aprovechando la pulla.

― El hecho es que se partió una cadera y debe hacer rehabilitación, pero su horario cambia cada semana, así que tendré que adaptarme a él.

Cristo sonrió, agradecido al hecho de que Chessy había aceptado trabajar con una aseguradora médica, por lo que ahora tenía mucho más clientes “normales”. Chessy le había prometido ir dejando sus servicios especiales, pero de una manera progresiva.

― Empiezo mañana, a las nueve de la noche…

― Joder, tía – se quejó Zara.

― Es cuando finaliza su turno – se encogió de hombros Chessy. – Su esposa, una señora muy simpática y parlanchina, me ha ofrecido cenar con la familia y todo. Creo que aceptaré porque cuando regrese será bastante tarde.

― ¿Así que no nos veremos en esta semana? – Cristo puso una cara de penita que las hizo reír a todas.

― Podemos vernos por la tarde, en vez de la velada. Así podrías cumplir tu promesa de llevarme a esa suculenta pastelería suiza a merendar…

― ¡Te ha pillado! – se carcajeó su prima, palmeándole el hombro.

Más tarde, de nuevo en su puesto laboral, Cristo y Alma contemplaron como la jefa acudió hasta el ascensor para esperar unos visitantes. Zara, que salió también de su despacho, se acodó en el mostrador. Su primo le preguntó, muy bajito, a quien esperaban.

― Creo que se trata de dos tipos de Odyssey.

― ¿Odyssey? ¿Los buscatesoros?

― Si – contestó Alma esta vez. – La señorita Newport estaba esperándoles. Tengo entendido que van a hacer un calendario.

― ¿Para recuperar reputación tras perder el juicio con España? – bromeó Cristo.

― Puede ser, pero creo que van a traer un cofre de auténticas monedas para el decorado – susurró Zara.

― ¡No jodas!

El ascensor se abrió, revelando a dos sujetos bien vestidos, cercanos a la cincuentena, a los que Candy Newport estrechó las manos efusivamente. Tras esto, les llevó a su despacho y, más tarde, a visitar los platós. Cristo se mantuvo alerta, pero no consiguió más detalles. Gracias a Dios, disponía de su primita para enterarse de los planes de su jefa.

___________________________________________________

― ¿Qué vamos a senar, tita? – preguntó Cristo, arrimando la nariz a la cocina.

― Había pensado en preparar una crema de verduras y una tortillita, Cristo – contestó Faely, también en español.

― ¿Tortilla de papas?

― Por supuesto, cariño. Zara se queda a cenar con Candy.

― ¿Otra vez?

― Ajá… están enamoradas.

― Yo diría encoñadas.

Faely sonrió tristemente, pero no dijo nada. Cristo no era tonto. Veía perfectamente como su tía languidecía, día tras día. Intentaba respetar el idilio de su hija, pero se sentía celosa y herida, en el fondo. Durante mucho tiempo, ella mantuvo una fuerte relación con Candy Newport; una relación muy dependiente, de ama y esclava. En estos últimos diez años, Candy había sido su única fuente de sentimientos, un cáliz donde sorber las emociones más primarias que necesitaba. Ahora, se había quedado sin guía ni consuelo. Se sentía vacía y traicionada.

Lo peor de todo es que ni Zara ni, por supuesto, Candy, se daban cuenta de ello, inmersas en su particular aventura romántica. De alguna manera, Cristo debía ayudar a su tía a remontar armónicamente su corazón. Quizás podía aprovechar esta semana, en que Chessy estaría ocupada por las noches, para cenar agradablemente con su tía. Hacía tiempo que ambos no se sentaban a charlar de sus vidas.

― ¿Te ayudo?

― ¿Cómo? ¿El gran Cristo se va a dignar a tocar un utensilio de cocina?

― No zeas zarcástica, tita. No te pega demaziado.

― Tienes razón. Hace mucho tiempo que no soy sarcástica, sino una simple esclava…

“He metido la pata, coño. Así no la ayudo. Mejor será que le cambie el tema.”, pensó Cristo, mordiéndose el labio.

― No tengo ni pajolera idea de cosinar, pero puedo ir cortando algo, ¿no?

― Vale. A pelar papas, nene…

De esa manera, cristo acabó como pinche de cocina, pelando tubérculos ante un barreño. Las patatas a un plato, las mondas al barreño. ¿Quién le iba a decir a él que luciría como su máma, con delantal de flores y todo, solo que Nueva York? ¡Cristo Heredia pelando patatas!

¡Deshonroso! Lo que tenía que hacer por la familia…

Al principio debía estar atento a sus dedos, porque la humedecida patata se escapaba y saltaba, pero, poco a poco, fue tomándole el tiento –gracias a que el cuchillo era prácticamente romo y no se podía rebanar los dedos- y consiguió charlar al mismo tiempo.

― ¿Crees que van en zerio?

― ¿Quiénes?

― Zara y Candy.

Faely lo pensó unos segundos y luego asintió, despacio.

― Mi ama no actuó nunca así conmigo.

― Bueno. A ti no tenía que enamorarte, ¿no?

― No. Yo era y soy su puta esclava. Obedezco su mínimo capricho.

Ambos quedaron callados, ocupados en sus faenas. Faely cortaba apio para completar los ingredientes de su crema.

― Tita… ¿qué zientes como ezclava? ¿Te llena?

― Es diferente a lo que puedes sentir normalmente. Yo nunca fui consciente de que era una sumisa hasta que Phillipe me sometió. En mi vida, solo cometí un acto de rebeldía: el día que abandoné el clan y me vine aquí, y quizás estaba más respaldada por mis hormonas que por mi voluntad. El caso es que enseguida me sometí a otra persona, a mi marido Jeremy, tal como lo había estado antes al pápa Diego. No sabía que era lo que buscaba, pero no me sentía completa. Nunca lo estuve con Jeremy, claro que él no era ningún amo, solo un putero. Phillipe fue el primero en hacerme rozar la perfección, y digo rozar porque, en el fondo, es otro cabrón.

― Jejeje…

― Por primera vez, me sentí sometida, dependiente de una voluntad. Podía abstraerme completamente de mi vida, de mis problemas, de mis tontos prejuicios,… de todo. Es lo mejor de ser esclavizada. No tengo que tomar decisión alguna; mi ama lo hace todo por mí y después me ordena. ¡Es una liberación!

Cristo empezó a comprender la mente de un esclavo. En el fondo, los sumisos eran personas a las que la vida, en cierto modo, les daba miedo, incapaces de adoptar un rol participativo. Gozaban al ser anulada esa presión y alcanzaban la libertad al ser oprimidas y dirigidas.

― Si el cambio fue notorio con Phillipe, resultó increíble al conocer a Candy. Ella fue un ama de ensueño: dura cuando era necesario, tierna y romántica en sus actos, e intransigente en ciertas ocasiones…

― ¿Te compartió con otras personas?

― Si, en algunas ocasiones. Candy siempre ha tenido amantes de ambos sexos, aunque las mujeres atraen más su vena romántica. Suele considerar los hombres como una explosión de necesidad, fácilmente olvidable.

― Buena definisión.

― Es lo que ella dice. Hubo veces que me introdujo en la relación, formando un trío, y, otras, me entregó como carne, incluso por todo un mes.

― ¿Y gozabas con ezo?

― No siempre, pero era su deseo, así que también era el mío.

― Y ahora, echas de menos todas ezas zensaciones, ¿verdad?

― Me siento como una muñeca olvidada en el desván. Le pertenezco, pero no volveré a sentir hasta que se acuerde de mí…

― Pobre tita… Te mereses un abrazo – Cristo aprovechó que había terminado de pelar las patatas para ofrecer sus brazos a su tía.

― Gracias, Cristo – susurró Faely, dejándose abrazar.

Aunque ella era más alta que su sobrino, se sintió protegida por su temple y su fuerte espíritu, ya que no con su cuerpo. Faely empezaba a conocer la poderosa personalidad de su sobrino y estaba cada día más contenta de haberle acogido en casa. Por su parte, Cristo contactó con las mórbidas curvas de su tía, enfundadas en aquella bata sedosa y liviana. Solo aspirar el aroma de su cuerpo, le hizo vibrar.

Faely siempre le había gustado, al menos lo que recordaba de ella. Más tarde, cuando la vio por la cámara del ordenador, se reafirmó en ello. Se había vuelto voluptuosa, una mujer plena y asentada que rebosaba vitalidad. Saber que era fuertemente receptiva a las órdenes, solo hacía aumentar su sensualidad. Su rápida mente ya estaba abriendo derroteros que enrojecieron sus mejillas, al imaginarlos.

¡No, no! ¡Basta! ¡Eso no podía ocurrir! Era su tía, su pariente… pero… ¡Estaba de buenaaaaa! ¿Quién se iba a enterar en el clan? ¡Nadie!

Atormentado por sus propios pensamientos, Cristo se retiró con brusquedad. Ni siquiera él era consciente de lo que su mente era capaz de hilvanar. Era como si tuviera el control del peaje de una gran autopista hasta su destino, pero circundada por diversas carreteras menores y pistas de tierra, por las que circulaban ideas mucho más audaces y peligrosas, a las que no tenía acceso hasta que se materializaban en el destino.

Esa era una buena definición de la capacidad simultánea de su mente. Cuando tenía una idea, otras siete ideas paralelas se formaban al mismo tiempo, cada una de ellas, con un resultado parecido, pero diferente. Él solo tenía que escoger la que más le gustaba.

Faely metió las verduras en la olla y las puso a cocer. Cristo picó las patatas en cuadraditos casi perfectos. Los dos se mantuvieron en silencio, mascando sus pensamientos.

― ¿Cómo te va con Chessy? – preguntó Faely, cambiando de tema.

― Mu bien, tita. Chezzy es una chica eztupenda – se encogió de hombros Cristo. Por nada del mundo pensaba decirle a su tía que Chessy era un transexual; no faltaría más.

― ¿Y la agencia? ¿Estás bien allí? No me has contado gran cosa sobre ello.

― Bueno, ya zabes como son ezas cozas… Es un buen trabajo, nada pezado. Además, hay montón de chicas guapas por todas partes…

Faely le observó de reojo. Zara le había contado cosas sobre lo considerado que estaba su primo en el trabajo. Se había ganado la confianza de la mayoría de las chicas; incluso las divas le saludaban, al entrar y salir. El nombre de Cristo empezaba a escucharse con fuerza en la agencia, como si dirigiera algún tipo de mercado negro. Si quieres mejorar tu perfil, habla con Cristo. Si necesitas un día libre, habla con Cristo. Si buscas entradas para Broadway, habla con Cristo.

Cristo aparecía por todas partes, tanto en asuntos cotidianos y benignos, como en otros bastante más lucrativos e ilegales. Zara se lo resumió de la siguiente manera: menos drogas y armas, el primo Cristo lo toca todo, pero eso si, con mucha elegancia y discreción.

Faely comprendía perfectamente las enseñanzas que impulsaban a su sobrino. Provenía de un lugar donde el contrabando era el pan diario del pueblo; una actividad en la que se empezaba siendo un niño. Manhattan era una perita en dulce para un personaje como él, lleno de oportunidades y de clientela nada comprometida. Aquí no tenía que lidiar con bandas contrarias, ni con competencia desleal, y, en los círculos en los que se movía, ni siquiera le preocupaba la policía, pues su material apenas podía considerarse como delictivo.

Negociaba con favores, con ventajas personales, y no cobraba por ellos, sino que escalaba puestos sociales. Si, Cristo lo estaba demostrando, era un gitano muy, pero que muy listo. ¿Acaso no la había ayudado a ella, sin ponerse en evidencia? ¡Que bien le habría venido un aliado como él cuando llegó a Nueva York!

Por su parte, Cristo nunca pensó que trajinar en la cocina fuera tan ameno y excitante. Se lo estaba pasando realmente bien, como para repetir en cualquier ocasión. Si esto seguía así, él mismo llegaría a prepararse sus papas a lo pobre con huevos fritos.

Admiraba el glorioso trasero de su tía, que se enmarcaba en la sedosa tela de su bata. Era imponente y redondo, bien alzado de grupa, y, en ese momento, vibraba debido a los movimientos que generaba ella con el batidor en la mano. Estaba mezclando y batiendo los huevos para la tortilla, junto con la cebolla y los taquitos de bacón, a falta de jamón serrano. Ese gesto de muñeca tenía la virtud de agitar sus glúteos sensualmente, lo que mantenía a Cristo muy atento, a espaldas de su tía.

― Cristo, ¿puedes mirar si ya están doradas las patatas?

― Zi, tita – dijo, acercándose a la freidora y sacando la pequeña cesta metálica. – Aún están blancas.

Faely asintió y dejó el bol con los huevos sobre el poyo. Controló el vapor que surgía por la válvula de la olla. Le quedaba unos minutos para retirarla. Suspiró con ganas, al quedarse ociosa. Sus miradas se cruzaron, instintivamente. Cristo sabía lo que su tía necesitaba, pero no se atrevía a emprender tal acción. A su vez, Faely intuía la atracción que generaba sobre su sobrino y se divertía secretamente, llegando un poco más lejos cada vez. Ambos fantaseaban con lo que podría ocurrir, pero que no sucedería jamás.

― ¿Un poco de vino, Cristo?

― No estaría mal.

Faely extrajo una botella de Cabernet tinto de su escasa bodega –apenas una estantería pequeñita en la pared-, y la descorchó. Ayudados por el vino, cocinaron juntos y charlaron, acabando con grandes carcajadas cuando Cristo tuvo que pasar por el pasapurés todas las verduras cocidas. Una vez que la tortilla a la española estuvo algo reposada, se sentaron a la mesa, uno frente al otro, y cenaron.

Se sentaron un rato a ver la tele, sus cuerpos distendidos sobre el sofá. Ni siquiera necesitaban mirarse para ser concientes de que se miraban con furtividad, con secreto regocijo, dando otro inconsciente paso hacia sus fantasías reprimidas.

Cuando Faely se fue a la cama, llevó los ojos al techo, pensando que su sobrino dormía sobre ella. Demasiado cerca como para tentarla en alguna ocasión. Sonrió de una forma desacostumbrada, con picardía. Quizás, si se hubiera tomado un vino más… No, era demasiado evidente. Cristo le había dicho que cenaría en casa toda la semana, que Chessy trabajaba. A lo mejor, la ocasión se repetía, ¿no?

Entretanto, jugaría ella sola, se dijo, introduciendo sus dedos entre sus braguitas.

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Zara sonrió al salir del despacho de la jefa. Había comprobado sus ropas y el maquillaje antes de salir al pasillo, pero aún así, de forma inconsciente, sus manos alisaron la falda sobre sus caderas. ¡Menuda media hora había pasado dentro! Era casi la hora del almuerzo y estaba famélica. Candy tenía un almuerzo de negocios, así que no podía quedar con ella. Echó a andar hacia el mostrador de recepción. Puede que su primito ya tuviera compromiso, pero, seguramente, podría unirse a ellos.

Encontró a Calenda y May Lin charlando con Alma, ante el mostrador. Cristo parecía atareado ante su monitor, sin levantar la cabeza.

― ¿Qué hay, chicas? – saludó Zara, al acercarse.

― Podéis preguntarle a ella – dijo Alma, señalándola. – Puede tener más información que yo.

Zara alzó las cejas, sorprendida.

― ¿De que hablas?

― Del calendario de Odyssey – planteó Calenda. — ¿Sabes qué modelos participarán?

― ¿Por qué tendría yo que saberlo? – se defendió ella, algo irritada.

― Pues porque te tiras a la jefa, guapa – pinchó May Lin, con su voz de niña.

― ¿QUÉ?

Detrás del mostrador, Cristo negó su participación con una mirada. Él no había dicho nada del asunto.

― ¿Te crees que aquí las niñas se chupan el dedo? – bromeó Alma. – La que no corre, vuela, en esta agencia.

― Todas hemos tenido nuestro rollitos con compañeras, más o menos, pero tú has llegado más alto, zorrona. No sabes cómo te envidiamos las demás mortales – expuso May Lin, con una sonrisa de loba. – Así que, desembucha…

Zara quedó en evidencia, sin saber qué contestar y con el rostro enrojecido.

― No lo sé aún. Candy ha quedado en almorzar con un directivo del Odyssey. Esta noche quizás pueda enterarme – contestó finalmente.

― ¿Esta noche no cenas en casa tampoco? – preguntó Cristo, arrugando la nariz.

― No, primo. Iremos a cenar a Cordelius.

― ¡Grrr! ¡Que envidia! – exclamo Alma, haciendo reír a todas.

― Pero si conozco los detalles del calendario – dejó caer en un susurro.

― ¡Cuenta, cuenta! – le pidió Calenda, colgándose de uno de sus brazos.

― ¿Por qué no vamos a almorzar todas a la pizzería? – sugirió Cristo, levantándose.

― ¡Perfecto!

Media hora más tarde, compartiendo tres pizzas familiares, Zara reveló lo que se tenía pensado para el calendario. Doce chicas aún a elegir, una por cada mes. El tema, como siempre, el mar y los tesoros, así que habría bikinis, sirenas, y equipos de buceo. La empresa no quería nada de plató, ni estudios. Escenarios naturales y, por lo visto, habían pedido un par de chicas con experiencia de buceo. También confirmó que Odyssey traería un pequeño cofre lleno de doblones españoles auténticos, que utilizarían para unas cuantas puestas en escena.

Las chicas se emocionaron con la posibilidad que las eligieran para esas fotografías, lo que significaría un aumento de popularidad y, por lo tanto, de caché.

― No os hagáis ilusiones, chicas. Es un cliente de los gordos. Querrán divas de primera línea. Vosotras aún sois pececillos – les dijo Alma, veterana en tantos chismorreos.

― Calenda no es una novata – comentó May Lin.

― Puede que ella tenga una oportunidad, pero si las veteranas de la agencia aceptan, las escogerán a ellas. No lo dudéis.

― Bueno, aún no se sabe nada, así que es una tontería preocuparse por ello – dijo Cristo, antes de engullir una porción.

― Tienes razón – afirmó Calenda.

― Aunque, si fuera yo, aquí mismo tendría los meses de verano. Julio, agosto y septiembre – dijo el gitano, señalando por orden a May Lin, Zara y Calenda.

― ¡Ay, que encanto! – exclamo la chinita.

― Siempre es tan dulceeeee – le pellizcó la barbilla Calenda.

― Y eso que no le habéis visto en calzoncillos – remató su prima, arrancando las risas de todos.

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Llevaban cenando solos tres noches y esa era la cuarta. Las conversaciones entre Cristo y su tía se volvían cada vez más íntimas y confiadas, rompiendo tabúes. Decidieron hacer lasaña de carne y Cristo se esmeró en atender las indicaciones de Faely, colocando capas de pasta sobre la carne picada.

Descorcharon una botella que, esta vez, compró Cristo al salir del trabajo. Mientras el horno realizaba su labor, estuvieron charlando sobre sus respectivos trabajos. Faely comentó sobre una posible función especial, dedicada a Andalucía, que los alumnos más veteranos de Juilliard estaban diseñando. Cristo, a su vez, relató un par de anécdotas eróticas ocurridas con las modelos de la agencia. Acabaron riéndose y profundizaron en la pícara charla.

El mes de mayo ya estaba en curso. La temperatura nocturna de Nueva York empezaba a ser agradable. Faely, con una súbita inspiración que le puso la piel de gallina, dijo que se iba a poner algo más cómodo. Se duchó rápidamente y salió envuelta en una toalla, hasta ocultarse tras el biombo que protegía la intimidad de su cama.

Cristo la contempló pasar, de reojo, y se relamió. ¿Qué les estaba pasando? ¿Por qué sentía aquellos impulsos pecaminosos? ¡Se trataba de su tía, de la hermana de su madre! Comprendía que podía sentirse atraído por una mujer así, aún joven, dinámica, y de cuerpo perfectamente ejercitado. Apenas la había conocido como familiar directo, lo que no generaba demasiados recuerdos que superasen el instinto sexual, pero, aún así, seguía siendo algo sucio, incestuoso. Sin embargo, esa misma tentación encendía su sangre y Cristo se encontró deseando llegar más lejos.

Por su parte, Faely se mordía el labio, contemplándose en el espejo de pared, detrás del amplio biombo. Se había decidido por utilizar una corta chilaba que una compañera de trabajo le trajo, unos años atrás, de un viaje a Túnez. No era una prenda decente para una mujer musulmana, sino más bien una recreación fantasiosa para los turistas, pues la prenda no llegaba más abajo de medio muslo. Mezclaba el color ocre con diversas filigranas doradas y presentaba un generoso escote que sus medianos pechos rellenaban perfectamente.

¿Se atrevería a salir así ante su sobrino? ¿Sería demasiado evidente que la temperatura primaveral no tenía nada que ver con aquel atuendo?

Llevaba suelta demasiado tiempo y eso la volvía frenética. Quizás debería pedirle unos azotes semanales a su ama, para calmarse; pero no era culpa suya… ¡Estaba abandonada a su suerte! ¡Su ama la llevaba ignorando demasiado tiempo y ella necesitaba control!

En un principio, Cristo había sido poco más que un niño en casa, una nueva distracción para ella. Inconscientemente, relacionaba su aspecto débil y aniñado con una representación de necesidad que la llevaba a volcarse en él, de forma maternal. Sin embargo, a raíz del asunto de Phillipe, Cristo había demostrado que no era ningún niño y que tampoco era débil. Era muy inteligente, quizás más que nadie que ella conociera, y lo ocultaba perfectamente, como si fuese su arma secreta.

Aún no alcanzaba a comprender cómo pensaba aquella mente superior, pero empezaba a verle como lo que era en realidad: un genio criminal, un sujeto que podía convertirse en el líder de cualquier organización si lo desease. En el momento en que ella empezó a verle desde otro prisma, la actitud de Cristo ya no le engañaba. Podía descubrirle en sus pequeños artificios, intuía cuando le mentía o cuando distorsionaba los hechos, y, sobre todo, cuando la devoraba con los ojos. Todo ello la enardecía, la hacía sentirse deseada, al borde del descontrol. Sabía que sucumbiría a la oscura personalidad que se escondía en el interior de su sobrino, en cuanto se lo exigiera. Ella no podría resistirse, y menos condenada a aquel ostracismo por su ama. No tendría fuerzas ni voluntad para oponerse a cuanto le pidiera Cristo… y tampoco lo deseaba.

Se volvió a admirar en el espejo. Estaba imponente y bella, se dijo, sonriendo mientras se llevaba un dedo a la boca. Dios, que caliente estaba. Con decisión, alisó de un gesto los bordes de la chilaba y salió de detrás del biombo.

Cristo tuvo que toser al ver surgir a su tía. Tosió para encubrir la exclamación que medio soltó. Tosió para disimular el temblor de su boca, el nerviosismo que se apoderó de sus dedos. Faely aparecía al igual que una sacerdotisa pagana, pisando la madera del suelo con esa actitud reverencial, debida al temor, y, a la vez, orgullosa de su dedicación. Sus largas piernas morenas, casi desnudas, se movían con una cadencia felina, cruzándose una delante de la otra, mientras impulsaban su generoso cuerpo hacia él.

― ¡Dulse Jezusito de mi vida! ¡Tiiita, estás… quiero desir que te zienta maravillozamente eza cozita mora!

― Gracias, Cristo. Nunca me lo pongo, pero lo he visto en el armario y me he dicho… ¿Por qué no? – dijo ella, girándose para mostrar el conjunto, y sintiéndose muy adulada.

― Pos tenías que haserlo más veses, aunque eztes zola… Una mujer debe zentirse guapa ziempre.

― Eres un encanto – se rió ella, inclinándose y depositando un beso en la frente de Cristo. — ¿Cómo va el horno?

― Aún no ha pitado.

― Perfecto. ¿Otra copa de vino?

― No zé… no acostumbro a empinar el codo.

― Bueno, tu cama no está tan lejos – bromeó ella. – Y si no puedes subir las escaleras, puedes dormir en la mía.

Cristo notó aquella mirada, junto con el tono de la frase. Si aquello no era un permiso en toda regla, que bajara Dios y lo viera. Según todos los manuales de la seducción, tía Faely le estaba tirando todos los trastos de una vez, sin sutilezas y con desparpajo. ¿Se atrevería él a recoger el guante del desquite?

Atrapó la botella y vertió vino en ambas copas. ¡Necesitaba las tres V, tal y como decía pápa Diego! ¡Vino, Valor y Viagra! Brindaron por alguna tontería que Cristo no asimiló siquiera, los ojos recorriendo sesgadamente aquel cuerpazo, delineando los contornos de aquellas piernas tan firmes y trabajadas. ¿Era eso lo que Cristo había anhelado, antes de conocer a Chessy, antes de que apareciera Calenda? Si, creía que si… Pues, en ese caso, el fruto estaba dispuesto para su cosecha.

― Tita…

― Por favor, llámame Faely – le cortó ella, con una voz un tanto ronca.

― Faely, en todos eztos años… ¿no has echado de menos un hombre?

Ella clavó la mirada en el horno y tomó un sorbo de su copa. Sonrió y meneó la cabeza.

― Tras el periodo que estuve atada a Phillipe, los hombres se convirtieron en enemigos naturales. No les soportaba en la intimidad. Me resultaban zafios y brutales, tan taimados y egocéntricos como pequeños dictadores que anulaban cualquier interés que pudiera surgir en mí. Además, mi ama Candy, me educaba de una forma tan nueva como sutil y sensual, que requería toda mi dedicación.

― Comprendo.

El aviso del horno les sobresaltó. Faely sacó la lasaña y la colocó en el centro de la mesa, dejándola enfriar un poco. Mientras esperaban, volvieron a llenar las copas y se quedaron clavando los codos en la estrecha barra que separaba la cocina.

― ¿Qué hay de ti, Cristo? No cuentas mucho de tu relación con Chessy – le preguntó Faely.

― Bueno, Chezzy es una chica mu especial, la verdad.

― Es muy guapa…

― Zi y mu pasiente también.

― ¿Por qué dices eso?

― Verás, Faely, no zé zí mi madre te contó exactamente lo que me pazó cuando shico…

― Que tenías un fallo de glándulas hormonales. Por eso no te desarrollaste como los demás chicos – contestó ella, quitándole importancia.

― Zi, algo azí. Me falló la hipófizis, lo que atrazó o anuló todo mi dezarrollo. Estatura, pezo, maza y volumen, todo quedó alterado. No tengo barba, ni pelos en el pecho, porque mi vello quedó al nivel de un niño. Mis rasgos tampoco ze hisieron viriles, de ahí mi aspecto de querubín – dejó escapar una risita. – Pero no zolo fue ezo lo que ze me quedó como un infante. También mi… cozita, mi pene… no creció…

― N-n… no lo sabía, Cristo – dijo Faely, acariciándole la mejilla.

― Zoy un adulto psicológicamente hablando. Tengo nesezidades como un adulto, pero, en ocaziones, la vergüenza me corta, ¿sabes? No es muy erótico bajarte los pantalones y dejar ver que zolo dispongo de un micropene, que apenas zupera los diez sentímetros.

― Oh, querido, el tamaño no importa.

― Es lo que me digo ziempre, pero, la verdad, zi que importa, Faely. Es importante para dejar a tu amante zatisfecha; es importante para zatisfacer mi ego y generar confianza.

Ella cabeceó, sin dejar de acariciar la mejilla de Cristo. Sus labios estaban húmedos, sus ojos también. El vino permaneció olvidado.

― Pero Chezzy me demostró que era diferente, que no nesezitaba las mismas cozas que las demás mujeres. Me dijo que cuando falla uno de los zentidos, ze zuelen dezarrollar los demás. Azí que ezo es lo que ha estado enzeñándome: ha dezarrollar otras fasetas como amante.

― Me parece estupendo, cariño.

― A mi también – dijo Cristo, con una carcajada que Faely secundó.

― A comer – exclamó ella, tomando la botella y llevándola a la mesa.

Cenaron exquisitamente, con una buena porción de la aclamadísima lasaña de Faely. Dejaron una buena porción para Zara y se acabaron la botella con glotonería. La intimidad entre ambos parecía haber aumentado, a raíz de la confesión de Cristo. Los guiños verbales se sucedían, casi sin descanso, originando risotadas. Decidieron mudarse al sofá y conectaron la tele, pero solo quedó como un pinto de referencia para los momentos de silencio. La charla continuó, envalentonada por el vino y por el pérfido nexo que aquella noche les unía.

Esta vez, no se sentaron como era su costumbre, cada uno en un rincón del largo sofá. Esa noche les apetecía estar más juntos, en contacto. Faely se arrimó a su sobrino y dejó que este le pusiera la mano en un muslo. Cristo no movió aquella mano; no quería espantar a su tía por nada del mundo. La mantuvo quieta, temblorosa en algunos momentos, pero realmente inocente. Sin embargo, su boca se quedaba seca a cada momento y debía pasarse la lengua por los labios.

Faely, en cambio, sentía una fuerte y regular pulsión en su entrepierna. Era como un segundo corazón latiendo, bajo su pubis. Deseaba controlarlo, calmarlo, pero no respondía a su voluntad. La mano de su sobrino, justo por encima de la rodilla, no ayudaba en nada, sea dicho. Pequeños escalofríos bailoteaban por su espalda, agitándola levemente. Deseaba posar su mano sobre la de Cristo y apretarla, pero se contenía a duras penas. El problema es que no sabía qué hacer con sus manos, inertes sobre el asiento, a cada lado de su cuerpo.

― Ya que estamos hablando de zexo, Faely. ¿Podría zaber qué te gusta más? ¿Un hombre o una mujer?

― Bueno… desde que he descubierto que soy bisexual, no me importa el género, sino el individuo. Cuando alguien me gusta, no miro si es hombre o mujer, sino más bien si es capaz de someterme.

― Una buena respuesta. ¿Puedo haserte una pregunta muy íntima?

― Si.

― ¿Has realizado zexo anal?

― Como esclava, he sido sometida a todo tipo de de penetraciones y depravaciones – explicó ella, arañando el asiento del sofá. – Desde sexo anal a bukkake, pasando por zoofilia y coprofagia…

― ¿Mande? ­– aquel término no le sonaba para nada.

― Búscalo en Internet – le sonrió ella. – No creo haberme saltado algo de cuanto comenta la Guía de Perversiones Sexuales.

― Buufff, ¡que fuerte!

Se quedaron callados un rato, sus ojos clavados en algún programa televisivo que sus mentes no conseguían asimilar. Procuraban no desviar la mirada hacia el cuerpo vecino. Los labios de Faely temblaban, al ritmo de los latidos de su corazón. La palma de la mano de Cristo ardía, al contacto de la morena piel de su tía. Podía sentir el pulso enterrado, como una veta viviente que quisiera aflorar.

― Tengo una duda que no deja de atormentarme…

― Si puedo ayudarte…

― Es que es algo muy íntimo, Faely.

― Creo que nos estamos sincerando bastante, ¿no?

― Está bien. Candy es tu ama y también la novia de tu hija… ¿Qué harías zi tu ama te ordenara meterte en zu cama, cuando la estuviera compartiendo con Zara? – preguntó con toda intención y suavidad, girando el cuello para observarla.

Faely cerró los ojos y tragó saliva. Había estado esperando esa pregunta desde hacía semanas, tanto por parte de él como de su hija.

― ¿Ahora mismo? ¿En este momento? – una vena en su cuello palpitó.

― Zi…

La mano izquierda de Faely abandonó el tejido del asiento del sofá y se posó sobre el dorso de la mano de su sobrino, aún aposentada sobre su muslo. Notó el pequeño espasmo de los dedos de Cristo al sentir su palma. Abrió los ojos y miró directamente el rostro de su sobrino. Pasó la punta de la lengua por los labios, decidiéndose a contestar.

― Obedecería. Lo haría… con mucho… gusto y deseo – susurró con voz ronca.

Y, sin apartar los ojos de Cristo, aplastó su mano sobre el muslo, tirando de ella lentamente. Cristo sintió la presión y como su mano era atraída muslo arriba, sin titubeos. Podía contemplar la determinación y el deseo en el rostro de Faely. No presentó resistencia alguna, dejándose llevar. Su mano traspasó la frontera de lo adecuado al deslizarse bajo el borde de la chilaba. Notó como los muslos de su tía se abrían, ofreciendo su oculto nexo al lanzar sus caderas hacia delante. Faely gruñó sordamente cuando su sobrino palpó la prenda íntima, totalmente mojada. No hubo dudas que Faely estaba excitadísima con todas aquellas preguntas; sobre todo con la incestuosa idea de yacer con su ama y su hija, una pecaminosa idea que constituía su última fantasía para masturbarse por las noches.

La mujer pegaba el brazo doblado de Cristo sobre sus senos, haciendo que el codo masculino rozase contra su pezón derecho, endureciéndole como nunca. Los dedos que mantenía contra su tapado sexo eran tan cálidos que inflamaban toda su entrepierna. El tímido movimiento que ejercían sobre la vulva, la enardecían con un tremendo desasosiego. Parecía que nunca nadie la hubiera tocado ahí, y que, en ese momento, se disparasen todas las sensaciones placenteras, por primera vez.

― ¿Tan caliente te pone eza idea?

― Ssssiiiiii…

― ¿Lo del insesto?

― Mmmmm…

― Joer, tita… ¿también conmigo?

― Mmuuucho…

― Tita Faely… eres una guarra putona, de tomo y lomo, ¿lo sabes, no?

― S-ssiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii… — la vagina de Faely se contrajo con un fuerte espasmo de placer. No llegó a ser un orgasmo, pero la hizo temblar.

Cristo se giró sobre ella, apretando sus mejillas con su otra mano. Sin soltarla, se arrodilló, alcanzando así el delicioso hociquito que se formó la presión y besuqueándolo. Finalmente, cabalgó el regazo de su tía, introduciendo la lengua entre sus labios. Faely aspiró aquella intrusa de carne húmeda y la degustó con placer. Jadeaba al sentir las pequeñas manos de su sobrino apretarle los senos con malicia. Los estrujaba y amasaba como si hubiera encontrado el mayor tesoro del mundo.

Lentamente, la boca de Cristo fue bajando. Primero la barbilla, luego el suave cuello, más tarde los erguidos pechos. No parecía importarle que la suave tela de la chilaba tapase la piel de su tía. Aspiraba, lamía y besuqueaba con la misma pasión que si estuviera desnuda.

Finalmente, abandonó el regazo de Faely para arrodillarse en el parqué. De esa manera, atormentó el oculto ombligo y descendió la profunda garganta de las ingles.

Faely se quejaba con gemiditos ansiosos y no pudo aguantar más. Pellizcó los laterales de la chilaba, a la altura de sus caderas, para tironear de la tela hacia arriba, recogiéndola sobre la cintura. Se abrió totalmente de muslos, dejando sus braguitas a la vista, bellamente mojadas.

― ¿Quieres que me coma este coño insestuozo? ¿Crees que te lo mereses? – le preguntó Cristo, aferrando la cinturilla de las bragas.

― Por favooooooooor…

Las bragas se deslizaron piernas abajo, mostrando, por primera vez, el sexo de su tía Faely. Era un coño gitano, oscuro por fuera, aunque depilado, salvo una estrecha tira que partía su pubis en dos. Un coño gaditano, un coño del clan Armonte, civilizado y cosmopolita. Algo difícil de encontrar. Era un coño precioso, de hembra ardiente y entregada; de lágrima lubricada y aroma hogareño.

Cristo hundió su boca en él, tragando cuantos efluvios pudo encontrar, succionando su inagotable humedad, devorando carne pecadora con ansias irrefrenables. Faely chilló, atormentada por el ímpetu que su sobrino mostraba. Sus caderas ondularon, preparándose para un orgasmo tan anunciado. Sus manos se apoderaron del ondulado cabello de Cristo, buscando un buen asidero para intentar cabalgar la explosión que amenazaba con brotar.

Nadie la había lamido con tantas ganas y fervor, con tanta entrega a su carne. Ni siquiera su adorada ama… Botaba sobre el sofá, irremediablemente, sin control, con la boca abierta y sin importarle la baba que se derramaba por la comisura. Era una gitana gozando, una Romaní experimentando el más sagrado de los gozos, una hembra buscando su satisfacción. Con un último espasmo, apretó sus caderas contra la boca de Cristo, agitándolas un poco, y tironeó de su pelo fuertemente.

― Diooooosssss de mi almaaaaaaaaaaaaaaahhhhhaaa… m-me corrooooooooooooo – gimió, soltando la expresión en español.

Cristo se puso en pie y, con una sonrisa de suficiencia, contempló el cuerpo de su tía, que se había desmadejado sobre el sofá. Tenía los ojos cerrados y aún jadeaba. Los dedos de una mano acariciaban la tela del sofá y las bragas aún se sostenían en uno de sus tobillos, olvidadas. Cristo se acercó a la mesita auxiliar, donde se ubicaban los licores. Ambos se merecían un trago fuerte. Sirvió un par de culos de Bourbon y llenó un gran vaso de agua. Ofreció primero el agua. Su tía bebió con ganas y él terminó el vaso de un buche. Después, le entregó uno de los vasos anchos.

― Vamos a brindar, Faely.

― No sé si debemos hacerlo – balbuceó ella, un tanto arrepentida tras la locura.

― Vamos a brindar por nozotros, por el polvo que te voy a echar ahora, y por las locuras que haremos a partir de este momento – dijo él, con toda determinación, lo que anuló cualquier protesta.

Se acabaron el licor de un trago. Cristo le dio la mano para levantarla del mueble. Ella agitó una pierna para dejar las bragas en el suelo y siguió a su sobrino hasta su propia cama, tras el biombo.

― Arrodíllate en la cama, el cuerpo inclinado, los brazos extendidos – le ordenó él, con un tono que no admitía excusas.

Mientras Faely le obedecía, Cristo rebuscaba un par de pañuelos de seda en los cajones. Con ellos, tras sacarle la chilaba por la cabeza y dejarla totalmente desnuda, le ató las manos al cabezal, manteniéndola de rodillas y con las nalgas alzadas.

― ¿Tienes una fusta en casa?

― No.

― ¿Algo para azotar?

― No. Todo está en casa de mi ama…

― Mal hecho – musitó Cristo, fijándose en los abanicos que adornaban una de las paredes.

Eran abanicos que Faely había utilizado en sus diferentes actuaciones, cuando viajaba con la compañía. Entre ellos, una caña sevillana estaba expuesta, con mango de cuero; una de esas cañas que llevan la alegría a las palmas de los cantaores, doblándolas con eficacia y pareciendo que hay mucha más gente palmeando. Una caña larga y hendida que podía servir perfectamente de fusta. Con una sonrisa, Cristo se subió sobre la mesita que había debajo de la panoplia y la descolgó.

Faely se mordisqueaba el labio, mirándole con el cuello doblado. La excitación había regresado a su cuerpo, como si el orgasmo de antes no hubiese existido. Imaginarse lo que su sobrino pretendía con aquella caña no ayudaba a tranquilizarla. Temblaba nerviosamente, esperando sentir el dolor que necesitaba.

― Creo que estás falta de diziplina, ¿no es sierto, guarra?

― Hace tiempo que no me han azotado.

― Quizás es por ezo por lo que tienes dudas zobre todo este azunto.

― Si.

― ¿Zi, qué?

― Si, mi señor.

― Vas tomando perspectiva. Verás, tita… te has quedado zola y nesezitas un punto de apoyo; alguien que te indique por donde debes tirar… Yo voy a zer eze apoyo, ¿quieres?

― Si, señor.

― No zeré tu amo, ni nada de ezo, pero me tendrás a tu lado, dirigiéndote. Una mujer como tú no puede quedarze azí, olvidada y mal follada. ¡Es un desperdizio! ¿No crees?

― Por supuesto, señor – exclamó Faely, sintiendo como la alegría la desbordaba.

― Buscaré una forma de zatisfaser ese inzano dezeo insestuozo. ¿Quién zabe? Puede que tengas una oportunidad de yaser con Zara… Además, te zometeré para controlar tus impulsos, a veses con dolor, a veses con amor. Azí mismo, podré entregarte a quien me parezca, zi lo conzidero nesezario. ¿Aseptas?

― Si, señor, lo acepto todo…

― Bien, vamos a firmar eze acuerdo con dolor, putón.

La caña silbó y se estrelló sobre los glúteos expuestos de Faely, quien se mordió los labios, reprimiendo el grito. Se dijo que aguantaría el castigo sin gritar. La habían azotado con fusta y con látigo, antes. Una caña de palmas, estrecha y hendida, no sería tan duro, pensó.

Cristo no pegaba con demasiada fuerza, pero si con intención. Repartía los cañazos con sapiencia, buscando lugares del cuerpo donde dolieran más, asentando perfectamente cada golpe, y espaciándolos para que Faely experimentara todo el dolor.

Cuando llegó a la docena de golpes, los gemidos de Faely se convirtieron en exclamaciones, y luego, en gritos. Cristo se detuvo, preocupado por lo que pudieran escuchar los vecinos. No tenía ningún deseo de que la policía metropolitana se personara en el loft. Tomó otro pañuelo del cajón y buscó las bragas usadas de su tía. Se las metió en la boca y anudó el pañuelo encima, formando una mordaza.

― Puta escandaloza…

Y siguió con su cuenta particular, cañazo tras cañazo. Los dejó caer en la parte trasera de los muslos, en la planta de los pies, en las nalgas y en el interior de la entrepierna. En la baja espalda, en los hombros, en los flancos, debajo de los senos, sobre los pezones, y sobre el vientre.

― ¡Sincuenta! – exclamó y se detuvo. La caña estaba rota y colgaba de un tirajo.

Desató la mordaza y le sacó la braga. Faely se relamió con disimulo, degustando su sabor, entre jadeos. Todo su cuerpo temblaba y estaba surcado por rayas rojizas, casi en toda su extensión. A pesar de no ser un experto, Cristo había demostrado que sabía ser duro. Sería un buen freno para ella. Se sentía orgullosa de haber soportado cincuenta cañazos y estaba dispuesta a agradecérselo a su sobrino. Cristo tenía razón; las dudas habían desaparecido.

― Ze te ha quedado el culo presiozo. Perfecto para que te zodomise – le dijo, metiéndole dos dedos en la boca, que ella succionó fervientemente.

Cristo se desnudó bajo la mirada de su tía. Ésta contempló la pollita erguida y le pareció encantadora. No parecía para nada infantil, salvo en su tamaño. El glande era notorio, grueso y bien definido, sin piel. El tallo corto, pero grueso. No la llenaría mucho, pero, sin duda, la sentiría entrar. Cristo usó los efluvios de su vagina para lubricar y dilatar el ano femenino. Faely no era virgen, analmente hablando, pero tampoco era una entrada habitual para sus relaciones.

― Hay que ver como chorreas, Faely, como una fuente…

Tras estas palabras, Cristo se la introdujo de un golpe, arrancándole una exclamación. Estaba gozoso de verse trajinando entre las apretadas nalgas de su tía. Siempre le habían parecido lo mejor de su cuerpazo y ahora estaba embistiendo en su interior. Su esfínter le apretaba la polla fuertemente. Incrementó su ritmo, volcado sobre la espalda de la mujer.

― ¡Peazo de puta gitana! ¡Vas a zer mía pa los restos! ¡Te voy a estar follando día y noche, y luego dejaré que los bazureros te follen otro poquito más! – murmuraba, con la cara apoyada sobre sus omoplatos.

Faely jadeaba, plenamente entregada ante aquellos insultos. El pene de Cristo excitaba su esfínter, gozando con el doloroso goce. Se corrió débilmente, cuando los dedos de su sobrino pinzaron su clítoris y lo sacudieron, de un lado para otro. Seguidamente, con un susurrado “¡Perraaaaaa!”, Cristo se corrió en su culo.

Durante un minuto, Cristo se quedó tumbado sobre aquella espalda que parecía poder sostenerlo para siempre. Sus manos juguetearon con los poderosos senos, a los que apenas había prestado atención durante la lucha sexual, y pellizcó bien los pezones. Se divirtió con los gemidos que arrancó a su tía.

― No te creas que hemos terminado, tita. Zoy un tipo mu conziderado. Pretendo que ninguna mujer ze olvide de mí, como zea. En tu cazo, he penzado que aguantarás un buen puño en el coño. ¿Te han hecho alguna vez un fist fucking?

― N-no… jamás – dijo ella, temblando esta vez de miedo. — ¿Me dolerá?

― Te voy a destrozar, puta… ¡Jajajaja!

Cristo desató los pañuelos que sujetaban a la mujer y la obligó a girarse. Quedó boca arriba, con las piernas abiertas, y el rostro rojo de vergüenza.

― Voy a meter todo mi antebrazo en eze coño hinchadito. Ya verás. Va a zer una gozada. Te mearás con él dentro – le susurró mientras metía la almohada bajo sus nalgas, para elevar su pelvis.

― P-por favor… Cristo… me destrozarás…

― No lo creo. El coño de una esclava da mucho de zí. Mira, voy a comprobar el camino con este – le dijo, enseñándole el dedo índice.

Faely se abrió de piernas por su propia voluntad, sintiendo como sus rodillas temblaban por la ansiedad y el miedo. Tenía el coño chorreando, solo por escuchar las guarradas que su sobrino le susurraba. ¿Es que ella era tan perra como para degradarse así? Su ama la había azotado e insultado en muchas ocasiones… pero debía que reconocer que Cristo tenía algo de razón. El incesto aumentaba el morbo y la excitación. Era su sobrino quien la trataba como una degenerada; sangre de su sangre.

El dedo penetró su vagina, hurgando como una ciega lombriz en su interior. Cristo le sonrió, mirándola directamente.

― Esto parese un bebedero de patos, tita. Ya veo que quieres que añada un zegundo dedo…

― Si, señor, lo que prefiera – se animó ella a decir.

― Ezo, ahora unimos el dedo corazón. Azí, bien adentro.

Faely gimió al sentir los dos dedos traspasarla, pero no quiso cerrar los ojos, aguantando la mirada de Cristo. Éste, como si pudiera leerle la mente, agitó los dos dedos, adelante y atrás, aumentando el placer de ella.

― ¿Qué hay de un terser dedo? ¿Lo intentamos, querida?

― S-si, si… señor… uno más.

Con cuidado, Cristo introdujo los tres dedos, añadiendo el anular, y cuando estuvieron dentro, los abrió como un abanico, haciéndola chillar.

― Hay que despejar el camino, tita querida – musitó, sonriendo y mirándola.

Faely tenía la boca entreabierta, en un ambiguo gesto de sufrimiento. Le lagrimeaban los ojos y sus mejillas estaban encendidas. Las delineadas cejas se curvaban en un mudo ruego que divertía a Cristo. Él mismo no sabía qué había activado esa crueldad que siempre había procurado esconder bajo capas y capas de engaños. Cristo no disponía de un cuerpo adecuado para mostrarse cruel, al menos, sin estar en una posición de ventaja. Pero con Faely no necesitaba ser poderoso; ella se entregaba voluntariamente a ser humillada y golpeada. Esa malsana parte de él, siempre reprimida, siempre ocultada, ahora surgía con fuerza, sintiéndose más y más segura, a medida que producía daño y humillación.

Ni siquiera tenía que ver con el sexo, pues su pene permanecía menguado e inactivo. Era otra sensación que no podía identificar, fuerte y salvaje, que se extendía desde su pecho, acalorando todo su cuerpo, salvo su mente. Su cerebro estaba frío y completamente en calma, como si estuviera echando cereales en su bol, para desayunar, en vez de estar estrujando una vagina humana.

― ¿Te atreves con el cuarto dedo? Esta vez no los abriré. Te lo prometo.

Su hermosa tía asintió con la cabeza, jadeando solo con pensarlo. Cristo unió los dedos, formando una lanza y plegando el pulgar sobre la palma de la mano.

― Quieta, putita mía. Zeré cuidadoso. Azí, lento, lento… – los dedos entraban, poco a poco, tragados por aquel avaricioso coño. – Zé que te cabrán todos. Por aquí zalió mi prima Zara, tan mona y tan grande. ¿Qué zon unos dedos en comparasión? Dime, tita, ¿qué me dises de Zara? ¿La dejarías que te hisiera esto zi tu ama ze lo pidiera?

Faely le miró, con los músculos de su cuello apretados por la presión que le separaba las paredes vaginales. Aguantaba la respiración, intentando no gritar. Los dedos habían entrado hasta el nudillo doblado del pulgar.

― A ver, tita… ¿es que no puedes responder? ¿Ze te ha ido la voz tan zolo con cuatro dedos dentro?

― ¡SSSIIIIIII! ¡LO ACEPTARÍA! ESTOY DESEÁNDOLO… — acabó gritando, al expulsar el aire de sus pulmones.

― Oh, zi, eres toda una buena guarra, que va a aseptar el puño entero, ¿verdad?

― ¡Si! Si, si… hazlo… mete todo el puño, señor… — jadeó su tía, enloquecida.

Sin sacar los cuatro dedos de la vagina, los estrechó cuanto pudo, montando el corazón sobre el índice, y el meñique sobre el anular. Una vez conseguido esto, enderezó el pulgar e hizo que se conectara a la punta de los demás dedos, formando así algo parecido a un capullo de flor, con los pétalos de carne cerrados.

Con el puño a medio cerrar, Cristo empujó, centímetro a centímetro. Su mano desaparecía en el interior de aquel coño antropófago mientras Faely apretaba los dientes y gruñía. Estaba perlada de sudor, tanto en su frente como entre sus pechos y en las ingles. Su sobrino la estaba llevando hasta límites insospechados que no creyó alcanzar nunca.

Aún dolorida, se sentía feliz de soportar todo cuanto Cristo ideaba. La pequeña joroba que formaban los nudillos de la mano de su sobrino acabó por colar, dejándole una enorme sensación de alivio. Gracias a Dios, las manos de Cristo eran pequeñitas, de dedos cortos y ágiles. Notó como esos susodichos dedos cambiaban a una nueva formación, en su interior. Cristo los adaptó en un puño cerrado, pero con el nudillo del dedo índice más avanzando, estilizando así la anchura de la mano.

Sonriendo, alzó la cabeza y la llevó lo más cerca que pudo del rostro de su tía. Aquellos ojos lujuriosos y alegres hicieron que Faely pensara en el diablo, estremeciéndola.

― ¿Aún te cabe más, tita? Creo que empujaré un poco más, ¿no te parece?

― M-me vas… a… reventar… señor…

― Pero eso es lo que tú quieres, ¿no? Reventar de gusto, como la cerda que eres… desmayarte de placer, con mi puño metido en el coño, pero… si te asusta… Está bien, sacaré la mano y…

― ¡No, no la saques, mi señor! Por favor… sigue… más adentro…

― Ah, cuanto te quiero, tita.

Y empujó, una, dos, tres veces más, tocando la cerviz y el útero con sus nudillos. Faely se encontró con medio antebrazo de Cristo enterrado en su sexo y, para soportar aquello, chilló y berreó, sin poder mover las caderas. Cristo parecía beberse aquellos gritos, mirándola atentamente, la boca entreabierta dispuesta muy cerca de los labios de su tía.

Junto con la tremenda presión en su vagina, llegó el primero de los orgasmos gordos; esos de los que todos hablaban pero que nadie había experimentado. Decían de ellos que eran un mito urbano, una falacia inventada por los escritores de relatos eróticos. Ni siquiera tuvo que tocarse el clítoris. Lo notó subir desde los riñones, recorriendo toda su columna y estallando en alguna parte de su nuca.

El flujo se desató, mojando la mano de Cristo, deslizándose por su muñeca, buscando empapar aún más la vagina de Faely. Los gritos de la mujer se cortaron bruscamente y tensó su cuerpo, preocupando por un momento a su sobrino, hasta que pudo comprobar que solo se estaba corriendo de una forma sublime.

― Ezo, tita, es tu recompensa. Disfrútala, serdita…

Faely gemía y se agitaba, empalada aún por el puño. Cada espasmo que recorría su pelvis, desataba una respuesta involuntaria, una oleada de placer que convocaba un nuevo orgasmo. No podía detenerse. Era como la bola metálica de un pingball, impulsada de un lado a otro, activando reacciones sobre las que no tenía control. Hasta tres orgasmos devastadores la traspasaron, haciendo que perdiera el control de su vejiga cuando Cristo sacó el puño. Junto con un alarido liberador, un largo y potente chorro surgió, incontenible, empapando la ropa de la cama.

― Basta, para ya… p-por favor… Cristo… no puedo… más…

Supo que era cierto al escuchar su nombre brotar de los labios femeninos. Faely estaba derrotada, domada, amansada de una forma que jamás sintió, que nunca creyó que pudiera sentir. Se durmió en los brazos de su sobrino, musitando palabras agradecidas, tiernas e incomprensibles silabas de gratitud.

Acariciando distraídamente los erectos pezones de su tía, Cristo pensó en la extraña historia en que se estaba metiendo. ¿Es que acaso le gustaban las dificultades amorosas? Primero, un transexual con el que empezaba a sentirse a gusto. Después, se queda colgado de una supermodelo que podría fregar el suelo con él, en cualquier momento. y, ahora, para ganar el premio gordo, domina totalmente a su tía carnal.

¡Tenía que ir a que le miraran el cerebro!

CONTINUARÁ….

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (12)” (POR JANIS)

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CAZADORCumpleaños inolvidable.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloEl día que Germán Eirre entró en la agencia, con las mandíbulas encajadas y echando humo por las orejas, debido al impresionante cabreo que sentía, activó el bien engrasado mecanismo de la ladina mente de Cristo. El hombre, un individuo de facciones correctas pero envilecidas por todo tipo de abusos, palmeó con fuerza el mármol, ante los ojos de Alma.

― ¿Dónde se encuentra Calenda Eirre? – preguntó de mala manera, alzando la voz. Su inglés era forzado.

― ¿Está usted citado, señor…? – le preguntó la recepcionista, tras recuperarse de la impresión.

― ¡Soy su padre!

Cristo enarcó la ceja. Al fin podía ponerle rostro a la intrigante figura que retenía en su mente. El padre de Calenda.

― Lo siento, pero su hija no se encuentra en la ciudad – le informó Alma.

― ¿QUÉ?

― El equipo se ha marchado a los Hampton, para filmar escenas marítimas. No regresarán antes del fin de semana. ¿Deseaba usted algo más?

Cristo notó como el individuo traducía mentalmente aquellas palabras e intentaba calmarse, inspirando.

― Me gustaría ver a la señorita Newport – sonrió el tipo, mostrando unos dientes perfectamente níveos, donde destacaba un incisivo de oro.

― Aún no ha llegado. Si quiere usted sentarse y esperar.

Germán Eirre pasó a la sala de espera y tomó asiento en uno de los sillones. No tocó ninguna revista, sino que se llevó la mano a la barbilla y estuvo rumiando hasta que Cristo se le acercó.

― ¿Quiere usted un café o un refresco?

― Algo de agua, gracias – evidentemente, el hombre se había calmado.

Cristo le trajo un vaso de papel lleno de agua del distribuidor que había frente a la zona de maquillaje. Cuando volvió a su puesto, Alma le susurró:

― ¡Yo no le habría dado ni la hora a ese maleducado!

Cristo se encogió de hombros y pensó: “Pero tú no necesitas sus huellas, Alma.” Mentalmente, Cristo estaba formando un puzzle que aún no tenía una imagen definida para él; tan solo varias piezas interconectaban, pero valía la pena reunirlas. Las huellas digitales de Germán Eirre constituían una de esas piezas.

Imaginaba a qué había venido aquel cabrón. Hacía más de un mes que su hija se había ido a vivir con May Lin, dejando solo a su padre. A pesar de sus consejos, Calenda no le había cortado el grifo; seguía pagando las facturas de su progenitor religiosamente. Sin embargo, Germán estaba nervioso y temeroso que Calenda firmase algún otro tipo de contrato sin que él lo supiera. El caché de su hija subía rápidamente y él quería mantener el control.

La prueba evidente era que su hija ni siquiera estaba en Nueva York, y no se lo había comunicado. ¡En los Hamptons, nada menos! Tenía que controlar los pasos de Calenda, antes de que surgiera algún protector rico y poderoso que le desbancara.

Mirándole de reojo, Cristo casi podía seguir los pasos mentales que el hombre estaba llevando a cabo. El padre de Calenda estaba nervioso, dejando que pequeños tics faciales le traicionasen. Cristo sabía todo cuanto necesitaba de su relación con Calenda y podía situarse perfectamente en su pellejo. La inversión que había hecho en su hija se estaba esfumando y eso le aterrorizaba. Sonriendo, Cristo se levantó de nuevo de su sitio y se sentó al lado del hombre.

― La señorita Newport pronto estará aquí, señor – le dijo. – Me llamo Cristo Heredia y soy amigo de su hija.

Germán Eirre le miró, con indolencia, como si pensase que ese joven era muy poca cosa para su hija.

― ¿Eres mejicano? – le preguntó en español.

― No, español.

Germán sonrió. Podría enterarse de muchas cosas con aquel chico, y no tendría que utilizar el maldito inglés. Necesitaba ponerse al día tras un mes de ausencia.

― Así que eres amigo de mi hija, ¿eh?

― Zi, azí es.

― ¿Cómo le va ahora? No he hablado con ella desde que se mudó con esa chinita…

― May Lin, zi. A Calenda le va genial, zeñor. Ahora mismo tiene un contrato de los caros, con la Odyssey.

― ¡No me digas! – sonrió Germán, frotándose las manos mentalmente.

― Ya le digo. Calenda está zubiendo como la espuma. Ze está hasiendo mu famoza. ¿No lo zabía usted?

― Si, si, claro…

― Poziblemente, para el mes que viene, Victoria’s Secret le haga una oferta para la colección de lensería.

Los ojos del hombre se abrieron. Victoria’s Secret significaba dinero y mucha publicidad. Cristo decidió dar la puntilla. Se inclinó hacia delante y, bajando la voz, le dijo:

― En la agencia, ze comenta que la jefa quiere redefinir el contrato de Calenda, aunque no ha dicho en que zentido. Ya la ha zituado en el mismo book que las divas veteranas, justo al lado de Naomí…

― ¿Redefinir el contrato? – exclamó, justo en el momento en que el ascensor se abría y daba entrada a Candy Newport.

Cristo, con una risita, escurrió el bulto y regresó a su puesto. Saludó a su jefa, que se había detenido ante Alma.

― El padre de Calenda Eirre desea hablar con usted – le decía Alma.

― Bien. Dame tiempo a tomarme un café y le haces pasar.

Al pasar por delante del hombre, este estuvo a punto de levantarse y decirle algo, pero se frenó en el último momento. Esperó pacientemente a que Alma le avisara. Con gran dignidad, Germán Eirre caminó hacia el despacho. A Cristo le hubiese gustado saber qué se habló en el insonorizado despacho, pero no tuvo que ser nada bueno al ver cómo cerró la puerta el hombre, al salir. Germán dio un fuerte portazo y caminó raudo hacia el ascensor, con el rostro encendido.

