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Channel: JANIS – PORNOGRAFO AFICIONADO
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Relato erótico: “Burke investigations 06 Y FINAL” (POR JANIS)

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El caso del perro violador. Capítulo 6.
 Nota de la autora: comentarios y opiniones pueden enviarlas a janis.estigma@hotmail.es

Elsa necesitaba que Mad Kiss saliera al descubierto. Tener un enemigo así, oculto y al acecho, iba en contra de cualquier manual de guerra. Le quería localizado, y, a ser posible, nervioso. Sabía que era muy peligroso desafiarle así, pero no disponía de más armas que ese DVD.

En contra de su costumbre, Elsa acudió a la guarida del Barón, que se encontraba en la trasera de una panadería de Chinatown. El Barón era un chino joven, de unos veinticinco años, que estaba enterrado entre varios montículos de material tecnológico. El joven parecía escuálido y bastante pálido, o lo que podría llamarse pálido para un oriental. En realidad, al Barón no le daba el sol de lleno desde hacía más de un año. No salía a la calle apenas y casi nunca de día.
Su puesto estaba allí, entre el imponente equipo informático que le daba acceso a cualquier punto de ese nuevo mundo virtual llamado Internet. El Barón apartó los ojos de las múltiples pantallas, cada una mostrando una tarea diferente, y se asombró de ver a Elsa.
―           ¡Burke! ¡Cuánto tiempo, sargento! – la saludó, sin levantarse de su silla giratoria, llamándola por su grado de policía.
―           Hola, Chen. Tenía que venir. Lo que tengo que pedirte no lo podía hacer por teléfono – aclaró ella, dándole la mano.
―           Lo que tú digas. Ya sabes que te lo debo – el Barón miró hacia abajo, solo un instante.
Elsa acompañó aquella mirada y contempló la pierna izquierda del joven, embutida en un jeans descolorido. Acababa en un muñón, a la altura del tobillo. Por un momento, la mente de Elsa retrocedió a aquella redada que se complicó hasta convertirse en una batalla campal, en pleno centro de Chinatown. En ella había conocido al Barón, que aún no se había ganado ese apelativo y disponía de sus dos pies.
Elsa acababa de salir dela Academiay estaba pasando su periodo de prácticas, cuando se vio envuelta un todo aquel lío, el cual empezó con una simple riña doméstica. Claro que el tipo que le estaba partiendo la cara a su esposa, era el jefe de los Tigres Blancos, una violenta banda Tong. Todo se descontroló en pocos momentos. Llegaron más miembros de la banda, esta vez armados, y hubo que llamar a más efectivos policiales. Se organizaron improvisadas barricadas, se tomaron rehenes, y, durante doce horas, Elsa revivió el infierno de las calles de Beirut.
El Barón fue uno de los rehenes. Un inocente chico del instituto, atrapado en un mal sitio. Una ráfaga de un AK47, casi a bocajarro, le cercenó el pie. Elsa arriesgó su vida para sacarle de allí, antes de que se desangrara. Desde entonces, el chico se había convertido en un famoso hacker, muy agradecido y colaboracionista.
Tras discutir el asunto en profundidad, el Barón sacó una escena del DVD, en un formato GIF, en la que se veía a Mad Kiss transportar algo sobre su hombro. Durante un par de segundos, se giraba y sonreía a la cámara, mostrando sus dientes de oro. La escena formaba un bucle al acabar, repitiéndose hasta la saciedad. Elsa quedó satisfecha y le dijo que introdujera el archivo como un troyano en numerosas webs pornográficas, sin más mensaje. Mad Kiss no era tonto, sabría lo que significaba, al momento.
Hecho esto, Elsa se quedó a almorzar en uno de sus sitios preferidos en el barrio chino y regresó a su oficina. Tenía que adelantar trabajo. Tenía varios casos que empezar.
Se pasó un par de horas revisando escenas de los DVDs que el señor Farris había traído, hasta que se volvió demasiado monótono como para mantener la atención. Decidió echar un vistazo a otro caso, solo para despejar la mente. Apoyó el dedo en el botón del interfono, dispuesta a llamar a Johanna, cuando escuchó la susurrante voz.
―           ¿Está Burke en el despacho, nena?
Aquel “nena” no le gustó ni un pelo. No era nada respetuoso, ni sonaba tampoco divertido, ni siquiera amistoso.
―           No, no… ha salido, señor – escuchó decir a su secretaria.
Elsa se quedó boquiabierta. ¿Mad Kiss había reaccionado tan deprisa? ¿Cómo era eso posible? ¡El Barón ni siquiera habría acabado de insertar el GIF en todas las webs! No se detuvo a seguir pensando, ni había tiempo para cogerla Berettade su mochila. Se levantó de su asiento como una centella, colocándose detrás de la puerta, en el mismo instante en que giraba el picaporte. Conteniendo la respiración, contempló como asomaba el cañón de un arma con silenciador.
“Vamos, entra un poco más.”, deseó con todas sus fuerzas.
 

El perfil aplanado de un tipo asomó por el filo de la puerta, mirando a todas partes, pero no detrás del batiente. Su atención estaba puesta en las dos puertas del fondo. Malo para él, bueno para ella. Elsa se apoyó en la puerta con todas sus fuerzas, empujando al hombre y cerrándola de un golpe. El tipo, desequilibrado, dio un traspié hacia el interior del despacho. Cuando quiso recuperar su posición, tenía una de las botas de Elsa en la oreja. Su cabeza pareció querer despegar, oscilando violentamente como resultado de la salvaje patada.

Elsa acompañó la caída del hombre con su cuerpo, tal y como la habían enseñado durante tantos entrenamientos. Arrancó el arma de la mano del hombre, que trataba de farfullar algo, y apuntó hacia la puerta, un segundo antes de que se abriera.
¡Ffffiittt! ¡Ffffiiittt!
Dos rosetones cárdenos aparecieron en la camisa de colorines del tipo calvo que abrió la puerta. Con ojos desorbitados, se miró el pecho durante un segundo y se derrumbó de rodillas. Elsa, como si mantuviera una coreografía, se puso en pie y pisoteó con fuerza las cervicales del primer hombre, que intentaba levantarse del suelo, a su lado. Hubo un siniestro crujido y Elsa ni siquiera le dirigió la mirada. Sabía que le había roto el cuello. No podía dejar enemigos a su espalda ahora, porque tampoco sabía cuantos enemigos quedaban en la sala de espera.
La puerta había quedado abierta, con el cadáver atravesando su quicio, pero no podía ver más que la esquina más exterior de la mesa de Johanna. Jadeó al pensar que Mad Kiss no le importaba nada que fuera de día, en pleno centro de Westwood. Todo era una locura, o bien tenía las espaldas bien cubiertas…
Caminó de lado, intentando tener más campo visual de la otra estancia. Pronto estuvo segura de que, de haber alguien, estaría a ambos lados de la puerta, esperándola. Bueno, eso tenía fácil arreglo. De todas formas, tenía que jugársela. Se preparó para saltar, apuntó a unos centímetros a la izquierda de la jamba y soltó tres balas que atravesaron la débil pared. Al mismo tiempo, Elsa saltó, atravesando el espacio vacío de la puerta y cayó sobre las rodillas. Vislumbró una forma apoyada en la pared, a su derecha. Al caer al suelo, su muñeca ya estaba apuntando en esa dirección, sin girar ni siquiera la cabeza. Disparó dos veces y rodó, inmediatamente, sobre su hombro izquierdo. Ningún disparo sonó mientras se encaraba con la puerta. Buena señal.
Había acertado. Las dos balas que disparó a través de la pared cumplieron su cometido, una por debajo del cuello, la otra en el vientre. El fulano estaba en el suelo, en un charco de sangre. Miró al otro lado. Un tipo negro estaba sentado en el suelo, la espalda contra la pared, donde quedaban dos manchas rojizas alargadas.
Elsa se puso en pie, soltando el aire que retenía en los pulmones. Entonces, la vio… Seguía sentada en su silla, las piernas estiradas bajo su escritorio. Uno de sus zapatos sacado de su horma. Johanna tenía costumbre de jugar a descalzarse bajo la mesa.
Elsa gimió. No quería acercarse, no quería admitirlo. La mulata tenía la barbilla contra el pecho, las manos caídas de los reposabrazos de la silla. Unas gotas de sangre manchaban su camisa blanca.
―           No… no… Johanna – musitó finalmente Elsa, acudiendo a su lado.
Levantó su cabeza para tomarle el pulso y la herida quedó en evidencia. Tenía un agujero en su sien izquierda. Le habían disparado a sangre fría para que no la alertara. Elsa acunó la cabeza de su amiga y lloró, inculpándose de su muerte. ¡Ella tenía la culpa! ¡Había jugado con su vida, con la de…!
¡Belle! Se pasó una mano por la cada, secando sus lágrimas. ¡Ya tendría tiempo de llorar! Belle podía estar en peligro. Mad Kiss podía haber enviado hombres también a su ático. ¡Tenía que llegar hasta ella!

Belle llevaba toda la mañana agitada, dándole vueltas al mejor escenario posible para sincerarse con su enamorada. Tras muchas rondas, llegó a la conclusión que no existía ese escenario, así que debía hacerlo a la antigua usanza, apechugando con lo que viniera. Así que, después de comer un trozo de pizza recalentada y un par de piezas de fruta, se sentó ante su portátil y empezó a escribir toda una declaración.

No pensaba mostrarla a nadie, y menos a Elsa, pero le servía para ordenar sus ideas; una especie de guía propia, para saber qué decir y por dónde empezar.
En esas estaba cuando escuchó trastear en la cerradura de la puerta.
“¡Mierda! Elsa regresa antes de tiempo.”, se dijo, cerrando la tapa de su ordenador y dirigiéndose hacia la cocina para disimular.
Pero no fue Elsa quien entró, sino un tipo alto, con la cara picada de viruela, y de escaso cabello gris. Belle quedó con la boca abierta. No sabía quien era, o si tenía algo que ver con Elsa. Podía ser un pariente, un amigo… ¿el casero?
No tuvo tiempo de pensar nada más. Una enorme y negra pistola se plantó ante su cara. Belle bizqueó un poco, mirando el agujero del ominoso cañón. Entró otro tipo, más grande que el primero y más joven. Revisó rápidamente el apartamento y volvió a la puerta. Se asomó al pasillo y dijo que estaba despejado.
Fue entonces cuando las rodillas de Belle empezaron a temblar sin control. Casi se orinó encima al verle. El hombre de los dientes de oro entró por la puerta y la miró, sonriéndole. Vestía un elegante traje de lino, blanco y amplio, sin corbata, y unos caros zapatos de piel de reptil.
―           Al fin te he encontrado, ratita – le dijo, con una voz meliflua, que parecía pertenecer a otra persona. — ¿Te has cansado de jugar al escondite?
Belle no contestó, pero retrocedió hacia la puerta de la terraza. La mano de uno de los hombres se cerró sobre su brazo, deteniéndola. Ahora que podía ver nítidamente el rostro del hombre de los dientes de oro, le pareció más viejo, cercano a los cincuenta años, y sus rasgos estaban delineados por el vicio y la sordidez más abyecta. Belle se estremeció cuando la mano del hombre tocó su rubia cabellera.
―           Hay que esperar a que nos llamen los que han ido al despacho de esa puta – dijo el cabecilla, mirando a sus dos hombres. – Esperadme en el pasillo. Voy a tener una charla con esta jovencita.
Sus hombres sonrieron, habituados a esas palabras, y salieron del apartamento, cerrando la puerta. Sin más palabras, Belle fue empujada sobre el sofá. El hombre se quedó en pie, mirándola, apreciándola con la mirada. Sonrió de nuevo y se desabrochó la chaqueta para dejarla, con cuidado, sobre el respaldar del sofá.
―           Hace tiempo que no nos vemos, pequeña, pero no te he olvidado. Se me prometió una noche contigo, pero las cosas se complicaron… Me llamo Mad Kiss. Un dulce nombre, ¿verdad?
―           ¿Qué quiere… de mí? – preguntó tímidamente Belle.
―           Oh, que ingenua eres aún… ¿Qué voy a querer de una dulzura como tú? ¿Te acuerdas de lo que te hizo aquel dogo? Pues yo quiero lo mismo…
―           No… por favor… — lloriqueó la joven.
―           Oh, si. Vamos, quítate la ropa, niña…
Belle se protegió con sus brazos, negando con la cabeza. Mad Kiss se acercó de un paso, dándole una imprevista bofetada que la dejó sin aliento. No fue demasiado fuerte, pero si muy sorprendente.
―           ¡Quítatela! – recibió una nueva bofetada, junto con la orden.
Esta vez obedeció, más por la orden que por el dolor. Se sacó la camiseta por la cabeza, mostrando que no llevaba sujetador. Mad Kiss admiró aquellos pechitos tiesos, inmaculados en su bronceado. Se relamió como un gato ante un bol de leche. Belle se quitó los shorts que llevaba, de fina gamuza verde, largos hasta el medio muslo, y quedó en braguitas.
―           ¡Fuera las bragas también! ¡Te quiero en cueros, niña!
―           No – se negó la chiquilla, con plena determinación.
―           ¿No? ¿Crees que dispones de elección acaso? Jamás la has tenido, ¿verdad? Solo eres una esclava, un pedazo de carne que se alimenta para que siga cumpliendo una sola función, ¡entregarse!
Mientras casi le escupía a la cara, Mad Kiss la obligó a girarse y presentarles sus pequeñas nalgas, tras arrancarle las braguitas. Empezó a azotarla con la mano, fuerte y rápido. Belle chillaba, intentando interponer sus manos ante los azotes. El hombre le tiraba del pelo cada vez que colocaba una de sus manitas sobre sus nalgas, y volvía a golpearla.
Belle acabó rindiéndose, demasiado dolorida y asustada.
―           ¡Por favor…! Por favor… señor… no me pegue más… haré lo que… quiera… lo haré… — hipaba por los sollozos y las palmadas.
―           Si, putita, me la vas a comer muy bien, lo sé… así, de rodillas…
Mad Kiss desabrochó su pantalón, dejándole caer y revelando que no llevaba ropa interior. Un firme pene apareció, excitado por la violencia y la dominación. Lo restregó por el rostro de la chiquilla, mientras él, entre risotadas, alababa sus dimensiones.
Belle lo tomó con sus labios y sorbió el descubierto glande. Sabía a sudor y algo más, algo indefinible y empalagoso. Mad Kiss gimió al sentir sus labios y dejó de hablar, lo que convenció a Belle de aplicarse más. Si no escuchaba aquella voz de vendedor de corsés, – es lo que se le venía a la cabeza cada vez que le escuchaba – sería mucho mejor.
―           Ah, pequeña… que boca tienes… Inexperta y fresca… como me gustan… — gimió el hombre.
Se dejó caer en el sofá y atrajo a Belle hacia él, colocándola boca abajo en el mueble. Intentó suplicarle, en un principio, pero ella misma se dijo que no debería alargar aquello más… De todas formas, pensaba violarla, así que lo mejor era acabar cuanto antes. Se mordió el labio cuando el pene la traspasó. Mad Kiss jadeaba sobre su espalda, echándole el aliento en el cuello, en la oreja…
―           Te voy a follar toda la tarde… niña… para que nunca me olvides…
Elsa conducía como una suicida. Se había saltado varios semáforos, intentando no quedar atrapada por el denso tráfico de la hora punta. En algún momento, escuchó la sirena de un coche patrulla, pero no hizo caso y pronto le perdió al saltarse otros dos semáforos. No podía dejar que la detuviesen. Sus tripas le decían que Belle estaba en peligro.
Frenó el coche en el callejón y vio coches desconocidos aparcados. Con un frenético movimiento, metió una bala en la recámara dela Browningcon silenciador que le había quitado a uno de los muertos de su despacho, y se aseguró que su propia Beretta estaba en su cintura, atrás.

Entró en el vestíbulo del inmueble. Había un tipo grande leyendo los comunicados vecinales. Hizo amago de levantar una mano hacia ella. Elsa le pegó un tiro en el cuello, casi a bocajarro. Otro estaba sentado en los primeros peldaños de las escaleras, justo al lado del ascensor. Intentó sacar su arma de una funda sobaquera que llevaba bajo la liviana chaqueta. Su mano quedó aferrada a la culata, el cráneo destrozado.

Con un gruñido, Elsa metió los dos cuerpos en el ascensor y lo envió al último piso. Ella subió, de dos en dos, los escalones. Solo eran seis pisos y, cuando se asomó al último rellano, uno de los tipos que guardaban el acceso a su apartamento, estaba revisando el interior del ascensor.
―           ¡Joder! ¡Dillon y Burt están muertos! – exclamó el tipo, apuntando con su arma al interior de la cabina.
―           ¡Atranca la puerta del ascensor! – aulló el que estaba ante la puerta del apartamento.
Elsa se asomó al pasillo. El matón del ascensor era el más cercano. Chilló al verla, pero fue arrollado por las tres balas que se alojaron en su pecho. Elsa siguió disparando hacia el fondo del pasillo, hacia el otro tipo, pero éste se pegó a la pared y respondió al fuego. El silenciador no mejoraba su puntería, pero, aún así, Elsa creyó ver que le alcanzaba, pero el matón se metió rápidamente en su piso. Se deshizo de la Browning, descargada, y tomó el arma del tipo que había matado ante el ascensor. Era un revolver Smith & Wesson, calibre 38, como el que usa la policía. Elsa sonrió. No pensaba dejar vivo a ninguno de esos cabrones.
Su mente analítica le decía que en su piso solo había dos tipos, el que llevaba la voz cantante y el que había huido, ya que, de lo contrario, habrían salido refuerzos al sonido de los disparos. El problema era que no podía entrar disparando, Belle estaba dentro y seguramente sirviendo de escudo. Debía dejar que ellos creyesen que disponían de la ventaja, pero Elsa no tenía ningún chaleco antibalas esta vez. Podían meterle un cargador en el cuerpo y, entonces, todo se jodería…
¡Que importaba si conseguía salvar a Belle! La quemazón había vuelto a su sangre, con la matanza de anoche y el asalto a su despacho. Notaba como su antigua adicción se apoderaba de su mente. Quería sangre, necesitaba el peligro… y ahí estaba esperándola, en el interior de su apartamento. Lo demás daba igual, era secundario.
Su puerta estaba reforzada, nadie la iba a disparar a través de ella, así que giró el picaporte hasta abrirla. La necesitaba suelta para hacer su entrada. Tomó aire y se lanzó. Entró como un ariete, deslizándose de rodillas, con un arma en cada mano, buscando objetivos. No vio a nadie frente a ella, ni Belle, ni enemigos, pero no tuvo tiempo de nada más. Una mole cayó sobre ella, desde atrás. Se maldijo, por idiota. Ella también había caído en el truco de detrás de la puerta.
El encontronazo fue muy violento. El hombre era fuerte y pesado. Le arrancó las armas de las manos y rodaron, aferrados, alejándose de ellas. Apretó los dientes cuando recibió dos golpes seguidos en uno de sus pómulos, pero consiguió meter una rodilla entre las piernas de su atacante y giró la cintura para darle un codazo en la barbilla, al mismo tiempo que empujaba con la rodilla. Sorprendió al hombre, haciéndole retroceder. Éste sacó una navaja muy puntiaguda y estrecha, que se abrió con un chasquido.
¿Y su arma? ¿Dónde estaba? Era el matón del pasillo. No había vaciado el cargador, pues solo disparó tres o cuatro veces. ¿Le había dado el arma al otro? No lo pensó más. Tenía que deshacerse de él enseguida, ¡ya!
Se agazapó, sacando el cuchillo de comando de la bota. Pequeño, afilado por sus dos hojas, con entrada de aire en su parte central, y el mango compensado para lanzarlo. El tipo tragó saliva al ver con que familiaridad le hizo girar en su mano para empuñarlo con la hoja pegada a su antebrazo. Se miraron y tantearon algunos segundos, girando sobre ellos. Entonces el hombre lanzó un golpe al vientre de Elsa, pero no era más que una finta. Subió la hoja en vertical, con mucha rapidez, esperando atrapar uno de los brazos cuando ella los bajara para proteger su estómago.
Elsa no cayó en la treta. Domínguez, el compañero ecuatoriano que la entrenó en aquel manejo, creció en el peor barrio de Washington. Las peleas a navaja eran el pan de cada día y esa finta era bien conocida. Elsa desvió la cuchillada con el antebrazo y lanzó su mano armada. Estuvo a punto de cazarle. El matón comprendió que ella era más rápida y técnica que él, así que decidió jugárselo todo a su mayor corpulencia. Con un par de pasos, intentó acorralar a Elsa y, súbitamente, lanzó una mano que la aferró por el pelo. Elsa gimió y sufrió un fuerte tirón que dejó su garganta al descubierto. Sin embargo, cuando el matón subió su otra mano, la de la navaja, para cortarle el cuello, se encontró una hoja que la estaba esperando. El cuchillo quedó expuesto en diagonal, frente a su garganta, en décimas de segundos, y cortó tres dedos del hombre, simplemente con el propio impulso frenético del matón, que pensaba que ya era suya.

Ni siquiera se dio cuenta que ya no tenía dedos, ni navaja, por supuesto. El muñón de su mano alcanzó el cuello de Elsa, salpicándola de sangre. Por un momento, el sicario creyó que todo había acabado, que la había rajado, pero, con asombro y miedo, observó como la mujer sonreía y, entonces, sintió la cadena de bruscos pinchazos, muy rápidos. Uno, en la axila que tenía desprotegida, al tener el brazo alzado, aferrándole el cabello. Otro en el vientre, seguido de un tironazo. El tercero en la entrepierna, en la cara interna del muslo derecho.

En tres segundos fue como si su cuerpo se convirtiera en líquido. La sangre chorreaba en grandes cantidades, encharcando el suelo de madera. Por un momento, pensó en cómo era posible que… pero, enseguida vio una de sus tripas saliendo por el terrible tajo de su vientre y supo que estaba muerto, en pie.
Elsa le empujó, tirándole al suelo, y se giró. Alguien surgía del cuarto de baño. La detective se movió rauda haciala Beretta, aún sosteniendo el cuchillo en la mano.
―           ¡No te muevas! ¡Déjala en el suelo! – la advirtió una voz demasiado aguda para un hombre.
Elsa se quedó quieta, agazapada. Un hombre desnudo, de estatura mediana, mantenía alzada en vilo a Belle, también desnuda. El hombre sostenía una automática, la del hombre muerto, contra la sien de la chiquilla y se parapetaba muy bien con ella. La mano del arma estaba envuelta con una camisa blanca, las mangas atadas alrededor de la cabeza de Belle.
“¡Joder! ¡Se ha atado la mano a la cabeza de Belle! No apartará el cañón aunque le engañe. ¡Es listo, el cabrón!”, pensó Elsa.
―           ¿Quién eres? – le preguntó ella, tratando de ganar tiempo.
―           Tira el cuchillo contra la puerta. Clávalo.
―           ¿Tengo aspecto de artista de circo? – se burló ella.
―           La pistola que tengo contra su sien es una simple protección, pero puedo hacerle daño con una mano – dijo Mad Kiss, pellizcándole con fuerza un pezón a Belle.
Elsa respondió al quejido de la chiquilla. Se giró y lanzó con elegancia el cuchillo contra el panel de madera de la puerta de entrada. Clavó la punta, pero el panel no tenía suficiente grosor para soportar el peso y la vibración del arma, así que acabó cayendo al suelo, contra la puerta.
―           Bien, ahora, lentamente, empuja con el pie tanto el revolver comola Berettahacia mí.
Elsa le obedeció.
―           Eres Mad Kiss, ¿cierto?
―           Si, y tú Burke, según me han informado.
―           Así es.
―           Supongo que mis hombres están muertos o incapacitados.
―           Esta vez no hay supervivientes – dijo Elsa, con ferocidad.
―           Ya, es la guerra, ¿no?
―           Tú has empezado, cabrón.
―           Tsk, tsk… vamos, no hay necesidad de ser maleducados – se rió el hampón.
―           Ya… ¿y ahora qué?
―           En la cintura de ese, – dijo señalando con la barbilla al muerto – hay unas esposas. Cógelas y encadénate a la puerta del horno.
Elsa dudó. Si perdía su capacidad de movimiento, estaría muerta. Él lo sabía y ella también. Mad Kiss apoyó los pies de Belle en el suelo y pasó su mano libre de la axila al bajo vientre. El pellizco en su expuesto clítoris fue verdaderamente salvaje. Belle se retorció.
Maldiciendo, Elsa tomó las esposas y caminó hasta el horno. ¿Por qué he tenido que comprar un horno tan bueno? Era de acero inoxidable, resistente a unos cuantos buenos tirones. No podría liberarse así como así. Se puso en manos del destino al escuchar el clic de cierre de las esposas. El hombre pareció respirar, aliviado. Desató la camisa de la cabeza de Belle y la empujó hacia el sofá.
―           Verás. Has interrumpido la pequeña fiesta que teníamos organizada aquí, la nena y yo – bromeó Mad Kiss. – Es por eso que estamos desnudos. Como ya sabes, somos viejos conocidos.
Obligó a Belle a sentarse a su lado. Aunque estaba seguro y a salvo, seguía manteniendo el arma en su mano. Emitió una sibilante risita, como si se acordara de algo gracioso.
―           Verás, Burke, eres una tía muy dura. Yo diría que más que cuantos enemigos he tenido en mi vida. He enviado a todos mis hombres a por ti y, ahora, no tengo a quien llamar – se rió de nuevo. – Estoy sin refuerzos.
―           Me alegro.
―           Bah, los músculos son fáciles de reemplazar. Carne de cañón. Pero tú me has hecho daño con esa grabación. Creí que me había hecho con el original y que no habían hecho copias…
Elsa comprendió que Mad Kiss era el asesino de Tris Backwell.
―           Pero esa perra de Tris hizo una salvaguardia, ¿no?
Elsa no tuvo más remedio que asentir.
―           Se volvió codiciosa – alzó los hombros el hombre, acariciando con una mano, los esbeltos muslos de Belle. – No tenía suficiente con la generosa suma que se le pagó para entrar al servicio de Ava Miller y robar el DVD.
―           Ya se sabe de los pactos con el diablo… — masculló Elsa.
La risita de Mad Kiss estremeció a Belle. Seguidamente, soltó la pistola sobre la mesita auxiliar que tenía al lado, y tomó a la jovencita, colocándola sobre su regazo. Le pasó una mano por la vagina, pisándose la lengua con los dientes.
―           Jeje… aún está mojada, la muy guarrilla…
―           No… ya está bien… — protestó débilmente Belle.
―           Venga, putilla, que nos han cortado el rollo… ábrete de piernas, corazón. Que te la voy a meter lentamente…
―           ¡Déjala! ¡Te arrancaré la polla, hijo de puta! – exclamó Elsa, rabiosa.
―           No pienso acercarme a ti, Rambo… pero, de esta forma, puedes seguir viviendo un poco más… podemos charlar mientras me la follo – dijo, mientras su pene hacía varios conatos de penetración. Emitió de nuevo su desagradable risita.
Finalmente, hundió su miembro en la vagina de Belle, así como un dedo en su boca, convirtiendo su quejido en un murmullo.
―           Así… que coñito más calentito, Dios… supongo que tendrás preguntas que hacer, detective.
―           ¿Cómo es que el jefe de una banda organizada atiende los vicios de unas cuantas señoras pijas? – preguntó Elsa, tras meditarlo unos segundos.
―           ¡Oh, eso! Es solo un favor para mi socia… — dijo, agitando las caderas de Belle, la cual no dejaba de llorar y gimotear.
―           ¿Cuál de las tres?
―           Ninguna. Esas eran clientes de mi socia. Verás… es una mujer muy poderosa, pero muy, pero que muy, viciosa, ¿sabes? Pero debe tener mucho cuidado para no ser descubierta por su círculo social… muévete, putita… que no decaiga la fiesta – bromea. – Así que me ocupo de ciertos asuntos para ella, como ese del perro violador. Todo grabado y empaquetado para su disposición. Las ha tenido a su merced desde entonces…
―           ¿Las chantajea?
―           No, la grabación fue hecha de mutua acuerdo… más bien las utiliza. Se aprovecha de sus fetiches, de sus vicios inconfesables, para satisfacer los suyos propios. En este caso, llevó a esas tres mujeres hasta el extremo de entregarse en una orgía privada… en fin, causa y efecto, ya se sabe…
―           ¿Quién es?
―           Creí que lo sabrías ya…
―           ¿Lana Warner?
―           ¡Premio! – una nueva risita.

Belle ya no se quejaba. Se había quedado lacia, abrazada por el hombre; la cabeza y espalda, recostadas sobre el pecho masculino. Gemía muy bajito, al compás del suave ritmo que marcaba Mad Kiss. Su vagina enrojecida tragaba el miembro sin ningún esfuerzo, totalmente lubricada por la excitación. Elsa se preguntó el motivo, pero aún había muchas incógnitas, y, aunque le metiera dos tiros al final, ella quería saber; necesitaba saber.

―           Tris trabajaba para Lana Warner… ¿La envió ella a recuperar el DVD?
―           Exacto.
―           Pero… no comprendo… Si Warner había grabado esas escenas, ¿para qué quería el original? Tendría todas las copias que deseaba, a no ser que…
―           ¡Si! ¡Ella! – exclamó el hampón, señalando a Belle con el dedo.
―           ¡Por todos los demonios! ¿Quién es ella? – gritó Elsa.
―           Belle… soy Isabelle… — gimió la chiquilla, como recuperando la conciencia. – Lana es mi… madrastra…
Elsa se quedó con la boca abierta, atónita, mientras Mad Kiss se partía de la risa. Isabelle, la única hija de Jonathan Warner, el esposo multimillonario fallecido. ¡Era demencial! ¡Qué hacía con ella, en su casa? Y, sobre todo, ¿por qué?
―           Verás, esta es una historia que me ha divertido constantemente desde que Lana y yo nos asociásemos para asesinar a su marido – empezó a narrar Mad Kiss, girando a Belle para que quedara de cara a él. La chiquilla lloraba en silencio.
―           ¿Matasteis a papá? – inquirió débilmente, sin levantar la mirada.
―           Si, nena. Tu papaíto era un hueso demasiado duro para Lana. La ayudé a quitarlo de en medio, en un aparatoso accidente automovilístico. Después, seguimos siendo socios. Ella necesitaba alguien que se ensuciara las manos, y ella disponía no solo de dinero, sino de empresas en las que podía lavar el mío. Todos felices – sonrió, mostrando los dientes dorados, repartidos como un damero extraño.
Belle subió las manos y se abrazó al cuello del hampón, sorprendiendo a Elsa. Tenía los ojos cerrados y sus labios parecían murmurar algo. Estaba gozando. Elsa lo supo sin duda alguna. De hecho, sus caderas empezaron a rotar descaradamente, buscando más contacto con su amante.
―           Aaaah… putilla… siento como te corres… me vas a… hacer… acabaaaar… ¡Joder! ¡Que buenoooooo!
Mad Kiss se tensó, corriéndose en el interior de la jovencita, apretándole las nalgas con los dedos, y, finalmente, mordiendo sus labios. Estuvieron así abrazados casi un minuto. Al cabo de ese tiempo, Mad Kiss se movió y la empujó, casi con desdén, al otro extremo del sofá.
―           Aparta, putita… tengo asuntos que terminar… — y atrapó la pistola con una mano.
Se puso en pie y, desnudo, aún goteando semen, se plantó a cinco pasos de Elsa. Ladeó la cabeza, mirándola en una especie de pose cínica.
―           ¿Hay más preguntas?
―           Si, algunas. ¿Puedo hacerlas?
―           Está bien. No tengo prisa.
―           Así que Lana quería recuperar el DVD original porque en él sale Belle, su hijastra.
―           Ajá.
―           ¿Por qué sale en él? ¿Por qué la entregó a esas mujeres?
―           Verás, todo es por el testamento, ¿sabes? Cuando nos cargamos al millonetis, Lana creía que la herencia se repartiría con la aún niña, pero Jonathan había cambiado su última voluntad, días antes. Todo, y digo TODO, pasaría a las manos de Isabelle cuando cumpliera los veinticinco años. Mientras tanto, Lana actuaría de albacea y tutora, al menos hasta que Isabelle llegara a la mayoría de edad. Ni siquiera podía tocar a su hijastra, pues en caso de que muriera, toda la fortuna se repartiría entre distintas ONGs.
Elsa sonrió. La bruja había sido engañada. Mad Kiss la miró con detenimiento. Una mujer como ella le vendría de maravillas para reorganizar su banda. Lástima que no pudiera fiarse de ella.
―           Pero había otra salida, o eso cree Lana. Controlar a Isabelle, esclavizarla, someterla totalmente… y, de esa manera, controlar la fortuna ella sola, para toda la vida. Así que desde que la chiquilla cumplió quince años, la ha estado… educando, diría yo…
―           Cabrones.
―           Oh, no te creas que lo ha pasado mal. Bueno, a veces si, pero, normalmente, Isabelle disfruta mucho con los juegos especiales de su madrastra. Duerme con ella, en la misma cama, anda casi todo el día desnuda por la mansión, a las órdenes del servicio. La ha entregado a muchas de sus amistades, e incluso a mí… La experiencia con el perrito fue un castigo por rebelarse. Me ordenó entregarles a la niña, como si fuera otra víctima más, solo que, al final, no debía deshacerme de ella, sino llevarla de vuelta a casa.
―           Pero algo se complicó, ¿no? – dijo Elsa, uniendo más las piezas del puzzle.
―           Así es. Llegó la presentación de Isabelle en sociedad, y dos de esas señoras fueron invitadas, quizás por un olvido de Lana. Ava Miller quedó muy impresionada por la belleza de Isabelle y se interesó demasiado. Lana no podía dejar que recordara a la chiquilla del perro y comprobara que se trataba de la misma.
―           Comprendo. Si se descubría, Lana no podría demostrar que la posible enajenación de Belle fuera natural.
―           Veo que has comprendido.
―           Envió a Tris a recuperar la prueba, pero la doncella tenía sus propios planes y sacó la copia, que acabó en mis manos. Usaste el 4×4 de Lana para tirar el cuerpo en una vieja mina.
Mad Kiss no respondió, pero sonreía, ufano.
―           El taller de cerámica, en el antiguo colegio de Belle…
―           Lo organicé para sacar a la niña de allí. Isabelle tenía que desaparecer en la escuela y no en la mansión. Me hice pasar por el camionero que trajo los bloques de arcilla para moldear, y, cuando suspendí el taller, me los llevé de nuevo, con Belle inconsciente en el interior de uno.
―           Vaya. Debo reconocer que es una buena pantalla. Había algo sospechoso en todo ello, pero nunca me imaginé algo así – dijo Elsa.
“Si tan solo se acercara un par de pasos más.”, pensó, pero Mad Kiss parecía tener mucho cuidado de no dar esos pasos.
―           Si la señora Warner tenía a Belle tan controlada, ¿cómo es que se ha escapado y ha pasado tantos días conmigo? – eso era lo último que aún molestaba a Elsa.
―           No lo sé. Lana me llamó, pidiéndome que la buscara y que la llevara de vuelta. Pero no aparecía por ningún lado. Isabelle no conoce a nadie fuera del servicio de la mansión. Así que me dije que tenía que estar con alguien que hubiera visto allí, en las últimas cuarenta y ocho horas…
―           Y solo estaba yo.

―           Así es. No nos costó mucho descubrir dónde trabajabas y dónde vivías, pero, a medida que te investigábamos, comprobamos los diferentes y poderosos contactos que tienes. No era cosa de entrar a lo bestia en tu vida.

―           Así que me preparasteis la trampa de Barrow.
―           Que en paz descanse – rió Mad Kiss.
―           Creo que te estará esperando con impaciencia, Mad Kiss – dijo Elsa, sonriendo de una forma que puso muy nervioso al hampón.
Intuyó que había alguien detrás de él y quiso girarse. No tuvo tiempo. El bate de béisbol cayó con fuerza en su nuca, tirándole al suelo. La pistola se escapó de la mano. El apartamento dio un par de vueltas ante sus ojos. Giró, quedando boca arriba. Como si tuviera un velo que enturbiara su visión, contempló a Isabelle levantar el bate por encima de la cabeza. Su rostro estaba contraído en una fea mueca de ira.
“¿De dónde ha salido ese puto bate?”, pensó antes de que se abatiera de nuevo, sobre su cara.
Belle le dio otro par de secos porrazos antes de responder a lo que Elsa le gritaba.
―           ¡Déjalo, Belle! ¡No le mates! ¡No le mates!
―           ¿Por qué no? ¡Él mató a mi padre! – jadeó ella, bate alzado.
―           Porque muerto no nos sirve. Alguien tiene que declarar contra tu madrastra… Tenemos que revelar cuanto ha ocurrido, Belle. Respira, serénate… vamos, cariño…
Belle bajó el bate de béisbol y respiro profundamente.
―           Eso es… tranquila… ahora, registra a ese otro y busca las llaves de las esposas.
Belle se bajó del taxi, a la puerta de la mansión Warner, profusamente iluminada por las numerosas farolas y los focos de la imponente fachada. Ruth bajó las escaleras para atenderla. Con un murmullo y la mirada baja, Belle le pidió que se ocupara de pagar al taxista. Entró en la mansión. Una madura criada le cortó el paso y le dijo que la señora estaba en el despacho de la biblioteca, su santa sanctórum. Belle asintió y se dirigió hacia allí.
Su madrastra Lana estaba aún más bella de lo que recordaba, aunque solo hacía un par de semanas que no la veía. Ese vestido que se amoldaba a su cuerpo como un traje de neopreno, ese cabello súper cuidado, y esos labios rojos que despertaban el apetito de cualquiera, fuera hombre o mujer.
―           ¡Isabelle! – exclamó la mujer, levantándose del escritorio y corriendo hacia ella.
La abrazó efusivamente, tanto que Belle se tuvo que preguntar si no estaría equivocada. Le llenó las mejillas de besos, hasta que, finalmente, le metió dulcemente la lengua en la boca. Belle se dejó llevar y succionó suavemente el apéndice.
―           Oh, pequeña… ¡Te he echado muchísimo de menos! ¡No vuelvas a hacerme eso! ¡Escaparte así…! – la regañó, pero sin severidad.
―           He estado con una amiga. Me ha cuidado muy bien – se encogió de hombros Belle, apoyando su trasero contra el escritorio.
―           ¿Esa detective? – su tono tenía un inquisitorio deje despectivo.
―           Me ha dado tanto cariño como tú, Lana.
―           Oh… ¿Quieres decir que…? – abrió los bellos ojos la viuda.
Belle asintió y se dirigió a la gran ventana. Contempló el amplio sendero pavimentado de losas que subía desde la carretera, iluminado por farolas enanas, de estilo victoriano. Parecían una procesión de religiosos cabezones, lo que siempre había hecho reír a Belle.
―           ¿Por qué te fuiste, querida?
―           Quería salir de aquí. ¡Nunca salgo! ¡He acabado la secundaria! ¡Quiero ir a la universidad!
―           Está bien, Isabelle. Mañana mismo hablaré con el rector de Stanford, o si quieres salir de California, con mi amiga Charlotte, en Harvard.
―           ¿De verdad, Lana? ¿Harías eso por mí? – se giró la joven, dando la espalda al ventanal.
―           Por supuesto. Puedes hacer lo que tú quieras.
―           Oh, Lana… perdóname… te he echado de menos estas noches – confiesa Belle, abriendo sus brazos y haciendo un puchero.
Lana se dirigió hacia ella, dispuesta para un abrazo. A medida que acercaba sus pasos a la ventana, notó que la sonrisa de Belle se convertía en una mueca y que sus ojos se clavaban en su pecho. Detuvo sus pasos y pensó que podía tener una mancha en su blusa. Efectivamente, cuando miró hacia abajo, observó una especie de lucecita roja que parecía bailotear sobre ella, como un insecto.
No escuchó romperse el vidrio de la ventana, ni sintió el fuerte impacto de la bala, atravesándola. Solo percibió la expresión de triunfo en el aquel bello rostro que había esclavizado durante más de tres años.
―           Al infierno, perra… — musitó Belle, cuando la vio caer hacia atrás, empujada por la bala de grueso calibre como un pelele.
Seguidamente, se puso a gritar y llorar histéricamente, de una forma magistral, hasta que empezaron a llegar criados.
Mientras tanto, cerca del muro norte de la gran finca, Elsa levantaba la rodilla del suelo, tras realizar un magnífico disparo con un M40 requisado en el Golfo Pérsico. A su lado, Mad Kiss, vestido con su traje blanco, estaba de bruces, respirando fatigosamente. No había despertado desde que Belle le machacó la cabeza. Elsa pronosticaba que tenía una severa conmoción, pero a ella le había venido realmente bien. Le puso las manos en el rifle. Un par de veces en el cañón, en el cerrojo, y en la culata, así como el dedo en el gatillo. Elsa llevaba guantes de vinilo para esa ocasión. Puso una rodilla sobre la espalda del hombre tumbado y aferró, con una mano, la barbilla. Un movimiento en seco y Elsa le partió el cuello, sin ningún remordimiento.
Dejó al hombre tirado, tal y como estaba, y retrocedió pisando con cuidado. No calzaba sus botas de costumbre, sino unas livianas zapatillas planas, como las de las bailarinas. Pisando tal y como lo hacía, no dejaba apenas huellas en la rala hierba. Cien metros más atrás, al borde de la carretera de acceso, había dejado un viejo 4×4 Land Rover azul. Miró hacia donde estaba el hampón inconsciente y sonrió. Cuando llegó allí, un par de horas antes, metió sus pies, con zapatillas y todo, dentro de los zapatos de Mad Kiss, y le había llevado, cargado sobre sus hombros, desde el coche hasta el sitio donde se encontraba. Las únicas huellas que encontrarían, serían las de sus zapatos, con una profundidad adecuada a su peso. No era el primer escenario “arreglado” que Elsa organizaba. Aún recordaba aquella misión en Egipto…
Se subió al coche, arrancó, e, inspirando profundamente, condujo a toda velocidad hacia el hampón. A dos metros de él, frenó a fondo, haciendo patinar el vehículo. Escuchó como el rifle salía disparado. Tiró del freno de mano y abrió la puerta. Se inclinó hasta que su cabeza pudo vislumbrar por debajo de la puerta. Bien, el cuerpo de Mad Kiss estaba bajo las ruedas.
Se bajó, buscó el pulso del hombre y comprobó que estaba muerto. Miró donde había caído el rifle. Perfecto. Revisó los últimos detalles y, con una sonrisa, llamó a la policía.
Elsa se sentía en el paraíso, tumbada en aquella cómoda hamaca, tomando el sol en topless, sabiendo que nadie la molestaría, y, además, viendo aquella diosa surgir del agua. Belle subía los amplios escalones de la grandiosa piscina de su mansión, con parsimonia, moviendo bien las caderas, sabiendo que su amante la contemplaba.
Estaba totalmente desnuda, tal y como quiso siempre bañarse y nunca pudo. Escurrió su melena y se acercó a Elsa, sonriéndole. Ésta se sentó en la hamaca y atrapó las mojadas piernas de la joven, la cual se inclinó para besar los apetitosos labios de la detective.
―           ¿Estás bien? – preguntó Belle.
―           Divinamente.
―           Creí que no te gustaban estos lujos – ironizó la joven.
―           Estando sola, no, pero contigo…
―           Ya veo – contestó Belle, subiéndose a horcajadas sobre los macizos muslos de Elsa.
―           ¿Piensas pasearte desnuda ante el servicio?
―           Han estado años viéndome desnuda y esclavizada. Ahora me verán por mi propia voluntad.
―           ¿Por qué no los has despedido?
―           Porque saben guardar secretos. Han demostrado ser fieles, a su manera. Además, les tengo a todos controlados. Han tenido que firmar un contrato de confidencialidad que los ha convertido en mis sirvientes para el resto de su existencia.
―           Que mala eres, nena – rió Elsa.
―           Bueno, es lo que la mayoría quería. Un puesto de trabajo de por vida, jajaja…
Belle quedó seria, de repente. Acarició la mejilla de Elsa, mirándola a los ojos.
―           Elsa, siento mucho lo de Johanna. No sabes lo que daría para que estuviera ahora mismo con nosotras.
―           Lo sé, peque. Fue víctima del daño colateral – dijo Elsa, recordando el sentido funeral, cinco días atrás. – Pero lo pagaron caro…
―           ¿Qué pasa con la policía y todos los cadáveres que sacaron de tu despacho y del ático?

―           O’Hara se ocupa de ello. Tendré que volver a declarar, tras las comprobaciones, pero no creo que haya demasiados problemas, dado lo que les hemos contado.