Cristo no esperó. Mientras el hombre aún esperaba que se abriera el ascensor, él se dirigió al despacho de la jefa y llamó con los nudillos. Sin esperar respuesta, abrió la puerta y asomó la cabeza.

― ¿Estás usted bien, jefa? – preguntó.

Candy Newport estaba de pie, mirando la avenida por la gran ventana, con los brazos cruzados. Giró el torso para mirarle y Cristo comprobó que tenía el ceño fruncido, pero se mantenía serena.

― Si, por supuesto. ¿Por qué lo preguntas, Cristo?

― No sé, jefa, pero ese tipo estaba muy nervioso y ha salido como un cohete…

― Estoy bien. Solo hemos discutido. Ese hombre es un zafio y un…

― ¿Oportunista? – apuntó Cristo.

― Por decirlo con suavidad.

“Candy, Candy… eres la menos indicada para juzgar.”, la criticó mentalmente.

Se marchó del despacho, alegrándose de contar con un posible e indiscutible testigo. Le contó a Alma lo que creía que había sucedido con la jefa y la pelirroja comentó que habría que denunciar a ese tipo. A la hora del almuerzo, la amplificada noticia de la visita del padre de Calenda corría por toda la agencia. Justo lo que Cristo deseaba.

___________________________________________________

Zara venía caminando desde su academia, en el SoHo. Había quedado con Chessy para merendar en una de las pastelerías del Village. Tenían que hablar de la fiesta y si se tomaban uno de aquellos deliciosos pastelitos, pues mejor. Por eso, Zara vestía prendas deportivas y cómodas zapatillas. Aún así, hacía volver las cabezas de la mayoría de los hombres con los que se cruzaba. Sonrió ante esa idea. Si esos hombres supiesen que ninguno llamaba su atención…

Distinguió a Chessy desde lejos. Aquella cola de caballo rubia era inconfundible, ni aquellas piernas enfundadas en las ceñidas mallas. Tenía que reconocer que la novia de su primo tenía un cuerpo de infarto, pero, por algún motivo que no llegaba a comprender, no la excitaba lo más mínimo.

Zara era de la condición de admirar a toda mujer. Sus compañeras de trabajo la ponían cachondísima; miraba el culo de cuanta mujer se tropezase, e incluso se calentaba con el roce de la maquilladora, que tenía más de cuarenta años. Zara era una lesbiana arraigada, a pesar de su corta edad, pero, como hemos dicho, no sentía nada de eso hacia Chessy. El hecho era que no sabía a qué era debido, pero, por un lado, lo agradecía. No quería sentir tentaciones por la chica que su querido primo amaba.

Eso no quitaba que se llevara bien con Chessy, y que le encantara su sentido del humor. Agitó la mano en el aire, haciéndose notar, lo que activó cierto tintineo en sus trencitas. Chessy contestó, luciendo una gran sonrisa. Cuando estuvieron juntas, se saludaron con unos besos en las mejillas, y se encaminaron hacia la pastelería elegida. Encontraron una mesa vacía en la terraza y se acomodaron. Pidieron un pequeño surtido de pasteles, y dos tes verdes, a la menta.

― ¿Has conseguido el sitio? – le preguntó Chessy.

― Por supuesto. Candy estuvo de acuerdo en cuanto se lo comenté.

― ¡Bien! ¡Ya tenemos local!

― ¿El catering? – preguntó a su vez Zara.

― Sin problemas. Ya te dije que tengo unos amigos que están empezando con una pequeña empresa propia. Se ofrecieron encantados en cuanto les hablé de una reunión de ese tipo. Solo tendremos que pagar la materia prima.

― Va a ser una pasada – se rió Zara. – Las chicas han quedado entusiasmadas con la idea. Es muy original. ¿Cómo se te ocurrió, Chessy?

― A mi no, a tu primo. Bueno, es lo que siempre comenta cuando hablamos de ello. Es tremendamente fetichista, ¡y de los clásicos!

― Jajajaj…

El camarero llegó con su pedido y, por unos momentos, estuvieron calladas, saboreando aquellas bolitas de dulce ambrosía.

― ¿Qué chicos piensas invitar? – preguntó Zara, lamiendo un poco de nada sobre un nudillo.

― Bueno, Cristo tiene pocos colegas. Spinny, por supuesto, y quizás Harry, de la cafetería debajo de la agencia. No creo que conozca a más tíos.

― Solo conoce a chicas, ¿eh?

Las dos se rieron con ganas.

― Así es Cristo, un diablillo. Creo que si yo no fuera puramente lesbiana, acabaría metiéndole en mi cama – bromeó Zara.

― Bueno, pero las chicas si pueden llevar tíos, ¿no? Novios, amigos, hermanos, chulos… jajajaja…

― ¡Uy, que mala eres! Ya les he informado de ello. No te preocupes. Irán machos a la fiesta…

― ¡Bufff! Me quitas un peso de encima. No soportaría que Cristo fuera el único gallo entre tantas gallinas – suspiró Chessy.

― Oye, Chessy… ¿sabes algo de lo que se trae Cristo con mi madre? – preguntó Zara, tras beber de su taza.

― No, no sé nada de eso. ¿A qué te refieres?

― No sé, es como si Cristo estuviera enseñándole algunos ejercicios… Cuando llego a casa, los encuentro sudorosos, agitados, y vistiendo un mínimo de ropa. Si no fueran tía y sobrino, pensaría que habrían acabado de follar.

― ¡No me jodas, tía!

― Ya, ya lo sé. Por eso he pensado que pueden estar haciendo yoga o quizás Tai Chi… Puede ser otra explicación. El problema es que no me atrevo a prnguntar.

― Cristo se interesa por el Tai Chi y está progresando mucho. Quizás hacen ejercicio en casa – musitó Chessy.

― Si, debe de ser eso…

_________________________________________________________

Calenda regresó el fin de semana y contó suficientes anécdotas para odiar y envidiar la fauna local de los Hamptons. Aún así, le había gustado todo el oropel que se intuía entre las ocultas mansiones. El trabajo estaba casi acabado y solo quedaban varias escenas de buceo que se tomarían en el gran acuario de Long Island.

La mente de Cristo bullía de actividad. Sabía que las chicas le estaban preparando algo para su cumpleaños, pero aún no había averiguado lo que era. Celebraría su veinte y nueve cumpleaños la noche del sábado, aunque los cumpliría, en realidad, el jueves. Por otro lado, estaba el puzzle mental que llevaba días elaborando y que cada vez se completaba más. Ya encontraría la forma de encajar todas las piezas a tiempo. Era una apuesta arriesgada, pero podría beneficiarle muchísimo.

Otro de los asuntos que le mantenían en vilo era su tía. Faely no dejaba de buscarle para que la disciplinara. Casi todas las tardes, a solas en el loft, calmaba su tendencia masoquista, bien con algunos buenos latigazos, bien con una sesión de humillación y humildad. El hecho es que la dejaba mansa y feliz, aunque, en ocasiones, él perdía el fuelle. Faely era mucha mujer y tenía que esforzarse para satisfacerla. Cristo se estaba volviendo muy bueno con sus manejos bucales, sus manos y hasta con sus pies.

El jueves, para celebrar su nacimiento, Cristo sodomizó a Chessy, usando una prolongación artificial para su pene, que compró en una tienda especializada. Era como un estuche, cálido y suave, en el que enfundar su pene. Casi se podría decir que era una vagina de mano, pero su exterior mantenía la forma de un pene grueso y rugoso, que enloqueció a su novia. Chessy, quien nunca había probado algo así, acabó llorando de placer, totalmente rendida ante lo que le hacía su novio. Para Cristo, fue toda una experiencia, inquietante por una parte, pero tan intensa como para querer repetir.

Finalmente, llegó el sábado.

Chessy mantenía en secreto el lugar donde se iba a celebrar la fiesta. Así que tuvieron que esperar a que llegara a casa de Faely para tomar el coche de ésta.

― Nos dirigimos a Queens – indicó Chessy, sentándose atrás con Cristo, como si Faely fuese un taxista. – A Steinway, en la bahía Bowery…

― ¿Cerca del aeropuerto LaGuardia?

― Exacto. Ya te indicaré.

― Marchando – exclamo Faely, con una risita.

― ¿Qué es lo que tienes preparado, jodía?

― Ahm – se encogió graciosamente de un hombro. – Ya lo verás cuando lleguemos.

Cristo aún no se orientaba bien, fuera de la isla de Manhattan, así que prestó atención al camino. Cruzaron la isla y tomaron el puente Queensboro hasta Queens Plaza, después el boulevard Northem, hasta desviarse en el comienzo de Steinway Street, que cruza verticalmente todo el noroeste de Queens. Antes de llegar a los muelles de la bahía, Chessy le indicó un almacén de tres pisos, de aspecto cochambroso.

― Lo habrás pillado barato, ¿no? – le lanzó una pulla Cristo.

― Es de tu jefa. Empezará a reformarlo en lofts muy pronto. Nos lo ha dejado para la fiesta.

― Vaya con Candy, ¿eh, tita?

Faely se encogió de hombros. Ni siquiera conocía la existencia de ese almacén. Su ama disponía de muchos edificios en propiedad. Faely aparcó el coche en una explanada cercana, llena de hierbajos, y entraron al edificio por una puerta de carga, apta para camiones. Sus pasos resonaban con eco en las tinieblas que se formaban en el interior, con el anochecer.

― Tenemos que tomar el montacargas. La fiesta es en el piso intermedio – sonrió Chessy, al bajar la baranda de seguridad de un enorme montacargas para coches o remolques.

― Zusto me das, coño.

― ¿Cómo?

― Que pareces una espía – tradujo tía Faely, haciéndola reír.

― Y tú, tita, ¿dónde vas con ese abrigo tan largo? Pareses Batman zaliendo de la peluquería, joer.

― Hace un poco de fresco. Además, no pienso dejarlo en el coche.

― Bueno…

Cristo contempló de nuevo a su tía, tapada casi hasta los tobillos por un largo abrigo de paño. ¿Llevaría uno de esos cortos vestiditos de Zara? ¿En su honor? Cristo sonrió como un lobo, repasando, esta vez, a su novia. Chessy se había vestido a gusto de Cristo, de colegiala guarridonga, con dos coletas rubias bien erguidas sobre su cabeza, una minifalda azul con peto, y unas largas calcetas que cubrían sus piernas hasta medio muslo. “Pa comérsela.”

El montacargas les dejó en el segundo piso y Chessy abatió la protección para que la puerta de rejilla se abriera. Cristo intentó traspasar la penumbra que reinaba, abriendo los ojos como un búho, pero no sirvió de nada. Podía ver sombras difusas cruzando rápidamente, pero poca cosa más. Se escuchaban pasos, risitas, alguna que otra tos y unos cuantos crujidos.

― ¿Se han fundido los plomos, cariño? – preguntó con sorna.

El fogonazo lo deslumbró, haciendo que cerrara los ojos y se tapara con una mano. Cuando los abrió de nuevo, con precaución, se encontró con una multitud ante él, mirándole.

― ¡¡SORPRESA!! – exclamó el gentío, ensordeciéndole.

― ¿Zorpresa? ¡Una fu de Estambul! ¡Esto es una invazión en toda regla, por mi madre! – masculló entre dientes, preguntándose de donde había salido tanta gente.

A medida que le daban palmadas, abrazos, y besos, fue reconociendo a la mayoría de chicas. Allí estaba toda la agencia en pleno. ¿Quién las había invitado? Si acaso, con algunas de ellas, apenas había cruzado un “buenos días”. Había también tíos que brindaban por él y le sonreían. Ahí si que estaba seguro de no conocerlos. Por suerte o por desgracia, Cristo no tenía apenas amigos masculinos en Nueva York, salvo Spinny, claro.

A pesar de la potente luz que estaba empecinada en cegarle, no tardó en distinguir las largas guedejas pelirrojas de Spinny, entre los que le rodeaban. Cristo se echó en sus brazos, palmeándose fuertemente mutuamente.

― ¡Feliz cumpleaños, Cristo! – exclamó su amigo.

― Gracias.

― ¿De dónde has sacado tanta titi buena?

― Trabajo con ellas, capullo, ¿o es que ya no te acuerdas?

― ¿Todas son modelos? – Spinny desorbitó los ojos.

Cristo se llevó la mano a los ojos, agitando la cabeza, dándole por imposible. Las felicitaciones se hicieron más espaciadas y la gente le fue dejando hueco. Fue entonces cuando se percató de cómo iban vestidas las chicas. Volvió a quedarse con la boca abierta, incapaz de articular una palabra. Se giró hacia Chessy, quien se estaba riendo a carcajadas, aferrada a Faely. En cambio, ésta última, erguida y altiva, se desembarazó del largo abrigo, mostrando lo que en verdad ocultaba debajo. Un ajustado corsé de negro y brillante vinilo, que dejaba su busto casi expuesto y su cintura comprimida, se superponía a un estrecho culotte del mismo material. Sus apetitoso glúteos solo estaban cubiertos por una faldita de tiras de cuero marrón, que se dispersaban al menor movimiento. Guantes largos hasta el codo y lencería de seda oscura, así como unos altísimos zapatos de tacón de aguja, completaban su indumentaria. Cristo abrió las manos, en una muda pregunta.

― ¿Cuál sería el tema de la fiesta, cariño? – le preguntó Chessy, echándole los brazos al cuello.

― ¿Camino al infarto? – balbuceó.

― ¡No, tonto! Las chicas lo han hecho por ti. Les propuse un tema: fetichismo, y ellas se han vestido según tus fetiches. Menos mal que eres de lo más clásico, sino no sé donde podríamos haber conseguido todos esos disfraces.

― ¿Fetichista yo? – negó Cristo con las manos, girándose hacia sus invitados.

― ¡ANDA YA! – le respondieron con un coro, riéndose la mayoría.

― Joder, Chessy, muchas gracias. Esto no lo olvidaré nunca – le dijo, antes de besarla largamente.

― Eso espero – jadeó ella, al apartar sus labios.

― Necesito una copa ya – tiró de su mano, acercándose a unas largas mesas, repletas de botellas, fuentes con canapés, y otras cosas deliciosas que no se detuvo a investigar.

Mientras Chessy servía las bebidas, Cristo repasó individualmente los disfraces de las chicas. Era cierto, era un fetichista de lo más clásico. En el Saladillo, los gustos no eran tan eclécticos como en la Gran Manzana. Había un montón de colegialas, cada una de una manera y una tendencia: con coletas, trenzas, y pinzas de colores; con faldas ultracortas y camisas prestas a estallar. Enfermeras putonas, de atrevidos uniformes, a cual más corto, meneaban sus caderas con desenfado. También la lencería y los aspectos sadomaso pintaban aquí y allá. Pero algunas chicas habían sido más imaginativas… Monjas de hábitos sensuales, conejitas de Play Boy, alguna que otra Vampirella, un par de Wonder Woman, y, para rematar, una increíble Ponigirl, totalmente equipada.

En ese momento, el penecito de nuestro gitanito hubiera soportado el peso de una viga de hierro, de lo tieso que estaba. Aceptó el ron cola que le alargó su novia y la abarcó por el talle. Alargó la mano ocupada con el vaso, abarcando a la gente con un gesto.

― ¿De verdad que lo han hecho por mí?

― Pues claro que si, Cristo. Eres muy querido en la agencia, tanto que a veces me mosquea…

― Yo… yo… no sé qué decir…

― Pues cierra la boca y disfruta. Pero, recuerda: se mira pero no se toca.

― Que se le va a hacer – suspiró. – No se puede tener todo…

Pasearon de la mano por la planta. Chessy explicaba cuanto habían hecho allí, entre todos, dejándole alucinado. El local abarcaba toda la planta, de unos veinticinco metros de ancha, por unos doscientos de larga, totalmente diáfana, salvo por la hilera de columnas centrales, de acero. Las luces estroboscópicas y la iluminación especial se habían instalado en un sistema de cables y finas viguetas que se entrecruzaban entre las columnas, afirmando el piso. El techo estaba casi a cinco metros del suelo, el cemento ennegrecido por algún incendio, quizás.

Alrededor de una de las columnas centrales se había erigido una especie de plataforma redonda con barandilla, sobre la cual un chaval joven y asiático seleccionaba la música que sonaba. Varios potentes altavoces, estratégicamente situados, repartían el ritmo. Las desnudas paredes, así como algunas áreas del enorme almacén, habían sido ocultadas tras enormes pliegos de rutilante tela de papel, de fascinantes colores.

― ¿Qué hay aquí detrás? – preguntó Cristo, asomándose detrás de una de estas grandes separaciones.

Cristo se rascó la cabeza, contemplando el ingenio que se mecía, aferrado a las viguetas del techo por cuerdas plastificadas. Tenía un piso de caña trenzada, de la dimensión de una cama de matrimonio, formando una especie de barquilla con un ángulo ínfimo.

― ¿Hamacas?

― Es el diseño de un amigo mío. Es mejor que una hamaca de cuerda, ya que no se cierra y pesa muy poco. Una fiesta de este tipo, con modelos de una famosa agencia, es toda una posibilidad para disponer de una tremenda publicidad – explicó Chessy. – La empresa de catering, de otros amigos míos, nos lo ha puesto todo a precio de costo, con tal de que se hable de ella. Este otro amigo ofreció sus hamacas, al darse cuenta de los inmejorables enganches que tenía el local. Ten en cuenta que muchos de los que están hoy aquí, veranean en los Hamptons. Más de uno probará estas hamacas y se acordarán de lo bien que se está en ella.

― Eres un caso, cariño. Montas una fiesta y encima ganas dinero con ella…

― Jajaja… no tanto, pero si me gusta disponer de patrocinadores – le dijo ella, besándole.

Cristo contó las separaciones con hamacas y, al menos, debía de haber unas veinte o veinticinco, cada una de ellas separada de las demás por un de esos biombos improvisados. “Folladeros”, se dijo Cristo, con sorna. “Habrá que probarlos después.”

― ¡Cristo! – Zara se acercaba, llamándole y trayendo a la jefa de la mano.

― Vaya, su Alteza en persona ha venido – murmuró.

― ¡Claro que si! Tu jefa ha sido la principal patrocinadora. El local es total.

― ¡Felicidades, primo! – Zara se inclinó y besó fuertemente las dos mejillas de Cristo.

― Gracias, prima.

― Muchas felicidades, Cristo – le sonrió Candy Newport.

― ¡Venga dos besos, jefa! ¡Prácticamente es de la familia! – exclamó Cristo, abriendo los brazos.

La ex modelo se turbó un tanto, pues no esperaba aquello, pero acabó abrazando a su pequeño empleado y besándole las mejillas.

― ¡Estáis guapísimas! – las alabó Chessy.

Ambas iban conjuntadas. Zara de mujer salvaje de la selva, con un minivestido de leopardo, que se abría por uno de los costados, mostrando sus braguitas del mismo material; Candy de sensual cazadora, con casco y mini pantalón militar, además de botas altas. Una argolla con ronzal partía del cuello de Zara para acabar en la mano de su amante.

“Las viejas costumbres no se pierden.”, pensó el gitano.

― ¿Has visto a tu madre, prima? – le preguntó, mordaz.

― No, aún no.

― Mejor. Jefa, su suegra le va a encantar – espetó, antes de llevarse a Chessy a una de las hamacas.

― ¿Cómo le dices eso a tu jefa, anormal? – le regañó su novia mientras se estirazaban sobre las cañas.

― Me encanta la cara que ha puesto – se rió él, deseando poder contarle a Chessy la verdad sobre Candy y Faely. Pero, por el momento, era un tema secreto. — ¡Oye! Se está divino aquí.

― Si, la verdad es que si.

― ¿La probamos con un polvo?

― Aún es pronto, cariño. Primero quiero beber y bailar.

― Vale…

Cristo era uno de esos gitanos con ritmo para bailar. Podría haber sido un buen bailarín de flamenco si hubiera nacido en otro clan. Aunque no renegaba de la música arraigada tradicionalmente a su etnia, Cristo gustaba de ritmos más modernos y machacones. Se movía bien con la música electrónica más cañera, como el dance y el break beat, o bien perreaba encantado con los ritmos latinos, como la bachata o la cumbia.

El caso es que llevó a su novia al gran espacio reservado para bailar, casi en el centro del local. La mayoría de efectos de iluminación estaban enfocados hacia ese punto, convirtiendo a los bailarines en seres de colores y formas lumínicas. Chessy, como siempre, se dejó llevar por su entusiasmo y, elevando sus brazos al aire, meció su cuerpo sensualmente. Sus caderas ondulaban al ritmo de las palabras desgranadas por la ronca voz del chico que rapeaba a los pies del discjockey. Cristo se contagió pronto del ritmo de su chica, imitándola, siguiendo sus pasos. No tardaron en llamar la atención de sus conocidos. Alma y Calenda se unieron a ellos, calentando el ambiente con sus cuerpazos. Alma vestía de enfermera, con un uniforme que acabaría estallando seguramente. La parte superior de sus muslos asomaba al descubierto, por encima de las medias blancas, pues la blusa de enfermera era tan corta que terminaba antes de cubrir los enganches del liguero. Su melena rojiza se rizaba bajo la cofia con la cruz roja, agitada al son musical pertinente.

Calenda, en cambio, había optado por un disfraz poco convencional pero absolutamente sexy: una túnica blanca cortita y ceñida, que dejaba al descubierto la plenitud de sus largas piernas, y dotada de un escote vertiginoso. Unas sandalias de lazos dorados hasta debajo de la rodilla y un par de pequeñas alas algodonosas completaban su atuendo de angelito sexy. Bajo un tembloroso halo dorado, su oscura cabellera estaba peinada de modo que cubría uno de sus ojos, intensificando su mirada.

A ojos de Cristo, Calenda se estaba desmelando esa noche, liberando su mente de la presión de su padre, de los babosos tipos que la perseguían en la fiesta y de todo cuanto la presionaba en su vida. Cuando regresó con el equipo de los Hamptons, la jefa habló con ella, largo y tendido, en su despacho. Por lo que después le contó a Cristo, la señorita Newport estaba muy dolida con la actitud paterna y no estaba dispuesta a dejarse avasallar ni una vez más por un vividor –palabras textuales- como Germán Eirre. Su padre había acusado a la jefa de intentar modificar el contrato de su hija, a su conveniencia. Cristo puso cara de asombro y se felicitó interiormente.

Calenda le confesó a su amigo, entre lágrimas, que aunque ya no viviera con su padre, le resultaba imposible dejarle atrás. Siempre acababa ninguneándola. Así que esa noche, en la maravillosa fiesta que ella había ayudado también a montar como amiga, pensaba pasárselo de puta madre, como decía Cristo. Distinguir a Chessy y al homenajeado bailando tan felices, la arrancó. Así que aferró por el brazo a Alma, que estaba a punto de comerle la boca a un niñato, y la arrastró a bailar, sin hacer caso de sus quejas. Alma estaba tan cachonda que aceptó enseguida seguir el contoneo lascivo de la venezolana, lo que pronto encendió el fuego de los machos del entorno. Con una sonrisa de suficiencia, Chessy pidió un hueco para ella.

Contemplar aquellas piernas entreabriéndose, aquellos muslos ofrecidos sin ninguna protección… unas caderas que rotaban, reclamando la atención inmediata de unas manos audaces; canales generosos que dejaban entrever la delicada piel de unos pechos libres de sujeción… y, cómo no, unos labios turgentes y rojos que no dejaban de humedecerse con lenguas de cualidades serpentinas. No había ojos masculinos que no contemplasen aquel sensual baile; hasta la pareja gay de turno clavó sus ojos con envidia sobre aquellas hembras endiabladas. Las mismas féminas las adoraron, unas por compañerismo, otras por oculta lujuria; las aplaudieron y animaron, incentivándolas para esforzarse más.

Cristo, con una sonrisa, imaginó por un momento como sería meter a esas tres en una cama, con él por supuesto. Se estremeció. Con un gesto, le indicó a Chessy que estaba cansado y se retiró a la mesa de bebidas. En verdad, no estaba cansado, sino excitado, y prefería observar a la gente que estar moviendo el esqueleto. Se sirvió otro pelotazo de ron y derivó su mirada sobre los invitados, lentamente.

Varias parejas ocupaban ya los reservados con hamacas. Cristo sonrió cuando comprobó que, con ciertos focos, las siluetas de los amantes se reflejaban sobre las separaciones de papel, formando sensuales sombras chinescas. Parece que los decoradores habían pensado en todo.

Advirtió, de refilón, a su prima Zara abrazada a su novia, estaban de pie, en una zona alejada de la gente. Se besaban a ratos y contemplaban a los bailarines. Candy hizo un movimiento con la mano que sostenía la copa y Cristo siguió la dirección hasta descubrir a su tía Faely. Ésta estaba apoyada en una de las columnas centrales, con un hombro, y también observaba, con un vaso en la mano, la gente que bailaba. ¿Qué estarían comentado, aquellas dos, sobre tu tía?

De repente, vio a la pareja de chicas salir de su rincón y avanzar hacia Faely. Desde que Zara salía con su jefa, aún no se habían encontrado las tres juntas, y por lo que Cristo conocía, Faely tampoco se había reunido a solas con su ama. ¿Iba ser la ocasión esa noche?

Candy y Zara se detuvieron detrás de Faely, quien no se dio cuenta de su presencia. Candy le dijo algo a su chica en el oído, pero Zara negó con la cabeza. Cristo se quedó anonadado cuando presenció como Candy tomaba la muñeca de su novia y la obligaba a alargar la mano, hasta sobar las nalgas de su madre.

Faely intentó girarse cuando sintió la mano intrusa, pero una voz conocida restalló secamente:

― ¡No te gires, perra! ¡Disimula y sigue mirando para adelante!

Faely sonrió para sus adentros. Su ama no se había olvidado de ella. Aún le dispensaba unas caricias. Se sintió renacer. Los dedos de su ama la pellizcaban, sobaban sus nalgas, y palpaban su trasero con una extraña timidez, casi con devoción. De hecho, Ama Candy nunca la tocó así antes.

― ¿Qué? ¿Tenía razón? Sus glúteos están duros como los de una jovencita, debido al baile – escuchó decir a su ama. – Toca, toca… métele los dedos entre las piernas… ya verás.

Faely se envaró, mordiéndose el labio. ¡No era su ama quien la tocaba! ¡Aquellos tímidos dedos solo podían pertenecer a una persona! ¡Su hija Zara! Todo el vello de su cuerpo se encrespó, erizado por una tremenda vergüenza que la invadió súbitamente. ¡No podía ser! ¡Su Ama no podía ser tan cruel! Los dedos se colaron entre los flecos de su cinturilla, buscando su entrepierna. Faely apretó los muslos para no dejar hueco, notando un trémulo nudo en la garganta.

― Ábrete de pierna, puta. Deja que tu hija pruebe el coño que la ha parido – susurró la voz de su ama, muy cercana a su oído.

― Candy, no debería… esto no está bien – gimió Zara.

― Vamos, preciosa, si lo estás deseando. Lo hemos hablado muchas noches… Sigue…

Faely se estremeció al abrirse de piernas y apoyarse de bruces contra la columna. Se sintió como un pedazo de carne sin voluntad, pero que se impregnaba de la lujuria que la rodeaba. Desde su puesto, Cristo se apercibió totalmente de cómo la mano de Zara se perdía en el interior de los muslos de su madre.

“¡Cacho de putas! ¡Lo ha hecho! ¡Zara le está metiendo mano a zu madre!”

Faely tenía los ojos cerrados, el rostro apoyado sobre sus manos, contra la columna. Jadeaba por lo bajo, tratando de que su hija no notara que se estaba derritiendo.

― ¡No la dejes correrse! – previno Candy a su novia.

― Yo… yo… no puedo seguir aquí – musitó Zara, el rostro arrebolado.

― Pues vámonos a casa, niña. Te voy a follar toda la noche, ¿quieres?

― S-si… si, por Dios…

Cristo las observó dejar a Faely contra la columna y, cogidas de la mano, desaparecieron hacia el montacargas.

“Las muy putas… Zeguro que van a restregarse juntas.”, pensó con sorna.

Aprovechando la oportunidad, Cristo se deslizó hasta ocupar el puesto que Zara había dejado. Su mano palpó la mojada entrepierna de su tía, que resolló con el nuevo roce.

― Veo que te han dejado tocada, tita.

― Uuuuhh…

― ¡Por la Virgen de los pastorsillos! ¡Estás anegada! ¿Tanto te ha puesto zentir la mano de tu hija?

― Cristo…

― ¿Zi?

― Cállate y haz que me corra.

― Claro, putón verbenero, pa ezo está la mano de tu Cristo, pa llevarte al sielo…

El sobrino fricionó fuertemente el clítoris de su tía, metiendo la mano en el interior de las mojadas bragas, hasta que notó como las piernas de la mujer temblaban. Faely se mordía una de sus propias manos, conteniendo el chillido de gozo que surgía de su garganta, convirtiéndole en un profundo gruñido.

― ¿Zatisfecha, tita? Quizás deberías cogerte a uno de ezos guapos chavalitos y haserlo tuyo en eza hamaca – bromeó Cristo a su oído.

― Déjame sola, Cristo… por favor…

Él se alejó, al darse cuenta de que la mujer estaba llorando. Los remordimientos, sin duda. Le indicó que si deseaba marcharse que lo hiciera, que ellos volverían en un taxi. Su tía fue a buscar su abrigo, sin dejar de vertir lágrimas. Fué entonces cuando Cristo se percató de que el ambiente se estaba degenerando a pasos agigantados. La coca había salido a relucir, así como otras lindezas. La fiesta estaba tomando el rumbo de una posible orgía. La gente apenas se cortaba de que otros la pudieran ver. Alma, por ejemplo, se morreaba con un chico bien vestido y aún bien peinado, de aspecto más joven que ella. La mano de la mujer se perdía en el interior del chico, masajeando suavemente. No tardaría en devorarle, seguro.

Al pasar por delante de uno de los reservados de papel, escuchó una voz que le aceleró el corazón. Arriesgó un vistazo y se encontró con Calenda tumbada sobre una de las hamacas, la túnica bien remangada, mostrando el mini tanga banco, y las alas tiradas por el suelo. Delante de ella, de pie y dándole la espalda a Cristo, May Lin se bajaba las bragas, manteniendo aún su disfraz de colegiala puesto.

― No te quites el uniforme, May. Déjatelo puesto… me recuerda cuando estaba en el colegio…

― ¿Te pone como a Cristo?

― Puede. Creo que empiezo a entender sus vicios – se rió la venezolana.

― Entonces… ¿me vas a lamer el coñito? – le preguntó la chinita, avanzando de rodillas sobre el cuerpo de su amiga, hasta cabalgar su rostro.

― Como cada noche, mi hermosa niña… hasta que te duermas…

Cristo sintió su corazón dispararse, al ver la escena. Anhelaba quedarse y espiarlas toda la noche, pero no podía ser. Tenía que encontrar a Chessy; necesitaba a su novia ya.

Chessy estaba charlando con la parejita gay, fuesen quienes fuesen. Se reían y parecían muy animados. Cristo dio un sorbo a su vaso, dejándolo medio, y sacó una cápsula de su bolsillo. La abrió y vertió el contenido en el líquido. Lo agito un momento y caminó hasta donde estaba su novia.

― Hola, cariño – dijo, con una amplia sonrisa, entregándole su vaso.

― Ah, os presento a mi chico – Chessy se abrazó a su cintura, haciendo las presentaciones y apurando el contenido del vaso. – Cristo, estos son Harry y Fatty.

― Mucho gusto – los chicos le besaron en la mejilla, en vez de darle la mano.

― Siento arrebatárosla, pero es una emergencia – sonrió Cristo, arrastrándola de la mano.

― Uy, ¿dónde me llevas con esa prisa?

― ¡A follarte en una de esas hamacas! – gruñó Cristo, haciéndola reír.

― Parece que estás un tanto cachondo.

― ¡Aquí está todo el mundo follando como conejos, a donde quieras que mires! ¡Vamos, que nos quedamos sin hamacas!

Entre risas y empujones, encontraron una vacía y se encaramaron a ella. Cristo mantuvo a su chica de bruces y le bajó las braguitas, manteniendo su traserito empinado.

― ¿No me desnudo? – preguntó ella.

― No, que se pierde el fetichismo, ¿no?

― Claro, viciosillo. Quieres follarle el culito a esta colegiala, ¿eeeh?

Cristo ni siquiera contestó, tampoco perdió el tiempo en dilatar el esfínter. Escupió en él e introdujo su dedo pulgar un par de veces.

― Veo que estás ansioso, semental – murmuró Chessy, con la mejilla apoyada en su mano y ofreciendo su culo alzado.

― ¡Joder que si!

Cristo la sodomizo con ímpetu, haciéndola gritar de sorpresa y luego de placer. Se corrieron a la vez. Cristo la pajeaba con una mano, al mismo tiempo que la penetraba analmente. La faldita de colegiala quedó pringada de semen, tanto por atrás como por delante. Sin embargo, Cristo no estaba satisfecho. Usando su propio semen como lubricante fue introduciendo su manita en el ano de su novia. Chessy gemía cada vez más. Cristo se lo había hecho en una ocasión y la dejó exhausta.

El esfínter estaba completamente abierto. Una monstruosidad que era capaz de tragarse hasta un bate de béisbol. El puño de Cristo rozaba la próstata de Chessy, enviando ondas de placer a todo su cuerpo. Ella se retorcía, enloquecida. Su lengua lamía cuanto tuviese al alcance, sus dedos, las cañas de la hamaca, o bien la cuerda del enganche. Su polla estaba tan tiesa y roja que parecía querer despegar como un cohete.

Cuando Cristo deslizó su mano hacia el pene de su chica, esta se corrió con un alarido, con tan solo apretarle el glande. Sin embargo, el puño que la empalaba no dejó que su erección bajase. Con un par de agitaciones, estaba de nuevo firme, aunque se quejaba. Su cuerpo estaba dispuesto a seguir, pero su mente se agotaba, se desvanecía.

― No puedo más… cariño – gimió, girándose de lado y alargando una mano, que acabó colando un par de dedos en la boca de Cristo.

― Ya verás como si, cielo – contestó él, inclinando su rostro hasta lamer todo el perineo y alcanzar los reducidos testículos.

Al mismo tiempo, apretó el puño y lo giró en ambas direcciones, una después de otra. Chessy gruñó y se envaró. Finalmente, sin sacarle el puño del culo, la giró hasta quedar boca arriba, con las rodillas pegadas al pecho. Cristo, mostrando su destreza, despojó a su novia de una de sus largas calcetas, utilizando solo una mano. A continuación, tomó el piecesito descalzo en la boca, absorbiendo los deditos de uñas pintadas de púrpura con avidez. Chessy tenía los pies muy sensibles.

La cadencia de su puño comandaba los embistes de las caderas femeninas. Con entrecortados quejidos, Chessy meneaba su pie en el interior de la boca de su novio. La baba se derramaba por la barbilla de Cristo, cayendo sobre la erguida polla de su novia, quien, a su vez, tenía los ojos entornados y babeaba, perdida la noción de una mente consciente a causa de la droga. Solo quedaba su instinto y el impulso sexual. Con un estremecimiento que la desmadejó finalmente, Chessy se corrió, expulsando unas gotas de semen. Cristo dejó de chuparle el pie y las tragó con deleite, sacándole el puño del recto, con todo cuidado. Al serenarse, cayó en la cuenta de que ni siquiera se había desnudado, urgido por la lascivia.

Tras comprobar que Chessy estaba desvanecida, el gitano la colocó en una posición de feto, con la cabeza apoyada en uno de sus brazos y, arrancando una de las separaciones de tela de papel, la cubrió con ella, como si fuese una manta. “No le pazará ná aquí. De todas formas, no pueden dejarla preñá, ¿no?”, pensó. Miró su reloj y comprobó que disponía de tiempo. Se escabulló de la fiesta con facilidad. Todo el mundo estaba dedicado a follar o a emborracharse hasta caer de bruces. En el montacargas, llamó a un radiotaxi.

Apenas tardó diez minutos. Comunicó al taxista que tenía que hacer varios trayectos en poco tiempo y, para confirmarle que estaba dispuesto a pagar bien, le entregó doscientos dólares en un rollo de billetes pequeños.

― Como adelanto – le dijo.

El taxista se lamió los labios y asintió. Preguntó por una dirección.

― Al Upper West Side, ya le indicaré.

Al ser más de medianoche, el tráfico había descendido, y tardaron apenas veinte minutos. El apartamento de May Lin le era conocido. Sabía como abrir la puerta del inmueble y dónde estaba oculta la llave de repuesto del apartamento: en una grieta entre dos ladrillos. Entró con total libertad, sabiendo que las chicas estaban aún en la fiesta.

“A lo mejor están aún liadas, las guarras. ¡Vaya compañeras de piso!”

No tuvo que buscar mucho. Junto con las llaves de la vivienda, estaban las tarjetas de acceso a la agencia. Se aseguró de coger la de Calenda y volvió a salir. De allí, partieron hacia el sur, a la agencia. Cristo, tras bajarse del coche, dio la vuelta al edificio, y, tras colocarse unos suaves guantes de vinilo, accedió por la puerta trasera, cuya cerradura había puenteado aquella misma mañana. Entró en el vestíbulo con impunidad, procurando que las cámaras no le tomaran. Escuchó la pequeña televisión del vigilante, atrincherado en el mostrador, desde el cual no podía verle.

Llamó al ascensor y, antes de entrar, sacó una gorra del bolsillo trasero, con la cual tapó la cámara del cubículo. Después, lo activó con la tarjeta de Calenda. Aquella noche, esa tarjeta aparecía registrada en varios lugares de la agencia, incluso en el despacho de la jefa. Fue hasta su taquilla, donde tenía guardada una pequeña bolsa de viaje, con ruedas, y una nota con la combinación de la caja fuerte que Candy había alquilado, a principio de semana.

Cuando Odyssey trajo el cofre con las monedas españolas, insistieron en que tenía que disponer de una caja fuerte con garantías. Cristo se ocupó de alquilarla y también de enterarse del código que traía por defecto. Como imaginó, Candy ni siquiera cambió la combinación, guardando en su agenda la nota con los dígitos.

Un juego de niños, se dijo, abriendo la puerta del despacho de Candy con la tarjeta de Calenda. Se plantó ante la gran caja fuerte, dispuesta en una de las esquinas del despacho. En su interior, dormían todos aquellos valiosos doblones. Tecleó el código y abrió la puerta. abrió la cremallera de la maleta y sacó un sobre. Dentro, atrapadas en celofán, se encontraban varias impresiones digitales que fue dejando, tanto en la puerta de la caja fuerte, en el dial, y en la puerta del despacho. una vez hecho esto, se ocupo del cofre. Éste pesaba, a pesar de ser pequeño, pero consiguió introducirlo, íntegro, en la maleta. Se metió en el bolsillo del pantalón la nota con la combinación y los residuos de celofán, y volvió a cerrar la caja fuerte. Salió del despacho, tirando de la maleta. Las ruedas le facilitaban la tarea. Recuperó la gorra de la cámara del ascensor y se la encasquetó en la cabeza, calándola sobre sus ojos. Alcanzó la calle de nuevo por la puerta trasera y se subió al taxi que le esperaba, dándole una nueva dirección: la terminal de autobuses de la Autoridad Portuaria, en Midtown, muy cerca del Times Square.

Estaba relativamente cerca, pero Cristo no quería dejar su taxi atrás. Entró en la estación, bajando la gorra ante las distintas cámaras. Se dirigió al área de taquillas. Ya tenía elegida la taquilla en cuestión, la 412, la cual no entraba en el plano de ninguna de las cámara de la terminal. Metió la maleta en el interior e introdujo el importe para un par de semanas. Se guardó la llave. Ahora dependía de la rapidez del taxista. Tenía que acudir a otra dirección en Queens, relativamente cerca del lugar de la fiesta, por suerte.

― Al 37-2, en la 37th Avenue, en Jackson Heights, todo lo rápido que pueda, amigo – le dijo al taxista.

Una hora y cuarto más tarde, Cristo sacudía suavemente el hombro de su chica, la cual dejaba escapar ronquiditos, debido a la postura. Los asistentes al cumpleaños ya se marchaban y la gente se despedía de él, a cada instante. Chessy despertó finalmente, y la cargó en el mismo taxi que había utilizado esa noche. El taxista se había ganado una buena propina aquella noche, sobre todo para olvidar la cara de Cristo.

________________________________________________________________________

El lunes por la mañana, se armó un buen jaleo en la agencia, al descubrir que el cofre de monedas de Odyssey había sido robado. La policía acudió, así como los peritos de los seguros, tanto de la empresa de cajas fuertes, como el de la propia agencia. La agencia no disponía de cámaras en su interior, para salvaguardar la intimidad de las modelos. Las cámaras del edificio no grabaron nada de interés y el objetivo de la del ascensor fue tapado con algo, a las 00:46.

A esa hora, los investigadores comprobaron que la tarjeta de una persona, Calenda Eirre, había activado el sistema, tanto en el ascensor como en el despacho de la directora Candy Newport.

Al interrogar a la modelo, al menos una docena de testigos confirmaron que estaba en la fiesta por el cumpleaños de Cristóbal Heredia. Calenda disponía de una coartada blindada. Sin embargo, su tarjeta no aparecía en ninguna parte. Los peritos policiales sacaron huellas de la caja fuerte y de la puerta del despacho de la directora.

Al tercer día, la policía se presentó ante Germán Eirre, padre de la modelo, con una orden de registro. Encontraron en su domicilio, en Jackson Heights, la tarjeta de su hija así como la llave de una taquilla alquilada, en la Terminal de autobuses de Midtown. En su interior, una maleta contenía el valioso cofre con los doblones de oro. Las autoridades disponían de un sospechoso perfecto, con móvil, sin trabajo, y extranjero. Las huellas coincidían, disponía de acceso y se había recuperado el botín. Listo y empaquetado, se podría decir.

El juez ordenó prisión sin fianza para el venezolano, quien se enfrentaba a quince años de condena.

Cristo se frotó las manos por un plan bien urdido. Ahora, Calenda era libre de las vilezas de su padre. La modelo aún tardaría en atar cabos y descubrir la verdad de lo ocurrido. Pero, por el momento, estaba gozosa y feliz, rodeada de sus amigos y sin la perversión paterna.

CONTINUARÁ….

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (13)” (POR JANIS)

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CAZADORNota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin título

Para Cristo, había sido un verano sosegado, pues se quedó solo en el loft. Faely aceptó un curso de verano en una academia de Atlanta, como consecuencia de aquella mano intrusa entre sus piernas. Nadie sospechó que aquella noche, la de la fiesta de cumpleaños, algo se rompiera en el interior del alma de la gitana. En verdad, sentirse excitada por la caricia de su hija, la había dejado confusa y llena de remordimientos. Su mente sometida se negaba a reconocer que había descendido un nuevo nivel en su infierno particular.

Al pasar los días, se sentía incapaz de eludir los celos que brotaban hacia su hija. ¡Acaparaba a su ama, la cual se había olvidado de ella! Faely realmente la necesitaba. La vida se hundía a su alrededor; la monotonía se la estaba tragando, como si fuesen arenas movedizas. Ama Candy la había apartado de su lado, como una muñeca rota.

Al principio, lo había soportado todo, por el bien de su hija. Era conciente de lo que su ama podía aportar a la carrera de Zara, pero, a medida que transcurrían las semanas, los celos la mortificaban sin descanso. Había tenido la esperanza de que su ama repartiera su tiempo entre ellas, que no se olvidara de su esclava.

Cuando sucedió el asunto de la fiesta de cumpleaños, Faely accedió a un umbral aún más profundo, más sórdido. Ser conciente de la mano de Zara en su sexo, disparó el estado más frenético de cuantos hubo alcanzado en su vida. Quería desterrar ese recuerdo, arrancarlo de su mente como fuese, pero le resultó imposible. Su cuerpo reaccionaba por si solo. Cristo lo intentó el primero, haciéndola gritar, pero el ardor siguió rondando su cuerpo en cuanto su sobrino se marchó. Aquella vez, se masturbó hasta en ocho ocasiones, a lo largo de la noche, en un intento de apagar los rescoldos del recuerdo que pulsaba sin cesar. Solo consiguió sensibilizar tanto su clítoris que le dolía nada más rozarlo con el dedo, pero la ansiedad no desapareció.

Nunca antes le había sucedido, pero, dos días después, estuvo a punto de besar el cuello de una de sus alumnas más jóvenes. El motivo: su pelo era muy parecido al de su hija. El ardor volvió a aparecer y Faely acabó encerrada en su despacho, usando dos falos de caucho durante dos horas.

No tuvo más remedio que reconocer que no solo era una puta esclava, que anhelaba la dura atención de su dueña, sino que también estaba obsesionada con su hija. Aún no sabía hasta que punto, pero era evidente que ansiaba nuevamente el contacto de esos dedos…

Por ese motivo, Faely, al acabar el curso lectivo, aceptó uno de esos talleres de verano a los que nunca hacía caso. Eligió el más lejano, con la esperanza que esa oscura tentación desapareciera con la distancia. Incluso, se atrevió a marcharse sin la autorización de su dueña, aunque si le dejó una nota escrita.

Su ama Candy, al leerla, se rió y propuso a su joven amante pasar el verano en su casa de los Hamptons. Ni que decir que Zara aceptó de inmediato. Pensaba pasarse todo el día, desnuda, en la casita a pie de playa. Candy volvería una vez a la semana a la ciudad, para controlar los asuntos que requerían su presencia, y ella le esperaría con las piernas abiertas dentro del jacuzzi.

¡Que perfecta era la vida de una cortesana mantenida, solía decirse! Solo tenía que estar dispuesta para el placer, el suyo y el de su protectora. Ahora, que sus fantasías se estaban cumpliendo, Zara empezaba a dudar que fuera ciertamente amor lo que sentía por Candy. Más bien era una confusa mezcla de sentimientos que la arrastraban como una hoja: admiración, sensualidad, envidia, algo de celos…

Candy Newport había sido un modelo a imitar, la perfecta culminación de una vida dedicada a la belleza y al glamour. Trabajar para ella exasperó sus sentimientos, mezclándoles fuertemente. Conocer que era la dueña absoluta de su madre, hizo que los dardos de celos incrementaran su obsesión.

No le importaba en absoluto que no fuera amor, pero era una sensación lo suficientemente fuerte como para mantenerla todo el día excitada.

Por todos estos motivos y sucesos, Cristo quedó solo en el loft, aquejado de una privacidad de la que siempre huyó. No tardó ni dos días en pedirle a Chessy que si no la molestaba que él se mudara temporalmente a su apartamento. Chessy lo recibió con los brazos abiertos, por supuesto. Por otra parte, Calenda, libre de las ataduras paternas, había aceptado una gira publicitaria que la llevaría por toda Europa durante el verano.

Por eso mismo, hablamos de un verano sosegado y tranquilo. Cristo tenía todas sus necesidades cubiertas y eso le permitió dedicar su portentosa mente hacia otros requisitos, en particular hacia el desarrollo de su “plataforma de comercio”, como había empezado a llamar su nuevo proyecto.

El mercado negro que se organiza alrededor de la gente que se dedica a la belleza, a la moda, y, en general, a exhibirse de cara al público, es de una índole muy especial. Las modelos necesitan reafirmantes y potenciadores corporales; productos farmacológicos que les ayuden a mantener su peso, que anulen sus ojeras y posibles marcas corporales, y, finalmente, que les inyecte una buena dosis de moral en sus aletargadas psiques. A esto, se unen tratamientos intensivos para casos necesitados; regímenes especiales para gente sin voluntad, diversos esteroides y anabolizantes de controlada garantía y pureza; y, finalmente, la seguridad de contar con diversas consultas de especialistas muy reservados, a los que acudir discretamente.

La “plataforma” de Cristo había reunido todo estos productos y algunos más. El gitanito no quería tocar otras drogas, mucho más duras y peligrosas, pero eso no quería decir que no conociera a la gente adecuada para ocuparse de ello. Cristo buscaba convertirse en un facilitador de alto standing, ni más, ni menos, y, al final de verano, casi lo había conseguido.

En esas fechas, Brand Fellewtown, un cazador de talentos sudafricano, firmó una cesión a la agencia de dos hermanos mellizos, de veintidós años: Hamil y Kasha Tejure.

Ambos hermanos eran impresionantes cuarterones, sin apenas sangre y rasgos africanos. Según sus propias palabras, eran hijos bastardos de un conocido hacendado ario de Pretoria, quien se había negado a darles su ilustre apellido, pero que, a cambio, había conseguido impulsar sus sueños.

No se parecían demasiado entre ellos, como buenos hermanos mellizos. Hamil era alto, con un perfecto cuerpo de pura fibra. Tenía un lacio pelo negro, muy corto por detrás, pero con un largo y ondulado flequillo que solía caer sobre sus ojos casi celestes. Una nariz recta, de justo tamaño y pequeños orificios, conducía magistralmente a sus hermosos labios, los cuales constituían el único indicio de que poseía ancestros negroides, pues eran gruesos y sensuales. Hamil poseía una de esas sonrisas contagiosas, que generaban confianza al mostrar sus blancos y fuertes dientes, y moldear, a su vez, los hoyuelos que se hundían en sus mejillas. Solía llevar una sombra de vello en su mentón, casi como un eterno tiznón de niño rebelde.

Kasha, al igual que su hermano, poseía una piel perfecta, que parecía siempre fuertemente bronceada. Nadie sabría decir si surgían de una sesión de rayos UVA, o bien habían nacido en una isla dela Polinesiafrancesa. Sus ojos eran, quizás, algo más pálidos que los de Hamil, así como el tono de su cabello, que se volvía pardo en el largo flequillo. Sin embargo, llevaban ambos el mismo corte de pelo, lo cual era lo que realmente les hermanaba. Kasha tenía unas cejas anchas que se elevaban altas y curvas, otorgándole una mirada desafiante y dura, pero, al mismo tiempo, hechizante. Los fotógrafos decían adorarla.

Nariz y boca seguían la misma línea perfecta que su hermano, solo que su barbilla estaba graciosamente hendida. En cuanto a su cuerpo, era tan exuberante como poderoso era el de Hamil.

Así que, cuando los dos hermanos aparecieron por primera vez por la agenda, con sus estaturas iguales, su idéntico paso, y sus sonrisas endiabladas, Cristo y Alma se quedaron babeando, literalmente. Durante la primera semana, los mellizos fueron la comidilla de la agencia.

A la segunda semana, Hamil se hizo el encontradizo con Cristo y acabó preguntándole si conocía a alguien que le pudiera conseguir tranquilizantes. Cristo le notó nervioso y mucho más alterado. Ya no parecía el delicioso chico lánguido y sonriente de siempre.

“Este está más enganchao que un churumbel al pecho de zu mare.”, pensó Cristo.

Nuestro facilitador gitano le preguntó qué marca prefería y le prometió que las tendría al día siguiente. Hamil le estrechó la mano con fuerza, contento de haber solucionado su pequeña crisis. “Por lo visto, no duerme bien, el probe…”, se rió, sentándose otra vez tras el mostrador de recepción. “Zerá por los poblemas de inmigración que tiene, el jodío.”

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Aquellos tranquilizantes trajeron, más tarde, otros mejores, así como unos estimulantes de jalea real y unos esteroides. Hamil se habituó a utilizar a Cristo de chico de las compras, porque no todo cuanto le pedía era ilegal o necesitado de receta. Spray espermicida, profilácticos, unas bolas chinas, unas botellas de champán, un revisión ginecológica para su hermana…

El caso es que Cristo y Hamil empezaron a hacerse cada vez más amigos. El sudafricano se pasaba por el mostrador en los descansos de sus sesiones o de sus cursillos, para alegría de Alma, quien se lo comía con los ojos. Charlaba con ellos, se reía, y, a veces, bajaba por cafés y bollos a la cafetería. Todo un detalle.

Cierta mañana, Hamil trajo a su hermana, presentándola oficialmente a Cristo; después, se acodó a charlar con Alma, dejando que Kasha tratara con Cristo. Nuestro gitano puso el automático a su lengua e inició el habitual interrogatorio intersexual.

“¿Qué signo eres? ¿Cuál es tu color favorito? ¿Estudias o trabajas?”, es lo normal en preguntar cuando se conoce a una persona del otro sexo, pero no para Cristo, por supuesto. Él trabajaba en una de las mejores agencias de modelos del globo. Las chicas con las que trataba, no se parecían, con perdón, a la dependienta de la perfumería del barrio. Estas tías estaban hasta el moño de las clásicas preguntitas. Se las hacían en cada fiesta, en cada presentación, en cada entrevista, sin contar con los cientos de fans que atendían en sus correos.

Así que Cristo cambió su repertorio, solo por el placer de verlas fruncir el ceño, y, ciertamente, tales preguntas solían ser perturbadoras.

― ¿Operadas o naturales? – preguntó, admirando la pujanza de los senos contenidos por la camiseta.

― ¿Cómo? – pestañeó la joven sudafricana, al escuchar la primera pregunta de aquel jovencito.

― Los pechos. ¿Son tuyos?

― ¡Por supuesto! – exclamó ella, con el rostro encendido. ¿Cómo se atrevía ese…?

― Tranqui, Kasha. Es la costumbre. Tú no sabes la cantidad de pimpollos que pasan por este mostrador con las tetitas más retocadas que las de Pamela Anderson.

― Bueno, pues estas son mías – refunfuñó la chica.

― ¿Tienes alguna amiga especial? ¿De esas para compartir cama? – preguntó Cristo, con una sonrisa mordiente.

― Pero… pero… ¿de que coño vas, tío?

― Verás… sé que suena embarazoso, pero creo entender que sería aún peor si te preguntara: ¿qué te gusta más, la playa o la montaña?

Cristo se lanzó a una exposición de lo más gráfica de su teoría de la Conversación de Tanteo, como la llamó. Consiguió arrancar varias carcajadas de Kasha e incluso atrajo la atención de Hamil, para destemple de la pobre Alma.

― ¿Así que la Conversación de Tanteo debe de ser más atrevida, según tú? – le preguntó Kasha, mientras apoyaba uno de sus antebrazos sobre el hombro de su hermano.

― Con modelos, por supuesto que si. No son mujeres normales y corrientes, ¿así que por qué hacerles preguntas corrientes?

― Pero puede resultar demasiado agresivo. ¿no crees? – dijo Hamil.

― Bueno, se trata de ser directo, pero no ofensivo, claro está. Cuando hablo con una modelo que se ha dignado detenerse ante mí, debo asegurarme de las posibilidades reales de las que dispongo. No me gusta perder el tiempo…

― ¿Cómo es eso? ¿Me he dignado a detenerme yo? ¿Acaso no estamos charlando?

― Vale, vale… tú eres sudafricana. Puede que allí sea diferente – alzó las manos Cristo, torciendo el gesto. – Pero te aseguro que, en Nueva York, una modelo no se fija en un tipo como yo. Soy canijo, pequeño, y poca cosa…

― ¡No digas eso! ¡Eres encantador y divertido! – le recusó ella.

― ¿Cómo el Supercoco de los Teleñecos? — preguntó mordaz.

― No sé quien es ese – murmuró Kasha, mientras Alma se reía entre dientes.

― Te pregunto que si me meterías en tu cama, aunque solo fuese una noche – le preguntó Cristo, mirándola directamente a esos ojos casi transparentes.

― Pues… seguro que si, con el estímulo adecuado…

― Ya… hasta los ojos de farlopa – bajó los ojos Cristo, desencantado.

― ¡Pero bueno, Cristo! ¿Estás arrinconando a la pobre y no le dices que tienes novia? – exclamó Alma, entrando en juego.

Kasha se cruzó de brazos, enarcando una de sus altas cejas. Hamil se rió por lo bajito.

― Me has pillado – se disculpó Cristo, levantándose y haciendo una reverencia que hizo sonreír a todos.

― ¿Cómo se llama esa supuesta mártir? – preguntó Hamil.

― Chessy y es muy guapa – informó Alma.

― Aquí somos todos guapos – Hamil abarcó a los presentes con un gesto.

Aquellas conversaciones se convirtieron en una costumbre a seguir, cada día, cebando una necesaria amistad entre ellos. En algunas ocasiones, mientras Kasha se quedaba de charla con Cristo, Hamil se llevaba a Alma al almacén de la planta superior. La recepcionista solía regresar enrojecida y exhausta, pero sonriente, en apenas veinte minutos.

Al mes de su estancia en la agencia, los mellizos invitaron a Cristo a almorzar y éste les llevó a conocer su pizzería habitual. Tras devorar las correspondientes pizzas, Hamil se retrepó sobre la silla, abrazando a su hermana de una forma que intrigó bastante a Cristo. Su brazo pasaba sobre los hombros femeninos, dejando que su mano pendiera justo sobre los erguidos senos. Kasha no parecía violenta con aquel roce y seguía participando animosamente en la conversación. Cristo se llegó a preguntar si en Sudáfrica existía algún tipo de costumbre fraternal que él desconociera.

― Tenías razón, Cristo. Esta pizza se merece todos los honores – dijo Hamil.

― Pues espera a probar el café que hacen – Cristo alzó la mano, pidiendo a la camarera que se acercara. — ¿Cómo lo tomáis?

― ¿Café, ahora? – se extrañó Kasha.

― Por supuesto. Es una costumbre mediterránea. Café de sobremesa.

― Lo tomaré como tú lo prefieras – respondió Hamil.

― Bien. ¿Y tú, Kasha?

― No, gracias. Tomaré un sorbo del de Hamil, solo por probarlo…

― Sorbo a sorbo, acabarás matándome, mi amor – respondió Hamil, inclinándose y besando a su hermana en la boca.

Cristo se quedó a cuadros. Aquel no era un beso fraternal; había vislumbrado la veloz lengua masculina lamer el interior del labio. Era todo un beso de tensión sexual; un beso que cualquier macho busca en la hembra que habitualmente se trajina en la cama.

Hamil se rió al contemplar los bien abiertos ojos de Cristo. Quitó el brazo del cuello de su hermana y palmeó la mesa, aumentando sus carcajadas.

― Hermanita, creo que hemos sorprendido a nuestro amigo. ¿No es así, Cristo?

Cristo asintió, bajando la vista.

― No me esperaba ese… grado de cariño – musitó.

― Somos compañeros sexuales desde que teníamos doce años. Aprendimos juntos, satisfaciendo nuestra curiosidad sexual con continuados lances amorosos – explica Hamil.

― Formamos pareja en cuanto cumplimos la mayoría de edad – expuso Kasha, acariciando, a su vez, la nuca de su hermano.

― Así es. Una pareja incestuosa – el tono de Hamil fue burlón.

― P-pero… los hijos… — farfulló Cristo.

― Tenemos cuidado. Nada de hijos.

― ¿Has sentido algo así, alguna vez? – le preguntó Kasha, colocando su mano sobre la de Cristo.

― Bueno… – el irresistible impulso de confesarse subió por su esófago, activando sus cuerdas vocales –, algo parecido…

― ¿Ah, si? Cuenta, cuenta – le animó Hamil, inclinándose hacia delante, en plan conspirador.

Y sin saber cómo, Cristo empezó a contarles su relación con tía Faely. Se abstuvo de hablar nada sobre la dependencia sumisa que sentía por Candy Newport, por supuesto, ni otros detalles, pero dejó bien claro que su tía necesitaba regularmente sus atenciones, para frenar sus ardores. Al hacerlo, se sintió revitalizado, como si se hubiera librado de una carga pesada. Había encontrado alguien con quien compartir sus secretos, su inconfesable oscuridad. Sonrió, a pesar de no sentirse precisamente contento.

― ¿Sabe tu novia que te acuestas con la madurita? – le preguntó Kasha. No supo decir si bromeaba o hablaba en serio.

― Para Chessy, soy un chico con un marcado problema sexual. No se puede imaginar lo que realmente soy – confesó en un susurro.

― Yo si imaginaba que eras una especie de sátiro – rió ella.

― ¿Ah si? ¿Por qué?

― Porque eres como un duende. Un pícaro y travieso duendecillo, bello y juguetón – la voz de Kasha se hizo pastosa, por un momento.

Cristo le devolvió una intensa mirada.

― ¡Ya ves lo que hay! Todos tenemos nuestros secretos. Mi hermana y yo somos amantes, y tú castigas a tu tía. Es ley de vida. El ser humano está hecho de agua, carne, y vicios inconfesables – sentenció Hamil.

― Si, tienes razón.

― Deberíamos quedar para cenar, los cuatro. Así conoceríamos a Chessy – propuso la chica.

― ¡Buena idea, cariño! ¿Qué tal este fin de semana?

― Por mí, no hay problema – contestó Cristo.

― ¡Pues sea!

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Convencer a Chessy no fue difícil, una vez que Cristo despertó su morbo y curiosidad, al hablarle de sus nuevos amigos. Una pareja de mellizos, jóvenes y hermosos, modelos de Sudáfrica, y, encima, incestuosos, suele exacerbar la curiosidad del más pintado.

Además, Cristo le prometió ir a uno de esos lujosos e íntimos restaurantes del East Side, con lo que tendría la oportunidad de vestirse de gala. Chessy saltó sobre él y le besó fuertemente.

Finalmente, Hamil consiguió una reserva en el restaurante PER SE, situado en la cuarta planta del edificio Time Warner, en Columbus Circle. Chessy casi saltaba de alegría, al tomar el ascensor. Bueno, eso de saltar era solo un decir, porque el vestido negro en el que enfundaba su cuerpo apenas la dejaba agacharse, silueteando todo su magnífico cuerpo.

El maître les acompañó hasta la mesa donde los mellizos ya degustaban algo de vino frío. Se levantaron al verles llegar, acogiéndoles con bellas sonrisas. Chessy quedó maravillada con la belleza de ambos hermanos, y se ruborizó cuando Hamil se inclinó sobre el dorso de su mano para besarla.

La conversación entre los cuatro pronto se amenizó y disfrutaron de las magníficas vistas que el restaurante tenía sobre Central Park. Eligieron un par de menús diferentes, para disfrutar de más variantes de platos, entre los cuales destacaron las ostras sobre alfombras de hojaldre, el sabayón de perlas de tapioca y caviar, las pinzas de cangrejo con alioli de yuzu, el tataki de buey, el solomillo de buey australiano con puré de patatas, la sardina marinada con emulsión de chorizo, o la lechuga rizada con angulas. Hicieron disfrutar sus paladares, así como afinaron su empatía social entre ellos mismos.

Antes de los postres, las damas fueron a “empolvarse la nariz”, y los caballeros cambiaron impresiones sobre ellas, tal y como está mandado.

― Chessy es muy hermosa – confirmó Hamil.

― Si, lo es, aunque no es una modelo como tu hermana.

― Bueno, su propia imperfección le otorga un fuerte atractivo.

― Que me vas a contar – sonrió Cristo, pensando en el pene de su novia.

Mientras tanto, en el lujoso y amplio baño de señoras, Kasha contempló a su compañera de mesa encerrarse en una de las cabinas. Kasha admiraba plenamente la figura de Chessy, puesta de manifiesto por el espectacular vestido que la ceñía. Sabía perfectamente que para orinar, la joven debía quitarse completamente el vestido, sobre todo porque la tela no subiría por sus piernas, y bajarlo podía significar ensuciarlo. Lo ideal era despojarse de él y colgarlo detrás de la puerta.

Eso es lo que estaba esperando, el sonido del crujir de la tela, y cuando llegó a sus oídos, se introdujo en la cabina de al lado. Puso un pie sobre la tapadera del w.c. y se aupó en silencio. Su buena estatura le permitía asomarse perfectamente a través de la separación medianera. La curiosidad la impulsaba a realizar esta travesura; deseaba ver a aquella rubia desnuda.

Tal y como había imaginado, Chessy no llevaba ropa interior alguna. Sus senos colgaban deliciosamente entre sus brazos, debidamente apoyados en las desnudas rodillas. Chessy se inclinaba un poco hacia delante, mientras orinaba. El chorro se escuchaba nítidamente, al caer. Kasha reconoció su cuerpo con ojo experto. Chessy era masajista y practicaba varias disciplinas orientales, y ello dejaba constancia en su cuerpo. Espalda fuerte y definida, con dos profundos hoyuelos en la base de su espalda que pudo observar, cuando Chessy se incorporó, tras limpiarse con un poco de papel. Las piernas largas y torneadas, donde los músculos se movían ágilmente bajo la piel.

Sin embargo, Kasha no estaba preparada para la sorpresa cuando Chessy se giró, vestido en mano. El delgado pene osciló entre sus caderas, arrancando una pequeña e involuntaria exclamación de los labios de Kasha. Chessy alzó los ojos y descubrió a quien la espiaba. No pudo hacer otra cosa que vestirse. Ninguna de las dos habló.

Cuando las chicas volvieron a la mesa, tanto Hamil como Cristo se dieron cuenta de que algo sucedía. Chessy estaba encarnada y mantenía la vista en el suelo. Por su parte, Kasha parecía nerviosa y alterada, como si estuviera deseando confesar algo. Lo hizo, aprovechando la primera pulla de su hermano.

― ¿Qué pasa? ¿Había un mirón en el baño?

― Bueno, yo he hecho de mirona – se rió, agitando una mano.

― ¿A qué te refieres? – le preguntó su hermano.

― Quería ver a Chessy desnuda y me asomé por el otro baño, para pillarla…

El rostro de Cristo quedó lívido, contemplando como Chessy encogía más sus hombros, sin intervenir.

― ¿A qué no adivinas lo que he descubierto?

― Tiene un tatuaje yakuza que le cubre toda la espalda – dijo Hamil, riendo.

― Más bien una polla que le cuelga entre las piernas – susurró Kasha.

― ¿QUÉ?

Hamil paseó su mirada de Chessy a Cristo, alternándola un par de veces.

― ¡La virgen de los zerones de esparto! ¡Me cago en tos los putos muertos de la tía ésta!

La exclamación española de Cristo hizo reaccionar por fin a Chessy. Asintió con la cabeza y cruzó los dedos sobre la mesa.

― Si, así es. Tengo pene – dijo con una voz neutra. – Llevo viviendo como mujer desde que cumplí dieciocho años. De hecho, me siento una mujer.

― ¡Si, eso! ¡Es una mujer con polla! – exclamó Cristo, con los dientes apretados.

― Discúlpame… no pretendía insultar – se echó atrás Kasha.

― Si, ha sido la sorpresa, ¿verdad, hermanita?

Kasha asintió, pero no dijo nada. Hamil miró al gitano, esta vez con franca curiosidad.

― No sabía que te gustaran esas cosas – le dijo.

― ¿Qué cosas? – Cristo entornó un ojo, mirando fijamente, a su vez, al modelo.

― Pues, las pollas…

― ¡Me gusta ESA polla, nada más! ¡No soy marica, tío!

― Pero…

― ¡NI PERO, NI TU PUTA MADRE! ¿TE ENTERAS?

Chessy puso la mano en el antebrazo de su chico, que se había levantado como un resorte mientras subía el tono. El maître les miró, disgustado. Cristo se sentó e intentó calmarse.

― Vale, vale, lo siento – se disculpó Hamil, impresionado por el estallido del pequeño gitano. Le recordaba el frenético ladrido de un chihuahua ante un mastín.

― Cristo es un poco homofóbico, dada su educación – explicó Chessy. – Me costó bastante que aceptara tocarme y besarme, hasta que le hice comprender cómo me veía yo; como una mujer que hubiera nacido con una malformación genética. ¿No es cierto, cariño?

― Si, así es. No es lo mismo besar a Chessy que besar a un tío, con su barba y sus otros pelos – musitó Cristo.

― Eso lo comprendo – sonrió Hamil. – Jamás lo hubiera imaginado. Engañas a cualquiera.

― No engaño a nadie – respondió Chessy, con tono firme. – Soy una mujer, salvo que no puedo tener hijos. He pensado operarme varias veces, pero temo perder la sensibilidad en el sexo.

― Chessy no tiene una vida aparte, como los travestís. Es una mujer las veinticuatro horas, con una verdadera personalidad femenina, e identidad legal que lo confirma – explicó Cristo.

― Eres… — Kasha alargó la mano hacia la rubia, y no siguió hablando hasta que Chessy aceptó que la tomase de los dedos. – Eres muy femenina, querida…

― Gracias – sonrió.

― Bien. ¿Podemos olvidar este asunto? – preguntó Hamil.

― Por mí, de acuerdo – contestó Cristo.

― Si, por supuesto – dijo Chessy, apretando la mano de Kasha.

Pero, como era natural, una cosa así no podía olvidarse, y, minutos más tarde, de una forma mucho más comedida y civilizada, Hamil volvió a interesarse por la historia de Chessy. Aprovecharon que los ánimos estaban mucho más distendidos para pedir los postres y algunos licores. Trajeron helado de limón, sable bretón con flor de sal, coco caramelizado y menta, así como tarta de chocolate. Chessy, con voz tranquila, expuso las razones que le llevaron a tomar la decisión de abandonar su identidad masculina. Todos escucharon con atención, pues ni siquiera Cristo conocía toda la historia.

― No tuve una buena infancia y, en el principio de mi juventud, fui presa del engaño y de la lujuria. Pero tuve la suerte de encontrar a alguien que se preocupó de mí. Se llamaba Ned y ni siquiera era familia mía. Me acogió y me cuidó, y cuando fue evidente para él lo que me tenía tan trastornada, me inició en los secretos de las mujeres – relató, con una pequeña sonrisa en los labios. – Ned era viudo y estaba jubilado anticipadamente. Aún era un hombre maduro, nada senil, y muy educado. Me enseñó buenas maneras de señorita, formas corteses de comportarme, cómo expresarme con corrección y, sobre todo, como pensar como una mujer. Consiguió que varias amigas suyas me tomaran como aprendiz y aprendí de su mera compañía. Todo ello sucedió antes de mi mayoría de edad. Cuando cumplí los dieciocho años, Ned me llevó al juzgado para que adoptara un nombre legalmente, el de Clementine o Chessy. Por entonces, ya hacía un par de años que no utilizaba ropa de hombre, ni actuaba como tal. Las inyecciones de estrógenos y andrógenos habían cambiado por completo mi desarrollo como hombre, en plena etapa adolescente. Siempre fui conciente de que era peligroso hacerlo en ese momento, pero no podía esperar más. Ned lo comprendió y me ayudó totalmente, financiando los tratamientos y mi guardarropa.

― ¿Qué hay de tu familia? – le preguntó Hamil.

― No la volví a ver más. Me independicé de ella totalmente, en cuanto pude. Ned murió el año pasado y me vine al Village. Tenía que demostrarme que Ned me había enseñado bien, y así ha sido.

― Una dura historia parecida a la nuestra – dijo Kasha.

― Si, tienes razón – añadió su hermano.

― Bueno, ya que estamos en faena – bromeó Cristo, aún impresionado por lo que había contado su chica.

― Somos hijos de un poderoso hacendado de Pretoria; hijos ilegítimos, por supuesto. Nuestra madre era una de las jovencitas doncellas de este hombre; una de tantas chiquillas que, cada año, eran enviadas por sus familias a servir en la gran hacienda. Eran como vestales ofrecidas en sacrificio a la lujuria del gran sacerdote. Nuestra madre ya era una cuarterona casi blanca, proveniente de una familia interracial – narró Hamil.

― Cuando quedó encinta, nuestro padre la recogió en la hacienda y no le permitió ni ver a su familia. La instaló junto a otras chicas que habían sufrido la misma desgracia, convirtiéndolas en sus criadas de confianza. Crecimos junto a otros bastardos, pero pronto empezamos a destacar por nuestra belleza y desparpajo – siguió Kasha. – Dejó que uno de sus amigos, un poderoso promotor publicitario, hiciera varios spots con nosotros, con lo cual quedó muy contento. Teníamos arte ante la cámara, nada de timidez, y, encima, hermosura. Padre nos usó o cedió para muchos proyectos, con los cuales nos hicimos bastante conocidos en nuestro país.

― Si, así es, pero padre no nos concedió su apellido jamás. Finalmente, hizo lo posible para que siguiéramos nuestras carreras fuera del país. Por eso estamos aquí – finalizó Hamil.

“Vaya historias. Mejor que no cuente la mía, no zea que ze azusten, los probes.”, pensó Cristo, paseando su mirada de reojo.

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Cristo entró en el camerino de Hamil, como un fantasma. Éste estaba tumbado en el diván, vistiendo tan solo un albornoz. Mantenía un brazo sobre los ojos, para taparse de la luz que entraba por el ventanal, tratando de descansar algo de la fastidiosa sesión que llevaban a cabo desde el amanecer. Apartó la manga sedosa al escuchar la respiración cercana del gitano.

― Ah, eres tú, Cristo – dijo, al reconocer el rostro.

Pero la expresión de Cristo no era amistosa. Estaba serio, muy serio, y no le contestó.

― ¿Qué te pasa? ¿Algún problema? – Hamil se sentó en el diván.

― Chessy me lo ha dicho – masculló Cristo.

― ¿Qué te ha dicho? – preguntó Hamil, sin prestar apenas atención.

― Que ayer le metiste mano en la cocina y la besaste.

Hamil se envaró. No se esperaba que Chessy se lo hubiera dicho a su novio.

― Por nuestra amistad, primero quiero preguntarte, pero piensa bien lo que vas a contestar. Un hecho así, para mi cultura, es una ofensa muy fuerte, un agravio. Por una cuestión de macho herido, solemos sacar las navajas – dijo Cristo, con una tranquilidad tal que enervó a Hamil.

― No fue mi intención, Cristo, pero mis manos se dejaron llevar por la tentación. Te pido perdón, amigo mío. No puedo decir otra cosa…

― Te comprendo, Hamil. Sé que Chessy puede meterse bajo la piel, de una forma que ningún hombre puede comprender, pero esa no es la cuestión. ¿Qué puedes ofrecerme como reparación?

― No lo sé, pues no conozco tus costumbres. ¿Dinero? ¿Una disculpa escrita?

― No, necesito que pierdas algo que te duela, que te implique personalmente, como tú has hecho conmigo – negó con la cabeza Cristo.

― Solo tengo a Kasha, que me implique sentimentalmente. ¿La deseas?

― Kasha estaría bien – Cristo se frotó las manos mentalmente. Las cosas estaban tomando una buena dirección.

Hamil se puso en pie, apretando el cinto de tela del albornoz. Fue hasta el ventanal, miró los tejados y azoteas del SoHo, y se giró para clavar su mirada en el gitano.

― ¿Propones un intercambio? – preguntó a Cristo.

― Ojo por ojo. Si tú deseas a mi chica, yo tomaré la tuya.

― Me parece justo, pero, ¿aceptarán ellas?

― Bueno, a lo mejor tendremos que convencerlas un poco – sonrió Cristo. – Hacerles ver el lado interesante del asunto.

― Si, podría ser – meditó Hamil.

Cristo sonreía al salir del camerino. Chessy estaba loca por probar al modelo sudafricano. Se lo había confesado a su novio. No deseaba engañarlo, pero no podía resistir más la tentación. Hamil siempre estaba tocándola y rozándola, a la mínima excusa. Así que se decidió a sincerarse con Cristo.

Al principio, el gitano se cabreó como un mono con pulgas. La tachó de putón y adúltera, pero, cuando se calmó, admitió que Chessy había sido muy sincera con él, antes de que ocurriese algo peor. La verdad es que Cristo le tenía unas ganas enormes a Kasha, por su parte. Hasta había soñado algunas noches con ella y con su cuerpo salvaje.

La chispa surgió en el interior de su cráneo. La idea empezó a tomar cuerpo, asumiendo varias posibilidades. Cuando la maduró un par de días, le pidió a Chessy que le contara el último intento de seducción de Hamil, y, entonces, marchó a verle. El joven modelo cayó bajo la manipulación de Cristo, por supuesto. Motivado por el deseo, le entregó, con total confianza, la “virtud” de su hermana, quien, por su parte, parecía bastante interesada en la propuesta.

Cuando llegó a casa de su novia, Cristo habló largamente con ella. Le dijo que Hamil y él se habían peleado por su culpa, lo que hizo llorar intensamente a Chessy. Cristo la calmó, contándole el arreglo honorable al que ambos habían llegado. Esperaba que ella estuviera a la altura de su palabra.

― No se trata de que te entregues a él como una puta, sino dejar que las cosas surjan, sin oponerse a lo que pueda pasar – le dijo, secándole las lágrimas.

Por supuesto, Chessy aceptó, tanto por su propio deseo, como el de él.

― Todos somos buenos amigos, ¿no? Si tú lo deseas y todos consentimos… ¿qué puede pasar de malo?

Esas fueron las famosas y desventuradas palabras de Cristo para convencer a su novia.

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Estaba resultando ser una noche genial, como para no olvidar. Hamil había conseguido unas invitaciones para Cristo y Chessy, para la celebración que despedía la Semana Estival de los diseñadores noveles. Agosto estaba finalizando y las noches del verano empezaban a ser algo más frescas y agradables.

Cristo estaba bailando alrededor de las caderas de Kasha, sin importarle las miradas que caían sobre ellos. Debido a sus altos y finos tacones, Kasha parecía ser una joven y bella madre desatada, que hubiera llevado a su chiquitín a una disco de verano por primera vez. Pero la alta élite de Nueva York había visto cosas más curiosas y extravagantes, en sus eternas fiestas. El chico, fuese quien fuese y la edad que tuviese, era guapo y bailaba bien, así que todo estaba perdonado.

De vez en cuando, miraba de reojo hacia las alturas. Allí, en uno de los palcos VIPs, habían dejado a Hamil y a Chessy, besándose. Cristo sabía que esa iba a ser la noche acertada, en la que todos iban a dar el paso definitivo. De hecho, Chessy ya estaba en ello, tras acariciar el armado pene de Hamil. Comprobó que disponía de un tamaño ideal para ella, mediano y grueso, como le gustaba. Así que no se refrenó más.

Nadie les veía en el palco, disponiendo de un murete que servía de sólida baranda para asomarse a la enorme pista de baile, en el piso inferor. Se apoyó de bruces sobre el murete en cuestión, aplastando sus ya sensibles tetitas. Tirando con ambas manos, alzó la corta y tubular falda hasta dejar sus caderas al desnudo y se bajó el tanga por sus largas piernas.

Hamil tragaba saliva, acariciando con dos dedos su propio glande, que surgía de su abierta bragueta. ¡Por fin iba a meterla en ese culito! Antes de acercarse más, pudo entrever el delgado pene de Chessy, casi rígido, rozarse contra la granulada pared. No lo resistió más, y tomándola por las caderas, acercó su palpitante polla, que buscaba el orificio adecuado, como un gordo gusano ciego.

― ¡Aaaah, bruto! – se quejó ella. – Más despacio… que no está lubricado…

― Lo siento, Chessy… ¿Quieres que la saque?

― No, pero hazlo con suavidad… Tarzán – sonrió ella, mirándole por encima del hombro.

Abajo, alguien con buena vista podría haber percibido el rostro de placer de ambos, o bien los inconfundibles movimientos de una enculada, pero, en verdad, ¿a quien le importaba? Todo el mundo se estaba divirtiendo, de una forma u otra. Especialmente, Hamil, que disfrutaba de un estrecho culito que le traía loco, pues sabía tragarle con toda magnificiencia. Hamil no era un sodomita novato. No solo se había hecho el trasero de su hermana, sino de otras muchas chicas. Pero aquel tenía algo de nuevo. Era el de Chessy, el de un chico/chica… casi un mito…

Chessy, por su parte, se mordía el labio para no gritar. Nunca había sentido una polla como aquella en su interior. Parecía amoldarse a sus entrañas, abriéndola con suavidad y rozando la pared de su próstata. Gemía sin cesar, acallando los gritos que pugnaban por surgir de su garganta. Intentaba retrasar el orgasmo, pero no lo tenía nada fácil. Jadeó cuando el dedo de Hamil se introdujo en su boca, abriéndola. Entonces, dejó escapar su primer grito…

Cristo detuvo a Kasha, al subir las desiertas escaleras que conducían a los palcos VIPs. La apoyó contra la pared, la mejilla adosada contra la áspera superficie, y las manos a cada lado de la cabeza. kasha sabía lo que deseaba el gitano. Llevaba toda la noche babeando a su alrededor. Empinó sus duras nalgas, ofreciéndosela como una recompensa. Separó ligeramente las torneadas piernas cuando notó como las manos de Cristo tiraban de su sedoso vestido hacia arriba. Cerró los ojos al sentir una mano deslizarse sobre sus glúteos. Bajo sus braguitas de raso, su coño estaba en ebullición, totalmente mojado.

Sentía un extraño y fortísimo morbo por Cristo, casi como un impulso animal. Su parte primaria le consideraba un cachorro a proteger, ¡su cachorro! No quiso hacerse demasiadas preguntas. Puede que incitara su obsesión incestuosa, haciendo que llegara a un punto más profundo aún, haciéndola sentir madre… pero, de cualquier forma, Kasha estaba dispuesta a llegar donde no había llegado jamás, sin remordimientos.

Gruñó y se abrió más de piernas, cuando dos de aquellos suaves deditos se colaron en su sexo. Babeó sobre la pared y contoneó sus caderas.

― Así… así… bien adentro, cabroncete… — susurró.

Llegaron arriba justo en el momento en que Chessy se retorcía de gusto, su espalda pegada al pecho de Hamil. Había alzado su cuerpo, atrapando la nuca de su amante con una de sus manos. Sus nalgas se restregaban frenéticas contra el aún cubierto pubis de él.

― Aaaayyy… me matas… mi macho… tu polla me atraviesaaaaaaaa… — jadeaba Chessy, incontrolada.

Hamil le lamía los lóbulos y el cuello, sin dejar de culearla. Pasó una de sus manos por el vientre de Chessy, apoderándose de su delgada polla. Le encantó el tacto y la calidez. Frotó el glande con el pulgar, sintiendo como la pelvis se tensaba.

― ¡A-aprieta mi pollaaaa! – gritó Chessy. – M-ME CORROOO…

Y, con esas palabras gritadas, dejó escapar varios borbotones de semen en la mano de Hamil.

― Así se hace, hermanito – bromeó Kasha, dejándose caer en uno de los divanes y arrastrando de la mano a Cristo. — ¡Como se corre la condenada!

Pero el rostro de Cristo no demostraba que estuviera tan contento. Él no había conseguido que Chessy se corriera de esa forma, jamás. Chessy había sucumbido a la tentación y encima enloquecía con el nuevo y grueso miembro que se hundía en su ano. Como si adivinara lo que Cristo estaba pensando, Kasha se inclinó sobre su oído y le susurró:

― No te preocupes, Hamil suele perder rápidamente el interés por sus nuevos juguetes. Ya ha pasado antes. Además, nosotros dos también podemos jugar a lo mismo, ¿no?

Cristo sonrió y asintió, reforzando la moral. Kasha bien valía unos cuernos. En su interior, su corazoncito gitano se estremeció, reaccionando al adulterio consentido. Tomó un buen trago de su copa, observando como Chessy se reponía y pretendía hacerle una mamada a Hamil, aduciendo que él aún no se había corrido.

― ¿Y si nos marchamos de aquí? – les preguntó Hamil, haciendo un gesto de negación a Chessy.

― Si, hermanito. Volvamos a casa. Estaremos mucho más tranquilos, ¿no crees?

Tomaron un taxi hasta el apartamento de los hermanos modelos, en TriBeKa. Durante el trayecto, Chessy y Kasha le metieron mano descaradamente a Cristo, quien estaba sentado entre las dos, atrás. Hamil sonreía y charlaba con el taxista, quien no dejaba de lanzar miraditas al retrovisor, alarmado.

Nada más llegar al apartamento, Hamil tomó a Chessy de la mano y la condujo al cuarto de baño, donde se metieron ambos en la ducha. Kasha, por su parte, condujo a Cristo directamente al dormitorio, donde una gran cama, completamente cuadrada, presidía el centro. Cristo cayó sobre la cama, empujado por la ardiente chica, quien pronto estuvo sobre él, desnudándole entre besos y mordisquitos. Luego, dejó caer su vestido al suelo, así como sus braguitas, y se dispuso a devorar cada centímetro de piel del cuerpo de Cristo.

Aspiraba el olor de su cuerpo, comparándolo con el de un niño; le hacía cosquillas en los sitios más insospechados, y, finalmente, jugueteó un tiempo considerable con sus reducidos genitales. Cristo, un tanto preocupado por ese tema, respiró al comprender que Kasha estaba encantada con sus proporciones. Él no podía saberlo, pero eso reafirmaba aún más la ilusión de la chica, de yacer con un infante, acaso con un hijo propio.

La mayor fantasía de Kasha era quedarse algún día embarazada de su hermano y tener así un hijo al que educar personalmente en el incesto. Ni siquiera le preocupaba el sexo de su vástago, pues cualquiera le valía.

Al rato de enloquecer al gitanito, se colocó de rodillas sobre su rostro, cabalgándole. Cristo tuvo ante sus fosas nasales el increíble aroma del sexo sudafricano, que despertó en él todos sus instintos primarios. Se lanzó a lamer y sorber, intentando profundizar cuanto podía con la lengua. Kasha, con los brazos apoyados hacia atrás, gemía y se contorsionaba, los ojos cerrados y las aletas de su nariz palpitando. En su mente, se imaginó un hijo imaginario, sin edad definida, ocupado en su lecho de satisfacer los deseos maternos. Se corrió en silencio, dispuesta a seguir todo el tiempo posible.

Por su parte, Hamil y Chessy estaban sentados en asiento de piedra que formaba parte de la doble ducha, ambos desnudos y enfrentados. Sus piernas se enroscaban, buscando la posición perfecta para hacer coincidir sus dos erguidas pollas. Hamil manejaba el cuerpo de Chessy como si se tratase de una muñeca, mucho más alto y corpulento.

Se besaban con pasión, mordiendo suavemente sus labios y deslizando sus lenguas con la pericia de unos gourmets.

El agua caía cálida sobre sus regazos, salpicando ambos sexos enzarzados en frotamientos y roces mutuos. Hamil comprendió, en aquel momento, lo que Cristo quería decir con aquello de que solo le gustaba aquella polla. Hamil tampoco había experimentado nunca deseos homosexuales hacia ningún chico u hombre, pero alucinaba acariciando aquel miembro estrecho y largo. Le encantaba tirar de la piel hacia atrás y tocar el hinchado glande. Ni siquiera parecía tener testículos, tan solo el miembro de carne. La tentación de inclinar la cabeza y metérsela en la boca, se hacía cada vez más fuerte. Se dijo que era algo que debía degustar en seco, no debajo de los chorros. Por el momento, se controlaría.

Cristo hizo uno de esos trabajos espectaculares con Kasha. Derritió totalmente su coño con su ardiente saliva y sus sutiles manoseos. Cuando Kasha tuvo su segundo orgasmo, su clítoris estaba tan hinchado y erguido, que Cristo solo tuvo que frotar su barbilla contra él, en cada pasada, para hacerla temblar y aullar. Kasha se convirtió en una perra total, que le imploraba que le hiciera todas las guarrerías del mundo.

Tal escándalo atrajo la atención de Hamil, quien se asomó al dormitorio para comprobar que todo andaba bien. Sonrió cuando observó lo que su hermana estaba experimentando y decidió llevarse a Chessy al salón, dejando así el dormitorio para Kasha.

Cristo acabó metiéndole todo el antebrazo a Kasha por el coño, haciendo caso a sus imploraciones. Kasha se corrió y se orinó varias veces, gritando como una salvaje, hasta dejarla agotada, atravesada de bruces en la cama. Cristo también se quedó dormido, tras sodomizarla largamente. Se quedó dormido como un gatito, acurrucado sobre la espalda femenina, sin ni siquiera sacar su pene de entre las apretadas nalgas.

Hamil y Chessy también se impresionaron mutuamente. Chessy descubrió un amante increíble en el modelo, atento y potente. Hamil encontró alguien que se amoldaba aún más que su propia hermana a sus deseos, a sus caprichos, e incluso a lo que su propio cuerpo exigía.

Tras follar como leones en celo, ambos acabaron con sus cuerpos manchados de semen y fuertemente abrazados.

A partir de esa noche, todo cambió y nada volvió a ser igual.

_________________________________________________________

Cristo se encontraba sentado en uno de los sillones del loft. Miraba con aburrimiento uno de los programas televisivos. Era un miércoles de setiembre; un día como otro cualquiera, tan corriente como se había vuelto la vida de Cristo. Faely se acercó a su sobrino, en silencio. Vestía solo un negligé blanco, que hacía resaltar su piel morena. Abierto en sus manos, un estuche de madera contenía una fusta trenzada de cuero. Cristo la miró, desganado. Hacía una semana que su tía había vuelto de Atlanta para iniciar el nuevo curso de Juilliard.

Ni siquiera preguntó porque Cristo no iba a buscar a Chessy al salir del trabajo. Eso no le importaba a ella. Solo quería ocultar su pecado y que Cristo la castigara cada noche.

― ¿Quieres tu rasión de hostias, tita?

Ella solo asintió, de rodillas, y levantó más el estuche.

― Vale, mi tita putona, – dijo él, incorporándose y tomando la fusta – pero te quiero desnuda y a cuatro patas, como la perra que eres…

Se quedó en pie, la fusta en sus manos, contemplando como Faely se sacaba el negligé por la cabeza y se colocaba en la posición requerida. Sintió la ira subir desde su vientre, envenenándole. ¡Como una perra! ¡Eso era! ¿Pero quien era la perra? ¿Faely? ¡NO! Tan solo era una pobre mujer que necesitaba ser disciplinada, que no quería tomar decisiones por si misma. ¡La perra era otra! ¿Verdad?

Chessy…

Pensar en ella disparó el primer fustazo, justo sobre la nalga derecha. Faely se estremeció pero no dejó escapar ni un murmullo.

La perra de Chessy. ¡FLAC!

Le había ocultado lo que sentía por Hamil. Se había escondido tras la máscara del deseo y del juego, aprovechando que él mismo estaba entretenido con el mórbido cuerpo de Kasha.

¡ZAS!

Fuertes emociones nacieron entre ellos dos. Chessy y Hamil. Emociones que escondieron, manipulando a sus respectivas parejas para seguir con los intercambios, con el juego, y así poder estar juntos.

¡PLAS!

Finalmente, como era de esperar, empezaron a verse a solas y en secreto. Ellos dos, a solas. Hamil y Chessy… ¡Traidores!

¡FLAC! Esta vez, Faely gimió, desbordada por el dolor.

Cristo no hizo caso y se maldijo por no haberse dado cuenta a tiempo de ello. Kasha absorbía casi toda su atención y, por otro lado, Calenda había vuelto de Europa.

¡SSTRASH! Un dulce quejido.

Fue la propia Kasha quien le puso sobre aviso, también muy dolida por el abandono de su hermano. Pero ya era muy tarde. Tanto Chessy como Hamil habían cambiado, habían evolucionado. Se habían rendido al amor, totalmente enamorados.

“¡PUTA ASQUEROSA!” ¡SPLASH!

“Lo siento mucho, Cristo. No he podido luchar contra esa fuerza. Le quiero. Siento haberte traicionado.” Esas fueron las palabras que surgieron de aquella furcia de rabo largo. Con esas putas palabras, le había dejado, solo y enfermo.

¡ZAS! ¡SPLASSSH!

Los riñones de Faely se hundieron, cayendo de bruces sobre el suelo, con un grito de dolor. Cristo paró el castigo. Dejó caer la fusta al suelo y se desabrochó la bragueta. Su pollita estaba tiesa y anhelante. Faely, jadeando, se aupó de nuevo sobre sus rodillas y la tomó con la boca, ocupándose amorosamente de su sobrino; el único que la comprendía y sabía tratar.

Cristo se dejó caer de nuevo en la algodonosa nube de sus recientes recuerdos. Kasha también dejó a su hermano. Se buscó un nuevo apartamento y cortó toda relación con él, tanto familiar como profesional. Candy Newport, aunque no conocía los detalles, sabía suficientemente del orgullo de los modelos, como para separar sus contratos y sus horarios. Sin embargo, Kasha también cortó su “amistad” con Cristo, sin más explicación. En el fondo, el gitano sabía que ella le echaba la culpa de lo ocurrido, y realmente, no estaba equivocada.

Tras aquello, Chessy se mudó para vivir con Hamil e han iniciado una vida conjunta. Cristo volvió al vacío loft, a esperar el regreso de Faely y de Zara, con los problemas que eso podría acarrear. El gitano, muy deprimido, intentó consolarse con sus amistades y con la dependencia de Faely, pero le llevaba demasiado tiempo y no podía quitarse de encima el sentimiento de culpa que le embargaba.

Había perdido a Chessy por su propia culpa, por su insufrible arrogancia, por su inagotable lujuria… Quiso follarse a Kasha como fuera, engañando como siempre, y no pensó en que la estaba entregando en bandeja.

Adiós, Chessy, adiós, extraño amor…

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (14)” (POR JANIS)

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CAZADORMonólogo sobre el desengaño.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloHola, me llamo Cristo.

Veréis, como buen ejersisio liberador, debo contaros lo que pienso sobre el dezengaño amorozo. Faely dise que me ayudará a liberarme. No zé, mejor zería que me ayudara a limarme los dos peazos de cuernos que llevo en lo alto, ¿no?

Bueno, el asunto es lo que zolemos penzar tos los tíos cuando nos ponen la cornamenta. Nos hasemos los mu ofendios y, claro, es pa estarlo. Pero, en este cazo, la culpa fue mía, zolo mía. Yo quería tirarme a la sudafricana, que está pa cometer un crimen de güena, y tenía que seder a Chessy pa tenerla.

Una coza llevo a la otra y los dos ze enamoraron… ¡Joer! ¡Zi zigo penzando azi, les voy a comprar un pizo y tó, coño! ¡Que me he quedao zin novia!

Ahora recuerdo una vieja reseta de magia gitana pa la infidelidad, aprendida de la bruja Avería. Había que elegir una fragante manzana roja, zin defectos en zu piel, los días diez y veinte de cada mes. Ze le daba un mordisco y ze tragaba el trozo entero, zin masticarlo. Entonces, había que atar, con una sinta blanca, una foto de la perzona amada a la manzana, envolver tó en papel blanco y dejarlo al pie de un árbol frondozo. No zé yo bien zi esto funciona, o zi puede pazarte lo mismo que a Blancanieves y te quedes patitieso, asfixiado por el trozo de manzana. Bueno, quizás es otro método válido. ¡Zi te mueres, no zufres!

Zi la reseta funsionara, zería un modo zencillo de rezolver un fenómeno que zusede en toas las culturas del mundo, y desde hase miles de años. ¿Acazp no hay un Mandamiento que dise “No cometerás adulterio”? Es el zexto creo.

Que tantos hayamos tropezado en la misma piedra no es algo que me ayude mucho a pazar el mal trago. Lo que si he llegao a comprender es que zer infiel es algo más que tener relasiones sexuales con un tercero. Más bien, es un acto de deslealtad, de traisión. Nadie puede zer obligado a amar, pero la lealtad y la responzabilidad zon valores que meresen honrarse.

A ver si yo también aprendo la lección.

Según los ansianos del clan, los cuernos ziguen ziempre unas reglas, y, azí se pueden detectar o zolusionar:

El uno, la infidelidad tiene que ver zolo con el zexo. Vamos, que no hay zentimientos de por medio. ¿Raro, no? A mi lo que me dolió fue la parte en la que no había zexo.

El dos, tó el mundo es infiel, aunque zea de espíritu. Esto es mu sierto. No hay más que ver a uno de esos matrimonios de toa la vida, andando por la calle. La espoza va agarrada del brazo del marió y le van cresiendo los cuernos a medida que los ojos de zu espozo se van clavando en los apetitozos trazeros de las chicas que se cruzan con ellos.

El tres, los cuernos pueden ayudar a una pareja en crizis. Bueno, como revulzivo, zeguro, o pa que te mande flores al hospital. También hay que desir que he escuchao que fulanita se ha puesto a perder kilos porque zu marió estaba tonteando con la zecretaria.

El cuatro, el o la amante debe zer más zexy que el cónyuge. Impepinable. Faltaría más que te fueras con un callo malayo.

El sinco, el adulterio, zin enamoramiento, es inofensivo. ¡Claro! ¿Qué iban a desir unos tíos que se pazan el día en el puticlub del pueblo?

El zeis, lo mejor es haserse el loco, al enterarse del azunto, tó pa evitar una crizis. ¿O no zerá pa que no te echen en cara tus propios asuntillos?

El ziete, la culpa es ziempre del engañao, por haber empujao al infiel fuera de casa. La mejor defenza es un buen ataque, ya lo dijo el Bonaparte eze.

El ocho, los cuernos deben acabar ziempre en separación, pero zolo cuando tú eres el afectao.

Ya podéis ver la zabiduría gitana. Ziglos y ziglos de experiensia en el gremio, vamos.

Por mi parte, reconozco que pazé por tres fazes bázicas y muy duras. La primera, la negasión. Yo estaba siego, embutido en mi obsezión por Kasha. Mientras pudiera martilleármela, no atendía a más razones. Incluso, cuando la modelo me advirtió de que las cozas estaban cambiando, no creí que Chessy pudiera traisionarme. Me desía a mí mismo que lo estábamos hasiendo de común acuerdo. Pa mí no eran cuernos, azí que pa ella tampoco. Cuanta zabiduría gitana había dentro de mí…

La segunda faze fue la evaluasión de la zituación. Al comprender lo que ocurría, debía valorar zi era grave, o bien algo pazajero. Tenía que entender las cauzas de eza tragedia. ¿Zi zeguía azí, me afectaría a mí? ¿Podía haserme el tonto y continuar disfrutando de la zudafricana y de mi Chezzy, al mismo tiempo? Tíos, la verdad es que estaba mu cómodo, tal y como estaba pazando. ¿Pa que cambiar?

Cuando ví claramente que todo ze venía abajo, llegó la reacción. Tenía que zopesar el daño. ¿Rompía la relasión o perdonaba el agravio? Ahí estaba el duro meollo. ¿Zería capaz de vivir sin Chezzy? Aún tenía a tita Faely para cuidar de mí… pero, algo, en mi interior, llegó más lejos. ¡Iba a perder zu amistad, el calor zentimental que me había zostenido todos estos meses! ¿Estaba dispuesto a ello? También perdería un agradable apartamento en el Village, eso zi, rodeado de mariquitas por tos lados. Pero un chollo es un chollo y hay que mirar por él.

Pero, claro, yo aún creía que tenía el control… ¡Je! ¡Que equivocado estaba!

Chezzy dejó las cozas diáfanas. En cuanto zupo que Kasha se mudó, dejando a zu hermano zolo, abandonó zu apartamento y ze fue a vivir con el modelo. Ya no había vuelta atrás. Ni ziquiera me lo comunicó. Claro que yo, en aquel momento, estaba demasiado empesinado en culparla de todo y no quize escuchar zus excusas. ¿De qué me ha zervido? De nada. Tan zolo he perdido zu amistad que, al fin y al cabo, era lo que más me llenaba.

Ahora, gracias a Alma y a mi querida tita, estoy intentando zalir del pozo de amargura en que me he tirado yo zolito.

Zegún mi amiga Alma, tengo que respetar una zerie de factores para curarme:

― Dezarrollar una buena autoestima. Menos mal, de ezo tengo un montón, aunque noto que me ha bajado bastante con las mujeres. Ni ziquiera me atrevo a entrarle como antes a Calenda.

― Dezechar los zentimientos de culpa. No dejo de darle vueltas a los motivos para eze engaño, y, la verdad, es que encuentro un montón de detalles en mí, que pueden haberla enviado directamente a los brazos de eze galán.

― Distraer la mente. Debo recordar que machacarme con lo mismo, no zirve de nada. Tengo que buscarme nuevas actividades para mantener mi mente ocupada. Pero, en una agencia de modelos, ¿qué actividades hay, aparte de admirar cuerpos perfectos?

― Entrar en el prosezo de duelo. O como desimos aquí: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Y mucho mejor zi es con unas bolleras…

― Estableser metas. Me he propuesto aumentar mi mercado, azí como haserle la vida impozible a Hamil. Que no ze crea que ze va a ir de rozitas, el mameluco.

Bueno, os dejo y, recordad: Más vale pájaro en mano, que sientos volando…

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (15)” (POR JANIS)

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CAZADORLa historia de un culito chino.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloCalenda dejó de ensortijarse el cabello con el índice de su mano izquierda y desconectó su móvil. Sin ser conciente de ello, sonrió y miró las luces de Manhattan, al otro lado del puente de Brooklyn.

― ¿Era Cristo? – le preguntó May Lin, atareada en freír trocitos de pollo en la sartén.

― Si, el pobre está destrozado…

― Te gusta ese chico, ¿verdad?

― ¿A mí? – Calenda hizo un exagerado gesto de sorpresa, llevándose una mano al pecho. — ¿Por qué lo dices?

― Por la sonrisa que se te ha quedado en la cara – señaló la chinita con la paleta.

― No. No sé… Es agradable, divertido y muy comprensivo, pero…

― Es enano.

― ¡May! – se escandalizó la venezolana.

― No es por burlarme, pero es la verdad. Parece un ratoncito…

― Si, bueno… pero resulta encantador, ¿no?

― No lo puedo negar. A veces me dan ganas de estrujarlo entre mis brazos.

― Tampoco exageres, es casi de tu tamaño.

― ¡Le saco algunos centímetros y, seguramente, cinco kilos de peso! – exclamó May Lin, poniéndose de puntillas, como para afirmar aún más su superioridad.

― Vale, vale – se rió Calenda. – Tienes razón.

May Lin parecía una cría, con su cuerpo delgado y casi sin pecho, de apenas metro sesenta.

― Solo pienso en ti, amiga. ¿Qué diría la prensa si le viera aferrado a tu cintura? – le preguntó la chinita.

― ¡Bufff! – Calenda ya había pensado en ello. Las sátiras cubrirían las páginas de sociedad. Pero era tan injusto… Cristo era un cielo.

Calenda se levantó del sofá y se dispuso a ayudar a su compañera de piso, poniendo la mesa. Sus largas piernas quedaron de manifiesto al moverse. Llevaba puesta una vieja camisa de hombre que tapaba el estrecho culotte que solía llevar en casa, dejando sus morenas piernas al aire.

Puso dos platos y los cubiertos, así como dos vasos y una botella de agua fría. Sacó un poco de pan y cortó varios trozos con el gran cuchillo, que dispuso en una panera. Rebuscó algunas servilletas de papel y no encontró.

― Mañana tenemos que ir de compras – comunicó a su amiga.

― Vale.

Abrió el cajón de la mesa y sacó dos servilletas de hilo. May repartió el contenido de la sartén en ambos platos. La chinita era quien se ocupaba de cocinar, en las pocas ocasiones en que decidían hacerlo. Calenda no sabía ni hacer una ensalada.

― Mmm… que bien huele – exclamó la morena olisqueando su plato.

― Pollo salteado con verduras, y regado con limón y brandy – recalcó May Lin.

― ¡A comer!

Durante los cinco siguientes minutos, solo se escucharon los sonidos propios de deglutir y mordisquear, ambas chicas atareadas en saciar sus estómagos.

― A ver, Calenda… ¿Cristo te ha dicho algo? ¿Se te ha insinuado o declarado? – preguntó May de repente.

― No, que va. Hace apenas veinte días que lo han dejado. Creo que Cristo aún tiene esperanzas de recuperarla. Siempre me ha dejado claro que amaba a Chessy, que estaba muy a gusto con ella.

― ¿Entonces?

― No sé. Soy yo, creo… no estoy acostumbrada a que un tío sea tan agradable conmigo, tan atento…

― Joder, tía…

Calenda se encogió de hombros, como quitándole importancia.

― Me siento muy conectada con él, pero no sé el motivo. Como ya te he dicho, es encantador y una dulzura de chico, pero…

― Es como un peluche, ¿no? – aventuró May.

― ¡Si! ¡Exacto! Me produce una fuerte empatía, como si tuviera que protegerlo del mundo, pero no me… pone. No me atrae sexualmente.

― Ya veo. Es como un “pagafantas”.

― No seas mala, May – le advirtió Calenda.

― Si lo que quieres es acariciarle la cabeza, llorar en su hombro, y que te saque a pasear, es un “pagafantas”.

Las dos se rieron con ganas.

― Pero tienes que reconocer que es un “pagafantas” guapo – declaró Calenda.

― Eso si. Guapo y listo, y nada tímido.

― Entonces, no es un “pagafantas”. Habrá que buscarle otro apodo – negó la venezolana.

― ¿Qué tal “ositopeluche”?

Nuevas carcajadas se elevaron en el apartamento.

― Bueno – dijo Calenda, limpiándose una lágrima –, por el momento está jodido. No creo que le interese una nueva relación. Perder a Chessy le ha destrozado.

― Se rumorea que todo empezó con una serie de intercambios – murmuró May Lin.

― ¿Intercambios? Pero… los sudafricanos son hermanos… — balbuceó Calenda, demostrando que no sabía nada del asunto.

May Lin levantó las manos, en una muda pregunta.

― ¡Que fuerte, si eso es cierto! – dijo Calenda, con un suspiro.

― De eso te puedes enterar cuando quieras… Pregúntale a Cristo.

― ¡Cotilla!

― ¡A mucha honra!

― ¿Intercambios? Joder… Cristo con Kasha.

― ¿Te molesta, Calenda?

― No, más bien me sorprende. Kasha es un pedazo de mujer.

― ¿Cómo tú? – inquirió la chinita, con una malvada sonrisa.

― ¡May!

― Es cierto. Es toda una hembra, al igual que tú, y ha aceptado a Cristo… ¿Sigues considerándolo un “ositopeluche”?

― Eres una zorra, May Lin – susurró Calenda, llevándose las manos a las sienes.

La chinita dejó escapar una tenue risita. Era como el mismo demonio tentando.

― ¿Has sentido algo parecido por un hombre? – le preguntó Calenda, de sopetón, acallando la risita.

May lin se levantó de la mesa y recogió los platos, sin comentar nada más. Su rostro se mantuvo hermético. Calenda, sorprendida por el brusco cambio de su amiga, observó como la chinita dejaba los platos en el fregadero. Representaba la inocencia más pura, con aquel pantaloncito corto y una camiseta con jirafas y cebras abrazadas.

― May, te he contado mis más ocultos secretos. Te hablé de mi padre y de cómo me ha tratado… te hablo de mis dudas sobre Cristo, pero nunca me has hablado de ti, de tu familia… ¿Por qué?

Con asombro, Calenda comprobó que May Lin se secaba las lágrimas que empezaban a correr por sus mejillas. Se apoyaba con una mano en el borde del fregadero y le daba la espalda, intentando ocultar sus emociones. Calenda se puso en pie y la abrazó por el vientre, con suavidad.

― May… perdóname si he dicho algo indebido. Me preocupas, cielo. Cuéntame qué te ocurre, por favor… confía en mí – susurró Calenda a su oído, dándole cortos besitos en el cuello.

May elevó una mano y le acarició la mejilla. Se giró cuanto pudo y la besó dulcemente sobre los labios. Después, aferró su mano y tiró de Calenda hasta el sofá. Se sentaron las dos, frente a frente, con las manos unidas.

― Está bien, Calenda – le dijo la chinita con dulzura, mirándola directamente a los ojos. Aquellas pupilas, de oscuro centro y bordes color miel, la atraparon sin remedio. – Esto no se lo he contado a nadie, nunca. Pero confío totalmente en ti y te mereces conocerme…

________________________

“Soy ciudadana americana. Nací aquí, en Nueva York, en Chinatown, concretamente. Sin embargo, no conocí a mis padres, ni he sabido nunca nada de ellos. Me crió una mujer a la que siempre he llamado abuela, pero dudo que sea pariente mía. Regentaba uno de los camuflados salones de masajes de Chinatown.

Crecí con otros niños del barrio, y jugué a los tradicionales juegos. Fui a la escuela, como otros tantos niños chinos, y aprendí las tradiciones y costumbres de mi pueblo. Abuela era bastante estricta, pero justa. Yo era una niña obediente y sumisa, agradecida porque ella me cuidaba.

Entonces, un día, abuela me dijo que debía empezar a aprender el arte milenario del masaje, que ya era suficientemente mayor para ello. En realidad, tenía doce años. Cada día, cuando regresaba de la escuela, tenía que cumplir con una tarea que abuela me había preparado.

Al principio, había una mujer enseñándome, aconsejándome. Entre las dos, atendíamos a uno de los clientes de abuela. Le bañábamos en una gran tina de madera, con cazos de agua caliente y esponjas naturales. Después, se pasaba a una camilla sobre la que se tumbaba y le masajeábamos todo el cuerpo, con aceites naturales.

Tardaron poco en dejarme sola. De esa forma, aprendí el arte del masaje erótico y me acostumbré a la piel de los hombres. Un solo cliente, por la tarde, y entonces podía hacer mis tareas del colegio y cenaba. Un cliente cada día.

Ninguno de aquellos clientes tenía permitido tocarme, ni yo me desnudaba tampoco. Solo era una niña haciendo masajes; unos masajes en los que mis manitas ganaban cada vez más experiencia.

Abuela me observaba y me daba consejos sobre los masajes, pero también sobre los hombres. Hasta años más tarde no pude comprender que me estaba evaluando; comprobaba mi aptitud y mi obediencia. Yo nunca me quejaba, ni me negaba a nada. Era atenta y callada con los clientes, perfecta para lo que ella quería: reservar mi virginidad para venderla bien cara.

Cuando cumplí catorce años, abuela me llevó a casa de un hombre maduro. Me lo presentó como Maestro Fong. Hablaba muy suave y era muy cortés. Entonces, abuela se marchó, dejándome allí. Me asusté, pero no osé preguntar nada. El Maestro Fong me sentó en un sofá y pasó sus dedos por mi cara, diciendo que era muy hermosa y angelical. Me informó que, durante una semana, viviría allí con él y que no podría ir a la escuela.

Aquella misma tarde, el Maestro Fong me llenó el culito de aceite e introdujo una pequeña bola que dejó allí varias horas. Llegó un momento en que debía ir al baño urgentemente, así que me la saqué e hice mis necesidades. Me gané un buen castigo. Me azotó las nalgas con una caña de bambú, diciéndome que no debía sacarme la bola bajo ningún pretexto. Si necesitaba ir al baño, le preguntaría a él o me aguantaría como fuese. Aprendí la lección rápidamente.

Durante esa semana, fue introduciendo más bolas, hasta cinco, de ese tamaño. Después, cambió de tamaño, aplicando uno mayor. Sentía las bolas moverse en mi recto y debía hacer fuerzas para que no se salieran. Tenía todo el día el ano echando fuego, irritado por el ensanche. El dolor en si no era demasiado, un poco al principio, cuando me introducía las bolas, pero desaparecía al poco rato. En aquel entonces, no era conciente de lo elástica que es una niña en estas cuestiones.

Los dos últimos días de mi estancia en aquella casa, me los pasé en la cama, siendo sodomizada por el Maestro Fong. Me había ensanchado a placer y llegó el momento de probarme. Al principio, lloré y pataleé, pero no sirvió de nada, salvo para recibir otra tanda de azotes con el bambú. Su pene me horadaba como si fuese mantequilla, sin prisas, con un ritmo constante. Al igual que con las bolas, el dolor desaparecía a medida que mi esfínter se acoplaba al intruso.

El Maestro quedó contento cuando comprobó que ya no me quejaba y que soportaba sus envites, así que me regaló mi primer orgasmo. Con dedos expertos, acarició mi virginal clítoris y no hizo caso alguno a mis primeros espasmos, conduciéndome a una explosión de placer que no podía aún entender. ¿Qué me había hecho y cómo?, me preguntaba, intentando recrear la experiencia con mis propios dedos.

En esos dos días de pruebas, me estuvo recompensando con lo mismo, varias veces al día, hasta tenerme en vilo, tumbada sobre la cama, anhelando que entrara en la habitación.

Abuela vino a por mí y me exploró, abriendo mis nalgas. Quedó satisfecha y me dio un suave cachete. Volvimos a casa y retomé la rutina de acudir al colegio, pero, al regresar, el cliente que me esperaba no solo pretendía tomar un baño y un masaje, sino que pretendía petarme el culito. Siempre un solo cliente al día.

Aquel primer cliente no fue tan amable como el Maestro Fong. No acarició mi clítoris, sino que se limitó a meter su polla hasta el fondo. Tampoco es que fuera nada del otro mundo. Por lo visto, quedó muy satisfecho y así se lo dijo a abuela. Ella fue quien me recompensó. Después de cenar, cuando ya había hecho todas mis tareas, me llevó a su dormitorio y esa noche dormí con ella. Fue su lengua la primera que tocó mi inflamado clítoris, haciéndome retorcerme y chillar de gusto. Esa noche, aprendí a calmar a una mujer y a degustar sus fluidos. La abuela no era ninguna belleza, pero yo ansiaba la recompensa.

Los clientes se sucedían, uno al día. Abuela no permitía que me tocaran más que el culito. No sé la clase de amenaza o advertencia que les hacía a aquellos hombres, pero ninguno intentó algo más. Aprendí a tocarme yo misma mientras se hundían en mi culito, consiguiendo correrme casi siempre segundos antes que los clientes. Aquellos placeres que me hacían temblar, solo servían para aumentar las ofertas que le hacían a abuela por mi virginidad.

Sin embargo, uno de esos habituales clientes tenía otros planes para mí. Se llamaba Jon-Tse y era un hombre con una permanente sonrisa falsa en la cara. En cada ocasión, antes de traspasarme el ano con su miembro, me decía que estaba más bonita a cada día que pasaba. Se trataba de un manager muy activo, que llevaba tanto luchadores, artistas, como putas. Pensaba que una cara tan bonita como la mía se iba a desperdiciar y embrutecer si la abuela me hundía en la prostitución. Según él, había mejores formas de ganar dinero conmigo.

Aún no sé cómo consiguió convencer a abuela, pero el caso es que compró los derechos de mi explotación. Toda mi documentación seguía estando con abuela, pero me marché con él.

Me dejó a cargo de Tamisho, una señora japonesa de mediana edad. Era una entrenadora de geishas que se había traído de Japón. Ella se encargaría de pulir mis modales y afirmaría mi actitud. No me retiró totalmente de que los hombres me sodomizaran, pero si redujo considerablemente su número. Tenía uno o dos por semana, en citas concertadas con antelación, y olían bastante mejor que los que me traía abuela. No eran chinos, sino blancos y algunos, pocos, negros. Por lo que podía observar, eran hombres poderosos, de bienes, que me trataban bien, con respeto.

Mi estancia con Tamisho me sirvió para aprender innumerables maneras para agradar a los hombres. Las ponía en práctica con mis citas y también con Jon-Tse, quien se convirtió pronto en mi amante más asiduo. Aunque nunca me dijo el motivo, Jon-Tse mantuvo la misma política que abuela. Mantuvo mi virginidad intacta. Tanto él como sus clientes, se conformaban con mi elástico y bien entrenado culito. Era capaz de tragarme cualquier tamaño y ya empezaba a gozar de mi esfínter.

Con Tamisho, aprendí cuanto me faltaba sobre las artes sáficas. Metidas las dos en la cama, me hablaba de cuanto podían gozar dos mujeres con un consolador, a la par que me introducía uno en el culito. La verdad es que esa mujer me hacía berrear como ninguno de los clientes.

Jon-Tse fue quien me introdujo en el mundillo de la publicidad. Muchos de sus ricos clientes me contrataron como modelo para sus negocios. La dulzura de mi rostro y mi semblante me hicieron destacar como fotomodelo juvenil. En apenas un par de años, aparecí en vallas y afiches en los estados de Nueva York y New Jersey. Eso hizo mi rostro conocido y aún más reclamado para la publicidad. Quizás eso fue lo que convenció a Jon Tse para no dejar que nadie me desvirgara, pues según sus propias creencias, mantenía mi espíritu en alza. A medida que el negocio publicitario se incrementaba, empezó a retirarme de los encuentros amorosos. Me decía que mi rostro y mi apostura juvenil cada vez tenían más demanda. Ya solo dejaba que los muy ricos y poderosos me tuviesen, cuando se encaprichaban del culito de la niña china.

Hice una campaña para Benetton cuando tenía dieciséis años de edad, y, como resultado, una ambiciosa fiscal del estado se encaprichó de mí, lo que acabó llevando a Jon-Tse a la ruina y a la cárcel. Juliette Dobrisky, la susodicha fiscal, se convirtió en mi nueva protectora. Estaba casada y era madre de dos niños, pero construyó una vida paralela para mí. Me sacó de Chinatown y me instaló en un pequeño apartamento, en Queens. Tenía una cuenta de gastos, iba al instituto, y disponía de un nuevo agente que me buscaba trabajos cada vez mejores.

La prostitución se había acabado para mí y me dediqué, por completo, a calentar la cama de la fiscal. Juliette era una mujer fuerte y dinámica, pero también hermosa y romántica. Junto a ella, comprendí que las mujeres me atraían mucho más que los hombres, que me llenaban de amor y pasión. Los hombres solo habían sido bestias lujuriosas que me usaron a placer, como un simple objeto.