―           ¡Joder! ¡Dí que si! No había llorado tanto nunca… — exclamó Belle.
―           Lo haces muy bien, nena, muy natural – le hizo cosquillas Elsa.
―           Si, es una buena historia. La heredera desaparecida, supuestamente secuestrada por una banda. La detective que la rescata. Duras represalias de los bandidos, que acaba con una civil inocente, y, para finalizar, el jefe de la banda que dispara con un rifle de francotirador y mata a la señora… muy triste – relata Belle, agitando un dedito.
―           No olvides la intervención de la leal detective que, al alejarse de la mansión, ve al asesino e intenta detenerle, atropellándole con el coche. Una lástima…
―           Si, sobre todo cuando la policía encontró una fotografía mía en el bolsillo del muerto. Sin duda, usada para reconocer su objetivo – sonrió Belle.
―           Los investigadores de la policía están atando cabos rápidamente. Ha sido mejor que acusar a Lana. Por otra parte, no hubiéramos podido demostrar nada sin contar con el testimonio de Mad Kiss. De esta manera, no encontraran pruebas definitivas sobre la inculpación de Lana, pero serán suficientes para que cierren el caso, ya que no queda nadie a quien inculpar. Es lo que nos interesa, Belle, que nos dejen tranquilas, de una vez.
―           Si, tranquilas para amarnos, para disponer de nuestras vidas, amor mío. Tuviste una gran idea al usar a Mad Kiss.
―           Era para lo único que podía servir, después de machacarle la cabeza con ese bate.
―           Uuy, y porque no pude abrir tu armario blindado, que sino…
Las dos rieron, abrazándose. Elsa se puso en pie, levantando a la chiquilla en brazos, y la llevó hasta la piscina, en donde se dejaron caer, entre risas.
EPÍLOGO.
Ava Miller intentó forcejear, tumbada sobre el hombro de aquella mujer toda vestida de vinilo negro, pero le resultó imposible. La aferraba como si fuera una simple muñeca, con tal fuerza que solo podía menear las caderas. Sus manos y tobillos estaban atados y unidos entre sí por una cuerda, casi como un becerro en un rodeo.
Ava estaba desnuda y llevaba puesta una mordaza de bola. Apenas podía farfullar y la boca se le llenaba de babas. Su portadora bajó unas escaleras de cemento ajado y llegó ante una puerta de metal oxidado. No podía verle la cara, oculta bajo una máscara de cuero, con grandes gafas de trabajo sobre los ojos. Tenía los ojos oscuros y grandes…
Cuando la puerta se abrió, Ava intentó gritar, pero solo surgió un lastimero quejido de su boca. Conocía ese sótano acolchado. No había olvidado el característico olor que impregnaba el blando tejido. Olía a orines y sangre. Sabía que gritar no servía de nada. Estaba completamente aislado e insonorizado. Nadie la iba a oír, nadie la iba a encontrar.
Lloró desconsoladamente, sabiendo que era su fin. La mujer la llevó hasta el centro y la dejó caer, como un saco de patatas. Después, agachándose, desató la cuerda que unía sus tobillos con sus muñecas y le soltó también las piernas, pero no las manos. Tras esto, le quitó la mordaza.
―           Por favor… por favor… no lo haga – suplicó al poder hablar. – Le pagaré… le daré lo que quiera…
―           Solo quiero esto, lo que te va a suceder en unos minutos – contestó la mujer enmascarada, muy serenamente. Su voz sonaba hueca, como si surgiera de una lata.
―           ¡No puedes ignorarme! ¡Te pagaré un millón de dólares! ¡Tengo mucho dinero! – gritó desesperada.
La puerta volvió a abrirse. Otra encapuchada, con un traje de tupida rejilla, oscuro y sensual, entró, aferrando la correa de un gran dogo.
―           ¡NOOOO! – chilló Ava Miller, comprendiendo lo que le esperaba.
La recién llegada, más esbelta que la mujer que aún se mantenía sobre ella, se acercó, dejando que el perro husmeara bien a Ava.
―           ¡Nooooo! ¡Quitádmelo de encimaaaa!
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!
 
 

Relato erótico: ” De profesión: Canguro” (POR JANIS)

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DE PROFESIÓN, CANGURO…
 Nota de la autora: podeis dejar vuestros comentarios y opiniones en janis.estigma@hotmail.es 
Prometo responder. Gracias.

Tamara esperó pacientemente en uno de los cruces de la calle Splitson, a que cambiara el semáforo. Pasó sus dedos por el suave cuero artificial del salpicadero, en un gesto que evidenciaba lo que sentía por su nuevo coche. Como un niño con zapatos nuevos. No era ningún bólido, lo sabía, pero era suyo. Se trataba de un flamante Skoda Citigo, de un suave color lila. Un coche pequeño y manejable, urbano y que gastaba poco. No pensaba hacer viajes largos con él, salvo quizás ir a Londres, pero le serviría perfectamente para cruzar Derby y sus alrededores, haciendo su trabajo.

Ese era el segundo coche de su propiedad. El primero, un Seat Ibiza rojo, de segunda mano, se lo agenció justo al sacarse el permiso de conducir, el año pasado. Un amigo de su hermano se lo vendió, con toda confianza. Tamara no tenía ni idea de coches. Acaba de cumplir dieciocho años, y solo quería tener autonomía y no depender de horarios de autobuses urbanos. El Ibiza cascó antes de llegar al año; tenía más kilómetros que la maleta del capitán Nemo. Por lo menos, le sirvió para soltarse en el manejo del coche, y perder el temor a la hora punta.
Ahora, justo para su cumpleaños, se había dado el capricho de comprarse un coche nuevo, recién comercializado por la económica marca checa: el Citigo. De nuevo tuvo que solicitar la ayuda de su hermano, pero solo para que le avalara el crédito. Pensaba pagarlo con lo que sacaba de su trabajo.
Un claxonazo la sacó de su ensimismamiento. Metió primera y salió rápidamente. El MP3 incorporado sonaba de fábula y ella estaba eufórica. Disfrutó de la conducción mientras se dirigía a su cita laboral.
Es, quizás, el momento adecuado para presentar a Tamara Baxter. Es una chica joven, apenas diecinueve años, y muy dinámica. Estudia psicología infantil y ha seguido varios cursos de puericultura y maternidad, para mejorar en su trabajo: nanny, o canguro para los que no sepan mucho del idioma de la reina Isabel II.
A Tamara le encantaban los niños. No solo eso, sino que era capaz de manejarlos, soportarlos, y manipularlos, hasta conseguir su propósito. Era como un don. Podía pasarse horas al cuidado de un niño, sin aburrirse, ni irritarse. Muchos clientes decían de ella que los calmaba con el sonido de su voz, a veces cantando, o simplemente riendo. Por eso mismo, no era nada extraño que hubiera seguido la tradición inglesa de las nannys, pero en una versión modernizada. En el último mes, llegó a decir, en dos ocasiones, que era como Mary Poppins, pero más rubia.
Llegó a su destino justo al término de un temazo de Dire Straits, su legendario Sultans of Swing. Aparcó ante una de las encantadoras casitas de dos pisos de Axxon Stone, uno de los barrios residenciales más chic de Derby, y se bajó del coche para cruzar el pequeño jardín de la entrada.
Se detuvo, como llevaba haciendo en las cuatro últimas semanas, ante la puerta de grueso cristal, contemplando su reflejo y retocando su aspecto. Tamara, aunque jamás lo dijera en voz alta, estaba muy contenta con su aspecto. Era una privilegiada, pues no había tenido que perder peso jamás, no necesitó aparato corrector, ni pasó por el estrago del acné juvenil. Poseía un finísimo cabello que le llegaba al centro de su espalda, al cual gustaba de moldear en distintos peinados, según su humor y el clima, por supuesto. No era alta, eso había que reconocerlo, apenas llegaba al metro sesenta y tres, pero con unos tacones, daba el pego fácilmente. El color de sus ojos oscilaba entre un azul cielo y un gris celeste, dependiendo de la calidad de la luz que incidiese sobre ellos. Su nariz era recta y menuda, salpicada de diminutas pecas que también cubrían sus pómulos. Una boca pequeña, de labios de muñeca, completaba el ovalo de su rostro, otorgándole una belleza clásica anglosajona.
En cuanto a su cuerpo, Tamara siempre había sido una niña deportista. Había jugado al voley, al basket y al fútbol. Solía dar grandes paseos cuando podía, sobre todo en el parque Markeaton, y nadaba al menos una vez a la semana. Poseía un cuerpo fibroso y trabajado, de vientre plano y duro y un trasero pequeñito y redondeado. Su pecho no estaba demasiado desarrollado, pero tenía unos pezoncitos deliciosos y rosados, que estaba pensando en perforar con algún piercing.
Cuando estuvo satisfecha de su aspecto, con aquel suéter de cuello de cisne, de lana irlandesa verdosa y gris, y una falda de tweed, de marcada tendencia escocesa, que sus botas tejanas complementaban a la perfección, llamó al timbre. Escuchó los pasos y sonrió a Kate cuando la puerta se abrió.
―           Hola, Tamara – dijo la joven mujer, inclinándose para besarla en la mejilla.
―           Hola, Kate – respondió Tamara, aspirando el olor a leche materna que impregnaba a la mujer. – ¿Cómo está Mary Anne?
―           Le acabo de dar el pecho – dijo la mujer, haciéndola pasar. – Habrá que cambiarla pronto.
Tamara siguió a la mujer hacia el interior de la casa, contemplando su espalda. Kate Gaffter, la joven esposa del conservador de Silk Mill, el museo del condado, Edgard Gaffter III. Este gentleman, viudo y veinte años mayor que su nueva esposa, se había obstinado en tener descendencia y Kate había sido madre primeriza dos meses atrás, a sus veintidós años. Para ayudarla con Mary Anne, el bebé, y procurarle descanso, el señor Gaffter había contratado a Tamara, ya que se la recomendaron muy bien. Cuatro horas al día, tras el almuerzo, Tamara relevaba a Kate en el cuidado de la niña, para que la madre pudiera descansar o disponer de tiempo para ella.

Kate era una mujer menuda y tímida, que no osaba decir una palabra más alta que otra, ni a su marido, ni a nadie. Por eso mismo, había cedido ante la insistencia de su entonces novio, y a los argumentos de sus propios padres, para casarse tan joven. Tampoco osó negarse al deseo de su marido a quedar embarazada tan pronto, antes del primer aniversario de la boda. La cola de caballo con la que llevaba recogida su cabellera castaña, se balanceó cuando se giró hacia Tamara, sonriendo.

―           ¿Deseas tomar algo?
―           No, Kate. Estoy bien, gracias.
Para Kate, Tamara había sido una bendición caída del cielo. Ella esperaba una matrona o bien una de las estiradas damas de compañía, tan evidentes en el círculo social de su esposo. Pero cuando apareció aquella chiquilla, rubia como un ángel, y llena de cariño por su bebé, casi estuvo dispuesta a quedarse de nuevo embarazada. Se llevaban muy bien, pues no había apenas diferencia de edad. Lo que Kate tenía de tímida, lo suplía Tamara con su dinamismo. Gustaban de muchos temas iguales, tanto en cine como en música, y ambas sentían verdadera pasión por la parapsicología.
Este tema, bueno, mejor dicho, una sesión de Ouija, fue lo que acabó uniéndolas íntimamente.
―           ¿Dónde está mi niña? – exclamó Tamara, llegando al amplio dormitorio.
Unos piececitos descalzos patalearon débilmente en la cuna. El bebé reconocía la voz de Tamara, pero aún era demasiado pequeño como para demostrar su alegría más que agitando sus miembros. La joven le hizo cosquillas en el pecho, arrancándole una sonrisa desdentada.
―           Mi preciosa niña… ¿Ha comido bien?
―           Si, aunque ha dejado antes el pecho izquierdo. Creo que estaba harta – comentó Kate.
―           Bueno, acuérdate de empezar por ese pecho en la próxima toma.
―           Si, claro.
―           Hay que cambiarla ya. Huele como un regimiento de marmotas enfermas – exclamó Tamara, apartando la nariz y riéndose. – Ya lo hago yo. Vete un rato a ver la tele…
―           Me he dejado un libro a medias. Es muy bueno…
―           ¿Cómo se llama?
―           Venganza de ángeles, de Sidney Sheldon.
―           ¿De qué va? – quiso saber Tamara.
―           De la caída y ascenso de una joven periodista en Nueva York. Amores adúlteros, un hijo no reconocido, amantes…
―           Bufff… tus clásicas novelas románticas.
―           Si, pero esta tiene buen sexo – bromeó la joven madre.
―           Anda, ve a leer – la despidió Tamara, colocando el cambiador sobre la propia cama.
Mientras cambiaba el pañal del bebé, pensó en Kate y en su vena romántica. La pobre estaba desencantada con su matrimonio. Había adquirido una buena posición social y no le faltaba de nada, pero había renunciado al amor y a la pasión. Eso no quería decir que no amara a su esposo, pero era un amor afectuoso, lánguido como el curso de un calmo río. De ahí, su gusto por las novelas románticas, y, sobre todo, la oculta pasión que se demostraban.
―           ¡Ya estás sequita, Mary Anne! – le dijo al bebé, tocándole la nariz con la punta del índice. — ¿Tienes sueño? ¿Aún no? Eres una pillina… ¿Quieres jugar, eh?
Tamara retiró el cambiador y se tumbó al lado de la niña, sobre la cama, haciéndole arrumacos y juegos de manos. Su pensamiento recayó de nuevo sobre Kate. ¿Cuáles eran sus sentimientos, respecto a la joven madre? Que le gustaba, no había dudas, pero ¿el sentimiento iba más allá? No podía asegurarlo, pero no lo creía posible. Kate no disponía del carácter que ella necesitaba… Tamara pensaba que estaba haciendo de muleta con Kate y, la verdad, no es que le importara. Estaba dispuesta a ayudarla…
Se quedó adormilada junto a la niña y cuando despertó, minutos después, Kate la miraba, apoyada con un hombro en la puerta del dormitorio. Tamara le sonrió.
―           Estabas preciosa, así dormida al lado de mi hija. Parecías una Madonna, una de esas Señoras Celestiales italianas del Barroco…
―           ¿Me estás llamando gorda? – susurró Tamara, en broma.
―           Sabes que eres perfecta. La que está gorda soy yo. Aún no he conseguido bajar las cartucheras… — se lamentó Kate, dándose una palmada en el muslo, oculto bajo un holgado pantalón blanco de algodón; una prenda para andar por casa.
―           Pues ven aquí, que vamos a hacer deporte para rebajar esos michelines – sonrió Tamara, tomando a Mary Anne en brazos y depositándola en su cuna.
Kate se sacó por la cabeza, en un gesto casi sensual, la camisola de lana que llevaba, quedando solo con una pequeña camiseta blanca. No solía llevar sujetador en casa, sobre todo desde que le daba el pecho a su hija, pero debía ponerse una camiseta para no manchar la prenda que llevara. A pesar de sus palabras, no tenía nada de obesa. Estaba un poco más rellenita que Tamara, por el embarazo, pero mantenía un bonito cuerpo de senos mórbidos y caderas esbeltas.
Se abrazaron de pie ante la cama, uniendo sus labios con pasión. La lengua de Tamara buscó el camino para entrar en la boca ajena, donde fue aceptada de inmediato. Kate se reveló hambrienta de besos.

―           Te he echado de menos – jadeo la joven madre, al separarse. — ¿Por qué no lo hicimos ayer?

―           Difícil lo teníamos con tu madre aquí, de visita – sonrió Tamara, apretándole las nalgas con los dedos.
―           Ah, si, mi madre… Menos mal que no trajo al pastor Kelian con ella.
―           El día que lo haga, me despido – amenazó en broma la rubia.
―           Como lo hagas, me fugo contigo. Te lo advierto – Tamara no supo decir si lo decía en broma o no.
―           Calla y bésame, tonta…
Más que besarla, Kate la adoró, llenando su cuello de besitos y pequeñas succiones. Lamió los labios y las mejillas, alcanzó su paladar con la lengua y chupó largamente su lengua, con una delicadeza tal que hizo gemir a Tamara. Kate la acabó tumbando completamente en la cama, ocupándose de desnudarla completamente, entre pellizquitos, osadas caricias, intensos frotamientos de sus caderas, y jadeantes respiraciones.
Tamara se acordaba de los primeros pasos lésbicos de Kate. Se había estrenado con ella. De hecho, solo había tenido dos mentores, su marido que la desfloró, y Tamara que la inició. Kate apenas se movía, tumbada en el sofá, dejando que la ávida mano de la rubia la explorara. Sus dedos aferraban el brazo del mueble, como un náufrago se aferra a un madero.
Procuraba no gemir por vergüenza, ni mover su cuerpo para no molestar. Fue interesante para Tamara porque era la primera mujer adulta que iniciaba, pero, fuera de eso, resultó algo lamentable, sobre todo, cuando descubrió la verdadera naturaleza de la joven madre.
Ahora, en el plazo de casi un mes, Kate había alcanzado su potencial. Seguía siendo tímida y apocada, pero se entregaba al placer con un deseo tremendo. Primero, quitó el suéter de cuello vuelto, y la camisetita que Tamara portaba debajo. Un rojo y precioso sujetador apareció, siguiendo el mismo camino que la ropa. Kate contempló la pálida piel de los pechos, delineada por alguna sesión de rayos UVA. Tamara poseía una piel espectacular, blanca y sedosa, salpicada de algunas pecas. Nunca conseguía broncearse, por muchos rayos o sol que tomara; era rubia y blanca, lo cual encantaba a Kate, quien era de la opinión que una piel así debía de pertenecer a la aristocracia.
La boca de Kate jugó con los pezones hasta endurecerlos tanto que solo soplar sobre ellos producía pequeñas descargas de placer. Sobó y amasó los pequeños senos hasta dejar sus dedos marcados. Cuando se hartó, ni siquiera insinuó una mano bajo la falda, sino que la quitó directamente, junto con las botas.
Finalmente, Tamara quedó tumbada sobre la cama, solo con un tanga rojo, compañero del sujetador, de laterales estrechos y altos.
―           Necesito tu lengua, cariño – jadeó Tamara, acariciando los labios de su patrona.
―           ¿Quieres que te lo… coma? – preguntó Kate, enrojeciendo al mirarla a los ojos.
―           Haz que me corra, Kate… por favor…
Descendió lentamente, sin apartar los ojos de la rubia, y metió un dedo en el tanga, tirando de él hacia abajo, desvelando un pubis totalmente lampiño y blanco como la leche. La marca del bikini era intensa allí abajo. La vagina aparecía, hinchada por el deseo y abierta por el agitado pulso que no cesaba de humedecerla. Kate la contempló, salivando su boca. Aquel órgano era la causa de su delirio, de los atormentados sueños que no le contaba a nadie; el motivo de su alegría y de sus secretos llantos. Era la flor de su amada,la VaginaSuprema,la EsenciaVitaldela Diosa…
Se lanzó a lamer como una desesperada, abarcando todo el sexo con su boca, hundiendo salvajemente su lengua hasta regiones ignotas de su interior. Tamara, gimiendo cada vez más fuerte, le acarició la cabeza, mientras echaba las caderas hacia delante, fortaleciendo aún más el contacto. La mano de Kate subió hasta apoderarse de uno de los pechos…
―           ¡Oh, Dios mío! ¡KATE! ¡Kate… ya… YA! Uuuummmm…
Y, con un batir de caderas, Tamara vació sus entrañas, su mente, y hasta su alma inmortal, arrastrada por un orgasmo devastador. Parecía imposible que aquella mujer que se había iniciado unas semanas antes, lamiera tan bien una vagina. Era como si tuviera un don para ello.
Mientras se recuperaba, Kate se tumbó sobre ella, besándole suavemente el cuello y el pecho. Tamara le colocó el cabello detrás de la oreja, pues lo tenía todo desordenado, y mirándola a los ojos, le preguntó:
―           ¿Qué es lo que más deseas en este momento?
―           Si te lo digo, no se cumplirá – le contestó Kate, con una sonrisa.
―           ¡Tonta! Me refiero sexualmente… ¿Quieres que te haga algo en especial?
Kate la abrazó y colocó su boca a un centímetro del oído de Tamara.
―           Quiero… frotarme…
La joven rubia sonrió, conociendo la debilidad de su compañera de cama. Rodaron sobre la sábana, entre risas y caricias, hasta que Tamara quedó sobre ella. Con un gesto pícaro, le aprisionó las muñecas contra el colchón y desató el cordón de la cintura del pantalón. Kate tragó saliva, sintiendo como su sexo se humedecía totalmente, como respondiendo a la manipulación de su amante. Cuando estaba con Tamara, su vagina se llenaba totalmente de lefa, incluso resbalando por sus muslos; sin embargo, con su marido, apenas si se humedecía. Kate llegaba a dudar de si amaba a su esposo.
Tamara acabó quitándole los pantalones, solo con una mano, pues con la otra, seguía aferrándole las muñecas. Intentó levantar la cabeza para besarla, pero la rubia la esquivó, dominándola. ¡Cómo le gustaba esa actitud! Las cómodas braguitas de algodón siguieron el mismo camino que el blanco pantalón, y los angustiosos dedos de Tamara se deslizaron por su vagina, muy lentamente. El dedo corazón, algo encogido, se hundió un tanto en su coñito, abriéndolo y rozando su clítoris. Kate gimió, cerrando los ojos, totalmente entregada a ese momento feliz. Se lo debía todo a Tamara, desde recobrar la confianza en ella misma, hasta aprender a recortar graciosamente su vello púbico. Sabía que se había enamorado de su niñera, de aquella jovencita que parecía ser tan capaz y dispuesta, y que le rompería el corazón cuando se marchara, pero, por el momento, se sentía en la gloria.
El dedo de Tamara siguió atormentándola un rato, haciendo que sus caderas ondularan, siguiendo el ritmo que marcaba el apéndice sobre su clítoris. Después, con una sonrisa ladina, Tamara se inclinó y lamió el exceso de fluido, como si estuviera degustando almíbar puro.

―           No… aguantaré mucho si sigues…así, amor mío – susurró Kate.

Demostrando su agilidad, Tamara dejó libre las muñecas de su amante y giró sobre sus posaderas, piernas en alto, hasta quedar frente a frente de Kate. Con ansias, entrelazaron sus depiladas y desnudas piernas, encajando las pelvis, una contra otra. Sus vaginas podían sentir la humedad ajena, las palpitaciones que buscaban acompasarse con la misma cadencia, incluso compartían los agradables escalofríos que nacían sobre sus riñones.
Tamara extendió su mano izquierda, tomando a Kate por el mismo antebrazo y codo, sujetándose así ambas para medio incorporarse y contemplarse. Sus pubis ya rotaban lentamente, las vaginas frotándose, besándose como auténticas bocas sin lengua, los clítoris erguidos y desafiantes, prestos para el mínimo roce.
―           Te quiero – musitó Kate, con el rostro enrojecido por la pasión y la timidez.
―           Y yo a ti… — contestó Tamara, y era cierto, en cierta medida.
Kate no demoró mucho su orgasmo. Balbuceó algo que solo ella entendió y sus caderas se contrajeron en un par de fuertes espasmos. Cayó hacia atrás, jadeando, mientras Tamara buscaba su propio placer frotándose contra las nalgas de su amiga, el rostro enterrado en la sábana.
Cuando recuperaron el aliento, comprobaron que Mary Anne seguía durmiendo en su cunita y, entre risitas, se metieron en la ducha. Un poco más tarde, Tamara esterilizaba un biberón que pensaba usar con la leche materna que Kate se sacó el día anterior, usando el extractor. Ésta, a su vez, sentada ante el ventanal del living, que daba al impresionante jardín trasero de la casa, hojeaba una revista de cruceros. Su esposo le había prometido uno en cuanto pudieran dejar a Mary Anne con sus suegros. Tamara le había aconsejado que buscara uno de los caros…
 
____________________________________________
Tamara estaba acabando de bañar al bebé, usando una suave esponja natural, cuando Mr. Gaffter entró en su casa, proveniente del museo de la ciudad. Era un tipo alto y rubicundo, bien metido en los cuarenta años, con unos grises que su hijita había heredado. La alopecia le había dejado tan solo con sus rubios cabellos sobre las orejas y en la nuca. Aún así, no era un tipo feo, al menos eso creía Tamara, aunque ella no tenía ninguna opinión formada en ello. Pero si era un tipo insulso y pedante, que se vanagloriaba de saber sobre cualquier tema que se estuviese discutiendo.
Por eso mismo, en cuanto tuvo a Mary Anne seca y cambiada, la puso en brazos de su padre, con una sonrisa, y se despidió de ellos (de Kate con un beso en la mejilla). Cuando llegó a su coche, quitó una octavilla publicitaria del limpiaparabrisas. Le echó un ojo, solo por curiosidad. Anunciaba el partido del domingo, el Liverpool venía a la ciudad, a enfrentarse al equipo local, el Derby County F.C. Eso significaba no salir con el coche ese día, porque la ciudad se colapsaría de tráfico. Era bueno saberlo, pensó.
Regresó directamente a casa, saboreando aún el té que se había tomado con Kate. Lo preparaba como lo hacía su madre, con un poco de leche y canela. Tamara entró en el apartamento de su hermano y llamó a Fanny, su cuñada. Nadie respondió. Se asomó al dormitorio y comprobó que Jimmy tampoco estaba. Sin duda, habrían ido de compras o al parque.
Entró en su habitación y se cambió de ropa, poniéndose algo más cómodo, como un pijama holgado y cálido que era su preferido. Así mismo, se recogió el rubio cabello en dos cómodas e infantiles coletas, que surgían detrás de sus orejas. Se detuvo un momento ante la fotografía de su mesita de noche, en la que sus padres aparecían, sonrientes bajo unas palmeras, a la orilla del Nilo. Como tantas veces, Tamara tomó la foto y repasó aquellos rostros añorados y suspiró.
Ambos murieron en un accidente de ferry, cruzando el canal, cuando ella cumplió los quince años. Fue un trágico accidente que salió en todas las cadenas de televisión, y que ella misma contempló en la tele de su hermano, sin aún saber que ella era una de las afectadas. Sus cuerpos nunca se recuperaron. Gerard, su hermano mayor (se llevaban diez años), se hizo cargo de ella. Así que Tamara se quedó en la casa de Gerard y Fanny, su esposa, como si aún siguiera de vacaciones.
En verdad, a Gerard le vino muy bien la presencia de su hermana en casa. Era comercial de una importante casa de productos químicos, para desinfección, limpieza, y abonos, lo que le llevaba a pasar gran parte de la semana viajando. De esa manera, Tamara le hacía compañía a su cuñada. Gerard y Fanny llevaban aún poco tiempo casados, pero Jimmy ya estaba en camino. Así que Tamara, más que nada para despejar su cabeza, ayudó a su cuñada a leer y memorizar todos los consejos y guías para futuras madres que encontró. Ahí fue donde comenzó la implicación de Tamara con los niños. La amistad entre las cuñadas creció muchísimo y se fortaleció con un vínculo que Tamara ni siquiera tenía con una amiga de su edad.
Cuando el embarazo de Fanny llegó al sexto mes, en un momento de debilidad, se sinceró con Tamara, contándole que su hermano no quería acostarse con ella, a causa de su vientre. La jovencita, inexperta en estos temas, solo pudo que volcarse aún más sobre su cuñada, mimándola y consolándola como podía. Desde chocolates a friegas calientes, todo para animar a Fanny, se decía.
Al final, fue otro tipo de mimos los que animaron a su cuñada, y lo que encauzaron a Tamara hacia el mundo de Lesbos. Tanto dormir juntas, abrazadas, y confesándose sus temores y pecados, la acabaron convirtiendo en amantes. Tamara se inició con Fanny, la cual recordó su época universitaria, en la que se pasó tres años conviviendo, como pareja, con su compañera de habitación. Cuando acabó la carrera y se separaron, conoció a Gerard y decidió cambiar de nuevo de acera.
Tamara siempre había sospechado que Fanny era una chica inconstante, pero eso si, muy de fiar. Por eso mismo, aceptó cada uno de los consejos que le dio, y. hasta el momento, no se arrepentía de ello. De todas formas, los hombres no le habían atraído nunca, a pesar de que Fanny le decía que no podía saberlo aún, que era muy joven. Sin embargo, Tamara pensaba que tenía la cosa muy clara: Desde hacía un tiempo, sus ojos se iban detrás de los traseros de las mujeres que se encontraba a diario, y cuando se masturbaba, lo hacía ensoñando con su profesora. Espiaba a sus amigas en la ducha y en el cuarto de baño, y le gustaba lo que veía.
Pensaba que su cuñada Fanny se equivocaba; a ella le gustaban las mujeres.
Unos meses más tarde, su hermano quedó en paro. Su cuñada estaba recién parida, con su hijo aún muy dependiente de ella, y la economía casera se resintió. Fue cuando Fanny le consiguió su primer trabajo de canguro, y así poder contribuir con algo para los gastos. Ese fue el momento en que Tamara, que nunca había tratado con niños mayores que Jimmy, su sobrino, descubrió que tenía buena mano y paciencia con ellos, y le tomó gusto al trabajo.
Hasta el momento, habían pasado tres largos años, en los que Tamara había aprendido muchas cosas. Por ejemplo, cuales eran sus límites, tanto en el trabajo como en sus relaciones; o cuando debía ceder o imponerse, y, sobre todo, cual era su mujer preferida.
Tamara perdía el norte ante las señoras de mediana edad, aún firmes y hermosas (lo que se suele denominar MILF, Mom I’d Like to Fuck o Mamá que me gustaría follarme, en español castizo). Este tipo de mujer era su debilidad, y terminaba entregándose completamente a ellas, incluso sometida. Se volvía tímida e insegura, dejándose arrastrar por sus fuertes personalidades, buscando el placer de no tener que decidir para nada.
Por eso mismo, su affaire con Kate aún le sorprendía. No era su tipo de mujer, ni su tipo de relación. Debía asumir un rol más dominante, llevando ella las riendas, lo que, generalmente, la agotaba. Sin embargo, por algún motivo, algo en ella la atraía, la obligaba a continuar. Pero sabía que eso pronto la cansaría y acabaría abandonándola. Esperaba que Mary Anne supliera la necesidad de Kate, porque sino…
Escuchó la puerta abrirse y dejó su habitación. Fanny llegaba, con Jimmy de la mano. El niño, al ver a su tía, se echó en sus brazos, con una carcajada. Venía sucio de tierra.
―           ¿Has estado en el parque? – le preguntó a Fanny.
―           ¿Es que se nota? – ironizó su cuñada.
―           Noooo… — se rieron. – Vamos, campeón, ¡a la ducha!
Tamara bañó a su sobrino, mientras le preguntaba por sus amiguitos del parque. El niño, a sus tres años, estaba bastante espabilado, y mantenía cierta conversación con su balbuceante idioma. Secó sus cabellos, mucho más rojizos que los de su madre, y le puso el pijama. En ese momento, Fanny asomó la cabeza, preguntando que hacía de cena. Tamara, llevando al niño a cuestas, le dejo:
―           Calienta algo de sopa y yo haré una ensalada.
―           De acuerdo.
Fanny era pelirroja también, pero más oscura, digamos que una castaña rojiza, quizás debido a los diferentes tintes. Tenía los ojos marrones verdosos y un rostro agraciado y algo alargado. Era bastante más alta que Tamara, de figura esbelta y sinuosa. Dejaron a Jimmy viendo la tele en el salón comedor, y ellas se aprestaron en la pequeña cocina, charlando y preparando. Tamara preparó una ensalada española con pollo y queso, regada con un buen aceite, y Fanny calentó dos jarras con consomé de verduras, así como uno de los preparados de puré de Jimmy.
Había anochecido cuando se instalaron a cenar ante la tele, compartiendo el sofá de cuero marrón y la mesita baja.
―           ¿Por dónde anda mi hermano?
―           Creo que hacía noche en Cardiff.
Gerard llevaba trabajando año y medio en otra empresa, también como comercial, pero, esta vez, de útiles para ferreterías. Seguía con su rutina de pasar la noche fuera de casa, al menos durante cuatro días a la semana. Vieron el noticiario de las ocho y acabaron de cenar. Después, acostaron a Jimmy, y Tamara le contó un cuento hasta dormirle. Cuando volvió al salón, Fanny había limpiado la mesita y la esperaba, recostada en el sofá.
 

―           ¿Qué hay para ver esta noche? – preguntó Tamara.

―           Hoy me he bajado algo bueno – le sonrió Fanny.
―           ¿Ah, si?
Fanny estaba algo enganchada a la red y se bajaba, todos los días, episodios de series o películas. La verdad es que la programación televisiva daba pena y algo había que hacer para mejorar la oferta.
―           ¿De qué se trata?
―           Ya lo verás. Siéntate.
Tamara lo hizo y Fanny estiró una cálida manta sobre las piernas de ambas. Con el mando a distancia, activó el disco duro multimedia conectado a la gran pantalla, y buscó el archivo adecuado.
―           ¿Los juguetes de miss Patton? – preguntó Tamara, al ver el título.
―           Si, me la han recomendado.
―           ¿Es porno?
―           Ajá.
Miss Patton resultó ser una opulenta señora ejecutiva que, al parecer, se aburría en su despacho y que acabó llamando a su secretaria para putearla un rato, en la intimidad. Empezó colocando a su jovencísima secretaria contra el escritorio, inclinada y con el culo en alto, la falda bien remangada. La estuvo azotando con la mano hasta ponerle las nalgas rojas como un tomate. Luego, se quitó las bragas y se remangó su propia falda, para frotar su pelvis contra aquellas maltratadas nalgas.
―           Uffff… que buena está la secretaria – dijo Fanny, acariciando uno de los muslos de su cuñada, bajo la manta.
Sin embargo, Tamara solo tenía ojos para miss Patton, quien, para ella, representaba el epítome de la hembra perversa por excelencia. Había sentido envidia de aquella azotaina y se había puesto más caliente que las varillas de un churrero.
La señora ya había desnudado a su secretaria, colocándola a cuatro patas sobre su despejado escritorio. La chica mostraba una cara de vicio que no era normal, meneando sus nalgas enrojecidas. La señora sacó, de uno de los cajones del escritorio, tres consoladores, de diferentes tamaños y estilos, dándole a la chica la oportunidad de escoger.
La chica se decantó por uno rosa y grueso, con una bifurcación para el clítoris, y con unos extraños engranajes que rotaban la cabeza del consolador. Aquello parecía un inusual robot de cocina rosa, más que nada. El coño de aquella chica se tragó todo el aparato y la señora utilizó el pequeño ramal para metérselo en el ano, en vez de que rozara el clítoris. Tamara no sabía si los gemidos de la secretaria eran fingidos, pero si estaba segura que si se lo hubieran hecho a ella, no lo serían.
―           ¿Ya estás encharcada? – le preguntó Fanny al llegar con sus dedos a la entrepierna de su cuñada.
Tamara asintió, mordiéndose el labio. Frotaba sus muslos con insistencia.
―           ¿Te ha puesto cachonda el dildo?
―           Mucho…
―           ¿Me traigo el mío?
―           Si… por favor…
Fanny saltó del sofá y marchó a su dormitorio. Tamara aprovechó para apretar lentamente su pubis, gozando de su excitación. En la pantalla, la señora aumentaba el ritmo de la penetración, hasta arrancar aullidos de su secretaria. A los pocos minutos, Tamara sonrió al ver a su cuñada aparecer desnuda, con un grueso consolador doble en la mano, también rosado. Con rapidez, ella también se quitó el pantalón del pijama y las húmedas bragas, quedándose abierta de piernas.
―           ¿Quieres que te meta esta maravilla? – preguntó Fanny.
―           Por favor…lo estoy deseando.
Su cuñada lamió y humedeció la dúctil silicona recubierta de látex, antes de apoyarla en la abierta vagina de su joven amante. Después, la hundió lentamente, sin apartar la mirada del compungido rostro de Tamara, quien mantenía la boca abierta sin que nada brotara de ella.
―           Así… un buen pedazo dentro – susurró Fanny. — ¿La sientes?
―           Sssiiiii… — contestó Tamara, bajando una mano hasta su coño, para estimular su clítoris.
Ambas habían olvidado ya a miss Patton, la cual había sacado otro consolador que usaba en el culo de su sufrida secretaria. Fanny le alzó la camiseta del pijama para atormentarle los endurecidos pezones, mientras que su otra mano metía y sacaba el largo consolador de su vulva. Sus gemidos se convirtieron en constantes, cabalgando hacia un éxtasis que la colmara. En el momento en que abrió la boca para correrse, Fanny, inclinada sobre ella, dejó caer un buen golpe de saliva sobre su lengua. Tamara lo tragó todo, a la par que sus muslos se cerraban y su pelvis botaba hacia delante.
―           Así, mi niña… que guarra eres – gimió Fanny.
―           Tú me hiciste así – murmuró Tamara, recuperando el aliento.
―           Si… la guarrilla de mi cuñada que, ahora, me va a meter este pollón bien adentro… ¿verdad?
Fanny se subió de pie en el sofá, algo inclinada hacia delante, con las manos apoyadas en el alto respaldar. Tomando el doble consolador, Tamara se quitó la camiseta y se situó a su espalda, también en pie, con el pecho apoyado sobre las nalgas de Fanny. La vagina de su cuñada rezumaba lefa desde hacía rato, humedeciendo la cara interna de sus muslos. Con cuidado, introdujo la cabeza del dildo, empujando suavemente, deleitándose con los roncos quejidos que surgían de la garganta de su cuñada.
―           Méteme un dedo en el culo, cariño – le suplicó Fanny.
Y Tamara lo hizo con gusto, sabiendo que eso dispararía el orgasmo de su cuñada. Las dos se conocían muy bien, por lo menos en la cuestión sexual. Ya llevaban durmiendo juntas bastante tiempo. Las rodillas de Fanny cedieron, debilitada por el orgasmo, y cayó de rodillas sobre el asiento de cuero marrón. Se quedó babeando sobre el respaldar, sin fuerzas, mientras que Tamara, que le había dejado el consolador metido en el coño, sonreía y apartaba un rebelde mechón de sus ojos.
―           Me gustaría probar una de esas, alguna vez – comentó Tamara, lo que hizo que Fanny se girara.
―           ¿Probar qué?
―           Eso – dijo la rubia, señalando la pantalla.
La secretaria estaba ahora atada a una extraña máquina sexual, con las rodillas contra su pecho, y las piernas atadas. Un largo émbolo metálico impulsaba un rígido falo artificial, que se hundía con rítmica fuerza en su vagina. De pie, al lado de la máquina, miss Patton manejaba una especie de control.
―           No sé yo… a mí me da un poco de miedo.
―           ¿Miedo? – se extrañó Tamara.
―           ¿Qué pasaría si no controlas la velocidad o te equivocas en alguna posición? Eso, una vez que lo pones en marcha, no se para así como así. Te puede desgarrar…
Tamara se encogió de hombros. No había pensado en eso. Suponía que si una vez probaba algo así, sería con alguien experto en el tema. Pero seguía pensando que sería impresionante experimentar el empuje de la máquina, el ritmo sin pausa. Tamara no deseaba a ningún hombre, pero eso no se aplicaba a un buen miembro. Lástima que no los hubiera de cálida carne…
Sonrió, pensando que sería un poco como llegar a una carnicería y pedir un trozo de vaca.
“Quisiera una polla negra, de veinte centímetros. Enseguida, señora. ¡Chac! Y se escucharía el sonido del trinchante sobre el taco de madera. Polla a la carta.”
Fanny se tumbó desnuda en el sofá, boca arriba, llevando aún el consolador en su interior. Con lascivia, lo tomó con la mano, meneando el glande del otro extremo, mirando a su cuñadita.
―           ¿Lo compartimos, nena?
Tamara suspiró y sonrió. “¿Por qué no?” Aún era muy pronto para acostarse…
                                                                  CONTINUARÁ………..
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
 

Relato erótico: “De profesion canguro 02” (POR JANIS)

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La criada serbia.
Nota de la autora: Pueden dejar sus comentarios y opiniones en janis.estigma@hotmail.es 
Prometo responder. gracias.

Tamara aparcó su pequeño Citigo debajo de uno de los grandes robles de la avenida Rotter, muy cercana a Axxon Stone. Se dirigió hacia la cercana finca, donde se ubicaba una casita de estilo Tudor, perfecta en todos los detalles, así como en la vereda de piedras que llevaba hasta ella.

Activó el melodioso carillón que hacía de timbre, y, pasados unos segundos, la puerta se abrió. Una mujer, vestida con una bata de trabajo, blanca y rosa, le franqueó el paso.
―           Buenos días, Olga – la saludó Tamara.
―           Buenos días, señorita Tamara – respondió la criada, con un fuerte acento eslavo. – La señora espera en la cocina.
―           Gracias.
Tamara, quien ya se conocía la casa, anduvo directamente hasta la amplia cocina rústica, con suelo de imitación a arcilla cocida y un gran poyo de piedra pulida. La señora Gardner le estaba dando de comer a Stan, su retoño de tres años. Vestía un elegante traje de pantalón y chaqueta que, en previsión de cualquier manotazo de su hijo, llevaba cubierto con un gran delantal de cocina.
―           Ah, Tamara, que bien que hayas llegado – saludó la mujer, levantando la cabeza.
―           Si. Ya me ocupo yo – respondió, quitándose el plumón nórdico.
―           Esta mañana tengo que enseñar un par de casas en la colina Rubbert. Me ocuparan casi toda la mañana.
―           Vaya tranquila. Almorzaré aquí e iré directamente a casa de los Gaffter.
―           Hablé con Kate ayer, por teléfono. Parece que lleva muy bien su postparto – Tamara asintió, sabiendo que las dos mujeres eran amigas. De hecho, Tamara fue recomendada por la señora Kiggson para trabajar con Kate. – Bien, me voy, querida. Aún me queda un rato de conducir.
―           Hasta luego – le dijo ella, mientras la señora se quitaba el delantal.
Tamara acabó de darle el desayuno al niño en pijama, que jugaba con un cochecito a escala sobre la superficie de la mesa. Olga, la doncella, entró en la cocina y le sonrió.
―           ¿Un café, señorita Tamara?
―           Me vendría bien, gracias.
―           ¿Has desayunado?
―           Solo un par de galletas y un sorbo de café – rió Tamara.
―           Malo. Hay que alimentarse bien al desayunar. Es la principal comida del día. En mi país, se toma hasta sopa en las frías mañana.
―           Lo sé, lo sé, pero, desde hace un tiempo, me siento terriblemente desganada por las mañanas. No tengo energía para nada, ni siquiera para comer.
―           Eso puede ser por falta de vitaminas, o exceso de trabajo – dijo Olga, pasándole una jarra de cerámica con el café. — ¿Muchos clientes?
―           Bueno, no me puedo quejar. Tengo cubiertas todas las horas de la semana, y los fines de semana, casi siempre tengo un extra – se encogió de hombros la hermosa rubia, mientras añadía leche a su café y un par de cucharadas de azúcar.
―           Tómate un complemento vitamínico, ya verás como te anima.
―           Puede que tengas razón – dijo, tomando un sorbo. — ¿Y tú? ¿Sigues viviendo aquí, en casa de los Kiggson?
―           Si. Prefiero echar unas horas más y ahorrarme el alojamiento. Es la única forma de enviar algo de dinero a mi familia, en Kosovo.
―           ¿Cuántos años llevas fuera de casa?
―           Casi quince años. He estado en Grecia, España y, ahora, en Inglaterra.
―           ¿Y no has vuelto por tu país?
―           Si, al acabar la guerra. Soy serbia, aunque mis padres han mantenido su casa entre vecinos albaneses, gracias a que siempre se han llevado bien. Dejé allí a mi hija – no pudo ocultar el pesar en su tono, a pesar de su acento.
Tamara observó atentamente a la criada. No es que la conociera mucho, pues, aunque siempre estaba en la casa cuando ella venía a cuidar del niño, no solían coincidir demasiado, cada una dedicada a sus tareas. Pero Tamara se había fijado en ella, de todas formas. Era una mujer de estatura media, de pelo rubio oscuro, corto y de punta. Sus ojos eran de un marrón claro, muy bonitos cuando reflejaban la luz. Llevaba las cejas muy depiladas, lo que acentuaba aún más sus finas y afiladas facciones. Su cuerpo era esbelto, un tanto delgado en brazos y piernas, pero poseía unos senos pujantes que realzaban su bata.
―           ¿Cuántos años tiene tu hija?
―           Doce años.
―           ¡Doce! ¿Con cuantos años la tuviste? – Tamara estuvo a punto de atragantarse.
―           A los dieciocho. Tengo treinta años.
―           ¡Que joven!
―           Pues me siento bastante mayor – musitó Olga, poniendo unas rebanadas de pan en la tostadora.
―           ¿Por qué?
―           Porque he vivido demasiado para mis años, y eso suele pasar factura.

El niño empezó a bailotear sentado. Tamara supo que eso significaba “pipi”, así que se lo llevó directamente al cuarto de baño, cortando la conversación. Cuando regresó, tras dejar a Stan ante los dibus que daban en la tele, Olga tenía tostadas preparadas y untadas.