Juliette era idílica, aunque disponía de poco tiempo para mí. Era muy paciente en la cama, buscando siempre mi placer, colmándome de atenciones. A veces, salíamos a pasear o al cine. En ocasiones, parecía que me tratara como a una hija, en vez de ser su amante. Me enamoré de ella completamente, a pesar de la diferencia de edad. Es la única persona, en mi vida, por la cual lo dejaría todo. Pero, como todo idilio, tuvo un final. El partido convenció a Juliette para presentarse a senadora. A ese nivel, nuestros encuentros pronto serían descubiertos por sus contrincantes políticos. Tuvimos que terminar nuestro romance.

Para entonces, yo había cumplido los diecinueve años y mi carrera como modelo ascendía con fuerza. No podía dedicarme a pasarela por mi baja estatura, pero mi cuerpo juvenil y mi cara de niña adorable seguían siendo muy requeridos en publicidad fotográfica. Vallas, carteles, afiches de autobuses, y, sobre todo, libretos publicitarios a nivel nacional, se nutrían de mi belleza. Hace un par de años, mi agente firmó una cesión con Fusion Models Group, que me ha conseguido buenos contratos. Desde lo de Juliette, no he mantenido ninguna relación sentimental. Es algo que no se me apetecía, aunque he compartido este piso con algunas chicas. Pero, finalmente, llegaste tú, Calenda. He vuelto a disfrutar de esa ansiedad que crece en el vientre, con la que sientes delicadas alas de mariposa en el estómago. No solo eres mi compañera y mi amiga, sino que eres la única persona en la que confío para contar todo esto.

A mi pesar, me he enamorado de ti, Calenda.”

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Calenda apretó con fuerza la mano de May Lin. Se sentía desbordada por la historia que había escuchado. Ella, mejor que nadie, sabía el dolor y la impotencia que significaba todo aquello. A pesar de la escasa inflexión en la voz de la chinita, Calenda sabía lo que debía haber sufrido. Cuantas noches en blanco, entre lágrimas, cuanta angustia sufrida sin contar con el apoyo de una madre, de un adulto en el que confiar. ¿Cómo lo había soportado?

Calenda, que creía que a ella le había pasado lo peor del mundo, fue conciente de que no era la única en ser desgraciada. ¿Cómo May Lin había soportado oírla hablar de sus desventuras? Su compañera tenía que haber hecho de tripas corazón mientras la escuchaba. ¿Y cómo no se había dado cuenta de los sentimientos de la chinita? Eso era lo más grave. Habían compartido cama, más de una noche, y jugado al placer entre ellas, pero ahora comprendía que, para May, era algo mucho más profundo.

Totalmente conmovida, Calenda abrió sus brazos, brindando a su amiga el abrazo que necesitaba. May Lin se dejó acunar, emocionándose con el calor humano. Calenda besó la coronilla de May, oliendo el fino cabello cortado en capas. No sabía cómo, pero May siempre llevaba su pelo perfecto, como si el viento y los roces no la afectaran. Su casquete estilo Cleopatra, con las puntas largas por delante, cayendo sobre sus pechos, siempre lucía igual. Ella sabría cuanto tiempo le dedicaba a tal menester.

― Lo siento mucho, cielo – susurró Calenda. – Siento mucho que te haya pasado todo eso…

May Lin estalló en un quedo sollozo amortiguado. Se aferró aún más al sinuoso cuerpo de su amiga, como si quisiera fusionarse. Calenda la arropó con sus brazos, tratando de apaciguar los escalofríos que recorrían su cuerpo.

― Ya está, pequeña, ya está. Ahora todo está bien… estoy contigo…

May suspiró. Su amiga la llamaba pequeña, cuando, realmente, la china era tres años mayor que la venezolana. Esa era la historia de su vida. Todo el mundo la consideraba una niña, una joven indefensa y sin experiencia. La mayoría de las veces, esa impresión venía genial, ayudándola en su trabajo y otros asuntos. Pero, en otros casos, como en ese momento, no la ayudaba, sino que la reprimía.

Calenda la consolaba y trataba de protegerla de la crudeza de la vida. Sin embargo, de las dos, May Lin era, sin duda, la más fuerte y la más decidida. Solo que, en aquel momento, había sucumbido a una emoción que llevaba un tiempo anidando en ella.

May Lin no había querido reconocer que sentía algo profundo por Calenda. Se lo había callado, atesorando los momentos de dulzura que existían entre las dos como sucedáneo. Sin embargo, escuchar a Calenda confesarle que sentía algo por Cristo, la había puesto frenética, sucumbiendo a la presión.

La chinita no quería abandonar los brazos de su compañera, más que nada para no tener que mirarla. La vergüenza y un fuerte pudor llenaban su mente. Le había contado, de un tirón y sin mirarla, lo más escabroso de su vida: sus pecados y su debilidad. Calenda mecía su cuerpo sobre el sofá. Su espalda golpeaba suavemente contra el respaldo y sus abdominales volvían a impulsar su cuerpo hacia delante, mientras acariciaba la nuca de su amiga abrazada. Siseaba levemente, intentando que May Lin dejara de llorar, mientras su mente rememoraba signos y detalles que se esclarecían al momento.

Desde que ella entró por la puerta del apartamento, May Lin se desvivió por atenderla, por agradarle, y Calenda no supo ver a qué era debido. No se sentía mal por desatar esa pasión en su amiga. Ella misma la hubiera aceptado si lo hubiese sabido antes. De hecho, meter a May en su cama era lo mejor de convivir juntas, pero no se sentía enamorada de ella. Esa era una palabra de fuerza mayor, que Calenda no había usado ni conocido en su vida. Nunca se atrevió a sentir algo suficientemente poderoso hacia una persona, salvo la enfermiza sumisión que despertaba su padre en ella. ¡Gracias a Dios que estaba en la cárcel!

― Calenda – susurró May Lin, alzando sus ojos — ¿me quieres?

Era la pregunta que la venezolana esperaba y temía.

― Claro que si, mi vida – musitó a su vez. – Eres mi amiga y mi compañera. Te quiero muchísimo.

― Pero… ¿me amas, Calenda?

Calenda la separó de su cuerpo para poder fijar sus ojos en ella.

― Ahora mismo, eres la persona a la que más quiero de mi vida. No sé si ese es el amor que esperas, o si puedo llegar a amarte aún más. El tiempo lo dirá…

― Con eso me conformo, Calenda – sonrió May Lin, atrapando la nuca de su amiga para acercar sus bocas.

El beso se convirtió en algo sensual, largo, y profundo. Cuando se separaron, ambas estaban rojas y jadeantes. Los delicados dedos de May se atareaban sobre los botones de la camisa de Calenda. Ésta sintió como sus pezones hormigueaban, poniéndose duros y sensibles, con solo ese minúsculo roce. Ella misma atrajo la cabeza de la chinita sobre uno de sus senos, en cuanto quedó al aire. Se le escapó un fuerte siseo cuando la boquita asiática mordió delicadamente su firme pezón. Unas manos casi infantiles se apoderaron de sus espléndidos pechos, sobando y pellizcando, haciéndola estremecerse. May Lin sabía muy bien cómo torturar los senos, hasta arrancarle aullidos.

May cambió la boca de pezón, mordisqueando el vecino. Pellizcó y estiró el que había abandona, muy mojado, con tal fuerza que Calenda gimió de dolor, pero no se quejó de otra forma. May Lin parecía frenética, seguramente debido a su confesión. Dedos y boca atormentaban sin cesar los pechos de su compañera, esas tetas con las que soñaba cada noche.

Acabó de quitarle la camisa y su boca descendió, en busca del profundo ombligo. Por su parte, Calenda tironeó de la camiseta de May, intentando sacarla por encima de su cabeza, pero la joven no hacía nada por ayudarle, demasiada ocupada con mordisquear su piel, lo cual impedía dejar su torso desnudo.

Como si tuviera una única misión entre ceja y ceja, May Lin bajó el culotte de su amiga, deslizándolo por sus largas piernas. Cuando Calenda quiso responder con una caricia más íntima, May le apartó la mano y le dijo:

― Déjame hacer… ya tendrás tu momento…

La obligó a tumbarse en el sofá, colocándole una mano sobre un hombro. Desnuda, Calenda se tumbó boca arriba y se abrió de piernas ante una mínima presión. Los dedos de May resbalaron sobre el depilado pubis, ocasionando un largo y divino escalofrío en el cuerpo de Calenda. También notó como su vagina se humedecía, respondiendo a las caricias. Los pequeños dedos la penetraron con tanta dulzura que apenas los notó. Otros dedos aletearon sobre sus sensibles ingles, haciendo que subiera más las rodillas. Su torso se alzaba con un ritmo rápido y potente.

― Mmmmmm…mmmmmmmmmm… – gimió cuando una lengua traviesa reemplazó los dedos en su vagina.

May Lin besó aquella encantadora vagina como si fuesen los labios de la boca, deslizando su lengua en su interior. Para ella, no existía otro coño tan hermoso y sabroso como el de su compañera de piso. Era precioso, de labios mayores abultados y cerrados, así como una pequeña prominencia en su Monte de Venus, que lo hacía particularmente mullido. Le encantaba comérselo y estaba dispuesta a hacerlo mucho tiempo. Endureció su lengua y traspasó la vulva, buscando una penetración más profunda. Calenda daba pequeños saltitos sobre sus posaderas, respondiendo a lo que le hacía sentir aquella lengua.

― DIOSSSSSS…

May Lin sonrió al sentir la exclamación. Notaba como las caderas se movían, arqueando el cuerpo, ondulando el vientre. Calenda bailaba al son que tocaba la lengua de May Lin. Ésta estaba hecha una bola entre las piernas de su amiga, como un pequeño duende travieso que estuviera libando de una tierna flor. Su cuerpo de niña, enfundado en el corto pijama, casi se ocultaba tras las piernas flexionadas de su compañera.

Calenda colocó sus manos a cada lado del rostro de May, incrementando su presión sobre su entrepierna. Boqueaba como un pez, completamente alterada por la eficiente lengua. Ambas se miraron, sin que Calenda soltara su carita. La observó pasar la lengua por toda su vagina, poniendo una carita de vicio tremenda. Mientras lamía, no dejaba de mirarla. Por un momento, la venezolana tuvo una especie de epifanía. Aquel rostro de rasgos infantiles, de manifiesta inocencia engañosa, se convertiría en su confidente secreta, en su máximo cómplice, unidas por el vicio y el placer.

― Ay, May… May… no puedo más – jadeó Calenda, alzando sus caderas. — ¡Tengo fuego en el coño!

May Lin no contestó, pero se lanzó a succionar el hinchado clítoris con fuerza. El cuerpo de Calenda se contrajo y, con un chillido, empezó a correrse salvajemente. Parecía una yegua encabritada, cuyos movimientos espasmódicos no lograban arrancar de su lomo la avispada y pequeña jinete que la montaba.

― Déjalo ya… aparta, May… me estás matandooooo… — jadeó Calenda, apartando la boca de su amiga, que parecía haberse pegado a su clítoris.

May Lin sonrió y se relamió, limpiando los jugos que manchaban su barbilla. Se acostó al lado de su desnuda amiga, quien trataba de recuperar el fuelle, y se abrazó a ella.

― Quiero pedirte un favor, Calenda.

― Lo que desees, cariño – exhaló las palabras junto al aire de sus pulmones.

― Es sobre mi vergonzoso secreto… De vez en cuando, tengo la necesidad de una polla en mi culito…

― ¿Quieres un hombre? – se asombró Calenda.

― ¡NO! Te quiero a ti entre mis nalgas.

― ¿Cómo? Yo no…

May saltó del sofá y marchó a su habitación. En cinco segundos regresó con un grueso pene de látex, dispuesto sobre un fino arnés.

― Ah, eso – comprendió la morena.

― Si, tonta – se rió la chinita. – Quiero que te lo pongas y me folles el culo, sin contemplaciones. ¿Lo harás?

― Te aseguro que vas a chillar, mi vida – exclamó Calenda, poniéndose en pie y dándole la mano a su amiga.

Las dos caminaron hacia el dormitorio de Calenda. Una vez allí, Calenda se colocó el arnés y May Lin se desnudó totalmente. la primera pasó sus dedos por el coño de la segunda.

― Joder, como chorreas – exclamó.

― Estoy muy excitada – susurró May.

― ¿Puedo preguntarte quien te desvirgó?

― Fue Juliette – contestó la chinita, subiéndose a la cama, de bruces.

Sus pequeñas nalgas quedaron expuestas, redonditas y separadas. May Lin la miró por encima del hombro. Se llevó una mano al clítoris, pellizcándolo. Sin palabras, se ofrecía a su amiga, quien no sabía muy bien cómo actuar.

― ¿Lo quieres ya en el culito? – le preguntó.

― Primero en el coñito, para humedecer bien el consolador – dijo con voz de niña.

Calenda clavó las rodillas sobre la cama, aferró el tieso falo de caucho con la mano, y lo apuntó sobre la oquedad adecuada. May Lin se abrió de piernas y levantó las nalgas, abriendo el camino. Con cuidado, Calenda se deslizó en el interior. May Lin bufaba y se quejaba. El grueso y falso pene tenía dificultad en entrar.

― ¡Eres muy estrecha! – masculló Calenda, comprobando que le estaba haciendo daño.

― ¡No importa! ¡Sigue! ¡FÓLLAME DURO!

Calenda empujó y empujó, entre resuellos de ambas, hasta introducir todo el consolador en la vagina de la chinita. May Lin aullaba y culeaba, todo a la vez, aferrada a la sábana con dos puñados.

― Cielo, May… te estoy rajando, por Dios. ¿Cuántas veces has hecho esto?

― No… ha entrado… nada en mi… coñito… desde que… Juliette… se fue – gruñó con esfuerzo.

― ¡Estás loca!

― Quería que… fueses tú la primera… mi princesa…

― Gracias, cariño.

― Ahora… ya está bien mojado… ahora mételo en el culo…

― Pero… no está dilatado.

― Me gusta así… ¡duro! ¡Hazlo!

Con solo apretar la nalga con un dedo, el esfínter se abrió, bien entrenado. Calenda comprobó que aquel culito dilataba todo lo que quisiese, con solo apretarlo. La mucosa rosada aparecía a la luz, entre gemidos de la chinita. Era un ano precioso, cultivado y bien cuidado, al que debían haber usado cientos de veces, dada su ductilidad. Calenda introdujo el glande de un solo golpe, arrancando un hondo gemido de gozo, que se convirtió en un aullido al deslizar el restante consolador.

― Puta, está todo dentro – exclamó Calenda, hirviendo de deseo.

― Si… lo noto hasta el f-fondo… dame fuerte, cariño…

― ¡Te voy a sacar toda la mierda! – Calenda se sentía frenética.

― ¡SSSIIII!

La venezolana apretó los dientes y empezó a embestir con los ojos vidriosos. Lo hacía rápido y fuerte, llegando lo más adentro que podía, entre cortos jadeos. May Lin movía las nalgas cuanto podía, intentando rotarlas para obtener así mejor fricción, pero los embates de su amiga la clavaban al colchón.

― Aaaahhhhaaaa… ¡Así, así! ¡Clávame todo! – le chilló la chinita, girándose lo que pudo y colocándose una mano sobre la nalga. La abrió mientras siseaba. – Mira como entra. Me estás clavando al colchón, mi vida… ¡Soy tuya! ¡Haz conmigo lo que quieraaaaas!

Calenda, enloquecida, le metió dos dedos en la boca, acallándola, mientras las embestidas empezaban a descolocarla a ella también. Los falsos testículos que colgaban del falo consolador golpeaban su vulva y clítoris. La rápida cadencia y su propio ímpetu la estaban llevando al clímax. May Lin empezó a correrse en ese preciso momento, azotándose ella misma una nalga con fuerza. Su melenita se desparramaba sobre la cama, deshecha por una vez. Emitía cortos grititos con cada estremecimiento que agitaba su cuerpo.

― ¡TOMA, PUTITA! ¡CÓRRETE! – exclamó Calenda, cayendo sobre la espalda de la chinita, dejándose llevar por su propio orgasmo, el cual la dejó sin fuerzas.

La una sobre la otra, se cogieron de las manos, mirándose a los ojos mientras las últimas ondas de placer surcaban sus espaldas, diluyéndose en un sentimiento mitad romántico, mitad melancólico.

― Te quiero… — susurró May, a la par que su amiga le sacaba el falo de plástico del culito.

― Yo quiero volver a follarte – gruñó Calenda, poniendo los pies en el suelo.

― ¿Ah si? – sonrió la asiática.

― Si, pero esta vez de frente. Quiero mirarte esa expresión de puro vicio que pones. Quiero escupirte en la boca mientras te corres.

― Ay… como sabes excitarme, mi vida.

― Pero primero, tengo que lavar esta polla. Está demasiado manchada de tus heces…

Moviendo rotundamente sus potentes caderas, Calenda se dirigió hacia el baño. Tirada sobre la cama, May Lin suspiró de felicidad… la noche aún no había terminado.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (16)” (POR JANIS)

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CAZADOREl dulce aroma de una mujer.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloChessy dejó las llaves del apartamento dentro del pequeño cesto africano. Allí se encontraban otras, lo que significaba que Hamil estaba en casa. Sonrió y le llamó, camino de la cocina. Un gruñido le contestó desde la balconada del oeste.

Abrió el frigorífico y tomó un botellín de agua, del cual apuró medio de un trago. La mañana estaba siendo anormalmente calurosa para el mes de octubre. Dirigió sus pasos hacia la balconada cerrada con aluminio y cristal. Hamil pasaba allí buena parte de las mañanas, si no debía acudir a la agencia. Había instalado un bien surtido gimnasio allí; una compleja máquina de remo, un banco de pesas y otro para flexiones. Era el reino de su chico, pues ella prefería el Tai Chi y el ejercicio al aire libre. Mudarse al apartamento de Hamil la había acercado al Central Park más que nunca; su novio vivía en el sur de Harlem.

― Hola, amor – saludó ella, besándole en la sudorosa mejilla.

Hamil, tumbado en el banco de pesas, gruñó como respuesta, flexionando los brazos bajo el peso que estaba moviendo. A los ojos de Chessy, estaba para comérselo, con aquellos pectorales que se hinchaban por el esfuerzo, por la tensión en sus musculosos y bien definidos brazos, por el acre olor de su sudor… Encima, Hamil solo llevaba puestos unos boxers holgados de seda, de un verde agua, que insinuaban más que tapaban.

Hamil soltó la barra con las pesas en su soporte, se irguió y le arrebató el botellín de agua de las manos, apurándolo. Levantó su cuerpo del banco y abrazó la cintura de su chica, lamiéndole el cuello. Chessy se acurrucó contra él, sin importarle que estuviera recubierto de sudor.

― Creía que no vendrías para almorzar – musitó Hamil, con la boca aún pegada a la piel del cuello.

― Así era, pero el último cliente anuló la cita y me encontraba en el Upper, así que…

Chessy había sido totalmente sincera con Hamil sobre su trabajo, desde el principio. Su novio la convenció para abandonar aquellos clientes “especiales” y dedicarse exclusivamente a los masajes terapéuticos. Al disminuir sus gastos –había dejado su apartamento en el Village- y estando cubierta por Hamil, Chessy podía permitirse una reducción de clientela mientras conseguía una nueva lista de clientes “normales”.

Chessy había aprendido la lección con Cristo: los secretos no eran buenos.

― Está bien. Me ducho y salimos a almorzar algo – le dijo Hamil, con un último beso.

― No, que va. Solo tengo un cliente esta tarde. Voy a cocinar algo… comeremos aquí.

― Está bien, como quieras.

Minutos más tarde, mientras hervía el agua con la pasta, Hamil y ella se afanaban, codo a codo, en trocear los elementos de una ensalada. Sin levantar la vista, Chessy le preguntó:

― ¿Has estado en la agencia esta mañana?

― Me pasé a firmar una cesión de imagen y no sé qué más. Ni siquiera entré. Alma me tenía preparados los papeles. Sin duda, Kasha estaría allí.

Chessy asintió sabiendo que, desde la ruptura sentimental de los mellizos, la Dama de Hierro Priscila redactó unos horarios que garantizaban que no coincidieran en la agencia. Incluso si la campaña necesitaba fotografías de los hermanos juntos, el fotógrafo se las ingeniaba para hacer montajes con el PhotoShop. Hamil dejó de trocear tomate y la miró de reojo.

― He visto a Cristo – musitó.

― ¿Cómo está? – preguntó ella, con un suspiro.

― Pues… creo que bien. Me saludó y todo.

― Mejor.

A pesar de aquella contestación, Chessy notó el doloroso pellizco en su bajo vientre. Aún se sentía culpable. Sabía perfectamente que le había hecho daño al gitanito, aunque no conocía el alcance. Cristo se negaba a hablar con ella, después de lo ocurrido. Chessy solo podía recurrir a amistades comunes para saber de él.

Jamás pensó que sentiría algo así por Hamil, ni por nadie. En realidad, Chessy se sentía muy a gusto con su relación con Cristo, aunque no se pareciese en nada a su hombre ideal. Pero cuando apareció el sudafricano en su vida, un impulso primario se apoderó de ella, de sus terminaciones nerviosas, de sus mismas células. Hamil era todo cuanto ella había soñado desde pequeña, su amor idealizado, su pareja perfecta. Era el arquetipo con el que soñamos inconscientemente, la carne que anhelamos cuando traspasamos la pubertad. Chessy no pudo sustraerse a la tentación que su propia mente organizaba y se vio arrastrada por ese impulso.

Eso no quitaba que se sintiera como una perra traidora, una vil buscavidas sin escrúpulos. Había noche en que la culpa la despertaba, haciendo subir la bilis por su garganta. Sabía que no era amor lo que había sentido por Cristo. No, el verdadero amor lo había descubierto junto a Hamil, pero, en suma, se parecía bastante. Confianza, admiración y empatía, eso definía mejor sus emociones hacia el gitano, junto con un buen pellizco de morbo. Como pensaba, se parecía bastante al amor.

No estaba segura de los sentimientos de Cristo, pero, a poco que se pareciesen a los suyos, sabía que le había machacado el ego, el amor propio, y la autoestima. Esperaba que para un superviviente como Cristo, no fuera algo demasiado duro de superar. En verdad que le deseaba lo mejor y rezaba, a pesar de su ateismo, cada noche para que encontrara pronto alguien que la reemplazase.

― ¿Sabes si se comenta algo de que salga con alguien? – preguntó de repente.

― Chessy… déjalo ya – la miró Hamil con fijeza.

― Solo pregunto si has escuchado algo entre las chicas.

― Se lleva bien con Calenda, ya sabes, pero ni siquiera salen a tomar algo. Se limitan a charlar en la agencia. Además…

― ¿Qué?

― Calenda es una chica fuera de escala. No creo que Cristo tenga algo que hacer, más que servir de…

― ¿Mascota? ¿Bufón? – inquirió ella con dureza.

― Bueno, algo así, si – acabó él, apartando la mirada.

― ¡Cosas más raras se han visto!

Hamil no quiso contestar y buscó un bol para juntar todo cuanto habían troceado.

― Tienes razón – reconoció Chessy, tras unos minutos. – Cristo es una eminencia y un tipo súper gracioso, pero no es suficiente para una mujer como Calenda… ¡Joder! ¡Me siento tan mal, Hamil!

― Lo sé, pequeña, lo sé – le susurró él, abrazándola. – Pero solo el tiempo puede curar esa herida, tanto en ti como en él.

Aquellas palabras dispararon un recuerdo en la mente de Chessy. Unas palabras parecidas le fueron dichas años atrás, con un tono diferente y en una ocasión distinta, pero intentando taponar una herida casi idéntica.

“Solo el tiempo cura esas heridas, Jule, pero tienes que construir un muro alrededor para protegerte.”

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La granja estaba ubicada en la esquina noroeste del estado de Connecticut, justo a caballo entre las fronteras estatales con Massachussets y New York, en una pequeña localidad agrícola llamada Canaan. Pertenecía, desde hacía casi doscientos años, a los Nodfrey, una familia procedente de Noruega. Desde la creación de Canaan, siempre hubo un Nodfrey en el consejo municipal. A finales del siglo XX, la relevancia de la familia Nodfrey había descendido bastante. Las deudas contraídas y la mala gestión de su último patriarca, habían traído malos tiempos para la granja. Aún así, Cedric Nodfrey disponía de una vasta propiedad que rendía sus frutos cuando se le prestaba atención, y de una amante señoritinga en el pueblo. Su esposa, Marjory se hacía la desentendida con el tema. Prefería dedicarse a su verdadera vocación, los animales. Era la veterinaria de la comarca, con una excelente consulta y una aún mejor clientela. Nunca fue una mujer familiar y demasiado cariñosa. Optó al matrimonio por puro interés y, tras parir tres hijos, decidió que había cumplido lo suficiente.

En los treinta años de matrimonio de la pareja, Nassia, la hija mayor, llegó rápidamente, antes del segundo aniversario. Ambos cónyuges estuvieron orgullosos de su hija, que pronto demostró poseer una envidiable salud. Cedric insistió en tener otro hijo cuanto antes, a ver si conseguían la parejita, pero su esposa se negó en redondo. No deseaba parir de nuevo, y menos con tanta rapidez.

Tardó casi diez años en dar su consentimiento. Nassia era una niña rolliza y rubia cuando Chardiss llegó berreando a este mundo. Le pusieron el nombre del abuelo paterno, muerto en la Segunda Guerra Mundial. Tarde pero bienvenido, pensó su padre. Estaba contento y se ocupó de mimar al nuevo hijo, su heredero.

Ocho años después, como consecuencia de una excelente celebración de Navidad, Marjory alumbró su último retoño, casi a regañadientes, por lo que le llamó: Julegave (regalo de Navidad en noruego) como broma particular.

Jule, como era llamado por toda su familia, era un alma cándida. Rubio total, como buen escandinavo, y con los ojos del color del cielo de verano, siempre seguía los pasos de su hermano Char, quien, a sus dieciséis años era el encargado, mal le pesara, de cuidar de su hermanito menor. Sus padres estaban casi todo el día fuera, dedicados a sus asuntos, y tras las clases, Char tenía que cargar con Jule.

Gracias a Dios, el niño era un ser callado y observador, bastante sometido al carácter mimado y engreído de Char. Este había obtenido todo cuanto quiso, durante su infancia, de sus atribulados padres, quienes trataban así de redimir sus culpabilidades propias. Char estaba orgulloso de conseguir hacer cuanto le viniese en ganas y, en muchas ocasiones, presionaba aún más, tratando de averiguar sus límites.

Justo en ese momento, Char observaba atentamente lo que su hermanito estaba haciendo, inclinado entre las piernas de su primo Elroy. Los tres se encontraban en el granero de la granja, recostados sobre grandes balas de paja. Elroy, de casi veinte años, mantenía sus pantalones en los tobillos y empujaba suavemente la cabecita de Jule, ocupado en chupetearle la polla. No tenía apenas experiencia, pero ponía toda su alma en ello, impulsado por el temor que le tenía a su hermano.

― ¿Ves cómo podía hacer que te la chupara? – se rió Char, acomodándose él mismo la polla bajo su pantalón. Se estaba excitando con lo que estaba sucediendo en el granero.

― Dios, que boquita tiene el niño… ¿Piensas pagarme así cada vez que te traiga algo de maría?

― Si tú quieres… por Jule no hay problema… ¿verdad, putito?

Elroy levantó la cabeza del chiquillo, tomándole por el pelo. Dos hilos de baba unían los suaves labios de Jule con la gorda cabeza rojiza. El niño se relamió, las mejillas encendidas y surcadas por las lágrimas.

― ¿Tienes algún problema con hacerle una mamada al primo?

Jule negó con la cabeza, las manos apoyadas en las piernas desnudas de su primo camello. Estaba aún dolorido por el guantazo que Char le había soltado cuando se negó a hacerle caso. La proposición le había tomado por sorpresa y no la acababa de entender. Como se quedó estático y con gesto de sorpresa, su hermano le abofeteó con fuerza y le puso de rodillas. Su malévolo primo, con una risita, se bajó la bragueta ante su cara.

Jule se había preguntado por qué Elroy le había estado manoseando minutos antes. Le pellizcaba las nalgas y le manoseaba, hasta meter un par de veces los dedos en su boca. Aunque molesto, Jule se quedó quieto, no queriendo llamar la atención de su hermano mayor, el cual se molestaba mucho por ello.

Cuando aquella cosa cabezona y gorda quedó expuesta ante sus ojos, no sabía qué es lo que debía hacer. Nadie le explicaba nada. Char le gritaba y Elroy solo se reía. Su primo la restregó contra su cara, pasándola sobre los labios, contra su naricilla, hasta que, instintivamente, abrió la boca. Elroy, gruñendo, la apalancó contra sus dientes.

― ¡Ni se te ocurra morder! – masculló.

En un par de ocasiones, su primo le dejó sin respiración, ahogándole al introducir todo aquel órgano en su garganta. Jule escupió, tosió, se atragantó, pero Elroy parecía pasárselo de miedo, aumentando sus risotadas. Las babas llenaban su boca, obligándole a tragárselas o a dejarlas caer sobre la paja.

Tras preguntarle aquello, su primo le obligó a meterse en la boca su “cosa”.

― Sigue, putito, ya estoy cerca – susurró.

Tras unos minutos, Elroy le apretó la cabeza aún más contra su regazo y las babas se incrementaron en el interior de su boca, haciéndose densas y blanquecinas. Jule escupió todo en el suelo mientras su primo jadeaba y le miraba, los ojos entornados.

― Si le educas bien, este niño será una mina de oro – suspiró Elroy, subiéndose los pantalones.

― Es una idea – respondió Char, liándose un porro.

Elroy se marchó y ambos hermanos se quedaron solos y en silencio, frente a frente. Jule no dejaba de escupir, intentando quitarse el sabor salado de la boca, y Char le miraba ensoñadoramente, entre volutas de humo de marihuana.

― ¿Qué te parece ir de acampada este fin de semana? Tú y yo solos, en el bosque – sugirió Char.

Jule se encogió de hombros. Nunca había ido de acampada. Podría ser guay… El pobre no tenía ni idea de lo que le esperaba.

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Jule recogió una nueva brazada de leña que llevó hasta el montón. Estaba anocheciendo, tenía que darse prisa con la leña. Escuchó risotadas lejos, entre los árboles. Hacía ya dos años cuando Char le trajo, por primera vez, de acampada a ese mismo sitio, pensó. Su primer acampada, su desfloramiento. Torció el gesto al recordar el dolor. Su hermano no fue muy delicado. Estuvo dos días dándole por el culito, enseñándole a chupar y otras cosillas guarras. Le costó una semana poder sentarse.

A partir de ahí, comenzó una nueva vida para él, una vida de esclavo. Cada vez estaba más encadenado a lo que Char le obligaba a hacer. Ya no era temor, sino algo más indefinible lo que le arrastraba. Según una conversación que escuchó entre Elroy y otro chico, la palabra que usó su primo para referirse a él era “precoz”. La había buscado en el diccionario y se refería a algo temprano, prematuro, que sucedía antes de lo previsto. Eso no le dijo nada. Sin embargo, en una segunda búsqueda, encontró una definición más ajustada.

“Niño que muestra cualidades y actitudes propias de una edad más madura. Ej.: Mozart tuvo un talento precoz para la música.”

¿Si era precoz, cual era su talento? ¿El sexo?

Sabía que había algo en él que no era normal, que aceptaba todos aquellos juegos con demasiada facilidad. A pesar del daño o de la humillación a la que era sometido por Char o sus amigos, acababa sintiéndose orgulloso de ser él quien los acababa satisfaciendo. En algunas de las ocasiones y según con quien, Jule disfrutaba de las atenciones de los chicos mayores. Sin embargo, eso le hacía caer cada vez más en una dependencia enfermiza, sobre todo desde que él mismo había comenzado a correrse. Aún no disponía de un miembro como los que tenían los chicos grandes, pero ya expulsaba leche y le daba placer cuando lo meneaba rápido con dos dedos. En verdad, Jule solía perder la cabeza tras experimentar un buen orgasmo, encoñándose con su amante durante cierto tiempo, lo cual le condicionaba a seguirle el juego.

Recogió el montón de leña cuando escuchó la voz de Char llamándole. En el claro se levantaban cinco tiendas redondas. Los chicos habían preparado una hoguera entre los dos troncos caídos. Era una acampada tradicional, solo de chicos; Char y cuatro de sus amigos. Jule sabía por qué cada uno se había traído su tienda: querían intimidad para follárselo.

No era la primera vez. Desde que su hermano lo entregó a Elroy, aquella tarde, en el granero, lo había seguido haciendo con todos sus amigos, sacando siempre ventaja. Aunque aquellos chicos no fueran gays, parecía que ninguno de ellos tuviera problemas en yacer con un chiquillo guapo y sin vello aún. Jule accedía a todo, en silencio, sin protestas, tratando de recibir los menos castigos posibles. La verdad es que tampoco le disgustaba el asunto, siempre que no fueran violentos. Normalmente, no había problema siempre y cuando no corrieran el alcohol o las drogas.

― ¡Aquí está el nene! – exclamó John, un pelirrojo pecoso.

― ¿Solo traes eso? – le increpó su hermano, señalando la brazada de leña que apenas podía abarcar.

― Déjale, Char, trae lo que puede – le acalló Seth, el mayor de todos ellos.

Nick Gothing, el chico de los pelos largos y rubios, no dijo nada, concentrado en avivar la hoguera. A Jule le parecía guay, pues era vocalista de un grupo de rock del condado vecino. Montando la última tienda, Black Jack, un mulato grueso y callado, les ignoró.

― ¿Cómo lo hacemos con él? – preguntó Nick, atrapando la brazada del niño.

― Nos lo jugaremos después de la cena – contestó Char. – Un turno de una hora cada uno.

Jule tragó saliva. Le daba la impresión de que iba a ser duro.

― ¿Sin favoritismos? – preguntó John.

― Por puro azar.

― Bien – la mayoría se relamió.

Los chicos cenaron, ansiosos, y las cartas pronto estuvieron entre sus manos. Jule les contemplaba, sentado al lado de su hermano. Seth fue el primero en ganarle. Sabía jugar muy bien al póker. Después Black Jack tuvo una mano increíble y le miró con lujuria. Su hermano Char fue el tercero en conseguirle, y, tras él, John el pelirrojo y por último Nick.

― Hasta dentro de una hora – expresó Seth, levantándose del tronco en el que estaba sentado y alargando la mano hacia Jule.

El niño la atrapó y le siguió mansamente hacia la tienda. Sorprendentemente, Seth era el único amigo de su hermano con el que no había tenido relaciones completas. Se la había chupado un par de veces, una en el cine y la otra en la piscina de Mickael, pero nada más. Seth le imponía, le ponía nervioso. Era serio y parecía distante.

Entraron en la tienda a gatas y Seth le dijo que se desnudara, mientras él hacía lo mismo. El joven tuvo que reconocer que aquel chiquillo era guapo, realmente hermoso. Era como un querubín de piel clara y pelo muy rubio, sin un solo ápice de vello en todo el cuerpo. Poseía unos ojos increíbles, azules claritos, y sus facciones eran las de una niña. Su erección se hizo evidente cuando se sacó el pantalón.

Jule estaba de rodillas, ya desnudo, con los ojos bajos, esperando. Por un momento, Seth se sintió tentado de empujarle y petarle el culo, excitado por su aparente sumisión y aceptación. Pasó una mano por la entrepierna del chiquillo, tocando su delgado pene ya empinado. En pocos meses, esa dulzura de pollita se convertiría en todo un pene, duro y grandioso, seguro, se dijo el chico. Pero, por el momento, era una delicia para sobar y acariciar.

― Vas a chupármela, ¿verdad? – le preguntó, atrayéndole contra su pecho.

― Si – asintió Jule, muy bajito.

Le dejó acomodarse mientras su boca buscaba el pene erecto de Seth. Este gimió al sentir aquellos labios suavísimos y cálidos enfundar su polla, con exquisito cuidado. Se notaba la experiencia del chiquillo; había chupado más pollas que helados, seguro. Los sonidos bucales pronto llenaron el interior de la tienda de lona. La polla de Seth estaba llena de babas, como resultado de una de esas mamadas guarras que Jule había aprendido a hacer. El joven acarició la nuca y los flancos del chiquillo, hasta llegar a sus esbeltas nalguitas.

Introdujo el dedo índice en el estrecho ano, previamente humedecido con saliva. Jule gimió y agitó el trasero.

― ¡Joder con el puto niño! ¡estás deseando que te empitone! – estalló Seth, alzando la cabeza de Jule y atrayéndole contra él.

Le hizo abrirse de piernas, sentándole sobre su regazo. Los pies de Jule se cruzaron a su espalda y le echó los brazos al cuello. Así abrazados y sin dejar de mirarle, Seth maniobró con su polla, dilatándole el ano hasta meter una buena parte. Las fosas nasales del niño aleteaban y un gemido escapaba de sus entreabiertos labios. Tenía los ojos casi cerrados y sus párpados se agitaban. En la penumbra de la tienda, Seth no puso distinguir sus rubias pestañas, pero las imaginó.

― ¿Empujo más? – susurró Seth.

El crío asintió y ofreció sus labios para que la boca de su amante se acoplara. Seth saboreó unos labios y una lengua que nadie distinguiría de los de una mujer mientras su polla entraba hasta el límite, fuertemente apretada por aquel ano divino.

Antes de la hora límite, Seth estaba tumbado, debidamente limpio, y mantenía al chiquillo desnudo contra él, con un brazo alrededor de sus hombros. No quería dejarle marchar antes de la hora porque eso significaría para los demás que el chiquillo lo había vaciado totalmente. Seth sonreía, acariciando un suave pezón de Jule.

Cuando la alarma de su móvil sonó, Seth le puso a cuatro patas y, tras una amistosa palmada en las nalgas, le dejó salir gateando de la tienda. Jule se irguió una vez fuera, desnudo en la noche. Los chicos le miraron desde la hoguera. Notó el brillo de sus ojos.

― Te espera en su tienda – le comunicó su hermano.

Pisando con cuidado, Jule fue hasta la última tienda en montar y apartó la tela de la entrada. Black Jack estaba tumbado desnudo, sonriente. Jule conocía la tremenda polla que gastaba el gordo mulato.

― Ven, pitufo, súbete encima de mí – le invitó Black Jack.

La piel broncínea del chico estaba tirante en su vientre y pecho, debido a su obesidad. Trepar sobre él era como montar sobre duros almohadones. El olor a macho excitado llenó las fosas nasales del crío.

Al mulato le encantaba besarle, aunque le había prohibido comentarlo con los demás. Jule lamió aquellos gruesos labios y dejó que le mordisquearan los suyos. Tras eso, Jule descendió su boca hasta apoderarse de uno de los grandes senos del chico. Lo apretó con una mano, llevándose a la boca el pezón. Black Jack gimió al sentir los dientecillos.

― Vamos, date la vuelta – susurró el mulato.

― ¿Ya? – preguntó tragando saliva.

― Ya sabes que tiene que ser ahora, que aún no está del todo tiesa. Después estará muy grande y te dolerá mucho – le explicó el chico, ayudándole a girarse.

Jule quedó a horcajadas sobre el gran estómago del chico, dándole la espalda y apoyando sus manos sobre las dobladas rodillas de Black Jack. Este tomó una gran mochila, que estaba pegada a la lona, y la puso de almohadón en su espalda. De esa forma, podía mantener la cabeza erguida y el pecho. No quería perderse nada del espectáculo.

El niño tomó la morena polla con las manos. Aquella herramienta medio rígida sobresalía por todas partes. Completamente tiesa, al menos mediría veintidós centímetros y era gorda. Dejó que el dedo de Black Jack le impregnara el culito de un frío gel lubricante y luego él mismo tomó el tubo, llenándose las manos y untando todo el miembro con suaves frotamientos.

Black Jack gimió bajo la fricción y Jule se decidió a cabalgar aquel monstruo. Nunca había conseguido introducirla del todo. Llegaba a un punto en que el dolor le enloquecía y tenía que abandonar. Apretó los dientes al sentir el grueso glande abrirse camino. Se aferró a las morenas rodillas, quedando como colgado, con el culito levantado y tragando polla.

― Te veo dispuesto hoy, Jule – se rió Black Jack. — ¿Te la meterás entera?

Jule no respondió pero siguió deslizando miembro en su interior, muy despacio, reprimiendo los gritos de dolor como podía. Bufaba y se agitaba; gemía y se retorcía, hasta que estalló en un sollozo. Las lágrimas bajaron en cantidad, intentando lavar el dolor.

― Ya está, déjalo – le indicó su amante, dándole una sonora palmada en una nalga.

Con un suspiro de alivio, Jule alzó su culito, abarcando tan solo la mitad de la polla de Black Jack. Entonces, empezó a cabalgar en serio, sin que el mulato se moviera lo más mínimo. Tras unos minutos, Black Jack sacó su polla del ano del chiquillo y lo frotó contras sus prietas nalgas, corriéndose allí con un fuerte chorro, que repartió con la mano por toda la espalda de Jule.

― Ya sabes lo que tienes que hacer…

Jule descendió y se colocó de bruces en el suelo de la tienda, metiendo su cabecita rubia entre las piernas dobladas del mulato. La lengua del chiquillo se paseó entre las nalgas del gordinflón, sin hacer caso del acre aroma que surgía de allí. Mientras estimulaba el oscuro esfínter, intentando que se abriera, sus manitas se apoderaron de los colgantes testículos. Los acariciaba, los lamía cada vez que apartaba la boca del ano de Black Jack, y se los metía en la boca, con ansias. El majestuoso pene se reponía como consecuencia de estas caricias.

Black Jack gruñía y se agitaba, acariciando el suave pelo rubio de aquella cabecita. Cuando el miembro estuvo bien erguido, Jule abandonó sus caricias anales y dejó caer un pegote de gel lubricante sobre su pecho. A continuación, el niño comenzó a frotarse contra el rígido y grueso pene. Sus manos, sus brazos, el pecho y el cuello pronto quedaron impregnados de aquel gel. Black Jack tomó al niño de la cintura, dominando su frotamiento. A cada pasada, Jule sacaba la lengua y lamía lo que podía del miembro, paladeando el sabor a menta del gel lubricante. “El columpio”, lo llamaba el mulato. Y así, tras un buen rato, se corrió por segunda vez, salpicando el rostro de Jule.

Antes de salir fuera, Black Jack le repasó con una toalla, limpiando su espalda, su esbelto torso y su cara. Jules jadeaba, muy excitado por los dos encuentros. Nadie se había preocupado de él, de su necesidad.

― Vamos – le dijo Char, levantándose de delante de la hoguera.

Siguió a su hermano hasta la tienda que ambos compartían.

― ¿Te han hecho correrte? – le preguntó su hermano.

― No.

― ¡Que hijos de puta! – pero su sonrisa indicaba que le parecía bien. – Yo haré que goces, hermanito. ¿Te apetece que nos frotemos las pollas hasta vaciarnos?

― ¿De verdad? – Jule no podía creer que su hermano le diese esa oportunidad.

― Claro. En la mochila hay aceite – le indicó mientras se desnudaba.

El chiquillo encontró el frasco y en cuclillas se aplicó una capa a todo su vientre y entrepierna. Char se tumbó, sin dejar de mirarle. Jule hizo lo mismo con los genitales de su hermano y se tumbó al lado, sobre la colchoneta. Ambos yacieron de costado, mirándose encarados. Jule tomó la mano de su hermano y la pasó por su pubis lentamente, indicándole lo que deseaba. Su pequeño pene creció de inmediato, muy motivado.

― ¿Te han follado bien, verdad? – le preguntó Char, mirándole a los ojos.

El niño se pasó la lengua por los labios, humedeciéndolos. El pringado pene de su hermano tocó el suyo, frotándose muy lentamente.

― ¿Se las has chupado?

― Si.

Un nuevo roce, ascendente, extenso, duro. Jule se estremeció largamente.

― ¿Si te lo pidiera, harías esto todos los días, con quien te dijera? – le preguntó su hermano mayor, con un extraño tono de voz.

― Si, lo haría – le contestó tras pensarlo unos segundos.

― ¿Por qué?

― Porque te quiero, Char…

Y se abrazó a él, uniendo totalmente sus penes embadurnados. Char lo apretó contra sí, girando hasta quedar boca arriba. Jule le besó profundamente, con una devoción total. Notó como el niño se frotaba más fuerte, con urgencia. No solo se frotaba con su penecito, sino con toda la entrepierna, con el pubis, con la cara interna de los muslos, y hasta con la parte baja del ombligo. Se corrió besando las mejillas de su hermano. Unas gotas de esperma casi líquido quedaron prendidas en el vello púbico de Char.

Le dejó descansar unos minutos, mientras le acariciaba el pelo y le mordisqueaba el cuello. Luego, lo puso boca abajo, metió una mochila bajo el lampiño pubis para levantarle las nalgas, y lo penetró lentamente, mientras pensaba en cómo ganar más dinero con su hermanito. Llevaba tiempo dándole vueltas a prostituirle.

El encuentro de Jule con el pelirrojo John estuvo marcado por el vicio más extremo. De todos los amigos de Char, John era el más raro y depravado. El chico de pelo rojizo no se la metía jamás, ni se dejaba chupar, pero era capaz de resistir numerosas pajas. Era como si temiera contagiarse conlo que hubieran dejado atrás sus colegas. Jule había aprendido a hacerle pajas de distintas maneras, con una mano, con las dos, con los pies, con los muslos, desde delante, desde atrás…

En la hora en que estuvo en su tienda, le hizo tres pajas. La primera con su axila derecha. Tras untarla bien de aceite, se la folló como si fuera un coñito. La segunda con las dos manos, desde atrás, abarcándole la cintura. La tercera usando solo que los pies. Mientras le hacía todas aquellas gayolas, John le instaba a que le contara lo que hacía cada día en el colegio, sus tareas, a qué jugaba con sus compañeros… Como colofón, John se puso de rodillas y se orinó en su boca, llenando buena parte del suelo de la tienda.

Dando arcadas y escupiendo, Jule se guardó las lágrimas y entró en la última tienda. Le gustó que Nick fuera el último. Se llevaba bien con él y le gustaba lo que solía hacerle. A Nick le gustaba tocar y lamer, todo con gran exasperación. Le estaba esperando desnudo y de rodillas. Siguió las indicaciones y se colocó de igual forma, delante de él, mirándole. Nick tomó una de sus manos y se llevó un dedo a la boca, lamiéndolo completamente hasta humedecerlo bien. Entonces, cambió de dedo. Uno por uno, los fue degustando y lubricando. Luego cambió de mano.

Tras unos buenos diez minutos, se pasó a los pies, en donde se atareó mucho más, saboreando el aroma del sudor. Jule ya estaba muy nervioso de nuevo. Aquel juego le gustaba muchísimo, más sabiendo que no había problemas con Nick. Notó como la lengua masculina subía por la cara interna de una de sus piernas, sin prisas, dejando un reguero de saliva. Descendió de nuevo por la otra pierna, tras acariciar largamente su imberbe escroto, lo que le hizo retorcerse.

Nick le obligó a girarse, ofreciéndole su trasero. Se ocupó de las nalgas, de su esfínter, se afanó sobre los riñones y escaló por su columna. Nick tenía especial debilidad por los hombros y el cuello, donde estuvo largo tiempo, atrayendo al chiquillo y dejando que apoyara su espalda sobre su torso. Sus dedos acariciaron el ombligo, al pasar hacia delante. Pellizcaron suavemente sus pezones y, finalmente, se introdujeron en la jadeante boca del niño.

Tras sensibilizar totalmente su cuerpo, Nick pidió que Jule se subiera sobre él y adoptara la posición del 69 y le hizo obtener dos cortos orgasmos antes de eyacular él mismo.

Cansado, regresó a la tienda de su hermano. No quedaba ningún chico a la vista. Su hermano estaba durmiendo desnudo, con el saco de dormir abierto y echado por encima, como si fuese un cobertor. Se acurrucó delante de él, dándole la espalda. Char alargó el brazo y lo aferró por la cintura. En sueños, metió su hinchada polla entre las piernas de su hermanito y así se durmieron los dos.

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Ned asomó un ojo por una de las destrozadas ventanas del viejo rancho. No se escuchaba nada, ni música, ni ronquidos. No había querido llamar a la policía porque sospechaba quienes eran los chicos que habían montado aquella estruendosa fiesta la noche anterior. El rancho estaba lo suficientemente lejos de su pequeña granja como para que no le importase el ruido. Pero era una cuestión de principios y, además, debía asegurarse de que todo era cómo sospechaba. Menudo chasco si descubría que había sido una misa negra y no un guateque juvenil…

El viejo rancho llevaba abandonado más de treinta años, pero la estructura de piedra de la casa principal aún se mantenía en pie, por lo que muchos chicos de la comarca la utilizaban para sus “reuniones”. En otros tiempos, Ned ni siquiera se hubiera molestado en echar un vistazo, pero, desde el año pasado, disponía de mucho tiempo libre. Ahora, las pequeñas cosas insignificantes exacerbaban su curiosidad. Así que había salido de buena mañana, con su inseparable bastón, a curiosear sobre la movida nocturna.

Apenas amanecía cuando llegó ante el inseguro porche del rancho. Descubrió varias botellas vacías tiradas entre los crecidos matojos del exterior. Pisó la madera con cuidado y se acercó a la primera ventana, arriesgando una mirada. Pintadas en las paredes de cemento, vasos de plástico tirados por doquier y más botellas vacías. Había colillas por todas partes, unas de cigarrillos comerciales, otras más caseras.

Ned sonrió, recordando su propia juventud. No era tan viejo. Había cumplido el segundo año de su cincuentena y, poco a poco, estaba recuperando su forma física de nuevo, tras el accidente.

Entró en la destartalada casa de piedra y cemento, recorriendo con cautela sus habitaciones. Menuda juerga se pegaron anoche aquí, se dijo. Las escaleras que llevaban al piso superior parecían haber soportado un bombardeo, con más agujeros que una esponja natural. Por un momento, se negó a utilizarlas, pero su conciencia le dijo que si hacía algo, había que hacerlo bien. Pisó con cuidado, apoyándose en el bastón y no en la rota balaustrada. Alarmantes crujidos le acompañaron hasta que sus pies se posaron en el piso superior. Suspiro, aliviado.

Le vio, al asomarse en la primera habitación. Estaba tirado en el suelo, de bruces sobre una raída manta, desnudo. Pensó que podía estar muerto. Una sobredosis, una disputa… pero, al acercarse, percibió que era demasiado joven como para estar allí. Se arrodilló a su lado y giró el cuerpo. Respingó al ver sus rasgos. ¡Era un niño! ¡No tendría ni quince años!

Aliviado, le escuchó gemir muy bajito. Al menos estaba vivo. Las marcas sobre su cuerpo eran evidentes y múltiples. Tenía moratones en ciertas partes, como las nalgas, las caderas, los muslos, el pecho y el cuello. También tenía un ojo a la funerala y un feo golpe en la sien. Según su experiencia, aquellas eran señales de una violación agresiva.

Sacó el móvil de su bolsillo y estaba a punto de marcar el número de Emergencias, cuando el chico abrió los ojos.

Le miró aturdido y giró la cabeza, abarcando su entorno. Se notaba que estaba confuso.

― Tranquilo, pequeño. Voy a llamar a una ambulancia para que te recoja. Ya verás como se soluciona todo – le dijo Ned, inclinándose sobre él.

― N-no…

Su voz surgió ronca, carrasposa. Tosió y tragó saliva, aclarando la voz.

― No, por favor… nada de ambulancia – imploró.

― Pero… estás herido. Hay que moverte…

― Se lo ruego, por favor… no puedo ir al hospital… ayúdeme a levantarme – le pidió, tendiéndole una mano.

Ned le ayudó a ponerse en pie y lo sujetó de los hombros cuando estuvo a punto de caerse de nuevo.

― G-gracias… solo necesito un momento…

Y, en verdad, pareció recuperar su aplomo en cuanto inspiró unas cuantas veces. Ned le contempló, mientras se apoyaba en la pared. Sin duda era un niño. Lampiño, rasgos infantiles, genitales sin desarrollar aún. Era de estatura mediana y poseía unos rasgos perfectos, muy femeninos, bajo sus rubios cabellos desordenados.

― ¿Cómo te llamas?

― Jule Nodfrey…

― ¿Nodfrey? ¿De la granja Nodfrey?

― Si, es de mis padres.

Era toda una sorpresa para Ned, quien había estado en aquella granja unos años atrás para tratar al dueño de una fuerte lumbalgia. El hombre recogió la manta del suelo y la echó sobre los hombros del chiquillo.

― ¿Qué ha pasado?

― Hubo una fiesta. Mi hermano mayor y sus amigos la organizaron. Vinieron unas chicas de Ashley Falls… — respondió el chiquillo, haciendo memoria.

― ¿Y dónde está tu hermano? ¿Cuántos años tiene?

― No lo sé. Chardiss tiene diecinueve años.

― ¡La madre que me…! – exclamó el hombre. — ¿Cómo puede haberte abandonado aquí?

Jule se encogió de hombros y se envolvió mejor en la manta.

― Todas esas marcas de tu cuerpo… te forzaron, ¿verdad?

El niño rehuyó la mirada y se mordió el labio, enrojeciendo.

― Soy fisioterapeuta y he trabajado en hospitales. Conozco esas señales y sé que no fue un solo tipo el que participó…

Las lágrimas brotaron incontenibles de los ojos del chiquillo. Los regueros lavaron parte de sus mejillas, arrastrando churretes de polvo y otras sustancias. Jule se dejó caer hasta el suelo, la espalda contra la pared, hasta quedar sentado, sollozando.

― Está bien, está bien. Vamos, cálmate – le dijo, acercándose para calmarle. Se arrodilló a su lado, limpiándole las lágrimas con un pañuelo de lino que sacó del bolsillo.

― Por eso no puedo ir a un hospital… acusarán a mi hermano – balbuceó entre hipidos.

― ¡Pero tienes que hacerlo! Ya sé que es un mal trago para tu hermano, pero saldrán los culpables y…

El niño le miró con desesperación, como si Ned no entendiera nada de lo que sucedía.

― No puedo, de verdad… él también es culpable – confesó de una vez.

Las cejas de Ned se alzaron tanto que parecieron querer salir disparadas. ¡Era inaudito!

― ¿Tu hermano te ha…?

Jule asintió, escondiendo la cabeza en el hueco de su codo.

― ¡Joder! ¡JODER! – exclamó con furia Ned, asustando al chiquillo, quien volvió a llorar. — ¿Y tu ropa?

Jule se encogió de hombros, sin levantar la cabeza.

― Me desnudaron abajo…

― Ven, vamos a buscarla.

Descendieron con más cuidado aún. Ned no se explicaba cómo habían montado una fiesta allí, sin ningún miramiento, y no había sucedido desgracia alguna. Bueno, si que había sucedido, pensó girándose hacia el niño que venía detrás de él. Tras buscar por todas partes, no encontraron más que la camiseta destrozada del chiquillo. Sin embargo, por una de las ventanas de la parte trasera, Ned percibió entre la hierba una suela. Eran las zapatillas deportivas de Jule. Al menos, podría caminar.

― Póntelas. Iremos a mi casa. Está cerca. Es la granja vecina. Me llamo Ned Grayson – se presentó el hombre, pasándole el brazo por encima de los hombros cubiertos con la raída manta.

― Gracias, señor Grayson.

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La pequeña granja Grayson –casa de campo, la llamaba Ned- estaba en el camino del autobús escolar. Jule pronto tomó la costumbre de bajarse allí, saludar a Ned, y volver a casa andando a través de los campos cultivados. En muchas ocasiones, cuando el tiempo no acompañaba y tenía más prisa, Ned le llevaba en su coche o bien en la ruidosa moto quad Triliton que guardaba en el cobertizo.

El hecho es que, a raíz de aquella fiesta, Jule se fue apartando de Char y de sus amigos, quienes también parecían algo avergonzados. Ganó confianza con Ned, aquel hombre lisiado y jubilado que sabía de muchísimos temas. Se encontraba a gusto con él, en su casa, en el cobertizo transformado en gimnasio, o bien paseando.

Finalmente, Jule acabó contándole lo sucedido en la fiesta. Le confesó que llevaba unos años siendo el esclavo sexual de Char, que su hermano le había desvirgado, que lo cedía a sus amigos, como recompensa o pago, que le prostituía con algunos hombres mayores de la comarca… y que, en aquella fiesta, tras emborracharse y drogarse, su hermano y sus amigos le violaron por turnos, sin miramientos. Ned no comprendía la necesidad de Jule de ser aceptado, de humillarse ante esos chicos, pero le brindó toda su ayuda, y el chico, que la necesitaba, estuvo muy agradecido.

En casa, las cosas entre Char y Jule estaban muy tensas. Al día siguiente de la fiesta, cuando el chiquillo le recriminó a Char lo sucedido y, sobre todo, el dejarle abandonado en el viejo rancho ruinoso, se ganó una dura bofetada. “¡A ver si creces de una vez!”, le espetó su hermano.

Aquel golpe fue la gota que colmó el vaso. No le debía absolutamente nada al cabrón de su hermano. Fue Ned quien le ayudó, quien le guardó el secreto e, incluso, le comprendió. Aquello le hizo abrir los ojos y renegar del enfermizo trato de su hermano. Decidió que no cedería más a las manipulaciones de Char, y, con la ayuda de su nuevo mentor, recopiló una serie de pruebas sobre los abusos de su hermano. El chantaje funcionó a la perfección. La amenaza de denunciarle al sheriff apartó a Char de su camino, de una vez por todas.

Jule llamó a la puerta de la “casa de campo” pero nadie contestó. Llamó a Ned en voz alta, y el hombre le respondió desde el cobertizo. Jule corrió hasta allí y se deslizó entre los batientes de la gran puerta. En el interior reinaba una deliciosa penumbra agujereada por miles de pequeños haces luminosos, procedentes de los numerosos agujeros de la centenaria estructura de madera. Ned, vistiendo un holgado kimono blanco, realizaba una forma del estilo Yang en 37 cuadros, con una fluidez casi perfecta, aún teniendo su cadera débil.

El hombre, al verle, abandonó el ejercicio de Tai Chi y le saludó, indicándole que se acercara. Jule se quitó las deportivas y se colocó a su lado, iniciando la forma de nuevo. Tan solo conocía los siete primeros cuadros de la forma, pero imitaba lo mejor que podía a Ned, quien se movía con parsimonia y relajación, bordando sus movimientos.

A Jule le gustaba ese arte. Le relajaba muchísimo y ganaba mucho en equilibrio. Según le había contado Ned, aprendió Tai Chi de un viejo maestro quiropráctico, en California. A medida que iba conociendo a aquel hombre, Jule descubría que tenían más cosas en común.

Ned no parecía interesado en obtener su cuerpo, ni insinuaba lo más mínimo. Le hacía sentirse seguro y a salvo, equilibrado, y, sobre todo, feliz como el niño que era.

― Muy bien – le alabó Ned al acabar el ejercicio. – Vas tomando su esencia.

― Gracias. Me hace sentirme bien.

― Es energía curativa la que se canaliza con estos movimientos.

― ¿Tu cadera mejora?

― Si, pero por mucho que sane esta energía, no puede sustituir la prótesis que llevo – se rió Ned, secándose el rostro con una pequeña toalla.

― ¿Qué te pasó?

Ned le miró, algo reacio, pero, finalmente, con un suspiro, se decidió.

― Tuve un grave accidente de automóvil el año pasado. Me he quedado sin fuerzas en una mano y con la cadera izquierda destrozada.

― Vaya, lo siento. Por eso ya no sigues dando masajes, ¿verdad?

― Si, ya no tengo fuerzas ni estabilidad suficiente. Me han jubilado anticipadamente y con lo que me ha pagado el seguro, tengo para vivir. Pero no solo perdí mi trabajo en ese accidente…

Jule notó enseguida la tristeza en su voz. Se mordió una uña, esperando a que continuara.

― Mi esposa y mi hija murieron en él.

Jule tomó la mano del hombre y la acarició suavemente, dándole ánimos, Ned le miró y sonrió, agradeciéndoselo.

― ¿Cuántos años tenía tu hija?

― Nancy acababa de cumplir trece años.

― Lo siento mucho, Ned – le dijo el chiquillo, al abrazarle.

― Gracias. La verdad es que ocuparme de ti y de tus problemas, me viene muy bien para evadirme de mis recuerdos – le contestó el hombre, palmeándole un hombro. — ¿Qué pasa con tus padres? ¿Les has hablado de mí?

Jule negó con la cabeza y apartó la mirada.

― ¿Por qué no?

― No les importo.

― Vamos, eres su hijo. ¡Claro que les importas!

El niño volvió a negar con más fuerza.

― Nunca están en casa. Char es quien ha cuidado de mí desde que me acuerdo. Papá siempre anda de un lado para otro, con sus maquinarias, con sus jornaleros, y bajando al pueblo cada noche. Para él es suficiente con tener un heredero, mi hermano Chardiss.

― Es muy duro lo que dices – musitó Ned.

Jule alzó uno de sus hombros y siguió:

― Mamá nunca me ha querido. Eso lo sé desde que Char me contó la anécdota de mi procreación. Me puso de nombre Julegave, que en noruego significa “regalo de Navidad” y es la única que usa el nombre completo. Me llevo casi veinte años con mi hermana mayor, así que no creo que fuera un hijo esperado y deseado. Su consulta de veterinaria es más importante que yo. Nassia, mi hermana, está casada y vive a120 kilómetrosde aquí. Nos vemos tres veces al año y no tenemos ninguna confianza. Es más como una tía lejana o algo así.

― Empiezo a comprender tu extraño apego hacia tu hermano y el por qué has aguantado sus humillaciones – dijo Ned, caminando hacia la puerta.

Caminaron hasta la casa y Ned se dio cuenta de que el chiquillo quería hablar más, pero que le costaba sincerarse.

― ¿Has merendado? – le preguntó al entrar en casa.

― No – contestó con una gran sonrisa.

― ¿Tostadas con crema de cacahuetes?

― ¡Siii!

Ned puso pan a tostarse y sacó la mantequilla de cacahuetes, así como un tarro de miel. Se sentaron a la mesa. La tostadora escupía las rebanadas y ellos las untaban, tras meter otras en la ranura. De esa forma, devoraron cuatro rebanadas cada uno.

Chupándose los dedos, Ned preguntó:

― ¿Qué hay de tus experiencias homosexuales?

― ¿Cómo? – preguntó el niño, pillado por sorpresa.

― ¿Qué sientes al tener esas experiencias con chicos mayores? ¿Sientes repulsión? ¿Temor? ¿Te sientes impulsado a obedecer? Me has contado lo que has hecho, pero no cómo te sientes…

― No sé… nunca lo he pensado seriamente. Creo que un poco de todo…

― Pero, ¿te disgusta? ¿Lo odias o qué?

― Pues… no – acabó respondiendo tras pensarlo. – Me disgusta ser obligado o utilizado como un animal… un esclavo… pero el acto en si no me molesta.

Ned le contempló con fijeza.

― O sea, hacer el amor con un hombre no te resulta violento. ¿Es eso?

― Exacto.

― ¿Y si se trata de tu hermano? Sé sincero, por favor.

― Estoy muy enfadado con él pero reconozco que le he dicho que le quiero en varias ocasiones, después de estar juntos. La verdad, ahora que lo pienso, es que los he querido a todos, en algún que otro momento.

― ¿A todos? ¿Quiénes?

― A todos con los que me he acostado.

― Dependencia emocional… – musitó Ned, tapándose los ojos, abrumado.

― ¿Qué?

― Nada, hablaba para mí mismo… Intenta explicar un poco como es ese sentimiento de amor…

― Pues no sé, los quiero cuando me hacen feliz.

― ¿Feliz de qué manera?

― Cuando me hacen gozar.

“¡Coño con el niño!”

― ¿Ya sientes placer?

― Si, a veces.

― Veamos… en el futuro, cuando seas algo más mayor, en la universidad, digamos… ¿te ves besando a un hombre? ¿Te gustaría?

― Si, ¿por qué no?

― Entonces, ¿te sientes gay?

― No lo sé… creo que no…

― ¿Eh? Explícate.

Jule pasó un dedo por la superficie de la mesa, recuperando un pedacito de mantequilla con un dedo, la cual se llevó a la boca. Levantó la mirada y clavó sus ojos azules en Ned. Después volvió a bajarlos y sus mejillas se ruborizaron.

― No me siento un chico cuando estoy con ellos – murmuró.

Ned acercó su cabeza, creyendo que había escuchado mal. Jule lo repitió.

― Creo que me siento como una niña, aunque no estoy seguro. No tengo forma de comparar.

― ¿Por qué piensas eso?

― Porque me dejo llevar por lo que siento. Ellos no son así. Solo quieren satisfacerse como sea. Yo nunca he sido como los demás chicos del colegio. No me gustan los deportes, ni los coches. Cuido mucho de mi persona, siempre que puedo me peino bien y procuro coordinar mi ropa… como una chica, ¿no?

― Pues si.

― He sacado del desván ropa vieja de mi hermana, de cuando tenía más o menos mi edad, pero pesaba el doble que yo, así que no me está nada bien. Pero me he probado algunas cosas de mi madre…

― ¿Cómo te ves?

― Creo que con el pelo largo, parecería una niña. Me veo guapa… guapo, quiero decir.

― Es cierto. Tienes rasgos muy femeninos. Mira, creo que tienes ciertas tendencias gay, aunque no deberían aparecer hasta tu desarrollo, pero puede que sea un desarreglo hormonal. Puede que tengas un exceso de genes femeninos… qué sé yo…

― A veces, pienso que si fuera una chica guapa, me respetarían todos. No me habrían usado de esa forma – se mordió el labio al decirlo.

― Solo el tiempo cura esas heridas, Jule, pero tienes que construir un muro alrededor para protegerte.

El niño le miró sin comprenderle.

― Si quieres verte como una chica, yo puedo ayudarte. Tengo un armario entero lleno de ropa de mi hija Nancy. Creo que te sentaría bien. ¿Subimos? – dijo Ned con una sonrisa.

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Para Ned fue una especie de catarsis ayudar a su amiguito. Por primera vez en casi un año, pudo abrir el armario de su hija y tocar su ropa sin acabar llorando sobre la cama. Aunque Jule era más joven que su hija Nancy, casi tenían las mismas medidas. Cuando vio al niño probarse el primer vestido, asumió que prácticamente era una niña. Tan solo su forma de moverse le traicionaba. Pero hubo algo más que se metió bajo la piel del hombre. Ver todos aquellos vestidos conocidos, de repente animados sobre el cuerpo de Jule, le hizo sentir la enfermiza ilusión de que su hija había vuelto a la vida.

Tarde tras tarde, hizo subir a Jule al dormitorio de su hija y probarse diferentes vestidos y conjuntos. Además, animaba a Jule a moverse y comportarse como una niña. Le compró una peluca rubia, en melenita y de buen pelo, con la que el niño quedó encantado. Pulió sus maneras, enseñándole buenos modales de señoritas, cómo expresarse con corrección, y cómo comportarse ante la gente.

Para que los padres de Jule no notaran que su hijo bajaba el rendimiento por sus constantes visitas, le ayudó con los temas escolares, mejorando en mucho su labor académica. A cada día que pasaba, Jule estaba más encantado con aquel juego. Siempre apostaba con Ned que si quisiera, podía salir a la calle vestido de niña y nadie lo sospecharía.

Cada vez más obsesionado con disponer de nuevo de una hija, Ned tomó la decisión de suministrar en secreto, las dosis de estrógenos y andrógenos necesarios para detener la pubertad masculina de Jule. Ni siquiera se paró a pensar que podría resultar peligroso modificar a esa edad el cuerpo del niño. Solo quería llegar a perfeccionar más su imagen femenina.

Las hormonas cortaron de raíz su desarrollo como hombre, justo en sus inicios. Los procesos hormonales que le deberían haber llevado hacia una masculinidad, quedaron suprimidos y su latente parte femenina fue potenciada bruscamente, en una etapa del desarrollo muy temprana.

Al pasar los meses, los resultados fueron cada vez más visibles para Ned. El rubio vello de Jule no florecía en su rostro, sus formas se redondeaban y se estilizaban en puntos concretos, sus rasgos infantiles pasaron a convertirse en belleza realmente femenina, de tal forma que no aparecieron rasgos netamente masculinos, como la nuez de Adán o la prominencia de su mandíbula.

Ned se contagió del entusiasmo de su joven amigo/alumno y acabó atrapado y seducido por el propio concepto. Le compró ropa holgada para disimular su nuevo cuerpo en casa e incluso se presentó ante sus padres, con la excusa de ampliar sus aptitudes académicas. Las notas escolares de Jule habían subido y si ahora quería aprender otras cosas con un profesor particular, ellos no se iban a oponer. cuantas más actividades extraescolares tuviera, menos les molestaría. Ese fue el pensamiento de sus queridos padres. Cuando Ned no pudo enseñarle más sobre mujeres, lo presentó a varias amigas suyas, antiguas clientes muy discretas y muy solícitas, que se tomaron el asunto como un reto. Se encargaron de adoctrinar perfectamente a Jule; en particular, a pensar y reaccionar como una verdadera mujer.

Todas estas lecciones, estos cambios corporales y psicológicos, reafirmaban el carácter de Jule, pero también cambiaban su comportamiento. Los chicos del colegio empezaron a llamarle sarasa y su padre tuvo un par de charlas serias con él, en casa, pero nada de eso consiguió cambiar su motivación. Jule estaba decidido en convertirse en mujer. De hecho, se sentía mujer desde hacía tiempo. Solo quedaba un mero escaparate que modificar y cada día que pasaba los cambios eran menos.

Ned, quien desde la muerte de su esposa, no había estado con más mujeres, se vio totalmente seducido por la nueva imagen de Jule, a medida que el juego de convertirle en una chica se hacía más intenso.

Ned nunca se vio atraído por Jule como chico, pero en cuanto le vistió con las ropas de su hija, su mente se desequilibró un tanto. Aunque no se parecía en nada a Nancy, Ned le empezó a tratar como si fuese ella.

― Llámame papá – le pidió un buen día. Jule sonrió mientras tironeaba del borde de la faldita que llevaba puesta, y asintió. Haría cualquier cosa por Ned, por muy extraña que fuese.

Una tarde en que ambos salieron de compras, Ned se introdujo en el probador. Con el rostro contraído, lo empujó de bruces contra la pared, le levantó la faldita y le bajó las braguitas. Se la coló por el culo sin miramientos. Jule acalló sus quejidos como pudo. Intuía que algo había saltado en la mente de su mentor, que no era él mismo, pero se dejó follar largamente, muy a gusto.

― Gracias, papá – le dijo suavemente cuando Ned se corrió en su interior. El hombre estalló en lágrimas.

Jule se acostumbró cada vez más a salir vestido de chica. Salía a merendar con Ned, de compras con sus maduras amigas, y daba el pego en todas partes. Incluso su personalidad florecía cuando se comportaba como mujer. En cuanto a Ned, solía follarle solamente cuando estaba vestida de chica y ni siquiera le quitaba la ropa, pero siempre insistía en que le llamara papá.

Jule llevaba una doble vida que se estaba volviendo cada vez más complicada. Por una parte, intentaba esquivar a su verdadera familia, totalmente descontento con ella; por otra, estaba su floreciente personalidad femenina, cada vez más compleja y definida. Su relación con Ned era su auténtica tabla de salvación. El maduro cincuentón volcaba en aquella nueva personalidad femenina todo cuanto no pudo enseñarle a su hija, en especial, su experiencia en técnicas fisioterapéuticas, mejoradas con sus conocimientos quiroprácticos orientales. Todo ello sucedió antes de su mayoría de edad.

Cuando Jule cumplió los dieciocho años, Ned le acompañó al juzgado, en donde adoptó legalmente el nombre de Clementine, Chessy para los amigos, y se independizó totalmente de su familia. Por entonces, ya hacía un par de años que no utilizaba ropa de hombre, ni actuaba como tal.

_____________________

― Chessy…

― ¿Si? – exclamó ella parpadeando y regresando a la realidad.

― Tu mente se había ido – la besó Hamil fugazmente. — ¿Dónde estabas?

― Recordaba un buen amigo, casi un padre…

― No sé mucho sobre ti, cariño. ¿Cuándo me vas a poner al corriente?

― Cuando me sienta preparada, cielo. Tengo toda una historia para contar, seguro.

Mientras comprobaba que la pasta estaba en su punto, Chessy se dijo que mañana sería un buen día para visitar la tumba de Ned, en el cementerio de Canaan. Murió de cáncer año y medio atrás y ese fue el verdadero motivo que ella se decidiera a venir a Nueva York e instalarse en el Village. Tenía que demostrarse que Ned la había preparado muy bien para arrastrar el dulce aroma de una “mujer”.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (17)” (POR JANIS)

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UNA EMBARAZADA2New York Mercedes-Benz Fashion Week.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloCristo se quedó apabullado, al penetrar en el interior de las grandiosas carpas instaladas en el Bryant Park, junto a la Biblioteca Pública de Nueva York, en la Quinta Avenida. Como venía siendo habitual, en la segunda semana de setiembre, se celebraba la New York Mercedes-Benz Fashion Week, o Semana de la moda de la temporada primavera-verano. Dos eventos de este tipo se organizaban al año: uno en febrero, en el Lincoln Center, con la temporada otoño-invierno, y otro a finales de verano, en el céntrico parque muy cercano a Times Square.

Y este último evento había atrapado de lleno a nuestro gaditano, volviéndole casi del revés.

La agencia participaba de lleno en varios de los desfiles, concretamente con Carolina Herrera, Nicholas K, Jason Wu, y Lacoste. Así que todo el mundo estaba de los nervios y miss P. reclamó la presencia de Cristo, in situ, con una temprana llamada telefónica, justo antes de que saliera del loft para dirigirse al trabajo. Sin saber para qué era necesitado, nuestro gitano dejó el apartamento de su tía, comprobando que Zara ya no estaba en él. Sin duda habría salido muy temprano para Bryant Park, pues participaba en la primera pasarela. No tomó ningún transporte, pues el parque no estaba lejos, apenas a diez manzanas de casa.

Pero como hemos dicho, sus ojos se abrieron enormemente cuando le hicieron pasar al interior de las carpas, tras que le colgaran del cuello una acreditación plastificada con su foto. Se la quedó mirando durante unos segundos, antes de cruzar el umbral vigilado por personal de seguridad, preguntándose si no habían encontrado otra foto más cutre que ponerle. Sin embargo, se olvidó de esos nimios detalles al ser engullido por el maremagno que existía bajo la gigantesca lona.

A punto de atropellarle, varios tipos con monos de electricistas, pasaron portando rollos de cable, focos y escaleras de mano. Se podían ver varias cuadrillas de estos montadores, repartidas por todo el perímetro y afanados, sobre todo, con los montantes que cubrían la enorme pasarela ovalada central. Otros tipos sobresalían, aquí y allá, de un vasto mar de sillas, a las cuales vestían con lujosas fundas ocres. Una chica, con tablilla electrónica en las manos y micrófono sobre uno de sus oídos, no cesaba de dar indicaciones y órdenes a escasos pasos de él, deprisa pero sin apenas inflexión en su voz. Diversos tipos trajeados charlaban cercanos a un lateral levantado de la lona, por donde no paraban de entrar largos percheros con trajes.

Tuvo que apartarse porque dos empleados desliaban una larga alfombra celeste, separando las sillas en distintos segmentos. Cristo se vio perdido, sin saber donde acudir, pero antes de que se pusiera a llamar a su máma, Alma vino a su rescate. Le tomó por un brazo y lo arrastró hacia la parte del fondo mientras lo asaetaba a preguntas.

― ¿Dónde te habías metido? Miss P. lleva un buen rato preguntando por ti. Vamos, están esperándote en el basckstage. ¿Es tu primera Fashion Week? Pobrecito. Ya te acostumbraras…

Una carpa anexa. Otro umbral con seguridad. Un nuevo mundo. El backstage. La zona donde se gestaba toda la magia, donde las modelos esperaban, cual enjauladas fieras del Coliseo romano, a ser liberadas ante el ansioso público que admirará su pelaje desde la distancia segura. Si en la carpa exterior había actividad y bullicio, en la zona de camerinos era como una trinchera bajo ataque de la Primera Guerra Mundial. Aunque Cristo había asistido a varias sesiones, allá en la agencia, no había presenciado jamás tal actividad, ni nunca accedió a los camerinos privados. Él se asomaba, si le dejaban, a alguna sesión de fotos y punto; no tenía ni idea de cuanto implicaba la preparación. Tampoco vio jamás tanta tía o tío bueno junto, porque allí dentro no existía diferencia de sexo, solo belleza y percha.

Los asistentes de peluquería estaban liados, en ese momento, con las cabelleras de las modelos que cubrirían el primer desfile, dispuesto para el mediodía. Grandes rulos, pinzas, y coleteros se aferraban a sus bellas crines coloreadas. El ruido de los secadores reinaba, con comodidad, sobre todos los demás. Las chicas aprovechaban su obligada quietud, sentadas ante el espejo, para desayunar. Mordisqueaban magdalenas y bizcochitos sin azúcar, junto con grandes sorbos de sus tazones de café o infusión.

¡Vaya mierda de desayuno! Con lo buena que está una torrija con vino y miel, coño. Así están siempre, “enmayás”…, pensó Cristo, paseando su mirada de un lado a otro, mientras Alma seguía tirando de él. Esquivaron un cámara y un fotógrafo, ambos autorizados para grabar los distintos pasos internos del evento, que se asemejaban a francotiradores letales, dispuestos a captar la mueca más sutil.

De pronto, se detuvieron frente a uno de los espejos. En él, se reflejaba el bellísimo rostro de Calenda. La peluquera estaba peinándole dos altas coletas que surgían de la parte superior de los laterales de su cabeza. Coletas de niña buena. Calenda le sonrió a través del espejo, guiñándole un ojo. Inclinada sobre su oreja derecha, Priscila le daba instrucciones en voz baja. La modelo dejó de mirar a Cristo y prestó atención, asintiendo.

Cristo carraspeó para hacerse notar y miss P. levantó la cabeza, mirándole.

― Ah, Cristo, ¡que bien que hayas llegado! – exclamó, aferrándose a su brazo y conduciéndole hacia el final de la línea de tocadores.

― Usted me llamó…

― Si, si… necesito que tomes una de las furgonetas y vayas hasta Nueva Jersey – le dijo, tomándole por sorpresa.

― ¿A Nueva Jersey? ¿Para qué? — casi dejó escapar un gallo.

― El furgón que nos trae los zapatos y complementos está detenido allí, por un piquete de sindicato, junto al túnel Holland.

― ¡Pues que suba hasta el túnel Lincoln!

― El acceso a ambos túneles está controlado por la huelga de camioneros. Debería subir hasta el puente de George Washington y bajar por Harlem, con lo que no llegaría a tiempo – explicó la mujer, algo desesperada. – Necesito que vayas y traslades su carga. Tengo que revisar los complementos, a lo sumo en un par de horas…

Cristo se pasó una mano por la cara. No tenía ni idea de conducir y si se agenciaba un chofer, no tenía ninguna seguridad que los piquetes no le dejaran en la cuneta a él también.

― ¿Lo intentaras, Cristo?

Se devanó los sesos buscando una posible salida. ¿Quién podría tener influencia en una situación así? ¿A quién respetarían en una carretera? Una ambulancia, por supuesto. Un camión de bomberos, o una patrulla de carretera… pero él no conocía a gente en esos puestos, aún no… De repente, sonrió y sus ojos se iluminaron. ¡Una grúa! ¡Nadie se metía con las grúas, cojones, y él si conocía a quien tuviera una grúa!

― Deje que llame a un amigo, miss P. – levantó un dedo mientras sacaba su móvil.

La Damade Hierro le contempló marcar y alejarse un paso.

― ¿Spinny? ¿Qué pasa, tío?

― …

― Nada. Necesito un favor.

― …

― ¿Podrías enviar una grúa a Nueva Jersey, por el túnel Holland? Necesito rescatar una furgoneta que nos trae zapatos y bolsos para las modelos.

― …

― Si. Al menos la carga, colega, que estamos aquí parados. Lo antes posible.

― …

― Claro, por supuesto. Tendrás libre acceso para ver los yogurines.

― …

― Venga. Te envío los datos al móvil. Te esperamos.

Priscila le miraba con intriga, los nervios a flor de piel.

― Mi amigo sabe lo que debe hacer. Recuperara la carga y estará aquí lo antes posible. La familia de Spinny tiene mano con la gente del sindicato. Posiblemente, si yo hubiese ido, me habrían dejado en la cuneta – le explica Cristo.

― Entonces… ¿está solucionado?

― Salvo hundimiento del túnel, creo que si – bromeó el gitanillo.

― Gracias, muchas gracias. Esto no lo olvidaré.

― No ha sido nada, Priscila.

― Bien, a otro asunto. Las niñas están muy nerviosas, ¿sabes? ¿Qué puedes ofrecerles sin que pierdan la cabeza?

En esta ocasión, Cristo se quedó con la boca abierta, totalmente anulado por la sorpresa.

― ¿Ofrecerles? No entiendo…

― Vamos, Cristo, ¿no creerías que no me enteraría de tus chanchullos? He hecho la vista gorda porque no has tocado drogas, ni sustancias peligrosas. Siempre es bueno tener acceso al mercado negro, ¿no? – le comentó ella, sonriéndole con cinismo.

― Bueno, es que… yo no… ¡Joder! – acabó exclamando, sin saber qué decir.

― Algo de Diazepan o algún tranquilizante suave les vendría genial. ¿Puedes conseguirlo ahora?

― Si, en media hora, más o menos – contestó él, rindiéndose a la presión de la mujer.

― Pues a ello, campeón.

________________________________________________________

Los aplausos atronaron la pasarela, el público puesto en pie. El desfile de Carolina Herrera resultó ser todo un éxito esa temporada. Tanto las modelos como la diseñadora realizaron el paseíto de costumbre, ramo de flores acunado entre los brazos.

Cristo, atisbando detrás de las bambalinas, suspiró con alivio. La jornada había resultado ser dura y complicada. Miss P. le llevó hasta el límite, intentando solucionar los fallos que otras personas cometieron, pero, como buen facilitador, estuvo a la altura de cuanto le pidió o necesitó. A su lado, el rojizo Spinny no cesaba de balancearse sobre un pie u otro, deseoso de que las chicas volviesen ante sus espejos para desnudarse. Había encontrado un sitio desde donde espiar sin ser advertido. El joven no pedía otra recompensa más que satisfacer su vena de voyeur, y, en verdad, se lo había ganado. Cumplió lo prometido y los accesorios de Fand y Goutier fueron rescatados de las garras de los sindicalistas, llegando al Bryant Park a tiempo.

Sabiendo de qué pie cojeaba su colega, Cristo le permitió que se perdiera por el backstage, durante un par de horas. Suficiente para tenerle contento. Sin embargo, los asuntos en litigio siguieron apareciendo y Cristo tuvo que batallar duro. Tras suministrar a las chicas varias cajas de tranquilizantes, tuvo que ocuparse del equipo de sonido. Por lo visto, una vía de altavoces se acoplaba y la empresa a cargo remoloneaba para cambiarlos a tiempo. Luego, tuvo que pelearse con los pases de prensa y supervisar la labor de seguridad en la entrada secundaria. Todo esto, teniendo a miss P. sobre su hombro a cada cinco minutos. Agobiante, en verdad.

Cuando el público pasó a la degustación, en otra carpa más pequeña y totalmente abierta, todo el personal de la agencia se relajó. A solas y sin presión, las chicas se quitaron los trapitos que cubrían sus cuerpos y los afeites de sus rostros, mientras comentaban entre ellas las anécdotas del desfile, lo cual convirtió el amplio camerino en una gran jaula de gallinas cotorras.

Cristo, con un rápido ademán, le quitó a su amigo el móvil, para que no hiciera fotos comprometedoras, y se acercó a su jefa.

― Bueno, creo que, al final, todo ha salido bien – suspiró.

― Si, Cristo. Es algo que llevaremos de ventaja mañana – contestó ella, palmeándole un hombro.

― ¿Mañana?

― ¡Por supuesto! Tenemos pases toda la semana. El de mañana es nocturno. Las chicas que han participado hoy descansaran, pero otras compañeras tomarán su relevo. Solo disponemos de dos semanas al año en Nueva York. ¡Hay que aprovecharlas!

― ¿Con eso quiere decir que los modelos no vienen pero nosotros si?

― Exacto.

― No es justo – torció el gesto, haciendo reír a su jefa.

― ¡Vamos, ánimo! Todo esto está renumerado como horas extras y habrá dos días de descanso para el personal de apoyo.

― Un trabajo relajado me dijeron… ¡Una leche!

― ¿Cómo? – parpadeó Priscila al no entender lo que murmuraba el chico.

― Nada, jefa, nada.

― Hoy has hecho un magnífico trabajo, Cristo. Has salvado a la agencia en varias ocasiones. Lo tendré en cuenta.

― A mandar.

Aprovechó la llegada de Alma, con cierta documentación que la mujer debía atender, para acercarse a las chicas, quienes habían formado pequeños corrillos. Aún algunas estaban en ropa interior o portaban livianas batas. El sol de setiembre calentaba el interior de la lona, colocado perpendicular en el cielo. Una script entró para darles el aviso de que les quedaban diez minutos para que nuevas modelos necesitasen el backstage para prepararse. había un nuevo desfile a media tarde, en esa misma carpa. Los otros dos complejos de lona dispuestos sobre la hierba del parque tenían sus propios horarios y personal.

Su prima Zara estaba acabando de retirar la capa refractante que hacía brillar su rostro y su largo cuello. Su deliciosa piel café con leche brillaba ahora de forma natural. Sentada e inclinada hacia delante, para observarse mejor en el espejo, mantenía sus largas piernas cruzadas, en una pose descuidada y elegante. Pocas chicas podían cruzar de esa forma las piernas, pensó su primo. El batín rosado caía a ambos lados de su cuerpo, abierto y suelto, dejando ver el ancho sujetador deportivo.

― Has estado magnífica, prima – la felicitó y Zara, con una risita le abrazó, atrayendo el menudo cuerpo del hombre contra ella.

― Muchas gracias, Cristo.

Cristo, con un suspiro, aspiró el penetrante perfume de su prima, que le traía visiones de cuerpos desnudos y entrelazados, de imágenes prohibidas y excitantes.

― ¿Vamos a almorzar a “Tammy’s”? – le preguntó ella.

― ¿No tienes que aparecer por la recepción o algo?

― No, que va. Ya acudiremos a alguna fiesta nocturna. Es Candy la que tiene que hacer acto de presencia.

― Pa ezo es la jefa.

― Exacto – contestó Zara, riéndose. – Hoy vamos a comer juntos, primito.

― Ya estamos con el cachondeito. No soy ningún niño, coño.

― Para mí siempre serás mi primito, mi único primito – ironizó ella, besándole la mejilla. – Anda, ve a preguntar a Calenda y May si se apuntan, golfo.

― Está bien.

Tammy’s, en la plaza Lexington, era una cafetería clásica de Nueva York. Llevaba abierta ochenta años, en manos de la misma familia, de raíces italofrancesas. A pesar de estar situada en una zona “in” de Manhattan, su clientela era de rancia tradición obrera. Todo lo más, aceptaban los oficinistas del entorno. Una de las hijas de la familia propietaria trabajaba en Fusion Models, así que las chicas de la agencia eran siempre bien recibidas. Roby, el actual encargado, no permitía que ningún cliente se pasara lo más mínimo con las modelos. Además, la cocina de Tammy’s era del todo tradicional, una mezcla suculenta de recetas italianas y francesa, sazonadas al estilo de Nueva York, lo que encantaba a las modelos.

Roby no tuvo inconveniente de servirles algo de comer, a pesar de que era ya pasada la hora del almuerzo. Se sentaron en una de las grandes mesas del fondo del comedor, alejados del paso de clientes. Cristo las miró a todas, ahora relajadas y cansadas. Calenda, su prima Zara, May Lin, Alma, y la rubia Mayra Soverna, una chica croata recién llegada. Cinco hembras hermosas que atraían las miradas de todo el mundo, y él, el único hombre si así se podía denominar, que estaba con ellas. ¿Semental o bufón? Buena pregunta, se dijo.

Las chicas comentaron sobre la prensa especializada que se había reunido en el evento y especularon sobre lo que comentarían a final de semana sobre ellas. Alma le quitó importancia, aduciendo que sería como en todas las ocasiones. Algunas de las chicas subirían en el ranking y otras descenderían, así de fácil. Zara era la más novata de todas ellas y Mayra apenas llevaba un mes en el país, aunque había modelado bastante en el este de Europa. Por eso mismo, las dos, a su manera, estaban nerviosas con las posibles críticas que cosecharían a lo largo de la semana.

Cristo se fijó en el perfil de Mayra Soverna. Poseía facciones delicadas y estilizadas, como una elfa surgida de un bosque eternamente helado. Su piel era blanca y muy fina, y sus grandes ojos zafiros resaltaban en su estrecha estructura. El pelo, intensamente rubio y lacio, estaba recogido en un tirante moño en su nuca, del que escapaban algunas largas hebras que se quedaban flotando alrededor de su rostro como agitadas telarañas. El cuerpo de Mayra estaba en el límite aceptado. Se diría que había abandonado la talla 34-36 cuando la polémica se adueñó de las pasarelas. Justo había engordado un par de kilos para estar por encima de la marca requerida. Pero, aún así, alta, esbelta, y de aspecto frágil, rezumaba sensualidad y elegancia por cada poro de su piel.

― Cristo – Calenda llamó su atención – te agradezco que nos hayas conseguido esos tranquilizantes, esta mañana. Estaba muy nerviosa…

― ¡Ya lo creo! ¡Era nuestro primer Fashion Week! – exclamó Zara.

Cristo agitó las manos cuando las demás se sumaron a los comentarios.

― Me hubiera gustado ver su cara cuando miss P. se lo pidió – se carcajeó Alma.

― Putón – musitó Cristo, arreciando sus risas. — ¿Cómo iba yo a saber que la Dama de Hierro conocía mis asuntos?

― Que no te extrañe que cualquier día vaya a pedirte algo al mostrador – comentó Zara, dándole un codazo.

― ¡Siii! ¡Un consolador bien gordo! – exclamó May Lin, dando palmas.

― De eso también tengo, si alguna lo necesita. En todos los colores y tamaños – las increpó, sacándoles la lengua.

Así, entre comentarios jocosos y amables puyazos, se dieron un banquete a base de gruesas hamburguesas de buey, entre aros de cebolla caramelizados, y tiras fritas de berenjenas, imitando las patatas fritas de siempre. Vaciaron sus cocas Zero de tamaño familiar y pidieron infusiones al terminar.

Zara y Cristo decidieron volver al loft dando un buen paseo. Las demás chicas tomaron direcciones distintas para ir a sus casas, salvo Alma que tenía que pasar por la agencia. Zara le daba vueltas a una pregunta en su cabecita, sin atreverse a soltarla ante su primo. Finalmente, se armó de valor.

― ¿Sabes algo de Chessy?

― Nada que me importe, prima.

Zara se mordió el labio. Cristo no estaba receptivo.

― Me ha llamado, Cristo.

― Bueno, es amiga tuya. Tú verás…

― Me ha preguntado por ti, por cómo te encuentras…

Cristo se detuvo y la miró a los ojos, alzando la barbilla.

― Espero que supieras qué contestarle, prima – su voz surgió algo contenida.

― No te preocupes. No le conté nada. Que estabas bien y trabajando, que es lo mismo que puede decirle Hamil.

― Bien.

― Pero se notaba preocupada por ti, Cristo. ¿No podrías hablar con ella?

― No. Perdió ese privilegio.

El tono fue cortante, sin demostrar duda alguna. Cristo tardaría tiempo en perdonarla, si es que lo hacía alguna vez.

― No sé, primo, pero a mí me da la impresión de que está arrepentida…

― Claro, por eso sigue viviendo con el sudafricano – dijo con cinismo Cristo. – Está muy arrepentida de haberme dejado…

― No, me refiero a cómo actuó, a cómo se dejó llevar por ese impulso, engañándote. No ha querido contarme nada de lo ocurrido, pero…

― ¡Pero nada! Yo te diré lo que pasó, para que no te tome por sorpresa, Zara – Cristo agitó sus manos con fuerza, evidentemente irritado.

― No es necesario…

― ¡Si lo es! – y mordiendo casi las palabras, se lo contó todo a su prima, en el camino a casa.

Lo primero que hizo fue hacerla partícipe del secreto de Chessy y de cómo se le metió bajo la piel, de una forma en que ninguna mujer se le había metido. Le confesó a lo que su ex novia se dedicaba, y le relató la fuerte amistad que ambos crearon con los hermanos modelos.

Llegó un momento en que Zara tuvo que pedirle que parara. Su mente no podía asimilar más sorpresas y sus pensamientos se quedaban estancados, intentado digerir cuanto aprendía.

― ¿Chessy no… no es una chica? – balbuceó.

― Ajá.

― No es posible…

― Si lo es, créeme.

Entonces, comprendió porque no la atraía, a pesar de ser realmente atractiva. Instintivamente, Zara intuía que Chessy no era mujer y por eso no la ponía. Quedó maravillada ante la perfección que poseía su cuerpo. Jamás pudo notar algo extraño en ella… en él. Pero las sorpresas no cesaban. Se enteró de que se prostituía, aprovechando sus masajes fisioterapéuticos, y que su primo la convenció de ir dejándolo.

Ni siquiera se preguntó, en un primer momento, cómo un tipo tan machista como su primo cayó bajo su seducción, pues las sorpresas no la dejaron reflexionar. Se enteró de que los mellizos Tejure eran incestuosos y que convivían como una pareja y que se pusieron de acuerdo para intercambiar sus compañeras.

¿A Hamil también le iban los rabos? Por lo visto, así era, y, de hecho, en serio. Los dos se enamoraron y dejaron olvidados tanto a Cristo como a Kasha. Zara comprendió por qué la joven sudafricana dejó el apartamento que compartía con su hermano. ¡No podía seguir en él!

Zara, que había caminado la última manzana teniendo cogida la mano de su primo, prefirió callarse las preguntas que le atormentaban. Se hacía cargo de que Cristo no quería volver a hablar de ese asunto que no solo le había roto el corazón, sino que le menospreciaba como hombre, según su particular punto de vista. Le palmeó la mano con su otra extremidad y le acogió bajo su ala, como un polluelo que necesitase protección. Así abrazados, ella con un brazo por sus hombros, él rodeándole la cintura, caminaron los últimos metros hasta el loft.

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Las luces del ferry del East River se distinguían perfectamente desde las torres de Kips Bays, donde se celebraba la fiesta de la Fashion Week. En una noche de jueves, impensable para la gente de a pie, se reunía todo un número de personalidades pertenecientes a distintos mundos, aunque todos relacionados. Las pasarelas acabaría al día siguiente y el sábado, el último día del especial semanario, todo concluiría con otra velada, pero, esta vez, vigilada por multitud de medios.

La auténtica y salvaje fiesta era la del jueves, libre de ojos indiscretos.

Cristo aún se preguntaba cómo le habían permitido entrar. Él no era nadie, no aportaba nada, ni siquiera drogas. Sin embargo, allí estaba, vestido con una chaqueta crema de su prima y unos pantalones blancos, de pinzas, que se había agenciado aquella misma tarde, en Marcy. Lo bueno de trastear en el armario de Zara es que encontraba cosas que podía usar, ya que los dos tenían la misma hechura de espaldas. Si era algo unisex, podía servirle para un sarao como aquel.

Sin embargo, a pesar de haber sido invitado junto con todos los modelos participantes, no se encontraba a gusto. Por eso estaba pegado a los grandes ventanales que daban a la bahía. No conocía a nadie que le rodeaba, aunque muchos rostros le eran conocidos de haberlos visto en la televisión o en algunas publicaciones. Sorbió un trago de su copa, champán para empezar, por supuesto, y recorrió con los ojos a sus allegados. En resumen, mucha momia estirada, pijoteo insufrible, famosos de sonrisa imperturbable, mucho mariconeo, y, sobre todo, muchas chicas guapísimas.

Sin embargo, a medida que el champán se agotaba y comenzaba a cundir las copas más fuertes, la ausencia de prensa hacía que los verdaderos caracteres empezaran a aparecer. Los ojos avispados de Cristo tomaron nota de cómo pescaban modelos ciertos actores libidinosos, o cómo actuaban en conjunción un bien conocido y respetado matrimonio, para llevarse a la cama un hermoso jovencito y canibalizarlo a su antojo. Los que más triunfaban eran los cantantes, como siempre. Los vocalistas de los grupos de rock eran dioses en el mundillo de las modelos. Pero no solo ellos conseguían abrazar las caderas de un par de chicas, muy atentas a aquello que surgiera de sus bocas, sino que raperos y solistas, más o menos modernillos, se hacían notar, incluso más por sus extravagancias.

Tampoco podían faltar los altos ejecutivos, los promotores, los altivos diseñadores, y todo el estamento político y económico de la ciudad. Cada cual en busca de su porción de mujer bella con la que saciarse. Aquello era prácticamente un mercado de carne para poderosos, lo que producía asco a Cristo, más que nada. Por una parte, se enorgullecía de haber conseguido asistir a una fiesta de este tipo, limitada a un muy pequeño grupo de personas, pero, por otra parte, le hacía sentirse sucio; cómplice de entregarles toda aquella carne trémula y ansiosa, conducida como un excelso y adornado ganado.

A pesar de ello, su mente registraba cada suceso, cada identidad, cada conversación que captaba, archivándolo todo para una futura disponibilidad. Cristo no era alguien que desaprovechara oportunidades tan perfectas, no lo pensó entonces, ni tampoco esa misma mañana, cuando le sorprendieron en el almacén.

Cristo había encontrado el escondite perfecto para escaquearse cuando no hubiera algo urgente de lo que ocuparse. En la carpa del backstage, uno de los laterales cumplía la función de camerinos. La carpa, de forma rectangular, estaba dividida a lo largo en dos mitades por los innumerables percheros y mesas repletas de accesorios y zapatos. En el otro lateral, se ubicaba el almacén, donde se apilaba cada una de las cajas de embalaje vacías y todas las fundas de los distintos trajes, en espera de que volvieran a ser embalados, al final de la semana. Entre tantas cajas, maniquíes, largos percheros, y diverso material acumulado, algún cerebrito de la organización había dispuesto una especie de despacho para ejecutivos, o quizás para que lo utilizase algún diseñador. Había sido totalmente olvidado y enterrado bajo los montones de cajas. Al menos, disponía de una buena mesa, con su silla giratoria, un archivador, y un pequeño sofá. Cristo solía sentarse en la silla, colocar los pies sobre la mesa, totalmente saturada de cajas apiladas, y echar una cabezadita, en espera que miss P. le buscase de nuevo.

El jueves, a media mañana, antes de iniciarse uno de los pases más esperados, el de Victoria’ s Secret, unas voces demasiado cercanas le obligaron a abrir los ojos. Al sentirlas tan cerca, se quedó quieto, inmóvil, con los talones aún clavados sobre la madera del escritorio.

― Tenías razón, Betty. Este sitio es perfecto para que me relaje un rato – dijo una voz madura, que identificó rápidamente como perteneciente a Fanny McGarret, la diseñadora californiana.

― Acomódese en el sofá, señora. Le traeré una infusión.

Cristo bajó sus pies muy despacio y, sin levantarse de la silla, movió un par de cajas hasta dejar una estrecha tronera, a través de la cual pudo ver a ambas mujeres. La madura diseñadora estaba sentada en el olvidado sofá y su joven ayudante se mantenía en pie, ante ella, sin soltar su bloc de notas.

― Me vendría mucho mejor tu lenguecita, en vez de una infusión. Ya sabes que me relaja mucho más, Betty – le dijo su patrona, con todo desparpajo.

La ayudante enrojeció. Parecía muy joven, no más de veintidós o veintitrés años. En realidad, era tan solo una becaria de la que la prepotente Fanny McGarret se había encaprichado. Viajar a Nueva York en su semana de la moda, la tenía aún desconcertada y excitada. Jamás se espero tener esa oportunidad, así, sin más.

Sin embargo, en los últimos días había comprendido que estaba equivocada. No existían las palabras “sin más” en aquel mundo. Betty era una chica común, de estatura bajita y un cuerpo del que jamás se había preocupado. Llevaba el pelo recogido en una coleta, sin más adornos ni florituras, y portaba unas gafas redondas y grandes que no afeaban sus bonitos ojos marrones. Vestía unos jeans que ponían de manifiesto su redondo culito y unos muslos generosos. La camiseta blanca y negra del evento marcaba su rotundo pecho, que era lo único de lo que estaba orgullosa Betty.

Su jefa la miró, sonriendo con cinismo, el rostro algo levantado.

― ¿Y bien? – preguntó suavemente, pellizcando los costados de su falda para izarla sobre sus muslos.

Fanny McGarret ya había rebasado los cincuenta años, aunque intentaba aparentar diez menos, tanto en su forma de vestir como en sus retoques corporales. Rubia oxigenada, de cardado volumen y grandes aros en los lóbulos, así era como le gustaba aparecer ante los medios. Se preocupaba mucho de su maquillaje, muy correcto y liviano, y pretendía conducir todas las miradas, masculinas y femeninas, hacia sus enhiestos pechos de diez mil dólares.

― Como usted diga, señora McGarret – susurró su sometida becaria.

― Así está mejor. Sácame las bragas, zorrita.

Betty dejó su bloc de notas sobre el brazo del sofá y se arrodilló en el suelo. Su jefa alzó las rodillas para permitirle pasar sus manos bajo las nalgas y deslizar la prenda íntima a lo largo de sus piernas. Entonces, la diseñadora se abrió obscenamente de piernas, como la reina despótica que era, ofreciendo su sexo recubierto de un espeso vello.

Cristo entornó los ojos al ver ese pubis sin recortar, ni arreglar. “Ahí debe de haber hasta ornitorrincos.”, pensó alegremente. Betty, de rodillas y con las bragas de su jefa aún entre los dedos, contemplaba aquel coño, no muy convencida. Aunque no era la primera vez que se encontraba en esa tesitura, si era la primera en que la pillaba tan en frío y de tan buena mañana. En otras ocasiones, al menos su patrona la había seducido.

― Vamos, tontita, no lo pienses más – le regañó suavemente la diseñadora, incorporándose un poco y palmeándole la cabeza. – Eres una buena perrita, ¿verdad? ¿Vas a comerte todo este coño?

― Si, señora.

― Bien. Usa mucha saliva, Betty. Me encanta que chorree…

“Virgen de la Macarena…”, dijo para si mismo Cristo, cuando observó como la chica apartaba la maraña de pelos para aplicar sus labios y lengua sobre la vagina.

― Eso es… una ayudante mía debe servir en cualquier momento – susurró la diseñadora. – Para eso estudiáis, ¿no es cierto? Para atrapar las migajas, para comer pollas y coños hasta hartaros…

Betty, con las manos sobre los muslos de la mujer, siguió lamiendo, muy aplicada. Sabía que no debía replicar.

― … hasta aprender lo suficiente y apuñalarnos por la espalda. Esa es vuestra meta…. Oooohhh… a lo que aspiráis… a robarnos nuestros conocimientos para intentar alcanzar vuestros sueños… sssshhh…

Fanny McGarret había cerrado sus ojos, dejándose caer hacia atrás y dejando escapar un fuerte siseo cuando Betty se dedicó a su clítoris. Sin embargo, no cortó su diatriba. Parecía estar inspirada y desengañada.

― Así, mi perrita… hunde bien tu lengua, bien adentroooo… joder… que bien lo haces, Bettiiii… ¿Eras la mejor de tu promoción comiendo coños? ¿O es que solo te comías a tu compañera de cuarto?

Cristo pudo darse cuenta de que las lágrimas recorrían las mejillas de la becaria, al apoyar una de estas sobre el muslo de su jefa. Mantenía también los ojos cerrados, como si no se atreviera a mirar a su patrona, pero no dejaba de lamer y succionar aquel coño maduro.

― Aún te falta que aprender para… parecerte a Marla, pequeña… pero ya aprenderás… ya verás… Como ella, me comerás el coño todos los días… por la mañana y por… la tardeeeeee…

Betty apartó un poco la boca para asentir. Aprovechó para sorber sus lágrimas y retomó su tarea, apoyando el peso de su cuerpo en las piernas de su dueña.

― Marla es… era mi mejor ayudante… dejó a su novio para estar más tiempo a mi lado… ñññggggghhh… casi estoy, putilla… me enciendes…

Betty jugueteó con su esfínter, usando su índice y consiguiendo que las caderas de la mujer se alzasen con el movimiento del dedo.

― … pero la muy puta me engañó… me robó una colección y se marchó con… aaahhh… Puff Daddy… ¿Lo oyes? ¿Harás lo mismo?

― No, señora… — murmuró Betty, sin despegar apenas la lengua.

― Mejor para ti… serás mi perrita para todo… ¿verdad?

― S-sii…

― Eso es… mi putita Betty… vamos, dilo… dímelo de una vez… para que me corraaaa…

― Seré su ayudante zorra… señora. Le comeré el coño mientras desayuna… todos los días… y dejaré que me de por el culo…

― ¡SSSIIIIIIIIIIII! – exclamó la diseñadora, levantando su cuerpo con la fuerza del orgasmo que le traspasó. Sus fluidos llegaron hasta los labios de su ayudante, quien tragó sin rechistar.

Fanny McGarret tenía una fijación con sus ayudantes. Era absolutamente lesbiana, pero las atractivas modelos que pululaban a su alrededor no la motivaban en absoluto. Siempre estaba detrás de las chicas jóvenes e inexpertas que pretendían ponerse bajo su protección. Ayudantes, modistas, costureras… de ahí sacaba su cantera y Betty era su última adquisición.

Cuando dejó de jadear, se incorporó para mirar a su becaria a los ojos. Betty no se había atrevido a moverse, aún con una mano apoyada en el cálido muslo de su jefa.

― Chúpate ese dedo, zorrita, que lo has tenido metido en mi culo – le ordenó y Betty obedeció prontamente.

Después, su patrona la aferró de la coleta, echando su cabeza hacia atrás. Dejó caer un salivazo sobre su lengua y, obedientemente, Betty lo tragó. Cada vez tenía menos fuerza de voluntad y le asustaba a donde eso le llevaría. Cristo se corrió, con un gruñido, dejando caer el semen en el suelo. Controló sus jadeos para que no fueran oídos por las mujeres y espero a que Fanny McGarret se pusiera las bragas y ambas se marcharan.

“Coño… que morbazo… pues si que se lo pasan bien todas estas tías.”, pensó mirando por la ventana.

― ¿Piensas quedarte toda la noche mirando a la bahía? – preguntó una voz detrás de él, sacándole de sus recuerdos.

Se giró, encontrándose con su prima Zara, quien tenía colgada de su brazo a su jefa y novia, Candy Newport. Cristo sonrió al surgir el irónico pensamiento de su cabeza: “Sucede en las mejores familias.”

― Solo estaba pensando. Buenas noches, jefa – respondió.

― Buenas noches, Cristo. Tengo que felicitarte por el buen trabajo que has hecho en toda esta semana. Priscila está muy orgullosa de ti y eso no es algo que suceda todos los días – bromeó Candy.

― Gracias, jefa. Solo hice lo que me mandaron.

― Si, pero de forma un tanto… a tu manera – rió ella.

― Bueno, Candy, Cristo es así, imprevisible – le alabó Zara.

“Espero que la Dama de Hierro no le hablara también de mi plataforma de apoyo y necesidad.”

― Por eso, Cristo, he decidido ascenderte a funcionario permanente. Trabajarías con la gente de Administración y te ocuparías de…

― Con todos mis respetos, jefa, pero debo declinar tal oferta – la interrumpió Cristo, dejándola muy sorprendida.

― ¿No quieres un ascenso, ni ganar más? Pero…

― Estoy perfectamente en el puesto que ocupo. Si desea que haga algo más, solo tiene que pedírmelo, pero no quiero más responsabilidades.

La dueña de la agencia no sabía cómo reaccionar ante aquella negativa. Era inconcebible que alguien rechazara un puesto mejor en aquellas condiciones, al menos, hasta que Zara se lo explicó.

― Verás, Candy, no es nada personal, pero mi primo solo trabaja para que las autoridades no le hagan salir del país. Posee recursos para mantenerse, así como otras oportunidades.

― Ah…

― Si, jefa. Me gusta currar en esto del modelaje y la publicidad. Me hago cargo de todo el tema informático y de lo que se necesite en la agencia, sobre la marcha. Me divierto con ello y, desde luego, me encanta estar rodeado de chicas guapas, pero no trate de convertirlo en un puesto de 9 a 5, con obligaciones, porque no tengo familia ni hijos que mantener. Me sentiría atrapado e infeliz, ¿comprende?

― Si, creo que si, Cristo. Está bien. Seguiremos como hasta ahora, pero te tendré en cuenta para según que cosas, ¿de acuerdo?

― De acuerdo, jefa – exclamó Cristo, alargando su manita, que Candy estrechó con una gran sonrisa.

― Bueno, primito, ves como mi chica no es una ogra – le susurró Zara, inclinándose para darle un besito en la mejilla.

“No, es más bien un putón dominante y aprovechado.”

― ¡Que te diviertas! – se despidieron ambas, al marcharse.

No le gustó demasiado que su prima hubiera sacado a la luz sus posibles, pero ya no había remedio. No pensaba ser un currito. Para eso, se hubiera quedado en España. Abandonó su puesto al lado del ventanal y paseó por el gran ático, buscando con quien charlar y beberse una copa. No vio ni a Calenda, ni a May, aunque si comprobó que muchas de sus conocidas habían ligado para esa noche. Imaginó, por un momento, las historias que aprendería en la próxima semana. Como era de suponer, ni Hamil, ni Kasha habían acudido a la fiesta aunque si participaron en una de las pasarelas.

¡Que les dieran mucho por el culo!

Divisó a Alma acodada en un pequeño e improvisado mostrador, donde un camarero vestido de blanco y negro, servía copas a buen ritmo. Se acercó a ella y le pellizcó un brazo. La pelirroja se giró y le miró con gesto turbio. Estaba un tanto borracha, al parecer.

― ¡Cristo! ¡Que alegría! – exclamó, besándole demasiado cerca de la boca.

― ¿Estás sola?

― Pues si, ya ves. Todo el mundo me ha abandonado…

― ¿Abandonado? ¿A qué te refieres?

― May Lin, Calenda… y la estrecha de Mayra…

― Bufff… ¿qué te ha pasado con ellas? – se rió Cristo, aposentando su trasero en uno de los taburetes. Pidió un refresco y un chupito de tequila con menta.

― A mí me pones un vodka tónica… es para la digestión, ¿sabes? – le pidió al camarero.

― Claro, claro. A ver, ¿por qué tachas de estrecha a Mayra?

Alma se encogió de hombros y tomó un buen trago de su nueva bebida. Ahora era reacia a hablar, como si lo hubiera pensado mejor.

― Vamos, suéltalo, Alma. ¿Dónde están las chicas?

― No lo sé. May Lin discutió con Calenda y se marchó.

― Joder. Empieza por el principio, coño.

― Estábamos aquí, tomando unos tragos a la salud de la agencia, sin molestar a nadie… cuando se acercaron dos tipos… muy bien vestidos. Uno era maduro, cercano a los sesenta, el otro era más joven y se le parecía. Pensé que podría ser su hijo. Se tomaron una copa con nosotras y charlamos todos.

― Sigue.

― El mayor parecía conocer a Calenda. No sé si era un promotor o un puto político, pero la conocía. Ella estaba nerviosa e intentó escabullirse, pero el tío, muy amable, no la dejó.

Aquellas palabras empezaron a poner a Cristo nervioso, sin aún saber nada conciso.

― El tipo joven se interesó por Mayra y por mí. Bromeó con nosotras y nos preguntó si era nuestro color de pelo natural…

― ¿Qué pasó con Calenda, Alma?

― Cristo… en aquel momento, no me di cuenta… te lo juro…

― ¿Qué pasó? – el tono de Cristo se heló.

― El tipo de más edad le dijo a Calenda que deberían dar una vuelta y hablar de su futuro. May se interpuso de mala manera. Fue como si se volviera loca, de repente. Calenda la calmó como pudo, prometiéndole que regresaría a la fiesta en seguida, que solo se trataba de un momento. May no quiso saber nada y se marchó, furiosa. Yo no sabía qué pasaba…

Cristo se mordió el labio. Aquello no le gustaba. No sabía si el tipo era un antiguo cliente de Calenda, o un socio de su padre. El caso es que Calenda corría peligro.

― ¿Cuánto tiempo hace de eso?

― No sé… una hora, quizás…

Demasiado tarde, pensó. Podían estar en cualquier parte. ¿Qué coño estaba haciendo él al lado de un ventanal, mirando a la noche? Tendría que haber estado allí, para intentar algo…

― Cuéntame más, Alma.

― Cristo… no te hagas sangre, cariño. Las cosas son así – le dijo ella, acariciándole la mejilla.

― Venga, Alma, sigue.

― Que el hombre salió del piso con Calenda del brazo. Ahora puedo ver que ella estaba muy seria, como si la obligasen de alguna manera. Pero, en aquel momento, estaba tonteando con el más joven, quien quería que Mayra y yo le acompañáramos a su hotel. Decía que nunca había estado con una rubia y una pelirroja naturales, a la vez. Dijo que nos pagaría muy bien…

― ¿Y?

― Y Mayra se negó. Le llamó puerco y se marchó como una diva, dejándome sola. El tipo quería a las dos o a ninguna, coño. A mí no me importaría que un tío así me tratara como una puta. Joder, hubiéramos disfrutado y encima tendríamos un buen pellizco. Estas modelos son gilipollas, a veces.

Cristo sonrió, conociendo los arranques de calentura de Alma. Por eso mismo, Mayra era una estrecha, claro. El problema es que ambos tipos sabían a quien acercarse entre tantas modelos. Extraño, ¿no?

― Ya verás como no pasa nada, cielo – le susurró Alma, quien conocía sus sentimientos por la modelo. – En breve, Calenda volverá a la fiesta. Lo prometió.

― Lo sé, Alma, lo sé, pero eso no me anima nada.

La opulenta pelirroja le pasó un brazo por el cuello e inclinó su rostro para cruzar las miradas.

― Pero, sin que sirva de precedente, yo sé cómo animarte, cariño – susurró, antes de darle un suave pico en los labios.

Cristo se quedó quieto, sorprendido por el impulso de Alma, quien mantenía la punta de su pecosa nariz contra la de él. La chica dejó asomar la punta de su lengua, lamiendo el labio superior de Cristo, quien, finalmente, atrapó suavemente el apéndice para succionarlo.

― Sígueme – le susurró ella, bajándose del taburete y tomando su mano.

Cristo sabía lo que iba a ocurrir y no supo negarse. No solo él necesitaba sacarse de la cabeza lo ocurrido con Calenda, sino que Alma también deseaba demostrarse algo a si misma. El caso es que el gitano la siguió hasta unos oscuros cortinajes que compartimentaban una sección del grandioso ático, donde se habían guardado muebles y diversos objetos para dejar espacio. Se colaron por un extremo del cortinaje y Cristo pulsó la luz de su móvil. El oscuro tejido dejaba pasar poca claridad de las luces indirectas que iluminaban el resto del piso, por lo que allí dentro se estaba bastante a oscuras.

Los muebles amontonados formaban un parapeto tras el cual refugiarse. Cristo empujó un butacón hasta dejarlo oculto y Alma le instó a sentarse. Sin importarle que Cristo mantuviera la luz del teléfono encendida, Alma se arrodilló con una sonrisa en sus labios. Sus ágiles dedos desabrocharon la bragueta en un santiamén, bajando los pantalones blancos hasta los tobillos.

― ¿Quieres ver como te la chupo, verdad? – susurró ella.

― No me lo perdería por nada del mundo, pero te advierto que te va a decepcionar, Alma.

― Tú no te preocupes por eso, cariño.

Cristo iluminó su pollita cuando la pelirroja le bajó sus slips.

― ¡Uy, qué monería! – musitó ella, relamiéndose. – Eres como un muñequito Kent, todo perfecto y a escala…

― Ostia puta, Alma… tampoco te pases.

Ella se rió con ganas, mientras sobaba el penecito con los dedos.

― A ver como sabe… – y se la tragó entera.

Cristo sintió el calor de la boca de la pelirroja y la fuerza de su succión. Casi le metió los huevos para adentro, lo que le hizo gemir y aferrarse a la rizada pelambrera rojiza. Alma suavizó la presión y embadurnó todo el miembro de saliva. Después, se dedicó a los suaves y pequeños testículos, metiéndoselos ambos a la vez en la boca.

“Coño con Almita… me va a sacar el tuétano de los huesos.”, pensó Cristo, mordiéndose el labio.

La chica usaba labios y dientes al parejo, con una pericia que Cristo jamás experimentó antes. Era la mamada de su vida, la felación perfecta. Contemplar aquel rostro pecoso y sensual tragando su polla le ponía cada vez más verraco, bueno, era un decir. Alma no dejaba de mirarle a la cara. Sus ojos verdes parecían decirle que estaba dispuesta a tragarse todo un océano de semen.