―           ¿A qué te referías con haber vivido tanto? ¿A la guerra? – preguntó Tamara, sentándose a la mesa y atrapando una tostada.
―           No, me sacaron del país antes de comenzar la guerra, así que no la he conocido.
―           ¿Ah, si? ¿Conseguiste un trabajo fuera del país?
―           Algo así – sonrió Olga, con tristeza. – Trata de blancas.
―           ¿QUÉ?
―           A los catorce años, fui raptada por un fis albanés, un clan criminal, que me sacó del país, vía Macedonia. Allí, fui vendida a un burdel. Aún no estaba demasiado desarrollada, por lo que la encargada me tomó bajo su tutela.
―           ¡Joder! ¡Qué palo! ¿Te obligaron a…?
―           Al principio no. Demeka, la señora, fue casi amable, se podría decir. Dormía con ella y me educó para ayudar a las chicas y para satisfacerla. Creo que fue mi periodo más feliz. Demeka y las chicas me cuidaban, me arrullaban con caricias y golosinas, y yo, tan contenta, trataba de devolverles el placer – confesó, enrojeciendo un tanto.
Tamara no preguntó nada, dejándola hablar. Su mente generó una imagen excitante, que le removió el cuerpo. Le dio otro mordisco a una nueva tostada y se sirvió algo más de café.
―           Pero solo me estaban cebando – masculló Olga. – Me estaban confiando, a la espera de vender mi virginidad…
Tamara extendió su mano y la posó sobre el antebrazo de la doncella, en un mudo gesto de solidaridad. Le rubia serbia la miró y sonrió, posando su propia mano sobre la de Tamara, como muestra de agradecimiento.
―           Entonces, empezó mi calvario. Era carne fresca en un burdel. Al menos, fue uno de categoría y los hombres no eran apestosos. Al año, me traspasaron a otro local, esta vez, en Atenas. Pasé dos años más allí, y me llevaron a Barcelona, donde me quedé embarazada, sin saber quien era el padre.
La mano de Olga atenazaba los dedos de Tamara, mientras recordaba su periplo. En un par de ocasiones, tuvo que tragar saliva para no echarse a llorar. Tamara intuyó que la doncella necesitaba desahogarse, participar de su emoción.
―           Me estuvieron usando hasta el último mes de embarazo. Era una especie de atracción, pues había tipos que repetían a diario. Decían que era toda una oportunidad tirarse a una preñada – dijo Olga, con despecho.
―           ¡Que brutos!
―           Tras el parto, dejaron que me recuperara durante un mes, en el cual solo tenía que cuidar de mi bebé y hacer ejercicio físico para volver a obtener mi figura. Los cabrones no estaban dispuestos a perder dinero.
―           ¿Cómo saliste de esa vida?

―           Por suerte. Viví en un par de apartamentos dela CostaAzuly también en el Levante, en Valencia, y tras unos tres años, me enviaron a Madrid. A los cinco meses de estar en la capital, la policía hizo un registro del chalé donde estábamos ejerciendo, cinco chicas y yo. Buscaban drogas de unos colombianos, pues el chalé estaba a su nombre, pero lo habían subarrendado a los albaneses. Así fue cuando, sin querer, la policía dio con el lupanar.

―           Vaya, vaya…
―           Como ninguna de nosotras tenía papeles, ni documentación, pasamos a disposición judicial, pero ninguna habló por miedo. Finalmente, acepté que me repatriaran, aunque pude haberme quedado en España, pues mi hija disponía de la nacionalidad.
―           Pero quedarte era quedar en sus manos, ¿no?
―           Exactamente – asintió Olga. – Preferí ir con mi familia.
―           Menuda historia. El reencuentro tuvo que ser de aúpa…
―           Si. Mi padre creía que me habían matado, pero mi madre intuía que estaba retenida. Busqué trabajo en Pristina y en los alrededores, pero solo encontré trabajo temporal y mal pagado. Así que dejé a Mila, mi hija, con sus abuelos, y me vine a Londres, con una oferta de trabajo. He estado en Liverpool y en Glascow, trabajando en pubs y en locales nocturnos, siempre como camarera. Al final, probé suerte en Derby, buscando un sitio más tranquilo, y aquí estoy – dijo, sonriendo y palmeando la mano de Tamara.
―           Ahora estás bien, ¿no?
―           Si, señorita. Ahora está todo bien…
―           Así que… de amores, ¿nada de nada?
―           No. Los hombres no me atraen demasiado, después de lo vivido.
―           Normal.
―           En ocasiones, paso mi tarde libre en Olser, un pub para gays y lesbianas en Motte Hill, pero, salvo algún escarceo temporal, no hay nada más. No dispongo de tiempo, ni espacio para una relación.
―           Conozco Olser – musitó Tamara, mirándola a los ojos.
―           ¿Tú has ido por allí? – se asombró, a su vez, la doncella eslava.
―           Si, pero suelo ir los fines de semana, por la noche – sonrió la rubia, sin apartar la mirada.
La criada se estaba poniendo nerviosa, porque ahora, los dedos de Tamara transmitían otra intención, deslizándose sobre el dorso de su mano.
―           Eres muy joven como para haber experimentado con ambos sexos – Olga se repuso de la sorpresa y acarició la mano de Tamara, a su vez.
―           Bueno, nunca me ha atraído la personalidad de los hombres. Son tan brutos y zafios, tan jodidamente arrogantes y pagados de si mismos… — Tamara se estremeció. – Verdaderamente, me desagradan. Esos cuerpos velludos, las bruscas maneras…
―           Ya veo, señorita.
―           Llámame solo Tamara. Creo que podríamos ser buenas amigas, ¿no te parece?
―           Para mí sería estupendo, de verdad.
―           ¿Ah, si? ¿Por qué?
―           Porque no necesitaría salir de aquí para tener una agradable compañía – repuso Olga, acercando su cuerpo al de la joven.
Aún mantenía la mano de Tamara atrapada entre sus dedos y la acabó llevando hasta uno de sus pletóricos senos, introduciéndola bajo su bata.
―           No sería mala idea – susurró Tamara con una sonrisa.
―           Es una idea que ha pasado muchas veces por mi cabeza. Cada vez que te veía en casa, cuando me cruzaba contigo… siempre has llamado mi atención… eres muy hermosa – le susurró Olga al oído, antes de mordisquear suavemente su lóbulo.
―           ¿Por qué… no lo dijiste… antes? – preguntó Tamara, refrenando las cosquillas.
―           No creí que una preciosidad tan joven gustara de las mujeres – los labios de Olga se quedaron a un centímetro de la boca de la joven.
―           Tonta… — musitó Tamara, antes de aplastar aquellos labios que la incitaban, con los suyos propios.

Se devoraron mutuamente, mordisqueando los sensibles labios, compartiendo saliva y retorciendo hábilmente sus lenguas. Su abrazo era cada vez más fiero y sensual. Olga metía uno de sus muslos entre los de Tamara, aprovechando los ajustados jeans que la niñera llevaba. En cuanto a la mano que Tamara mantenía en el escote de la serbia, había ahondado mucho más, desabrochando un par de botones más.

Palpaba a placer unos senos que se le antojaban realmente voluptuosos, atrapados por un sujetador deportivo, de color blanco. Los sentía plenos y firmes, bajo sus dedos. Los pezones respondían inmediatamente al roce, irguiéndose como obedientes soldados ante una orden.
Se separaron, jadeando y mirándose. Tamara sonrió.
―           Tengo que ver a Stan. Puede hartarse de estar solo y venir a la cocina – dijo.
―           No habría mucha diferencia. Tan solo tiene tres años – sonrió Olga.
―           Pero mejor es que se quede mirando los dibujitos. Nunca sabes lo que un niño puede contar – repuso Tamara, zafándose de las manos de la serbia. – Vuelvo enseguida…
Al pasar, tomó una botellita de agua, de esas que disponen de una boquilla para los niños, y marchó al living, con pasos acelerados. Stan estaba muy atento a lo que unas marionetas de fieltro estaban contando en la pequeña pantalla. Tamara se sentó a su lado y el niño, tras mirarla, se echó en ella, buscando su calor.
―           ¿Qué estás viendo? – le preguntó, dejando la botellita de agua sobre la mesita.
―           Pery… y Dory – exclamó el niño.
―           ¿Te aburres?
El niño negó enfáticamente con la cabeza.
―           Bien. Estoy con Olga en la cocina. Si deseas algo, me llamas, ¿de acuerdo?
Un asentimiento, esta vez.
―           Stan, mírame… — el niño volteó el cuello hacia ella, mirándola con sus grandes ojos claros, llenos de inocencia. – Así está mejor. Recuerda que hay que mirar a la gente cuando se habla con ella…
―           Si, Tami.
―           Bien. Tú no te levantes. Si quieres algo, me llamas. Ahora, dame un besito – le pidió, poniendo la mejilla.
Stan la obsequió con un beso muy fuerte y largo, que la hizo reír. Más tranquila, le dejó con su programa de marionetas y regresó a la cocina. Se quedó muy sorprendida al encontrarse con la criada serbia en ropa interior. La bata se encontraba sobre la mesa y la mujer le sonreía pícaramente, posando en ropa interior.
―           He pensado que estábamos perdiendo el tiempo – dijo Olga, tomándola de la mano. — ¿No te parece?
―           Quizás…
―           Ven… súbete – le pidió la criada, ayudándola a sentarse sobre el poyo de piedra pulida.
Una vez arriba, Olga le quitó las botas y le sacó el jersey por encima de la cabeza.
―           Quiero verte… — le susurró Olga, con deseo.
Tamara se quitó ella misma la camiseta, mientras que su amante le desabrochaba los tejanos.

―           Te quiero toda desnuda – sonrió la mujer. – Vamos a jugar a algo que suelen hacer los ricos…

Dejó a Tamara quitándose la ropa interior y abrió el frigorífico, sacando un bote chato de chocolate líquido. Lo metió en el microondas, programándolo para un fuerte y rápido golpe de calor. Tamara la miraba con curiosidad. Olga sacó un plato de gordas fresas de la despensa, que tuvo la virtud de hacer palmotear a Tamara.
―           Veo que te gustan. ¿Las has tomado bañadas en chocolate caliente?
―           No…
―           Bien – la sonrisa de Olga era casi diabólica. – Ábrete bien de piernas, por favor.
Tamara resbaló un poco su trasero por la fría piedra y se abrió de piernas, mostrando su depilado sexo completamente.
―           Lo tienes todo depiladito… Perfecto, mucho mejor así – dijo Olga, dejando el plato de fresas al lado.
El microondas timbró y la criada sacó el bote de chocolate. Vertió un poco sobre la cara interna de la muñeca, como si se tratase del contenido de un biberón, catando así su temperatura. Limpió el chorreón de chocolate con la lengua, sin dejar de mirar a Tamara. Esta se estaba calentando con toda aquella presentación que Olga estaba realizando. Mantenerse así, desnuda y abierta, sin saber muy bien qué iba a pasar, la estaba poniendo ansiosa.
Abrió un placard y tomó un platito de café. Puso en él una de las fresas y la bañó de chocolate, con un fuerte chorro.
―           Esta es para ti – le indicó a Tamara. – Pruébala. Yo tomaré otra fruta madura…
Y, de repente, vertió un buen chorro de chocolate tibio sobre el pubis y la vagina expuesta de la niñera, quien jadeó y se sobresaltó, por la impresión.
―           Tranquila… pienso limpiarla toda con la lengua – le susurró Olga, inclinándose entre sus piernas. – Cómete la fresa…
Pringándose los dedos, Tamara atrapó la fresa del platito y se la llevó a la boca. Le dio un mordisco y lamió el goteante chocolate. Estaba riquísima. La fruta algo ácida y el chocolate, negro y dulzón; una perfecta unión. Sin contar que la lengua de Olga estaba realizando travesuras sobre su clítoris. La sensación del chocolate deslizándose por entre los pliegues de su entrepierna, con aquella textura de cálida melaza, elevó su excitación.
Gimió más fuerte cuando el índice de Olga se introdujo en su bien mojado coñito, ayudando al chocolate a entrar en la cavidad. Un dedo que salió varias veces para embadurnarse de más chocolate, para verter en el interior.
―           Mmm… un coñito de chocolate… mucho mejor que los huevos de Pascua – bromeó la doncella.
―           Si… ni siquiera… tienes que… buscarlo en el jardín…
Tamara tenía los ojos cerrados y dos dedos pellizcando uno de sus pezones. Estaba tan concentrada en la sensación de su pelvis que ni siquiera se había limpiado los labios con la lengua, aún manchados de chocolate. Sin embargo, la lengua de Olga estaba dejando el interior de su coñito bien limpio. Sacaba el chocolate que antes había introducido, con toda paciencia, gota a gota.
―           Quiero… probarlo – jadeó Tamara.
Olga sacó la lengua del interior de la babeante vagina, llevando en ella restos de chocolate y flujo. Se irguió y dejó la lengua al alcance de los labios de Tamara, quien succionó rápidamente el grueso y sensual apéndice, degustando así su propio sabor.
―           Sabes deliciosa – la alabó Olga.
―           Lo sé. Estaría todo el día… lamiéndome, si pudiera…
Olga se rió con ganas y le pasó la lengua por los labios manchados, limpiándola. Tomó de nuevo el bote y roció levemente los pezones, aplicándose a chuparlos. Tamara le acarició la nuca, gruñendo de placer.
―           Vámonos a una cama – le pidió Olga.
―           No… no… puedo dejar… solo a Stan – murmuró Tamara, febril.
―           Entonces… échate sobre la mesa… vamos
―           Si… si…
―           Así, de bruces… alza más el trasero, cariño… Voy a comerte toda la raja como nadie te la ha comido nunca…
―           Uuuuhhh… — Tamara solo pudo gemir al escuchar aquello, la mejilla sobre su antebrazo, tumbada sobre la mesa que apenas contenía su cuerpo.
Un nuevo chorro de chocolate, que cayó resbalando entre sus nalgas. Olga hundió su rostro allí, lamiendo como una desesperada, llevando su lengua, todo lo adentro que podía, cubriendo el sabor íntimo con el regusto del chocolate. Dos de sus dedos se encargaban de penetrar a Tamara, a toda velocidad.
Tamara, agitando las caderas como una loca, se mordía el propio antebrazo para no gritar de gusto y alertar al niño. Cuando el orgasmo la alcanzó, se llevó dos dedos al clítoris y lo pellizcó muy fuerte, consiguiendo subir una nueva cresta en su placer.
Aún estremecida, permitió que Olga le diera la vuelta, dejándola boca arriba. La besó dulcemente, diciéndole suaves piropos, unas veces en español y otras veces, suponía, en su lengua materna.
―           Espera… un minuto a que… me recupere – gimió Tamara.
―           Claro que si, bomboncito.
Se bajó las bragas, pues aún seguía llevando su ropa interior, y las dejó sobre el rostro de Tamara, con una risita.
―           ¿Huelen bien?

―           Parece que has estado nadando con ellas – comentó Tamara, olisqueándolas.

Olga se sentó en una de las sillas, abriéndose de piernas. Su pubis presentaba un pequeño mechón de vello rubio.
―           Quiero que vengas a gatas y metas la cabeza entre mis piernas. ¿Lo harás? – le dijo.
―           Si – contestó Tamara, bajándose de la mesa y arrodillándose en el suelo.
―           ¿Vas a ser una buena perrita y me vas a comer todo el coñito, hasta que chille?
―           Si… hasta que te desmayes…
―           Mmm… ya lo creo – dijo, atrapando con una mano la barbilla de Tamara y levantándole el rostro para admirarlo. – Con esa carita de viciosa y esos labios tan hermosos… me voy a correr con solo verte lamer…
Aquella actitud de mujer agresiva, de hembra guarra y dominante, ponía frenética a Tamara. No podía resistirse a quien pudiera manejarla de esa forma. Se derretía totalmente, a poco de ser tratada de tan sucio modo. Tomándola del pelo, Olga llevó su boca hasta donde pretendía. Tamara probó el fluido salado que perlaba la vagina de su amante, en abundancia, y se explayó allí, como si hubiera encontrado la fuente dela EternaSatisfacción.Lentamente, abandonó su postura de perra, para replegar sus piernas y sentarse sobre sus talones, los codos apoyados sobre los muslos abiertos de Olga, y las manos abriendo la ansiada vagina, que no dejaba de lamer y chupar.
―           лепа курва… jamás me… lo han comido… con tanto…aaaahhh… fervor… — murmuró Olga.
Tamara subió sus manos hasta los pechos de su amante, metiéndose bajo el sostén deportivo, aferrando los turgentes senos hasta estrujarlos. Al mismo tiempo, su lengua envolvía completamente el clítoris, soplando fuertemente sobre él, para, inmediatamente, sorber largamente.
―           ¡Cabrooonnaaaaa! ¡ME ESTÁS MATAAAANDOOOO! – gritó Olga, sacudiendo sus caderas en verdaderos espasmos, pero no consiguió que Tamara apartara los labios de su clítoris.
Con un largo quejido, Olga se cayó de la silla, quedando en una postura fetal en el suelo, de costado, con las manos entre sus piernas. A su lado, Tamara, aún de rodillas, se limpiaba las comisuras de la boca, tan jadeante como su compañera.
―           ¿Crees que encontraras tiempo para hacerme esto a diario? – preguntó débilmente Olga, sin moverse de su postura en el suelo.
Tamara no contestó. Estaba atareada en tapar sus desnudeces a los ojos del pequeño Stan, quien estaba mirándolas desde la puerta de la cocina, atraído por el grito de Olga.
                                                  CONTINUARÁ………..
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
 

Relato erótico: “De profesion canguro 03” (POR JANIS)

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Lecciones de dedo.
Nota de la autora: Les agradecería que comentaran y opinaran sobre el relato, como ayuda para mejorarme. Pueden hacer en:  janis.estigma@hotmail.es
Gracias, prometo contestar a todo el mundo.
Tamara llegó a casa, mojada y cansada. Llevaba lloviendo todo el día y, para colmo, había pinchado una rueda de su coche, al pasar por una zona en obras. Tuvo que dejarlo cerca del parque Iswell y caminar hasta casa, con la ayuda de un pequeño paraguas que, milagrosamente, llevaba en el maletero. Por más que lo intentó, no consiguió detener un taxi. Era la hora de la salida del trabajo y, con la que estaba cayendo, todo el mundo quería llegar a casa sin mojarse demasiado.
Besó a Fanny en la mejilla, como de pasada, y se metió en su habitación. Se despojó de la mojada ropa y se secó con una toalla. Tomó su viejo pijama de ositos rosas, su preferido, y se vistió con él. Llevaba con ella desde que cumplió los catorce años y le estaba corto en la cintura y en los tobillos, pero se resistía a deshacerse de él.
Fue el último regalo de su madre.
Tomó su portátil y se tumbó de bruces en la cama. Conectó y abrió su bandeja de entrada. Tenía varios mensajes. Los fue leyendo tranquilamente. El primero trataba sobre su reserva universitaria. Eliminado. Un correo publicitario filtrado. Eliminado. Una nota recordatoria de una de sus clientes. Eliminada. Una monería poética que Kate le enviaba. Guardada durante unos días.
El último mensaje era de alguien inesperado…
“Querida Tamara, hoy es el día. Te recuerdo, te añoro siempre. Muchos besos. M.”
Tamara tragó saliva y, finalmente, sonrió con melancolía. Manipuló el cordón de cuero que llevaba al cuello, desenganchando el pequeño pendrive rosa, que llevaba permanentemente colgado. Había que mirarlo de muy de cerca para adivinar que era una unidad de almacenamiento electrónica, pues tenía la forma de la letra T, con el conector USB camuflado en el interior del trazo largo. Con un gesto habitual, lo conectó al puerto de su portátil.
El pequeño ingenio disponía de 32 Gbites de memoria, en donde se acumulaba el diario íntimo de Tamara. Una pantallita le pidió una clave de veinte dígitos, que ella insertó de memoria, y, entonces, se abrió una ventana, con un bien diseñado bloc de notas. Anotó una nueva entrada, con la fecha actual, y escribió:
“Mary Beth me ha enviado hoy un correo electrónico. Como cada año, me recuerda esta fecha tan significativa para ella. Me gustaría sentir lo mismo y así compartir tal recuerdo, pero me parece que no está en mi naturaleza. Todo cuanto puedo hacer es buscar la entrada de aquel día y refrescar mi memoria, que es lo que voy a hacer en este mismo instante.”
Tamara se bajó de la cama y abrió uno de los cajones de su escritorio. Si necesidad de buscarlo, surgió un fino y largo destornillador, con el cual desplazó, con cierto esfuerzo, una pieza del rodapié de madera, justo debajo de la ventana. Allí oculto, en un pequeño hueco, se encontraba otro pendrive, de apariencia mucho más antigua y basta que el que llevaba al cuello.
Ahí estaba su primer diario. Contenía sus pensamientos, sus sentimientos, y sus vicios, desde los catorce años. Empezó a escribirlo un poco antes del fatal accidente de sus padres, y el psicólogo que la trató la animó a seguir volcando sus frustraciones sobre el papel. El hecho es que fue todo un acierto. El diario conseguía equilibrarla, distanciar el dolor y centrar su mente, para enfrentarse a la realidad. Era como si metiese todas sus dudas, sus enfados, su ira reprimida, sus anhelos inconfesables, en un robusto baúl, y solo dejara salir la emoción en pequeñas cantidades; lo justo para disfrutarla sin perder el control.
Sin embargo, no tenía a nadie con quien hablar de todo ello, para compartir y experimentar. No lo tuvo hasta que Fanny le metió la lengua en la boca. Bendita Fanny; ella y sus ansias de embarazada.
A partir del momento en que Fanny la hizo mujer, no solo volcó pensamientos y deseos en aquel diario, sino también hechos y encuentros sexuales, todo bien documentado. Describía la relación con su cuñada con todo lujo de detalles y, además, acompañaba el relato con fotografías y toda clase de pequeñas pruebas, tales como tickets, facturas, y otros documentos.
¿Por qué? Ni ella misma lo sabía. Creía que sería una especie de garantía moral para ella; una forma de asegurarse de que todo no era un sueño.
Últimamente, con el tremendo avance de los móviles, también solía editar pequeños videos de sus amantes, siempre sin su conocimiento, ni consentimiento. Por todas aquellas pruebas, netamente incriminatorias, decidió dotar a sus pendrives de un algoritmo fractal pasivo, que dependía de una clave de seguridad. Si alguien intentaba manipularlos o saltarse, de alguna manera, la clave, el algoritmo se activaría, corrompiendo y borrando toda la información. El chico que le había enseñado a hacer eso le garantizó que, en un ingenio de tan corta capacidad, tal acción no duraría más de cinco segundos. Totalmente efectivo.
Tamara era conciente de que era la única forma de no joder la vida de nadie, y seguir manteniendo su pequeña necesidad. El viejo pendrive estaba al límite de su capacidad, repleto de datos, fotografías, entradas de cine escaneadas, y hasta un par de entradas de un concierto de la malograda Amy Winehouse. Por eso mismo, se había agenciado el que llevaba al cuello y ese, que contenía tres años de su vida, se mantenía oculto en su habitación. Cambió la unidad vieja por la nueva, en el zócalo trasero, y buscó la fecha de ese mismo día, pero tres años atrás. Tumbada en la cama, con la barbilla descansando en una de sus palmas, releyó lo ocurrido…
______________________________________________________________
Sentada a la mesa de la cocina, Tamara miraba, de reojo, a Mary Beth. Ambas estaban haciendo sus deberes, compartiendo la robusta mesa. Tamara iba a la casa de los Tarre, dos veces en semana, desde las cinco de la tarde a las diez de la noche. La señora Tarre trabajaba en el turno de tarde noche de la farmacia Galveston y no se fiaba de dejar a la joven Mary Beth sola en casa. Como hija única y, sobre todo, tras el divorcio, la chiquilla estaba siendo lo suficientemente manipulada y esgrimida como trofeo, por ambos padres. Así que Tamara aceptó aquellas horas tardías que, por otra parte, le venían muy bien. Los martes y los viernes se llevaba los deberes a casa de los Tarre y los hacía allí, junto a Mary Beth, que también empezó a retrasar hacer los suyos hasta que Tamara llegara a su casa.
Tamara tenía dieciséis años y estaba en 6º de secundaria, iniciando el Bachiller. Mary Beth tenía trece años y cursaba 3º de secundaria. Tener de niñera a una de las veteranas del colegio, le impuso un poco de respeto, al principio, pero, a medida que la chiquilla iba tomando confianza, se sintió agradecida por la presencia de Tamara.
Podía preguntarle muchas cosas que no se atrevía a discutir con su madre; aprender de ella, de sus nuevas experiencias.
Así que Mary Beth solía ser muy dicharachera y preguntona, pero también, muy divertida. Salvo esa tarde. Apenas había abierto la boca y no levantaba los ojos de su libro. Tamara suspiró y dejó caer el bolígrafo sobre su libreta.
―           Venga, suéltalo, Mary Beth. ¿Qué te ocurre?
La chiquilla la miró por un segundo y alzó un hombro, pero no contestó.
―           Vamos. Noto como algo gira y gira en tu cabeza y está deseando escapar por tu boca.
Mary Beth sonrió, divertida por el comentario. Era una chiquilla de pelo casi cobrizo, eternamente recogido en una gruesa trenza trasera. Era espigada y esbelta, aparentando más edad de la que realmente tenía. Sus ojos celestes se clavaron en el rostro de su nanny, pensativos. Poseía unas dulces facciones, de nariz un poco achatada y una boca de labios gruesos y sensuales. Aún vestía el uniforme escolar, con su falda gris plisada por la rodilla, y una rebeca marrón sobre una camisa blanca. La corta corbata roja se mantenía abierta, junto con uno de los botones superiores. Tamara sonrió, pensando que ella misma dejó de llevar uniforme el curso anterior. Ahora estaba en la etapa voluntaria, y podía llevar la ropa que quisiera a clase. Siempre con respeto, claro.
―           Es que… ayer quedé como una tonta – musitó finalmente la chiquilla.
―           ¿Eso por qué? – le preguntó Tamara.
―           Estuvimos en casa de Deborah, haciendo un trabajo en grupo. Deborah es hija de los Fallton, ya sabes…
Tamara asintió. Conocía la fama de los Fallton, de lo más esnob de Derby. Sabía que Mary Beth estaba pasando por un periodo de ajuste. Su madre había decidido mudarse de barrio y la había cambiado de colegio. Estaba haciendo nuevas amistades y eso le restaba seguridad y confianza.
―           Nos pusimos a hablar de tonterías y, al final, acabaron comentando sobre los… tocamientos – la última palabra la pronunció de manera tan débil, que Tamara tuvo que repetirla para asegurarse.
Mary Beth asintió, el rostro enrojecido. Tamara alargó una mano y le palmeó el dorso de la mano, animándola a seguir.
―           ¿No habéis dado eso en Educación Sexual?
―           Hemos dado el órgano sexual masculino y el femenino, y las relaciones sexuales, pero…
―           Pero no sabes nada de masturbación, ¿es eso? – acabó Tamara por ella.
La jovencita asintió, manteniendo la mirada sobre su libro.
―           ¿Fue muy grave? – preguntó Tamara, imaginándose lo que ocurrió.
―           Todas ellas se rieron…
―           ¿Nunca has probado?
Mary Beth negó vehementemente con la cabeza, las mejillas encarnadas. En ese momento, Tamara sintió el familiar tirón en su vientre y se quedó estupefacta. ¿Se estaba excitando? ¿Con una chiquilla? ¡No podía ser posible! Llevaba algo más de un año acostándose con Fanny y, en los pocos meses que llevaba dedicándose a cuidar niños, había tenido algunos encuentros con ciertas clientes.
Tamara ya era consciente de que las mujeres maduras la atraían con fuerza, sometiéndose con placer a su experiencia. Entonces, ¿por qué sentía aquello, de repente, hacia una niña? Ni siquiera le llamaba la atención físicamente. ¿Se estaría convirtiendo en una degenerada?
―           Me toman por tonta, Tamara. ¿Qué puedo hacer?
―           Bueno, lo único que te queda es demostrarles que sabes más que ellas; taparles la boca…
―           Pero, ¿cómo?
Tamara la miró a los ojos, sintiendo su desesperación juvenil y el firme deseo de encajar que la invadía; aquellos ojos que suplicaban ayuda, llenos de candor e impotencia. Tamara no pudo sustraerse a ellos y, así evitar su condenación.
―           ¿Cuál es tu deporte favorito, Mary Beth?
―           ¿Qué? – la chiquilla quedó sorprendida por el cambio de conversación.
―           El deporte en el que destacas…
―           El voley, pero…
―           ¿Qué harías si cometieras una pifiada garrafal jugando al voley y todo el equipo se partiera de risa?
―           Pues… supongo que entrenaría un montón de horas, a solas, hasta superarme…
―           ¡Exactamente! Ahí tienes la respuesta.
La chiquilla meditó aquella respuesta, viendo su lógica y pureza.
―           Pero… ¡Es que no sé nada! – exclamó.
―           Tranquila, para eso estoy aquí, para ayudarte. Tienes que aprender y demostrarles que eres mejor que ellas. Callarán como perras apaleadas, te lo garantizo.
Mary Beth la miraba con una intensidad que manifestaba su emoción y su admiración. Conseguir la ayuda y complicidad de una de las veteranas más admiradas del colegio, era todo un sueño. Ella escuchaba los comentarios de otras chicas mayores, en los pasillos y en el patio, cuando se referían a Tamara. Era la chica sin padres, libre para hacer cuanto quisiera. Había comenzado a trabajar como nanny y obtenía dinero para comprarse cualquier capricho que se le antojase, y nadie se lo recriminaba. Aunque la mayoría de las alumnas pertenecían a familias con más estatus que el de Gerard, ninguna de aquellas pijas disponía de la libertad de acción de Tamara.
Eso sin hablar de la seguridad que mostraba. Era una mujer entre chiquillas, debido, fundamentalmente, a su cada vez más dilatada y secreta experiencia con maduritas. Todo esto, se mezclaba en la mente de Mary Beth, quien se sentía como una elegida de los dioses.
―           ¿Quieres que te ayude? – le preguntó Tamara, haciéndola parpadear.
―           Oh, si… ¡Si! – exclamó la chiquilla, tomándola de la mano.
―           Bien. Primero vamos a acabar los deberes – dijo Tamara, tomando el bolígrafo.
No era más que una excusa para intentar calmar su excitación. Sentía la boca seca y el corazón palpitándole a mil por minuto. ¿Qué coño le pasaba?
_________________________________________
Tamara rodó sobre la cama y se quedó contemplando el techo de su habitación. Los recuerdos volvían con fuerza a su mente, activados por las palabras que ella misma escribió hace años.
¡El año de su Despertar! Entonces, no podía reconocer esa nueva sensación que la embargaba, pero ahora sí. Al igual que ella quedaba cautivada por la experiencia de esas mujeres maduras y experimentadas, sintiéndose una muñeca presa de sus juegos, la mente de Tamara trataba de compensar el equilibrio, sintiéndose sumamente atraída por el candor y la inocencia.
No se trataba de algo verdaderamente físico, una compulsión pederasta y perversa. No, más bien pretendía impregnarse de aquella pureza sentimental que emanaba de los jovencitos con los que trataba. Ni siquiera importaba el género de sus protegidos; daba igual que fueran chicos o chicas, pues la atracción no era, al menos en principio, nada sexual.
Después, junto a la confianza y la complicidad, llegaba una atracción sexual mutua, que les vinculaba totalmente. Ahora estaba segura, tras muchas pruebas…Tamara era un monstruo, una sanguijuela psíquica. No sabía, con seguridad, si era humana o no, pero, sin duda era… ¡una jodida vampiresa mental, que se alimentaba de sentimientos puros y perversiones!
De sus amantes maduras obtenía la oscura y perversa fuerza de su degradación, el infecto empuje de sus abyectos vicios; el poder del engaño y de la corrupción a la que entregaban sus vidas, que constituía el sentimiento más poderoso que anidaba en ellas. De sus jóvenes protegidos, obtenía la pureza de sus sentimientos de adoración, de su amistad, la potentísima fuerza del primer amor, el embriagador aroma de la entrega total, de la confianza que le transmitían.
A cada día que pasaba, era más conciente del banquete que todo esto representaba. No tenía que morder, ni matar a nadie -eso quedaba para las películas-, solo envolverse en sus vidas, como se envolvía en una manta al tener frío. Se sumergía en sus brazos, libaba de sus emociones, activándolas gracias a sus manejos; se alimentaba hasta hartarse, y, finalmente, les abandonaba cuando quedaban demasiado secos. Sabía que sus víctimas se repondrían, una vez ella se alejara. Con el tiempo, volverían a disponer de nuevos sentimientos, de recuperados deseos. Podría ser que Tamara volviera a secarlos, o seguramente, seguiría buscando nuevos comederos. No es de sibaritas repetir plato…
______________________________________
Tamara estaba sentada en el sofá de los Tarre, con la cabeza levantada. Miraba a Mary Beth, quien se mantenía de pie ante ella, las manos a la espalda, y escuchando atentamente lo que su nanny le decía.
―           La palabra es “masturbarse”. Los chicos lo llaman “meneársela” o “hacerse una paja”, pero las chicas somos un poco más delicadas. Todo lo más, diríamos “hacernos un dedo” – explicaba Tamara.
Mary Beth asintió, familiarizada con los términos.
―           Para masturbarse es necesario estar excitada. Si no lo estás, ni siquiera te pasará por la cabeza. Bájate las bragas, Mary Beth.
―           ¿Aquí? – se asombró la chiquilla.
―           Si.
Se subió algo la falda escolar, metió sus manos debajo de ella, y deslizó sus bragas de algodón piernas abajo, hasta quitárselas. Eso hizo sonreír a Tamara. Alzó la falda de Mary Beth, indicando que la sostuviera enrollada sobre su cintura, y examinó el suave coñito que quedó ante sus ojos. Una fina pelusa de vello rubio recubría su pubis, sin poder ocultar una vulva cerrada, de hinchados y perfectos labios.
―           Supongo que ya has tenido tu primera menstruación.
―           Si. El año pasado…
―           Bien. Verás, la vagina es un órgano muy sensible. Casi cualquier rincón en ella puede generar placer, pero hay un punto muy sensible. ¿Sabes cual?
―           El clítoris, ¿no? – dijo Mary Beth, recordando las lecciones de anatomía.
―           Exactamente. Muéstramelo, si sabes dónde se encuentra.
―           Aquí arriba – señaló con un dedo.
―           Si, ahí debajo, oculto por los cerrados labios, bajo el capuchón – dijo Tamara, abriendo el pliegue de carne con mucha delicadeza.
Pasó el dedo por toda la vagina, comprobando que estaba seca.
―           Debes mojar bien tus dedos para comenzar a acariciar. Cuando más te excites, más mojado estará el coñito – explicó Tamara, lamiéndose largamente los dedos.
Mary Beth intentaba mirar, la cabeza inclinada, cuando los dedos de Tamara acariciaron su vagina, de abajo a arriba. Sintió un tremendo escalofrío cuando la punta del dedo corazón alcanzó su clítoris. Solo fue un segundo, pero notó la delicadeza de ese punto, en concreto.
―           La zona interior de tu vagina también es muy sensible, pero debes tener mucho cuidado al introducir los dedos. Aún eres virgen y puedes dañar tu himen – le explicó Tamara, mirándola, esta vez, a los ojos, con lo cual la chiquilla quedó impactada. – No es que sea indispensable, pero la mayoría de las mujeres le tienen respeto a su virginidad. Creo que es debido a las tradiciones.
―           Comprendo.
―           No estoy muy segura, pero creo que tu punto G aún no está del todo desarrollado, pero, en unos años, dispondrás de una zona más para tu deleite – sonrió Tamara.
―           ¿El punto G?
―           Eso para más adelante. Ahora, vamos con lo básico. Desnúdate, Mary Beth…
―           ¿Del todo?
―           Del todo.
La chiquilla se quitó primeramente la falda, para seguir con todo lo demás. No llevaba sujetador, pues tenía unos pechitos diminutos aunque ya hinchaditos, con unos pezones rosados y tiernos.
―           Es excitante acariciar los senos y pellizcar delicadamente los pezones – dijo Tamara, apoderándose del pecho derecho.
El rostro de Mary Beth, enrojecido desde que empezó la lección masturbatoria, alcanzó un nuevo tono carmesí. Su bajo vientre ardía por momentos.
―           Ajá. Veo que vas mojando. Eso está bien, cariño.
La chiquilla sonrió, feliz por el apelativo.
―           Bien. Es hora de que seas tú la que sigas con esto – dijo Tamara, apartando sus manos de la chiquilla y echándose hacia atrás en el sofá. – Yo te miraré y te guiaré… ya verás…
Tamara aflojó la corbata y desabotonó la camisa, mostrando el blanco sujetador. Sacó sus pequeños senos de los alvéolos del sostén y pellizcó fuertemente los pezones, ante la atónita mirada de Mary Beth.
―           ¿Ves? Así… con decisión – le dijo.
La jovencita la imitó, notando como sus pezones estaban ya duros y empinados. Se recreó en la belleza de su nanny, en lo impoluta que parecía su piel, y sintió el deseo de tocarla, pero se contuvo. No quería hacer nada que malograra este momento tan especial. Tras jugar ambas con sus senos, Tamara alzó su falda hasta la cintura, dejando sus bragas al descubierto. Se abrió de piernas y con un rápido movimiento de dedos, apartó la blanca prenda íntima.
Mostró un coñito totalmente depilado, que impactó absolutamente en Mary Beth. Le pareció increíblemente bello y excitante, y decidió que ella lo luciría de la misma forma. Tamara abrió los labios menores con los dedos y pasó dos de ellos suavemente. Mordisqueó suavemente su labio inferior, con un mohín travieso y lujurioso, antes de introducir, en profundidad, el dedo corazón en su vagina.
Mary Beth solo tenía ojos para aquellos movimientos de manos. Desnuda y en pie, tenía las suyas propias totalmente atareadas en su coñito, repasando todos y cada uno de los lugares de interés. Alzó un pie y lo apoyó en el asiento del sofá, abriendo así aún más su entrepierna. Sentía sus rodillas temblar y sus caderas contonearse. Jamás había sentido algo así, tan especial e íntimo, tan placentero.
―           ¿Lo sientes? ¿Sientes como tu coño parece tener vida propia? ¿Cómo busca, él mismo, tus dedos? – le preguntó Tamara.
―           S-sii… — casi no tuvo fuerzas para contestar.
―           Concéntrate en el clítoris… no dejes de acariciarlo, aunque creas que te vas a orinar…
Mary Beth no contestó. Sus dedos ya estaban atareados desde hacía un minuto. Aquel botoncito era maravilloso. La hacía boquear y sus ingles parecían generar electricidad. Sus nalgas se contraían a cada pasada de sus dedos sobre el clítoris, agitando, de esa forma, fuertemente las caderas. No podía apartar sus ojos del rostro de Tamara, de la expresión de placer que se había instalado allí. Estaba infinitamente más bella aún.
Tamara, por su parte, admiraba los temblores que recorrían el cuerpo de Mary Beth, su boca entreabierta y babeante, su cuerpo desnudo, de caderas aún estrechas y púberes. Había algo en ella que la hacía sentirse fuerte y poderosa.
―           Así, Mary Beth… pequeña… estás a punto…
―           Tama…ra… creo que…
―           Sigue… acariciando…
―           Tamara – musitó la chiquilla, tensando todo el cuerpo. — ¡TAMARA!
Tamara abrió los brazos para acoger el cuerpo de la chiquilla, que se desplomó sobre ella, con su primer orgasmo. La abrazó, atrapándola con sus piernas, frotándose contra su suave vientre y alcanzando así su propio goce, casi en silencio, piel contra piel.
―           ¿Te ha gustado? – le preguntó al oído.
―           Mucho… lo mejor de mi vida – susurró Mary Beth, con el rostro enterrado en el hueco de su cuello.
―           Solo es el principio… un pequeño paso.
_____________________________________________________
Ese fue el día especial de Mary Beth, el que nunca olvidó, el que le recordaba cada año, con un mensaje. Tamara sonrió, acariciándose un pezón, medianamente erecto bajo la tela del pijama.
Ni que decir que la chiquilla aprendió rápidamente a tocarse. Hacerse un dedo, pasó a ser una de las tareas habituales en los días en que Tamara venía a cuidarla. Después pasaron a besarse delicada y largamente, mientras se masturbaban, y, finalmente, intercambiaron los dedos, como era de suponer.
Mary Beth resultó ser una ávida amante, constantemente necesitada de muestras de adulación y confianza.
Un día, trajo a su amiga Deborah a estudiar a casa. Tamara sonrió al recordar. La sorprendió totalmente, diciéndole que Deborah no se creía en absoluto que estuvieran liadas. Las dos chiquillas estaban sentadas a la mesa, codo con codo, delante de sus libros. Tamara, enfrente, las miró, molesta por contarle su secreto.
―           ¡Díselo! Dile que es mucho mejor que hacerse un simple dedo – le pidió, casi suplicándole.
Tamara comprendió qué ocurría. Mary Beth quería sacarse la espina y necesitaba su ayuda.
―           No me creería. Es una chica orgullosa – dijo Tamara. – Pero es algo que puede experimentar, si se atreve.
Mary Beth se quedó un tanto alucinada por la propuesta, pero enseguida sonrió. Aquella era la mejor idea del mundo.
―           No se atreverá. Es una cagona. Mucho hablar y tal, pero luego…
―           ¡Claro que me atrevo! – exclamó Deborah, una chica menuda y morena, con gafas de empollona sobre un rostro pecoso.
Tamara aún se excitaba al recordar como sentaron a Deborah sobre la mesa. Mary Beth le subió la falda y ella le bajó las braguitas, para introducir su mano entre sus piernas. En apenas un minuto, Deborah estaba botando y suspirando, con un delicioso mohín que arrugaba su nariz. Su amiga no tardó en tomarla de la barbilla y plantar un profundo beso en su boca. Las lenguas se trabaron, sin titubeo alguno, mientras que Tamara se afanaba sobre los coñitos de ambas.
A las dos semanas de aquella aventura, la madre de Mary Beth le informó de que su hija pasaba las noches de sus guardias en casa de su amiga Deborah, así que ya no necesitaría de sus servicios. Tamara asintió, comprensiva.
Sin embargo, Mary Beth, aunque ya no volvieron a verse, sigue enviándole el recordatorio de aquel memorable dedo, cada aniversario, como una eterna amante agradecida.
Tamara cerró los ojos y, sin dejar de sonreír, deslizó su mano en el interior del pantalón de su pijama, acomodándose entre sus braguitas…
                                                                                                               CONTINUARÁ….
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¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!/
 

Relato erótico: “De profesion canguro 04” (POR JANIS)