Notó los dedos femeninos acariciarle el esfínter suavemente, como un aleteo, lo cual le hizo tensar las nalgas. La otra mano de Alma se aposentó sobre su vientre, haciendo diabluras allí.

― Dios mío, Alma… ¿dónde has aprendido…?

― Las secretarias también tenemos nuestros secretos – respondió ella, dándole una larga pasada de lengua a toda su entrepierna.

― No… voy a aguanta mucho más…

Alma tomó solamente que el glande con sus labios, moviendo la cabeza en rotación, mientras que aspiraba con pequeños impulsos. Sin abrir la boca, empapaba el glande de saliva que volvía a tragar lentamente.

― Me voy a…

Alma asintió sin soltar “bocado”.

― ¡Alma, me… corro! ¡Joder, aparta! ME CORROOO… – exclamó el gitanito, tirándole del rojizo cabello.

Y mientras Alma tragaba cuanto había trabajado para que brotase, la cortina se abrió y una voz preguntó:

― ¿Chicos? ¿Estáis ahí? ¿Qué estáis haciendo?

Cristo, con los ojos turbios aún, apuntó con su linterna improvisada hacia la figura que se asomaba por encima de los muebles apilados. Había reconocido la voz, pero se negaba a creerlo. Alma, tragando semen con toda rapidez, se giró para ver quien era.

Calenda les observaba, con una sonrisa congelada en los labios.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (18)” (POR JANIS)

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herederas3Una dama con clase.

Sin títuloNota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

― Ups… lo siento… ¡De veras que no quería molestar!

Las disculpas de Calenda surgían apelmazadas de su boca. Aún solo con el resplandor del móvil, era posible advertir sus mejillas ruborizadas. Su mente le clamaba por dar media vuelta y marcharse de esa escena tan bochornosa, pero su cuerpo se quedó allí, inmóvil, con los ojos clavados en la boca de Alma, aún manchada de semen, hasta que Cristo le pasó un pañuelo para que se limpiara.

Acabó parpadeando y escapando de aquel extraño trance que la había convertido en una estatua. Murmuró algo y se marchó, dejando a la pareja un poco de intimidad para que se adecentasen.

¡Alma le estaba haciendo una mamada a Cristo! ¿Desde cuando esos dos…? ¡Y lo peor de todo! ¡Le había visto el pene a su amigo!

En una ocasión, el gitano le había hablado de su problema de crecimiento y de cómo había incidido en su vida de una forma brutal. Nunca creyó que fuera de aquella manera… tan pequeña… era como la de un niño. Como un relámpago, una idea pasó por su mente. ¿Sería tan suave también? Su vista dio un vuelco, haciendo que se tambaleara. Se apoyó contra una columna. Había bebido demasiado.

Alma y Cristo surgieron de detrás del cortinaje. La pelirroja besó al gaditano en la mejilla y le hizo un gesto de despedida a la modelo, marchándose. Cristo se acercó hasta ella y Calenda trató de esconder el rostro, cosa que, por supuesto, le fue imposible.

― Perdóname, Cristo. Cuando me dijeron que os habían visto meteros tras las cortinas, pensé que estabais hablando en más intimidad… lo siento… no imaginé que… – explicó ella atropelladamente.

― ¿…que me la estuviera chupando?

― Si – dejó escapar en un suspiro.

― Calenda, mírame… A pesar de todas las evidencias, tú jamás has creído que yo tuviera una vida sexual, ¿verdad? – le preguntó Cristo, a bocajarro cuando ella cruzó la mirada.

La modelo apartó la mirada, de nuevo roja de vergüenza.

― Yo… yo…

― Sé sincera, Calenda, me lo merezco.

― Está bien – dijo, dejando caer las manos sobre sus muslos. Quedó algo encorvada, apoyada contra la columna metálica. – Me has hablado de tu “problema”. Luego, te he visto con Chessy y te portabas con ella como con todas nosotras: atento, solícito, chistoso, y encantador… Creía que esa era tu forma de estar con una mujer.

No podía decirle que le consideraba un Peter Pan, un hombre con alma de niño, que nunca crecería ni aceptaría su papel de adulto. Pero lo que había visto allí detrás, rompía ese esquema por completo.

― Creo que, a veces, no me escuchas ni siquiera, Calenda – contestó Cristo, con voz dolida.

― ¿Podemos hablar fuera de aquí? No me encuentro muy bien y me gustaría sentarme… por favor…

― Te llevaré a tu casa – le dijo él, poniéndose a su lado para que ella se apoyase en su hombro.

― Gracias…

En el interior del taxi, Calenda volvió a disculparse y Cristo agitó la mano, restándole importancia. Lo hecho, hecho está, dijo.

― ¿Desde cuando…? – quiso saber la modelo.

― Ha sido algo puntual, que ha surgido esta noche. Solo somos amigos.

― Ah… ¿Sabes? Por un momento, me sentí celosa…

― ¿Qué? – se asombró el gitano.

― Estoy tan acostumbrada a tenerte a mi lado, para aconsejarme, para escucharme, para divertirme, que cuando vi a Alma allí, arrodillada, quise levantarla tirándole del pelo.

― Bueno, supongo que sería la sorpresa.

― Si, puede ser. ¿Has estado con más chicas de la agencia?

― Si, con la Dama de Hierro.

― ¡Ppppppffffffffffffff! – se tapó la boca Calenda, ahogando la risa.

― Se dice el pecado, no el pecador – la amonestó Cristo, agitando uno de sus deditos ante ella.

― Vengaaaa… porfaaaa…

― De la agencia no, solo Alma, esta noche. Déjenos aquí, por favor.

El taxi les dejó a una manzana del apartamento que compartían May Lin y ella. Antes de subir a éste, Cristo quería saber si las cosas estaban bien entre ellas.

― Me han comentado que May Lin y tú habéis discutido. ¿Quieres hablar de ello?

― Solo es una tontería…

― ¿Seguro? ¿Quién era aquel tipo? ¿Un antiguo cliente?

El bello rostro de Calenda se demudó, cogida en falta. No se esperaba aquella perspicacia de Cristo.

― ¿Cómo…? ¿Quién te ha dicho…?

Cristo meneó la cabeza; se sintió disgustado por lo que eso significaba. Se detuvo ante la puerta del edificio donde vivía la modelo. Calenda se había quedado parada en la acera, algunos metros más atrás, digiriendo la sorpresa.

― Cristo… no es lo que te piensas… bueno, en un principio si, pero…

― No hace falta que te justifiques, Calenda. Es tu vida. Pero creí que ya que tu padre está en la cárcel y que no te puede controlar, dejarías todo eso…

― Por favor, déjame que te lo explique. Es más complicado de lo que parece. Podemos subir y tomarnos un té, como antes. Añoro esas simplezas…

― Está bien – repuso él, relajando la expresión de su rostro. – Un té nos sentará bien.

Calenda comprobó, al soltar las llaves sobre la mesita de la entrada, que las llaves de su compañera estaban allí. Mientras se despojaba de su chaquetita, echó un vistazo en el dormitorio. May Lin estaba acostada en su lado, dándole la espalda. Calenda suspiró, pero se dijo que esa sería una tarea para el día siguiente. Regresó a la gran sala que hacía tanto de sala de estar, comedor, y cocina, encontrándose a Cristo sentado en una de las sillas, con los codos clavados sobre la mesa y las manos unidas por la punta de los dedos. Parecía estar perdido en sus reflexiones.

Sacó la tetera, la llenó de agua, y la puso sobre uno de los calentados eléctricos. Calenda suspiró de nuevo y se sentó al lado del gitanito, temiendo mirarle de frente.

― Ese hombre era un antiguo cliente, como has adivinado. Es un tipo rico de mi país, con el que he estado más veces. en esta ocasión, venía con su ahijado, deseando montarse una fiesta. Estuvo llamando al teléfono de mi padre, pero ese número ha sido dado de baja – dijo en un murmullo.

― Y te encontró en la fiesta…

― Si, así es. May, a quien también se lo he contado todo, se dio cuenta enseguida de lo que pasaba, e intentó interponerse. Temí por ella, te lo juro. No sabe como se las gasta ese tío.

― Y discutiste con ella.

― Tuve que hacerlo. No podía explicarle nada delante de Alma y de Mayra. May no supo entender lo que pretendía hacer y se enfadó, marchándose de la fiesta. Finalmente, pude sacar a ese hijo de puta de la fiesta, antes de que las demás chicas sospechasen algo raro. Pero, una vez en la calle, le dejé muy claro que ya no me dedicaba a eso, que mi padre estaba en la cárcel.

― Hiciste bien.

― ¡Pero el tipo no quiso saber nada de eso! Me quería en su cama por todo lo que mi padre le debe y se puso un tanto violento.

― ¿Qué ocurrió, Calenda? – las finas cejas de Cristo se arquearon con fuerza, amenazando tormenta.

― Nada, Cristo, solo me magreó un rato, entre risas, mientras me preguntaba en que cárcel se encuentra mi padre. Su ahijado salió de la fiesta apenas quince minutos después…

“Después de que Mayra lo rechazara.”, pensó Cristo. Todo coincidía.

― Después subí de nuevo a la fiesta. No quería levantar sospechas. Pero no encontré a las chicas. Cuando empecé a preguntar, me dijeron que tú y Alma estabais detrás de las cortinas y… pasó lo que pasó…

― Si – sonrió Cristo.

― ¿Qué es lo que pasó?

Cristo y Calenda se giraron al mismo tiempo. May Lin se encontraba apoyada contra la alta nevera. Su menudo cuerpo estaba cubierto por una camiseta de los Sex Pistols, aunque mostraba una minúscula porción de su braguita al tener el brazo izquierdo acodado sobre el lateral del frigorífico. En ese instante, se inició el silbido de la tetera. May apagó el calentador y añadió una taza más a las dos que ya estaban preparadas sobre la encimera.

― Me gustaría saber lo qué me he perdido en la fiesta – iteró mientras repartía las tazas.

― ¿Sigues enfadada? – preguntó Calenda con un delicioso mohín.

― Sabes que no puedo enfadarme contigo. Además, he escuchado todo lo que le has dicho a Cristo – le susurro la chinita, inclinándose sobre ella y mordisqueándole la oreja. — ¿Tengo que preguntarlo otra vez? – esta vez se giró hacia el chico.

― Calenda sorprendió a Alma haciéndome una… felación.

― ¿Una mamada? ¡No jodas! ¿Al final se ha decidido?

― ¿Cómo que se ha decidido? – inquirió Calenda, enarcan una ceja. — ¿Qué es lo que sabes tú?

― Bueno, Alma, en más de una ocasión, ha bromeado diciendo que cualquier día se lo iba a comer de una sentada – dijo la chinita, con algo de sorna.

Cristo y Calenda se miraron, atónitos. May aprovechó para escanciar el agua hirviendo en las tazas y cubrir las bolsitas de té.

― ¿Y tú les sorprendiste? Menuda cara se te tuvo que quedar – rió quedamente. Se dirigió a Cristo, señalando a su compañera. — ¿Sabes que te tiene en una especie de pedestal beatificado? Hasta apostaría que cree que no cagas como los demás humanos.

― ¡May Lin! – exclamó Calenda.

― Upsss… que carácter.

Cristo sonrió de forma interna, contento con cuanto estaba descubriendo esa noche sobre Calenda y sus motivaciones, sobre lo que sentía por él. Pero aún así, eran respuestas a unos sentimientos platónicos, que la convertían en una inmejorable amiga. ¡Él no deseaba eso! Bueno, si, pero quería algo más… ¡quería besarla! ¿Conseguiría eso alguna vez? Su demonio interno le aseguró que si, que solo debía esperar y manipular. La prueba la había tenido esa misma noche. Jamás pensó que Alma se prestara a mamársela. ¡Ni en mil años!

Y mientras pensaba en todo ello, se dio cuenta de que tenía la oportunidad delante. Esa noche debía de ser la que iniciara una nueva estrategia, con nuevos aliados. Calenda y May Lin estaban demasiado unidas como para conseguir a la modelo venezolana, sin contar con el beneplácito de su compañera. Tenía que integrarla también, manipularla para que se convirtiera en un apoyo y no en un escollo.

“Ánimo, caló, que tú puedes.”, se palmeó él mismo la espalda.

― ¿Puedo dormir con vosotras esta noche, chicas? Es muy tarde para volver a casa…

“Si cuela, cuela…”

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Cristo llamó al despacho de miss P. con los nudillos. La puerta solo estaba entornada. Dentro, Priscila y Candy revisaban las críticas especializadas a la semana de la moda. Fusion Models Group había aprobado con nota, por su alta participación y la profesionalidad de sus modelos. Entre ellas, destacaban, además de las clásicas encumbradas, la joven venezolana Calenda Eirre, a quien auguraban magníficas oportunidades. Así mismo, este año prestaron especial atención a una “rookie” que venía pisando con mucha fuerza: Zara Buller.

La jefa esgrimía esa crítica en particular, con tal orgullo que parecía que se estaba refiriendo a su hija y no a la chica que calentaba su cama. Aún así, desdeñando esos sentimientos encontrados que Cristo esgrimía hacia su jefa, se alegró un montón por su deliciosa prima.

― Pasa, pasa, Cristo – le indicó miss P.

― Señora, jefa…

― La señorita Candy me ha dicho que hay que preguntarte si aceptas algunos “trabajitos”.

A Cristo no le hizo ninguna gracia aquel retintín, pero se tragó la contestación que pugnó por salir de su boca.

― Verás, Cristo – la jefa tomó la palabra –, el consejo de administración ha elegido un nuevo presidente, uno de los socios inversores, y hay que instalarle un nuevo software para que pueda acceder al servidor desde su casa. Ya sabes que esos programas son exclusivos de la agencia, así que no quiero que ningún cerebrito de fuera meta las narices. Bastante hay ya con los hackers que pululan en esto…

― Comprendo, jefa. ¿Quiere que yo vaya a instalarle el directorio nuevo?

― Exacto, Cristo. No tengo ni idea de que es lo que te encontraras como sistema operativo, o lo que puedes tardar en enseñarle a manejar los nuevos programas. Es un hombre de la “vieja escuela”, digamos…

― Me hago cargo – sonrió Cristo.

― ¿Te parece bien?

― Si, jefa.

― Bien, perfecto. Tómate tu tiempo y haz un buen trabajo, tardes lo que tardes. Te alojaras en su casa.

― ¿Tan lejos está?

― En Southampton, en la ribera oeste del lago Agawan – indicó miss P.

Cristo repaso sus mapas mentales. Nunca había estado en los Hampton, pero las chicas si, con la campaña del calendario de Odyssey, así que asimiló también esa parte de Nueva York.

“¡Coño, eso es el meollo del distrito para ricos!”, descubrió. “Me haré el remolón para pasar un par de días allí.”

Cuando Cristo regresó al mostrador, Alma se dio cuenta de la sonrisita que curvaba sus labios. Necesitada siempre de un buen chisme, le pinchó hasta que Cristo vomitó cuanto sabía.

― ¡Joder, que suerte! – exclamó ella.

― No te creas que voy a broncearme. Voy a instalar unos putos programas de ordenador que hasta un niño de diez años sabe manejar. Seguramente habrá uno de esos estirados ricos, viejo y aburrido, mirando todo el rato por encima de mi hombro.

― Bueno, pero estarás en los Hamptons.

― Lo único que espero es que me den bien de comer, y no me pongan a comer una hamburguesa en la cocina, como un apestado.

― Tranquilo, nene, que te sacarán la vajilla de los domingos – bromeó ella.

― Bueno, me conformo con que tengan criada y esté buena.

― Vicioso.

― Pelirroja.

Mientras Cristo metía en un maletín los discos necesarios para mejorar, actualizar, y posiblemente limpiar, el sistema operativo que encontrase, Alma le daba ciertas recomendaciones para llegar a los Hamptons. Cristo la besó en la mejilla, le pellizcó con descaro un muslo, y se marchó al loft a llenar una mochila con una muda de ropa, el bañador, por lo que pudiera pasar, una toalla y gel, así como unas chanclas. Tomó algo de dinero y dejó una nota para Faely, diciéndole que no sabía cuando regresaría, pero que la llamaría por la noche. Se sentía algo preocupado por su tía, parecía languidecer últimamente, aislada de la vida de todos. No es que nadie le hiciera el vacío, pero los acontecimientos de las últimas semanas habían distraído bastante a Cristo y, por otra parte, Zara aparecía cada vez menos por el loft.

Tomó el metro hasta Jamaica, donde hizo transbordo al Power Montauk, un tren de alta velocidad que cruza todo Long Island, hasta el final de la alargada isla. El trayecto, de casi tres horas, no estuvo mal. Pusieron películas y repartieron aperitivos y refrescos. Además, el vagón era cómodo y bien climatizado. Cristo se relajó y admiró el paisaje. En verdad, a medida que recorría Long Island, se sentía en otro mundo.

Sin embargo, al dejar atrás los cuatro aeropuertos (¡cuatro!) que bordeanla ReservaEstatalBarrens, con sus enormes pinares, la cosa cambió a otra liga. Entrar en Westhampton era toparse con grandes terrenos privados, enormes mansiones, accesos privados, y helipuertos en cada esquina. A partir de ahí, solo hacía que mejorar, añadiendo excesos y fantasías caprichosas al lujo y la extravagancia que ya imperaba.

La pequeña terminal, junto con el largo andén techado, se encontraba en medio de la población, concretamente en la avenida Powell. A ambos lados de la estación se extendía una pequeña zona industrial, en la que destacaban un par de campanarios de iglesias nuevas y los grandes aparcamientos abiertos de unos supermercados.

Cristo tomó un taxi al salir de la terminal, pues no tenía ni idea de donde se encontraba el lago Agawan. Resultó no estar lejos de la estación, pero el acceso era complicado, pues solo había dos entradas al lago, que resultó ser un vasto complejo privado. Cuando el taxista le dejó en la entrada de la finca, se topó con una gran verja y un sistema de comunicación de video. Pulsó el botón y una voz femenina y juvenil le preguntó el motivo de su visita y le pidió que se identificase. Lo hizo, colocando su tarjeta de la agencia ante la cámara. La verja se abrió con un sonoro zumbido y Cristo se colgó la mochila, echando a andar hacia la distante mansión.

Como la gran casa se veía desde la entrada, no había pérdida, pero no pudo imaginar lo grande que era la finca, ni lo lejos que estaba la casa. Estuvo caminando unos buenos quince minutos hasta llegar a la plazoleta central, en la cual se levantaba una grandiosa fuente, con estatuas de sirenas y tritones. La mansión, vista de cerca, le resultó increíble, digna de una finca noble de Inglaterra. Tejados de pizarra, abuhardillados, bajo los cuales se ubicaba el segundo piso; el primer piso parecía tener una altura superior, o al menos así lo hacían pensar las enormes ventanas que se abrían a la fachada. El piso superior solo disponía de las pequeñas ventanitas que se abrían en los antepechos de las diferentes aguas del grandioso tejado.

El piso bajo se abría en grandes espacios acristalados, en su mayoría, salpicando las grandes cristaleras con magníficas vidrieras de colores. En ese momento, una chica uniformada surgió de lo que parecía la entrada principal.

“Pues SI tienen criada y parece que está buena.”, se dijo con humor.

Al acercarse, Cristo comprobó que era bastante joven, una veintena escasa de años, morenita y de sonrisa simpática. El uniforme era rosa y blanco, a medio muslo, y con encajes en las mangas cortas. Todo un merengue con cofia y todo. El cuerpo de la chica no destacaba demasiado con ese uniforme, o bien podía ser que fuera delgadita y menudita.

― Hola, buenos días. Creo que me están esperando – informó Cristo, entregando la nota que Candy le facilitó.

― Hola – le sonrió la chica, con una radiante sonrisa que mostraba unos dientes pequeñitos y parejos. – Acompáñeme. Avisaré a la señora.

“¿La señora?”

La doncella le llevó hasta un amplio salón con chimenea y todo, sobre la que presidía el cuadro de un caballero muy pulcro y sesentón, que Cristo supuso sería el nuevo presidente de administración. Aquí y allá, pudo ver fotos del mismo hombre, acompañado de una mujer muy elegante, de unos cuarenta años.

La misma que carraspeó detrás de él, para llamar su atención.

― Perdóneme por fisgonear, pero me atrajo la atención una belleza como la suya, madame – se excusó, tomando la mano de la señora con rapidez, dejándola boquiabierta con el exquisito trato.

― ¿E-eres el es-especialista de la agencia? – balbuceó la señora, tuteándole por creerle muy joven.

― Así es. A su servicio, pero… debía entrevistarme con su esposo, ¿no es así?

― Si, en un primer momento, él es quien ha sido nombrado presidente administrador, pero ha tenido que viajar a Washington con urgencia y tardará unos días en regresar.

Cristo arrugó levemente la nariz al escuchar el contratiempo. Debería volver a Nueva York tras instalar los programas. Ya le llamarían cuando el presidente regresará y necesitara explicaciones sobre cómo manejar todo.

― Pero decidió dejar que yo misma me ocupara de todo lo concerniente con la moda – sonrió la mujer, sentándose en uno de los blancos sillones, indicando que Cristo hiciera lo mismo. – Mi marido no es hombre de desfile ni tendencias. Solo le interesan los beneficios, los márgenes de producción, y la influencia que se puede conseguir en el mercado. Así que yo seré quien le haga los resúmenes pertinentes, cada mes.

Cristo la miró con atención. Era, al menos, veinte años más joven que su esposo y poseía una de esas bellezas calmadas y elegantes, que mantenían la atención de todo el mundo sobre su persona. Vestía un kimono abierto, de colorido oriental, rojo y dorado, sobre un corto vestido de lino crudo que dejaba al descubierto sus piernas morenas y perfectamente depiladas. Una melenita perfectamente recortada coronaba su cabeza, teñida en mechas de distintos tonos de rubio.

― ¿No eres muy joven para ser un experto en moda?

Cristo sonrío y agitó la cabeza después.

― No soy un experto en moda, sino en Informática. Vengo a instalar algunos programas y accesos de administrador a su sistema operativo, así como enseñar a su esposo, bueno, en este caso, a usted, su manejo. Ya sabe que los informáticos suelen ser bastante jóvenes.

― ¿Eres uno de esos hackers? – se río ella con la pregunta.

― Si hace falta… — contestó Cristo, haciéndola reír de nuevo. Siguiendo un extraño impulso, no la sacó de su error, dejándola creer que era un adolescente.

― ¿Y esos modales que luces? ¿Los has aprendido en la red? – preguntó ella, con un deje de burla.

― No, que va. Formación de empresa. Mi jefa es muy estricta con las formas y sus inversionistas. Tuve que tomar un curso acelerado antes de venir – la mintió con todo desparpajo, notando como la mujer se regodeaba con tal deferencia.

― Está bien. No te entretendré más. Te mostraré el despacho de mi marido y el servidor donde debes instalar esos programas. Después, podremos usarlos desde cualquier equipo de la casa, ¿no?

― Si, señora. Deberé restringir el servidor durante un rato. ¿Molestaré a alguien con ello? – preguntó Cristo, más por saber quien había más en la mansión que por necesidad.

― Ahora mismo solo estamos Marjory y yo.

― ¿Marjory?

― La doncella.

― Ah, claro. Entonces, mejor, podré trabajar más rápido.

― Bien, pero eso será tras almorzar conmigo, jovencito. ¿Cómo te llamas?

― Cristóbal, señora, pero mis amigos me llaman Cristo.

― ¿Cómo el Mesías?

― Soy demasiado pecador para que me comparen a él – contestó él con una risita.

― ¿Pecador? ¿Alguien tan joven? ¿Cómo puede ser eso posible?

― Hay que vivir la vida todo lo rápido que se pueda…

― ¿Por qué esa prisa?

― Porque quiero probar todo lo que puede ofrecerme la vida en plenitud de mis fuerzas, señora, y no renqueando.

“Como algunos que conozco.”, se dijo la señora, cínicamente. “Este chiquillo sabe lo que se dice.”

― Puedes llamarme Jeanne mientras estemos a solas, Cristo.

― ¿Y si no estamos a solas?

― Creo que sabrás lo que hacer, muchachito.

Jeanne Mansfield, segunda esposa de Edward R. Mansfield, se había autoconvencido de que aquel chico no tenía más de dieciocho años, y la sola idea de jugar al gato y al ratón con aquella ricura en su casa, a solas, la estaba poniendo frenética. Jeanne siempre había admirado la juventud, la plenitud de un cuerpo, justo cuando se sienten indestructibles e imparables. Y ahora, al alcanzar los cuarenta, necesitaba sentir esa ansia una vez más.

Disponía de una oportunidad que le había caído del cielo. Un dulce terrón de azúcar con el que darse un atracón. Ese chico era pequeño e infantil, al menos su cuerpo lo era, pero le había demostrado que no era ningún niño mentalmente. Sabía perfectamente lo que hacía y puede que lo que ella pretendía también. Un chico como aquel sería dinámico en la cama, ansioso de experiencias, y la haría desfallecer.

Ahora debía dejarle trabajar para poderle seducir más tarde, quizás a la noche.

Jeanne le llevó al despacho de su esposo y le mostró el servidor que interconectaba todos los equipos de la finca. Varios portátiles se conectaban diariamente a él, tanto el de ella y el de su marido, como la patrulla de seguridad, los jardineros, o la gente de mantenimiento. Los empleados tenían una clave y un acceso limitado, por supuesto.

Cristo dejó varios discos copiándose en el directorio y bajaron hasta un amplio porche trasero, desde el cual se podía visionar la impresionante piscina, y, más allá, en el horizonte, el vasto mar azul.

― Almorzaremos aquí – le informó Jeanne, haciendo un gesto para que se sentase a una mesa redonda, cubierta de un hermoso tapete de tela.

― ¿Suele almorzar con los empleados, Jeanne? – le preguntó Cristo, mientras se dejaba caer en uno de los confortables butacones.

― No, y me irrita bastante hacerlo a solas. Suelo quedar con alguna amiga en un buen restaurante – agitó la mujer una mano, como si no quisiera hablar de ello.

― Teniendo una mansión como esta y el servicio adecuado, yo siempre tendría algunos amigos almorzando conmigo. ¿Y las cenas?

― La mayoría de las veces, mi esposo cena conmigo, pero hay ocasiones, como esta, que tengo que hacerlo a solas. No me gusta salir de noche.

― Una magnífica excusa para disponer una velada con un amante, ¿no?

Jeanne lanzó una carcajada, pero no contestó. Marjory se acercaba con una bandeja, sobre la cual descansaba una botella y dos copas.

― ¿Bebes vino? – le preguntó a Cristo.

― Desde los siete años.

La señora enarcó una ceja, mientras la doncella depositaba su carga sobre la mesa.

― Nací en el sur de España, en la tierra del vino fino y las mejores gambas del mundo. El vino es materia obligada en nuestra cultura – rió él, explicándole su respuesta.

― ¿Eres español? Te hacía latinoamericano…

― Llevo poco tiempo en Estados Unidos, pero me está gustando mucho este país.

― Oh… ¿y has dejado atrás gente que te importa?

― Mi familia tenía demasiados… compromisos como para poder seguirme. Estoy solo aquí – confesó con un mohín que tuvo la facultad de emocionar a la dama.

La doncella regresó con dos grandes copas que contenían un suave coctel de mariscos con endivias y piñones. Luego sirvió rodajas de lo que le pareció merluza a Cristo, empanadas y servidas sobre una crema agridulce muy buena. Jeanne llenó las copas de ambos hasta acabar la botella y charlaron amenamente. Tomaron papaya con crema de plátano de postre y Marjory sirvió café, al final, al estilo turco.

― Ha sido toda una experiencia comer con usted, Jeanne – alabó Cristo –, pero ahora debo iniciar mi trabajo.

― Si, no te entretengo más. Iré un rato a la piscina. Si más tarde, deseas darte un baño, puedo dejarte un bañador – dejó caer ella, con sutileza.

Cristo sonrió y se puso en pie, despidiéndose con un ademán de cabeza. Se orientó en el interior de la mansión para encontrar el despacho y, cuando estaba a punto de entrar, un carraspeo le frenó. Se giró y se encontró con la simpática Marjory, la cual le comunicó que si necesitaba alguna cosa, podía llamarla con el interfono del despacho.

“¡Cuanta amabilidad! ¿Es cosa de los ricos o estas dos quieren algo?”

Se sentó ante el servidor, instalado en una de las repisas de la librería del señor Mansfield, y se conectó a él. Instalo un par de programas necesarios y actualizó otros, subrogando enlaces y direcciones hasta conectar la base de datos de la agencia e integrarla en el directorio.

Ahora solo le quedaba enseñar a Jeanne a manejar aquellos programas y responder a sus dudas. ¡Para eso solamente había tenido que viajar al paraíso de esos huevones! Si todo iba bien, podía estar de vuelta en la ciudad esa misma noche. Pasó un antivirus para asegurarse y, mientras tanto, se asomó a la ventana.

El despacho daba a la parte trasera de la mansión y divisaba perfectamente la piscina desde allí, así mismo como a Jeanne, tumbada de bruces en una hamaca. Entonces, pisando el césped con sus zapatitos, la doncella se acercó a su señora, portando unas toallas dobladas y un bote de bronceador. La chica se sentó en el filo de la hamaca y desabrochó el sujetador del bikini de su patrona, dejando su espalda al aire. Vacío un buen chorro de bronceador sobre la piel de Jeanne y se puso inmediatamente a frotar y esparcir la crema. Cristo no le dio importancia. Sus primas hacían lo mismo en las playas de Algeciras. Echó un vistazo a como iba el programa antivirus, y volvió a la ventana. La barbilla le colgó floja en esa ocasión. Marjory le había quitado la braguita del bikini a su jefa y se atareaba, en ese momento, en sobar las espléndidas nalgas de Jeanne. Era algo más que embadurnarla de bronceador. La doncella se regodeaba en su acción, amasando lentamente las pudientes carnes traseras de su señora. Cristo podía ver como descendía sus dedos por el canalillo de las nalgas, sobando plenamente ano y vagina, en largas pasadas. Jeanne, con el rostro doblado hacia un lado, apoyada la mejilla sobre el almohadón de la hamaca, se estremecía de placer. A pesar de estar tan lejos, Cristo podía notar la respuesta del cuerpo de la señora.

“¡Perras cabronas!”, pensó, formando una sonrisa lobuna con sus labios. “¿Lo sabrá su maridito?”

Sin embargo, esa no era la pregunta que las dos mujeres se hacían, mientras los dedos de la más joven tallaban la carne de la más madura, sino: ¿Sigue mirando desde la ventana?

La señora Mansfield era bien consciente de la mirada de Cristo y todo aquello era un espectáculo montado en su honor. El coño de la señora se licuaba literalmente, ansioso por obtener las atenciones de su doncella, también excitada por participar y ser observada.

De hecho, Jeanne estaba muy acostumbrada a las largas sesiones de caricias que su joven criada la obsequiaba a menudo. Se pasaban muchas horas solas en aquella mansión. Era más infrecuente ver algo como lo que estaba sucediendo en ese momento, así, en el exterior, pero hoy tenían un visitante que excitar. De ordinario, las satisfacciones de la señora se realizaban en el interior de la mansión, lejos de las posibles miradas indiscretas de jardineros u otros empleados.

Sin embargo, Jeanne estaba tan dispuesta a provocar al que creía un jovencito, tan deseosa de pervertirle, que no había dudado ni un segundo en pedirle a Marjory que fuera a comerle el coño a la piscina.

Y justo en ello estaba la criadita, inclinada hacia delante, hundiendo la punta de su lengua en la abierta y húmeda vagina, escuchando los estimulantes gemidos de su patrona.

Marjory ya estaba pensando en el momento en que se retiraría a su habitación, para empalarse con su colección de vibradores, pues sabía que la señora no solía tocarla lo más mínimo. Se corría con su lengua y sus caricias, pero no devolvía ni un solo gesto. Privilegio de patrona. Así que la doncellita disponía de tiempo para retirarse a sus aposentos y desahogarse allí de la forma que estimara oportuna. El problema es que, últimamente, la señora Mansfield necesitaba un repaso diario, por lo que ambas andaban todos los días más calientes que los fogones de un orfanato.

No sabía exactamente lo que su patrona pretendía con aquel chico, pero podía intuir que era toda una perversión. Ella no estaba tan segura de que fuera tan joven como aparentaba. Tenía mirada de viejo; lo notó cuando le servía el almuerzo, pero… ¿Quién era ella para comentar nada?

― Aaaahhaah… mi niña Marjory… que b-bien… me lo… comeeeeeeeeeessssssssssss… – susurró su señora en el momento de abandonarse al inminente orgasmo.

Dejó que la señora la asiera del pelo, estrujándole la cofia, y pegara su boca a su entrepierna, con un gemido ansioso. Era como si quisiera volcar en su boca el placer que estaba obteniendo de ella. Dejó a la señora tomando el sol boca arriba y desnuda, y se marchó a toda prisa hacia la mansión.

Cristo dejó que acabara el proceso de análisis del antivirus y se dedicó a fisgonear en el servidor. No había nada extraño, ni siquiera fotos. Configuró los programas a su gusto y, solo entonces, llamó a Marjory pulsando el botón del interfono.

― ¿Si?

― Podrías decirle a la señora que ya he terminado y que me gustaría explicarle cómo va todo esto…

― Enseguida.

Fisgó por la ventana para atisbar como la señora desnuda se levantaba de la hamaca, pero la doncella la vistió con un albornoz que la cubrió por completo. Jeanne tardó aún un buen rato en acudir y, cuando lo hizo, apareció con unos pantalones piratas, una blusa cortita, sin escote, pero que dejaba ver unos centímetros de su cintura bien cuidada, y una cinta ancha en su melenita rubia, a juego con sus pantalones. Además, bajo el brazo, traía su portátil.

― Marjory me ha dicho que has acabado – dijo.

― Si, Jeanne, al menos de instalar. Ahora tengo que ponerla al corriente de que es lo que puede hacer con ellos.

― Te advierto que no soy muy ducha en estos aparatitos. Alcanzo a revisar mi correo, buscar una receta en Internet, o chatear con mis sobrinos…

― No importa. Es muy fácil. Se lo explicaré las veces que necesite.

― Eres un encanto de criatura, Cristo – le aduló, sentándose a su lado, en el gran escritorio de su marido.

Cristo cargó el programa en el coqueto portátil de la señora, conectándose al sistema wifi del servidor, y unos bellos ojos zafiro aparecieron en el centro de la pantalla. Bajo ellos, el nombre de la agencia: Fashion Models Group, NY.

― Esta es la página oficial de la agencia – le dijo Cristo.

― Si, ya la he abierto otras veces…

― Pero, ahora, podrá acceder a secciones que antes estaban vetadas. Podrá acceder a las nóminas, a las cuentas mensuales, y a los proyectos en curso.

― Interesante – le contestó ella, observando su perfil ratonil.

― ¿Sabe acceder a las fichas de las modelos?

― ¿Las modelos tienen fichas?

― Por supuesto. Con sus medidas, algunas fotos de su book personal, sus características y en lo que se especializan. Así, quien desee contratar alguna, puede hacerse una primera idea. También sirven como blog donde pueden exponer preferencias, ideas, y mensajes.

Jeanne mostró un vivo interés por esto. Su oculta perversión se removió en su interior. Podría disponer de belleza y juventud al alcance de sus dedos, modelos de ambos sexos para visionar y quizás manipular.

“¡Oh, Dios, como me lo voy a pasar!”, se dijo, casi relamiéndose.

― Bien, cuando acceda a las fichas, usted, como administradora, podrá seguir la vida laboral de los modelos de la agencia, las notas informativas de la gerente o de la propia señorita Newport, e incluso lo que opinan los distintos clientes o fotógrafos de las modelos.

― ¿Puedo escribir yo una nota?

― No, eso solo queda reservado para el personal de la agencia. Usted puede estar al tanto de todo cuanto sucede, pero no tiene control sobre ello.

― Está bien.

― También podrá ponerse en contacto directamente conmigo, pues yo soy quien actualiza todas estas cosas a diario. Aquí le dejo mi dirección personal y mi número de extensión, por si tuviera alguna duda.

― Oh, piensas en todo, querido – Cristo se envaró cuando notó la mano de la mujer posarse sobre su muslo.

― Los nuevos proyectos están agrupados aquí, en esta sección. Los proyectos confirmados están bien resumidos y disponen de todos los detalles necesarios. A medida que el proyecto queda más en el horizonte, los detalles son menos precisos, poco más que primeras impresiones de los clientes sobre lo que buscan o requieren, o incluso bocetos de agencias publicitarias.

― ¿Tienes despacho en la agencia?

― No, comparto el mostrador de recepción con la chica que lo atiende. Necesito poco espacio para mi trabajo. Una pantalla, un teclado, un ratón…

― Bueno, al menos estarás divertido. ¿Es guapa?

― Lo bueno de trabajar en una agencia de modelos, es que la mayoría de empleados son guapos, incluyendo maquilladores, secretarias y hasta Priscila, la gerente, o la jefa mayor.

Jeanne soltó una carcajada y le volvió a palmear el muslo, pero esta vez lo pellizcó con habilidad.

― ¿Has tenido algún rollete con alguna modelo?

― No, señora, más bien soy como la mascota de la agencia.

― ¿Cómo es eso? – preguntó ella, sorprendida.

― Pues que soy quien les soluciona la papeleta cuando necesitan algo, pero no me tienen en cuenta como hombre. Soy el amigo encantador, el hombro en el que apoyarse…

― Vaya, que mal… eso te supondrá estar todo el día mordiéndote el labio. Tanta confianza, tantas chicas guapas, y no poder desquitarte…

― Ufff… y que lo diga… sudores diarios – se burló Cristo, haciendo un gesto como secándose el sudor de la frente. Se había dejado llevar hasta el terreno que buscaba Jeanne, sin apenas esfuerzo. Podía percibir la excitación de la mujer, incluso tras el desahogo que había tenido en la piscina, un rato antes, pero aún no sabía qué era lo que lo generaba.

― Perdona que te lo pregunte, Cristo, ¿tienes ya experiencia sexual?

Cristo frenó la sonrisa que amenazaba con pintársele en el rostro. Ahora estaba seguro de que Jeanne le creía mucho más joven, apenas salido de la adolescencia.

― Si, algo – contestó bajando la voz.

― ¿Has tenido novia?

― No… nunca.

― ¿Entonces? ¿Ha sido con una amiga?

― No. De la familia.

Jeanne abrió los ojos con sorpresa.

― ¿Allá en España?

― No, aquí, en Nueva York. Vivo con mi tía. La hermana menor de mi madre.

― ¿T-te acuestas con ella? – preguntó la dama con un pequeño silbido.

― A veces, cuando nos sentimos solos…

― ¿Cuántos años tiene?

― Aún no ha cumplido los cuarenta, pero está cerca.

― Una edad perfecta – dijo ella, como si fuese una máxima.

― ¿Por qué perfecta?

― Porque ya se tiene experiencia en la vida a esa edad, y aún se es joven y vital – explicó Jeanne, acariciándole un hombro. — ¿No te parece?

― Si, tiene razón. Mi tía es profesora de flamenco en Juilliard. Es una bailarina profesional y se mantiene muy bien.

Cristo cerraba más y más el invisible collar con el que estaba aprisionando a Jeanne, quien, en el fondo, creía que era ella la que estaba seduciendo al chico. Un buen estafador se aprovecha de tus propios deseos, y Cristo era un magnífico pillo. La dama se felicitaba por su buena suerte. El chico estaba acostumbrado a yacer con una mujer madura, de su edad, por lo que no era insensible a sus maduros encantos. Ya le imaginaba botando entre sus piernas, meneando ese esbelto culito, llenándole el coño de lefa juvenil.

Estuvo a punto de gemir, descontrolada. Tenía que calmarse; no podía fastidiarlo todo ahora.

― Bueno… ¿Te apetece darte un baño? – cambió de tema con rapidez.

― Pues la verdad es que traigo un bañador en la mochila, por si tenía tiempo de ir a la playa.

― Nada de playa. La piscina es mejor y es de agua salina, pero depurada. Cámbiate. Yo haré lo mismo y te acompañaré.

Una vez a solas, en el despacho, Cristo sonrió, mirando su reflejo en el cristal de uno de los cuadros expuestos. Tenía un par de ideas rondando por la cabeza y quería llevarlas a cabo, antes de regresar a la ciudad. Se desnudó, sacó el bañador y las chanclas y metió la ropa en la mochila de nuevo. No supo si esperar o salir, pero en pocos minutos apareció Jeanne, luciendo un pareo completo y casi transparente. Bajo la sutil tela, el sucinto bikini –uno diferente, por supuesto- ocultaba muy poco de sus encantos. Ella le ofreció el brazo y se encaminaron hacia la piscina.

El agua estaba a una temperatura maravillosa y el refrescón, así como realizar un par de largos, le vino estupendamente a Cristo, tras un día de ajetreo y viaje. Jeanne le miraba, sentada en el borde, con los pies metidos en el agua. Cristo nadó hacia ella y se dejó mecer por el agua, los brazos cruzados sobre la losa antideslizante, justo al lado de la mujer.

― Esto es una maravilla. ¿Dónde conceden las hipotecas para comprar una casita así? – exclamó, burlón.

― Normalmente, hay que ganárselo, sea estafando, robando, o heredando – sonrió ella.

― ¿Cómo lo consiguió usted, si puede preguntarse?

Jeanne le acarició la mejilla mojada.

― Tutéame, Cristo…

― Claro, Jeanne.

― En mi caso, me lo gané abriéndome de piernas…

Cristo no respondió, pero dejó que una sonrisa plena y cómplice se dibujara en él.

― Conseguí que mi marido dejara a su primera esposa y se casara conmigo. A pesar de su dinero, era un hombre mal follado.

― ¡Increíble! ¿Cómo es eso posible?

― Puro y tonto puritanismo – soltó la dama, echándose a reír. – Es una raza por extinguirse… lástima.

― No me creo que usted haya sido una…

― ¿Una? – Jeanne alzó un dedo, como advertencia.

― … buscavidas.

― ¡Buena palabra! No, no era una cazafortunas, pero si un poco cabeza loca. Mi familia tenía posibles aunque no a esta escala. Me moría por tener la vida que mis amigas ricas me restregaban por las narices. Gracias a los contactos de mi padre, conseguí un puesto en el círculo de trabajo de Edward. Simplemente aproveché que su matrimonio estaba pasando una mala racha para darle un empujoncito. La verdad es que me enamoré de él, de su prestancia, de su aura de poder… Supongo que tuve suerte y me eligió a mí como la esposa que deseaba. La otra quedó como la madre de sus hijos, que tampoco es mala cosa, ¿no?

― Visto así – Cristo se aferró a uno de los pies de la mujer, que jugueteó con el escaso peso del gitano, haciéndole flotar ante ella. – Y comigo… ¿qué piensas hacer?

Jeanne sonrió. Cristo no era nada tonto.

― Aún me estoy decidiendo…

― Pues deja que te de algunas opciones – musitó el gitano, introduciendo su mano entre las morenas piernas de la mujer. La vagina palpitaba bajo su tacto, como si hubiera estado esperándole siempre.

― Uuuhhh… Cristo…

― ¿Si, Jeanne?

― Quítame la braguita…

Con toda libertad, Cristo deslizó la minúscula prenda piernas abajo, dejando que el agua lamiese las nalgas desnudas. Un triangulito de vello, muy bien recortado para que la propia Jeanne fuese la autora, se presentó ante sus narices, casi como un signo de exclamación sobre la abultada vagina.

― Tienes un coñito precioso… de virgen – la aduló Cristo.

Jeanne enrojeció de placer. Sabía que tenía una vagina bonita, ya se lo habían dicho otras veces, seguramente por no haber parido jamás. Pero aquellas palabras, en boca de aquel jovencito, la pusieron a mil por hora.

― ¿Puedo lamerlo?

Ooooh… ¿Sería verdad lo que decían de los españoles? ¿Qué les encanta comer coños?

― Por favor, niño… hazlo… cómelo…

Y se abandonó a aquella boca ansiosa que amenazaba con succionarla hasta tragarla por completo. Una lengua movediza que no le importaba profundizar cuanto pudiera, extrayendo el fluido molécula a molécula, haciéndola gemir en el proceso. Con delicadeza, Jeanne puso una mano sobre la cabeza de Cristo, apartando suavemente los mechones mojados que caían sobre sus ojos. Contemplar aquella carita infantil, totalmente atareada sobre su vagina, le produjo su primer orgasmo. Fue uno suave y largo, que la estremeció completamente. Metió dos dedos en la boca de su amante, apartándole de esa manera, y le indicó que saliera del agua. Jeanne se puso en pie y le tomó de la mano, conduciéndole hacia la caseta de la sauna y del jacuzzi.

― Vayamos a algún sitio más reservado – le dijo.

Jeanne se introdujo la primera en el gran jacuzzi, quedándose sentada en el liso poyo bajo el agua. Intentó bajarle el bañador a Cristo, a medida que se metía en el agua, pero él la obligó a dejarlo.

― Aún no he terminado contigo – le dijo, asombrándola. – Ponte de rodillas y saca ese culo del agua, querida.

Con alegría, Jeanne se giró, arrodillándose en el asiento y ofreciendo las nalgas que el gimnasio aún mantenía duras.

― Desde el momento en que llegué a esta casa, llevo deseando comerte ese culito – le susurró, posando una de sus manos sobre una nalga.

Jeanne cerró los ojos, totalmente enfebrecida por la calentura. Nadie le había propuesto eso en la vida, aún siendo una de sus fantasías. Jadeó cuando notó la lengua del chico recorrer sus glúteos, desde abajo a arriba. Sus cortos dedos separaban las nalgas de la mujer, dejando al descubierto el agujero más oculto y vergonzoso del ser humano.

Cristo se afanó como nunca, aplicándose sobre aquel esfínter virginal y maduro. Pasaba su lengua para humedecer y luego la volvía a pasar para ablandar el músculo. Picoteaba con uno de sus dedos, arrancando gemidos entrecortados de los labios de Jeanne.

― Dios… esto es sublime – jadeó ella, optando por abrirse ella misma los glúteos. — ¿Quién te ha enseñado a…?

― Sssshhhh… nada de revelaciones, señora… te voy a convertir en una zorra bien follada… en mi putita – musitó Cristo, metiendo el dedo hasta el nudillo.

― Ya soy una… zorra…

― No, nada de eso, Jeanne. Eres una libertina, una poderosa señora que se hace comer el coño por su joven criada… todo un lujo, ¿verdad?

― Mmmmm – la mujer no supo qué contestar. Dicho así, era lo más excitante del mundo.

― Pero voy a hacer de ti toda una guarra, una puta depravada que solo suplicará que le haga perrerías…

― Aaaahhh…

― … que se correrá sin remedio con el sexo más sucio y escabroso que haya conocido…

― Cristooooo… por Dios…

― ¿Sientes como mis dedos te traspasan? ¿Cómo ahondan en tu tripa de puta? Sé que estas deseando que te parta ese culo, ¿verdad? Te da miedo, pero el morbo es mayor… ¡Responde!

― ¡Ssssiiii! ¡Clávamela!

― Aún no, puta. Tendrás que suplicarlo…

Desde luego, a Jeanne le faltaba bien poco para hacerlo. Su grupa se contoneaba, casi sin control, siguiendo el ritmo que los dedos de Cristo marcaban. Ella jadeaba, los ojos cerrados, la barbilla apoyada en el liso borde del gran jacuzzi. Esos dedos que la torturaban, que se hundían en su interior, la abandonaron de pronto. Intuyó que el chico se bajaba el bañador, a su espalda. Jeanne se preparó para sentir su polla traspasándola, llenándola de carne y dolor. No le importó, incluso lo deseaba.

Sin embargo, asombrosamente, no sintió dolor, solo algo de molestia. El pene ahondó algo más que los deditos del chico, pero no le produjo el desgarro que ella esperaba. El pubis de Cristo se acopló contra sus nalgas, haciéndole saber que estaba totalmente en su interior. La aferró por el cabello y agitó sus caderas con ritmo, haciendo resonar el contacto entre las dos pieles como húmedas palmadas.

Jeanne, con la cabeza levantada por el fuerte tirón, se acopló mejor al ritmo, derretida por lo que estaba sintiendo. Primero, no hubo dolor, algo que siempre había temido, por lo que no realizó jamás la sodomía; segundo, el chico se movía como una anguila, conectado a su trasero, y, tercero, una de las manos de Cristo no paraba de pellizcarle fuertemente el clítoris, enloqueciéndola.

― ¡Te estoy follando el culo, zorra! Nunca te lo habían hecho, ¿verdad?

― Noooo… e-eres el prime…ro…

― ¡Pues no se te ocurra apretar, puta, o te cagarás encima de mí!

― Aaaaahhh…

Aquellas palabras brutales la encendían. ¿Cómo podía aquel chico angelical ser tan obsceno? Jeanne nunca se había sentido tan caliente, tan dispuesta a dejarse arrastrar por el pecado y la lujuria. Un minuto más tarde, la mujer se corría como una burra, al sentir como tres dedos asaltaban su vagina, sin contemplaciones. Cristo se salió de su ano y la obligó a girarse, plantándole su pene ante la cara.

― Ahora debes limpiármela, como una buena puta, y hacer que me corra – le dijo, colocando una mano en su nuca.

Jeanne no pudo contestar. Estaba totalmente atrapada por la visión de aquella pollita enrojecida. ¡Por eso mismo no había sentido daño alguno! ¡Era el miembro de un niño, erguido y poderoso, pero el de un infante! Se preguntó cómo podía existir un ser como él, tan perfecto y adecuado para ella. Sus dedos buscaron su coño, sin ser realmente conciente de ello, prisionera de su concupiscencia, de su desatada lujuria, la cual era alimentada y aumentada por su mórbido deseo. ¡Se la estaba follando un bello y dulce angelito, que no era nada inocente!

Se tragó literalmente aquel pequeño pene, sin importarle el acre sabor de su intestino, feliz de satisfacer su sueño. Lo devoró con pasión y cuidado extremo, aspirando cada porción de piel, cada gota de líquido que manaba, hasta que se vacío en su cálida boca, como la estatua real de un Manneken Pis.

Jeanne tragó y degustó el esperma de su ángel, para después correrse nuevamente, merced a sus inquietos y propios dedos. No podía soportar tanta excitación morbosa. Cristo la abrazó con ternura, dejando que la mujer le sostuviera en el agua. Ambos se besaron lánguidamente, dejándose flotar al conectar las burbujas.

― Tendría que marcharme…

― ¿Marcharte? ¿Dónde?

― A Nueva York – sonrió Cristo.

― ¡Ni loco! No me he enterado bien de lo que me has explicado. Mañana daremos un nuevo repaso, a ver si me quedo con la noción. Te dije que era muy torpe para esas cosas – sonrió ella, besándole la nariz.

― Pero… no he traído ropa, ni nada…

― No necesitaras nada. Estaremos todo el día desnudos – bromeó ella, aferrándole una esbelta nalga.

_______________________________________________

Tres días después, Cristo regresaba a la ciudad, viajando en uno de los lujosos vagones Bussiness de la línea férrea. Jeanne no había permitido que viajara en algo inferior a eso. Tres días. Ese tiempo era el que había “tardado” la señora en aprender a manejar los programas pertinentes. Cuando Cristo llamó a miss P., esta no quiso escuchar ninguna queja: “Te quedas el tiempo que el presidente estime necesario, ¿está claro?”.

Clarísimo. Jeanne y él se rieron en silencio, activado el “manos libres” del aparato.

― Lo que usted diga, Priscila – contestó él, humildemente.

Estaban desayunando y se fueron a follar junto a la piscina. Parecían conejos. Jeanne estaba en un extraño paraíso, pasando de una sensación a otra, de una técnica guarra a otra aún más asquerosa, que no hacían más que obsesionarla y motivarla aún más. ¿Cómo había podido estar tan ciega, ser tan melindrosa? Cristo la lamía por todas partes, chupaba sus pies, le metía los dedos por cualquier orificio y, luego, se los hacía lamer, disfrutando de su propio sabor.

A la hora de almorzar, lo hicieron desnudos, sentados en el porche trasero. Cristo empezó a jugar sexualmente con la comida, restregándola por sus cuerpos, comiendo directamente de lo que había volcado en su entrepierna, deslizando su lengua por diversos mejunjes aplicados sobre la piel…

Marjory, muy atenta y animosa, les ofreció unos sabrosos batidos reconstituyentes, para permitirles seguir con sus juegos. Jeanne jamás había estado tanto tiempo realizando sexo, y aún menos con esa intensidad. Era como estar bajo el influjo de una fuerte fiebre que la hacía contonear y agitarse, en vez de delirar. Las imágenes, las posiciones, los nuevos juegos, las excitantes palabras, todo se mezclaba en su mente, sin saber cuando, ni dónde, pero manteniéndola enfebrecida y siempre excitada.

Se corrió sin parar durante todo lo que duró su primera lluvia dorada. Mientras Cristo la impregnaba de su orina, ella se retorcía sobre el césped, sin ni siquiera tocarse. Era una zorra asquerosa, una guarra de la más baja estofa, y respondía plenamente a las interpelaciones de Cristo. Era su puta, y siempre lo sería. No quería ser otra cosa. Por él, por lo que era capaz de hacerla sentir, haría cualquier cosa, incluso abandonar a su marido.

Ese era el resultado que Cristo había conseguido al cabo de tres días de folleteo y unas dosis de Éxtasis líquido en el vino, o en el zumo del desayuno: transformar a la señora en una puta perra, que haría cualquier cosa que él le pidiera por puro vicio.

Como premio extra, el segundo día, integraron a la alucinada Marjory en su lecho de fuego. La criadita andaba más que caliente, espiándole por todos los rincones. Cuando Cristo la llamó a la piscina, llegó corriendo, quitándose el uniforme a toda prisa. Cristo hizo que Jeanne dejara de lado aquellas pretensiones de dama esclavista y la puso a comerle el coño a la criadita durante más de una hora, destrozándola a orgasmos. Al tercer día, las mujeres follaban ya como locas, sin remilgo alguno, y usaban cinturones fálicos para dejar descansar a Cristo, quien ya padecía por el agotamiento.

Jeanne no se sentiría nunca más sola, ni abandonada. Conocer a Cristo había cambiado su perspectiva y su filosofía de la vida. Claro que había que mantener todo aquello en secreto, pero lo bueno de los Hamptons era eso mismo: ocultar secretos.

Cuando Cristo abandonó la mansión, dejó a Jeanne durmiendo en su gran cama, aún con un consolador funcionando en su culo. Marjory le hizo mordisquear una tostada y tragar un buen café, mientras le besuqueaba en el cuello. Le hizo una deliciosa mamada, de rodillas detrás de la puerta principal, como colofón de despedida.

Cristo sonrió, conectando su portátil a la red wifi del tren. Con esta aventura, había asegurado aún más su puesto en la agencia, y, además, disponía de un lugar de descanso en los Hamptons, entre los privilegiados.

¡Como le gustaban los Estados Unidos de América!

CONTINUARÁ….

 

Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (19)” (POR JANIS)

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verano inolvidable2El alegato del pápa Diego.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloCristo se arrellanó en uno de los bancos del grandioso hall del Lincoln Center. Aún quedaba un buen rato para que Faely saliera de su clase. Habían quedado para almorzar y charlar. Bueno, en el caso de Cristo, escuchar la diatriba de su tía con respecto a Zara.

A cada día que pasaba, era más y más evidente que Faely estaba obsesionada con la relación que su hija mantenía con su dueña; estado al que aún no había conseguido bautizar con éxito (es difícil encontrar un caso parecido en la historia, así que los nombres como Edipo o Electra, pos como que no sirven). Tal estado había comenzado con una natural envidia, luego había pasado a ser un deslizante estado de celos, y, ahora, era un furioso reclamo para ser castigada. Cristo hacía todo lo posible para calmarla, tanto anímicamente como físicamente, lo que le llevaba a meterla en su cama, noche si, noche también, pero, por mucho que usase la caña de bambú, que Spinny le había regalado, sobre sus nalgas, no conseguía grandes progresos. Faely estaba desatada, en camino de rebelarse como Espartaco hizo en su tiempo, aunque sin espada, gracias a Dios.

Así que allí estaba él, esperando en uno de los bancos y mirando, con cierta desgana, el tipo que se había subido a uno de los atriles de oradores, situados a lo largo del muro norte del hall.

El tipo en cuestión, un hombre de color bien vestido con traje oscuro y corbata roja, de unos cincuenta años y tan redondo como una albóndiga de la máma, sacó un pequeño libro del bolsillo de su chaqueta. Lo abrió y consultó un párrafo, antes de depositarlo sobre la superficie de mármol del atril y encararse a la gente que pasaba por delante de sus narices, sin apenas mirarle.

Se trataba de un predicador callejero, perteneciente al peor subgénero de la especie, ese llamado “profeta de la hecatombe”. Cristo sonrió al escuchar sus apocalípticas advertencias. Observó la mano que el hombre levantaba, la derecha, cuya palma amarillenta no dejaba de dibujar arabescos en el aire. Aquel gesto, casi involuntario para su dueño, le trajo recuerdos casi reprimidos. No sabía como se habían asociado el gesto inquisitivo del predicador con la noche mágica del rito Pentecostés, que el clan celebraba rigurosamente cada lustro. Quizás el gesto era parecido al que hacía el pápa para remarcar las palabras…

Con cierta curiosidad, Cristo rebuscó en el Pozo (su memoria profunda) hasta encontrar su iniciación en el ancestral rito.

Flashback

Según su madre, todos los gitanos tenían que pasar por el rito Pentecostés, entre los doce y diecisiete años. Cristo pensó que se refería a los gitanos del clan, pero averiguó, más tarde, que se refería a todos los romaní repartidos por el mundo. Cristo tendría que haber cumplido el rito la última vez que se celebró, pero estaba bastante enfermo, postrado en la cama. Su máma no lo permitió y por ser quien era, se le permitió unirse al grupo de nerviosos chiquillos, a pesar de tener ya diecinueve años. De todas formas, no había diferencia alguna entre Cristo y Pedro, de catorce años, al menos físicamente.

La noche elegida cambiaba según la marea de calendario dela Pascua.Secelebraba cincuenta días después del Domingo de Resurrección, y era toda una simbología religiosa, referida al Espíritu Santo. Eso era lo que Cristo creía y pensaba encontrarse, pero todo estaba envuelto en misterio y sigilo, lo que enervaba aún más a los chiquillos.

Al parecer, la ubicación del rito también cambiaba a cada ocasión. La vez anterior, su máma le dijo que se celebró en la playa. Sin embargo, en una solemne y silenciosa procesión por el Saladillo, Cristo, Pedro, Abel, y Cristina, fueron conducidos hasta uno de los ruinosos almacenes del muelle del Tuerto. Abel, que era el más pequeño de los primos, se quedó con la boca abierta cuando uno de los hombres dejó al descubierto una oculta trampilla que daba paso a una vieja escalera, la cual se hundía en el suelo. Cristo no podía saberlo, porque él no había jugado nunca con sus primos en aquella parte del barrio, pero los chicos estaban francamente alucinados de saber que en su terreno favorito de juego existía un pasadizo secreto que ellos desconocían.