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Obsesión lingual.
 Tamara salió de la ducha, secándose con la gran toalla. Jimmy, su sobrinito la miró por un momento, enfrascado en sus dibujos favoritos. Estaba acostumbrado a ver a su tía desnuda, así como a su madre. No le dio importancia alguna.
―           ¿Vas a salir esta noche, Tamara? – le preguntó Fanny, desde la cocina.
―           Sí, cariño. He quedado con unas amigas para ir al cine y después a un pub.
―           Entonces, ¿no vas a cenar aquí?
―           No – respondió Tamara, asomándose a la cocina, totalmente desnuda, con la toalla al hombro.
Fanny sonrió, mirándola mientras cortaba unas verduras.
―           Estás preciosa – le dijo su cuñada, sin dejar su tarea. – ¿Vendrás tarde?
―           No lo sé, Fanny. Ya sabes como son estas cosas. Sabes cuando empiezas, pero no cuando terminas.
―           ¿Qué me vas a contar a mí? Un poco más y acabo alcohólica en la uni. De todas formas, es bueno que salgas con tus amigas. No puedes estar trabajando a todas horas. Necesitas divertirte…
―           Pero a veces me cuesta separarme de ti – le dijo la joven rubia, acercándose mimosa.
La pelirroja sonrió, dejó el cuchillo sobre la tabla y se inclinó para besar dulcemente los labios de su cuñada.
―           Si no vienes muy tarde, esta noche, despiértame – dijo Fanny, con una risita. – Te estaré esperando dispuesta…
―           Vale, cariño. Voy a vestirme – Tamara salió corriendo con un gritito que Fanny le arrancó al darle un cachete en el desnudo trasero.
Una vez en su dormitorio, Tamara se sentó ante el pequeño tocador y se pintó los ojos, sombreándolos con un tono marrón dorado y perfilándolos de oscuro. Últimamente, le encantaba el look de Taylor Momsen, sobre todo desde que muchas chicas le habían dicho que se parecía bastante a ella. Claro estaba que no podía asumir esa apariencia cuando trabajaba de niñera. No daría una buena imagen. Pero ahora que se dirigía a su segunda y secreta profesión, tenía que estar lo más guapa posible.
Dotó sus pequeños labios de brillo y de color rosa chicle y se colocó unos grandes aros en los lóbulos, así como una gargantilla de bisutería. Quedando complacida con lo que el espejo reflejaba, se levantó y se inclinó sobre la ropa que había dispuesto sobre la cama. Subió un culote negro por sus piernas que se ajustó divinamente a sus caderas, y desechó la idea de ponerse sujetador. Pantalones anchos de raso, en color lila, y una blusa cortita beige. Probó el escote desabrochando un botón y se sonrió en el espejo. Perfecta.
Sacó unos zapatos de alta plataforma y se los puso. Retocó su cola de caballo, pasándose el cepillo un par de veces y quedó satisfecha. Tomó un anorak del armario y un bolso a juego con los zapatos.
―           ¡Me voy! – exclamó al salir por la puerta de entrada.
―           ¡Diviértete! – le contestó Fanny.
Se subió a su Skoda Citigo y salió del barrio, en dirección a la ronda urbana. Tomó la dirección del centro, donde se encontraban los cines y espectáculos y pensó en su cita. Si Fanny supiera que no eran amigas del colegio con las que se iba a ver esa noche, sino con una madura señora, la cosa no acabaría bien, ni mucho menos.
Sus ingresos como canguro no eran tan lucrativos como su servicio de acompañante de féminas. Todo había surgido a partir de las relaciones que mantenía con algunas madres. Emma fue la primera en proponérselo.
―           ¿Por qué no me acompañas? – le dijo mientras ella cambiaba al pequeño Daniel.
―           ¿A cenar? – preguntó Tamara.
―           Sí.
―           Pero si no vas a llevar al pequeño…
―           No importa, quiero cenar contigo. ¿Te apetece?
―           Sí, estaría bien. ¿Las dos solas?
―           Sí, mi marido está en otra convención.
―           ¿A qué hora?
Aquella misma noche, sentadas frente a frente en el coqueto restaurante, Emma le dijo en broma:
―           Deberías cobrarme por cenar contigo. Estás tan guapa…
A Emma no le cobró, pero le sacó una cara pulsera que la mujer le regaló con mucho gusto. Desde ese momento, Tamara se planteó salir con otras mujeres por dinero y regalos. Una joven acompañante de féminas.
Claro que procuró separar sus clientes diurnos de las nocturnas. Las primeras solían ser madres jóvenes o trabajadoras, con las que era poco frecuente que mantuviera una relación, salvo una buena amistad. Las segundas, eran damas más maduras, más de su gusto, que querían algo más que una amistad. Las acompañaba al cine, a cenar, a ciertos espectáculos, e incluso había viajado a Cardiff con algunas de ellas. Solía pasar gran parte de la noche con ellas, e incluso dormían juntas, con lo cual necesitaba montar ciertas excusas para Fanny. Esa noche, había quedado citada con la señora Laundas.
 Emily Laundas miró su diminuto reloj de pulsera. Aún faltaban minutos para que se cumpliera la hora de la cita, así que procuró calmarse. Había sido todo un paso decidirse a quedar con una acompañante. Emily era una mujer muy vistosa, elegante, y opulenta, con unos bien cuidados cuarenta y cinco años. Llevaba un peinado de ciento cincuenta libras, exquisitamente esculpido. Emily pertenecía a esa alta sociedad reprimida que vegetaba en un gran apartamento de la colina Hossman, un barrio periférico y caro. Estaba casada con un arquitecto esnob, no tenían hijos, ni ella un hobby definido. Llevaba tiempo pensando en un amante, pero nunca se atrevió a dar el paso. Su amiga del club de campo, la señora Dencker le habló de cierta compañía hermosa, joven y discreta, que había utilizado en diversas ocasiones.
―           No me sentiría a gusto con un gigoló – le contestó Emily.
―           No, querida. No hablo de un hombre, sino de una chica. ¡No me digas que no hiciste algo en ese exclusivo internado en que estuviste de jovencita!
―           Bueno… – Emily enrojeció al recordar, de repente, las oscuras tardes de invierno, metidas entre las sábanas. Las risas y los felices tocamientos. Por un momento, deseó probar de nuevo.
―           Te daré su número, querida – le dijo su amiga, palmeándole la mano.
Había tardado dos semanas en decidirse, pero finalmente había llamado a la chica. Charlaron por teléfono y Emily quedó muy satisfecha de cuanto aquella chiquilla le decía. Su edad, sus preferencias, incluso su físico cuando le envió una foto con el móvil, le parecieron muy adecuados. Charlaron en un par de ocasiones más, antes de concretar la cita y Emily se sintió totalmente atraída por la dulzura de Tamara, por su aspecto aniñado, y por su necesidad de ser atendida por una mujer madura. Estaba impaciente por verla en persona.
Dejó pasar el tiempo, rememorando los jadeos y gemidos que llenaban la habitación que compartía en el internado Maifalder. Desde entonces, no había vuelto a tocar piel femenina, pero había soñado con Leonor, su compañera de dormitorio, muchas veces.
En ese momento, Tamara cruzó la puerta y Emily la devoró con los ojos. Parecía más niña, pero, al mismo tiempo, se movía con sensualidad. Era muy bonita, se dijo, antes de levantar una mano, atrayendo su atención.
Tamara sonrió al detenerse delante de la pequeña mesa de la cafetería. También ella estaba impresionada por aquella mujer al natural. Era mucho más opulenta y elegante de lo que pudo ver en la foto enviada. La mujer se puso en pie y le dio dos besos en las lozanas mejillas. Tamara sintió un leve tirón entre sus piernas. Aquello prometía.
―           Creo que te lo he comentado con anterioridad, eres muy hermosa – le dijo Emily.
―           Gracias, señora – sonrió Tamara.
―           Llámame Emily. Vamos a ser amigas, ¿no?
―           Por supuesto – “tú pagas”, se dijo la joven.
―           ¿Nos vamos?
―           Sí.
Tamara no se sentía como una prostituta, en absoluto. Primero, andaba sólo con mujeres, y segundo, algunas ni siquiera querían tener sexo, solo compañía. El Royal Scène no estaba lejos de allí, apenas un par de calles al norte, y llegaron enseguida. Era un cine antiguo, reconvertido como tantos otros de su época en un coqueto multicine con cinco salas, dos grandes y tres pequeñitas.
―           ¿Qué vamos a ver? – preguntó Emily, mirando la cartelera.
―           Lo que tú quieras, Emily – repuso Tamara. – Pero te aconsejaría esa película francesa.
Emily miró la dirección del dedo de la jovencita. “Le bonheur de mademoiselle Jodine”, leyó.
―           ¿Por alguna particularidad?
―           Sí, por dos. La sala es pequeña y oscura – levantó otro dedo –, y no va a entrar nadie más a ver esa película.
Emily se rió bajito. No era nada tonta la chica, se dijo. Se acercó a la taquilla y sacó dos entradas. Al entrar en el vestíbulo, donde la calefacción se notaba considerablemente, Tamara se quitó el anorak que llevaba. La señora Laundas la dejó caminar delante de ella, observando el bonito culito que le hacía aquel pantalón de perneras anchas. Notó que se le secaba la boca. ¡Dios! ¡Y si no estaba a la altura? Aquella niña era monísima y no quería fastidiarla. Tan sólo tenía que mantener la serenidad. Era como montar en bicicleta, una vez aprendido nunca se olvidaba.
La mujer observó la sala al entrar. En realidad era muy pequeña, apenas una treintena de butacas y una pantalla de dos por tres metros. Se sentaron al final, en el rincón más alejado de la puerta. Emily también se quitó su abrigo, disponiéndolo sobre sus piernas. Tamara, en cambio, lo dejó en el asiento contiguo.
Ni siquiera habían comprado palomitas ni refrescos. La señora estaba ansiosa realmente y no estaba para picotear. Como buena acompañante, Tamara no abrió la boca. Cruzó las piernas y se arrellanó en el asiento. La sala se apagó y comenzaron los anuncios y luego los extractos de novedades. Con satisfacción, la señora comprobó que apenas podía ver más que el contorno del perfil de Tamara. Sin duda, aquella chica se había sentado allí, en esa misma sala, en más ocasiones.
Emily ni siquiera esperó a que empezara la película para besuquear el suave cuello de la chica. Tamara se rió por las cosquillas. La mano de la señora palpó uno de sus muslos y luego ascendió hasta su blusa, colándose por debajo. Emily acarició aquellos dulces pechitos, regodeándose en el tacto y en la ausencia de sostén. Reconocía que se estaba poniendo muy bruta. Todo aquel toqueteo hacía reaparecer sensaciones que tenía olvidadas.
―           ¡Madre mía! ¡Qué tetitas más deliciosas tienes! ¡Quisiera mordisqueártelas cuando salgamos de aquí! – susurró Emily.
―           ¿Por qué no ahora? – respondió Tamara, alzándose la blusa y dejando sus marfileños pechitos al abrigo de la penumbra.
―           ¡Oh, joder, joder! – dos dedos de la señora pellizcaron en pezón izquierdo con fuerza, haciendo jadear a la chica rubia. Después, inclinó la cabeza y se apoderó de la punta del cono de carne con los dientes.
Tamara se estremeció completamente. Aquella mujer sabía tratarla como deseaba. Sí seguía por ese camino, no tardaría en correrse. Alzó una mano y acarició la cabellera de la señora, haciendo que mordiera con más interés. No se atrevía a pedirle un buen bocado porque no quería asustarla, pero sin duda es lo que más deseaba.
La mano de la madura mujer estrujaba convenientemente sus senos, arañándolos levemente con las uñas. Tamara se mordía el labio, tratando de retener los gemidos que amenazaban con escaparse. No pudiendo soportarlo más, Tamara levantó el rostro de la mujer y buscó sus labios con ardor. El ansioso beso tomó un poco por sorpresa a Emily, pero tardó poco en enviar su lengua en busca de su contrincante. Tamara sabía jugar muy bien con su lengua y los besos. Succionaba como nadie y tenía todo un repertorio de niveles de lengua, como los llamaba.
Emily comenzó a alucinar cuando Tamara se puso a ello. Se echó hacia atrás, dejando que la chiquilla tomara la iniciativa y se recostara sobre ella, saboreando su saliva, enfundando la lengua con sus labios. La mano de Tamara exploró su pecho, buscando una apertura para colarse. Desabotonó un par de botones y sus dedos se deslizaron como pequeños animales furtivos. Con dos dedos, sacó uno de los senos del interior de la copa, pero sus pellizcos fueron suaves y tiernos, levantando la cabeza de la aureola lentamente hasta conseguir que se endureciera.
―           Oh, sí, así…
Emily llevó una de sus manos al duro trasero juvenil, aprovechando que prácticamente la chiquilla estaba recostada sobre ella. El liviano pantalón permitía sobar a consciencia. Apretó salvajemente aquellas nalgas mullidas y tensas a la vez, sacando una queja de los labios de su acompañante. Sin embargo, Tamara aprovechó aquel movimiento para deslizar una de sus piernas entre las de la señora, subiendo la larga falda todo lo que pudo. Nada más sentir la presión entre sus piernas, Emily las abrió de par en par, dejando que Tamara hiciese lo que quisiese.
―           Ay, Emily, qué ansiosa estoy – murmuró Tamara sobre los labios de la señora.
―           Eres puro fuego…
―           ¿Puedo meter la mano? – preguntó Tamara como una niña buena, refiriéndose a las piernas de la mujer. — ¿Qué tipo de braguitas llevas?
―           … lencería fina…un culote tipo… boxer, amplio – jadeó la mujer, sintiendo como la mano de la chiquilla se colaba bajo su falda.
―           Me gusta – susurró Tamara a su oído.
Los dedos de Tamara remontaron el acrílico de los pantys hasta llegar a la entrepierna ofrecida. Allí, la humedad era evidente y notable. Frotó la vulva con los dedos extendidos y tiesos, haciendo tragar saliva a Emily.
―           Rompe los pantys… hazlo, putilla – rezongó Emily. – Tócame, Tamara…
La joven rasgó con pericia las medias sobre la entrepierna, permitiendo introducir una mano para acariciar suavemente el flojo pantaloncito de encaje que ocultaba el sexo de la mujer. En la penumbra, mordiéndose el labio inferior, Emily posó sus ojos sobre el rostro de la chiquilla, enfrascado en su caricia. Se le antojó bellísima con aquella escasa iluminación. ¿Por qué una chiquilla como ella rondaba mujeres maduras? ¿Qué clase de vida llevaba?
Alejó esas preguntas de su mente, ni era el momento ni su problema. Estaba allí para gozar de su acompañante, para gozar como nunca…
Dos dedos de la rubia se colaron por el lateral del amplio culote, topando con un coño de pubis bien recortado y labios mayores inflamados de deseo. Tuvo la impresión de acariciar la vagina de una compañera de su edad, porque aquel sexo no había dado de sí con ningún parto. Coló los dos dedos en su interior, escuchando el siseo de la mujer.
“Lento, hazlo lento, que no se corra enseguida”, se dijo, frenando el ritmo de su mano.
―           Aaah… putita… no es tu primera vez, ¿verdad? – musitó tras lamer los labios de Tamara, que mantenía su frente pegada a la de la señora.
―           No, señora…
―           ¿Te gustan las viejas como yo? – Emily la aferró fuertemente por la cola de caballo.
―           Me chiflan… pero no eres… vieja… mi señora – dijo Tamara, entre dientes, la cabeza ladeada por el súbito tirón.
Emily sintió como sus entrañas se licuaban al escuchar aquella denominación que había surgido tan natural de los delicados labios de Tamara. “Mi señora”. La hizo imaginarse tumbada sobre cojines plumosos, rodeada de chiquillas de todas las razas y colores, y decidiendo a quien desflorar o castigar, según le viniera en ganas. “Mi señora.” ¡Qué morbo le hacía sentir!
Los dedos de la chica se llenaron de lefa que amenazaba con desbordar el tejido y deslizarse bajo sus medias. Tamara llevó su dedo corazón a rascar suavemente el clítoris y se encontró con toda una sorpresa. Emily poseía un clítoris descomunal. Se lo imaginó sobresaliendo desafiante y rollizo, completamente tieso. Nada más rozarlo, Emily botó en la butaca de cine, dejando escapar un gruñido. Con tal órgano, Tamara debía llevar cuidado con sus caricias. Corría el riesgo de hacerla acabar enseguida y eso podía significar quedarse sin propina.
Sin embargo, cada vez le costaba más esfuerzo serenarse. Podía intuir lo increíblemente cerda que podía ser aquella burguesa y eso la ponía frenética. Deseaba meter su cara entre aquellas piernas y aspirar el aroma a coño maduro que debía desprender.
―           ¡No puedo más, señora! ¡Tengo que comérmela! – exclamó en un ronco susurro Tamara, tirándose de rodillas al suelo, entre las piernas de Emily.
―           ¿Qué…? – repuso la mujer, sorprendida por la vehemencia de la joven.
―           Quiero lamerle el coño… por favor… déjeme hacerlo… meter mi lengua en su sexo… por favor – Tamara gemía mientras sus manos subían el tejido de la falda para dejar la entrepierna de la mujer al descubierto.
Los ansiosos dedos desgarraron aún más la rotura de los pantys, permitiendo que una mano apartara a un lado el flojo culote y la lengua sedienta se lanzara a lamer cada gota de humedad.
―           ¡Ooooh, síííí… cómetelo todo… mi niña! – exclamó Emily, con voz ronca. Si hubiera habido otro espectador con ellas, lo hubiera escuchado sin duda.
La mujer se dejó caer en la butaca, levantando su pelvis para incrustarla en el mentón de la chiquilla. Ésta, arrodilla en el suelo, metía la cabeza bajo la falda, en busca del mayor tufo posible. La cubierta cabeza formaba un bulto que se agitaba en el bajo vientre y Emily la mantenía aferrada con ambas manos, una de sus piernas cabalgando el brazo de la butaca.
Totalmente a oscuras, los labios de Tamara aspiraron con fuerza aquel gigantesco clítoris, haciéndolo rodar entre sus dientes. Las caderas de Emily se dispararon como si hubiera recibido una descarga.
―           Oooiiigggg… p-para… paraaaa… aaahhggg… – Emily intentaba detener la lengua de Tamara, pero las palabras apenas brotaban de su reseca boca. Se estaba corriendo como nunca, traspasada por pequeños espasmos de puro placer. Ah, cuanto había echado de menos aquello… que siguiera lamiendo aquella niña, poco le importaba ya si se le escapaba unas gotas de pipi. – Sigue… sigue así, Leonor… por el amor de Diossss…
Tamara, dedicada a su tarea, escuchó aquel nombre extraño, pero no hizo pregunta alguna – tampoco era el momento – y siguió atormentando aquel botón de la locura. Sin duda, la señora estaba desvariando de gusto. A saber quien sería la tal Leonor.
Emily se corrió una segunda vez, en menos de un minuto, y en esa ocasión dejó escapar el mayor flujo que salió nunca de sus entrañas, llenando la boca de Tamara. Ésta se relamió tras tragarlo y salió de debajo de la falda. Estaba loca por gozar, pero sabía que aquella mujer sólo utilizaría los dedos para contentarla y, por eso, prefería salir del cine. La calentura de la señora la había puesto frenética y la había hecho gozar en los primeros quince minutos de la sesión. Ambas necesitaban una cama e intimidad.
―           Necesito que me folle… señora – murmuró, sin levantarse del suelo.
Emily aún jadeaba, recuperándose de su impresionante orgasmo. Su fiebre sexual había descendido a niveles controlables, pero el morbo seguía en su cerebro, activando imágenes libidinosas e inconfesables que mantenía su interés bien alto.
―           Aquí no podemos, pequeña.
―           A su casa… lléveme a su casa, por Dios. Me muero…
―           ¿Ahora?
―           Ahora mismo. Tengo el coche cerca – Emily la ayudó a levantarse, mientras pensaba en la propuesta. Su marido estaba en una convención, en Escocia. Estarían solas y ninguna vecina chismorrearía sobre dos mujeres en casa.
―           ¡Vamos! – se decidió la mujer, tomando su abrigo del suelo, donde había resbalado.
A su lado, Tamara se puso el anorak para que cubriera cualquier desperfecto en su ropa. El chico de las palomitas se quedó mirándolas, extrañado de que se marcharan tan rápidamente. De acuerdo que la película esa era un tostón, pero… ¿tan mala era?
Ya en la calle, ambas aspiraron el aire frío de febrero, calmándose algo. Caminaron hasta el coche de Tamara y ésta le preguntó a su contratante:
―           ¿Ha traído coche, señora?
―           No, cariño, vine en taxi.
―           Mejor – sonrió Tamara, abriendo su vehículo.
Emily contempló el rostro arrebolado de la rubita y sus límpidos ojos que la hacían parecer un ángel. ¿Estaba fingiendo cuanto habían hecho? La mujer no lo creía, era demasiado joven para ser tan buena actriz. ¿Cuál sería su historia?, acabó preguntándose. En un ramalazo de cordura, desechó la idea de preguntar.
Tamara arrancó y le pidió su dirección. Emily, tras decírselo, se volvió a sentir traviesa y juguetona. Avanzó una mano, depositándola en el muslo de la conductora. Notó los firmes músculos bajo el pantalón, activando los pedales. Sus dedos se clavaron en la entrepierna. Tamara se rió y le quitó la mano.
―           Nos vamos a matar como siga, señora – Tamara tan sólo utilizaba aquella forma respetuosa para referirse a su clienta. Sabía que le encantaba a la mujer y a ella también.
―           ¿Te lo han hecho alguna vez?
―           ¿El qué, señora?
―           Masturbarte mientras conduces – Emily volvió a colocar sus dedos en el sitio indicado.
―           No, nunca. Hace poco que conduzco…
―           Pues vamos a probar ahora.
―           No… espere…
Pero Emily no hizo caso. Desabotonó la cintura del pantalón y descendió la cremallera de la bragueta. De esa forma, pudo introducir su mano derecha, con la palma pegada al pubis de Tamara, deslizándose bajo el pegado culote.
―           ¡Por San Jorge! ¡Estás chorreando, niña!
―           Usted me tiene así, señora.
―           Céntrate en la carretera y déjame a mí – se relamió la mujer, introduciendo uno de sus dedos en el coñito de Tamara.
Aunque redujo la velocidad, Tamara no las tuvo todas consigo. Aquellos dedos la enloquecían, la traspasaban, la enervaban de tal manera que estuvo más de una vez a punto de soltar el volante y empujarlos hasta el interior de su cuerpo. Mantenía la sien derecha apoyada en el cristal de la ventanilla y los ojos se le entornaban de placer. Conducía sólo con una mano, la derecha. La izquierda estaba apoyada sobre el hombro de Emily. Ésta, sin llevar el cinturón puesto, se inclinaba un poco hacia delante, para poder admirar las expresiones de placer que adoptaba Tamara, entre suspiro y suspiro. Sus dedos estaban atareados entre los muslos y, de vez en cuando, giraba la cabeza para atrapar uno de los dedos de Tamara sobre su hombro y chuparlo.
La rubita se corrió dulcemente, sin abandonarse del todo, sin perder de vista la carretera. Al menos sirvió para calmarla algo y dejar que llegaran a la casa de la señora, un magnífico chalé de dos plantas, con amplio jardín, al que no presto nada de atención Tamara. Nada más cerrar la puerta exterior, Emily abrazó la chiquilla, desnudándola con impaciencia. Quería verla desnuda, necesitaba ver si era como había imaginado en sus caricias.
Así que ni siquiera subieron al dormitorio, sino que ambas quedaron desnudas en el despacho biblioteca de su marido. Entre risas y pellizquitos, Tamara quedó con las nalgas apoyadas al escritorio, mientras la señora la abrazaba y besaba profundamente.
Ahora que podía verla al natural, Tamara estaba muy satisfecha de la suerte que había tenido con aquella señora. Era bastante atractiva y su cuerpo algo flojo pero despampanante. Además, era toda una perra altiva que la trataba como Tamara se merecía.
―           Ven, putilla… te voy a devolver esa lamida… ¡multiplicada por siete!
Tamara chilló, divertida, cuando la señora la arrojó sobre un mullido sillón individual, tapizado con líneas verticales, beige y rojas. Tamara quedó espatarrada sobre el mueble y Emily se encargó, de rodillas ante ella, de abrirla bastante de piernas. Entonces, con un grosero ruido de succión, se lanzó a devorar aquel coñito que, para colmo, no tenía un solo pelito.
Tamara suspiró, cerró los ojos y dejó caer la cabeza a un lado, atrapando el pelo de la señora con una mano. Una sonrisa beatífica no abandonaba sus labios, al menos al principio. Luego, la lengua, labios y dientes de Emily aumentaron su paroxismo, llevándola a culear agitadamente para que aquella lengua se hundiera aún más en su sexo.
Sus quejidos aumentaron, su respiración se volvió jadeante, sus ojos giraban en las órbitas. La mano que posaba sobre la cabeza de Emily se agarrotó, convirtiéndose en una zarpa que tironeaba del arreglado cabello de la señora. Todo eso sucedía a medida que la lamida seguía, lenta y persistente.
―           Aaaaaoooohhh… me corro… señora, por Dios… – dejó escapar Tamara, cerrando sus piernas y atrapando la cabeza de Emily entre ellas.
Emily apoyó la barbilla sobre el pubis de la joven y la admiró mientras se recuperaba del orgasmo.
―           ¿Quieres un trago, putilla? – le preguntó, poniéndose en pie.
―           No, gracias… estoy de maravilla ahora…
―           Pues no hemos hecho más que empezar, niña – dijo la señora, sacando del mueble bar, una cara botella de coñac.
Emily atrapó un cojín, lo tiró al suelo, ante el sillón donde aún estaba desmadejada Tamara y se arrodilló de nuevo. Descorchó la botella y dejó caer algunas gotas sobre el ombligo de la joven. Emily se inclinó y las limpió con la lengua. Riendo, Tamara se abrió de piernas ante las indicaciones de la señora. Un reguero de coñac bajó por su vientre y pubis hasta correr por encima de su vagina, donde la ávida boca de Emily esperaba para recoger el licor.
―           Ay… escuece – se quejó Tamara, muy bajito.
―           ¡A callar, putita!
―           Sí, señora.
―           Te he prometido que te lo devolvería por siete, ¿verdad? Pues vamos a por la segunda, cariño…
Aquella noche, Tamara no regresó a casa ya que se quedó dormida, totalmente agotada, en los protectores brazos de la señora Emily. Las dos desnudas y abrazadas en la gran cama de matrimonio. A la mañana siguiente, junto con un opíparo desayuno, Tamara recibió un cheque de mil libras esterlinas y un enorme beso de despedida.
Mientras arrancaba su coche, deseó que la señora no tardara demasiado en llamarla otra vez.
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Relato erótico: “De profesion canguro 05” (POR JANIS)

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Gracias a todos. Janis.
                                                     