Descendieron la escalera metálica, de oxidado pasamanos, bien alumbrados por varias linternas que los hombres sacaron de sus cintos. Les detuvieron en un rellano de agujerado cemento, frente a una recia puerta de hierro, totalmente enrojecida por el orín. Uno de los mayores golpeó con el puño de su linterna, en una secuencia establecida, y una profunda voz respondió, dando el permiso para entrar.

¡Vaya cuchitril!, pensó Cristo, paseando su mirada por las desconchadas paredes. La sala tendría unos cinco o seis metros de ancha por unos diez metros de larga. Frente a la puerta y al fondo, pápa Diego estaba sentado a una gran mesa de madera, desbastada por el uso y el tiempo. Varias velas encendidas vertían su cera sobre la ajada superficie. Detrás de él, cubriendo toda la pared, una enorme bandera, quizás un par de sábanas unidas, representaba a través de una elipse todas las fases lunares. En el interior del ovalo, una leyenda escrita en latín, con elaboradas letras góticas: “Imitantem cyclum lunarem”.

El patriarca señaló las cuatro sillas dispuestas ante él y la mesa, y los chicos se dieron prisa en aposentar sus traseros en ellas. Entonces, la comitiva que les había llevado hasta el lóbrego sótano, desapareció, dejándolos solos ante pápa Diego.

― Estáis aquí para cumplir la tradición, cachorros – enunció con una profunda voz, enronquecida por los años, el tabaco y el tintorro. Señaló con el pulgar por encima de su hombro. – Ante este símbolo, todos los gitanos, de cualquier clan o familia, deben inclinar la frente y obedecer lo que se le imponga. Esta es la estampa dela Hermandaddela Luna…

Cristo había escuchado a su padre hablar con sus hermanos, sobre algo llamadola Hermandad, pero siempre había creído que era algo referente a las cofradías del puerto. Su rápida mente comprendió que era mucho más que eso. Por lo visto, era el mayor secreto guardado de la raza caló: una logia masónica. Y como todo círculo secreto que se preciase, disponía de un Gran Hermano Masón: el patriarca del clan Armonte, quien se disponía a dar su discurso de ingreso a los nuevos miembros.

Pero la implicación de los jóvenes postulantes debía llegar más lejos, y, para ello, tenían que escuchar primerola VerdaderaHistoriade labios de respetado patriarca.

La iluminación de la sala, consistente en dos filas de velas a pie de los muros laterales, daba un aspecto casi litúrgico a la vacía habitación. El pápa encendió un pitillo con una de las velas que tenía delante, antes de carraspear fuertemente, llamando la atención de los chiquillos allí reunidos.

― Nos hemos reunido aquí para que conozcáis lo que ningún payo debe saber nunca, ¡JAMÁS! – la palabra restalló con fuerza, sobresaltando a los chicos. – Este es un secreto caló, un secreto para dar la vida. Es la razón que nos impulsa, la esencia de nuestra alma. Habéis dejado de ser churumbeles, ¿está claro este concepto?

― ¡Si, pápa Diego! – clamaron los cuatro a la vez. Cristo no recordaba haber visto al patriarca tan serio antes. Ni siquiera cuando tía Rafaela anunció que se casaba con el negro.

― Esta noche de Pentecostés se viene celebrando desde hace cinco siglos, desde que los romaní llegaron a Europa. En una noche, cada cinco años,la Hermandadcuentala VerdaderaHistoriaa los nuevos miembros, para que el pasado no se pierda. Antes, eran solo los hombres los que pasaban la historia, pero desde hace unos años,la Hermandadacepta a las mujeres – el patriarca hizo un gesto hacia Cristina, quien enrojeció – como postulantes. ¡Todos somos gitanos!

― ¡Si, pápa Diego!

― Bien, zagales. Cuando abandonamos las grandes montañas del este y dejamos de ser nómadas de las rutas escarpadas, fue por no servir a ningún señor cristiano y escapar del hostigamiento de los moros otomanos. Sin embargo, a pesar de las dignas palabras de acogida de los grandes reyes de Europa y de su Santidad, nunca fuimos bien recibidos, no señor. Aquí, la moral y la superstición siempre han estado controladas porla Iglesia. Losromaní fuimos acusados de herejía y brujería, o bien de ladrones y estafadores. Los clanes tuvieron que dividirse aún más, perdiendo su fuerza y su unión, para pasar más inadvertidos. ¡Así fue como nuestro clan, que por entonces había perdido su nombre, llegó a España, a mediados de 1600, embarcados como ratas, a través del Mediterráneo!

― ¡Si, pápa Diego! – repitieron, como si estuvieran en clase.

― Durante unos años, recorrimos la costa andaluza y las bajas tierras de Murcia y Levante. Algunos de los nuestros decidieron probar fortuna en las grandes ciudades al norte, y se escindieron del grupo original. Finalmente, el clan tomó la decisión de instalarse en la antigua medina de Algeciras, totalmente desvastada desde hacía más de trescientos años.

¡Aquí no había nadie! ¡Solo antiguos fantasmas musulmanes que vagaban perdidos entre los cascotes de un imperio desaparecido! ¡Fuimos nosotros, junto con unos refugiados gibraltareños que huían de la ocupación del peñón por las tropas angloholandesas, aliadas del archiduque Carlos de Austria, enla Guerra de Sucesión Española, quienes levantamos nuevamente Algeciras! ¡Las casas eran poco más que cabañas, levantadas con las mismas piedras de las ruinas árabes! Pero, desde entonces, el clan ha participado en el crecimiento de Algeciras, los asedios a Gibraltar,la Guerra dela Independencia,la Guerra de África, y hastala Guerra Civil de 1936. ¡Algeciras nos pertenece, por sangre y sudor!

― ¡Si, pápa Diego!

Al llegar a este punto, exaltado como un novio en la noche de bodas, el pápa hizo un alto y encendió un nuevo cigarrillo. Se acercaba el inicio de su verdadera exposición. Todo lo demás apenas constituía la introducción de un asunto que, como otros patriarcas, tenía clavado en el pecho, una espinita del tamaño de una faca, según contaba.

― Por aquel entonces, el rito Pentecostés era una celebración en memoria de nuestros antiguos pastos, de los muertos que dejamos atrás; un recuerdo de nuestras raíces para no olvidar el pasado. Creímos, por un momento, que habíamos encontrado un rincón para dejar nuestros carromatos en el olvido, pero no fue así. Cuando Algeciras apenas comenzaba a ser una ciudad, la envidia hacia los romaní desató de nuevo la desgracia sobre nosotros. El rey de España, el idiota Fernando VI, autorizó una persecución, exactamente el miércoles 30 de julio de 1749, con el objetivo de arrestar, y finalmente “extinguir” a todos los gitanos del reino. Se la llamó la Gran Redada. El astuto marqués de la Ensenada lo ideó todo en secreto y se dispuso que comenzara de manera sincronizada en todo el territorio español. ¿El motivo? Nadie lo sabe. No sabemos si fue por odio, o por temor, o por avaricia… Los romaní siempre hemos sido envidiados por los demás pueblos. Somos más guapos, más inteligentes, más libres que ellos, así que lo único que les queda es quebrarnos con la fuerza de sus leyes – exclamó, agitando en el aire su gancha de madera de fresno. – Aún disponiendo de toda la fuerza del reino, de un ejército contra unos pobres pastores, este plan se llevó a cabo en secreto, y dentro del ámbito de la secretaría de Guerra. ¡La secretaría de Guerra! ¡Como si fuésemos jodidos ladrones y espías ingleses!

― ¡Si, pápa Diego!

― ¿CÓMO?

― Eeeh… esto, no, claro que no, pápa Diego – balbuceó Pedro.

― No, no zomos ingleses, para nada – exclamó Cristo. .. Ha zido la inercia, zeñor.

― ¡Joder, niños, estad atentos! ¿Por dónde iba? Ah, si… El maldito marqués preparó minuciosas instrucciones para cada ciudad del reino, que debían ser entregadas al corregidor payo de manos de un oficial del ejército. La orden era abrir esas instrucciones, estando presente el corregidor y el oficial. De esa forma, los demás oficiales y las tropas no sabrían nada hasta que llevaran a cabo los arrestos. Junto a estas órdenes, se añadió una copia del decreto en que el nuncio episcopal daba instrucciones para los obispos de cada diócesis. ¡La Santa Madre Iglesia también estaba de acuerdo y en nuestra contra! ¿Qué le habíamos hecho?

Ante tales palabras, los chiquillos dejaron escapar un conjuntado murmullo de sorpresa. La verdad es que el pápa era un excelente orador, con un bien desarrollado don de palabra, gran carisma, y, sobre todo, mucha cultura. Lo que se decía un gitano de mundo.

― El marqués planeó que tras el arresto, los gitanos deberían ser separados en dos grupos: todos los hombres mayores de siete años en uno, y las mujeres y los menores de siete años en otro. ¡O sea, que no se salvaba nadie! Los hombres serían enviados a trabajos forzados en los arsenales de la Marina, en Cartagena y El Ferrol, y las mujeres ingresadas en cárceles, en Málaga y Zaragoza, o bien enviados a trabajar en las fábricas textiles de Valencia. También se pensaba surtir de mano de obra barata las minas de Almadén, o las del norte de África. Las mujeres tejerían, los niños trabajarían en las fábricas, mientras los hombres reventarían en los arsenales, que necesitaban mano de obra para modernizar la flota española. ¡Gracias a Dios, las galeras habían sido abolidas el año anterior, en 1748! ¡Tenían pensado separar a las familias y así impedir el nacimiento de nuevos gitanos! ¡Eso se llama genocidio hoy!

El traslado se haría de inmediato, y no se detendría hasta llegar a destino, quedando todo enfermo bajo vigilancia militar mientras se recuperaba, para así no retrasar al grupo. ¿Acaso era una nueva forma de decir que el enfermo sería eliminado en cuanto se quedaran a solas? El colmo de la hipocresía fue que la operación se financiaría con nuestros bienes confiscados y subastados, para pagar la manutención durante el traslado, así como el alquiler de carretas y barcos para el viaje. Las instrucciones fueron muy puntillosas en ese sentido y establecían que, de no bastar ese dinero, el propio Rey correría con los gastos.

Cristo, al igual que sus primos estaba fascinado y atrapado por la historia y por las rudas imprecaciones del patriarca. ¿Cómo era posible que nadie supiera nada de todo ello? ¿Es que no se daba nada de eso en la escuela? Sin embargo, a pesar de su propia indignación, se hizo la firme promesa de asegurarse de que la historia fuera cierta y no una invención del patriarca. Pero, a pesar del profundo odio del anciano por los cuerpos policiales españoles, resultó que cada dato histórico había sucedido, tal y como se contaba.

― Entre nueve mil y doce mil gitanos fueron detenidos, muchos más de lo que ellos mismos pensaron. Sin duda, en aquel tiempo, las matemáticas no eran el fuerte de los militares y los asesores – dijo el patriarca con una sonrisa. – El caso es que empezaron a no saber donde meter tanto gitano. Por otra parte, la sutileza tampoco era una virtud ensayada por las tropas españolas. En Sevilla, una de las ciudades donde más gitanos se habían asentado, unas 130 familias, se creó un verdadero pánico cuando algún astuto oficial ordenó cerrar las puertas de la ciudad para que el ejército rodeara la población. Hasta los joyeros del puente de Triana se cagaron, seguro. Desgraciadamente, el arresto de nuestra gente dio lugar a disturbios que se saldaron con al menos tres fugitivos muertos, y docenas de heridos entre la población inocente. En otros lugares, los propios calós se presentaron voluntariamente ante los corregidores, creyendo tal vez que todo era un malentendido relacionado con su reciente reasentamiento.

― Pápa, ¿cómo les daban de comer a todos esos detenidos? – preguntó Cristo, dejando que su mente hiciera malabarismos con la intendencia.

― Pos que el meticuloso plan que el marqués y sus consejeros idiotas idearon se fue a la mierda, ¿qué te crees? Todo lo que habían planeado se vio muy pronto superado por el caos y la imposibilidad de llevar a cabo las órdenes de traslado y alojamiento. Como tenían que solucionar las cosas sobre la marcha, se reunió a los gitanos en castillos y alcazabas, e incluso se vaciaron y cercaron barrios de algunas ciudades para alojar a los deportados, tal y como se hizo en Málaga. Ya podéis imaginar la gracia que les hizo a los vecinos. ¡Que te echen de tu casa para instalar provisionalmente unos detenidos gitanos!

Los jovencitos se echaron a reír con las palabras del maduro patriarca. Pápa Diego era un hombre cabal y, a pesar de que sentía aquella injusticia como algo propio, escupió al suelo alguna hebra de tabaco, antes de decir:

― Hay que reconocer que no todos los payos se portaron malamente. Según la documentación conservada y los testimonios, hubo de todo entre ellos, desde la colaboración y la denuncia hasta la petición de misericordia al Rey por parte de ciudadanos «respetables», como sucedió en Sevilla y en Cádiz. Esto demuestra que, como ahora, podemos integrarnos en su sociedad, si nos lo proponemos.

Pero, gracias a la Macarena, el listo del marqués nos dio la posibilidad de buscar rendijas por donde escabullirnos. Su primer fallo fue no querer decirnos a la cara nuestra condición de raza: gitanos. ¡Somos gitanos, calós, romaní! Pero es como si a los payos les diera vergüenza pronunciar esa palabra.

En las instrucciones enviadas no se mencionaba, en ningún momento, a los «gitanos», pues esa palabra estaba prohibida en público desde ciertos asuntos anteriores, en virtud de los hipócritas ideales de la Ilustración –gracias sean dadas a los franceses. Eso permitió a algunos corregidores ordenar que no se molestara a determinadas familias por estar muy arraigadas en el vecindario y tener un oficio conocido. Así mismo, no se detuvo a las mujeres gitanas casadas con un no gitano, apelándose al fuero del marido. Sin embargo, los gitanos casados con payas sí fueron deportados junto con sus mujeres e hijos, por consejo del clero. ¡Malditos sean los curas con sotana!

El mandato disponía la horca para los fugados, si bien parece que las autoridades locales se negaron a cumplir esa orden, en parte por considerarla injustificada, y, más tarde, al ver la cantidad de recusaciones que les llegaban.

Cristo, al igual que sus compañeros, dejó escapar un suspiro de alivio, al saber que muchos gitanos se habían librado de aquella suerte. Más tarde, comprendería que los niños son el público más volátil que existe, eso bien lo sabía el patriarca, y los exprimía cuanto podía.

― El marqués de la Ensenada intentó tomar una decisión sobre qué hacer con todos los arrestados. Se barajaron posibilidades tales como una deportación masiva a América, su dispersión en los presidios, o su empleo en las grandes obras públicas. Pero empezaban a llover los recursos y pleitos que desbaratarían gran parte del plan. Como ya he dicho, no existía una noción clara y determinante de quién era gitano y quién no, de manera que muchos gitanos asentados desde hacía generaciones vieron revisados sus casos, en ocasiones por iniciativa propia, otras veces al ser defendidos por sus vecinos, y en la mayoría mediante procedimientos secretos de las propias autoridades, con el fin de comprobar su grado de integración. Por otro lado, los consejeros del Rey descubrieron, por fin, que los gitanos arrestados eran, en su mayoría, familias sedentarizadas, muy fusionadas con la sociedad y bastante valiosas para las economías locales, mientras que los sujetos más conflictivos, a sus ojos, aún continuaban sueltos. En octubre de 1749, el gobierno presentó una nueva orden, en un intento de hacer entender a sus propios oficiales que se estaba deteniendo a los gitanos equivocados. Pero esto, sin una explicación veraz y abierta, añadió aún más confusión a las órdenes repartidas con tanto secretismo. De hecho, entre 1751 y 1755, aún se enviaban a gitanos a las cárceles, y, al mismo tiempo, se liberaban otros. La confusión era total, pues había localidades en las que se detenía a los gitanos, y otras en las que se les soltaba.

Y ahora, os pregunto, ¿Cómo no nos íbamos a distanciar de los castellanos después de ese follón? No podíamos fiarnos de nadie, si tu vecino te denunciaba, y los curas te negaban el auxilio. Nos habíamos esforzado en convivir con los payos y nos lo pagaban así, arrestándonos como criminales.

Siempre hemos sido astutos, lo sabemos. Somos supervivientes, y muy pronto, el personal militar encargado de custodiar a los arrestados lo descubrió para desgracia suya. Los gitanos detenidos creaban verdaderos quebraderos de cabeza a sus carceleros y apenas servían para los trabajos de los arsenales -¿desde cuando has visto a un gitano dar el callo y más sin que le paguen?, bromeó-.

Esto aceleró la liberación de muchos presos y contribuyó a más caos aún, ya que la mayoría de apellidos y nombres eran comunes. Heredia, Jiménez, Cortés, Amaya, y Fernández, por todas partes, dando lugar a múltiples confusiones. A eso, se sumó el hecho de que los liberados debían recuperar sus bienes ya subastados, lo que convirtió el proceso en un problema jurídico y económico para muchas localidades. Por otro lado, la liberación dividió a los gitanos en dos grupos para los payos: los «buenos» y los «malos», un precepto que sigue existiendo, hoy en día. Aquellos que quedaron presos se resignaron o se resistieron, y hubo intentos de evasión. A los cuatro años de internamiento, muchos gitanos volvieron a reclamar su libertad, amparándose en que esa era la pena para los vagabundos y pedigüeños normalmente, y que ya la habían cumplido. El asunto se fue dilatando en Madrid, pese a las protestas de los militares que se quejaban del coste económico que suponía tener a su cargo a los prisioneros, o de los vecinos y corregidores. Desdela Corte se dieron instrucciones para que no se admitieran más recursos ni liberaciones. Pese a todo, algunos arsenales, por su cuenta, e irregularmente, pusieron en libertad a varios contingentes de gitanos en 1762 y 1763. Estos sucesos, y el revuelo que causaría entre los mandos del ejército, provocaron el indulto final.

Cristo, al escuchar aquellas palabras, se emocionó y palmeó la espalda de su primo, sentado a su lado. ¡Que aventura!

― En 1763 se notificó a los gitanos, por orden del rey – que ya era otro, Carlos III, el inútil (en aquel tiempo duraban poco los reyes, y menos en España)-, que iban a ser puestos en libertad, pero antes tenían que resolver el problema de su reubicación. ¿Reubicación? Nadie sabía qué quería decir eso. ¿Les iban a devolver sus casas, sus chabolas, o sus carros? ¿Los iban a poner a todos juntos en una ciudad? ¿Los iban a echar del país? Además, los consejeros del rey decidieron que, junto al indulto, debería reformarse de nuevo toda la legislación sobre los gitanos. Esto supuso un atasco burocrático de dos años más, para desesperación de los nuestros aún presos. El 6 de junio de 1765, dieciséis años después dela Redada, la secretaría de Marina emitió la orden de liberar a todos los presos. Sin embargo, sé perfectamente que aún en 1783, treinta y cuatro años después de la redada, se liberaron algunos gitanos en Cádiz y en Ferrol. Sin embargo, como siempre, los payos trataron de quitarse la mosca de los cojones. Muy irónicamente, cuando en 1772 se sometió a deliberación una nueva legislación sobre gitanos, en el preámbulo se mencionala Redadade 1749. Carlos III solicitó que fuera retirada esa mención, alegando que “hace poco honor a la memoria de mi hermano”, refiriéndose a Fernando VI. ¡Como si no hubiera pasado nada!

Cristo y sus primos estallaron en aplausos y silbidos, como si asistieran al final de una película. Pero pápa Diego no había terminado, ni mucho menos. Eso era la historia pública, algo que se podía encontrar en cualquier biblioteca y que sabía cualquier historiador. Aún quedaba un punto negro y oscuro, oculto entre los entresijos de la burocracia del reino.

― Al igual que los gitanos no ganaron demasiada confianza ante los payos a raíz de aquella persecución, también avivamos inquina y resentimiento entre las autoridades – dijo el pápa, con un suspiro. – Muchos oficiales y altos cargos del ejército nos culpaban de aquel estropicio que acabó con vergüenza para ellos. Así mismo, varios sectores del vulgo se habían enriquecido con nuestra desgracia y pedían protección a las autoridades ante nuestras justas peticiones, que se fueron convirtiendo en amenazas al no conseguir nada en claro. Muchísimos gitanos lo perdieron todo y tuvieron que tirarse al monte, convirtiéndose en forajidos y bandoleros. Esto sirvió de excusa para que ricos hacendados, con la colaboración de gobernadores y ciertas localidades, crearan cuerpos de vigilancia civiles, entrenados por el ejército.

Los más antiguos de estos cuerpos son quizás la Santa Hermandad de Toledo, y el Somatén de Cataluña, pero otros fueron creados justo en aquellos años, como los miñones de Valencia o los escopeteros en Andalucía. Voluntarios civiles, armados y pagados por consejos locales, dirigidos por nobles, caciques hacendados y políticos.

No es nada difícil imaginar contra quienes arremeterían, ¿no? Por eso mismo, la noche de Pentecostés pasó de ser una liturgia a una reunión secreta, un cónclave gitano que trataba de organizarnos a todos para poder enfrentarnos a estas persecuciones bajo palio. Tuvimos la suerte que estos grupos civiles resultaron ser más pillos y ladrones que los propios forajidos y acabaron siendo disueltos como cuerpos armados. Sin embargo, todo esto sirvió como campo de prueba para un nuevo cuerpo que se crearía setenta años después del indulto:la Guardia Civil.

Los chicos se estremecieron al escuchar tan fatídico nombre, todo un anatema en la comunidad gitana.

― No os gusta ese nombre, ¿verdad? Esa repulsa está en nuestra sangre, en nuestros genes. Aún sin conocer la VerdaderaHistoria, sentís el desprecio subir hasta vuestra garganta – los jóvenes gitanos asintieron. – Hoy conoceréis de donde procede ese odio que nos profesamos mutuamente, los picoletos y los gitanos. Para ello, debo hablaros de un gitano muy particular. Se llamaba Dionisio Reyes.

La Hermandad de la Luna, por aquel entonces, ya había pasado de ser una simple reunión clandestina a una logia que englobaba miles de miembros. Cada patriarca organizaba su logia, y todas las comunidades estaban en contacto, por muy pequeñas que fuesen. Se buscaba ayudar, de cualquier manera, a cuantos gitanos quedaron desposeídos tras la Gran Redada. Se tomaban acuerdos y se vetaban propuestas, siempre en la más completa clandestinidad. Dionisio Reyes era uno de los jóvenes correos entre los clanes gitanos de Madrid, Toledo y Aranjuez (en aquel tiempo no existía otra forma de comunicarse, más que por carta). Hijo menor de un patriarca, tenía diecisiete años y trabajaba como mozo de cuadra para el duque de Ahumada. Dionisio era un gitano bien plantado, de sangre vigorosa y sonrisa fácil, que empezaba a descollar entre sus compañeros y a llamar la atención de las mujeres.

En contra de los consejos de su padre, Dionisio quiso entrar al servicio del Duque como mozo de cuadra –única labor posible para un gitano al servicio de un noble- para así disponer de los caballos para llevar sus correos. Con la excusa de pasearlos y domarlos, podía entregar mensajes con toda urgencia, sin levantar sospechas. Quizás fue el infortunio, o bien un mal de ojo, pero el destino hizo que la hija mediana del duque, Carmen María Belén Dolorosa Viviana, se fijase en él y, asombrosamente, él en ella. Según se cuenta, fue amor a primera vista. La duquesita, una hermosa chiquilla de quince años, no dejaba de remolonear por las cuadras, interesándose, por primera vez en su corta vida en caballos y sillas, y pretendiendo disponer de la atención personal de Dionisio.

Cristina suspiró ante la pincelada romántica. Tenía la misma edad que la duquesita y, seguramente como ella, muchos pajaritos en la cabeza.

― Tanto juego y atención no tardaron en tentar a Dionisio y ambos acabaron declarándose amor incondicional sobre el heno, lo cual solo funcionó mientras estuvieron a solas en las caballerizas, por supuesto. Cuando Francisco Javier Girón y Ezpeleta, segundo duque de Ahumada y quinto marqués de Las Amarillas, se enteró de tal atropello, la cosa no fue nada bien. Para colmo, Carmen María también confesó estar encinta, en un intento de salvar a su amor. Se lió parda la cosa.

El duque envió a su hija al convento de Nuestra Señora de la Anunciación, con las Carmelitas penitentes, para que fuera recluida hasta tener el vástago. El duque aún no sabía que hacer con ese futuro nieto, pero tenía por seguro que no sería admitirle en la familia. En cuanto a Dionisio, tras una severa amonestación, osease, somanta de palos, se le obligó a dejar Madrid con la amenaza de acusarle de robo si pretendía volver y molestar.

Dionisio juró vengarse del duque y tomar lo que era suyo. Un mes más tarde, alguien ayudó a Carmen María a huir del convento en el que estaba recluida. Se sabe que Dionisio se instaló con el clan Cortéz, en Toledo, junto con la duquesita, quien tuvo un hijo al que puso el nombre de Ismael.

Como en una auténtica novela narrada, los chicos sonrieron, alegrándose por el protagonista. Había salvado a su chica y a su hijo y estaba a salvo en un clan caló. Pero pronto aprenderían que la vida no es una novela.

― El duque removió cielo y tierra, buscando a su hija y a su retoño, pero no los encontró. Al cabo de unos meses, alguien entró en su mansión y robó todas las joyas de su esposa Nicolasa, por un valor de varios cientos de escudos de oro. Descartados los criados y sirvientes, el duque sospechó de alguien que conociera la casa y los movimientos del servicio. La respuesta era evidente: Dionisio. Se ofreció una fuerte recompensa por su persona, lo que llevó a que alguien traicionase a Dionisio. El capitán Héctor Quintana y Urquijo, ayudante personal del duque, fue enviado a arrestarle, junto con un pelotón de soldados. Dionisio se atrincheró en la herrería que había abierto recientemente y los soldados le pegaron fuego, iniciando un enfrentamiento con todo el clan Cortéz, que acabó con la muerte de varios gitanos y varios heridos entre los soldados. Uno de ellos, el propio capitán, sufrió una profunda herida de bayoneta en el vientre que le llevó a la muerte una semana después. Sin embargo, Dionisio consiguió huir, junto con su esposa e hijo, pues Carmen María y él se habían casado por el rito caló. Tal desenlace resultó ser un mazazo para el duque, quien apreciaba como a un hijo a su ayudante. El noble entró en varias fases de depresión y furia, en las que ordenó la búsqueda sistemática de los huidos y desheredó totalmente a su hija.

Todo este asunto atrajo la atención del ministro de la Gobernación, el marqués de Peñaflorida, sobre el duque de Ahumada y su voluntad determinante.

Hay que decir que en esas fechas, los caminos rurales de España eran muy peligrosos, al finalizar la Guerra Carlista. El marqués de Peñaflorida dispuso, el 28 de marzo de 1844, que se creara una fuerza armada de Infantería y Caballería, al estilo de la gendarmería europea. El 2 de mayo de ese mismo año, el mariscal de campo Ramón María Narváez encargó su organización al duque de Ahumada, Francisco Javier Girón y Ezpeleta Las Casas y Enrile, quien ostentaba entonces el cargo de Inspector General Militar.

Sin embargo, la frustración y cabreo monumental del duque de Ahumada alteró los preceptos iniciales del Real Decreto: “… a proteger eficazmente las personas y propiedades” quedó más bien en “fuerza represiva contra maleantes, crápulas, contrabandistas, y, sobre todo, gitanos”. Por ello, recomendó cubrir la plantilla paulatina y selectivamente, para garantizar la lealtad y excelencia del personal. O sea, que quería escoger personalmente a sus hombres. Él mismo dijo: “…servirán más y ofrecerán más garantías de orden cinco mil hombres buenos que quince mil, no malos, sino medianos que fueran”.

De esta forma, el Duque elaboró informes y sugirió cambios en la fuerza que debía organizar, así como abogó por una mayor renumeración de los nuevos guardias, para tenerles contentos y dispuestos. De esta forma, se aseguró de que sus fuerzas le estuvieran agradecidas y dispuestas totalmente a sus órdenes.

El 1 de septiembre de 1844, tuvo lugar la presentación oficial del Cuerpo con una parada militar, en las proximidades de la plaza de Atocha, ante las autoridades donde mil quinientos guardias de Infantería y trescientos setenta de Caballería desfilaron, presentando un original sombrero de tres picos de origen francés: el maldito tricornio – pápa Diego escupió al suelo instintivamente. — Así mismo, el Duque terminó elaborando un reglamento interno diferenciado al nuevo Cuerpo de otros, incluido el ejército. Lo denominó la “Cartilla del Guardia Civil”. La presentó el 20 de diciembre de 1845, escrita de su propia mano, estableciendo un código que pretendía dotar al personal de un alto concepto moral, del sentido de la honradez y de la seriedad en el servicio, así como de unas directrices a mantener. Su máxima: “el honor es la principal divisa del guardia civil; debe, por consiguiente, conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás.” Bonitas palabras. Pero la “Cartilla” no solo creaba la figura del comandante de puesto, algo peculiar y moderno, sino que disponía cómo tratar ciertos elementos peligrosos de la sociedad, y hacía especial hincapié en vigilar los gitanos.

Cuando el Duque buscó un nuevo ayudante, el teniente Emiliano Machado Gálvez, este tomó en toda confianza un escribano como ayuda de despacho. Ricardo Castillo Guillén, el escribano, resultó ser una magnífica fuente de información, pues siempre andaba zalamero con mozas y fulanas. La Hermandad pronto le surtió de ardientes amantes que le sonsacaban cuantos escritos, despachos y decretos pasaban por el despacho del Duque.

Así que cuando quedaron dispuestas las diversas competencias de la Guardia Civil, tal y como pretendía el Duque: sobre armas y explosivos; el contrabando y estraperlo; la vigilancia del tráfico, tránsito y transporte en las vías públicas; la custodia de vías de comunicación terrestre, costas, fronteras, puertos, y centros que se requirieran; velar por la conservación de la naturaleza, de los ríos y bosques, y, finalmente, la conducción interurbana de presos y detenidos, la Hermandad lo supo enseguida.

El 10 de octubre, cumpleaños de la reina Isabel II, y con ocasión de la constitución de las Cortes Generales, el Cuerpo de la Guardia Civil realizó su primer servicio, cubriendo la carrera de la comitiva real desde Palacio hasta las Cortes. Su primera intervención tuvo lugar en Navalcarnero, el 12 de septiembre de 1844, al evitar el asalto de la diligencia de Extremadura por una banda de forajidos gitanos, de los cuales dos murieron en el enfrentamiento. Ya se había iniciado la venganza del Duque de Ahumada contra los romaní.

Pero el Cuerpo no nació en una época esplendorosa para él, por lo que su atención se vio atraída en otros frentes, por suerte. En ese periodo, sucedieronla Segunda yla Tercera Guerra Carlista, con fuertes guerras de guerrillas y su posterior evolución a bandolerismo. Sin embargo, el Duque había previsto escenarios parecidos en su “Cartilla” y supieron enfrentarse a tales problemas. Con el salvamento de los súbditos ingleses que navegaban en la goleta Mary, naufragada frente a las costas de Sanlúcar de Barrameda, o bien su asistencia a los afectados de la epidemia de cólera, en Castellón, fueron consiguiendo el reconocimiento de la población. Pero fue en la lucha contra el bandolerismo donde ganaron más batallas, defendiendo caminos y vías, y escoltando carruajes. En 1849, el conocido bandolero “Curro” Jiménez, gitano de Cantillana, pereció en un enfrentamiento conla Guardia Civil. Otros gitanos famosos como el Tempranillo, Luis Candelas, y otros, dejaron de ser una amenaza para la seguridad de bienes y personas, siempre segúnla Benemérita, claro. Nunca hablaron de los bienes requisados a sus familias, ni de las jóvenes gitanas violadas, ni de los brutales interrogatorios para hacer confesar algunos familiares e íntimos. Sin embargo, el Cuerpo se llevó la medalla, y el fenómeno del bandolerismo, aunque perduró algunos años más, se consideró erradicado a finales del siglo XIX.

― Pápa Diego… ¿qué pasó con Dionisio? – preguntó Abel, con curiosidad.

― Se cuenta que salió de España rumbo a Italia y se instaló en Sicilia. Uno de los tenientes sicilianos de Garibaldi se llamaba Reyes y tenía procedencia española. ¿Quién sabe? En 1870 hubo un capo destacado, de apellido Reyes, al norte de Palermo. ¿Dionisio? ¿Un hijo? No se sabe. Dionisio y la hija del duque desaparecieron para siempre. Sin embargo, el legado del primer intendente general de la Guardia Civilsiguió abriéndose camino en la sociedad española, durante una época de gran inestabilidad política. En menos de treinta años, hubo tres elecciones y siete gobiernos distintos, con pronunciamientos, disensiones políticas como la RevoluciónCantonalde 1873, la Guerrade los Diez Años en Cuba, la TerceraGuerraCarlista… Con todo ello, la GuardiaCivilasentó su poder y se convirtió en una institución imprescindible en la que se apoyaron los diferentes gobiernos. Sus tricornios eran temidos cuando se les veía a lomos de los caballos por los caminos. Todos esos embrollos y alzamientos producían nuevos bandoleros y exaltados, que no hacían más que alimentar la maquinaria de la Beneméritay obsequiarle con medallas al mérito y eficacia. Numerosos grupos de excombatientes y delincuentes desesperados, que pululaban por el vacío de poder que se ocasionaba con cada rebelión y cambio de gobierno, fueron atrapados, encarcelados y ejecutados, con mano de hierro.

La Hermandad de la Luna poco podía hacer, más que advertir, avisar, y esconder fugitivos gitanos. Pero, finalmente, la logia decidió frenar la escalada del Cuerpo, minar un tanto su poder, y así pasamos a la acción. Bueno, en realidad, actuamos en defensa propia, pues su avance era imparable.

El Gobierno Provisional de Prim dio nuevas competencias a la Guardia Civil, aumentando su alcance. Más tarde, con la Monarquía Constitucional de Amadeo I, se llevó a cabo una reforma orgánica en 1871, distribuyendo los efectivos más eficientemente en el país, potenciando así el despliegue en las provincias más afectadas por los bandoleros y protegiendo comunicaciones vitales para los contrabandistas.

Afortunadamente, un par de años después, la política volvió a convulsionarse con la abdicación de Amadeo I y la proclamación de la Primera República. Los disturbios ocasionados no dieron respiro a los guardias civiles, lo que nos permitió campar de nuevo a nuestras anchas. Claro que esto tampoco duraría mucho. Por entonces, España estaba perdiendo su hegemonía en el mar, pasando definitivamente su poder al Reino Unido, y sus posesiones americanas se difuminaban.

En 1874, se produjo el pronunciamiento del general Martínez Campos, que trajo, de nuevo, la restauración monárquica y el inicio del reinado de Alfonso XII. En 1878, se publicó la Ley Constitutiva del Ejército, por la que la Guardia Civil pasó a integrarse como un Cuerpo auxiliar militar. La actuación de la Guardia Civil estaba sometida a la jurisdicción militar, lo que supuso un endurecimiento de sus funciones. Ya no hacía falta agredir a un Guardia Civil para acabar en la horca, sino que el simple insulto a cualquiera de ellos representaba la cárcel.

Con la Revolución Industrial y el nacimiento del ferrocarril, posible gracias a que la Guardia Civil mantenía el orden en el ámbito rural, ésta asumió, a nivel nacional, el servicio de escoltas en los trenes de viajeros a partir de 1886.

Por supuesto, la Hermandad se vio obligada a aprovechar también la industrialización. No podíamos quedarnos atrás. Los caminos y los campos nos habían sido negados, así que florecimos cerca de las fábricas, donde surgia una clase obrera organizada en la que poder influir y así aumentar los conflictos sociales. No solo servían para mantener la atención del Cuerpo, nuestro abierto y declarado enemigo, lejos de nosotros, sino que hacíamos dinero con aquellos conflictos. Armas, explosivos, opio, artículos de lujo, medicinas,… todo ello era requerido por una sociedad que empezaba a consumir cada vez más. Sin embargo, no tuvimos absolutamente nada que ver con las acciones del terrorismo anarquista, como la bomba del Gran Teatro del Liceo de Barcelona, en 1893, y otra serie de atentados. Con paciencia y palabras bien colocadas, conseguimos que los españoles empezaran a ver a la Guardia Civil frecuentemente utilizada por los distintos gobiernos para acallar las alteraciones del orden público, o sea revueltas de obreros y campesinos que reclamaban un poco más de pan.

Por aquel entonces, se consiguió minar bastante el buen nombre y la imagen del Cuerpo. Sin embargo, después del desastre del 98, la pérdida de las posesiones de Cuba, Puerto Rico y Filipinas en la guerra contra los EE.UU., que originó la disolución de los Tercios del Cuerpo allí destacados, aquellos excedentes se incorporaron a la plantilla de las metrópolis. Este aumento de hombres permitió a los altos mandos reorganizar la Guardia Civil, con la creación de la Comandancia de Canarias, las Secciones de Ceuta y Melilla, y un incremento del número de Puestos. ¡Fue como ver brotar setas tras la época de lluvias!

En 1902, al cumplir los dieciséis años, Alfonso XIII fue declarado mayor de edad y proclamado rey de España tras la regencia de su madre María Cristina. ¡Un niño rey, no te jode! Su reinado, que se prolongó hasta 1931, sin embargo, resultó relativamente estable y con un fuerte crecimiento demográfico e industrial, sin duda a causa de la neutralidad española en la I Guerra Mundial. Sin embargo, aún tratándose de un etapa relativamente tranquila, existieron serios problemas de fondo, que, claro está, nos encargamos de usar y fomentar: un incipiente independentismo; malas condiciones de vida y trabajo, con campesinos y obreros influidos por la Revolución Rusa de 1917; el eterno caciquismo, y, la Guerra del Rif en Marruecos.

En 1909, la cosa se puso fea. Se produjeron unos altercados en Marruecos con unos trabajadores de las obras de construcción de una línea de ferrocarril, y el gobierno llamó a filas a los reservistas. La noticia de las numerosas bajas españolas producidas en el Protectorado, junto al hecho de que se pudiera comprar la exención del ingreso a filas –sin duda solo para los ricos, claro-, detonaron la convocatoria de una huelga general que, en Barcelona, culminó en la llamada Semana Trágica. Cuando se vinieron a dar cuenta, los convocantes y las autoridades habían perdido el control sobre la huelga y la enfurecida masa de obreros y ciudadanos que salieron a protestar. Creo que aquel fue un buen trabajo de la Hermandad, aunque el descontento ya estaba sembrado. Se produjeron desórdenes, incendios de iglesias y conventos, y pillaje, desatándose un auténtico motín popular. Las autoridades declararon el estado de guerra y restauraron el orden con, al principio, setecientos guardias civiles, reforzados, más tarde, con más efectivos del Cuerpo. De esa manera, se logró sofocar la revuelta, no sin un gran coste de vidas y una pésima publicidad para la Guardia Civil, tachada ahora de represora y asesina.

Como os he dicho, en el protectorado marroquí venían produciéndose incidentes desde antiguo. Con el ejército español cada vez más comprometido en la contención de la resistencia, en 1921, se produjo el Desastre de Annual: una derrota aplastante ante el ejército del Rif y una retirada desordenada, con numerosas bajas españolas, que puso en peligro la propia Melilla. La sociedad española, convenientemente aconsejada por nosotros, claro, no comprendía la conveniencia de una guerra sangrienta y costosa en un territorio de gran pobreza y que solo se hacía por mera cuestión de prestigio. Como esperábamos, se produjo un aumento de la violencia callejera y, por lo tanto, los desórdenes que culminarían en el asesinato del Presidente del Gobierno D. Eduardo Dato por tres militantes anarquistas en la Puerta de Alcalá de Madrid. vuelvo a repetir que fue algo totalmente ajeno a nosotros. Estas circunstancias indujeron al golpe de estado del Capitán General de Cataluña D. Miguel Primo de Rivera, respaldado por el propio Rey. Durante la dictadura de Primo de Rivera se pondría fin a la guerra de Marruecos con el desembarco de Alhucemas, en 1925.

A pesar de toda nuestra oposición, la Guardia Civil siguió adaptándose a los cambios sociales y políticos mediante una sustancial mejora de sus efectivos e importantes reformas: mayor número de Zonas y de generales para cubrirlas, así como la creación de su Primera Academia Especial del Cuerpo, para la formación de oficiales, que se ubicó en el Colegio Infanta María Teresa de Madrid. Tras la graduación de su primera promoción, se cerró y se volvió a abrir, dos años después, en Valdemoro. Debo decir que, a pesar de haberlo intentado, ningún gitano se ha graduado como oficial.

Tras la dimisión del general Miguel Primo de Rivera, en enero de 1930, el Rey convocó una ronda de elecciones que debían servir para recuperar la legitimidad democrática. Sin embargo, los republicanos triunfaron en 41 capitales de provincia y el 14 de abril se proclamó la República. Alfonso XIII abandonó España, camino del exilio en Roma, donde falleció once años después, tras abdicar en su hijo Don Juan de Borbón.

La Segunda República no fue mejor ni peor para la Hermandad. En 1929, se produjo la grave crisis económica mundial conocida como la Gran Depresión, que se prolongó hasta la Segunda Guerra Mundial. Estos años fueron un buen caldo de cultivo para los intereses de la Hermandad. Veamos algunos ejemplos…

El 31 de diciembre de 1931, en Castilblanco, Badajoz, el alcalde requirió al Puesto de la Guardia Civil, formado por un cabo y tres guardias, para que disolvieran una manifestación que se desarrollaba en el pueblo. Cuando el cabo se dirigió a los manifestantes, fue atacado. Al intentar repeler la agresión, resultó apuñalado por un vecino, un gitano cumpliendo órdenes de la Hermandad. Un guardia abrió fuego pero la multitud derribó y desarmó a los tres, que resultaron muertos con sus propias armas. El 5 de enero siguiente, en Arnedo, La Rioja, tras una prolongada huelga, la Guardia Civil intervino en una manifestación. Al acometerla y sin duda pesando aún los hechos de Castilblanco de la semana anterior, los guardias abrieron fuego, ocasionando la muerte de once manifestantes y heridas a otros veinte.

Tras los sucesos de Arnedo, se produjo el cese del general Sanjurjo como Director General del Cuerpo, al que sustituyó el general Cabanellas, el 3 de julio de 1932. En agosto, el general Sanjurjo se alzó infructuosamente contra el gobierno de la Segunda República, con el apoyo de ciertas unidades del Ejército y de la Guardia Civil. Como podéis ver, el coronel Tejero copió la estrategia de un antecesor, además con el mismo resultado. Recordad el dicho: “El que no vale, pa Guardia Civil.”

Pese a todo, los desórdenes en ciudades y campos continuaban. Otro ejemplo de ello, fueron los sucesos del pueblo de Casas Viejas, en Cádiz, donde tras una insurrección huelguista de tres semanas de duración en toda España, se declaró por parte de la CNT, bien aconsejada por un sindicalista de la Hermandad, el “comunismo libertario”, el 10 de enero de 1933. Los anarquistas atacaron el cuartel de la Guardia Civil, donde se encontraban un sargento y tres guardias, hiriendo de muerte al sargento y a uno de los agentes. El Gobierno envió fuerzas de la Guardia de Asalto desde Madrid, para reprimir la sublevación. Estas fuerzas, vencida la resistencia, prendieron fuego a la casa donde se refugiaron algunos de los participantes de la rebelión, falleciendo siete personas. La acción terminó con la ejecución sumarísima de una docena de vecinos detenidos en el municipio. Como resultado, el capitán Rojas, jefe de la compañía de la Guardia de Asalto que estaba a cargo de la operación, fue objeto de una severa condena judicial. Sin embargo, la crisis fue el pretexto para una ofensiva política de la oposición que culminó con la destitución del jefe del Gobierno, Don Manuel Azaña. En resumen, este era el clima en que la Hermandad mediaba y conspiraba. Los sucesos de Casas Viejas, Castilblanco y Arnedo, entre otros muchos, revelaban claramente que el Gobierno de la república no tenía otra alternativa que emplear a la Guardia Civil como fuerza represora. Esto tuvo un alto coste en el Cuerpo, tanto en vidas como en el distanciamiento y pérdida de estima de la población, que es lo que buscábamos.

En 1934 con un gobierno nuevo surgido de las elecciones de noviembre del año anterior, estalla la Revolución de Octubre; movimiento huelguístico revolucionario que se produjo entre los días 5 y 19 de octubre. En Madrid los huelguistas intentaron el asalto a la Presidencia del Gobierno. En el País Vasco se ocuparon las zonas mineras e industriales hasta el día 12, cuando la intervención del Ejército sofocó la revolución con un saldo de al menos 40 muertos. En Barcelona, el gobierno de la Generalitat presidido por Lluís Companys, proclamó el Estado Catalán dentro de una República Federal Española (bueno, los catalanes son así, que vamos a hacer). En Asturias, donde los mineros disponían de armas y dinamita y la revolución estaba bien organizada, se proclamó la República Socialista Asturiana.

En esta última, con la intervención de la Legión y los Regulares del Ejército de África, se consiguió sofocar la insurrección el 19 de octubre. La Guardia Civil pagó un alto precio ya que desde el principio sufrió el ataque a sus puestos. Al caer la noche del día 5, más de veinte cuarteles del Cuerpo habían caído en poder de los sublevados y 98 casas cuartel estaban destruidas. Aquel fue un magnífico trabajo de los clanes Amaya, Vinuz, y Fernández, y los gitanos caídos en esos ataques son recordados aún. El 19 de octubre la Guardia Civil registraba más de 100 muertos, la mayor parte de los cuales pertenecían a la Compañía de Sama de Langreo que, formada por apenas sesenta guardias civiles a las órdenes del capitán Alonso Nart, se le fue la chaveta, defendiendo su posición durante más de treinta horas de asedio. Al final, forzado por la falta de agua, alimento y munición, el capitán Nart ordenó romper el cerco en una salida sorpresa y totalmente gilipollas a plena luz del día. Los revolucionarios, apostados en mejores posiciones, los fueron cazando como patos, abatidos uno a uno.

Sin embargo, el prestigio de la Guardia Civil salió reforzado y se le concedió la Corbata de la Orden de la República, así como muchas medallas póstumas a los caídos. En Cataluña, la Benemérita vuelve a depender del Ministerio de la Gobernación tras la desaparición del efímero Estado Catalán. El presidente de la Generalitat y sus altos dirigentes fueron detenidos, juzgados y condenados. Una lástima, la Hermandad había conseguido unos buenos contratos con ellos.

En 1936, la Guardia Civil se compone de unos 33.500 hombres que suponen una tercera parte de los efectivos del Ejército. Se trata de profesionales, conocedores del terreno y desplegados por todo el territorio nacional. Ya no era un juego enfrentarse al Cuerpo, pero el destino vino a jugar de nuevo con todos nosotros. Se declaró la Guerra Civil y la Benemérita fue de nuevo decisiva en este conflicto, pues la sublevación triunfó donde se sumó la Guardia Civil y fracasó donde ésta permaneció fiel a la República.

El Inspector General de la Guardia Civil, el general Pozas Perea, se mantuvo fiel al gobierno de la República e impartió instrucciones de mantenerse leales al poder legalmente constituido. La Guardia Civil quedó dividida en dos, del mismo modo que el conjunto de España. Por ejemplo, los guardias civiles sublevados en Albacete fueron asesinados y arrojados al mar por decenas en aguas de Cartagena, mientras que el coronel Escobar y el general Aranguren en Barcelona se mantuvieron fieles al gobierno de la República por lo que, finalizada la contienda, serían condenados y posteriormente fusilados.

En Asturias, el conjunto del Principado permaneció fiel a la República, a excepción de la capital. En Oviedo, el coronel Aranda, gobernador militar, se unió a la insurrección ante el requerimiento del general Mola, una vez que estuvo concentrada en la ciudad buena parte de los efectivos de la Guardia Civil. En la defensa del Alcázar de Toledo participaron 690 guardias civiles de la Comandancia, lo que suponía el sesenta por ciento de la guarnición.

En Andalucía, en los tres primeros meses de la guerra y sólo en Sevilla, Granada y Córdoba pierden la vida 712 guardias civiles, en su mayor parte defendiendo sus cuarteles. En Jaén, el capitán Reparaz, se une a la columna republicana del general Miaja consiguiendo agrupar a sus hombres y sus familias en el santuario de la Virgen de la Cabeza. Tras esto, se pasa al bando nacional y participa en la defensa de Córdoba. El santuario queda bajo las órdenes del capitán Cortés sosteniendo un largo asedio de nueve meses. El asedio finaliza el 1 de mayo de 1937, el mismo día en que el capitán Cortés es herido de muerte, y con tan solo 14 hombres en disposición de luchar. El capitán había hecho colgar un cartel con la leyenda “la Guardia Civil muere pero no se rinde”.

¡Gilipollas!

El recuento final de bajas del Cuerpo en ambos bandos arroja la reconfortante cifra de 2.714 muertos y 4.117 heridos, lo que supone el 20 % de sus efectivos iniciales. Se da la paradoja de que en los convulsos años treinta la Guardia Civil había soportado los ataques de los sectores sociales más proclives a la República y, sin embargo, más de la mitad de la plantilla de la Guardia Civil había servido en el bando republicano durante la guerra. Esto no era un gran mérito ante los vencedores, lo que ocasionó que el nuevo régimen mirase a la Guardia Civil con recelo, pues se la consideraba responsable del fracaso del golpe militar en las ciudades más importantes como Madrid, Barcelona y Valencia, hasta el punto de que el general Francisco Franco barajó la posibilidad de su disolución.

La Hermandad estaba exultante cuando se supo la intención de Franco. Al final, se tomó una decisión idiota y “salomónica”, el 15 de marzo de 1940 se promulgó una Ley que integraba el Cuerpo de Carabineros, al que se ponía fin tras 111 años de servicio ininterrumpido, en la Guardia Civil. De esta forma, se controlaba el Cuerpo, añadiendo oficiales y hombres leales. De nuevo fortalecido, el Cuerpo se ocupó de la guerrilla antifranquista, los “maquis”, como prueba de fuego. El fenómeno maquis tuvo un periodo de apogeo desde 1944, con la invasión del valle de Arán, hasta 1948. La Hermandad se encargó de suministrarles refugio y armas. Para la Guardia Civil, la lucha contra el maquis le supuso la pérdida de 627 hombres.

A partir de los años 50, con el aumento del tráfico rodado que se produjo como consecuencia del crecimiento económico, se encomendó a la Guardia Civil la vigilancia del tráfico y del transporte por carretera; un verdadero dolor de muelas para todos nosotros. Ahí fue donde empezó la especialización de la Guardia Civil y nuestro final como opositores en fuerza, pero no como enemigos.

Después, llegaron los guardias de Montaña, en los Pirineos; los de las Actividades subacuáticas; el Servicio Aéreo con sus helicópteros, y, con la amenaza terrorista, los TEDAX y GEDEX. En 1967, fuera totalmente de nuestras presiones y manejos, el independentismo radical vasco inició su actividad terrorista comenzando un ataque frontal contra la Guardia Civil, a la que convirtió en su objetivo prioritario.

En 1975, con la proclamación de Don Juan Carlos I Rey de España, cambian algunas competencias del Cuerpo. Se adscribe a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado conservando su naturaleza militar pero dejando de formar parte de las Fuerzas Armadas. Los distintos cuerpos policiales se reparten distintas funciones, tanto territorial como funcionalmente. Al Cuerpo Nacional de Policía, se le encomienda la seguridad en las capitales de provincia y otras grandes poblaciones. Del resto del territorio nacional, especialmente el ámbito rural, se ocupa la Guardia Civil, ratificando su responsabilidad sobre el tráfico y transporte, el resguardo fiscal del Estado y el control de armas y explosivos.

En su lucha contra el terrorismo, la Benemérita se enfrentó con organizaciones como el F.R.A.P., disuelto en 1978, el G.R.A.P.O., y diversos grupos independentistas catalanes, gallegos y canarios, así como grupos de extrema derecha (¡Joder! Ni que España fuera tan grande). Pero es ETA, la banda armada del separatismo vasco, la que despliega mayor actividad terrorista. La Guardia Civil es objetivo prioritario y tiene que emplearse a fondo, desarticulando comandos, desmantelando su cúpula en repetidas ocasiones y obteniendo notables éxitos, aunque también sufriendo el mayor número de víctimas. La Hermandad solo se limita a vigilar, sin participación activa. De todas formas, la persecución de gitanos ya no parece ser una prioridad para el Cuerpo, más allá de las normales causas criminales.

Como último coletazo del tonto orgullo de algunos oficiales enamorados de un pasado desgraciado y tiránico, el 23 de febrero de 1981, se produjo un intento de golpe de Estado. Estaba encabezado por altos mandos militares, con el apoyo de algunos oficiales de la Guardia Civil. Sin embargo, el golpe fracasó ante la absoluta falta de apoyos del resto de las Fuerzas Armadas y de la propia Guardia Civil.

¡Bueno, zagales! Ahora ya sabéis por qué nos odiamos mutuamente, pero ellos ya lo han olvidado, desde que el Duque de Ahumada desapareció, pero nosotros,la Hermandad, no ha olvidado.

― ¿Así que por ezo mismo, ningún gitano ze mete a picoleto, ni nos hablamos con ellos, ni ná?

― Exacto, Cristo.

― ¿Y de zalir con una picoleta tampoco? Mira que algunas están mu güenas…

Cristo prefirió callarse al ver como la mirada del pápa Diego se tornaba más furibunda. Mientras se ponían en pie, el chico pensó que era de tontos disponer de una organización tan compleja comola Hermandad y solo dedicarla a vigilar a los picoletos. Estos patriarcas estaban un poco paranoicos… él si que le daría nuevas metas ala Hermandad, si pudiera…

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico:”Cómo seducir a una top model en 5 pasos (20)” (POR JANIS)

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NUERA1Edward S. Drusten le indicó al chofer el joven que surgió por la puerta principal del edificio.

Sin título― Es él. No le pierdas.

― Claro, señor – contestó lacónicamente, acostumbrado a las extravagancias de su jefe. No sabía para qué iba a seguir su patrón a aquel niñato, pero se dijo que no debería tener más de diecinueve años, como mucho.

El BMW de alta gama se despegó de la acera, sin apenas ruido, incorporándose al tráfico con mucha suavidad, sin perder de vista al esbelto joven, quien caminaba por la acera a vivo paso.

Amparado en los cristales tintados, Edward Drusten escrutó a placer a su objetivo. Si no lo hubiera investigado, jamás creería que tenía casi treinta años. ¡Si apenas tenía pelo en el bigote! Pero los resultados que había obtenido eran claros en ese punto: Cristóbal Heredia era el hombre que necesitaba y estaba dispuesto a conseguir su ayuda.

El innato sentido gitano le avisó de que le estaban vigilando. Era un hormigueo desagradable en el paladar, justo en el sitio en que ni la lengua ni la punta del dedo pueden aliviar la picazón fantasmal. Con disimulo, Cristo miró en varias direcciones pero no vio nada sospechoso. Sin embargo, la sensación se mantenía.

Entre su gente, nadie dudaba que algunos de ellos poseían esta facultad, por mucho que los académicos y eruditos la negasen con mil excusas. En el caso de Cristo, parecía bastante afinada, pues se activaba con la proximidad de los picoletos, en especial, pero también había comprobado que los agentes sociales y el fisco eran igualmente detectados.

Y ahora, en Nueva York, alguien le seguía los pasos. Se rió sin que los demás peatones se extrañaran lo más mínimo de ello. Era habitual cruzarse con gente que parecía hablar sola, pero que lo estaba haciendo por el “manos libres” del teléfono. Si bien era cierto que muchos hablaban solos, directamente. Majaras, en la Gran Manzana, había un montón.

Pero la excitación embargaba el cuerpo de Cristo. Se sentía como en una novela policiaca. ¡Le estaban vigilando! ¡A él! ¡Tope! Divertido, se encaminó a su local favorito para almorzar. Pero, a medida que pasaban los minutos, se obligó a barajar las consecuencias. ¿Alguien no estaba satisfecho con su negocio? No, no lo creía. Mantenía unos beneficios moderados que permitían a todos sus clientes proseguir con sus ritmos. Tampoco había tocado productos de fuera del país. Sus tranquilizantes y demás medicamentos procedían de Estados Unidos y habían pasado todos los controles. Así que, por esa parte también estaba seguro.

Ante el gran ventanal de la trattoría, llegó a la conclusión de que solo podía tratarse de un posible cliente; alguien que deseaba algo de él. Y si le estaba vigilando, significaba que bien podía ser un buen cliente, que pretendía, sin duda, hacerse ciertas estimaciones antes de abordarle.

Satisfecho de su análisis, entró y saludó a Venzia, quien ya se acercaba a él, con varios menús bajo el brazo. Venzia –un típico nombre florentino- tenía veintiocho años, dos tetas impresionantes, capaces de parar un tren de mercancías, y unas ganas tremendas de casarse. Pero su novio no estaba por la labor, no señor. La cosa era que el tío lo tenía todo menos las ganas. Era un par de años mayor que su novia, también de ascendencia italiana –algo totalmente trascendental para Ángelo, el padre de la chica-, y era bien parecido, según podía confirmar Venzia. Ésta había perdido quince kilos para poder atrapar a Paolo. Así que había pasado de ser una chica gorda y traumatizada, a ser una hembra maciza y voluptuosa, igualmente traumatizada por supuesto.

Paolo respondió enseguida, con viveza y prestancia, al acercamiento de Venzia y se hicieron novios. Lo que no disponga una mujer… no lo hace ni San Pedro. Pero nadie podía imaginar que Paolo era lo que vulgarmente se llama “un flojo”. Sí, un vago, de esos que le tiran piedras a las piochas desde lejos, no sea que vayan a salpicarle algo del sudor del astil. Paolo estaba estudiando Enfermería, pero llevaba varios semestres con el último curso, atragantado. La verdad es que no tenía ninguna prisa, pues estaba acostumbrado a vivir de la buena pensión de su madre, viuda de un cartero fallecido en acto de servicio.

Esa era la broma personal de Paolo. A su padre lo atropelló un autobús sin frenos, mientras colocaba la correspondencia en los buzones de un inmueble. En el momento de abandonar el portal, la mole descontrolada se echó sobre él, empotrándole contra la fachada. La compensación económica del seguro del vehículo responsable, el montante de su propio seguro de vida, más la pensión del estado por viudez sirviendo a su país, solucionó la vida de su desconsolada esposa, y por supuesto, la de él.