                                                                                                Relaciones familiares.
Tamara probó el carmín en el dorso de la mano y contempló el contraste del tono con su blanca piel. Demasiado oscuro. Parecería una gótica con ese color bermellón. Era consciente que los tonos pasteles lucían mejor sobre su pálida tez, acentuando más su juventud. Sabía que era su mejor baza y tenía que seguir aprovechándola mientras pudiera.
La mujer a cargo del mostrador de perfumería y cosméticos de los grandes almacenes Marcy le sonrió, como llevaba haciendo desde que Tamara se había acercado a su reino. Le devolvió un buen aleteo de pestañas, pensando en que podría sacarle algo de regalo si coqueteaba con ella un rato. Ya había conseguido un estiloso cinturón en el piso superior, con la compra de unas faldas y un par de sutiles caricias de la madura encargada.
Al pasar por delante de uno de los espejos de ayuda, sus ojos la captaron. Fue durante una fracción de segundo, pero su imagen se clavó en la mente. Se giró con disimulo y observó más atentamente. Efectivamente, más allá, en otra sección dedicada a gafas de sol y complementos, reconoció su apostura y su larga melena rizada. Hacía casi tres años que no la veía, pero estaba igual de bella.
Alta, de cabello caoba, hermosamente rizado por debajo de sus hombros. Llevaba las lentes solares dispuestas sobre su cabeza, como una felpa, el rostro lavado, sin más maquillaje que un poco de color sobre los labios, y vestida con un traje de tweed, de chaqueta y falda larga y ajustada.
Marion Shaffter.
Tamara se deslizó tras unas vitrinas, ocultándose y disimulando a la vez su espionaje. Aquella mujer poseía una elegancia natural en cada uno de sus movimientos, en la forma en que le colgaba el bolso del hueco del codo, en la manera en que una de sus rodillas se doblaba al quedarse estática, en cómo ladeaba el cuello para atender lo que le decía la dependienta…
Marion Shaffter…Esa dama había sido su primera obsesión.
 Como atraída por un imán, dejó la protección de la vitrina para seguir a la mujer cuando se despegó del mostrador. Anduvo detrás de aquellas poderosas caderas que se movían cadenciosamente, cual chiquilla hechizada por una malvada bruja. En mitad del largo pasillo de estantes y mostradores, alguien se acercó a la mujer y se enganchó a su brazo, con toda familiaridad. Era natural, se dijo Tamara, Estelle no podía faltar. Se preguntó si aún estarían juntas, y por la forma en que se tocaban, supuso que así era.
Estelle tenía la edad de Tamara, aunque ahora parecía algo mayor, con su oscura melenita cortada a la altura de la barbilla, en redondo. Una pinza artística le recogía el pelo sobre la oreja izquierda, prestándole una glamorosa apariencia. Era más baja que su tía Marion, aún llevando aquellos tacones, pero había ganado en pecho, sin duda.
La cólera le ayudó a recuperar sus facultades, Tamara se dio media vuelta y salió al aparcamiento, los dientes apretados y el ceño fruncido. Se le habían pasado las ganas de comprar; así que regresaría a casa.
Pero al llegar a ella y encerrarse en su habitación, pensó de nuevo en la mujer y en la chica, y su mente evocó escenas ardientes que superaron a los malos recuerdos. Cuando escuchó que Fanny se marchaba con Jimmy, al parque, se arrodilló y sacó el viejo pendrive de su escondite. Tenía que echarle un vistazo a su diario y a las entradas sobre la tía Marion. Se tumbó en la cama, conectó la unidad de almacenamiento a su portátil y tecleó la contraseña. Sonriendo, se dedicó a leer y rememorar…
                                                                                 * * * * * *
Estelle y Tamara iban al mismo colegio y a la misma clase, y tenían quince años. Hacía seis meses que los padres de la chica rubia habían fallecido en aquel desgraciado accidente, y ahora vivía con su hermano y Fanny.
Tamara estaba saliendo de la depresión en que había caído, principalmente gracias al cariño de su cuñada y sus locas sesiones de cama. En aquellos días, su hermano se había quedado en el paro y se pasaba casi todo el día en casa, con lo que ella y Fanny tuvieron que posponer tales sesiones, hasta encontrar una oportunidad mejor. Pero ésta no tenía la intención de aparecer y Fanny estaba ya inmensa en su embarazo y apenas podía moverse. Así que Tamara empezó a dedicar más horas a su incipiente trabajo de nanny.
Un buen día, Estelle se acercó a Tamara, al final de una de las clases. No eran amigas, sólo conocidas de clase. Estelle provenía de una familia de renombre, pues su padre era juez y miembro de la cámara de los comunes, y sus amistades pertenecían a otro círculo. Por eso mismo, Tamara se preguntó a qué venía tal paso.
―           Tamara… perdona pero… me gustaría saber qué es lo que se siente cuando pierdes a tus padres – le preguntó de repente la chica morena de nariz respingona, mortalmente seria.
―           ¿Por qué? – Tamara pensó en alguna tonta broma del grupo de amigas de Estelle. Esa pregunta, en sus circunstancias, parecía sospechosa.
―           Mamá está en el hospital con… mi padre. Lleva allí dos meses. Sé que se va a morir – Estelle estuvo a punto de dejar escapar el sollozo que se le formaba en la garganta.
―           Lo siento, Estelle, lo siento mucho – se apenó Tamara, poniéndole una mano sobre el brazo.
Desde aquel día, sus simpatías fueron creciendo y afianzándose. Tres semanas más tarde, la anunciada muerte sucedió y Estelle estuvo una semana larga sin acudir a clase. Cuando lo hizo, Tamara le dio un fortísimo abrazo y la emoción las hizo llorar a las dos como tontas. Habían sido unidas por una desgracia.
―           Estoy viviendo con mi tía Marion – le contó a Tamara. – Es la hermana de mi padre. Está bien… es soltera…
―           ¿Por qué no te has quedado con tu padre?
―           Porque no tiene tiempo para cuidar de mí. La mitad de los días está en Londres o en el juzgado… es un capullo…
Tamara comprendió que no existían buenas relaciones entre padre e hija y, cuando esto sucedía, lo mejor era poner tierra de por medio.
―           Tía Marion es diferente a papá. Es más comprensiva porque es más joven. Ha cumplido treinta años ahora – sonrió Estelle. – Además, trabaja en casa, así que siempre está pendiente de mí.
―           ¿En qué trabaja?
―           Diseña ropa.
―           Guay…
Con su amistad en auge, Tamara no tardó en conocer a la tía Marion. Aquella tarde en que Estelle la invitó a ir a su casa y Tamara la vio por primera vez, se quedó colgada de la dama en cuestión. No podía dejar de mirarla de reojo, de buscarla con la mirada a cada momento, enrojecía al hablar con ella, y, por lo tanto, bombardeó a preguntas a Estelle. Tía Marion inició el interés de Tamara por las mujeres maduras y autoritarias; fue la causante de que sus braguitas se mojasen con sólo escuchar una palmada. Era bella, inteligente, e independiente… ¡Era una diosa!
 Cuando regresó a casa, la buscó en Google. Se estaba haciendo un nombre en el mundo de la moda, como diseñadora de la casa Burberry. Lo que se comentaba sobre su persona llenaba apenas unos renglones. No se le conocía relación alguna, varias notas sobre su familia, y parte de su currículo laboral. Sin embargo, había una fotografía bastante buena con la que Tamara acabó masturbándose largamente.
Cómo no, su interés la hizo rondar muchas veces por esa casa, acompañando a Estelle, visitándola, haciendo allí los deberes, e incluso pasando noches de pijama con su amiga.
Una tarde, en que las chicas salieron un poco antes de clase, decidieron merendar en casa de Marion, mientras completaban unas preguntas de Historia Universal. La tía Marion estaba encerrada en su estudio y escucharon voces de dos personas. A veces trabajaba con modelos, para comprobar la caída de la ropa. Así que las chicas se fueron a la cocina, a prepararse algo.
Una vez allí, Tamara pidió permiso a Estelle para ir al baño y, como era natural, intentó echar un vistazo al interior del misterioso estudio. Las puertas correderas no estaban cerradas con llave y se movieron silenciosamente cuando tiró de ellas. Dejó tan sólo una apertura de dos centímetros, a la que aplicó un ojo. Una mujer delgada estaba de pie, en el centro de la gran habitación llena de maniquíes y telas. Estaba de espaldas y vestía tan sólo unas pequeñas braguitas, que destacaban en la pose que mantenía, las manos sobre las caderas. Tía Marion, arrodillada en un cojín, charlaba con ella y colocaba alfileres en una falda estampada que la modelo tenía arrugada sobre sus tobillos. Sin embargo, de vez en cuando, las manos de Marion se detenían sobre las pequeñas nalgas de la chica, que la sucinta braguita dejaba casi al descubierto, manoseándolas.
Las cejas de Tamara se elevaron, asombrada por lo que veía. Marion no había dado ninguna muestra de que le gustaran las mujeres. Al menos, ella no se había dado cuenta. Se retiró en silencio y no dijo nada de lo que había visto. Sin embargo, a partir de ese momento, se fijó muchísimo más en el comportamiento de tía Marion y, entonces, fue realmente evidente. La mujer no había salido aún del armario, pero tenía mucha intimidad con ciertas compañeras de trabajo.
Tamara le dio muchísimas vueltas a la manera de insinuarse a la mujer, pero no la encontraba. La diferencia de edad, la poca experiencia de Tamara, y la propia negatividad de Marion, lo hacían imposible. Entonces pensó que si no podía seducirla, quizás pudiera atraerla de otra forma.
Tamara sabía que cuando ella se quedaba a dormir, Marion solía dar una vuelta por la habitación de su sobrina, antes de acostarse ella misma, tan sólo para comprobar que estuvieran dormidas. Quizás si convencía a Estelle de jugar en la cama, Marion las sorprendiera y cambiara su actitud hacia ella… ¿Podía ser posible? Tamara decidió que no tenía nada que perder y mucho que ganar.
Así que Tamara lo preparó todo para la semana siguiente en que volvería a quedarse en casa de Marion. Pensaba aprovecharse de las tiernas maneras de Estelle, quien siempre solía abrazarla y besarla, a la mínima ocasión. Estelle era muy cariñosa y expresiva en su amistad. Se dormía abrazada a ella cuando compartían cama y no le importaba quedar desnuda frente a sus ojos. Tamara pensaba usar todo eso para llevarla a su terreno.
En sí, Estelle no la atraía sexualmente, pero estaba dispuesta a utilizarla por su obsesión. Su amiga era bonita y tenía un cuerpo pujante, así que tampoco sería un sacrificio seducirla.
En el día en cuestión, Tamara se comportó de manera muy juguetona con Estelle. Estuvo todo el tiempo, en el colegio, a su lado, cogida a su brazo, haciéndoles confidencias, y festejando que iban a pasar la noche, juntas. Para cuando se metieron en la cama, Tamara estaba realmente excitada por cuanto había imaginado y llevado a cabo. Se arrimó a su amiga y la abrazó por el talle, arrugando la camiseta que llevaba puesta.
―           Llevas todo el día muy cariñosa, Tamy – le susurró Estelle, sus ojos brillando en la penumbra de la habitación.
―           Es que me he dado cuenta de lo mucho que te quiero, Estelle – respondió Tamara y la besó en la mejilla. Casi podría haber imitado al lobo de Caperucita y habría sonado igual: “¡es para comerte mejor!”
―           Vaya, ¿ahora te das cuenta? – se rió su amiga, muy bajito.
―           No, pero hoy me ha dado por ahí – musitó Tamara muy cerca de su oído, y, de paso, mordisqueó levemente el lóbulo.
―           Aaahh… cosquillas no, que me meo en la cama – se quejó Estelle con una risita, intentando apartarse.
―           No, no te vas a ir de mi lado. Quiero abrazarte hasta quedarme dormida, así, las dos juntas, calentitas – dijo Tamara, pasando una de sus piernas desnudas entre las de Estelle, hasta encajarla en la entrepierna.
―           Uuuuy… Tamy, ¿no serás bollera? – preguntó la morenita, riéndose aún más.
―           ¿Y qué si lo soy? ¿Importaría?
―           Naaa, que va, pero no eres bollera, Tamy. Las bolleras son machorras y feas, y tú eres guapísima – Estelle se giró de lado, para quedar frente a frente con su amiga, y mirarla a los ojos, siguiendo abrazadas.
―           Gracias… tú también eres muy atractiva… pero te equivocas, las lesbianas no tienen por que ser masculinas y feas. Las hay de todos los aspectos y condiciones.
―           ¿Y tú cómo lo sabes, eh lista? – Estelle le puso un dedo sobre la punta de la nariz.
―           Porque lo sé.
Se quedaron calladas, mirándose gracias al tenue resplandor que entraba por la ventana, cada una pensando en algo bien diferente.
―           ¿Sabes quien es hermosa? – Tamara rompió el silencio.
―           ¿Quién?
―           Marion.
―           ¿A qué sí? – se medio incorporó Estelle. – Ya se lo he dicho y no me cree…
―           ¿Se lo has dicho? – frunció el ceño Tamara.
―           Sí, el otro día, mientras cenábamos. Creo que se puso colorada.
―           Vaya… Pues sí, es muy bonita y tiene un cuerpo espectacular. Qué lástima no haberla visto aún en bikini – dejó caer la rubia.
―           Pero yo la he visto desnuda – susurró Estelle, acercando sus labios a la nariz de Tamara.
―           Ups… ¿desnuda?
―           Sip – cabeceó la morena. – Entré en el cuarto de baño y se estaba duchando. ¡No veas que pedazos de tetas tiene!
Tamara se rió fuerte y su amiga le tapó la boca para que no la escuchara su tía.
―           ¿Así que te gustó lo que viste? – preguntó Tamara cuando se serenó.
―           No seas capulla… tiene un cuerpo bonito y unas piernas muy largas. Se cuida bastante, creo. Sus tetas me impresionaron, la verdad… yo apenas tengo…
―           ¡Venga ya! Yo estoy igual, somos unas crías…
―           Tú tienes más que yo, el doble al menos. ¡Estoy plana, coño!
―           No será para tanto…
―           ¿Qué no? A ver, toca y comprueba – dijo Estelle, tomando una mano de su amiga e introduciéndola por debajo de su camiseta, sin pudor alguno.
Los dedos de Tamara rozaron la suave y cálida piel del vientre y ascendieron hasta posarse sobre un casi inexistente montículo. Tamara sabía perfectamente que su amiga apenas lucía pecho, pero, aún así, su esbelto cuerpo era flexible y bonito. Pellizcó suavemente y sobó un buen rato, con sus ojos clavados en los de Estelle, hasta que notó que un pezón respondía al estímulo. Entonces, mordiéndose el labio, tironeó de él con fuerza.
―           ¡Ay! ¿Qué haces?
―           No tendrás tetas, bonita, pero a pezones no te gana nadie. Mira lo duros y tiesos que se han puesto en seguida – sonrió Tamara.
―           ¿Y eso es bueno, o qué? – preguntó inocentemente Estelle.
―           ¡No me digas que no has jugueteado con tus pezones, Estelle!
―           Pues… no – el incrédulo tono de Tamara la había hecho enrojecer y agradeció la penumbra.
―           Eso es todo un pecado, amiga. Deja que te enseñe… – y Tamara metió su otra mano debajo de la camiseta, apoderándose así de los ínfimos pechos de Estelle.
Ésta tragó saliva y apartó sus propias manos de los hombros de la rubia, para que su amiga pudiera moverse mejor. No comprendía qué estaban haciendo aquella noche, pero no le parecía algo inmoral ni depravado. Tan sólo era curiosidad entre dos amigas.
―           ¿Ves? Hay que hacerlo así – murmuró Tamara, pellizcando suavemente ambos pezones a la vez. — ¿Notas como se endurecen?
―           Sí.
―           Ahora, avísame cuando no lo soportes más.
―           ¿Qué? – Estelle no sabía a qué se refería.
Tamara apretó el pezón derecho, incrementando lentamente la presión de los dedos. Contempló cómo los ojos de su amiga se entrecerraron y su naricita respingona se comprimía, soportando el doloroso pellizco.
―           Ya, ya… — se quejó roncamente Estelle.
Tamara liberó el pezón y usó su dedo para titilar sobre él. La morena se estremeció toda y se mordió el labio. Tamara pellizcó el izquierdo y Estelle aguantó más tiempo, esta vez, hasta que resopló y ella lo liberó. El estremecimiento se conjugó con un disimulado espasmo de caderas.
―           ¿Habías hecho esto antes? – le preguntó Tamara.
―           No, que va…
―           ¿Y qué te parece? – Estelle no contestó, tan sólo encogió un hombro. — ¿No te gusta?
―           No lo sé… es extraño… me queman ahora…
―           Hay que mojarlos… ¿me dejas?
Estelle asintió suavemente y se quedó mirando como su amiga le subía la camiseta, dejando primero el vientre al descubierto y luego los encaramados pezones. Tamara la movió para que apoyara toda la espalda sobre la cama, y Estelle subió un brazo hasta posarlo sobre sus ojos, como si así pudiera evitar la vergüenza que estaba sintiendo. Tamara bajó su cabeza hasta dejar sus ojos ante los muy erguidos pezones, su vista confirmando lo que su tacto ya sabía. Aquellos pezones eran muy largos y tiesos. Los volvió a pellizcar y torturar suavemente con los dedos, hasta que la morena empezó a temblar. Entonces, sacó ampliamente la lengua, descendiendo lentamente la punta hacia uno de los pezones.
Estella miraba aquella lengua y contenía el aliento, pero no acababa de alcanzar su carne. Ahora sí estaba segura de que estaban haciendo algo prohibido, pero se sentía tan bien que no pensaba parar. Tamara bajó la cabeza de repente, en una especie de pequeño engaño, y atrapó un pezón con sus labios, succionando con fuerza. El gemido surgió incontenible de la garganta de Estelle. Ella misma atrapó la mano de Tamara, ocupada con la otra aureola, y la apretó con fuerza para que la pellizcara.
―           Ahora veo que te gusta, eh… ¿a qué sí? – preguntó Tamara, apartando la boca de su pecho.
―           Sí… — y le acarició el pelo cuando tomó el otro pezón con su boca. – Tamara…
―           ¿Sí?
―           ¿Esto es ser… bollera?
―           Estamos en camino de serlo… ¿Te importa?
Estelle agitó la cabeza y suspiró. No le importaba en absoluto. Ahora, los dedos de Tamara jugaban con su pantaloncito…
La rubia calculó el momento a la perfección. Cuando, minutos más tarde, Marion abrió la puerta con mucho sigilo, la luminosidad del pasillo cayó sobre el desnudo cuerpo de Tamara. Ésta se encontraba sentada en la cama, con la espalda apoyada sobre un almohadón aprisionado contra el cabecero. Tenía las piernas encogidas y completamente abiertas. Sus brazos pasaban sobre sus senos y sus manos se unían a la altura de su pubis, colocadas sobre la morena cabeza de Estelle, quien estaba totalmente inmersa en comerle el coñito. Tamara empujó aún más el rostro de su amiga contra su pubis, para que no viera el resplandor que caía sobre ellas, pero sí giró la cabeza y miró a la asombrada Marion, que se había llevado las manos a la boca. Con los ojos medio idos por el placer, sonrió libidinosamente.
Marion, a su vez, no podía apartar sus ojos de aquellos cuerpos desnudos y concupiscentes. Su sobrina estaba tumbada de bruces, sobre la sábana arrugada, y ni siquiera sacaba su boca de entre las piernas de su amiga, como si no le importara que ella la viera en esa situación. Marion nunca pudo imaginarse a lo que se dedicaban aquellas dos cuando se encerraban en el dormitorio.
Volvió a cerrar la puerta con cuidado y arrastró los pies hasta su habitación. De nuevo a solas, Tamara sonrió y se abandonó al orgasmo que le rondaba, su pelvis coceando contra la boca de terciopelo de su amiga.
                                                                                       * * * * * * *
Tamara tardó una semana en encontrar el momento ideal para hablar con Marion, una semana en que sostuvo a su amiga emocionalmente, con breves encuentros eróticos en los lavabos del colegio, y juegos de manos en su casa. No tuvieron oportunidad de más. Estelle se sentía a caballo entre un sentimiento nuevo y poderoso, y el temor de que los demás descubrieran lo que hacían ellas dos.
Tamara aprovechó la oportunidad que le brindó la propia Marion, enviando a su sobrina a un recado, cuando estaban estudiando en su dormitorio. Tamara salió al encuentro de su diosa, con el corazón palpitando, pero Marion la esperaba en la cocina, los dientes apretados, la mirada dura.
―           ¿Crees que voy a dejar que te acuestes con mi sobrina sin que intervenga? – su voz sonó gélida, anulando totalmente las esperanzas de la joven.
―           Yo… yo… – balbuceó, confusa.
―           Ese no es el comportamiento que dos jóvenes deben tener. Lo que hacéis es pecado, es… — Marion buscó una palabra adecuada –… desviado.
“¿Cómo puede decir eso? ¿Cómo puede ser tan hipócrita?”, se dijo Tamara, las lágrimas temblando en sus ojos.
―           Tan sólo quería… atraer tu atención – musitó por fin.
―           ¡Mi atención! ¿Acostándote con mi sobrina? ¿Es que estás loca, Tamara?
―           Te he visto… con la modelo, en tu estudio…
Marion calló súbitamente, mirándola con ojos desorbitados.
―           ¿Qué has visto? – elevó la voz.
―           Como la tocabas, no dejabas de acariciarla… y ella se abría de piernas.
―           ¡Te equivocas! Estaba probando prendas sobre su cuerpo – aseguró tía Marion, agitando una mano.
Tamara tomó una buena bocanada de aire y miró directamente a la mujer, tragándose su debilidad.
―           No soy ninguna novata en esto, Marion. Ya he tenido otras experiencias – mintió con descaro. – Eres lesbiana y tienes toda la desfachatez de criticarnos, de censurarnos… He intentado hablarte de lo que siento por ti, de lo que siempre he sentido, y tú… tú… – la ira y la vergüenza se agolparon en su garganta, impidiéndola continuar. Se dio media vuelta y se encerró en la habitación, donde esperó el regreso de su amiga.
Cuando se marchó de la casa, un par de horas después, tía Marion no apareció por ningún lado. Sin embargo, aquella misma noche, después de la cena, recibió una llamada suya en su móvil. Con el pulso disparado, atendió la llamada.
―           Tamara… soy Marion. ¿Puedo hablar? ¿Estás sola? – la voz de la mujer sonó suave, quizás contenida.
―           Sí, estoy en mi habitación.
―           Quería llamarte para disculparme por lo que… te he dicho.
―           ¿Disculparte? – Tamara no sabía qué pensar.
―           Sí. Verás, tienes razón, soy lesbiana, pero no me he atrevido a…
―           ¿Salir del armario? – la ayudó Tamara.
―           Sí, eso mismo. A medida que mi trabajo se hace más conocido, más miedo tengo de que… eso me estigmatice, ¿comprendes?
―           Sí, creo que sí.
―           Por eso, cuando dijiste que me habías visto… pues estallé. No quiero que mi sobrina pase por lo mismo que yo. Quiero muchísimo a Estelle y no quiero que le hagan daño.
―           Es comprensible, Marion. Pero empezaste crucificándome nada más saber que estábamos solas. Dijiste que nuestra conducta era desviada. ¿Cómo pudiste decir eso? ¿No comprendernos? – el berrinche que Tamara guardaba en su pecho, empezó a asomar.
―           Fue una mala elección de palabras. Te pido de nuevo perdón. Son esas cosas que no dejas de escuchar a unos y a otros, y que surgieron de mi boca porque… porque estaba dolida.
―           Vale – Tamara alzó una ceja. Había dicho “dolida”, no “preocupada”, o bien “molesta, furiosa, irritada…”
―           He pensado en lo que me dijiste… más bien no acabaste de decirme. Tamara, ¿sientes algo por mí? – preguntó muy suavemente Marion.
―           S-sí, de hecho sólo me relaciono con Estelle por verte a ti.
―           Oh, Dios, si ella se entera, destrozarás su corazón – gimió Marion.
―           Lo sé. no quería que sucediera así, pero… ella me quiere, y yo a ti. Jodido triángulo – repuso la rubita, ahogando una risita.
―           ¿Y qué vamos a hacer? Un secreto así no se puede mantener… nos devorará…
―           Tenemos que afrontarlo – musitó Tamara, dando un paso más hacia la idea que llevaba germinando en su cabeza.
―           ¿Afrontarlo? ¿Cómo?
―           Confesándonos lo que sentimos, las tres.
―           ¿Estás loca? ¡Estelle no puede saberlo!
―           ¿Por qué no? ¿Crees que tu sobrina no lo entenderá, que es aún una niña? – Tamara no supo de dónde sacó la valentía para hablarle así.
―           No sé… no sé – la voz de la mujer era compungida en ese momento. Sin duda estaba llorando.
―           A no ser… — Tamara dejó caer el anzuelo.
―           ¿Qué? Dime, ¿qué?
―           Que la seduzcamos entre las dos, que la hagamos participar en un juego que ideemos para ella.
―           ¿Qué nos acostemos las dos con Estelle? – Marion tardó bastantes segundos en contestar, como si estuviera digiriendo la idea.
―           Exactamente, a la vez. Así no se sentirá ni engañada, ni violenta, ni nada de nada. Será otro juego más, de los que hacemos a diario, sólo que te englobará a ti también.
―           P-pero… ¡Soy su tía!
―           ¿Y? – preguntó Tamara, a punto de frotarse las manos.
―           Es incesto, Tamara.
―           No nos preocupemos ahora de detalles tan banales, joder. ¿Acaso sois macho y hembra para que os quedéis embarazadas? Estelle ha admitido que te ha visto desnuda y que tienes un cuerpo de muerte. Le gustas, y eso ya es más de la mitad de la partida ganada. Sólo hay que atraerla suavemente a nuestro terreno.
―           ¿Por qué haces esto, Tamara? – Marion había recuperado su tono firme y serio.
―           Porque te quiero y, por lo visto, es la única forma de que me hagas caso, ¿no?
La falta de respuesta en sí misma era una afirmación. El chantaje funcionaba. Ahora, lo que quedaba era idear un plan de acción.
                                                                             * * * * * * *
El sábado, totalmente por sorpresa, Marion decidió organizar una celebración para su sobrina Estelle y para Tamara. En contra de la costumbre, se quedó en casa e hizo palomitas para acompañar el par de películas que iban a ver. Después, incluso pedirían pizza. Cuando Estelle preguntó el motivo de la celebración, Marion comentó que llevaban viviendo juntas ya tres meses, lo cual era absolutamente cierto. Estelle estuvo de acuerdo con la idea e invitó a Tamara a pasar la noche en casa de Marion, que era lo que ella pretendía, en suma.
A mitad de la romántica película que estaban viendo, las tres sentadas en el gran sofá del salón, Tamara le preguntó a Marion por lo que estaba diseñando para la firma de moda. Marion se hizo la remolona en contestar, lo cual picó a Estelle, quien tenía muchísima curiosidad por el trabajo de su tía.
Con un suspiro, Marion se puso en pie y les pedió que la acompañaran. En contra de todo pronóstico, las dejó entrar en su estudio, y les mostró los trajes que ya tenía acabados y los que estaban aún en fase de diseño. Estelle casi chillaba de emoción. Su tía, hasta el momento, había sido muy estricta con el tema de su trabajo. Solía cerrar el estudio con llave cuando se marchaba y no la dejaba nunca entrar cuando estaba en él. Todo se hacía en el más íntimo secreto, ya que Marian tenía una cláusula de confidencialidad con la empresa, que la impedía divulgar nada.
Así en, en aquel momento, andaba loca de curiosidad. ¡Su tía las había aceptado en su santa sanctórum! ¡Toda una ocasión a celebrar!
―           He pensado que deberíais probaros algún vestido. Tengo unos cuantos que irían geniales con unos cuerpecitos como los vuestros – propuso la tía, disparando el entusiasmo de las chicas.
Mientras Marion sacaba los trajes de sus bolsas, Tamara y Estelle se quedaron en ropa interior en un santiamén. La rubia, con una sonrisa esquiva, se dijo que Marion había improvisado muy bien todo el tema de la celebración, pero no le había confiado nada de nada. Ahora, sólo le quedaba seguir el juego de la mujer, sin titubeo, para que el sueño se hiciera realidad. Se repitió eso mismo varias veces, hasta convencerse a sí misma.
―           Este para ti, Estelle – su tía le entregó un traje blanco de satén rizado, con unas ondas que hacían de falda, y que se abrían por un lateral. El traje se cerraba sobre las clavículas, dejando los hombros al aire, y se ceñía a la cintura. – Deja que te ayudemos…
Marion y Tamara se arrodillaron, enfundando el cuerpo de su sobrina en el traje. La diseñadora retocó un par de puntos, en la cintura, y con la excusa de alisar la caída, pasó el dorso de su mano repetidamente sobre las apretadas nalgas de su sobrina. Tamara no pudo menos que sonreír con aquella habilidad que Marion demostraba tener: metía mano sin que nadie se diera cuenta.
―           Ahora tú, Tamara. He pensado en uno negro para resaltar tu piel y tu cabello – dijo, poniéndola en pie.
―           Me pongo en tus manos – respondió la chiquilla, extasiada por el momento.
Ella misma se pegó al cuerpo de la mujer, cuando la tela cubrió su ropa interior, y las manos de Marion no tardaron en posarse sobre sus caderas y nalgas. La tela del vestido contenía pedrería y brillo, además de moldearse casi sola sobre el cuerpo. El tiro de la falda era muy corto, dejando ver, en más de una ocasión, la braguita blanca. Estelle, en un momento dado en que ambas se miraron, se pasó la lengua por los labios, haciéndola comprender que se estaba excitando.
―           ¡Perfectas las dos! – exclamó Marion, dando vueltas alrededor de las chicas. – Ahora, a elegir zapatos.
Abrió un amplio zapatero, de donde escogió varios pares de lujosos zapatos femeninos, de vertiginosos tacones. Las chicas no sabían andar con ellos, pero las hizo caminar lentamente, arriba y abajo, como si estuviesen desfilando por una imaginaria pasarela, y, lentamente, le fueron tomando el truquillo. Ahora comprendían porque las modelos se resbalaban tanto y se caían. ¡Era como un ejercicio circense!
―           ¡Al salón! ¡Quiero veros bailar con esos vestidos!
―           ¿Bailar, tita?
―           Sí, es parte del show que tienen que hacer las modelos. Tienen que bailar, y debo ver si el tejido se sube, o se pega demasiado…
“¡Increíble la actuación de Marion!”, sonrió Tamara, caminando detrás de su amiga. Tenía que reconocer que Estelle estaba para comérsela con aquel vestidito blanco, y ella también, por supuesto. Pero estaba impaciente por ver a Marion desnuda. Tendría que seguir un poco más el guión…
Marion conectó el Ipod y una vibrante música de estilo ibicenco surgió de los altavoces.
―           ¡A ver, moved esos culitos! – exclamó Marion, con una palmada.
Las chiquillas, entre risas, se lanzaron a menear sus esbeltos cuerpos, alzando los brazos lánguidamente, y rotando lentamente las caderas. Allí no había nadie para verlas, así que pusieron toda su sensualidad en aquel baile. Apenas se movían del sitio para no perder el equilibrio sobre aquellos tacones, los cuales las hacía sentirse un poco putas. Tamara, mientras hacía oscilar sus nalgas, no quitó la vista de la mujer, quien parecía querer comérselas con los ojos.
Marion se dejó caer en la alfombra para tener una perspectiva más baja y así, sentada, admiró las piernas de las chicas.
―           ¿Es que quieres vernos las bragas? – preguntó Tamara, acercándose más a la mujer, sin dejar de bailar.
―           Puede – sonrió Marion, y su sobrina respondió uniéndose a su amiga.
Ambas alzaban bien los brazos para que los vestidos se subieran por los muslos, revelando su ropa íntima, y bailoteaban alrededor de la mujer sentada sobre la alfombra. Siguieron así un rato más y, entonces, la música cambió a una lenta balada melancólica. Las chicas se miraron, extrañadas.
―           Bailad para mí… abrazadas – musitó Marion.
Estelle y Tamara se encogieron de hombros y, sonriendo, se abrazaron. Durante un momento, estuvieron disputándose quien llevaría a quien, pero finalmente Tamara puso sus manos en la cintura de su amiga y ésta se colgó de su cuello. La verdad era que ninguna de las dos tenía la menor idea de bailar agarradas, pero acabaron moviéndose a la misma cadencia.
―           Más juntas, un abrazo más fuerte – pidió Marion.
Estelle se rió cuando las manos de Tamara se posaron sobre su trasero, aferrándolo con fuerza. Ella, algo más baja que su amiga, reposó su cabeza en el hombro de Tamara, soplando el aliento en su cuello. La luz del salón se apagó y sólo quedó el brillo de la imagen congelada en el televisor, aún con el “pause” conectado. Marion sonrió, de pie al lado del conmutador.
―           Seguid bailando – dijo simplemente, sentándose en el sofá.
Al apenas distinguir a su tía, Estelle tomó confianza. Llevaba todo el tiempo queriendo besar a Tamara y aprovechó la penumbra para robarle suaves piquitos a la rubia, hasta que ésta sacó la lengua y dejó que Estelle la chupara viciosamente.
Sentada en el sofá, Marion se mordía el labio y manoseaba la entrepierna de su pantalón. Jamás había estado tan excitada. Estaba tan salida que ya no pensaba correctamente. Quería verlas mejor, con más luz, pero no se atrevía aún a meter baza. Estelle estaba dejándose llevar, a medida que lo que había disuelto en sus refrescos empezaba a hacer efecto. Le habían asegurado que no era dañino, que se trataba de un suave inhibidor del carácter. Tan sólo las haría más… receptivas.
―           Os escucho – susurró. – Oigo vuestras lenguas chasquear con la saliva…
Estelle dejó de succionar inmediatamente la lengua de su amiga y las dos se quedaron estáticas, aún abrazadas, pero sin moverse. Estelle respiraba angustiosamente. ¡Su tía la había descubierto!
―           Quiero que os olvidéis de mí… no estoy aquí… Por eso he apagado las luces, para que podáis besaros como os he visto hacer…
―           ¡Lo sabe! – murmuró Estelle, muy bajito.
―           Pues no parece enfadada – respondió Tamara, de la misma forma.
―           Quizás sea una prueba…
―           ¿Qué más da ya? Si lo sabe, ya está todo dicho, pero me parece…
―           ¿Qué?
―           Me parece que quiere ver cómo nos besamos – susurró Tamara.
Esta vez Tamara fue la que tomó la iniciativa, metiendo la lengua en el interior de la boca de su amiga. Ésta, en un principio, se apartó, pero Tamara no la dejó y, al final, aceptó la caricia. Se separaron jadeando, Estelle esperando que su tía la recriminase, pero Marion estaba muy ocupada pellizcándose las grandes aureolas de sus senos, por debajo de su blusón.
Tamara volvió a besar a Estelle y, esta vez, su mano se coló bajo el vestido blanco, buscando sus dulces nalgas. Algo sucedía en la mente de la morena. Sabía que no debería estar haciendo aquello, por temor y respeto a su tía, pero un remolino de fuertes sensaciones cortaba su respiración y un tremendo calor empezaba a adueñarse de todo su cuerpo. La mano de Tamara se coló bajo su braguita, arañando suavemente uno de sus glúteos. Aferró a su amiga de la nuca y lamió toda su boca y hasta la nariz. Entonces, se apartó un poco y miró hacia donde se encontraba la silueta de su tía.
―           ¿Tita? – susurró, tan débil como el maullido de un gato recién nacido. Le respondió una especie de suspiro. — ¿Eres boll… lesbiana?
―           Creí que ya te habías dado cuenta – respondió Tamara.
―           Desde la universidad – surgió la voz de Marion.
Estelle soltó el cuello de su amiga y se sentó al lado de su tía.
―           Entonces, ¿qué piensas de lo que Tamara y yo…? – preguntó dudosa Estelle.
―           Que aún es muy pronto para saber si eso será tu elección final. Puede que sólo sea una fase, cariño – le contestó Marion, acariciándole la mejilla.
La luz volvió a encenderse, pero inmediatamente menguó al manejar Tamara el reóstato. Lo dejó en el mínimo, con tres puntos de luz agonizantes, pero suficientes para verse los rostros.
―           ¿Aún quieres ver como nos besamos? – preguntó Tamara, sentándose al otro costado de Marion.
―           Sí… sois muy bellas…
Tamara se inclinó, buscando a su amiga al otro lado de la mujer. Estelle la imitó y sus labios se unieron justo delante de los ojos de Marion. Sus lenguas juguetearon lentamente, dejándose ver a consciencia, húmedas y sensuales.
―           ¡Qué guapas estáis así! – susurró Marion, acariciando suavemente las espaldas de las chicas.
―           ¿Quieres probar, Marion? – Tamara dejó de besar a su amiga y giró el rostro hacia la mujer, sonriendo pícaramente.
―           Sólo si tú quieres…
―           Claro, tonta… ven…
Tamara no se movió, sino que esperó a que Marion se inclinara sobre ella para besarla tiernamente, una y otra vez. Estelle miraba los labios de su tía mordisquear el labio inferior de Tamara, y ella misma se mordió levemente el suyo propio. Quería probar aquellos labios, pero no se atrevía a pedirlo.
Como si Tamara le hubiera leído la mente, la rubia se apartó de Marion y, poniéndole una mano en la mejilla, la impulsó hacia su sobrina.
―           Ahora le toca a ella… – musitó y fue entonces cuando sintió el escalofrío que recorrió el cuerpo de Marion.
Los labios de tía y sobrina se encontraron tímidamente. Primero un pico, luego otro, un tercero más duradero… Al cuarto, ambas abrieron más los labios, dejando paso a las lenguas, que se tocaron muy suavemente.
―           ¡Vamos, chicas, no seáis tan tímidas! – se rió Tamara, presionando ambas nucas con sus manos.
Sonrió ampliamente al ver como aquellas lenguas se enroscaron entre ellas, dejando de lado el pudor que las retenía. Estelle estaba comiendo maravillosamente la boca de su tía. Incluso había subido una mano para atraer más la cabeza de la mujer, como si no quisiera que se arrepintiera y se echase atrás. Tamara deslizó sus manos de las nucas a los pechos, pellizcándolos levemente, por encima de la ropa. Marion hizo oscilar sus pechos, agradeciendo la caricia.
Estelle pasó a succionar la ancha lengua que su tía le ofreció, sacándola casi completamente. Tamara gimió al ver aquella imagen tan sensual, su amiga con la cara levantada colgando de aquella lengua, como un pez atrapado por el anzuelo. Pasó sus brazos por los hombros de las chicas y se unió a aquel duelo de lenguas, aportando la suya como ofrenda pagana. Estelle, con una risita, tras soltar la de su tía, la atrapó inmediatamente. Marion se la disputó, su lengua era la más grande, y acabó dejando que las chiquillas la compartieran.
Pasado un rato, se separaron, las tres con la respiración agitada. No tenían ni idea del tiempo que se habían pasado besándose. Pero sin duda era bastante, ya que sus labios estaban enrojecidos y la saliva corría por sus comisuras.
―           Lo mejor sería quitaros esos vestidos – dijo Marion. – Podéis mancharlos…
Tamara se puso en pie, enardecida por poder ir más lejos, pero Estelle se quedó quieta, como dudando.
―           Vamos, Estelle, ¿no te atreves a quedarte desnuda delante de tu tía? – pinchó a su amiga mientras deslizaba el vestido negro fuera de su cuerpo.
―           Claro – reaccionó Estelle, imitándola.
―           Dije desnuda, no en ropa interior – la desafió Tamara, despojándose del sujetador.
―           ¿Desnuda?
―           ¿Es que no quieres que Marion vea esos pezones de locura que tienes? – Tamara se acercó a ella y le desabrochó el sostén. – Mira, Marion, qué pezones…
Ya estaban firmes como buenos guardias de puerta y Estelle fue consciente de la mirada de su tía sobre ellos. Marion le tendió una mano para que se acercara más a ella y la sobrina acabó arrodillada en el sofá, presentando su pecho. Su tía se inclinó sobre ella, contemplando más de cerca los diminutos pechos, coronados por aquellos puntiagudos pezones.
―           ¡Jesús, qué duros están! – susurró Marion, pellizcándolos.
Estelle tenía pintada una extraña sonrisa en su rostro. Se mantenía alzada sobre sus rodillas, las manos aferradas a sus talones, y su cuerpo reclinado hacia atrás, como si estuviera presentando sus pechitos en un concurso.
―           ¡Muérdele uno! ¡Son súper sensibles! – confesó Tamara mientras deslizaba su braguita pierna abajo.
―           ¡Ooooh, títaaa! Más suave… – gimió Estelle, al recibir un duro pellizco de los dedos de Marion.
―           Sí, mejor con la lengua – barbotó ésta, inclinando la cabeza y metiéndose una de aquellas balas en la boca.
Tamara situó su cuerpo detrás de su amiga, sujetándola así y observando como su rostro cambiaba a una expresión de placer absoluto. Una de sus manos se aferró al ondulado pelo de su pariente, acariciando el cabello largamente.
―           Ayúdame, Estelle – le susurró Tamara al oído. – Vamos a desnudar a tu tía.
Estelle abrió los ojos y sonrió, incorporándose y recostando a Marion contra el respaldo. Una se ocupó del blusón, que salió por encima de la cabeza, la otra del pantalón. Al final, cada una tiró de una pernera entre risas. Marion no llevaba sujetador.
―           Bájale las bragas – le indicó Tamara a su amiga.
Su tía levantó las caderas para ayudarla y, en ese momento, la chica fue consciente de lo increíblemente húmeda que estaba la entrepierna de la mujer. Las braguitas estaban empapadas. Sintió las manos de Tamara bajarle, al mismo tiempo, las suyas, quedando todas tan desnudas como vinieron al mundo.
―           Venid aquí, golfillas – dijo Marion, palmeando con sus manos el asiento del sofá. – Una a cada lado.
Las chicas se sentaron y las manos de la mujer se deslizaron por sus piernas, abriéndolas con suaves caricias. Sus dedos se posaron sobre las juveniles vulvas, demasiado jóvenes para necesitar cuidados aún. Estelle parecía tener más vello sobre el pubis, al ser morena. El de Tamara, absolutamente rubio, apenas era visible.
Los dos índices de Marion se pasearon entre los labios menores, comprobando que, al igual que ella, las chiquillas estaban más que deseosas. La humedad perlaba deliciosamente sus vaginas. En respuesta, una mano de cada chica se apretó sobre el pubis de Marion, paseándose sobre la piel suave y casi sin vello de la mujer, quien se abrió de piernas completamente, de forma instintiva. La diseñadora ladeó la cabeza y buscó los labios de su sobrina, que tenía las rodillas levantadas, una pierna cabalgando a la de su tía.
Al otro lado, Tamara se incorporó un poco para poder admirar el cuerpo de la mujer que deseaba más que nada en el mundo. Marion era preciosa y perfecta, al menos para sus ojos. Poseía unos senos redondos y más que medianos, de pálidas y grandes aureolas, y, al contrario que su sobrina, con unos pezones pequeñitos que se endurecían contra la piel. Con reverencia, pasó sus dedos por encima de uno de los pechos, recreándose en el volumen y la textura.
Entre sus piernas, los dedos de Marion estaban cada vez más atareados, ocupados en acariciar el expuesto clítoris. Tamara miró a su amiga. Literalmente estaba botando por lo que le hacía la otra mano que se ocupaba de ella, pero aún así, sus labios no perdían contacto con la boca de su tía.
Tamara apartó la mano de Estelle, que se le unía sobre el pubis de Marion y le metió dos dedos en el coño, súbitamente. La mujer en encabritó por la sorpresa, dejando de lado a su sobrina y girándose hacia ella. Una mano la atrapó firmemente por los rubios cabellos, bajándola del sofá y obligándola a arrodillarse en el suelo, entre las piernas de Marion.
―           ¡Ah, putilla! Creo que estás celosa de mi… interés por Estelle, ¿verdad? – Tamara no contestó, intentando no correrse con el brusco trato. ¡Cuánto deseaba aquello! – Te vas a quedar ahí, de rodillas, aplicada a mi coño, ¿te enteras?
―           Sí…
―           ¿Sí qué?
―           Señora…
―           Bien, empieza a lamer y no se te ocurra tocarte, Tamara. Ya te diré cuando puedes gozar.
Tamara se aplicó con evidente entusiasmo a hundir su lengua en aquel divino coño, degustando por primera vez los humores de su diosa. Se entretuvo, con lengua y dientes, en dar un buen repaso al grueso clítoris que se escondía en su pliegue, haciendo que los muslos de Marion temblaran.
En el mundo que existía más arriba de la cintura de Marion, ésta se entretenía sepultando el rostro de su sobrino entre sus pechos. Estelle bufaba, lamía, y mordía, todo a la vez, totalmente enloquecida por lo que los dedos de su tía le hacían en su sexo. Sentía un morbo infinito por todo lo que estaba descubriendo sobre ella, por la autoritaria forma que había tratado a Tamara, y por cuanto significaba lo que estaban haciendo entre ellas. Pensó que le gustaría relevar a Tamara allí abajo, devorando el sexo de su tía, pero no se atrevía a insinuarlo.
―           Ponte de pie, Estelle – susurró su tía, tocándole la cabeza con un dedo. – Ponme el coño en la boca, antes de que… no pueda ni atinar… esa putilla sabe comer… un coño… no hay duda.
La chiquilla obedeció al momento, colocando un pie a cada lado de las piernas de su tía y apoyando las rodillas contra el respaldo. De esa forma, su sexo cayó literalmente en la boca de Marion, que se apresuró a sacar su gran lengua. Estelle, muy estimulada, se corrió con la primera pasada de lengua. Sentir el apéndice de su tía en su coñito era lo más excitante que podía ocurrirle. Se corrió en silencio, apoyada en la puntera de sus pies descalzos y las rodillas fuertemente apretadas contra el respaldo.
Su tía no pareció haberse dado cuenta y siguió devorando cada centímetro de su vagina, con las ansias de un huelguista de hambre. Tuvo que colocar sus manos sobre el respaldo para no caer derrengada sobre su tía. Estaba prácticamente encorvada sobre la cabeza de Marion, su propio cabello rozando la coronilla de la mujer. Pequeños espasmos al final de su espalda la llevaban a frotar su coño sobre la lengua que la enloquecía, cabalgando hacia otro orgasmo.
―           Oooh… tita… aaaaahhh… M-marion… esto es la gloria – musitó, sin ser consciente de ello. – M-me voy a… correr en t… tu boca… seremos la… una para la otra… ya no dormirás sola… nunca más…
―           ¡Oh… Diosssssss! ¡Sííííí! – exclamó Marion, dejando de lamer y echando la cabeza hacia atrás, los ojos idos, desenfocados. – M-me corro… vivaaaa…
Estelle se restregó contra el rostro de su tía como una posesa, necesitada de liberar la tensión que embargaba todo su cuerpo. Escuchaba a Marion musitar entre las pasadas de su pelvis:
―           Dios mío… perdóname… ¡qué de guarradas!
Tamara, tras tragarse la lefa que surgió de la vagina de Marion, se limitó a besar el interior de sus muslos, dándole tiempo a que la mujer se recuperara. Estaba realmente emocionada con todo aquello, y con lo que implicaba aquellas palabras que habían surgido de lo más profundo de su amiga.
―           ¿Qué piensas hacer con ella? – le preguntó Estelle a su tía, sentada a su lado, con las rodillas encogidas y los pies bajo sus nalgas.
―           Ya la contentaremos después. Ahora vamos a pedir unas pizzas y luego nos meteremos en la cama, las tres. ¿Te apetece?
―           Sí, claro – le contestó, echándole los brazos al cuello y besándola en la mejilla. – Tita…
―           ¿Sí?
―           Jamás se me hubiera ocurrido que algo así pasara… te quiero mucho.
―           Y yo, cariño – respondió su tía, rozándole el hombro con un dedo.
“¡Y a mí, que me parta un rayo!”, pensó Tamara, pero no abrió la boca, esperanzada en lo que había dicho Marion antes. Aún quedaba toda la noche…
Tamara alzó los ojos de la pantalla de su portátil. Al releer en su diario todo cuanto había sentido y pensado en aquella fecha, el dolor se removió en el pecho. Aún seguía allí, como un pellizco, solo que ya no era tan doloroso ni profundo. Aquella experiencia la había hecho más fuerte, más prudente en cuanto a sus sentimientos. Ahora, sabía separar el deseo vehemente del cariño más puro, del amor.
Los verdaderos sentimientos entre Marion y Estelle se hicieron evidentes inmediatamente. Tamara tan sólo compartió un par de veces la cama con ellas, siempre mantenida en un segundo plano, y un día, sin ningún aviso, Estelle no fue más al colegio. Cuando Tamara se pasó por la casa de Marion para interesarse por ella, descubrió que ya no vivían allí. Se habían mudado sin decirle nada, dejándola tirada como la perra que era… No pudo averiguar donde se habían marchado, y eso que intentó ponerse en contacto con el padre de Estelle, pero no recibió contestación.
Aquella fue la primera vez que le rompieron el corazón, y, aún peor que eso, fue todo un engaño. Tamara creyó que Marion cedía a su chantaje para proteger a su sobrina, y nunca fue así; aceptó porque se sentía secretamente atraída por Estelle. En cuanto descubrió que la chiquilla participaba de sus mismos sentimientos, se la llevó para que Tamara no pudiera arrebatársela más, ni presionarla.
“Adiós diosa, adiós amiga”, dedicó un ligero pensamiento a las dos. Verlas de nuevo había removido los posos de un cariño que ya estaba olvidado. Mejor así, porque su vida estaba muy completa por el momento.
                                                                                                       CONTINUARÁ…
 
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
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Si quieres ver un reportaje fotográfico más amplio sobre la modelo que inspira este relato búscalo en mi otro Blog:     http://fotosgolfas.blogspot.com.es/
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!/
 


 

Relato erótico: “De profesion canguro 06” (POR JANIS)

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                                                                    Miss Cabble.
Tamara comprobó de nuevo el reloj. Habían pasado catorce minutos desde que la señora Cabble se marchó, tiempo suficiente como para que ya no regresara por haber olvidado la cartera u otra cosa. Echó un vistazo a Ismael. El niño estaba feliz, tirado sobre la sábana colocada sobre el parquet, y rodeado de muchísimos peluches. El crío, de un año, estaba desnudo salvo por el pañal. La temperatura de aquel día de julio era inusual en el interior de Inglaterra, aún siendo verano, y hacía calor en la casa.
La señora ya la había advertido sobre no encender el aire acondicionado. Ismael era muy sensible a la climatización. Así que Tamara se abanicó con la revista de cotilleos que tenía en la mano y se levantó para abrir otra ventana más. Un golpe de brisa cayó sobre ella, al asomarse. Agradecida por ello, se levantó el largo cabello rubio de la nuca, aireando la piel sudada. Se quedó allí, las manos apoyadas en el alfeizar, refrescándose un tanto. El top rosa con pedrería que llevaba dejaba su ombligo y brazos al descubierto y se sujetaba a su cuello con un cordón del mismo material. Completaba su indumentaria con un blanco pantalón pirata de perneras por debajo de la rodilla y cómodas sandalias de plataforma.
Se dijo que era el momento. Brincó alegremente hacia la puerta del dormitorio de la señora, lo que hizo que Ismael la mirase, divertido. Un minuto más tarde, regresó portando un álbum de fotos y unos DVD’s. Se quitó las sandalias y se tumbó en el sofá, usando el reposapiés como soporte para colocar el álbum abierto. Éste mostró una doble página llena de fotografías impúdicas y de magnífica resolución.
¿Quién se lo iba a decir? Era como haber ganado a la lotería. Cuando Tamara respondió a la demanda de una niñera en los chalets de Mattover Hills, nunca se imaginó que trabajaría para la mítica Ava Lynn. Claro que ese era su nombre artístico. En aquellos momentos, se hacía llamar Elizabeth Cabble y pasaba por ser una joven y rica viuda, con un hijo póstumo de corta edad: Ismael.
La verdad era otra bien distinta. Miss Cabble era una célebre actriz porno, cuyos trabajos se comercializaban sobre todo en Asia, por lo que no estaba en el circuito habitual inglés. Esto no significaba gran cosa, a día de hoy, con todo lo que se podía encontrar en la Red, pero al menos sus vecinas no la habían reconocido aún. Sin embargo, Tamara sí. Su hermano tenía una buena colección de porno, de todas partes del mundo, y fue lo primero que Fanny y ella fisgonearon, por supuesto. Fue la primera vez que contempló y admiró a la bella y casquivana Ava Lynn…
Como actriz, no le hacía ascos a nada, absolutamente bisexual. Se dejaba penetrar por todas partes y hacía buenas dobles penetraciones, pero donde lo bordaba, al menos para la encandilada Tamara, era cuando actuaba de forma autoritaria con una o más lindezas asiáticas, en unas inolvidables sesiones lésbicas. Ava era una mujer de las llamadas neumáticas, con unos senos increíblemente dotados y reforzados, que desafiaban toda gravedad; un bello rostro al que el maquillaje exagerado prestaba la mejor expresión del vicio más lujurioso, y unas piernas interminables de muslos torneados y bien ejercitados. Una de sus características como actriz es que solía cambiar drásticamente de peinado en cada película.
A Tamara le gustaba de todas las maneras, de rubia, de morena, con el pelo rizado, con melenita a lo Charleston, con corte pixie, o con peluca a lo afro. Aquellos ojos de oscuros párpados y pestañas súper largas la hacían juntar sus muslos en silencio, sentada al lado de Fanny. Aquellas pupilas azules parecían hablarle a ella directamente. Al final, se había hecho con una copia de las dos películas que su hermano tenía y la pasaba en su portátil cuando se quedaba sola. Por decirlo de manera suave… se mataba a dedos.
Al principio, tras la entrevista de trabajo y sus primeros días, Tamara no la reconoció. Era una mujer atractiva, sin duda, pero era fría y distante. Solía llevar el pelo sujeto casi siempre, con colas de caballo y distintos moños, en un tono rubio ceniza. Sus ojos apenas estaban maquillados y eran más oscuros, quizás debido a no tener un foco en la cara constantemente. Se movía de otra forma también, más normal, sin la teatralidad sensualidad de una película erótica. Todo ello, despistó a Tamara un tanto, hasta que una tarde, a solas en su habitación, con el dedo bien metido en el interior de su coñito, golpeó la barra espaciadora de su ordenador, deteniendo la imagen de Ava Lynn en un plano corto.
¡Era clavada a su nueva jefa! ¡Mas que clavada era la misma, podía jurarlo! La posibilidad de tener a su lado a tan idolatrada mujer, hizo que se licuara literalmente piernas abajo. ¡Tenía que asegurarse de ello! ¡Disponer de la certeza de que miss Cabble era la pornográfica Ava Lynn!
De esa forma, inició una cacería de pruebas cada vez que se quedaba sola en casa, con Ismael, lo cual sucedía a menudo. La señora salía con sus nuevas amigas del club de campo y tenía aficiones muy elitistas: ópera, teatro, soirées de gala, y un domingo de cada mes al hipódromo de Ascot.
De esa forma, Tamara dio con el escondite, en un altillo oculto en el vestidor de la señora. Había un álbum con recortes de prensa y críticas especializadas, un book con fotos de estudio y otro álbum con fotos de rodaje, que era el que tenía ella sobre el sofá en aquel momento. También encontró una colección de todas sus películas y escenas, así como un par de discos sin etiquetar.
¡Era ella, sin duda! ¡Trabajaba para Ava Lynn!
Le hubiera gustado averiguar más cosas, como por ejemplo: ¿por qué había escogido la ciudad de Derby para vivir, pudiendo hacerlo en cualquier parte del mundo? ¿De quién era hijo Ismael? ¿Un lapsus en una película? ¿Una relación fallida? ¿Por qué se había retirado? Mil y una preguntas que se sucedían en la inquisitiva mente de Tamara… pero no podía descubrirlas más que preguntándole a la señora, así que…
Pasó otra página del álbum. Ava en medio de una cama en forma de corazón, desnuda y recubierta de pétalos; Ava en el interior de una ducha, colgada a pulso del cuello de un fornido semental, con su sexo encajado entre sus piernas; Ava entre las integrantes de un harén oriental, todas semidesnudas y besándose entre ellas… Imágenes de diferentes guiones lujuriosos que había llevado perfectamente a cabo, a lo largo de su carrera cinematográfica.
Inconscientemente, la mano de Tamara se deslizó por la elástica cintura del pantalón, buscando el punto caliente entre sus muslos. Su otra mano bajó el top hasta poner al descubierto un erecto pezón, pues no llevaba sujetador alguno debajo. Sus ojos no se apartaron ni un segundo de aquellas fascinantes fotografías.
Levantó la vista un segundo, sólo para asegurarse de que Ismael seguía entretenido con sus peluches, y resbaló la mano al interior del pantalón. Sus braguitas ya estaban muy humedecidas y sus muslos acogieron alegremente su mano.
Se entretuvo admirando una de las fotos en que Ava mantenía encajada entre sus piernas la cara de una de aquellas jóvenes asiáticas, quien le devoraba el coño con maestría, y se regodeó en la increíble mueca de placer que se pintaba en el rostro de la señora. Sus dedos apretaron con fuerza tanto el clítoris como uno de sus pezones, haciendo que se retorciera de gusto.
Dejándose llevar por su lujuria, tironeó de su blanco pantalón hasta dejarlo por las rodillas, apartó la braguita con una mano e introdujo dos dedos de la otra en su vagina, verdaderamente ansiosa. Sus ojos seguían clavados en las sensuales imágenes que disparaban absolutamente su imaginación. El índice y corazón de su mano derecha chapotearon raudamente en el interior de su coño, haciéndola jadear sobre las fotos. Se corrió rápidamente, en silencio, con su propia mano aprisionada por el espasmo que la hizo cerrarse de piernas. Suspiró y sonrió, algo más tranquila. Para ella, la diversión aún no había terminado…
Se puso en pie, acabó de quitarse el pantalón con unos movimientos de sus piernas e introdujo uno de los dos DVD’s sin etiquetar en el aparato, bajo la gran televisión. Tomó el mando a distancia y se dejó caer de nuevo en el sofá. Ismael la miró y dejó escapar varias burbujas de saliva, colmado en su felicidad.
Sentía curiosidad sobre lo que podía haber en aquel disco, y pronto quedó con los ojos redondos y la boca abierta, abrumada. El DVD recogía la entrega de unos premios dedicados a la pornografía, en un lujoso hotel de Shangai. Prácticamente, era una grabación documental y de no muy buena calidad. Ava Lynn subió, recogió su distinción, y pronunció unas palabras. Tamara, aunque no entendió una palabra del idioma asiático que utilizaban, reconoció varios rostros conocidos del medio, sobre todo actrices.
Después, el lugar cambió y parecía ser una disco o boîte nocturna. Gasas de colores cubriendo paredes, cortando cubículos, oscuros suelos jaspeados de reflejos luminosos, bajos y amplios sillones… Camareros de ambos sexos se movían de allí para acá, cargados con botellas de champán y copas diversas, sin preocuparse por la disposición de la clientela, que no era otra más que todos los participantes de la gala. Actores, actrices, productores, cámaras, directores, y demás asistentes, más una buena cosecha de rutilantes starlettes de ojos almendrados.
La mayoría de todos ellos ya estaba desnuda, o casi. Los besos y caricias ya habían quedado atrás y se afanaban en metas más sustanciosas. En resumen, la fiesta había degenerado en una masiva orgía, con cuerpos hacinados en desorden, sin pudor alguno, ni medida. Y allí, entre sudores y gemidos, Ava Lynn destacaba ciertamente, con su pelo rubio platino entre tanta cabeza oscura. Estaba arrodillada sobre la cara de una chica que la devoraba con muchos ánimos, al mismo tiempo que un tipo regordete y calvo hundía su pequeño pene en su coñito expuesto. Ava tenía sus manos alrededor del cuello del hombre y, de vez en cuando, le besaba largamente.
Aquello no era una filmación comercial, ni de coña. Alguien había grabado una auténtica orgía, con algún motivo, pero lo que estaba claro es que ninguno de los asistentes parecía saber que había cámaras camufladas.
Tamara se dejó llevar por el creciente morbo que sentía. Sus manos serpentearon sobre sus piernas desnudas, y acabó corriéndose varias veces, casi sin interrupción, en apenas una hora.
                            * * * * * * *
Elizabeth Cabble se quedó mirando la pantalla de su ordenador con preocupación. Había visionado lo que la cámara camuflada había captado aquella tarde. Era mera rutina, ya que la joven Tamara tenía unas referencias excelentes, pero Elizabeth era algo paranoica por naturaleza. Sin embargo, verla salir de su dormitorio con aquel oculto material le produjo un doloroso pellizco en el vientre. ¡Aquella chiquilla había descubierto su escondite! ¿Por qué había fisgoneado allí? ¿Había sido un hecho fortuito, o bien sabía algo de antemano?
Pero lo que ocurrió a continuación fue más extraño aún. Espiar como la niñera de su hijo se masturbaba mirando sus fotos de rodaje, fue… No encontró la palabra. Emocionante, quizás. No, mejor revitalizante.
Fuera como fuese, no la preparó para lo que pasó a continuación. Primero, contemplar como el acto más vergonzoso de su carrera era descubierto por aquellos jóvenes ojos fue desmoralizador. Elizabeth estaba muy arrepentida de aquel suceso que fue el detonante de que abandonara su carrera cinematográfica. Segundo, la pasión y el fervor con que Tamara se masturbaba y gozaba de sus dedos la impactaron totalmente, tanto que sus propios dedos amenazaron con unirse al goce de la chiquilla.
Aquel delicado rostro que irradiaba inocencia adoptó un semblante que no había podido ver en ninguna actriz con la que trabajó: una veraz y natural magnificación del más puro goce. Aquella niña se había corrido varias veces, con todo abandono, sin importarle que Ismael estuviera presente, ni estar en una casa ajena.
Elizabeth, quien desde que llegó de Oriente, limitaba su vida sexual al fiel consolador rosa que descansaba en su mesita de noche, se notó mojada por primera vez en muchos meses. Quizás debería hablar con su canguro… Sí, se sentía intrigada, después de todo.
                            * * * * * * *
Tamara se mordisqueó la uña del índice mientras miraba por la ventana. Se sentía preocupada y no conocía el motivo con seguridad. Miss Cabble al menos había conectado la climatización en el salón de la casa, y la brisa fresca secaba el sudor de su espalda. La señora la había citado en su casa en una tarde que no estaba programada, pero cuando Tamara llegó, no le dijo nada, atareada en darle de comer al pequeño Ismael. Después lo llevó a su cuarto para acostarle para la siesta, dejando a la rubita más mosqueada que un pavo escuchando una pandereta.
“¿Sospechará algo? Procuré dejar el escondite como estaba.”, se dijo.
Aún le temblaban las piernas al recordar todo el placer que consiguió esa tarde, y estaba dispuesta a repetir en cuanto dispusiera de la ocasión. Parpadeó, recuperando el tiempo presente, al salir la señora de la habitación. Tamara sonrió tímidamente. Miss Cabble le devolvió la sonrisa y se sentó en el sofá. Sin una palabra, pulsó el mando a distancia que se encontraba a su alcance, y la gran televisión cobró vida.
Asombrada, Tamara se vio a sí misma, con las piernas bien abiertas y hundiendo sus dedos en su sexo.
―           ¿Me lo puedes explicar? – le preguntó suavemente la mujer.
―           Yo… yo… – musitó la jovencita, toda encarnada y confusa.
―           ¿Por qué has registrado mi dormitorio? ¿Acaso ya sabías quien era?
Tamara sólo pudo asentir, parada ante la ventana y mirando de reojo como se agitaba sensualmente en la pantalla.
―           ¿Cómo? – abrió las manos la señora.
―           Mi hermano t-tiene pelis… de usted… de Ava Lynn.
―           Ya veo. ¿Lo sabías ya cuando te entrevisté? – preguntó Elizabeth, pausando la escena grabada.
―           No… caí después.
―           No es habitual que una jovencita vea porno… habitualmente – comentó la mujer, como queriendo dejar bien sentado que Tamara debía de haber visto esas películas varias veces para recordar su imagen y su nombre artístico.
Tamara se encogió de hombros. Estuvo a punto de decir algo y se frenó. Luego se abrazó a sí misma y se decidió:
―           La admiro – musitó.
―           ¿Qué?
―           Me encantó desde la primera vez que la ví. Sus cambios de look, su forma de maquillarse, su autoridad…
―           ¿Me estás diciendo que eres una fan? –se asombró Elizabeth.
―           Sí, señora – inclinó la cabeza Tamara.
―           Vaya… ¿Quién lo hubiera dicho? – sin embargo, en la mente de miss Cabble, las piezas encajaban. La chiquilla actuaba como una seguidora y no como alguien que quisiera sacar algún tipo de provecho. – Siéntate.
Tamara se sentó en el otro extremo del sofá, las manos sobre las rodillas que su falda dejaba al aire. Elizabeth la contempló meticulosamente, por primera vez, y lo que vio en la chiquilla le agradó, relajándola.
―           ¿Qué prefieres en mis actuaciones? – le preguntó, consiguiendo que Tamara parpadeara por la sorpresa.
―           Bueno… me gusta todo, creo… aunque…
―           ¿Sí?
―           … cuando hace FemDom… me identifico muchísimo – confesó Tamara.
―           ¿Te identificas conmigo?
―           No… con la sumisa – murmuró la rubita, el rostro congestionado por el pudor.
―           Eso es pura fantasía, jovencita. Las cosas no son tan simples como aparecen – agitó una mano la señora.
―           Lo sé.
―           ¿Lo sabes? ¿Has tenido experiencia de dominación? – se desconcertó Elizabeth.
―           Sí, señora.
―           ¡Dios! Eres muy joven para eso… — Tamara alzó un hombro y apartó los ojos de la mujer. — ¿Mantienes relaciones con alguien?
―           Sí.
―           ¿Hombre o mujer?
―           Mujer. Los hombres me… asustan, señora.
―           Mejor – la palabra surgió de alguna parte del interior de la mente de la actriz, allí donde moraba su alter ego: Ava Lynn.
Había conseguido reprimirla durante todos estos meses, pero la sentía cobrar fuerza, luchando por hacerse de nuevo con el control del cuerpo que compartían. Ava Lynn deseaba paladear de nuevo el sabor del morbo más sublime y revolcarse en los pecados más abyectos.
―           Es mayor que yo… la madre de una amiga – Tamara no contó la verdad, pero tampoco mintió exactamente. Le habló de una de sus citas y prefirió guardarse a Fanny. – Me ha enseñado todo.
El bajo vientre de Elizabeth latió con ritmo propio, como si quisiera decirle algo en Morse. Pasó la lengua sobre sus labios repentinamente secos. Aquella preciosa niña emitía una increíble pulsación sexual que su cuerpo recogía a la perfección. Era como una virgen ceremonial que se entregase en las expertas manos de una madura sacerdotisa.
―           Tamara, necesito una discípula – dejó caer la señora, sin más explicaciones.
―           Sería todo un honor para mí, señora. Considéreme su más fiel sirviente – Tamara se dejó caer de rodillas al suelo, ante la mujer.
―           Ya veremos. Primero hay una serie de cuestiones que repasar, pero me agrada tu franqueza.
―           Señora, si me permite…
―           Habla.
―           Si pudiera maquillarse como en… sus apariciones, sería un sueño hecho realidad – musitó Tamara, sin mirarla directamente.
―           Ve al cuarto de baño de servicio y date una ducha. Después regresa aquí, desnuda – le indicó la señora, un par de movimientos de dedos.
Tamara asintió y salió del salón. Quitó el sudor de su cuerpo e higienizó su sexo en menos de diez minutos y volvió al salón, caminando totalmente desnuda. Su pubis lucía totalmente depilado de un par de días atrás. Se quedó parada al entrar, contemplando el espectacular cambio en aquel rostro adorado. Ava Lynn había vuelto. La mujer la sonreía, con sus ojos claros sombreados de intenso zafiro y la boca tan roja como una amapola, deliciosamente delineada. La señora se había recogido el pelo en una coleta que surgía gracilmente de la parte superior de la cabeza. Su tez estaba algo oscurecida por la base de maquillaje que tapaba cualquier imperfección de su cutis y de sus lóbulos pendían largos zarcillos de refinada bisutería. Así mismo, se había despojado del pantalón vaquero que llevaba, dejando sus largas piernas al aire. Tamara tembló al ver el exiguo tanga que exhibía la señora, sentada sobre uno de los brazos del sofá.
―           Está muy bella, señora – la agasajó Tamara.
―           Gracias, pequeña. Tú también tienes un cuerpo muy bonito – le dijo Elizabeth, pasando su mirada por cada curva del pálido cuerpo de la joven. – Túmbate en el sofá. Quiero que recrees para mí lo que hiciste el otro día, a solas.
Tamara tragó saliva. No se le había pasado por la cabeza que la señora quisiera algo así. Estaba segura de que buscaría algo más directo. La sola idea de que la señora contemplase sus devaneos y escuchase sus quejidos, la atormentó placenteramente.
Se tumbó de costado sobre el mullido mueble, sus pies cerca de la señora, y la miró. Elizabeth levantó la mano y accionó el mando a distancia. Una nueva escena apareció en el televisor. Tamara ya la había visto en su casa. En ella, Ava Lynn hacía el papel de institutriz que dominaba a dos jóvenes hermanas a su cargo.
―           ¿La habías visto antes? – le preguntó la señora.
―           Es una de mis favoritas – murmuró la canguro.
―           Bien. No tengas prisa, Tamara. Quiero ver cómo te excitas…
―           Ya estoy mojada, señora – confesó la chica.
Elizabeth cerró los ojos por un instante. Era aún más perfecta de lo que creía. Una auténtica ninfa que había aparecido en su vida. Debería llevar mucho cuidado para no asustarla con todo lo que pensaba hacerle, se aconsejó a sí misma.
Tamara no tardó en llevar sus dedos al coño, embriagada por la situación y las imágenes. En cuanto Ava Lynn, en la película, sacó la regla de madera y colocó a una de las chicas sentada sobre el escritorio, con las piernas abiertas, y a la otra recostada contra ella, el trasero expuesto. Con los primeros azotes, Tamara ya se estaba masturbando lentamente, procurando no dirigir sus ojos hacia la señora. Su larga cabellera rubia enmarcaba sus hombros y caía sobre el asiento del sofá, sobre el cual ella se erguía sobre un codo, la otra mano ocupada en su entrepierna.
No tardó mucho en apoyar un pie y alzar una rodilla, para permitir un paso más franco a sus manipulaciones. Sus gemiditos aumentaron, así como el contoneo de sus caderas.
Elizabeth se mordía el labio y respiraba con fuerza, contagiada por la imponderable lujuria de la muchacha. Casi sin ser consciente de ello, la señora abrió sus piernas bronceadas y sus dedos jugaron con la tira del tanga que cubría su pubis, apartándola, estirándola, usándola para conectarla con su sexo. Sus grandes senos quedaron en evidencia marcando el escote de su blusita, al tironear de éste hacia abajo.
Sus dedos recogieron los primeros humores que surgieron de su vagina y sus ojos iban de ella al encantador rostro de su niñera, la cual ya no podía apartar los ojos de Elizabeth.
―           ¿Te gustaría ser una de ellas? – preguntó muy suavemente la señora.
―           Oh, sí – exclamó Tamara, pellizcando su clítoris.
―           ¿Con los azotes y todo?
―           Con lo que usted quiera, señora…
El dedo índice de Elizabeth ya se afanaba sobre su propio clítoris, consiguiendo esa sensación de urgencia que la enloquecía siempre. Ya no había vuelta atrás para ella.
―           Ven aquí, mi pupila – gimió, apartando sus dedos. – Pon tu lengua en mi coño… hazme arder…
Como una perrita obediente, Tamara se puso a cuatro patas sobre el asiento del sofá y correteó hasta la señora, la cual se giró colocando una pierna contra el respaldo del mueble y ofreciendo así su coño en todo su esplendor. Tamara hundió la lengua allí, con verdaderas ansias, con la necesidad de degustar la lefa de su nueva señora. Ésta hundió sus dedos en la cabellera de la canguro, recreándose con su sedosidad. Expertamente, marcó el ritmo que más le gustaba en su lamida. El pie que mantenía sobre el asiento, se remontó hasta posarse sobre las blancas nalguitas, masajeándolas con fuerza hasta dejarlas rosáceas.
―           Sí, sí… que bien lo haces, pequeña… se nota que lo has hecho más veces – suspiró la señora, cerrando los ojos.
No tardó en agitar sus caderas, tironeando aún más fuerte del cabello de la joven, al mismo tiempo que emitía un jadeo entrecortado, indicador de su orgasmo. Tamara, de bruces sobre el sofá, se había llevado una mano a su propia entrepierna que acariciaba casi frenéticamente. Miss Cabble no la dejó acabar. La incorporó en pie con un duro tirón de cabello y la condujo a su dormitorio.
―           Desnúdame– le pidió a Tamara y ésta no se hizo rogar. Estaba deseando contemplar de cerca aquellas tetas erguidas que debían haber costado lo suyo.
La joven sacó la escueta blusa por encima de la cabeza y se afanó en despojar a su señora del sujetador de media copa que levantaba sus maravillosos senos. Se lanzó de cabeza a chupar, lamer y rechupetear aquellos tiesos pezones, al mismo tiempo que estrujaba los gloriosos pechos, firmes y vibrantes por la silicona de su interior. Eran toda una gozada, a su entender. No comprendía la estúpida distinción que hacían algunos adultos sobre pechos operados y naturales. ¿De qué servía un pecho escurrido y flácido? ¿Acaso era más estético o sano?
Ambas rodaron sobre la cama, enlazadas por brazos y piernas, atareadas en tender sus lenguas y en mordisquear los labios.
―           Mi señora – inquirió entrecortadamente Tamara, pegando su pelvis a la pierna de su señora. –, necesito correrme… por favor…
―           Frotémonos juntas, pequeña guarrilla… hasta corrernos vivas…
Si Tamara estaba necesitada, ¿qué decir de la señora, aún habiendo obtenido un orgasmo minutos antes? Sus tersos muslos encajaron perfectamente en la entrepierna contraria, acoplándose como engranajes cálidos y suaves. Tamara, algo más pequeña en tamaño, quedó con su mejilla apoyada sobre una de aquellas mullidas tetas, jadeando contra el pezón, los ojos entrecerrados, y muy concentrada en el ritmo que sus cuerpos abrazados habían adoptado. Su pelvis se arrastraba continuamente contra el muslo de su señora, dejando sobre él una buena cantidad de lefa. Por el contrario, Elizabeth prefería darse golpecitos contra la pierna de Tamara, estimulando directamente su clítoris.
La canguro bufó contra el pecho de la señora, hundiendo el rostro entre los dos carnosos montículos, en el momento de su orgasmo. Notó el aire del gran suspiro de la señora sobre su coronilla, a su vez. Pasaron unos cuantos minutos así abrazadas, desnudas sobre la cama sin deshacer, recuperando el aliento. Entonces, la señora se puso en pie y se puso un batín liviano.
―           Espero que puedas quedarte a dormir alguna noche que otra, Tamara – le dijo, mirándola y anudándose el cinturón del batín.
―           Por supuesto, señora.
―           Muy bien. Haz un poco de té, yo iré a ver si Ismael ha despertado.
―           Sí, señora.
―           Ah, Tamara… no te vistas… prefiero tenerte así desnuda para cuando desee empezar de nuevo – comentó con una insana sonrisa.
Tamara se marchó a la cocina, sonriendo como una tonta. Estaba viviendo un maravilloso sueño…
                                                                     CONTINUARÁ…
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Relato erótico: “De profesion canguro 07” (POR JANIS)

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Rebajas especiales.
 
Tamara se quedó plantada ante su armario, mirando los vestidos que colgaban en su interior. Bufó suavemente, mientras los repasaba uno a uno.
“Demasiado ñoño, demasiado niña, demasiado serio, demasiado… pequeño… ¡Joder! ¡No tengo nada que ponerme para la cita!”
Se quedó mirándose en el gran espejo que se adosaba al interior de una de las puertas. Sólo llevaba puestas unas braguitas de algodón, bastante infantiles y cómodas. Sonrió y se pellizcó los rosáceos pezones. “¡Guapa!”, se piropeó ella misma como broma. Después, regresó al problema de la vestimenta. Tendría que comprarse algo para el viernes… algo bonito y juvenil.
Pensó en pedirle a Fanny que saliera de compras con ella, pero luego lo pensó mejor. No podría explicarle para qué quería un nuevo vestido… para qué tipo de cita. Fanny era un cielo y su mejor apoyo, pero podía ser algo irascible cuando se trataba de las posibles relaciones de Tamara. ¡No podía enterarse de sus especiales citas!
Lo mejor sería ir sola. ¿Qué demonios? Incluso podría visitar ese sitio que comentaban las chicas el otro día, en clase. ¿Cómo era? Matis… Bernis… ¡Nelisse! ¡Eso era! Un sitio muy chic donde hacían rebajas especiales. Al menos eso era lo que la pija de Charlotte Raming comentaba con sus insufribles amigas.
Decidida, se cambió de braguitas, eligiendo un tanga negro muy sensual que su cuñada le había regalado unas semanas antes. También escogió una larga camiseta, casi vaporosa, con amplias rayas negras y naranjas, y unos tejanos lavados a la piedra. Decidió no usar sujetador aunque la camiseta se transparentase por franjas. Completó el conjunto con unas sandalias planas de estilo romano, con suela de cuero. Delante del espejo, se alisó el cabello y pasó un sutil lápiz de labios rosa sobre los labios. ¡Lista para salir a la calle!
Una hora más tarde, estaba recorriendo Danex Street, entrando y saliendo de todos sus comercios. La calle peatonal era algo estrecha y se encontraba en el centro de Derby, en el casco viejo. Por eso mismo, la habían convertido en una zona peatonal, sin duda. Tamara había dejado su pequeño utilitario en el parking de Stewars Place, dos calles más abajo. La calle Danex era el lugar por excelencia para ir de shopping en Derby. Tiendas de Zara, Dezigual, Springfield, y otras tantas para gente joven, se sucedían allí. También se podía encontrar tiendas para estilos más conservadores como Cartier, Epifany, o Côte Bleu.
Tamara estuvo visionando varios modelitos pero no acabó por decidirse. De esa manera, llegó ante el escaparate de Nelisse, ante el cual se detuvo. Una vieja Vespa restaurada hacía de centro de la amplia vitrina, rodeada de diversos maniquíes de distintos tamaños, representando chicas, niños, y un par de hombres. Toda la ropa exhibida era de marca, y algunas de las prohibitivas. Fred Perry, Louis Vuitton, Versace, o Manolo’ s, se exhibían en aquella vitrina rellena con puro esnobismo.
La joven empujó la puerta de la tienda, activando un dulce y tintineante carillón que casi se confundió con el hilo musical, que pasaba momentáneos éxitos de pop a bajo volumen. El local era amplio, con grandes espejos cubriendo los centrales pilares, y el espacio dividido en varias secciones de ropa y complementos. Varias chicas, no mucho más mayores que ella, vestidas con oscuras faldas de tubo hasta la rodilla y camisas de manga corta, de rayitas celestes y fondo crema, se movían de aquí para allá, atendiendo la clientela que, al parecer, era prácticamente femenina.
Una chica de corto pelo alisado y con una plaquita roja sobre la pechera que rezaba como “Mandy”, se le acercó. Con una sonrisa profesional y mercenaria, le preguntó si podía ayudarla en algo.
―           No, gracias, prefiero mirar, de momento – respondió la joven rubia.
―           Los últimos modelos que hemos recibido se encuentran en aquella parte – indicó la dependienta, señalando el fondo de la tienda antes de regresar a su puesto.
Bastante interesada, Tamara curioseó entre petos de Gucci, faldas cortas y vaporosas de Dillon, y unas cucadas de jerseys de Benetton. Fue amontonando sobre su antebrazo izquierdo varias prendas para probarse y se detuvo en un exhibidor de tejanos elásticos.
Las perneras delanteras de aquellos vaqueros estaban rematadas con piel sintética que imitaba la de diversos animales, como si formasen unas polainas estrechas y pegadas al muslo. Pieles de leopardo, de tigre, vacunas, con pelo corto de uno u otro color,…había donde escoger.
―           Es difícil decidirse por una u otra, ¿verdad? – dijo suavemente una voz sobre su hombro.
Tamara se giró y sonrió a la mujer que se había situado a su lado. Vestía elegantemente con un traje del tono del vino tinto y, sobre su solapa, portaba un distintivo como el de las chicas que trabajaban allí. Sólo que decía: “Ms. Steane, store charge.”
“Una bella encargada”, se dijo Tamara, contemplando los rasgos de la mujer que no debía pasar de la treintena de años. Morena, de ojos grandes y pardos, y una gran boca pintada que se abría con su sonrisa, como si quisiera comérsela.
―           Sí, tiene razón. No sé cuál escoger.
―           Será mejor que te pruebes dos o tres de ellos. Estas prendas tienen la particularidad que ninguna es igual. No están hechas con patrón.
―           ¿Ah, no? – enarcó Tamara una ceja.
―           Son prendas únicas. Es lo que las hace tan deseadas. Permíteme – le dijo la encargada, haciéndose cargo de las que portaba en el antebrazo. – Elige algunos jeans y te acompañaré a uno de los probadores.
Tras elegir algunas de las prendas, Tamara siguió a la encargada hacia la zona de probadores. Sus ojos no dejaron de ir hacia la baja curvatura de su espalda, allí donde el vestido vino tinto se tensaba por el bamboleo de los glúteos. La joven se preguntó si aquel balanceo estaba dedicado a ella, pero era algo que no le importaba realmente.
―           Me gustaría ver cómo te quedan esos tejanos elásticos, uh…
―           Tamara – le respondió ella, pasando a través de la puerta que la mujer mantenía abierta para ella. – Será un placer.
―           Gracias. Esperaré aquí afuera.
El probador era amplio y coqueto, con una gran percha vertical en un rincón, y una butaca de alto respaldo en el otro. El gran espejo llenaba la pared que separaba ambos objetos. Tamara dejó las prendas colgadas y eligió uno de los tejanos con piel de cebra. Sentada en el filo de la butaca se sacó los suyos y se enfundó los nuevos, poniéndose de pie y tironeando de la cintura para subirlos y dejarlos en su sitio.
Se miró al espejo, girando las caderas para comprobar como se marcaba su trasero, y quedó satisfecha. Metió los pies en sus sandalias y abrió la puerta. Miss Steane estaba esperándola, con los brazos cruzados bajo sus erguidos senos y jugando con la punta de su zapato sobre la moqueta.
―           Ah, querida… ¡son perfectos! – aplaudió levemente.
―           ¿De veras?
―           ¡Por supuesto!
―           Sí, pensaba igual. ¡Voy a ponerme otro! – exclamó Tamara, muy animada.
―           Vamos, vamos…
Probó esta vez con el que tenía piel de leopardo, pero no parecía ajustarse igual que el anterior. La encargada lo ratificó en cuanto salió.
―           No se pega a tus piernas bien. Te deja bolsas aquí y aquí – pellizcó suavemente, acercándose más a Tamara.
―           Sí, eso me temía. Joder, me gusta el leopardo… pero si no me está bien…
―           Podemos buscar algo parecido. Hay uno con una piel de tigre preciosa.
―           ¿Podría traérmelo, señora?
―           Por favor, llámame Noelia. Enseguida te lo traigo. Mientras, vete probando el otro que queda.
Tamara se cambió y probó un modelo que representaba las manchas de una vaca, marrón sobre blanco, pero enseguida comprobó que le pasaba lo mismo que al anterior. Era una talla superior para su cuerpo esbelto. Llamaron a la puerta y entró la encargada, portando el tejano del que le había hablado.
―           Demasiado ancho – opinó nada más verla.
―           Sí.
―           Toma, pruébatelo – le alargó el que traía. — ¿Quieres que salga? – su pulgar subió por encima del hombro, señalando la puerta a su espalda.
―           No, no hace falta. Quédate y opina, por favor.
Noelia, la encargada, esbozó una gran sonrisa y apoyó su espalda contra la superficie de madera de la puerta.
―           Tienes unas largas piernas, lo que es muy bueno para lucir una prenda como ésta – replicó, mirando como Tamara se quitaba el tejano vacuno y se enfundaba el recién traído. – Pero sería recomendable que te pusieras un poco más de tacón que unas sandalias planas. Te haría la pierna mucho más estilizada y bonita.
―           Sí, tienes razón – asintió Tamara, girando sobre si misma y comprobando que esos jeans le quedaban geniales. – Me llevaré los dos.
―           ¿Vas a seguir probándote cosas?
―           Sí, claro. Estoy buscando un vestido para una ocasión, pero estos tejanos me han encandilado.
―           Suele pasar – se rió Noelia. – Siéntate, deja que te ayude…
En cuanto Tamara se sentó en la butaca, Noelia se acuclilló a su lado, tirando suavemente de las perneras del pantalón hasta sacarlo completamente. Sus ojos se posaron sobre la escueta braguita negra de la adolescente. Le tendió la mano y la ayudó a ponerse en pie.
―           ¿Esta blusita? – preguntó Noelia, tomando de la percha una sedosa blusa celeste.
―           Sí – respondió Tamara, mirando a través del espejo como Noelia se situaba a su espalda y, sin ningún pudor, izaba con sus dedos la camisa algo transparente de la chiquilla.
Ésta levantó los brazos y dejó que la mujer la desnudara, como si eso fuera lo más natural del mundo. Noelia se mordió los labios cuando contempló los pequeños y enhiestos pechos de la chiquilla, reflejados en el espejo. Tamara tenía los ojos casi cerrados, mirando a través de las bajadas pestañas, y notó como se estremecía toda. Apenas dos segundos después, Noelia, de forma experta, le ayudó a ponerse la blusa. Primero un brazo, luego el otro. Pasó sus manos por los costados de Tamara, estirando el tejido para que amoldara a sus formas, sobre todo en los pechos.
Tamara subió sus manos para abotonarse la blusa, pero Noelia se lo impidió con suavidad, rechazando sus dedos con los suyos propios.
―           Déjame a mí. Tenemos la costumbre de que el cliente haga lo menos posible – susurró la morena mujer, comenzando a abotonar la prenda lentamente, desde la espalda de Tamara.
―           Me han hablado muy bien de esta boutique – murmuró Tamara, sintiendo un hormigueo en sus manos laxas.
―           ¿Ah, sí? ¿Y que te han contado? – el susurro, esta vez, estaba muy cerca de su oído.
―           Que hacéis unos interesantes descuentos…
―           Sí, a veces, pero sólo a determinadas personas.
―           ¿Cómo cuales? – Noelia acabó de abotonar la blusa y dio un paso atrás, dejando que Tamara se tambaleara.
―           Te queda muy bien – la encargada cambió de tema. – Creo que con esta falda…
Desenganchó una faldita blanca y rosa de cortos volantes que Tamara escogió casi al entrar, y se arrodilló a los pies de la chiquilla.
―           ¿Tú crees?
―           Los colores conjugan bien y las formas de ambas prendas son etéreas, casi vaporosas, pero, al mismo tiempo, se pegan a tu cuerpo. Vamos, alza el pie – le pidió Noelia, para que lo introdujera en el interior de la falda.
Tamara no dijo nada cuando, al subir la prenda, los pulgares de la encargada se pasearon lentamente por sus desnudas nalgas. Un escalofrío, aún más fuerte, la recorrió toda. ¿Cómo se estaba poniendo tan caliente, si aquella mujer apenas la tocaba? La lujuria casi se podía palpar en el interior del probador, pero aún no se conocían de nada, y no quería arriesgarse a un tonto inequívoco.
―           Si esto es para una cita, enloquecerás a tu amigo, fijo – bromeó Noelia, haciéndola dar unas vueltas sobre si misma.
―           Puede – se encogió de hombros Tamara, maliciosamente. Se veía muy guapa en el espejo, aunque quizás fuese por la presencia de la encargada.
―           Oh, sin duda – sentenció Noelia, muy bajo, aprovechando para pegarse a su espalda y deslizar sus manos por las caderas de Tamara.
Tamara tragó saliva y posó sus manos sobre las de la encargada, sintiendo cómo su pulso se aceleraba rápidamente. Noelia se quedó estática, no sabiendo cómo interpretar ese gesto, así que se decidió a hablarle al oído, muy quedamente, con la voz enronquecida por el deseo.
―           ¿Sabes cómo se consiguen los descuentos en Nelisse? ¿No te lo imaginas?
―           S-sí.
―           Te lo voy a explicar para que no haya ninguna duda, preciosa – las manos de la encargada, aún con las de Tamara encima, masajearon lentamente la parte externa de sus glúteos y muslos. – Verás, de vez en cuando… viene alguna muchachita como tú. Quiere moda pero no dispone de mucho dinero, ¿sabes?
―           T-tengo dinero.
―           ¿A quién le importa eso? – la lengua de Noelia salió disparada y mojó el lóbulo derecho de la chiquilla. – El caso es que pide verme a mí y la acabo metiendo en uno de estos probadores, junto con un montón de ropa que ella ha elegido… tal y como has hecho tú…
―           Yo… yo no – Tamara quería negarse. Aquel tono condescendiente de la mujer la molestaba, pero, al mismo tiempo, sus piernas temblaban como dos livianos puddings.
―           Ssshhh… déjame hablar, preciosa…Siempre doy a elegir. Si esas chicas se muestran amables y comprensivas, abiertas a recibir mis favores… les hago un magnífico descuento, tras una maravillosa sesión de juego, ¿comprendes?
―           Sí… sí, señora.
―           Ahora, voy a dejarte unos minutos para que recapacites. Cuando regrese, quiero verte vestida de nuevo y con una decisión tomada. ¿Ha quedado claro?
El tono seco sonó como un latigazo. Tamara asintió, cohibida como nunca. Noelia, con una sonrisa, abrió la puerta y la cerró de nuevo, cuidadosamente. Tamara se quedó sola en el probador y se abrazó a sí misma, sólo para que sus manos dejaran de temblar. Estuvo así un minuto, hasta recuperar su ritmo respiratorio, y comenzó a vestirse con sus ropas. Su mente era un torbellino en esos momentos. No quería ser utilizada de aquella forma, ni con el menosprecio que Noelia había usado con ella, pero, por otro lado, aquel tono imperativo, dominador, la anulaba totalmente, encendiendo su libido al máximo.
Un par de duros toques en la puerta la hicieron volver a la realidad.
―           ¿Estás lista, querida?
―           Sí.
―           Umm… no se ven muchas chicas tan guapas como tú todos los días – dijo Noelia, tras abrir la puerta y examinarla largamente.
―           Gracias.
―           ¿Qué has decidido?
―           Que… quiero ese descuento, señora…
―           Ya veo que sabes cuando llamarme señora. No es la primera vez que te sometes, ¿verdad?
Tamara no contestó pero agitó la cabeza y bajó la vista.
―           Bien, nada más que por eso, mereces un sitio mejor que un probador. Iremos a mi despacho. Sígueme – Noelia se llevó un dedo ante los labios, como tomando una decisión.
Subieron a la planta superior por unas amplias escaleras de caracol, que desembocaban al almacén y a unos lavabos para el personal. Más allá, una puerta tenía un cartel que rezaba: “Administración. Privado.” Noelia sacó una llave de la muñeca y la abrió. Hizo pasar a Tamara en primer lugar y luego volvió a cerrar por dentro con llave.
Tamara pasó la mirada por la sala. Un escritorio con un terminal encendido, un par de cómodas sillas, varios archivadores, y un amplio biombo que separaba la habitación. Las paredes estaban decoradas con pósteres de diversas marcas internaciones, casi todos ellos con la efigie de una bella modelo internacional.
Noelia la empujó suavemente hacia el biombo. La luz entraba por dos ventanales de cristales ahumados, que proferían una deliciosa semipenumbra a todo el interior. Detrás del biombo, había un par de sillones orejeros, una mesita de té, y un amplio diván cubierto con una colcha de color salmón.
―           Siéntate, querida – le dijo Noelia, señalando el diván. — ¿Quieres beber algo?
―           Un… poco de agua, por favor.
Noelia se marchó de nuevo hacia el despacho y Tamara oyó como se abría un frigorífico. Debía de ser pequeño porque no lo había visto al entrar. La encargada volvió con una botellita de agua mineral. La abrió, bebió un sorbo, y se la pasó a la rubita. Mientras Tamara bebía, la mujer descendió a lo largo de su cuerpo el tintoso vestido, hasta quedar tan sólo cubierta con una vaporosa y oscura combinación. Sus piernas quedaban casi enteramente al descubierto, demostrando que estaban muy cuidadas, bronceadas y bien depiladas.
Se acercó a Tamara, quien, sentada, dejó la botellita de agua sobre la mesita. La encargada volvió a quitarle la blusa de la misma forma que minutos antes, dejándole el torso desnudo. Una de sus manos descendió y los dedos pellizcaron duramente un pezón. Tamara no se quejó pero su cuerpo se agitó en una muda protesta. Los dedos de la encargada siguieron manipulando alternativamente los pezones hasta dejarlos tan duros y tiesos que se hubiera podido colgar de ellos un móvil, llegado el caso.
Tamara, sentada y erguida, con el pecho ofrecido, temblaba como nunca lo había hecho en su vida. La mezcla de dolor y ansiedad la estaba desequilibrando emocionalmente. Estaba a punto de echarse a llorar, aquejada de un sentimiento que no podía aún definir. ¿Qué le estaba haciendo aquella mujer, por Dios?
―           ¿Ya no lo soportas más? – le preguntó Noelia, descubriendo las lágrimas que se deslizaban por las enrojecidas mejillas.
Tamara negó de nuevo, sin despegar los labios. Tenía miedo de que si dejaba escapar una palabra, no podría ya contenerse, y no quería parecer una tonta emotiva.
―           ¡Ponte de rodillas sobre el diván!
Tamara se quitó las sandalias rápidamente y se arrodilló sobre el mueble, sentándose sobre sus talones. Con una maléfica sonrisa, Noelia la imitó, encarándola desde un costado. Con una pequeña palmada sobre el trasero, la mujer la obligó a levantarse sobre las rodillas, y, de esa manera, desabrocharle el pantalón y la bragueta. Tamara respiraba agitadamente, pendiente a las manos que manipulaban su cubierta entrepierna.
 
 Exhaló un hondo gemido cuando los dedos de exquisitas uñas pintadas se colaron por el hueco abierto de la bragueta. El tanga negro apenas sirvió de obstáculo. Los dedos de Noelia se colaron como expertos intrusos, deslizándose sobre su pubis rasurado y hundiéndose entre los labios mayores para separarlos hasta encontrar el hirviente clítoris.
No bajaron más, ni buscaron otra cosa, tan sólo el pequeño pináculo que orquesta el placer femenino. Demostrando una habilidad portentosa, Noelia pinzó y acarició el botón, con los ojos clavados en el rostro de Tamara, que quedaba por encima de ella. La joven rubia había cerrado los ojos y mordido uno de sus labios. Se balanceaba sobre sus rodillas, como si se meciese, y sus manos habían subido involuntariamente, una a la nuca de Noelia, la otra a su propio pezón, buscando avivar el fuego que aún quedaba en ellos.
Los dedos de Noelia comenzaron un ritmo vertiginoso sobre el clítoris, haciendo que Tamara agitara sus caderas, adelante y atrás. Pequeños espasmos incontrolables contraían sus glúteos, echando la pelvis hacia delante, hacia los dedos que la controlaban totalmente. Su boca se abría, dejando asomar la punta rosada de su lengua.
―           Señora… me v-voy a… correr… – musitó, sin mirarla, los ojos cerrados, la faz hacia el techo.
―           Es lo que quiero, guarrilla. Córrete. Quiero que te corras sobre mi mano y voy a seguir manoseándote sin parar hasta que te corras otra vez más, al menos. ¿Me has entendido?
―           Sí, sí, señora…
―           Así, cuando estés saturada, podrás dedicarte plenamente a comerme el coño durante una hora, ¡mínimo!
 
Tamara apenas escuchaba ya, perdida en los vericuetos de su propio placer. Nada más saber lo que la señora pretendía de ella, su propio morbo había detonado un feroz orgasmo que aún estaba cabalgando. Aquellos dedos no la dejaban sobrepasar la cresta de la agónica ola. Se aferró con las dos manos a la nuca de la encargada, colgándose materialmente de ella, la barbilla apoyada sobre el cabello de Noelia.
―           ¡Vaya como se corre la niña! – exclamó la mujer, con una risita. — ¡Eso es! ¡Así, así! ¡Mójame los dedos, guarrilla!
Con los últimos coletazos del orgasmo, las manos de Noelia le bajaron el pantalón, dejando sus nalgas al aire. Los dedos se apoderaron de los glúteos con fuerza. Tamara jadeaba, ahora la mejilla apoyada sobre la cabeza de Noelia.
―           Quiero ver si eres capaz de repetir ese orgasmo, niña. Así que voy a quitarte el pantalón y voy a utilizar algo más que mis dedos. Tienes suerte. Pocas chicas han disfrutado de una de mis sesiones completas – musitó Noelia, al tumbarla y quitarle el vaquero lavado a la piedra.
―           Un resp… respiro, por Dios – jadeó Tamara.
 
Aunque no le contestó, Noelia se lo concedió, dedicándose a hundir su lengua en la boca de la rubita. Estuvieron al menos cinco largos minutos besándose, intercambiando saliva y jadeos. Tamara, como pudo, retiró el negro camisón de la encargada para poder gozar de su piel.
Un muslo de Noelia se metió entre sus piernas, buscando un contacto íntimo. Tamara se abrió con alegría, buscando ella también conectar de la misma forma. Su vagina se desbordaba al contacto con la suave piel, pero ella en cambio rozaba la prenda interior que la mujer aún llevaba. No quiso romper el momento, por lo que siguió frotándose sin intentar quitársela.
Los besos se volvieron verdaderos lametones, y, finalmente, quejidos exhalados contra el cuello de la otra. Los ondulantes movimientos de sus caderas, buscando el máximo contacto en sus entrepiernas, tomaron un ritmo frenético. Noelia abarcaba las nalgas de la rubita con sus manos, para conseguir que presionara más contra su pelvis.
―           Ah, pero que guarra eres, rubita – gimió Noelia, los labios pegados al hombro de ella. – Ninguna niña me ha follado así, como lo estás haciendo tú… cabrona… Me gustaría saber con cuántas… señoras has estado ya… ¡Contesta!
―           Muchas… quince por… lo menos – gimió Tamara.
―           ¡Diossss! ¡Qué puta eres! Me encanta – Noelia se despegó de la chiquilla, deslizando su cuerpo hacia abajo, buscando el coñito con su lengua.

 

Tamara arqueó su cuerpo al notar tal movimiento, abriendo más los muslos. La cabeza de Noelia se hundió entre ellos, aspirando con voracidad. Tardó menos de un minuto en correrse de nuevo, lo que hizo que su pelvis temblara sin control. Tironeó de los oscuros cabellos de la mujer, buscando que su lengua profundizara aún más, y lloriqueó con los últimos espasmos, como si indicara que no podía soportar más placer.
―           ¿Más tranquila? – le preguntó Noelia, con la barbilla apoyada sobre su rasurado pubis, mirando cómo se recuperaba.
―           Sí, señora.
―           Bien, entonces vamos al asunto que me debes – dijo, poniéndose en pie.
 
Se bajó las bragas, mostrando un pubis bien peludo, y se colocó a horcajadas sobre la boca de Tamara. Apartó todos los cabellos rubios con varias pasadas de sus manos, y se dejó caer. Tamara olisqueó aquel coño lleno de pelos. Sólo olía a mujer excitada, menos mal.
―           Me lo lavo todos los días, pero no me gusta recortármelo, ni rasurarlo – se rió Noelia. – Vas a tragar pelos, pequeña. ¿Te importa?
 
Tamara agitó la cabeza en el poco espacio que tenía.
―           Bien. Me lo abriré con los dedos para que te sea más fácil meter la lengua, ¿te parece bien?
Noelia bajó sus manos, aferró sus labios mayores y los abrió ampliamente, permitiendo a Tamara acceder con facilidad a clítoris y vagina. Lamió lentamente, con largas pasadas que llegaban perfectamente a sus objetivos. Noelia, quien estaba más caliente de lo que la ponían de costumbre, restregaba su sexo contra la barbilla y nariz de la rubia, en un sensual movimiento ondulante.
―           Ahora dedícate al culo – susurró, adelantando más la postura y colocando su ano sobre la boca de Tamara. — ¡Santa Madre! ¡Que lengua tienes, coñito dulce!
 
Tamara, mientras succionaba e intentaba adentrarse en el oscuro reino intestinal, estaba haciendo diabluras con sus dedos gordos, uno hundido en la vagina, el otro atareado sobre el clítoris. Este juego llevó a Noelia al primer orgasmo y fue uno de importancia, que la hizo acabar con la cara hundida en el diván y las posaderas temblando encima del rostro de Tamara.
―           Espera, espera – gimió. – Deja que tome aire…
―           ¿No habías dicho que tenía que estar una hora? Apenas han pasado quinto minutos – le respondió la chiquilla, con la voz amortiguada por el propio cuerpo de Noelia.
―           Es que nadie me había hecho llegar de esta forma, coño – Noelia giró el rostro, apoyando la mejilla contra la colcha y así poder hablar mejor. – Eres toda una profesional…
―           ¡No soy puta!
―           Vale, vale, lo siento. Pero no te pareces nada a los yogurines que suelo comerme. Me gustan las chicas jóvenes, adolescentes, ya sabes… pero tienen más entusiasmo que práctica.
―           Bueno, eso es porque practica sólo con sus amigas y ninguna de las dos tienen más experiencia que lo que sacan de Internet.
―           Tú tienes de las dos, experiencia y entusiasmo – Noelia se retiró y quedó acostada, boca arriba, al lado de Tamara.
―           Se hace lo que se puede – musitó la rubita.
―           Y muy bien, por cierto – lanzó una carcajada la encargada.
Tamara se dejó caer del diván y tomó la botellita de agua, apurándola. Después, se instaló a cuatro patas sobre la mujer y la miró con los ojos entornados.
 
 
―           ¿Puedo seguir ya? – musitó con la voz ronca.
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
 
 
 

Relato erótico: “De profesion canguro 08” (POR JANIS)

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Acuerdo entre colegialas.
 