Así que Paolo no tenía muchas ganas de casarse y dejar todo ese chollo, a pesar de lo maciza que estaba Venzia. Aceptarla a ella era aceptar el puñetero ristorante, y Paolo no estaba dispuesto a trabajar sirviendo mesas. Él era un tío con clase, sensible y delicado, destinado a asuntos más elevados.

En cambio, Venzia soñaba con casarse, por varios motivos. El primero era por sus padres, que estaban mayores y deseaban que ella, como buena hija única, los relevase del negocio en el que llevaban trabajando más de treinta años. Ella pretendía que, una vez jubilados, se mudaran a la casita de Jersey, para ella quedarse con el apartamento sobre la pizzería. El segundo era que estaba enterada, mediante sus amigas, de las andanzas de su Paolo. Últimamente, Paolo y sus amigos estaban frecuentando ciertos locales de alterne que no le gustaban lo más mínimo. No estaba dispuesta a dejar que cualquier pelandusca le echase la garra. Le había costado demasiado atraparle como para ahora dejarle escapar. Solo tenía que recordar el hambre que pasó durante meses, los ejercicios agotadores, las privaciones… pero, finalmente, pasó de ser una chica rolliza pero simpática, a una opulenta morenaza que hacía girarse hasta los semáforos. Lo cierto era que llevaba años enamorada de Paolo, el cual no le hizo caso alguno hasta que no le puso el escote delante. Pero valió la pena cambiar totalmente de look y de armario.

Luego estaba el tercer motivo, quizás el más problemático. Venzia prometió a su abuela materna, en el lecho de muerte, que se casaría virgen y así poder lucir el exquisito vestido de novia de la familia; un tesoro heredado de una condesa florentina trescientos años atrás. Así que tenía vetada su vagina y aquella decisión le estaba costando cara. Por eso mismo, Paolo estaba buscando cada vez más a sus díscolos amigos, y eso era mala señal. Ella creía tenerle contento, a pesar de que no realizaban el coito. Venzia era buena con el juego oral y las caricias, pues realmente gustaba de todas esas manipulaciones. Además, llevaban cinco meses practicando el sexo anal. Paolo había insistido mucho en desfondarla por detrás, en cuanto comprobó lo duro y tieso que se había quedado su trasero.

Claro estaba que ella no podía saber del nulo interés que su novio tenía por el negocio familiar; de ahí sus salidas de tiesto y sus discusiones. Paolo intentaba aparecer lo menos posible por la trattoría.

Finalmente, la razón principal de la maciza novia –y la más secreta, sin duda- era follar de una vez. ¡Quería follar y no contentarse con un dedito! ¡Estaba loca por meterse en la cama y que su nene la partiera a pollazos! ¡Deseaba cabalgarle y gemir como una buena italiana!

Todas esas cuestiones, razones e intenciones rondaban por las cabezas de Venzia y Cristo. Quizás el gitanito supiera algunas más, ya que estaba enterado de lo fino que estaba resultando Paolo.

― ¿Qué tal, Cristo? ¿Cómo va la mañana? – le preguntó la chica, inclinándose para darle dos besos en las mejillas.

― Va bene, ricura – sonrió él, halagándola como siempre. – Hoy comeré solo.

― Está bien – Venzia se colocó delante de él, moviendo sus caderas con viveza. Cristo, y buena parte de los comensales, contemplaron aquella exhibición de apretados glúteos, embutidos en el estrecho y oscuro pantalón del uniforme.

Venzia era como un tanque, en el buen sentido de la palabra. Un metro ochenta y seis de mujer –sin tacones, por supuesto-, ochenta y cuatro kilos muy bien repartidos, una talla ciento diez de pecho, con unas caderas cercanas a la centena. Toda una preciosa botella de… ¡La chispa de la vida! (Mejor no hacer publicidad gratuita.) Llevaba el pelo cortito, con la nuca casi rapada y un gracioso flequillo erizado, en contrapunto. Sus ojos oscuros chispearon al darle el menú a Cristo, tras sentarle en su mesa favorita, en una esquina del ventanal.

― Te la he reservado – le dijo, con una deliciosa sonrisa.

― Siempre lo haces.

― Te lo mereces como amigo y como cliente.

― ¡Eres la más grande de Nueva York! – la piropeó Cristo.

― Solo si me pongo tacones – bromeó ella.

― No iba por ahí la cosa, pero ya que lo dices… tengo que cambiar unas cortinas en casa… así que si podrías ir y…

Venzia le atizó con los menús en la cabeza, haciéndole reír.

― Vale, vale… ¡no me despeines! Ahora sabes lo que sufrimos los presumidos al peinarnooooos…

Venzia no pudo aguantar la risa. Cristo tenía ese efecto sobre ella. Despejaba todos los nubarrones de su mente con sus bromas.

― Venga, pide, que se está llenando el local – le dijo ella, mirando como entraban varios habituales por la puerta.

― Tendrías que pedirle a Paolo que te echara una mano al mediodía. De todas formas, os vais a quedar con el negocio, ¿no?

― Está estudiando y su horario no cuadra con esto – Cristo sabía que esa era la eterna excusa. Salirse de ella, sería admitir que algo pasaba con Paolo.

― Ya – suspiró Cristo. – Quiero una ensalada y media pizza Corleone.

― ¿Agua o refresco?

― Hoy me siento atrevido. Tráeme una limonada – le guiñó un ojo, alisando el ceño de la chica. – Cuando quieras me vengo yo a echarte una mano…

― Sí, hombre – Venzia soltó una carcajada. – Como que vas a dejar de rondar todas esas preciosidades y vas a encerrarte aquí, conmigo.

― Bueno, pienso que no solo de pan vive el hombre, ¿no? Me paso todo el día dándole al ojo y con los dientes largos. Además, solo he dicho echarte una mano, pero no a que parte de tu cuerpo… que tú tienes carne suficiente para los dos – dijo dando un mordisco al aire y se llevó otro papirotazo.

― Luego dicen que los italianos tenemos labia – se alejó la muchacha, riéndose.

Mientras esperaba, Cristo atisbó por el gran cristal, intentando descubrir a quien le acechaba. La sensación no había desaparecido. Ojalá se decidiera, quien fuese, y se acabara la molestia.

― Disculpe, ¿le importa que me siente?

La suave voz y la educada pregunta atrajeron su atención. Un elegante caballero, de pelo entrecano, se encontraba de pie ante su mesa, señalando la silla vacía. “Apareció mi vigilante”, pensó inmediatamente. Con una leve sonrisa, le indicó que tomase asiento con un gesto. Su rutina mental tomó buena nota de la calidad del traje de tres piezas, de auténtica lana, al parecer. La corbata era de seda y portaba gemelos de oro en los puños, así como un reloj antiguo y caro en la muñeca. Las uñas estaban pulcramente recortadas y limadas, lo que indicaba manicura continuada… Olía a dinero, sí señor. Con una amplia sonrisa, le atendió como el estafador que era.

― Permítame que me presente, señor Heredia.

― Por favor, el señor Heredia es mi padre y usted me dobla la edad, así que solo soy Cristo. Si me tutea, mucho mejor.

― Muy bien… Soy Edward Drusten – se presentó, ofreciéndole una tarjeta.

“Edward S. Drusten. Maquinaria industrial y agrícola.”

― Encantado de conocerle, señor Drusten. Dígame, ¿en qué puedo ayudarle? Espero que no sea nada demasiado ilegal para haber estado siguiéndome toda la mañana.

El hombre apretó los dientes, pero no demostró su sorpresa.

“Controla sus emociones. Bien.”

― Parece muy joven. Quizás ha sido una mala idea — -dijo el caballero, mirándole con fijeza.

― Estoy seguro de que al igual que ha averiguado mi nombre, también lo ha hecho con mi edad.

Edward Drusten sonrió, cabeceando. Tomó la palabra, enarcando una ceja.

― Unos documentos pueden alterarse, modificarse, y también se puede mentir. De cerca, no representa la edad que dice tener.

― No creía que la edad fuera un condicionante en una propuesta de negocio. Pero si le tranquiliza, tengo veintinueve años y lo que ve – pasó una mano desde su rostro hasta su pecho –, no es más que la huella de una dolencia caprichosa.

El maduro con traje pestañeó y, esa vez, no pudo contener el gesto.

― ¿Una dolencia? Lo siento, no pretendía…

― No se preocupe. Es la historia de mi vida, pero también en un disfraz muy útil. Durante mi niñez, pasé por un severo malfuncionamiento de mis glándulas, las cuales me han dejado anclado, externamente, en mi quinceavo cumpleaños. No se crea, si pudiera embotellarlo, muchos lo comprarían – Cristo dejó escapar una risita cínica.

― Es un curioso personaje, Cristo. Astuto y reservado. Pretendo ofrecerle cierto intercambio…

El señor Drusten se calló, interrumpido por la llegada de Venzia, quien traía la limonada de Cristo, así como unos aperitivos. Cristo la atrapó del brazo, le sonrió, y señaló a Drusten.

― El caballero es mi invitado. Aquí hacen una pizza Corleone excelente – aconsejó.

― Está bien. Tomaré agua, por favor – asintió Drusten.

― Bien. Venzia, que esa pizza sea completa, en dos platos – indicó el gitano.

― Por supuesto – sonrió ella, antes de alejarse.

― Verá, Cristo — el hombre tenía que obligarse a mantener su deferencia, ya que, con cada vez más frecuencia, trataba de tutear al gitano, de forma inconsciente. – tengo entendido que es usted quien se ocupa de los asuntos, digamos sociales, del personal de la agencia.

― Así es. Las chicas tienen que recurrir a alguien que no las engañe ni se aproveche de su ignorancia. Confían en mí y, créame, las aprecio.

― ¿Y su opinión es valorada por ellas?

― Al menos para la mayoría. No es que sea su asesor, pero me escuchan.

― Perfecto. había llegado también a esa conclusión.

― Parecer ser que me ha investigado.

― No le suponga ningún deshonor. Lo hago con cualquiera de mis clientes. Debo asegurarme que esa cara maquinaria que me retiran acabara siendo remunerada.

― Desde luego.

― Me he pasado la vida trabajando y ampliando el negocio de mi padre. Cuando éste murió, yo era bastante joven –más que usted- y el negocio era poco más que un taller de reparaciones de maquinaria con una pequeña oficina de venta. Mi padre era muy bueno con las manos y con las averías, pero no se atrevía a dar el paso necesario para despegar de una vez.

― Así que lo hizo usted – acabó Cristo, ofreciéndole un canapé de parmesano.

― Efectivamente. Abrí otro punto de venta en el interior de Nueva Jersey, justo donde era necesario, y empecé a vender maquinaria y repuestos. Las cosas fueron bien y me casé con una de las chicas que contraté como secretarias. Intenté tener hijos, pero Marion resultó tener un problema en la matriz, que, con los años, se complicó y acabó llevándosela, a la edad de cuarenta y cinco años.

― Una terrible fatalidad, señor Drusten.

― Sí, terrible. El caso es que al no disponer de hijos que nos distrajesen, pues Marion era tan dinámica como yo, fuimos aumentando los puntos de venta: Delaware, Massachussets. Connecticut, Pennsylvania… Cuando quise acordarme, mi juventud se había ido, mi esposa enfermó, y todo lo conseguido me pareció fútil. Ahora, cinco años después de la muerte de Marion, he decidido probar ciertos placeres mientras me queden fuerzas.

― Me parece estupendo. Aún es joven y vigoroso – Cristo le escrutó en profundidad y pensó que era cierto. El señor Drusten estaría rozando la sesentona y parecía mantenerse en forma. — ¿En qué placeres está usted pensando?

― Oh, carnales, por supuesto. He decidido que es hora de tener una amante.

Cristo se quedó un poco descolocado. En ese momento, Venzia traía la ensalada y dos platos vacíos. La dejó para que se sirvieran. Cristo se sacó un par de cucharadas de ensalada, tomate, rábanos, y otros vegetales, mientras hablaba.

― Me parece estupendo, señor Drusten, pero, ¿qué espera que yo haga?

― Déjeme que continúe, por favor. He pasado casi toda la noche memorizando esta exposición. Aunque no lo parezca, fuera de mi negocio, soy un hombre tímido y retraído. Seduje a mi esposa solo porque trabajábamos juntos y teníamos confianza…

― Está bien. No hay prisa, pero puede echarse un poco de ensalada en su plato mientras habla, ¿no?

― Desde luego.

Aliñaron sus platos y picotearon antes de que Edward Drusten retomara su explicación.

― Me gustaría disponer de una compañía femenina y no pienso pasar de nuevo por un cortejo y un noviazgo; no a mi edad. Tampoco quiero trato alguno con profesionales sexuales, ni exponerme al riesgo de caer en las redes de timadores, ¿me entiende?

― Perfectamente – respondió Cristo, mordisqueando un rábano picoso.

― Tengo recursos y solvencia. No soy ningún multimillonario, pero, sin duda, no necesito trabajar el resto de mi vida si no lo deseo. Así que he pensado que una chica joven, hermosa, y con mundo experimentado, me podría mostrar todo aquello que me he perdido, y, en ese perfil, nada encaja mejor que una modelo.

― Muy cierto – admitió Cristo. Aquel hombre tenía claridad de pensamiento.

― Un amigo mío estuvo en la fiesta de Mercedes Benz y le estuvo observando.

― ¿A mí? – se asombró Cristo.

― Sí, llamó su atención, tanto por su… aspecto como por su desparpajo. Le estuvo observando toda la noche, más por curiosidad que por otra cosa, pero supo ver que las modelos le tienen mucha estima.

― Nos llevamos bien. Yo les rasco la espalda y ellas la mía.

― Una buena relación. Los comentarios que hizo mi amigo sobre usted –de pura admiración, no tema- me hicieron curiosear un poco sobre usted, lo que me ha llevado, finalmente, a abordarle.

― Pues usted dirá… — Cristo se calló al ver a Venzia acercarse, con dos humeantes platos.

― Buen provecho – les deseo, y sabiendo que estaban tratando asuntos privados, se marchó volando.

― Supongo que, como en cualquier negocio, una agencia de modelos mima a sus activos, o sea, sus chicas. Unas pocas serán la flor y nata, las que atraen los grandes contratos y el buen nombre. Esas están fuera de lugar, por supuesto. Sé que algunas de ellas pueden ganar tanto dinero como yo…

Cristo sonrió y se encogió de hombros. Quemándose los dedos, cortó una porción y se la llevó a la boca, resoplando.

― Luego, estarían las trabajadoras. Ninguna de ellas alcanzará el estrellato donde se lucen las anteriores, pero con su labor, la agencia funciona. Son realmente necesarias. Algunas son veteranas y se han especializado en tareas bien diferenciadas, y otras son muy nuevas y tratan de buscar en qué destacar, mientras picotean entre proyectos.

― Es una buena definición. Conoce usted bien el funcionamiento de estos negocios.

― Usted, Cristo, las conoce a todas. Sabe cuál de ellas necesita un empujón económico, o la que no llega a final de mes, o bien alguna que busque un nuevo protector. Esa es la baza que deseo jugar.

― A ver que lo resuma… más que nada para dejar las cosas claras. Usted pretende que averigüe qué modelos estarían dispuestas a salir con usted, a cambio de un incentivo económico.

― Más o menos.

― ¿Cómo pagar a una acompañante? – cerró un ojo Cristo, haciendo la pregunta clave.

― Ya sé que suena mal, dicho así, pero no es mi intención. Podrían ser regalos, como vestuario o el pago del alquiler de un buen apartamento. Quizás un coche o un buen equipo de alta fidelidad…

― Eso ya está mejor. Debo decirle, señor Drusten, que las modelos son los animales más volubles de este universo. Si hiere su sensibilidad, no conseguirá nada, por muy desesperada que esté.

― Lo comprendo.

― Pero, aún así, no le puedo garantizar sexo si…

― No, por Dios… no tiene por qué haber sexo, al menos al principio. Me gustaría salir a cenar, al teatro, acompañarla a sus compromisos, llevarla de vacaciones, o mejor, dicho, que me llevara ella – sonrió cansinamente Drusten. – Ya le dije que fuera experimentada. Sin duda ha estado en muchos más lugares divertidos que yo. Solo si llegáramos al acuerdo mutuo, se hablaría de sexo.

― ¡Lo que usted quiere es una novia! – exclamó Cristo, con sorna.

― Quiero lo bueno de una novia. No quiero las discusiones, los enfados, o los celos, ni los dolores de cabeza o menstruación repentina. Soy un hombre culto, rico, y ávido de emociones. Si alguna no es muy tonta, sabrá sacarme partido – respondió el señor Drusten en el mismo tono.

― Ya veo porque se ha hecho usted rico. Sabe perfectamente cómo vender. Ahora hablemos de mi compensación económica. ¿Qué gano yo con todo esto?

― Ponga el precio usted mismo.

― Mejor no. Me deberá un favor para el futuro. Un pacto entre caballeros – sonrió Cristo, tras pensárselo. Sus contactos en los círculos adecuados aumentaban y eso era mucho mejor que el huidizo dinero.

El señor Drusten cabeceo en una pequeña reverencia. Sus ojos se entrecerraron, demostrando así lo sumamente encantado que estaba con la propuesta del joven. No es que el maduro hombre fuera un avaro, ni nada de eso, pero estimaba mucho las relaciones personales en los negocios. El joven gitano había dado un paso decisivo, al confiar de esa forma en él.

― ¿Tiene alguna preferencia? – preguntó Cristo, como recordando algo importante. – Aunque ya sabe cómo son las modelos; hoy son rubias y mañana… calvas.

― Jajajaja – Drusten dejó de morder su trozo de pizza para reírse. – No, el aspecto físico me es indiferente. Se supone que todas son hermosas y tienen un cuerpo perfecto si están en la mejor agencia de Nueva York. Tampoco tengo preferencia en raza, salvo que sus costumbres sociales sean demasiado opuestas a lo que pretendo. La edad puede oscilar, pero me gustaría que no hubiera cumplido aún los treinta años.

Cristo miraba al hombre a los ojos, sin dejar de masticar. Le escuchaba enunciar sus preferencias, como si estuviera escogiendo los extras de un coche lujoso en un concesionario. Pero el hecho es que no estaba desencaminado. No era algo de dominio público, pero las modelos surtían el mercado de la prostitución de lujo. Muchas de ellas eran incapaces de mantener el tren de vida al que se acostumbraban rápidamente, pues su trabajo no bastaba para ello; otras necesitaban inyecciones periódicas de dinero porque sus trabajos se distanciaban en varios meses. Sí, Drusten era consciente de que solo se necesitaba una buena cartera para disfrutar de una bella mujer, y no solamente en la cama.

Terminaron de almorzar, charlando de muchos temas. Cristo impresionó al maduro caballero por su extenso temario, así como la cantidad de datos que conocía. Por supuesto, el gitano no le puso al corriente de su peculiar memoria, pero le dejó que disfrutara de sus ironías gaditanas. Finalmente, se dieron los oportunos números de contacto y Drusten estrechó aquella mano pequeña y suave que Cristo extendió.

― Le llamaré en cuanto sepa algo en firme – se despidió el gitano.

Contemplando la marcha de su nuevo cliente, alzó la mano y llamó a Venzia, quien, conociéndole, le traía ya la cuenta. Cristo la miró mientras se sacaba unos billetes del bolsillo, y le susurró:

― Oye, guapa, ¿a ti no interesaría un nuevo novio?

*****

Cristo estuvo toda la tarde repasando cuanto sabía de las distintas modelos que iban llegando a la agencia. Sin embargo, no parecía tener demasiada suerte con ese asunto, al menos esa tarde. Unas eran demasiado jóvenes –algunas ni con veinte años cumplidos- y otras tenían pareja estable. Con eso, Cristo era bastante escrupuloso: no rompería una relación a causa de su trato.

Fue anotando todo lo que se le ocurría en una pequeña agenda, e inició una lista de nombres de modelos; aquellas que encajaban en el perfil diseñado por su cliente. Como he dicho, no tuvo suerte y, al final de la tarde, no tenía más que cuatro posibles candidatas. Aquella tarde parecía como si los hados se hubieran confabulado contra él, enviando solo a yogurines, a veteranas, y a modelos comprometidas.

De regreso al loft, se encontró con caras largas y circunspectas. Faely trajinaba en su zona de trabajo, con los dientes encajados. Apenas si contestó a su llegada. Vestía uno de sus cortos pantalones de estar por casa, que encajonaban su trasero a la perfección.

Por su parte, Zara se escondía detrás del biombo que cortaba su dormitorio, en un intento de pasar inadvertida. Un apartamento tan abierto como aquel tenía esa desventaja, que si reñías con tu compañera, no había sitio para buscar intimidad.

Cristo asomó la cabeza por un lado del biombo de tela y madera.

― ¿Estás bien? – preguntó, comprobando que su prima estaba echada sobre su cama, con un libro entre las manos.

― Sí, primito – contestó, estirando con una mano el borde de la corta batita, intentando tapar más muslo.

― ¿Qué ha pasado?

― Lo de siempre. No quiero hablar de ello.

Cristo asintió. Las relaciones entre madre e hija se estaban desgajando, demasiado débiles por las largas temporadas que ambas permanecieron separadas. Zara no sabía cómo separar a la madre de la esclava, y Faely… bueno lo de Faely era demasiado emocional como para controlarlo.

― Vale. Entonces si yo no puedo hacer nada por ti, ¿podrías hacer tú algo por mí? – sonrió Cristo, sentándose en la cama.

― ¿De qué se trata?

― Tengo un caballero que le interesaría mucho convertirse en protector de una modelo. Tiene dinero, no es un viejo baboso, y es elegante, culto y refinado.

― Vaya… uno de esos famosos protectores… ¿Por quién se interesa?

― Es lo que me tiene escamado. No tiene a ninguna entre ceja y ceja. No quiere una niña, sino una chica experimentada, y más que sexo, está deseando salir a divertirse.

― No me digas. ¡Es un perito en azúcar! – dijo en castellano.

― Se dice una perita en dulce, prima.

― Bueno, eso… ¿no quiere una amante?

― Con el tiempo, por supuesto, como cualquier hombre, pero no está obsesionado, o por lo menos, no lo parece. El hombre es viudo y bastante respetado en la sociedad, pero, aunque esté libre, no quiere iniciar una relación, aunque tampoco irse de putas.

― Ya veo. Quiere la crema sin tener que comprar el bollo.

― No se trata de dinero, prima. Está dispuesto a correr con todos los gastos: piso, coche, vestuario, gimnasio, regalos… pero no desea un compromiso. ¿En quién pensarías para él?

― No lo sé, así de repente – Zara cerró el libro y se llevo un dedo a los labios. – Puede que Betty Lou, o quizás la griega esa…

― ¿Naúsica?

― Sí.

― ¡Ni de coña! Esa se lo come con papas al segundo día – Naúsica era temible en la intimidad, con una total falta de contención y tacto. Sacó la pequeña agenda del bolsillo, anotando otro nombre. – Betty Lou puede estar bien…

― ¿A quién tienes ahí? – le preguntó su prima, intentando apoderarse de la libretita.

― Las chicas que se me han ido ocurriendo, pero tengo muy pocas como para empezar a descartar.

― Bueno…

Su prima se quedó callada, mirando fijamente la parte inferior del biombo. Señaló con un dedo mientras acababa de decir:

― Te he ayudado en lo que he podido, pero no se me ocurre a nadie más que pueda estar interesada, primo.

La puntera de la zapatilla de Faely asomaba bajo el biombo. Evidentemente, su tía estaba apostada tras la estructura, escuchando.

― No te preocupes, Zara. He empezado hoy a buscar candidatas. Ese tío me va a soltar una pasta – exclamó Cristo, poniéndose en pie.

El crujido de la cama hizo que el pie desapareciera y ambos primos se sonrieron. Cristo tomó la escalera y se dirigió a su propia cama. Tía Faely estaba inclinada sobre unos patrones de tela, desplegados sobre la mesa. El gitano se tumbó en la cama, pensando en su tía y en su prima, dejando pasar los minutos hasta la cena.

Ésta no fue demasiado animada, por cierto. Faely y Zara no querían abrir la boca para no agravar más la situación. Escuchaban a Cristo y sus miradas chocaban, de vez en cuando. El sonido del móvil de Zara marcó el final de la cena. La joven se puso en pie y caminó hasta su dormitorio, susurrando al auricular. Cristo buscó la mirada de su tía. Pudo percibir la tensión en los hombros de la mujer, así como la rigidez de su cuello. Sus ojos se desviaron hacia el biombo de Zara.

― ¿Por qué ha sido esta vez? – preguntó Cristo suavemente.

― No sé a qué te refieres…

― A tu discusión con Zara. ¿Otro ataque de celos?

Faely estuvo a punto de saltar como un muelle armado, pero Cristo levantó el dedo en una silenciosa advertencia. Nada de gritos.

― ¡No estoy celosa! – bufó.

― Nooooo… que va. Eres la perfecta representación de la indiferencia – bromeó. – Sé que tiene que ser duro y estresante que tu propia hija te quite la razón de tu existencia, pero tienes también que hacer un esfuerzo por comprenderla.

Faely siguió mirando el biombo, pero apretó más los dientes.

― Zara no sabía absolutamente nada de tu vida. La apartaste de ti para poder dedicarte totalmente a tu ama. Quizás sea Zara la que deba estar más dolida.

La mirada de su tía le atravesó, recuperando, por un momento, el genio de su raza.

― ¡No te atrevas a…!

― La abandonaste en un magnífico internado, eso sí, pero creció sin madre ni padre.

Faely se mordió el labio, sin poder replicar a eso.

― La verdadera culpable de todo esto es tu ama y lo sabes. Candy juega con vuestras emociones y con vuestras pasiones. Se lo está pasando pipa y Zara solo sabe una fracción de la historia. ¿Cuándo piensas hablar con ella?

― No puedo – susurró ella, con voz quebrada.

― Sí puedes. Eres su madre. Tú sabes lo que ella siente por Candy, pero tu hija no sabe lo que tú sientes por su novia. Creo que ni tú misma lo sabes, o quieres reconocer. Estás celosa de tu hija y Zara ni siquiera lo sabe.

― Sabe que he sido su esclava.

― Ya, pero esa no es toda la historia. Es solo un dato más del entramado. De la sumisión al amor hay un gran paso. ¿No te das cuenta de que tu fachada se está resquebrajando por todas partes? No eres la misma, ni aquí, ni en tu trabajo. Necesitas a tu ama, pero también necesitas a tu hija. ¿Qué vas a hacer?

― Esperaré – dijo con firmeza recuperada. – Esperaré la decisión de mi dueña.

― Está bien, pero recuerda que no tienes derecho alguno a molestarte con Zara. Ella es la novia “oficial” en esta relación y tú ni siquiera eres la “otra”.

― ¡Cristo! – silbó, amenazante, las fosas nasales abiertas.

― No, no llegas a esa categoría, tita. Solo eres la esclava olvidada, la puta sin derechos de Candy.

― ¡Cállate! – exclamó, levantándose de la mesa.

― Aaaah… ¿Ahora te sientes ofendida? ¿Ahora muestras orgullo? – Cristo la atrapó de la muñeca, obligándola a sentarse de nuevo. Su tono cambió y se hizo duro.

― No pretendía… – intentó excusarse ella.

― No eres nadie; no puedes reclamarle nada a tu hija, ¡asúmelo! En vez de encelarte con ella, deberías alegrarte por su suerte – bajó la voz, al percibir que Zara surgía de detrás del biombo.

― Candy ha regresado de San Francisco. Me largo a su casa. Volveré pronto – les informó.

Cristo, quien aún miraba a su tía, notó como ésta apretaba los dientes y apartaba el rostro.

― Vale, primita. ¿Has pedido un taxi?

― Sí. Ya está abajo.

Cristo se acercó a uno de los ventanales cuando Zara se marchó. Observó cómo subía al taxi amarillo y éste arrancaba. Bajó sus dedos a su cinturón, desabrochándolo y sacándolo de las cinchas. Lo dobló con cuidado y dio un par de toques contra su pierna.

― Creo que necesitamos relajarnos, ¿verdad, Faely? – preguntó, sin mirarla.

La mujer se levantó de la silla y se quedó en pie, con el rostro inclinado hacia el suelo. Todo el estallido de antes había desaparecido, como por encanto.

― ¿Cuántos quieres esta noche?

― No pares hasta que sangre – musitó ella, desatando un escalofrío en Cristo.

Estaba dispuesta a la penitencia y así lo indicó cuando, caminando hacia su cama, se bajó el pantaloncito hasta dejarlo en el suelo. Debajo no había ropa interior.

*****

Betty Lou estaba nerviosa; sonaba extraño pero era cierto. Ella, que había participado en seis Semanas de la moda de Nueva York, otras tres en Roma y una más en París. Ella, que había protagonizado dos anuncios internacionales con Yves Rocher, y había acaparado muchas portadas de revistas gracias a su romance con cierto tenista alemán, justo al cumplir los dieciocho años. Sin embargo, tras más de doce años de carrera, Betty Lou volvía a sentir nervios ante una cita.

Era consciente de la oportunidad que representaba aquella ocasión para su vida, tanto social como profesional. Últimamente, las cosas no andaban todo lo bien que necesitaría. En realidad, no podía culpar a nadie de ello, salvo a sí misma. Malas costumbres, malas compañías, y varias fotos publicadas que mostraban ambas cosas juntas. Esta nefasta publicidad repercutía directamente sobre sus contratos, disminuyendo en calidad y constancia. En tres palabras, había “descendido un nivel”.

Necesitaba lavar su imagen y adquirir un modo de vida más seguro y sosegado, pero, para ello, debía agenciarse un “protector”. Era una palabra de la que siempre había huido, e incluso había despreciado a las chicas que recurrían a este seguro de vida. Nunca había comprendido porque aquellas modelos aceptaban la compañía de esos hombres maduros y poderosos, que las lucían como hermosos animales de compañía, cargados de pieles a cual más cara.

Pero esa inocencia había pasado a la historia. Ahora sí que las comprendía; ahora la que necesitaba uno de esos hombres era ella. Betty Lou Enmersson había claudicado y necesitaba una mano que la sujetara mientras vomitaba cuanto había tragado hasta el momento.

Es lo que Cristo le hizo reconocer y admitir cuando habló con ella, en privado.

Como todas las chicas de la agencia, en más o menos grado, Betty Lou era cliente de Cristo, concretamente buscaba fendimetrazina y sibutramina, una para quemar grasa corporal y la otra para disminuir su apetito. Además, requería ciertos tranquilizantes para aflojar su tensión cotidiana. A Betty Lou le había venido muy bien el veto a las tallas pequeñas, ya que había ensanchado caderas y pecho. No era nada para avergonzarse, pero, a sus veintiocho años había alcanzado las formas de una auténtica mujer.

Sin embargo, ella se veía desproporcionada y eso la traumatizaba. Buscaba estar más delgada, volver a la figura etérea que la hizo famosa, pero las mismas implicaciones de su vida se lo impedían. Cuanto más nerviosa se sentía, más tragaba, una maldita herencia de su madre. La ansiedad disparaba su apetito y siempre estaba mordisqueando algo. Combatía este pequeño disturbio personal aumentando su tiempo en el gimnasio y tomando las píldoras que compraba a Cristo, pero se sentía en el interior de un círculo vicioso, cada vez más estrecho.

De cara a la galería, la modelo estaba en su momento más espléndido. Esas curvilíneas formas corporales la convertían en el avatar de una diosa nórdica, de salvaje melena rubia cobriza y ojos acerados. Era cierto que su cuerpo ya no atraía a ciertos diseñadores, pero abría la puerta a otros, aunque no tan famosos. El hecho es que el problema de Betty Lou estaba más en su cabeza que en la realidad. Se obsesionaba con unas medidas estrictas que no la dejaban darse cuenta de sus posibilidades.

Por eso mismo, cuando Cristo la obligó a enfrentarse a esa dura percepción y le habló de un “protector”, prestó atención. Con la ayuda de un hombre así, podría hacer frente a sus necesidades y…

No debía hacer planes sin conocerle aún. Betty Lou se sabía demasiado impulsiva, demasiado obsesionada con las impresiones visuales. Si ese caballero no le entraba por el ojo, no habría nada que hacer, por mucho que le ofreciese.

El zumbido del intercomunicador la sobresaltó. Descolgó el interfono.

― ¿Sí?

― Señorita Enmersson… el coche la espera.

― Bien, gracias. Bajo enseguida – balbuceó por inercia.

Se dio un último vistazo en el pequeño espejo del vestíbulo de su apartamento. Perfecta. Una hembra de metro ochenta y tres, que podría haberse puesto al frente de una partida vikinga y asolar las costas inglesas. Seguro que las pieles y el acero le sentaban bien, se dijo, sonriendo a su reflejo. Se acordó de tomarse una píldora antes de salir, más que nada para no atiborrarse en el restaurante. No quedaría muy fino verla engullir mariscos como una desesperada…

El ascensor la dejó en el amplio hall del lujoso inmueble de Park Avenue. Ese era, quizás, uno de los motivos más apremiantes para haber aceptado la cita. No quería perder su apartamento, pero la renta le estaba resultando demasiado últimamente. Sonrió a Luc, el hombre que se ocupaba del mostrador y quien la había avisado por el intercomunicador, y salió a la calle. Un oscuro BMW esperaba ante la entrada y uno hombre alto y delgado esperaba al lado de la puerta trasera abierta.

Betty Lou parpadeó. Podía percibir un hombre al volante, así que debía de ser su cita, que la esperaba de pie, junto al vehículo. Primera impresión favorable: buenas maneras, se dijo, taconeando sobre la acera. El hombre se giró hacia ella, al escucharla, y Betty Lou pudo verle el rostro. Poseía unas facciones enérgicas y estiradas. Lucía una estrecha barbita gris, muy bien recortada, que contorneaba sus finos labios. Unos ojos marrones, serios pero también dulces, la contemplaron rápidamente, de arriba abajo. Estuvo segura de haber superado el examen preliminar.

Calculó que aquel hombre no había cumplido aún los sesenta años y se mantenía en forma. Era casi tan alto como ella y vestía un traje liviano de verano, en un tono gris perla, sin corbata, ni gemelos. Elegante, pero desenfadado. El hombre adelantó una de sus manos, a media altura, mientras preguntaba:

― ¿Señorita Enmersson?

Betty Lou depositó su propia mano sobre la del hombre, notando la suavidad de la piel y su calidez.

― Betty Lou, por favor.

― Por supuesto, Betty Lou. Soy Edward… Edward Drusten.

― Edward – repitió ella, paladeando el nombre. – Apuesto que nada de Ed ni Eddy.

― No desde que mi madre murió, al menos – sonrió levemente, indicando con un suave movimiento el interior del coche.

― Espero no haber traído malos recuerdos – dijo ella, colocando bien su corta falda sobre el cuero del asiento.

― No te preocupes, si me permites tutearte, hace años que sucedió.

― Claro que sí, por favor. ¿Puedo hacer lo mismo?

― Me ofenderías si no lo hicieras – la sonrisa de Edward era insinuante, nunca completa ni plena. Levantaba las comisuras y dejaba entrever un brillo blanquecino fugaz.

“Sonrisa de vendedor”, se dijo Betty Lou. “¿Qué venderá?”

El chofer tomó la ruta hacia el sur de Manhattan, hasta tomar el puente de Brooklyn. Esperaba cenar en un sitio elegante, pero ¿en Brooklyn? Sin embargo, el vehículo se detuvo al pie del puente, justo en frente del parque Dumbo, en Water street. Los últimos rayos del sol se reflejaban en las tranquilas aguas de la bahía.

― Espero que me perdones, pero este sitio es uno de mis lugares preferidos. He querido estar en un sitio de confianza para este primer encuentro – le dijo Edward, señalando hacia la derecha.

― River Café. Original – sonrió Betty Lou, leyendo la marquesina del local.

― Ya habrá tiempo, si esto sale bien, para ir a tus rincones preferidos – añadió el hombre, abriendo la puerta y saliendo.

― Seguro que sí.

A pesar de conocer los mejores sitios de la ciudad, Betty Lou se llevó una sorpresa con el local. Nunca esperó encontrarse con un sitio tan bonito y exquisito en Brooklyn. Había fuentes y pequeños estanques que separaban las mesas, creando pequeños reservados íntimos, velados con plantas y vegetación que colgaba del techo. Su acompañante parecía ser bien conocido, tanto por el personal como por la clientela. El maître les salió al paso con una gran sonrisa. Estrechó la mano de Edward y le llevó a su mesa “de siempre”, un discreto reservado detrás de un murmurante estanque, cubierto de helechos artificiales.

Por el camino, Edward saludó y fue saludado por diversos comensales; todos de su edad y porte. A ella la miraron con curiosidad pero con educación. Edward la presentó como una amiga, sin referirse a su profesión. Cuando se sentaron a la mesa, su acompañante comentó:

― Lo siento. No están acostumbrados a verme en compañía de mujeres, y menos de una tan hermosa como tú.

― ¿Y eso por qué? ¿No te relacionas con mujeres?

― No. Nunca lo he hecho.

Betty Lou enarcó una fina ceja, intrigada por esa respuesta.

― No comprendo. Debes conocer muchas mujeres, en tu trabajo, en tu ambiente social…

― No.

La respuesta fue seca y áspera, como si no le gustase hablar de ese tema, pero Betty Lou no estaba dispuesta a dejarlo, demasiado curiosa. Así que adoptó su pose de conspiradora, con los dedos unidos bajo su barbilla, y se quedó mirando a su acompañante, sin decir nada más.

― Verás, Betty Lou – dijo Edward, con un suspiro que señalaba su rendición –, nunca he tenido tiempo para conocer mujeres. El trabajo siempre me ha absorbido, obsesionado con levantar el negocio de mi padre. Conocí a mi esposa porque la contraté como secretaria de la empresa y, básicamente, fue ella quien me sedujo. No he necesitado más mujeres en mi vida. He sido feliz a su lado hasta que pasó a mejor vida. Ahora, a mi edad y con mi falta de experiencia romántica, no me veo con ganas de seducir a nadie.

― Así que has dedicado tu vida a tus negocios. Nada de hijos, nada de amantes, nada de diversión…

― Me divertía con Marion, mi esposa. Claro que para nosotros, cerrar un buen trato era toda una fiesta. Éramos muy parecidos.

― Ya veo… la alegría de la huerta – rió ella, arrancando una sonrisa al hombre.

Trajeron el vino que había encargado, que fue servido con toda la ceremonia pertinente, algo que encantaba a Betty, y les entregaron la carta. Edward le recomendó el bogavante a la siciliana, sin embargo, él se decidió por la perdiz escabechada. A medida que transcurría la velada, Betty Lou tuvo que reconocer que Edward era un acompañante muy agradable y muy correcto. Era cierto que era algo tímido en su trato con las féminas, debido a su poca experiencia, y eso era algo asombroso en un hombre de su edad y de su posición. Pero ese detalle encantaba a Betty Lou; le concedía a Edward cierta aura que no habían tenido nunca los hombres de su vida.

Betty Lou averiguó muchas más cosas sobre él, entre otras cosas, qué era lo que vendía. Supo que, además, de levantar su empresa por todo el país, Edward tenía una licenciatura en Ingeniería por la universidad de Nueva York. Era un hombre muy culto y procuraba estar enterado de las influencias sociales y políticas.

Ella misma se asombró de lo bien que se sentía frente a aquel hombre. Su voz grave y serena la templaba, la llenaba de una sensación cómoda y cálida, como si fuese un familiar querido que hubiera estado lejos, mucho tiempo. Los hombres maduros nunca le habían atraído, ni siquiera para charlar. Betty Lou era una mujer muy impulsiva, totalmente dependiente del primer vistazo, pero, en aquel momento, empezaba a considerar que quizás se había precipitado en juzgar una generación por el “frasco”.

Su mirada se veía atraída por el movimiento pausado y casi hipnótico de sus manos. Edward utilizaba sus largos y fuertes dedos como batutas en la conversación, dando énfasis a sus aseveraciones, o quitando importancia a alguna negación. Era como un perfecto contratiempo, evidentemente estudiado y depurado a lo largo de su vida. Betty Lou intentaba imaginar cuantas ventas y tratos habían orquestado aquellas manos, deslizándose por el aire con suavidad, calmando al cliente, engatusándole.

Cuando le comentó lo que estaba pensando, Edward sonrió y la miró con un brillo en los ojos. Incluso dejó de cortar su perdiz para observarla. Finalmente, volvió su atención al plato, mientras asentía para sí mismo. Estaba satisfecho con la modelo que Cristo había elegido para él. De hecho, superaba sus expectativas. Físicamente, era una mujer hermosa y adulta, nada que ver con esas frívolas chiquillas que se paseaban contoneándose, con la mirada perdida. Mentalmente, le estaba demostrando que era intuitiva, astuta, y llena de curiosidad. Poseía un buen nivel cultural, casi todo autodidacta le había confesado. Emotivamente, aún era pronto para conocerla, pero tenía esperanzas.

Se encontraban tan bien y tan relajados en aquel reservado que, tras la cena, se tomaron una botella de un buen champán francés entre los dos, entre confesiones y anécdotas. Cuando el coche se detuvo ante la puerta de su inmueble, Betty Lou supo, casi por instinto, que no debía invitarle a subir, por mucho que ambos lo deseasen. Debía demostrar cierta clase para ganarse el respeto del hombre. Sus valores eran mucho más tradicionales y obsoletos que los de la modelo. Sin embargo, por una vez, Betty Lou estuvo de acuerdo con ellos. Así que dejó que Edward la besara dulcemente en la mejilla, ambos aún sentados en el amplio asiento trasero del BMW, y se despidió con una sincera sonrisa.

En el ascensor, repasó mentalmente la velada, y estuvo muy satisfecha con su propio comportamiento, pero estaría más segura mañana, cuando Edward la llamase, dando ese paso necesario y esperado tras una primera cita.

También existía la posibilidad que el hombre quisiera algunas citas con otras modelos, pero Cristo no le había comentado nada de eso. Edward tenía dinero y poder suficientes como para desear más candidatas. Se encogió de hombros y entró en su apartamento.

A las once de la mañana, recibió, aún en pijama, dos docenas de rosas rojas, que traía un mensajero. Una tarjeta, rotulada con elegante trazo, decía: “Una velada perfecta. Gracias.” Quince minutos más tarde, recibía la llamada de Edward.

― Gracias por las flores. Sabes muy bien como despertar a una chica.

― Espero que te gusten las rosas. No hablamos de esos detalles anoche.

― Me encantan las rosas, de todos los colores – rió ella.

― Bien. ¿Puedo recogerte esta tarde?

― ¡Por supuesto! – Betty Lou tuvo que frenar su regocijo para mantener un tono normal y no delatarse.

― Tú eliges el programa.

― ¿Yo? ¿Dónde quiera? – se asombró ella.

― Por supuesto. Quiero conocer lo que te gusta.

― Gracias – dijo ella con un pequeño suspiro, contenta por haber superado la prueba.

Durante tres semanas, salieron de viernes a domingo, frecuentando restaurantes “trés chic”, exposiciones de artistas en boga, y asistiendo a una fiesta de Armani, en el Village. Asombrosamente, Edward insistía que quería conocer más el ambiente en el que se mueven los artistas, y los famosos. Nunca había tenido contacto con ese mundo y parecía realmente encantado. Disponer de un hombre de la condición y edad de Edward para poder pasearle y exhibirle ante sus conocidos, ponía realmente cachonda a Betty Lou. A medida que se le mojaban las bragas, la modelo se asombraba más y más. No había sentido nunca una excitación así, con ningún hombre o mujer, sin que le tocase un pelo. Cada vez que Betty Lou le presentaba una compañera o una celebridad de la música o de la televisión, y veía a Edward inclinarse para besarla en la mejilla, su bajo vientre ardía de lujuria con solo imaginar meterle en una cama redonda.

La modelo no comprendía qué le ocurría. Llegaba a casa, sola, y se pasaba una buena hora masturbándose a placer, rememorando cada detalle de la velada y sacándole partido para dos o tres orgasmos que la dejaban agotada. Pero, por mucho que se excitase, no se le ocurrió, en ningún momento, recurrir a un amante para calmarse. Su mente estaba fijada en Edward y quería que fuese él, en el momento en que lo considerase adecuado.

La verdad es que el maduro hombre de negocios no se había soltado demasiado, con respecto a sus necesidades sexuales. Ya la había besado en varias ocasiones en la boca, pero casi de forma casta, sin usar la lengua. Pero sus dedos se habían mantenido alejados de la piel femenina, con todo respeto. Por algún motivo, Betty Lou no estaba desilusionada, ni nada por el estilo. Al contrario, creía que aquella actitud era realmente romántica y la enardecía aún más. Sabía que no era amor, ni un pasajero capricho lo que sentía por Edward; reconocía la sensación, era lujuria. Jamás imaginó que un hombre maduro la pusiera tan frenética, aún sin meterla en la cama.

Por otro lado, se sentía aliviada en el momento en que repasó su cuenta bancaria por Internet. Edward había depositado un buen pellizco en su cuenta, aunque no sabía cómo había averiguado sus datos; ella no le había dado ningún detalle. Sin duda, un hombre como Edward averiguaba lo que necesitase. El asunto del dinero parecía un tema tabú para el empresario. No habían tratado cantidad alguna para los gastos de Betty Lou, ni lo que ella realmente necesitaba. Una noche, Edward le preguntó, mientras cenaban, si el ingreso era suficiente y ella le respondió, con una sonrisa, que lo era. Punto final.

Pero Edward no solo resultaba ser una ventaja económica, sino que influía en ella con otra particularidad: su compañía calmaba la ansiedad de Betty Lou. No tenía ni idea de a qué era debido. No sabía si era por su carácter calmado y medido, sus amenos e intrigantes temas de conversación, o por el constante estado de excitación y lujuria en que la mantenía. El hecho era que ya no sentía necesidad de picotear a cada momento.

Aún más, las constantes lisonjas de Edward para con su cuerpo la llevaban cada vez más a aceptarse tal y como era. Su extraña obsesión por adelgazar y recuperar su figura juvenil se diluía lentamente, entre equilibradas y suculentas comidas, llenas de cariño y tensión sexual.

Esta era una de esas veladas. Edward y ella cenaban con Barry Ashton, un cotizado y joven pintor británico, y Danielle Carmichael, su madura mecenas. Se encontraban en un restaurante de la Quinta Avenida, a dos calles de la galería de Danielle, donde exponía Barry desde hacía una semana. Betty Lou había llevado a su maduro empresario a ver la obra del pintor, casi todo de índole sexual y algo gay, y tras las presentaciones, habían acabado cenando juntos.

Tanto el pintor como la galerista parecían encantados con la conversación de Edward, y el coqueteo era evidente aunque disimulado. Eso tenía a Betty tan cachonda que había humedecido las bragas totalmente, al acabar los aperitivos. Antes de los postres, Danielle invitó al empresario a ver la colección privada que tenía en su casa. Contemplar la expresión de su acompañante disparó su reacción. Con disimulo, tomó la mano masculina, que aferraba la servilleta sobre su regazo, y la condujo pasionalmente bajo su falda. A pesar de la sorpresa, Edward controló su reacción. Era la primera caricia sexual que ambos compartían, así que el hombre se dejó llevar. Con lentitud, la mano se dejó arrastrar al interior de los tersos muslos, deleitándose con su suavidad. Cuando topó con la prenda interior y se dio cuenta de lo mojada que estaba, Edward sonrió levantando solo una de las comisuras de los labios.

Aquellos dedos largos y recios se apoderaron enseguida de la vulva de Betty Lou, introduciéndose uno en la vagina y otro hurgando en su perineo, todo ello sin dejar de charlar con Danielle y Barry. La modelo estaba tan ansiosa que tuvo que abrazarse al brazo de Edward, como si siguiese la conversación con mucho interés, pero, en realidad, mordisqueaba la tela de la chaqueta de su acompañante para acallar sus propios gemidos delatores.

Bajo la mesa, sus glúteos se apostaron en el filo de la silla, las piernas bien abiertas, la falda subida hasta un extremo peligroso, aún oculto por el mantel. Sus caderas se movían con lenta cadencia, al compás de las felonas caricias de aquellos dedos. Su clítoris, bien masajeado, se erguía dominante y muy sensible, bajo la presión del pulgar de Edward. El dedo corazón se hundía profundamente en el interior de su coño, arqueándose sabiamente para buscar su punto más sensible, y sentía el meñique juguetear peligrosamente con su cerrado esfínter. Betty Lou cerró los ojos por un momento, acuciada por una fuerte sensación de calor; la mejilla apoyada en el hombro de Edward.

― ¿Estás bien, querida? Te has puesto toda roja – le preguntó Barry, con su voz aflautada, cargada de acento londinense.

― S-sí… creo que ha… sido el vino…

― ¿Quieres tomar el aire? – le preguntó Edward, acariciándole la mejilla sonrojada.

― Creo que lo mejor sería irme a casa… me siento febril – se disculpó ella con la otra pareja.

― Por supuesto – casi corearon los demás.

Una vez a solas en el interior del coche, Edward, sin una palabra, volvió a meter su mano bajo la falda, pero, esta vez, la miraba directamente a la cara, observando su reacción. Betty Lou se derritió enseguida, necesitada del orgasmo que le había sido negado en el restaurante. Hundió su rostro en el pecho de Edward y gimió largamente mientras se corría. Todo fue muy discreto hasta llegar al apartamento de la modelo.

Esta vez, Edward se bajó y despidió a su chofer, diciéndole que pasaría la noche allí o que llamaría un taxi. En el ascensor, Betty Lou acarició con disimulo el bulto de la bragueta de su acompañante, en su deseo de comprobar su tamaño. El hombre reaccionó bajo su mano, intentando apartarse, pero ella le persiguió con una risita, lo que desató el juego entre ellos. Abrió la puerta del piso entre cosquillas y risas, para acabar besándose ardientemente apoyados contra la madera, al cerrar.

Ya no era el momento de hablar, sino de sentir y experimentar.

Betty se deslizó hasta el suelo, quedando de rodillas. Sus dedos volaron, retirando el cinturón, desabotonando la bragueta, hasta bajar el pantalón y el holgado boxer. El pene la esperaba, rígido e hinchado, con el glande amoratado por la excitación. Le pareció más gordo de lo que se había pensando, aunque no era largo. Una buena polla para chupar, pensó.

― Oh, Dios – jadeó Edward cuando ella lo enfundó en su boca. – Despacio… que hace mucho tiempo…

― ¿Desde que Marion murió no…? – preguntó ella, sacándose el pene de la boca.

― Desde mucho antes, cariño. Lo dejamos de hacer cuando enfermó.

― ¿Y no ha habido otra? ¿Una secretaria? ¿Una putilla? – le preguntó con picardía mientras daba lengüetazos al glande.

― Nadie. Solo mi mano.

― Pobrecito…

Y volvió a tragarla, esta vez por completo, hasta su garganta. Edward gimió y atrapó su rubia cabellera, en un intento de avisarla, pero no hubo tiempo. El chorro de semen llenó su boca y su garganta. Betty Lou tragó con delectación.

― Lo siento – susurró el hombre, apartándole el flequillo de los ojos.

― Es lo que buscaba. Estabas demasiado ansioso, Edward. ¿Una copa? – preguntó ella, poniéndose en pie, aún relamiéndose.

― Me vendría bien, claro.

― Sirve dos de lo que quieras – le señaló Betty el bar. – Me enjuagaré la boca.

Edward se dio cuenta de que llevaba aún el pantalón por los tobillos al echar a andar. Con una risita, se sacó las prendas y las tiró a un lado. Se quitó la chaqueta, que dejó sobre una silla, y sirvió dos vasos con Bourbon. Buscó hielo en el frigorífico y se sentó en el sofá. Betty apareció del cuarto de baño, totalmente desnuda, dejándole con la boca abierta. Como un adolescente, su polla respondió al estímulo, tomando consistencia de nuevo.

― Eres la mujer más hermosa que he conocido jamás – la halagó sinceramente.

― Y tú eres el único hombre al que creo cuando dices eso – sonrió ella, sentándose a su lado y tomando uno de los vasos.

― ¿Tan evidente resulto? – bromeó él.

― Tu cuerpo no puede engañarme – señaló ella el erguido pene. – Y eso me halaga mucho, mucho… bébete eso que vamos a follar toda la noche…

Edward sintió el escalofrío que acabó poniéndole la polla más tiesa aún. Betty Lou no se parecía en nada a Marion. Su esposa, que en paz descansara, era muy comedida en sus muestras de afecto y en su propia procacidad. Nunca salió de sus labios una palabra tan vehemente como “follar”, ni se comportó nunca con esa muestra de lujuria que le sentaba tan bien a la modelo. Ni siquiera se exhibió jamás tan desnuda como lo estaba ahora Betty Lou; siempre había un camisón, un salto de cama, una bata, o una camisa…

Edward paseó su hambrienta mirada sobre el cuerpazo de la modelo, dejándose llevar por sus propios deseos. Estaba loco por hacer con ella todo aquello que no hizo con su esposa. Betty le quitó la copa de la mano, la dejó sobre la mesita y se montó a horcajadas sobre el regazo masculino. Sus ojos grises miraron al empresario desde arriba, atrapándole como una araña a una mosca. Sus labios se unieron, desatando, por primera vez, un increíble juego lingual mutuo. Parecían desesperados por saborear la boca del otro, en toda su plenitud.

Los dedos de la chica se ocuparon de quitarle la camisa y, luego, la camiseta interior. Al fin, quedaron ambos desnudos y apretujados sobre el sofá. Betty se alzó sobre sus rodillas, poniendo sus erectos pezones al alcance de la boca de su amante, quien no dudó de atraparlos y succionarlos con alegría. La mano de Betty bajó hasta la entrepierna del hombre, aferrando su miembro, que se frotaba enardecido contra su vientre. Lo apuntaló con pericia y se dejó caer lentamente sobre él, ensartándose cual mártir.

Bufó y jadeó al ensanchar su vagina con la presión del miembro. Por su parte, Edward se sintió en el cielo por traspasar tal ángel. Notaba como su glande se frotaba contra cada uno de los pliegues íntimos. Betty Lou le ayudó con la cabalgata, incrementando el ritmo. Subía sus caderas hasta casi sacar la polla de su sexo, solo para volverse a clavarse toda.

Abrazó la cabeza de Edward, aplastando su nariz y boca entre sus senos, en el momento de correrse. El empresario se dio cuenta de este hecho y detuvo la cabalgata, dejándola que recuperara el aliento. Lo aprovechó para levantarse, acabarse el whisky, y tenderle la mano para ponerla en pie.

― Vayamos a la cama – dijo él y ella asintió, sonriente.

Al entrar en el dormitorio, Betty Lou encendió la lamparita de la mesita de noche y apagó la lámpara central. Sabía que ningún hombre quería hacer el amor con ella a oscuras; todos querían verlas.

Normal, ¿no? ¿Usted se follaría a una modelo como esa a oscuras, para imaginar de nuevo a su esposa? Ni de coña.

Así que Edward se recreó con esa diosa que se acostó a su lado, besándola desde la cabeza a los pies, repasando cada curva, cada rincón, hasta que, finalmente, se dispuso a beber de la fuente de la Eterna Erección, o séase, el coñito. La comida de coño fue total y duró muchos, muchos minutos. Hizo que Betty se retorciera, chillara, y suplicara. Se corrió dos veces, teniendo sus dedos engarzados al plateado pelo de su amante.

Una vez satisfecho con su proeza, Edward buscó su propia satisfacción. Se instaló entre los mojados muslos de la modelo, la abrazó tiernamente, y enfundó su gruesa polla en la más clásica postura misionera. Su boca se apoderó de los labios femeninos, dejándola degustar sus propios efluvios.

Betty Lou se sentía enardecida, desatada, como ningún amante la hubiera hecho sentirse anteriormente. Movía su pelvis, haciéndola coincidir plenamente con el movimiento de Edward, haciendo que la polla llegase más profundamente. La boca del hombre se había pegado a su oído, se deslizaba por su cuello, mordisqueaba su hombro, a la par que sus embistes se prodigaban con fuerza. Ella gimió de nuevo, presintiendo otro clímax, y le arañó la espalda suavemente, haciéndole encabritarse prácticamente.

― Me v-voy a correr… ¿puedo hacerlo dentro? – musitó Edward.

― Si la sacas ahora, te la corto – respondió ella, atrayendo las nalgas masculinas con sus manos.

Con un bronco gruñido, Edward descargó en su vagina, en un par de espasmos. Sentir el semen en su interior detonó su propio y definitivo orgasmo. Subió las rodillas y cruzó los tobillos, abrazando la cintura del empresario, en un impulsivo reflejo de una buena hembra fértil. Suponía que Edward apreciaría el gesto, si se daba cuenta. No es que Betty Lou pretendiese quedarse encinta, pero era una cortesía hacérselo saber, sin duda.

Ambos quedaron sudorosos ya jadeantes, abrazados en mitad de la cama. Edward la besó en la frente y apartó una guedeja rubia que se empecinaba en meterse en sus bocas.

― Te confieso que no me esperaba esto esta noche – le dijo con una sonrisa.

― Bueno, no era algo que tuviera pensado – respondió ella, acariciando las nalgas masculinas –, pero me puse algo frenética viendo como tanto Barry como Danielle coqueteaban contigo.

― ¿Frenética de celosa?

― No, de cachonda – rió Betty.

Edward rodó a un lado, quitándose de encima de ella, y se incorporó sobre un codo, mirándola.

― ¿Te pone verme coquetear?

― A ti no, que lo hagan contigo. Eres tan inocente y tan pardillo, a pesar de tu edad, que me pone muy caliente ver como otras personas se insinúan.

― No me habías dicho nada…

― Hombre, no es algo para ir comentando en la cena, ya me dirás…

― Desde luego – se inclinó y la besó tiernamente en los labios. — ¿Qué otras fantasías tienes conmigo?

― Bueno, no sé si debería decírtelas…

― Insisto.

― Me encantaría meterte en una cama conmigo y con una o dos chicas más – los ojos de Betty Lou chispearon de morbo, al decir aquello.

― Vayamos poco a poco. Hoy hemos dado un paso importante – dijo él, tragando saliva.

― Sí, nos hemos acostado y vas a dormir en mi cama.

― Probaremos un poco más con esto y ya hablaremos de introducir más gente, ¿te parece bien?

― Perfecto. Otra cosa…

― ¿Qué?

― Lo de darme por el culito, ¿puede ser esta noche? – preguntó Betty Lou con voz ingenua y juguetona, dejando asomar una expresión de tremenda lujuria.

CONTINUARÁ…

 
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