 
El dedo de Tamara pasaba archivo tras archivo de su diario secreto, sentada al escritorio de su dormitorio. Afuera, el día no podía ser más gris y lluvioso. Era sábado por la mañana y Fanny, su pelirroja cuñada, había ido al centro comercial Eroski, de Flattour Park, a treinta kilómetros de Derby, llevándose con ella tanto a hijo como marido. Así que estaba sola en casa, sola y aburrida. Mal asunto.
Pensó en llamar a alguna conocida, pero se echó atrás por vagancia. Buff, arreglarse tan de mañana para tener una cita. ¡Ni que estuviera desesperada! Por eso mismo, había sacado el viejo pendrive de su escondite y estaba actualizando entradas. También era divertido rememorar asuntos del pasado, ¿no?
Sus ojos se detuvieron ante una fecha clave. Con una sonrisa, abrió el archivo y comenzó a leer distendidamente, arrullada por la calefacción de su cuarto y el cómodo sillón que utilizaba para el escritorio.
Violette era una de sus mejores amigas. Llevaban juntas desde párvulos y, encima, eran casi vecinas. Al menos, vivían en la misma barriada. Habían ido a la misma escuela de primaria y a la misma clase. Cuando comenzaron secundaria, Violette pidió ser trasladada a la clase de Tamara, para no perder el contacto. Incluso formaron una pequeña pandilla de chicas que iban y venían del instituto juntas, todas del mismo barrio. Pero tuvieron que separarse cuando los padres de Tamara murieron en aquel accidente de ferry. Tamara se mudó a otra ciudad, con su hermano, y, aunque mantuvieron el contacto a través de Internet, la confianza se fue degradando.
Violette tenía su misma edad, de hecho, era cuatro meses más joven, y era tan rubia como ella. A veces las creían hermanas, ya que, en verdad, se parecían en ciertos aspectos. Violette era más menuda que ella, con el rubio pelo cortado a lo garçon, pero sus rostros eran muy parecidos, de narices rectas y algo respingonas, labios delgados y bien dibujados, y ojos azules.
A los doce años, cuando empezaron a hablar de chicos y planes fantásticos para el futuro, Violette inició una conversación muy íntima, las dos haciendo los deberes en el dormitorio de ésta.
―           Pienso dejar de ser virgen cuando cumpla quince años – dijo, haciendo que Tamara la mirase con incredulidad.
―           ¿Tan pronto? – le preguntó.
―           ¿Te parece pronto?
―           Un poco. Mamá insiste en que debes saber lo que buscas cuando te decidas…
―           Pues yo pienso que cuanto antes mejor – musitó Violette, trazando una raya perfectamente medida en su cuaderno, con la ayuda de una pequeña regla. Cuando se aplicaba a sus tareas, solía sacar la punta de su lengua entre los labios. – Estuve hablando con mi prima Aby, ya sabes, la que va a la universidad. Contó lo que hacen allí para divertirse. Tengo muy claro que para cuando yo acuda a una universidad, tendré perfectamente aprendido lo que es hacer el amor. ¡No quiero desaprovechar oportunidades por ser una pardilla!
―           Vaya… – suspiró Tamara, mirándola bobamente, con una mano en la mejilla.
―           ¿Y tú?
―           No lo sé. Aún no he conocido a ningún chico que me atraiga como para pensar en ello.
―           A mí tampoco, pero hay que tener claro el concepto.
―           ¿Y si no encuentras a ninguno a los quince? O sea, que no te guste ninguno, me refiero…
―           No me lo he planteado – reflexionó Violette, mordiendo el capuchón de su bolígrafo.
―           Además, ya sabes lo que dirán de ti, ¿no?
―           ¿A qué te refieres? – Violette enarcó las cejas, mirándola.
―           Que serás una golfa, una guarra, que serás una chica fácil que se va con cualquier chico.
―           ¡No me importa!
―           Puede que a ti no, pero ¿y tu familia? ¿Tu hermana menor va muy cerca de muestro curso? Ella escuchará los comentarios en el instituto.
Violette se echó hacia atrás en su silla. Era evidente que no había pensado en ese detalle. Su padre era muy exigente con la reputación familiar. Si se enteraba de una cosa así, podría significar un gran problema para ella. Incluso podía enviarla a un internado…
―           Tienes razón, Tamara. No lo había pensado. ¿Qué piensas hacer tú?
―           No lo sé, la verdad – se encogió de hombros Tamara. – No es algo que me preocupe demasiado. Llegará en el momento oportuno, siempre lo he creído así.
―           Ya te veo virgen aún al doctorarte – bromeó Violette.
―           ¡Uuy! ¡Qué viejecita! – se rió Tamara.
―           Podemos hacer un pacto entre nosotras – sugirió la rubia de pelo corto.
―           ¿Sí?
―           Ajá. ¿Qué te parece si para cuando cumplamos dieciséis aún somos “inmaculadas”, nos ayudamos la una a la otra a deshacernos de “eso”.
―           ¿Entre nosotras? – Tamara abrió muchos los ojos.
―           Pues sí. Tenemos confianza, nos hemos visto desnudas un montón de veces, y no tiene que ser muy difícil, usando un cacharro de esos.
―           ¿Cacharro? – Tamara no comprendió.
―           Ya sabes, un consolador…
―           ¡Dios, Violette!
―           ¿Qué pasa? ¿No has visto ninguno? – sonrió la pizpireta Violette.
Tamara negó con la cabeza, bajando la mirada. Su amiga encendió el ordenador de sobremesa que se encontraba en un extremo del escritorio.
―           Mira, tonta – la llamó a su lado, una vez que abrió el pertinente programa que accedía a la red.
Tamara, con los ojos desorbitados, contempló una extensa panoplia de fotografías sobre consoladores de todos los colores, tamaños, texturas, y funciones. Los había para el agujerito trasero, para rozarse contra ellos, para cabalgarlos en el suelo, sumergibles para la bañera, larguísimos para compartirlos…
―           ¿Es que te da corte? – le preguntó Violette al oído. Tamara sólo pudo encogerse de hombros. – A mí no. Sería más fácil contigo que con un chico – repuso de nuevo, como si se lo dijera a sí misma.
En aquellos momentos, Tamara aún no sabía nada de su tendencia lésbica, ni de cómo cambiaría su vida en unos cuantos años. Sólo sabía que su mejor amiga le estaba haciendo una proposición muy seria, para dejar de ser niñas.
―           ¿Lo prometes? – insistió Violette.
―           Sí, lo prometo – musitó finalmente Tamara.
―           Bien – Violette le echó un brazo al cuello, atrayéndola hasta depositar un beso en su mejilla. – Yo también lo prometo.
Por raro que pareciese, Tamara le estuvo dando muchas vueltas a aquella promesa durante semanas, pero el tema no volvió a surgir entre las dos chiquillas. Sus vidas siguieron llenándose de tareas y cosas nuevas, hicieron nuevas amigas, discutieron sobre chicos, y, desgraciadamente, los padres de Tamara murieron.
Dos o tres veces por semana, Tamara y Violette hablaban por Messenger o por cam. Tamara le contaba como era Derby, una ciudad mucho más pequeña que Londres, y Violette le explicaba que todos los chicos que conocía eran retrasados mentales.
―           ¡Estoy a punto de buscarme un universitario! – exclamó Violette con un bufido.
―           No creo que estén interesados en niñas como nosotras – meneó la cabeza Tamara, ante su monitor.
―           Ya lo sé, a no ser que me levante la falda delante de uno. Dicen que siempre están salidos.
―           ¿Te atreverías a hacer eso?
―           ¿Estás loca? Tan sólo bromeaba – la tranquilizó su amiga. – Pero se acerca la fecha límite – musitó de repente, sobresaltando el corazón de Tamara.
―           ¿Qué fecha? – preguntó, como si ya no se acordara de su promesa.
―           Joder, niña, ya sabes. Nuestra promesa…
―           Ah…
―           ¿No te echaras atrás ahora? – Violette agitó su índice ante la cámara.
―           No, no… sólo que… es mejor un chico, ¿no?
―           A falta de pan, buenas son tortas, como dicen los españoles.
―           Ya.
El problema es que Tamara ya conocía esas tortas, desde hacía unos meses. Solía dormir con Fanny dos o tres veces por semana, cada vez que su hermano se ausentaba, y su cuñada se había encargado de hacer desaparecer el molesto himen.
Tamara empezaba a ser consciente de cuanto le gustaba el sexo sáfico, aunque aún no conocía su faceta gerontofílica. Sin embargo, ya no sentía ningún recelo a la hora de imaginarse desflorando a su amiga. No era algo que la ilusionara especialmente, pero tampoco la desagradaba. Su amiga era guapa y simpática, y tenían mucha confianza entre ellas, pero había un problema que había que solucionar si llegaba el momento. Estaban separadas físicamente.
Violette seguía en Londres, y Tamara se encontraba en una ciudad del centro de la isla. Violette podía invitarla un fin de semana. Gerard, el hermano de Tamara, no podría ninguna pega por ello. La subiría a un tren y la enviaría a la capital. Pero una vez en casa de Violette… ¿tendrían intimidad para llevar a cabo lo que pretendían?
Sin embargo, Violette lo tenía todo pensado y preparado. Durante el tiempo que llevaban separadas, se dio cuenta que echaba muchísimo de menos a su amiga, y que sería mucho más bonito y dulce, que se desfloraran mutuamente que someterse al bombeo de un macho que tan sólo buscaría su propio disfrute.
Siendo consciente, desde hacía meses, de lo que quería, preparó una semana de reunión de antiguas alumnas del colegio, con la ayuda de varias veteranas de último año. El colegio privado era célebre por varios motivos y uno de ellos era por la cantidad de alumnos que esperaba su ingreso y por los que tenían que abandonar el centro a mitad de curso. La propuesta de aquel grupo de trabajo gustó a la dirección del colegio. Durante una semana, antiguas alumnas podrían recordar su estancia en el centro, en una especial invitación. Acudirían a clase, podrían acceder a toda la instalación, vestir el uniforme… todo cuanto hicieron anteriormente, y todo ello constaría en su ficha escolar.
Tamara reconoció el ingenio de su amiga cuando la invitación llegó al departamento administrativo de su actual escuela. Podría acudir con todos los gastos pagados encima. Violette lo había arreglado con sus padres para que durmiera en su casa, en su dormitorio, durante su estancia. ¡Incluso había conseguido un consolador y todo!
Así que, cuando llegó el momento, un domingo por la tarde, Gerard la acompañó a la estación para tomar un tren hasta Londres. Como buen hermano, encargó al revisor que le echara un ojo a su inocente hermanita, hasta llegar a la capital.
El tren la dejó en la estación de West Hampstead, donde Violette y su padre la estaban esperando. Las dos chiquillas se abrazaron con fuerza, besándose las mejillas. Louis, el padre de Violette, de origen francés, colocó sus brazos por encima de los hombros de ambas, y las condujo al coche.
Cenaron temprano y se fueron a la cama inmediatamente. Tenían muchas cosas que contarse y debían madrugar al día siguiente. Tamara no le contó nada de su lío amoroso con su cuñada, ni de que había perdido ya su virginidad, pero se pasó todo el rato mirando a su amiga a los ojos, abrazada a ella.
En aquel año de separación, los cuerpos de ambas habían cambiado. Tamara era ya toda una mujer, de pechos medianos y caderas desarrolladas, aunque esbeltas, y Violette había redondeado sobre todo las nalgas. Aún tenía pecho menudo y cara de niña, pero sus piernas y trasero eran de primera. Aún llevaba aquel corte de pelo como un niño, con el flequillo caído sobre un ojo, pero ahora casi rubio platino, debido a un buen tinte.
A la mañana siguiente, Violette insistió en que se ducharan juntas. Tamara aceptó y se enjabonaron mutuamente, sin ir más lejos. Parecía que Violette quería tomarse las cosas sin prisas, y a Tamara le pareció bien. Una vez secas, peinadas, y ligeramente maquilladas, Violette le entregó el uniforme escolar. Estaba algo retocado para subir el largo de la falda escocesa, de cuadros negros sobre fondo rojo, una cuarta por encima de la rodilla. Los altos calcetines blancos acababan justo ahí, dejando una franja de piel a la vista de apenas tres dedos. El clima aún no estaba siendo muy malo para ir sin medias. Zapatos negros cerrados de cuña, cómodos y ligeros, camisa blanca de manga larga, corbata corta a juego con la falda, y un chaleco suéter, gris oscuro, completaba el uniforme.
Al mirarse las dos en el espejo de la puerta del armario, pensaron que estaban monísimas y provocativas, lo que cualquier colegiala buscaba en el fondo.
Entraron en la escuela cogidas de la mano. Violette la presentó sus amigas en el recreo, y de ella, dijo que era su primera y mejor amiga. Marla, Beth, y Lyla eran chicas típicamente londinenses. Marla era de ascendencia zulú, Beth era una pecosa hija de de irlandeses, y Lyla era una mestiza asiática de tercera generación. La verdad es que cayeron muy bien a Tamara.
Aquella tarde, repasando un par de temas escolares en la habitación de Violette, ésta le preguntó si había salido ya con chicos. Tamara se levantó del escritorio y se sentó en el borde de la cama de matrimonio donde ambas dormían.
―           No he salido con chicos, Violette. No me gusta ninguno, hasta ahora.
―           ¿No? Yo he salido con dos, pero me cansé enseguida.
―           ¿Demasiado “pulpos”?
―           Ni te cuento – se rió Violette, sentándose a su lado y tomándola de la mano.
―           Pero sí he salido con chicas – dijo de repente Tamara, no entrando más en detalles. No pensaba decirle que se entendía con su propia cuñada.
―           ¿Con chicas? ¿Te gustan las chicas, Tamara? – se asombró su amiga.
―           Sí, creo que sí.
―           ¿Desde cuando?
―           No lo sé – se encogió de hombros. – Lo he descubierto hace poco. Aún estoy… experimentando, digamos.
―           ¡Qué callado te lo tenías! – la recriminó dulcemente Violette.
―           No es algo que se diga de pasada.
―           Entonces… ¿te gusto yo? – Violette se llevó una mano al pecho.
―           Bueno… eres muy guapa y eres mi amiga. Sí, me gustas.
―           ¡Mucho mejor! ¿No?
―           Para mí, sí. ¿Y para ti?
―           No lo he hecho nunca con una chica.
―           Ni con un chico tampoco, vamos.
―           ¡Pécora! – Violette le soltó un manotazo en el hombro. – Pero creo que me gustará probar contigo.
―           ¿Por qué?
―           Porque sí. Ya te quiero como amiga y estás guapísima con ese uniforme. Beth me lo ha dicho al oído. Ella también es un poco… de la otra acera, ¿sabes? Me dijo que ha tenido que contenerse para no meterte mano por debajo de la falda – susurró Violette en confidencia.
―           ¿De veras?
―           Lo juro. ¿Te gusta?
―           No lo sé. Todas esas pecas me confunden.
―           Te puedo asegurar que tiene los pelos del pubis rojos, rojos – gesticuló Violette, con una mano, luciendo una bella sonrisa.
―           Buuagg… que asco… ¡Pelos en el coño! – Tamara se llevó un índice a la boca, simulando una arcada.
―           A ver, ¿qué es eso de pelos en el coño? ¿Tú no tienes? – esta vez, su rostro se puso serio.
―           Ni uno. Me paso la cuchilla cada dos días. Es más higiénico y queda mucho mejor.
―           ¿Por qué? – Violette elevó las palmas de ambas manos con la pregunta.
―           ¿Tú meterías la lengua allí, entre todos esos pelos?
―           ¿La lengua en…? Oh, ya comprendo – las mejillas de Violette enrojecieron.
En el segundo día, Violette la llevó a merendar a una pastelería célebre, junto con sus amigas. Estuvieron hablando un poco de todo y hartándose de pasteles. Violette dejó caer que Tamara tenía experiencia con chicas y tanto Beth como Marla hicieron preguntas, curiosas. Lyla mantuvo una expresión de asco durante todo el tiempo.
―           Creo que Beth se ha interesado aún más por ti, al saber que te van las chicas – le dijo Violette, metiéndose en la cama. Portaba una vieja y larga camiseta de Elton John, que dejaba sus piernas desnudas a partir de medio muslo.
―           Es más curiosidad que otra cosa – repuso Tamara, saliendo en bragas del baño de su amiga. Tiró su sujetador sobre una silla.
―           ¿Duermes desnuda? – se asombró Violette.
―           Sí. He intentado durante estas dos noches con el camisón, pero no me siento cómoda. ¿Te importa, Violette?
―           No, no, que va, pero yo no podría.
―           ¿Por frío?
―           No exactamente.
―           ¿Por pudor? Aquí nadie te ve.
―           No lo sé, será la costumbre.
―           A ver, cuéntame más cosas sobre Beth. ¿Por qué dices que es medio lesbiana? – preguntó Tamara, metiéndose bajo las mantas.
―           No sé… siempre está tocándonos, abrazándonos, y suele dar picos a todas las chicas. ¿No es raro?
―           No demasiado. ¿La habéis visto besar en serio?
―           ¿Con lengua? – un atisbo de asco se deslizó por su rostro.
―           Sí.
―           No, creo que no.
―           ¿Y competiciones sexuales? ¿Ha hecho alguna?
―           ¿A qué te refieres? – Violette no entendió el término.
―           A proponer que comparéis los pechos, a ver quien alcanza antes el orgasmo masturbándose, y cosas así…
―           Bueno, lo hicimos… una vez… las cuatro… en la ducha – murmuró Violette, enrojeciendo.
―           ¿Todas juntas?
―           No, no… cada una en una ducha. Estábamos solas en los vestuarios – negó rápidamente la rubia de pelo corto.
―           Así que no os veíais las unas a las otras, pero si os escuchabais…
―           Sí.
―           ¿Lo propuso Beth?
―           Creo que sí.
―           ¿Y tú? ¿Qué sentiste? – preguntó Tamara, apoyando su frente en la cabeza de su amiga. Las dos testas quedaron unidas, Violette con los ojos bajos, Tamara intentando ahondar en su expresión.
―           No sé… creo que estaba tensa – murmuró Violette.
―           ¿Tensa? ¿Por qué?
―           Las escuchaba jadear… Marla era la que más gemía… que cerda – sonrió levemente.
―           Dime, Violette, ¿en qué pensabas tú mientras te tocabas?
―           Esto… déjalo, Tamara – agitó una mano.
―           Venga, dímelo, anda. ¿Pensabas en algún chico?
Violette, con los ojos bajos, negó con la cabeza.
―           ¿Imaginabas a tus amigas, verdad? Tocándose bajo el chorro de agua, apoyadas en los azulejos, con las piernas abiertas, las caderas agitándose…
―           Joder, Tamara, no seas tan gráfica – se agitó Violette.
―           Pero… es así, ¿no?
―           Sí – suspiró finalmente Violette. – Aquellos gemidos me pusieron muy mala… como nunca me he excitado.
―           ¿Lo habéis hecho más veces?
―           No – y la corta respuesta indicó perfectamente su frustración.
―           Pues habrá que proponerlo de nuevo, ¿no?
―           ¡Estás loca! – negó Violette.
―           ¿Crees que ellas no se calentaron lo mismo que tú? Supongo que todas acabasteis, ¿no?
―           Al menos, eso aseguraron – dijo Violette, consciente del calor que emanaba del cuerpo que tenía a su lado.
―           ¿A quien te hubiera gustado tener en la ducha contigo? Sé sincera.
―           A Lyla… pero no creo que lo aceptara… Ya viste el gesto de asco que hizo…
―           Eso no quiere decir nada. Puede ser una simple máscara, algo que hace para que no sepamos lo que realmente siente. ¿Admitió haberse corrido?
―           Sí.
―           Ya ves entonces. Ahora bien, ¿te has imaginado tocando el coñito de Lyla?
―           Joder… ¡qué directa que eres!
―           Ya no es momento de medias tintas, Violette. Ya sabes a lo que he venido aquí… Seguro que te has masturbado un montón de veces con la imagen de Lyla… después de ir a la piscina y verla en bikini, o el recuerdo de una sauna…
El rostro de Violette se había vuelto carmesí y procuraba no mirar a su amiga.
―           Así que he dado en el clavo. Quizás incluso tienes algunas fotos de ella, tomadas en momentos un tanto íntimos… ¿Acierto?
El gesto de Violette no podía ser más evidente. Mordisqueaba una de sus uñas, nerviosamente.
―           Es natural. Lyla es muy hermosa, con esos ojos achinados, del color de la miel, y una piel de porcelana – musitó Tamara, tomando la mano de su amiga, la que tenía en la boca. – Te has imaginado cómo sería pasar tu mano por su piel, puede que muchas veces, pero, ¿has tocado alguna vez la piel de una mujer, aparte de la de tu madre?
Violette negó con la cabeza, casi de forma violenta.
―           Ahora tienes la oportunidad, Violette. Estoy aquí por ti… recuérdalo – le dijo Tamara, llevando la mano de su amiga hasta su clavícula desnuda y depositándola allí.
Tímidamente pero sin temblar, la mano de Violette descendió desde el hueco del hombro de Tamara hasta la pequeña pirámide que formaba su erecto y delicioso pezón. La mano volvió a recorrer aquel camino, pero esta vez ascendente, deleitándose en la sedosidad de la piel, en el cálido tacto. Tamara la miraba y sonreía levemente, animándola a seguir probando.
Los trémulos dedos no tardaron en apoderarse del pezón que soliviantaban, acariciándolo, pellizcándolo, atormentándolo, hasta que, enrojecido y muy sensible al tacto, obligó a Tamara a quejarse y cerrar los ojos. Tomó la mano y la desplazó sobre su otro pezón, para que realizara allí la misma función.
Tras unos minutos, Tamara hizo descender la mano de su amiga hasta su ombligo, donde dibujó lentos arabescos sobre su vientre, consiguiendo que ondulara como el de una bailarina del susodicho.
―           ¿Quieres meter tu mano en mis braguitas, Violette? ¿Quieres tocar mi coñito? – le preguntó Tamara, el rostro girado hacia ella, los ojos prendidos en los suyos.
Violette tan sólo asintió y tragó saliva, dejando que Tamara tomara de nuevo su mano y la llevara hasta su destino. Bajo la prenda íntima, el pubis era un horno. Con los muslos abiertos, Tamara esperaba el encuentro con aquellos dedos. Concentrándose en el sentido del tacto, Violette imaginó cómo debía de ser la vagina de su amiga. La vulva parecía estar hinchada, muy mullida, y de fino tacto. Los labios vaginales se abrían como los pétalos de una singular flor tropical, perlados de humedad, insuflados por el ardor. Se dijo que Tamara tenía razón, sin vello era mejor. Paseó el nudillo del dedo índice sobre el monte de Venus y apretó el clítoris con fuerza, arrancando un hondo suspiro de su amiga.
“¡Madre del amor hermoso, qué bueno es esto!”, se dijo, relamiéndose mentalmente.
El dedo corazón buscó, él solo, por intuición, el camino al interior de la vagina de Tamara, hundiéndose lentamente en aquel diminuto pozo del más exquisito placer.
―           Estás muy mojada, Tamara – murmuró, admirando el perfil de su rostro.
―           Estoy muy… cachonda – admitió, haciendo reír a Violette. – Me excitas muchísimo…
―           ¿Yo? – se asombró Violette.
―           Sí. Tú y tu súbita timidez… ¿Quién lo habría dicho, amiga? ¿Quién podía imaginar que toda tu exuberancia no fuera más que palabrería?
―           Calla, por favor – gimió Violette, hundiendo sus dedos todo lo que pudo en aquel coño que deseaba saborear, pero que no se atrevía. – No digas guarrerías…
―           Aaahhhh – suspiró Tamara, echando hacia delante las caderas.
―           Ssshhh… calla, que nos van a escuchar – dijo Violette, tapando con su mano desocupada la boca de su amiga.
―           No pienso t-tocarte aún… Violette – Tamara se interrumpió, deslizando su lengua entre los dedos que tapaban su boca. – Aparta esa mano y llévala a tu coñito… mastúrbame y háztelo tú misma, al mismo tiempo… vamos… amiga… lo estás deseando…
Sin pensarlo más, la mano libre de Violette se deslizó bajo su propia camiseta de Elton John y se coló en sus bragas de algodón. Inmediatamente, comprobó que su vagina estaba tan mojada como la Tamara, incluso podía ser que más… Su coño se abrió, aceptando la presión de su dedo índice, más ansioso que nunca. Usó el índice y pulgar de cada mano para friccionar y comparar los clítoris. El de Tamara estaba más crecido e inflamado, y la hizo botar sobre la cama con la sensual maniobra.
Las dos estaban boca arriba en la cama, la colcha medio retirada, los rostros enfrentados, una mirando a la otra, y Violette frotaba enérgicamente ambos pubis.
―           Estoy a p-punto de… correrme… Violette – balbuceó Tamara. – No dejes… de m-mirarme… mientras me… ¡oh Dios! Me… corrooooo… – se dejó ir con aquellas palabras, sacudiendo su pelvis con un estremecimiento.
―           Oooh… madre santa… que guarraaaaaaa me sientooooooooooo… — Violette no pudo resistir más morbo y siguió a su amiga, apretando sus dedos contra ambos coños.
Durante veinte segundos no hubo más palabras, ni más movimiento, las dos sumergidas en ese mundo espiritual que nace con cada orgasmo y que se desvanece al abrir los ojos, un instante después.
―           Creo… que me he meado – confesó Violette en un murmullo.
―           No, más bien es que nunca te habías corrido así, ¿verdad? – se rió Tamara.
―           Puede. ¿Siempre es así con una mujer?
―           No lo sé… sólo tengo experiencia con una. Tú eres la segunda, y me ha encantado, así que puedo contestarte que sí.
Aquella noche, durmieron mucho más juntas, Violette abrazando a Tamara desde atrás, haciendo una perfecta cuchara pegada.
 
En el recreo del tercer día, Violette no la llevó a encontrarse con sus amigas, sino que la llevó a un ala cerrada del colegio. Allí, entre sábanas con polvo acumulado, y rincones penumbrosos, se besaron y tocaron largamente. Violette estaba muy frenética y se corrió al poco que Tamara metió una rodilla entre sus muslos, friccionando expertamente el rubio coñito de su amiga.
Aquella misma tarde, Tamara depiló cuidadosamente el pubis y la raja del culito de su amiga, en el cuarto de baño. Se entretuvo en introducir un dedo bien lubricado en el ano de Violette, divirtiéndose con las débiles pedorretas que se le escapaban, entre suspiros y gemidos.
Durante la noche, Tamara subió el termostato lo suficiente como para quedarse desnudas sobre la cama, la colcha en el suelo, y mantuvo la cabeza de Violette más de una hora entre sus piernas, enseñándole a comer como Dios manda un coño. Finalmente, cansada por tantos orgasmos, obsequió a su excitadísima amiga con un frotamiento de coño usando tan sólo su pie y el dedo gordo.
Tal y como había dicho Violette en un par de ocasiones, pareció orinarse encima, pero sólo se trataba de líquido prostático. Violette tenía la suerte de ser una de esas mujeres eyaculadoras.
En la noche del cuarto día, Tamara le devolvió la atención a su amiga. Ni siquiera la dejó ponerse su camiseta de dormir. Nada más cenar, se encerraron en el dormitorio, y Tamara la desnudó rápidamente, en la cama. Le hizo un verdadero traje de saliva, repasando todo el cuerpo de Violette con la lengua, succionó su ano en profundidad y le hizo lamida tras lamida hasta que se quedó dormida, debilitada por los orgasmos. Aquella noche, en más de una ocasión, Tamara creyó que los padres aparecerían en la habitación, debido a los largos quejidos de su hija.
Y llegó el quinto día, el elegido para el gran momento por la propia Violette; la tarde del viernes. Las dos llevaban toda la mañana más calientes que dos pinchos morunos en la feria de Sevilla. Incluso durante el almuerzo en la cafetería, habían estado haciendo manitas bajo la mesa.
―           ¿Podemos escaparnos de las actividades de esta tarde? – le preguntó Tamara en un susurro.
―           Sí, tenemos Moda y Complementos y una charla de Ética, pero no podemos abandonar el colegio hasta las cinco – cuchicheó Violette.
―           No importa. He encontrado el escondite del consolador y me lo he traído en la mochila.
―           ¿Qué? – Violette se obligó a bajar la voz tras la sorpresa.
―           Que pienso follarte esta tarde, aquí, en el colegio. Un sitio interesante para perder la virginidad, ¿no te parece?
―           ¡No, loca, aquí no!
―           Oh, sí. Así que ya puedes buscar el sitio más seguro para ello – la informó Tamara, muy seria.
Cuando acabaron de almorzar, Tamara la tomó de la mano. Notó que Violette temblaba, quizás nerviosa, quizás ansiosa, y la sacó casi a rastras del comedor, buscando despistar a las amigas. Violette la condujo de nueva a aquella ala en la que se escondieron el tercer día, pero ésta vez subieron a una especie de desván, lleno de material deportivo, tanto nuevo como usado.
―           El gimnasio estará cerrado hasta el lunes, así que nadie subirá aquí – musitó Violette, conduciéndola hasta un montón de colchonetas amontonadas.
Era como disponer de una cama enorme, oculta detrás de apilados caballos de cajones, espalderas medio rotas, y enormes cestas llenas de balones de diferentes tamaños.
―           Ay, Violette, ¡qué ganas tenía de pillarte a solas! – exclamó Tamara, abrazándola. – Hoy vas a dejar de ser una niñata y florecerás como mujer.
Violette tembló aún más al escuchar aquellas palabras, y hundió la lengua en la boca de su amiga, con un gruñido. Estaba más que dispuesta a hacerlo. De hecho, estaba ansiosa. Sus lenguas se enredaron en una batalla colosal en la que cada una pretendía ser dueña y señora, pero ninguna conseguía ventaja. La saliva resbalaba por las comisuras de ambas chicas, mojando los chalecos al caer.
Tamara fue la primera en quitárselo, pero cuando su amiga quiso imitarla, ella lo impidió.
―           No te quites la ropa, cariño. Quiero follarte con ese uniforme puesto que tan cachonda me pone – sonrió Tamara.
―           ¿De verdad te pone?
―           Bufff… no sabes tú lo que daría por estar en otro colegio privado. Le iba a meter mano hasta el conserje…
Las dos se rieron y siguieron besándose, pero Violette ya no hizo ningún intento de desnudarse. Rodaron sobre las colchonetas, abrazadas y besándose, incluso mordiéndose suavemente. Tras unas cuantas caricias, Tamara comprobó que su amiga ya chorreaba y le quitó las braguitas lentamente, con las miradas prendidas, lujuriosas. Después, la colocó a cuatro patas y le subió la falda escolar hasta la cintura, mostrando esas nalguitas tan sensuales, que Violette meneó pícaramente. 
―           Así, así… muéstrame lo puta que puedes llegar a ser con tal de que te meta ese pedazo de polla de plástico, guarra – susurró Tamara, inflamando aún más el deseo de su amiga.
―           Por favor… házmelo ya… zorrón…
Tamara se arrodilló obscenamente a la grupa de su amiga, levantando su propia grupa. La falda se le subió más de la cuenta, revelando que, aquel día, Tamara había decidido ir sin bragas al colegio. Sus senos colgaban, bamboleándose levemente cada vez que pasaba un dedo sobre la mojada vulva de Violette. Ésta no hacía más que gemir y menear sus caderas, muy deseosa de lo que le había prometido Tamara.
―           ¿Lo quieres ya? – preguntó Tamara suavemente.
―           Oh, sí… lo quiero ya – respondió Violette, con un sensual gruñido.
Tamara abrió la mochila y sacó el aparato de látex, de unos quince centímetros de largura, por cuatro de circunferencia. Representaba un falo masculino, de pálida textura y rugosidades muy realistas. Tenía un ensanchamiento en la base, que simula el inicio de un escroto, y la base era roja por debajo, donde se instalaban los controles del vibrador. Tamara se lo metió en la boca para humedecerlo, mientras su amiga la contemplaba con mucho deseo. Finalmente, lo puso en la boca de Violette para que la ayudara.
La rubita de pelo corto dejó caer regueros de saliva sobre el consolador, sin dejar de mirar a su compinche sexual.
―           ¿Por qué no hicimos esto antes? – preguntó Violette, dejando la boca libre un par de segundos.
―           No lo sé… por mi parte, no he experimentado todo esto hasta ahora, al mudarme… Ni siquiera sabía que podía existir algo tan erótico…
―           Sí – sonrió Violette. – Yo creía que las bolleras eran unas señoras bastas como camioneros y súper feministas.
―           Las habrá, no te lo discuto, pero también hay chicas normales, como nosotras, que gustan de usar lencería fina… maquillarse, ir a la moda… Trae, golfa, deja de chupetear ya – Tamara le quitó el consolador de la boca.
Violette miró muy atentamente, por encima del hombro, como su amiga acercó el consolador a su vulva, rozando largamente los labios menores. El aparato comenzó a vibrar suavemente, masajeando toda la zona, hasta incidir sobre el inflamado clítoris. Un profundo suspiro surgió de lo más profundo del esbelto cuerpo de Violette.
Tamara tuvo buen cuidado de llevar a su amiga a un clímax tan cercano al orgasmo que, cuando situó la cabeza del consolador sobre el estirado himen, fue la propia Violette la que dio un caderazo para introducirse el aparato.
―           Ah, joder…
―           Sin prisas, Violette, déjame a mí – la retuvo Tamara.
―           Duele – jadeó su amiga.
―           Lo sé, pero se pasa enseguida. Ya verás.
Tamara comenzó a mover el húmedo instrumento muy despacio, sacándolo y metiéndolo tan sólo un par de centímetros. Lentamente, las caderas de Violette adoptaron el mismo ritmo, moviéndose en un corto círculo. La otra mano de Tamara pellizcaba suavemente los cachetes del trasero expuesto, enrojeciéndole poco a poco.
Los zapatos de Violette se movieron al engurruñir los dedos de los pies en su interior cuando Tamara profundizó un poco más. Sentía como su coñito se abría al paso del consolador, calmando un hambre que llevaba arrastrando meses.
―           Te lo voy a meter hasta el fondo, ¿preparada?susurró Tamara.
―           S-síí…
El empuje fue suave, pero, al mismo tiempo, decidido. El glande de látex topó con su cerviz, produciéndole un nudo emotivo en la garganta. Sus cerrados ojos se humedecieron. Ya no era virgen, se dijo.
―           ¿Lo notas?
―           Oh, Dios, como un puto alien dentro de mí – bromeó con un jadeo.
―           Pues procura que no te salga por la boca – continuó la broma Tamara.
―           Calla y dale caña, tonta…
Y así empezó un mete y saca cada vez más rápido e intenso. Violette hundía la cabeza entre los brazos estirados que la mantenían a cuatro patas, gruñendo como una cerda. Se sentía muy libre y muy perra, notando las manos de su amiga en su entrepierna. El calor que nacía de su vagina la sofocaba y no podía dejar de rotar sus caderas, abriéndose totalmente para los embistes.
Tamara alternaba la frecuencia del consolador, con tocarse ella misma. Su vagina estaba licuándose como nunca, terriblemente excitada por lo que estaba haciendo. Sus dedos bajaban a su entrepierna cada pocos segundos, friccionando con fuerza hasta sentir ese pico de tensión que la medio calmaba durante un instante.
Y, en uno de esos instantes, escuchó el murmullo detrás de ella.
 
Se giró rápidamente y pescó a Beth espiándolas. Estaba apoyada con una mano sobre la superficie acolchada de un potro de anillas, y la otra metida bajo su falda. Su rostro pecoso había adquirido el mismo tono que su cabellera y mantenía la mandíbula descolgada. Tamara dio una fuerte palmada en una nalga de Violette, obligándola a girar la cabeza y mirar por encima del hombro, mordisqueando uno de sus dedos.
―           ¿Qué coño…? – empezó a decir, pero se calló al ver aparecer las cabezas de Marla y Lyla.
―           ¿Ves, cacho de guarra? ¡Te dije que no te acercaras tanto, que te iban a descubrir! – amonestó la negrita a la irlandesa. – No, la señora tenía que ver mejor para hacerse un dedo…
―           ¿Nos habéis seguido, putas? – preguntó Violette, resoplando.
―           Pues claro – admitió Lyla. – Estabais muy raras, joder.
―           ¿Cuánto tiempo lleváis espiándonos? – esta vez fue Tamara la que preguntó.
―           Desde que le has metido toda esa cosa – dijo Beth, aún con la falda remangada en la mano.
―           ¡Pues me habéis cortado el puto rollo! – exclamó Violette, arrodillándose. – Estaba a punto… muy cerca…
―           Lo siento – se excusó la mestiza asiática, bajando la cabeza. – Ha sido la culpa de la salida ésta… sólo queríamos mirar…
―           Pues podéis sentaros ahí – Tamara señaló una alta cajonera – y mirar. Cuando consiga que Violette se corra como una perra, la que lo desee puede ocupar su lugar.
―           ¡Tamara! – exclamó su amiga, abriendo mucho los ojos.
―           ¿Qué? ¿No ves como están de calientes? ¡Están deseando de probar! ¿No es cierto?
Ninguna contestó, pero todas apartaron la mirada, enrojeciendo las mejillas. Finalmente, se sentaron sobre el cuero sintético, levantando sus faldas para que los jugos que rebosaban ya sus prendas íntimas no las mancharan. Tamara le dio otra palmada a su amiga.
―           Venga, échate de espaldas y abre bien las piernasle dijo.
Se arrodilló de nuevo, esta vez encarando a Violette, y volvió a introducir el consolador, el cual, esta vez, se deslizó como sobre seda. Violette la miró a los ojos, algo incómoda con la presencia de sus otras amigas, pero pronto todo aquello desapareció de su mente, cegada por el rápido frotamiento del látex. Gemía y se agitaba de nuevo como si no hubiera un mañana.
Las tres chicas sentadas sobre el potro se mordían las uñas. Ninguna de ellas quería reconocerlo en voz alta, pero estaban locas por probar. Tamara giró el rostro hacia ellas y dijo:
―           Necesito que una de vosotras me acaricie y me calme, porque sino no podré seguir – su voz estaba entrecortada, muy excitada.
Las tres amigas se miraron entre ellas y la pelirroja Beth fue la más decidida, levantándose y arrodillándose al lado de Tamara. Ésta la tomó de la muñeca, conduciendo una de sus manos entre sus ardientes muslos.
 
―           ¿Sois todas vírgenes? – esperó al cabeceo de las tres. — ¡Joder, cómo me voy a divertir hoy!
Con una sonrisa en los labios y un hábil dedo en su coñito, Tamara retomó su sensual tarea. Al poco, eran varias las gargantas que gemían en aquel rincón casi olvidado, y ninguna mantenía ya el uniforme puesto.
* * * * * * * * *
“No hay nada mejor que unas amigas bien avenidas para soportar las tediosas horas de colegio, ¿no?”, era la último que escribió en aquella entrada. Sus recuerdos de aquella semana de vuelta a su antiguo colegio eran muy buenos, ahora revitalizados. El fin de semana lo pasaron las cinco juntas, en casa de Lyla, ya que sus padres se ausentaban habitualmente.
Con aquella imprevista comunión, Tamara comprendió que aunque no le diría que no a una oportunidad así, no era lo que más la atraía. Por aquel entonces, Fanny estaba en su corazón y en su cabeza, y resultaba mucho más atractiva que una chica de su edad, inexperta y tonta. Pero el morbo que había sentido iniciando a Violette y luego a las otras, había estado genial.
En aquella época, aún no comprendía lo ambivalente que era su mente, lo que podía buscar en ambos extremos… Sonrió, quitando el pendrive y guardándolo en su escondite.
Lo último que sabía de Violette es que había cambiado de carrera para seguir a Lyla a Antropología y Arqueología. Al parecer, compartían piso y cama…
 
 
 Continuará…
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Relato erótico: “De profesion canguro 09” (POR JANIS)

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                                                       Noche de ópera.

 
 
—    Así que te vas a Londres, hermanita – le dijo su hermano, apurando el café de su desayuno.
—    Sólo por tres días – sonrió Tamara, agitando una mano.
—    Van a ver museos – bufó Fanny, de mal talante.
—    Bueno, ya sabes, es un viaje de estudios. No vamos a ver exactamente museos, sino que nos llevan a distintos sitios donde atienden a niños, como el centro materno Kemland Duster, o el hospital universitario. También visitaremos Magic Mushroom, la mayor guardería de Inglaterra, y otros lugares por el estilo – explicó Tamara por enésima vez.
—    ¿Y dónde os alojaréis? – quiso saber su hermano.
—    En un albergue cercano a Chessington Park.
—    Buen lugar para salir de juerga – remachó Gerard.
—    ¿Y? – el tono de Tamara subió un octavo. – Ya tengo 18 años. ¿sabes? Conduzco mi propio coche, me gano mi propio dinero, y estudio además…
—    Vale, vale – se avino su hermano, levantando las manos como si se rindiese. – Sólo hacía el tonto. Compréndeme, nunca has salido por ahí sola. Se me hace un poquito cuesta arriba.
—    Pues ya es hora. Además, Gerard, iremos acompañados por un par de profesores. Se trata de unas visitas laborales, no de juerga de fin de curso.
—    Ya – refunfuñó Fanny.
Su bella cuñada no estaba muy de acuerdo con ese plan. En una palabra, se sentía celosa, aunque sabía que Tamara no tenía ninguna relación con la gente de su curso. Pero, últimamente, se había vuelto posesiva. Necesitaba a Tamara cerca de ella, a mano para meterla en su cama a la menor ocasión.
Ocultando su sonrisa de satisfacción, Tamara acabó de desayunar, y, tras coger sus libros, se subió a su Skoda Citigo para ir al centro Akson, donde asistía al curso avanzado de Puericultora. Había tenido que dejar a todos sus clientes entre semana y tan sólo quedarse con algunos niños los fines de semana, pero aún así se mantenía ocupada.
La verdad es que no existía ningún viaje de estudios a Londres, y, como decía su hermano, pensaba irse de juerga a la capital. Es sí, era una juerga de las refinadas, cultural y social. La habían invitado a un estreno en la ópera. ¡Nada menos que en la Royal Opera, en Coven Garden!
¿Cómo decir que no a una cosa así? Acudir con traje de noche, junto con la alta sociedad londinense y parte de la aristocracia inglesa, a un estreno de ópera era algo que no podría repetir en su vida.
Se enfrascó en sus clases durante toda la mañana, mirando de reojo a sus compañeros. Bufff, menuda farsa. ¿Ir de viaje de estudios con aquellos chicos y chicas? Ni pensarlo. A pesar del escaso nivel social de su hermano y familia, Tamara ganaba bastante dinero que no declaraba, pues no le era posible. Tenía muchas “donaciones” que debía guardar en casa para que el fisco no metiera las narices. Así que, lentamente, Tamara estaba convirtiéndose en toda una esnob. Sus compañeros de clase, chicas en su mayoría, la verdad, pues sólo había tres hombres en su curso, eran mayores que ella. Universitarias sin trabajo, amas de casa que buscaban un trabajo complementario, o jóvenes esposas aburridas en busca de algún aliciente.
No había trabado amistad con ninguna de ellas, desde el comienzo del curso. Ninguna la atraía, ni como posible amante, ni como amiga. Así que se limitaba a acudir a clase, hacer sus tareas, y procurar retomar su trabajo a la menor oportunidad.
Fue durante una tarde en casa de los Kiggson, ocupándose del pequeño Stan, cuando conoció a Marion. Eleonor, la señora Kiggson, había invitado a la nueva esposa de lord Arthur J. Bekseld a tomar el té. Lady Marion Bekseld resultó ser una mujer dinámica y muy versada en artes, de una treintena de años. Reemplazaba a la segunda esposa del lord, que se había separado de él por incompatibilidad de caracteres. El esposo, un rico mujeriego empedernido, le doblaba casi la edad a su nueva esposa, pero se mantenía aún en plena forma.
Lady Bekseld no dejó de lanzarle miradas sesgadas desde el mismo momento en que Eleonor las presentó. Tamara jugaba con Stan en el extremo del salón, intentando que se comiera una papilla de frutas. Las incesantes miradas de Lady Bekseld la ponían nerviosa. La mujer llevaba el cabello caoba recogido en un elaborado moño y vestía un traje de chaqueta y falda tubular muy elegante. Tomaba la taza del té con todo el protocolo necesario, dedo meñique levantado, y no cruzó las piernas ni una sola vez. Se notaba que había sido instruida en un colegio para señoritas.
Se decía que pertenecía a la nobleza menor, y que había vivido todo el tiempo con su anciano padre, impartiendo clases a señoritas. Pero Tamara podía ver el hambre en sus oscuras pupilas, cada vez que la miraba. Poseía un perfil clásico, digno de aparecer acuñado en una moneda de una libra. Nariz agresiva y algo afilada, barbilla adelantada, gruesos labios en una boca grande y simpática, y unos ojos negros, grandes y algo rasgados.
Llegó un momento en que, con una excusa, se llevó al pequeño del salón, sólo para recuperar la tranquilidad.
Al día siguiente, recibió una llamada de un número que no conocía. Se trataba de ella, de Lady Bekseld, asombrosamente.
—    Espero que no te importe que la señora Kiggson me haya dado tu número.
—    No, está bien – respondió Tamara, deleitándose en aquella voz perfectamente modulada y con una dicción académica. — ¿Qué desea, Lady Bekseld?
—    Oh, por favor, querida, Lady Marion es mucho mejor. No me envejezcas prematuramente – el tono fue jocoso, pero contenido. – Me gustaría invitarte a tomar el té, digamos, ¿mañana?
Tamara repasó mentalmente sus compromisos. Podía modificarlos fácilmente.
—    Sí, por supuesto será un placer – acabó respondiendo. – Pero…
—    Oh, el motivo es puramente social, querida. No tengo hijos con los que puedas ayudarme. Pero Eleonor me ha hablado espléndidamente de ti y me gustaría conocerte. ¿Quién sabe? Puede que decida quedarme en buen estado si nos entendemos.
Tamara no supo decir si hablaba en serio o no.
—    Está bien, Lady Marion. Allí estaré.
—    Me alegro muchísimo. Aún no conozco a nadie aquí y, en confianza, la familia de mi esposo es muy aburrida – el restringido resoplido de Lady Marion la hizo sonreír.
Cuando colgó, Tamara repasó, una a una, las implicaciones que aquella invitación traería. Estaba dispuesta a aceptarlas todas y eso la hizo sonreír, traviesa.
Al día siguiente, Tamara subió a la colina Rubbert, la zona más cara y elegante de Derby, donde se ubicaba la casa familiar de los Bekseld. Una madura doncella, con acento latino, la hizo pasar hasta una coqueta salita del ala del segundo piso. Lady Bekseld la esperaba allí, vestida con una blusa marfil, un jersey rosa echado sobre los hombros, y un pantalón blanco que delineaba sus piernas, esta vez cruzadas.
Con una sonrisa, se levantó, besó a Tamara en las mejillas, como si fuesen amigas de toda la vida, y la hizo sentarse a su izquierda, compartiendo el mismo diván. Sirvió té para las dos y le ofreció un dulce de suave nata.
—    ¿Sabes? Pensaba vivir en Londres cuando me casé con Arthur – le confesóLady Marion, de repente. – Tiene un buen apartamento en Maple Street. Pero estaba más interesado en sus caballerizas que en la vida social, así que nos venimos a Derby.
—    Las caballerizas Bekseld son famosas, Lady Marion – indicó Tamara.
—    Sí, lo sé, por eso no protesté. Pero aquí, querida, languidezco, en esta casa solariega, con estos familiares tan… — no completó la palabra que tenía en mente, pero aún así, Tamara la entendió. – Así que, cuando te vi, me recordaste a mis alumnas, y sentí un franco interés por tu persona.
—    Muchas gracias, señora, pero… no soy nada especial. Sólo soy una chica que hace de nanny para pagarse los estudios.
—    Pero me han dicho que era muy buena como niñera – alzó un dedo Lady Marion.
—    Bueno, los niños se me dan bien – se encogió de hombros Tamara.
—    ¿Qué estudias?
—    Puericultura.
—    Era de esperar – se rió la señora y Tamara se dio cuenta del sutil maquillaje que llevaba, apenas unas pinceladas para resaltar sus rasgos. — ¿Qué hay de tu familia?
Y sin saber por qué, Tamara se lo contó todo, desde el accidente de sus padres, a vivir con su hermano en Derby. Le contó cómo se sentía, qué echaba de menos, qué había descubierto viviendo en el interior del país, y, por último, su especial amistad con su cuñada. No contó nada de la relación que mantenían, pero no hizo falta. Lady Marion la atrapó al vuelo.
A partir de aquel momento, las dos mujeres compartieron sus pensamientos, su forma de ver la vida, sus particulares filosofías, y, como no, sus gustos más secretos y recónditos. Claro que no sucedió en la misma tarde, pero al cabo de dos o tres sesiones de té, se lo habían contado ya todo.
A poco que Lady Marion le tiró de la lengua, Tamara admitió mantener relaciones no sólo con su cuñada Fanny, sino con algunas señoras maduras de lo más respetable. Lady Marion pareció entenderlo perfectamente, y, a su vez, le contó su aprendizaje lésbico en el internado para señoritas. Era algo de lo más normal entre aquellos muros, algo que venía haciéndose desde al menos doscientos años. Las chicas allí recluidas se solazaban entre ellas, lejos de la tentación de los hombres y de la posibilidad de un embarazo. Se mantenían puras para sus futuros compromisos sociales, y, al mismo tiempo, aprendían sobre el amor, la morbosidad, y la lujuria, sin peligro alguno.
Claro estaba que eso condicionaba ciertamente a muchas de ellas. En su caso, la mantuvo célibe cuando se ocupó de su viejo padre en vez de buscar un marido. Ahora, a la muerte del viejo, tuvo la suerte de conocer a lord Beksield, lo que la ayudó a consolidar fortuna y posición, pero sólo era una cuestión de interés. Su vida amorosa y sexual había tomado, desde hace tiempo, otro camino, en compañía de chicas jóvenes y curiosas que acogía como alumnas.
Sólo con aquellas horas de conversación, de picantes confesiones, y risueños intercambios de chismes locales, Tamara regresaba a casa muy excitada, y prendida de deseo por aquella mujer. Debía tumbarse en su lecho y masturbarse largamente para calmar su lujuria e imaginación.
Lady Marion aún no la había tocado, a pesar de la entrega y deseo de Tamara. Sólo hablaba y hablaba, haciendo que su mente se liberara y viajara a mundos imposibles, a situaciones que la señora le exponía con todo detalle. Entonces, un día, sin previo aviso, le dijo que tenía invitaciones para el Royal Opera y que su marido no quería ni escuchar hablar del asunto. ¿Qué le parecía si la acompañaba al estreno, las dos solas?
Bueno, era como si Santa Claus descendiera y te preguntara si habías sido bueno… ¿contestarías que no lo habías sido?
De ahí había surgido la idea de un viaje de estudios a Londres. Su hermano no preguntaría nada más, ni debía pedir permiso para ausentarse de casa, ni para viajar. Ya era mayor de edad. Sólo quería acompañar a lady Marion a la ópera, por encima de cualquier otra cosa.
Tamara se compró un traje de noche, rojo cereza, con una larga apertura en un costado, y unos zapatos a juego, gastándose algo más de novecientas libras, pero no le importó. Tenía que estar lo más guapa posible para lady Marion.
Se dieron cita en la estación de Derby, el viernes tras el almuerzo. Subieron a un tren de cercanías y se sentaron en un departamento vacío. El tren llevaba poca gente, más bien vendría lleno de regreso, trayendo a todo aquel que estuviera trabajando o estudiando en la capital. Charlaron y tomaron té que la señora traía en un elegante termo. Tamara se enteró que dormirían en el Mandarín Oriental de Hyde Park, uno de los hoteles más lujosos de Londres, con vistas al parque real y a Knightsdridge. ¡Compartirían una habitación para las dos! Desde luego, estaba entusiasmada con la aventura.
Un taxi las llevó desde la estación al hotel y Tamara se quedó muda con la habitación, y eso que era una de las más normalitas del hotel. Por la ventana, entre cortinajes ocres y amarillos, se veía la espesura y algunos caminos de Hyde Park. Una gran cama, donde cabían, al menos, tres personas, surgía de un cabezal con dosel, a juego con las cortinas. Una mesita auxiliar, de estilo victoriano, se adosaba a la pared, con una silla de alto respaldar al lado. Dos cómodos sillones, en tono vino tinto, completaban el mobiliario. Más allá, un baño espacioso, con ducha de mampara redonda, y armarios de mimbre blanco.
—    ¡Joder! ¡Aquí podría vivir perfectamente! – exclamó Tamara, saltando sobre la cama.
—    Esa boca, niña – la reprendió lady Marion.
—    Disculpe.
—    Si quieres refrescarte, hazlo. Vamos a salir de compras.
—    ¿De compras?
—    Claro, Piccadilly está ahí, a continuación – sonrió la señora, señalando a su espalda.
Lady Marion la arrastró hasta Piccadilly Circus en un frenético recorrido, de tienda en tienda. Entraron en Lillywhites, bucearon entre los percheros y estantes de HMV, rastrearon ofertas en Virgin Megastore, y, finalmente cenaron en la terraza de un pub, junto al London Pavilion.
Cuando regresaron al hotel, ambas estaban cansadísimas, rotas por la caminata y el trajín. Se ducharon por turnos y se metieron en la gran cama. Lady Marion la acunó en sus brazos y, tras un beso de buenas noches, se durmieron inmediatamente.
* * * * * * * * *
Al día siguiente, tras desayunar en el hotel, salieron a recorrer los caminos de Hyde Park y los vecinos jardines de Kensington, hasta la hora del almuerzo que tomaron en una encantadora taberna bajo el puente de Chelsea.
Tras esto, regresaron al hotel, donde Lady Marion la dejó echando una siestecita sobre la cama, mientras que la señora acudía a Southwark a atender ciertos asuntos de familia. Regresó dos horas antes del estreno. Tamara ya la esperaba duchada y envuelta en una gran y mullida toalla. La señora la recompensó con un fugaz beso y se excusó por haber tardado tanto. Desapareció en el interior del cuarto de baño. Mientras tanto, Tamara se arreglaba el pelo ante la pequeña cómoda con espejo.
Una hora más tarde, Lady Marion llamaba a recepción para que le pidieran un taxi, mientras devoraba con los ojos la figura de la joven. Tamara estaba de pie ante ella, posando frente el espejo, enfundada en el vertiginoso vestido rojo que había traído. Una pierna pálida y perfecta, puesta de relieve por el zapato de alto tacón, se mostraba en todo su esplendor a través de la larga raja del vestido. La tela se pegaba obscenamente a su esbelto cuerpo. La mujer se preguntó si llevaría ropa interior bajo aquel vestido, porque no se señalaba absolutamente nada. Inconscientemente, Lady Marion se relamió.
Se echaron por encima unos abrigos rutilantes, propiedad de lady Marion, y descendieron al vestíbulo, para salir a la calle, donde un taxi las esperaba, pacientemente. Tenían el tiempo justo para llegar al coctel de bienvenida del teatro real, donde los que eran algo en la sociedad, podían lucirse a placer.
Una vez allí, entre toda aquella gente vestida de gala, de esmóquines y pajaritas, de barbillas levantadas, y otras poses hedonistas, Tamara se sintió algo atribulada, al menos, hasta que la dama empezó a presentarla como su última pupila.
Sonaba tan convincente en boca de Lady Marion… ¡Una pupila! ¡Su alumna!
Y Tamara sonrió y estrechó manos; sonrió e hizo dignas reverencias cuando fue necesario. Lady Marion la felicitó por ello, y las copas de champán aparecían en su mano como por arte de magia. Tamara se dejó llevar por aquel momento mágico y único en su vida, sintiendo que la felicidad anidaba en su pecho.
Un carillón la sacó de su sueño. Sonaba dulcemente pero, a la vez, insistente.
—    Debemos entrar, querida, la función va a comenzar – musitó Lady Marion en su oído, tomándola del brazo.
Un hombre vestido de valet victoriano se les acercó, y tras una inclinación de cabeza, les dijo:
—    Señoras, permítanme que las lleve a su palco.
—    ¿Palco? ¿Tiene un palco? – abrió desmesuradamente los ojos Tamara.
—    Por supuesto. Pertenece a mi familia desde hace más de cien años – sonrió la dama.
—    Vaya…
El susodicho palco no era muy grande y era uno de los más alejados del escenario, pero seguía siendo un palco privado, con sus cortinajes y sus mullidos asientos de terciopelo rojo. La puerta de acceso se encontraba detrás de un exquisito biombo de madera de cerezo, recubierto de la misma tapicería que había en las paredes, lo que le hacía prácticamente invisible. Un cómodo diván se encontraba pegado a la pared, así como una mesita baja con silenciosas ruedas.
—    Tráiganos una botella de champán Ruissier, por favor – le pidió la dama al valet, deslizando un billete de diez libras en su mano. – Ah, y un par de refrescos también, por favor.
—    Sí, Madame.
—    Es precioso – musitó Tamara, mirando el anfiteatro, de pie y una mano apoyada en el murete de la balconada del palco.
—    Sí que lo es. A pesar de haber reconstruido el teatro varias veces, se ha intentado mantener el escenario y el anfiteatro lo más parecido al original – explicó Lady Marion, colocándose a su lado.
Abajo, el público iba llenando las dos vertientes de asientos, entre carraspeos, arrastre de zapatos, cuchicheos, y saludos. Las damas llevaban las manos ocupadas con libretos, diminutos bolsos, o bien anteojos de los más dispares estilos.
—    No te preocupes, hay anteojos debajo de los asientos – le dijo Lady Marion, adivinando su preocupación. – Vamos, siéntate.
Las dos tomaron asiento en las sillas dispuestas contra el muro norte, o sea la esquina más abierta del palco, desde la cual se podía ver el escenario casi al completo, salvo una pequeña porción del extremo este. Las sillas, más bien pequeños sillones, estaban alineados oblicuamente para que un espectador no molestara al otro. Lady Marion ocupó el que quedaba contra la pared y Tamara el siguiente, quedando delante de su posible “mentora”.
Otros dos sillones se encontraban a su lado, completando el número máximo de espectadores del palco. El valet llamó a la puerta y entró, portando una gran bandeja de acero sobre la cual temblaba un cubo de hielo con una botella en su interior, y un par de latas de refresco más comerciales. Lo dispuso todo sobre la mesita rodante que llevó al lado de la dama, apartando uno de los sillones. Cabeceo respetuosamente y se retiró en silencio.
Lady Marion abrió la botella y sirvió un par de copas, al mismo tiempo que las luces del teatro se apagaban. Un minuto después, cuando se aquietaron las toses y murmullos del público, se pudo escuchar el golpeteó de la baqueta del director sobre su atril, y la orquesta inició la obra suavemente. El telón se alzó y los primeros cantantes y actores salieron a escena.
Tamara aplaudió, emocionada por asistir a su primera ópera, aunque fuera una obra difícil como Los pescadores de perlas, de Georges Bizet. Sin embargo, y a pesar de consultar el libreto, poco después empezó a perderse entre los dúos de tenores y barítonos y las intervenciones de un potente coro.
—    ¿Qué te está pareciendo, Tamara? – le preguntó Lady Marion, inclinándose sobre ella.
—    Un tanto lioso, milady.
—    No te preocupes, a veces suele aburrirme también – le confesó la señora, acariciándole el pelo en la penumbra.
—    Pero, de todas maneras, es fantástico. No sólo la ópera en sí es el espectáculo, ¿no?
—    Así es, jovencita. Este mundo es un sutil caleidoscopio, lleno de brillos y espejos rutilantes – le dijo la dama, justo al oído, antes de lamer suavemente su lóbulo.
Tamara se estremeció, pues llevaba casi dos días esperando el momento que la dama eligiera para tocarla. Bueno, realmente eran más de dos días, más bien tres semanas repletas de una tremenda tensión sexual que acababa llevándose a casa. Pero parecía que la espera había terminado.
Dejó que su espalda se recostara más sobre el respaldar y entrecerró los ojos, más atenta a las suaves caricias que procedían de atrás, que al escenario de delante. Por otro lado, la sinfonía mecía todas sus fibras interiores en un continuo crescendo, como si armonizara totalmente con aquellos finos dedos que acariciaban su nuca y cuello.
La cálida punta de lengua seguía haciendo diabluras en su oreja, descendiendo en ocasiones por la línea de su maxilar. En un momento dado, la dama se lanzó a su cuello, cual vampiresa ansiosa, para sorber la suave piel y marcar su territorio dulcemente. Tamara gimió con la caricia, alzando una mano y acariciando la mejilla de Lady Marion.
—    Te noto muy receptiva, Tamara – susurró la señora.
—    Lo que estoy es muy cachonda – contestó Tamara. – Tanto que creo que me he puesto a gotear.
—    Es el único momento en que me gustan las palabras soeces, mi querida flor. Cuanto más vulgar seas, más me excitaras…
—    Puedo ser… muy… muy guarra, milady – dijo entre un suspiro la rubita, notando como aquellos dedos bajaban lentamente hasta el escote de su vestido.
—    Eso espero, putilla, porque me he contenido hasta este momento, esperando la ocasión de realizar una de mis fantasías: poseer una de mis alumnas en la ópera. Y por Dios que estoy dispuesta a hacerlo ahora mismo…
Los dedos de Lady Marion se deslizaron bajo el sutil tejido, comprobando que no había sujetador alguno que contuviera los medianos senos de Tamara. El tierno pezón se endureció al mínimo contacto, irguiéndose como un mágico hito. Los dedos de la señora se atarearon inmediatamente en él, pellizcándolo, manoseándolo, hundiéndolo en la carne, y haciendo que el estremecimiento se repitiera en el cuerpo de Tamara.
—    Oh, mi señora – balbuceó la rubita, acariciando el dorso de la mano que exploraba sus senos, y luchando con la otra para no llevarla entre sus apretados muslos. Sabía que no debía tocarse, pero lo necesitaba urgentemente.
—    Tranquila… no te muevas demasiado… aquí nuestras siluetas son visibles. Déjame que te explore, sin prisas…
Las dos manos de Lady Marion se apoderaron de sus tetas, ésta vez por encima del vestido. Las comprimió y aplastó, como si estuviera moldeando la joven carne. Tamara encogía el torso cuanto podía cada vez que aquellas manos apretaban con fuerza. Estaba ardiendo como si tuviera fiebre y sentía la boca muy seca. Con un gemido, se lo dijo a la señora, quien, con una perversa sonrisa, llenó las copas y le dio de beber.
El champán estaba fresquísimo y lo trasegaba como si fuese agua, aunque era totalmente consciente de que estaba cada vez más achispada. Se rió con esa idea… ¿Qué más daba? Estaba enloquecida por el deseo de que la señora abusara totalmente de ella, que la arrastrara por el más abyecto fango del vicio, que la humillara…
—    Ven al diván – le susurró la dama, tomándola de la mano y poniéndola en pie. – Allí no nos verá nadie.
Nada más sentarse en el mullido asiento, las caderas de ambas bien juntas, la mano de la dama se deslizó por la pierna de Tamara que quedaba al aire. La recorrió lentamente, acariciando la sedosa media y ascendiendo hacia su objetivo final. Tamara introdujo su nariz en el hueco del cuello de la señora, conmovida por aquella caricia. Gimió contra la fragante piel al sentir los dedos sobre su entrepierna.
Lady Marion enredó

sus dedos en la minúscula prenda íntima que se había puesto la chica, un tanga de talle alto, tan estrecho que apenas cubría el pubis. Pasó las uñas suavemente por éste, totalmente depilado, y sonrió. La enloquecían aquellos coñitos lampiños y delicados, expositores de la mayor inocencia para ella.

Su dedo corazón bajó más, notando la humedad que se desbordaba de la joven vulva. Tamara no la había mentido, estaba realmente muy excitada. Eso la animó a buscar su boca en la oscuridad. Tamara la recibió con intensa alegría, entregándole su lengua. Ambas se entregaron a un dulce juego bucal, lento y suave, sin prisas. Desde luego, la joven sabía besar, utilizando su lengua muy hábilmente.
Tamara, a medida que atrapaba la lengua de su mentora y la succionaba con pasión, se había abierto de piernas completamente, para que aquella mano que la estaba trastornando no tuviera problemas de acceso. Sus caderas comenzaron a moverse, a girar y contraerse, a bailotear de forma obscena, a medida que el placer se adueñaba de ella.
—    M-me voy… a correr… señora – musitó contra los labios femeninos.
—    Lo sé, putilla… tu coño me está apretando el dedo como si fuese una boca… córrete, Tamara, córrete para mí…
Las palabras de su mentora acabaron por detonar su lujuria y, con un largo gemido, se dejó caer en los brazos de la más sublime sensación que un ser humano pudiera experimentar. Posó una mano sobre la de su mentora, para apretar su coñito en el lugar idóneo para ella, para alargar un segundo más el orgasmo, mientras que la boca de la señora aspiraba sus quejidos amorosos.
—    Oh, milady – suspiró Tamara, fundida en los brazos de la señora, tras recuperarse.
—    ¿Estás bien?
—    En el cielo, señora.
—    Pues es hora de que bajes al suelo, cariño. ¡Hala, de rodillas!
Lady Marion la empujó hasta quedar arrodillada en el suelo, entre las piernas abiertas de la señora. La rubita la miró a los ojos, apenas visibles en las sombras, y dejó que los dedos peinaran su cabello.
—    Vas a comerte mi coño, ¿verdad? Todo, todito – le susurró.
—    Oh, sí, señora… tengo mucha hambre – sonrió Tamara.
Las manos de la chica remangaron el largo vestido de Lady Marion, dejando asomar las medias oscuras que volvían casi invisibles sus piernas, y finalmente, la franja de carne pálida, surcada por la lengüeta del liguero. Se inclinó sobre la entrepierna de la señora, aspirando el aroma que impregnaba la prenda íntima, tan negra como las medias.
—    Quítamelas – musitó Lady Marion.
Tamara no se lo hizo repetir. En cuanto la señora cerró sus muslos, deslizó la prenda interior piernas abajo hasta sacarla por completo, dejándola olvidada en un extremo del diván. Tamara separó aquellos macizos muslos con las manos y se le pasó por la cabeza, como un relámpago, encender la luz de su móvil para admirar aquel coño. Deseaba contemplarlo en toda su magnificencia, regodearse en la visión de la voluptuosidad que tocaba. Era un coño rollizo, de labios mayores abultados, y los menores debían ser largos, pues al tacto parecían ocultar la entrada a la vagina. Los abrió con los dedos de una mano mientras que la otra jugueteaba con el corto vello que coronaba aquella maravillosa gruta.
Hundió su lengua con ansias, repasando los labios en diversas pasadas que culminaban sobre el inflamado clítoris. Lady Marion crispó todo su cuerpo y exhaló un dulce quejido de gozo. Sus dedos se hundieron en el dorado cabello de su pupila, tironeando de su cabeza a placer. Tamara, con los ojos bien cerrados, intentaba profundizar todo lo posible con su lengua. De vez en cuando, aspiraba el clítoris con fuerza, haciendo que su señora casi se levantase del diván, con los ojos girados al techo.
Cuando le metió el pulgar en el coño, Lady Marion se corrió entre pequeños saltitos que sus nalgas dieron sobre la aterciopelada superficie.
—    Aaah, querida, qué bien lo has hecho – musitó tras una pausa. Tamara aún seguía arrodillada, pero ahora descansaba la mejilla sobre uno de los muslos de la señora.
—    ¿Le ha gustado, señora?
—    Mucho, criatura… en verdad tienes un don para devorar entrepiernas – sonrió en la oscuridad.
—    Gracias, milady. ¿Quiere que siga?
—    Ahora prefiero una copa de champán.
Tamara se puso en pie y sirvió dos copas. Una vez sentada a su lado, la señora brindó silenciosamente con la chica. Comenzó el aria del barítono y se dejaron mecer por sus trinos y notas altas, y por la vorágine de los violines al terminar.
—    Tenemos que adecentarnos. Se acerca el descanso del entreacto – le dijo al oído la señora. – Después tendremos otra hora para gozar como locas…
Tamara se rió.
* * * * * * * * *
Permanecieron silenciosas en el taxi que las llevaba de vuelta al hotel. Sus mejillas estaban encendidas y sus ojos brillaban, pero no se sentían en absoluto satisfechas. Todo aquel manoseo y goce en la oscuridad las había enardecido aún más. Lo que deseaban era contemplarse, la una a la otra, desnudarse a la luz de una lamparita, de unas velas… visionar el cuerpo deseado, y acariciar hasta el último rincón. Deseaban yacer sobre una cama, envueltas por sus propias caricias incontroladas, y poder mirarse a los ojos cuando llegara el clímax.
Nada más llegar a la habitación, se despojaron de los altos tacones y se subieron a la gran cama, entre risas. De rodillas, se abrazaron, se miraron a los ojos, y comenzaron a besarse sin pausa. La saliva llenaba sus bocas, se derramaba por sus comisuras a medida que la pasión las consumía.
Tamara se decidió la primera y quitó el vestido de la señora por encima de su cabeza, dejándola tan sólo con una preciosa combinación negra, de seda. En respuesta, Lady Marion desanudó los rojos tirantes, dejando que el escote del vestido de Tamara se abatiera, revelando los desnudos senos.
A continuación, la señora tiró del cuerpo de la joven, dejándola tumbada de espaldas sobre la cama, la cabeza apoyada contra sus piernas dobladas. De esa forma, las manos de Lady Marion se apoderaron de los enhiestos pezones de la chiquilla. La señora era una experta en atormentar pechos, hasta el punto de hacer gozar a más de una de sus amantes tan sólo dedicándose a esa zona, y Tamara tuvo la dicha de comprobarlo.
El cuello de la joven se movía, llevando la cabeza de un lado a otro, mientras la señora amasaba sus senos con fuerza para luego tironear del pezón con fuerza, como si así el pecho volviera a su sitio tras la presión. Jamás había tenido los pezones tan duros y erguidos. Los senos estaban enrojecidos, con marcas de dedos que se pondrían cárdenas al día siguiente, pero, en aquel momento, a las dos les daba igual. Eran auténticas fieras sexuales.
Tamara tenía el vuelo del vestido en la cintura, dejando sus abiertas piernas al aire. Las bandas elásticas de sus medias se habían aflojado, haciendo que el tejido resbalara de sus muslos. Instintivamente, llevó una mano a la entrepierna, acariciando su vulva sobre la tela de su prenda íntima. Lady Marion observó este movimiento y abandonó los torturados senos. Posó una mano sobre la rodilla izquierda de la rubia, para abrir aún más sus piernas, y deslizó el dedo índice de su otra mano sobre el tanga.
Tamara, con un quejido, apartó la prenda para que la señora pudiera tocar su sexo sin trabas. Automáticamente, el dedo de Lady Marion se posó sobre el sensible clítoris de la chica, haciéndola botar. Aprovechó la inclinación de la señora para destaparle un seno de la tenue combinación y llevárselo a la boca, totalmente embravecida.
Los pechos de Lady Marion eran pesados, en forma de pera, y con un grueso pezón oscuro, del que se apoderó ávidamente. Lo mordisqueó suavemente, convirtiendo el pecho en una ubre que colgaba sobre ella. Hubiera deseado que la señora estuviera embarazada y poder lactar de ella. Por su parte, la señora gemía y bamboleaba sus pechos, sin dejar de friccionar el coñito sin vello. Del clítoris a la vagina, y viceversa.
 Sin poder resistirlo más, Tamara elevó los brazos, atrapando la nuca de la señora y tirando de ella. Bajó su cabeza hasta encajarla entre sus piernas, indicándole, sin palabras, que adoptara una posición ideal, un sesenta y nueve.
Lady Marion no se hizo rogar, su lengua se encargó del chorreante coño que tenía delante, al mismo tiempo que se ponía de rodillas y colocaba sus caderas sobre el rostro de su pupila. Tamara cambió el pecho de la señora por su coño, admirando, por primera vez, el perfecto rombo que había formado con el vello del pubis. Sonrió, abrió con sus dedos la vagina, y recogió, con la lengua, dos perlas de humor que amenazaban con caer sobre su barbilla.
Poco tardaron en ondular, las dos, las caderas, electrizadas por las lenguas insaciables. Lady Marion suspiraba fuertemente, como si resoplara a cada movimiento de su pelvis. Tamara, en cambio, había entrado en una espiral de suaves quejidos ininterrumpidos, a metida que sus caderas se agitaban en espasmos cada vez más bruscos.
Ambas se corrían como golfas rematadas, pero ninguna quería abandonar el coño de la otra, empalmando pequeños orgasmos que se sucedían cada medio minuto.
Lady Marion fue la primera en rodar a un lado, jadeando, necesitada de un descanso. Tamara se quedó en el mismo sitio, relamiendo los jugos que le corrían por toda la cara. Sonrió cuando la señora alargó la mano para apresar la suya.
—    ¡Me vas a matar, putilla! Nadie me había comido tanto tiempo el coño…
—    Nunca me había corrido tres veces seguidas, sin parar – se encogió de hombros Tamara.
—    Dios, somos perras – se rió la señora.
—    Yo siempre me siento como una perra.
—    Entonces, me has contagiado – bromeó Lady Marion.
—    ¿Quiere que la contagie un poco más? – preguntó Tamara, alzándose sobre un codo y mirándola.
—    ¿Qué pretendes?
—    Verla desnuda, señora, del todo – dijo, avanzando a cuatro patas hasta ella y tironeando de su negro y corto camisón.
También la despojó de las medias y del liguero, y luego se desnudó ella misma. Colocó a su señora arrodillada y la cabeza sobre las sábanas, el culo respingón y provocativamente alzado. Entonces, hundió el rostro en la gran raja del culo, apoderándose del esfínter y aspirando su acre olor cuando consiguió abrirlo.
Lady Marion agitaba su trasero en el aire, mientras sus dedos se aferraban como garfios a la prenda de la cama. Tenía los ojos cerrados y la boca abierta, babeando y gimiendo sin cesar.
Cuando los dedos de la rubita la penetraron, tanto por su ano como por la vagina, y antes de caer en el más puro paroxismo, la señora se hizo la firme promesa de encontrar una forma para mantener a aquella ninfa en su vida, aunque le costase el divorcio.
 
 
 
                                                                       Continuará…
 
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
 

Relato erótico: “Enséñame Tía” (POR LEONNELA)

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_Hijo, reacciona!  o pensaré que  la vida en el extranjero te ha cambiado, qué es eso de quedarse impávido en lugar de abrazar a tu tía!! señaló mi madre, haciendo más notorio mi desconcierto.
_Madre, como dices eso! mi tía  sabe cuánto la adoro!! solo que la noto tan linda que.. . bueno más bien las noto preciosas  a las dos, dije corrigiendo la metida de pata que estuve a punto de cometer, cautivado  por la exquisita madurez de mi tía Amanda.
Los años no la habían cambiado, a sus casi cuarenta se la veía más mujer, pero no menos hermosa, más llena en carnes pero con la misma gracia en su silueta, incluso diría que más radiante, sí, a esa edad las mujeres se endiosan, se elevan y elevan todo lo que encuentran a su paso…
_Tanto tiempo desde tu viaje Leo,  parece mentira que de nuevo estas aquí, ven acá  muchacho _ murmuró mi tía  mientras tomaba la iniciativa en abrazarme.
Esta vez pude reaccionar a la altura,  besé sus mejillas sonrosadas y la ceñí fuertemente, hasta casi hacerle faltar el aire, nos quedamos varios segundos apretados  ante la mirada emocionada de mi madre, que jamás percibió la inquietud  que desde chico me provocaba la cercanía de su hermana…
Varios años especializándome fuera del país cobraron el precio de no verla,  de vivir  sin perderme en sus traviesos ojos claros, joder!!  sin rozarla, sin sentir el volumen de sus senos en mi tórax  y la maravillosa sensación de su vientre en mi entrepierna, es gracioso pero siendo ya un hombre de 24 años, mi sangre volvió a hervir como si el tiempo no hubiera pasado, como si aún fuera el muchachito que sucumbía a su mirada, aquel que se deleitaba recordando, la noche en que en un arranque de hombría le supliqué: enséñame tía!!!
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                                                                                                          &&&&&&&&&&&&&&&&
Me permito hacer un alto, para contar esta historia desde sus inicios.
Todo empezó años atrás, justo después  de la separación  de mis padres, desatada en plena época juvenil y aunque debo reconocer que  pese a que no  di muestra de que me afectaran significativamente los cambios, aquella crisis familiar me golpeó profundamente, sentía un vacío  que de ninguna forma era llenado por las visitas esporádicas de mi padre, ni por las actitudes neuróticas de mi madre. Todo ello sumado  a mi encierro  emocional y a las presiones propias de la edad, incidieron en que me  convirtiera  en un muchacho vulnerable, tímido, que enfrentaba sus temores como bien podía.
En aquella época vivir con mi madre era una verdadera travesía, la pobre siempre tuvo un carácter de a perro que empeoró con los años, lo atribuyo al hecho de que  me tuvo siendo muy joven y supongo que el asumir responsabilidades a temprana edad, le cambio la vida para mal. Mi inesperada  venida al mundo le robó  la oportunidad  de  aplicar para una beca  en el extranjero, sumiéndose a cambio  en una vida conyugal  mediocre que acabó con sus sueños. Sé que no es mi culpa que se jodiera la vida, pero sin duda sus frustraciones  estaban jodiendo la mía.
 Afortunadamente Amanda, la hermana menor de mi madre vivía prácticamente con nosotros; ella ocupaba un departamento contiguo al nuestro, puesto que mi abuelo al ser sus únicas hijas, les había heredado en vida la edificación, con el fin de mantenerlas unidas,  brindándoles  comodidad e  independencia. La idea del viejo dio resultado, tanto que era frecuente que se la pasaran juntas, y no solo eso, sino que a falta de la presencia de mi padre, mi tía llego a convertirse  en un apoyo incondicional para nosotros.
Contrario a mi madre, mi tía era una mujer descomplicada,  en aquel tiempo tenia de 33 años; con una hija de 10  a cuestas y un trabajo de maesta parvularia, parecía no necesitar nada más para ser feliz, nada excepto algún  escarceo amoroso, que supongo lo tenía de manera discreta pues que recuerde, no acostumbraba llevar novios a casa.
 Quizá por su naturaleza dulce  y su   manera  simple de ver la vida, se me hacía relativamente fácil abrirme con ella, ya que en lugar de  censurarme como mi madre,  me animaba a ser más osado ante cualquier reto, y entre las muchas cosas que debo agradecerle es haberme estimulado a vencer mi timidez.
La adoraba, era mi defensora nata, infinidad de veces me salvo de los regaños maternos y no solo eso, sino que siendo relativamente joven me comprendía más que cualquier otro miembro de mi familia, convirtiéndose en alguien muy especial para mí, más aun cuando sin proponérselo, fue precisamente ella quien despertó mis curiosidades sexuales.
Mi tía Amanda era  hermosa, bueno, de hecho aún lo es,  no  una belleza despampanante, pero tiene un particular encanto que me hacía pasar  horas contemplándola. Cielos!! Cuánto me gustaban sus dulces ojos claros y su sonrisa traviesa,  pero si algo verdaderamente la hacía atractiva, eran las formas generosas que se adivinaban bajo las faldas a medio muslo, y el par de blancos senos que alegraban  su escote.
Por si eso fuera poco, era encantadoramente imprudente, solía bromear con el  tema de los agarrones a las novias, intuyo que lo hacía intencionalmente pues le divertían  mis evasivas y  no cabe duda que disfrutaba sofocándome con su clásico: Leonardo ya?…o sigues en la lista de espera? afortunadamente nadie entendía que con esa pregunta ella intentaba averiguar si ya había dejado de ser virgen, evento que para mí parecía alargarse dolorosamente.
Sé que no lo hacía con la intención de provocarme, es más creo que para ella pasaban desapercibidas mis miradas  inquietas  y el placer que me generaba con el más sutil roce de su cuerpo,  mucho menos podría intuir, que se había convertido en  la mujer de mis sueños, de mis húmedos sueños…
Una tarde  mientras mi madre y  mi tía Amanda  platicaban en el porche,  a pocos metros yo me aburría jugando a la pelota a con Pamela, mi primita,  esa mocosa era una latosa, pero que más daba sino hacer monerías hasta agotarla para que se cansara de ser mi sombra, en esas estaba corriendo de un lado al otro, cuando alcancé a escuchar parte de la conversación de las mujeres.
_Luisa que exageración!! Que leo sea tímido y no haya tenido novia no significa que sea gay!!
_Baja la voz!!! No quiero que nos escuche, ayer hablé con su maestra, me comentó que Leonardo tiene dificultades de integración, al parecer ha sufrido vejaciones en varias oportunidades e incluso sus compañeros se mofan de él acusándolo de ser gay
_Joder!! criaturas malparidas!!
_Según su orientadora pudiera desencadenar en una crisis depresiva, por lo que recomendó  profundizar el dialogo  e incluso consider la posibilidad de buscar ayuda psicológica
_Pobre mi Leo, las que debe estar pasando…
_Amanda, tú crees que de verdad Leonardo…sea homosexual?
_Estee…supongo que no Luisa,… Leo es un chico introvertido, y ya sabes cómo los muchachos con su perfil son víctimas de acoso
_El cielo te oiga, creo no soportaría…
_Qué es lo que no soportarías? que tenga una orientación sexual diferente? vamos hermana, que criterios más absurdos, lo que debería preocuparte es su estado emocional y  por ultimo!!!  si Leo es gay pues al menos deberíamos hacerle sentir nuestro apoyo, no crees?
No pude seguir escuchando, me sentía herido en mi amor propio, menoscabado en mi integridad, no tenía ni tengo ningún tipo de discriminación , es más pienso que todos somos libres de emparejarnos con quien se nos de la real gana,  pero a esa edad fue doloroso asimilar que alguien pudiera tan solo dudar de mi hombría.
Aparté bruscamente a Pamelita y en mi intento de huir  maltraté su indefenso cuerpecito; el lloriqueo de la chiquilla alertó a Amanda, pero no me detuve, era mayor mi necesidad de estar solo.
Me encerré en mi habitación, eran  demasiados  líos,  demasiados miedos, demasiados fantasmas que me atormentaban como para contener las lágrimas que  amenazaban con desbordarse por mis lacrimales.
Los hombres no lloran!!…los hombres no lloran!!! Me repetía a mí mismo, mientras encrespaba los puños  contra la pared, tratando de agredirme físicamente para reprimir mi  rabia; pero era tan grande la impotencia  y la necesidad desahogarme que no pude resistir más y me tumbé sobre la cama sollozando.
Hubiera querido que nadie me viera así, pero para mí pesar o  más bien para mi fortuna,  Amanda  se había percatado de mi estado y había ido tras de mí.
_Que sucede Leo …que tienes?
_Nada, no pasa nada respondí, limpiándome la nariz en el antebrazo
_Nada?? Me abres la puerta a regañadientes, te tiras en la cama, estás  llorando y no pasa nada??
_Nada en lo que puedas ayudarme…
No hizo más preguntas, pero  se sentó a mi lado deslizando cariñosamente sus dedos en mi cabello. Desde que era un niño solía hacer eso para consolarme, pero  Amanda no asimilaba que yo ya era un hombrecito y que a esas alturas había otro tipo de inquietudes que ella despertaba.
_Ven cielo, recuéstate aquí…murmuró señalando su regazo
Le miré a los ojos  y luego bajé la vista a su piernas, al estar sentada la falda se le había subido mostrando los muslos más bonitos que había visto, demoré unos segundos en apartar la vista de aquel maravilloso espacio de su cuerpo que normalmente me era vedado y extrañamente  algo dentro de mí se agitó.
Me instó a recostarme sobre sus piernas, muchas veces cuando era más chico, me había dormido en su regazo, sin sentir ese cosquilleo que ahora se esparcía en mis genitales, y sin ser consciente de mi estado de fascinación ella continúo acariciando dulcemente mi cabello.
_Tranquilo chiquito…todo estará bien…
Quise gritarle que ya no era un niño, que me había convertido en un hombre, en un hombre con los huevos en su sitio, que me excitaba con el solo rasquetear de sus uñas en mi cabeza, pero no podía darme el lujo de arruinar mi mejor momento con ella y  callé…callé una vez más…
Cuánto poder tenía esa mujer sobre mí, en cuestión de segundo me hizo olvidar toda mi rabia, y me elevó a  otra dimensión, elevó mi alma, mis deseos, joder!!  elevó por completo mi miembro…
Era maravilloso  lo que estaba viviendo, tenía mi rostro a unos centímetros de su pubis y hasta mi nariz llegaba un aroma hasta ese momento desconocido, olía a mujer, olía a coño. Respiré intensamente, esto no era comparable a pajearme pesando en ella, la tenía para mí, aunque tristemente lo único que podía hacer, era exhalar profundamente intentado calentar su sexo con mi aliento; estaba en la gloria, pero más rápido que tarde, su voz distrajo mis ensoñaciones
_Leo, nos escuchaste verdad?
Asentí con la cabeza
_Porque nunca me dijiste… sabes que yo te apoyaría en todo
_No soy gay!…si es lo que quieres saber
_Me tiene sin cuidado que lo seas o no, más bien me refería a…
_No lo soy!!.. Me asustan las chicas…me..me ponen nervioso…pero no soy gay!!!
_ok cielo ok,  pero explícame cómo te sientes? déjame ayudarte
_No lo sé tía, es que a veces no sé qué decir, me trabo y todos se burlan
_Ohh amor…sé que no me vas a creer lo que voy a decir,  pero es un etapa normal, poco a poco  vas a ir superando tus miedos…por cierto  conmigo estas muy a gusto y también soy una chica  no?
_Sí tía, una chica …muy hermosa dije casi asombrándome de mi osadía
_Jajaja mira nada más que bien galanteas…así que te parezco hermosa Leo?
_Si, tía…eres la más linda de todas, respondí algo más seguro
_Jajaja por eso eres mi consentido!! respondió estampándome un beso en la mejilla y por cierto… que es lo que más te gusta de mí, pequeño?
La contemple unos segundos, probablemente no se hubiera oído bien que respondiera tus tetas, tus piernas o tu culo, así que con una media sonrisa respondí:
_Tus ojos tía los tienes dulces y hermosos
_Vaya! pensé que dirías otra cosa, pero  es bueno saber que mi sobrinito es un encanto
_Otras cosas … también..ttambien las tienes lindas …dije a medio trabar
_Mmmm ya me di  cuenta …no has dejado de mirármelas, tendré que coser un botón más en mi blusa respondió sonriente
_Lo siento pero, es que… nadie las tiene como tu…
_Mi bien no exageres, tus compañeras deben tenerlos hermosos
_Sip, pero los tuyos son grandes, y siempre están despiertos
_Despiertos? como es eso?
_O sea que siempre están con las puntas de pie
_Ahh los pezones…
_Si,  los pezones, y se notan a través de la ropa… porqué siempre los traes levantados?
_Jajaja querido  hay cosas que es mejor no responder…Leo, nunca has visto unos? digo.. desnudos?
_Estee..no..bueno sí.. pero en la compu
La mirada de mi tía se volvió extraña, yo era un muchacho inseguro, pero no tonto y pude notar cierto brillo especial en sus ojos, no sé si le cautivó mi inocencia, o si quería ponerme una prueba de fuego para que demostrara mi hombría, lo cierto es que me hizo un ademán para que me levantara de su regazo. 
Me situé  frente a ella y para mi total asombro,  zafó tres botones  de su blusa mostrando  sus senos sujetos por un brasier blanco.
Clavé mi mirada en ellos, eran grandes y turgentes, varias pequitas oscuras salpicaban su piel blanca, y la media copa permitía  avizorar  una aureola sonrosada; llevó sus dedos hacia ellos y con el índice los alzó ligeramente por encima del sujetador de forma que pude ver sus pezones endurecidos. Aquel espectáculo fue suficiente para sentir como mi pene dentro del pantalón se revolvía furioso, increíblemente tenía para mí los pechos de mi tía Amanda al desnudo, que más podría pedir.
Una lava ardiente recorría por mi cuerpo y comencé a transpirar copiosamente,   mucho más cuando saliéndose de toda lógica, mi tía murmuró:
_Quieres tocarlos?
Creí haber entendido mal, ni en mi mejor paja imaginé aquello,  pero Amanda sin esperar una respuesta, tomó mis manos y las colocó sobre sus senos dejándome sentir su calor. Aquello era el paraíso, palpaba sus tetas algodonadas  que respondían a mi tacto hinchando sus pezones oscuros, mientras en el centro de mi cuerpo se  levantaba airosa mi hombría.
Un ligero suspiro de mi tía me hizo buscar sus ojos, y justo en el momento en que nuestras pupilas habrían de encontrarse, ella volvió a gemir entrecerrando sus párpados. Aquello me supo a gloria, tan solo con mis caricias había hecho gemir a una mujer, a una mujer hermosa.
 Continué apretando sus pezones haciéndola estremecer, al punto de que sus mejillas se sonrojaron, pero recuperando un poco la cordura, se apartó de mí susurrando:
_Ahora ya sabes, cómo son los pechos de una mujer…
Le sonreí agradecido, la experiencia duró escasos segundos, pero era lo más sexual que había tenido en mi vida, ni que decir que ni bien salió de mi habitación llevé mis manos a mi bragueta.
 A partir de aquel  día nuestra relación tomó otros tintes, la deseaba más que nunca y ella aunque fingía  no notarlo, sé que disfrutaba perturbándome; sin embargo pasaron un par de semanas para que  volviéramos a extralimitarnos.
Teníamos  la costumbre de hacer cenas compartidas, al menos los fines de semana. En esa ocasión mamá y ella se turnaban el quehacer, mientras yo entretenía a Pamela, lo cual me permitía admirarla con tranquilidad. Se había duchado y su cabello  húmedo caía sobre su torso  transparentando la blusita blanca  que develaba sus pezones oscuros. Giró para tomar algo de la alacena y  pude notar que su pantalón de estrellas azules  se le metía deliciosamente en la cola, joder que era preciosa, aun enfundada en su pijama. Devoré sus posaderas buscando las marcas de sus braguitas, pero evidentemente no las usaba puesto que a más de no notarse ningún elástico, se  dibujaba perfectamente su coñito, demás está decir que hasta el hambre se me quitó.
Pese a ello, la cena transcurrió con la normalidad del caso; al terminar mi madre llevó a su habitación a mi prima a ver películas, mientras mi tía terminaba de arreglar la cocina.
_Anda Leo, ayúdame, que  con los codos en la mesa no resultas de provecho;  yo enjabono y tú enjuagas  la vajilla
_Claro tía… lo que digas
No sé qué pasó por mi cabeza, ni de donde agarré valor, seguro fue efecto de haber fantaseado toda la cena con  su pijama de estrellas, lo cierto es que  al pasar junto a ella,  me pegué más de la cuenta y rocé su trasero con mi miembro, ella no dijo nada, solo se hizo ligeramente hacia adelante y volteó a verme desconcertada
_Lo..lo siento.. es que… la cocina es demasiado chica dije nerviosamente
Debí sonar estúpido porque ella soltó una carcajada alegando:
_Chica? Por favor Leo, aquí hay espacio para un batallón!!
_Es que casi tropiezo _mentí _ pero igual…. lo lamento
_Mmmm de verdad lo lamentas muchacho?
_…Estee… si… si claro…
_Amor, en la vida no hay que arrepentirse de lo que se hace, todo puede dar lugar a algo bueno dijo acercándose lentamente hasta casi rozarme con sus tetas
Verla tan resuelta, tan deliciosamente provocativa, ocasionó que mi respiración empezara a agitarse y los colores se me subieran al rostro
_Te gusta Leo? te gusta que este tan cerca?
_Ohh tía…me gusta..me gusta demasiado…
_Asi?  o más cerca, chiquito? dijo aplastándolas contra mi pecho
_Más tía…maas….todo lo cerca que quieras…respondí en medio de un suspiro
_Estás temblando mi bien…te asusta  tocarme?
Ya no respondí, ella había abierto un camino que yo no estaba dispuesto a desaprovechar, y dejando mis miedos en el lavadero, torpemente introduje mis manos dentro de su blusa
Ascendí por su cintura lentamente, hasta llegar a sus senos, no podía creérmelo, nuevamente acariciaba las tetas de mi tía, otra vez esos pezones oscuros estaban entre mis dedos, pero ésta vez no me iba conformar con estrujárselas, esta vez quería probarlas, atraparlas con mis labios…
Casi con desesperación, le levanté la blusa  y antes de que pudiera detenerme, acerqué mi boca a sus pezones, mientras ella susurraba:
_Espera Leo espera…ahhh…tu madre..puede entrar tu madre..ahhh
_No tía.. no me dejes así otra vez…no, por favor…supliqué
_Mi bien ve…ve a tu habitación…ve que ya te alcanzo
_Lo prometes tía? de verdad vas a ir…dije lamiendo sus pezones
_Ahhh….sí..sí.. le diré a tu madre que …que te voy a ayudar en las tareas…ahhh
Me desprendí de sus preciosos senos, y corrí a mi habitación a esperarla, cada dos minutos sacaba la cabeza por la puerta ansiando verla llegar,  hasta que al fin las luces del pasillo se apagaron lo que me hizo suponer que se acercaba.
Bastó oír sus pasos para que mi pene se enderezara, no tenía claro lo que iba a pasar, pero sabía que sería una noche inolvidable para mí
Me arrimé contra el espaldar procurando que no notara que temblaba como una hoja, ella se acomodó a los pies de la cama
_Siempre la tienes así? pregunto señalando la erección que se dibujaba en mi pantaloneta
Algo avergonzado respondí:
_Siempre..siempre que pienso en ti
_Y eso   es muy seguido Leo?
_Sí…todos los días, se levanta por ti …
_Mmmm y que haces para que se te baje pilluelo?
_La toco… la toco mucho
_.Amor dime algo…  aun eres virgen verdad?
_Sí, ssi  tía, pero me gustaría dejar de serlo…
_No comas ansias amor, ya tendrás una novia
_Y si tú…
_ Ay cielo, esto más complejo de lo que parece, coño!!! sé que nos hemos toqueteado un par de veces pero no dejo de ser tu tía
_

Eso significa que estás… confundida?

Sí, Leonardo tanto como tú
_Yo no estoy confundido Amanda, sé lo que quiero, sé lo que me gustaría contigo…
_Oh mi chiquito..a que te estoy induciendo
A nada tía a nada que yo no quiera
_Es que…
_Por favor, no pienses en nada, solo enséñame tía..enséñame a ser hombre…
Me miró con esos ojazos claros y hermosos llenos de  infinita ternura,  me besó la frente y nos quedamos unos segundos abrazados
Con mi rostro en medio de sus tetas sentía el palpitar de su corazón, el mío también bombeaba fuerte al igual que mi miembro encerrado en mi pijama. Tras unos segundos ella fue quien rompió el silencio:
Leo que parte de mi cuerpo te gusta más?
_Tus senos tía, tus senos, más cuando andas por la casa sin sujetador
_Lo supuse, siempre me los miras…has soñado con tocarlos?
_Si tía, todas las noches…
_Con besarlos?
Siempre …siempre
_Y has imaginado poner entre ellos tu…
_Ohhhh tía….tía…gemí apretando mis puños
Sus insinuaciones ocasionaron una corriente en  mis testículos y queriendo retener la sensación de goce pase mi mano por mi entrepierna cerrando los ojos con fuerza
Al abrirlos, una imagen de ensueños  hirió mis pupilas, la tenía frente a mí, se había despojado de su blusa y su cabellera castaña caí sobre sus pechos desnudos, su escueta cintura adornada por un pequeño ombligo atraía la mirada  una cuarta más abajo en donde brillaba el  tatuaje de una mariposa con las ala abiertas… así era ella una mariposa de alas abiertas, una mariposa de fuego que jugaba con mis ganas…                                                                            
Decidida me despojó de  la pijama, sus yemas  acariciaron  la rugosidad de mis testículos, haciéndome erizar; mi pene en total erección segregaba los primeros líquidos que junto a su saliva formaron el bálsamo que permitía que su tetas  se mecieran desde la base hasta el prepucio en una magnifica paja. Creí que eso era demasiado para mí, pero el mundo se me vino encima cuando su lengua inicio la estimulación de mi glande, para continuar engullendo mi miembro, hasta casi chocar contra mis huevos, joder!! , hubiera querido hundírsela por horas pero bastó que mi pene desapareciera en su boca un par de veces, para darme cuenta que no necesitaba nada más para correrme.
Fuertes contracciones en la base de mi miembro me anunciaron que era inminente mi llegada, mi explosión atravesó en segundos la extensión de mi pene, estremeciendo todo mi cuerpo, y un chorro blanquecino se desparramó por sus comisuras…me había corrido…me había corrido en su boca!!
_Ahhh..lo siento…todo fue tan..tan.. rápido
_No te preocupes amor ya irás tomando práctica, murmuró terminando de limpiarme con una servilleta de papel
_Gracias ..fue increíble…. solo me siento mal de que no pudiera aguantar para responderte
_En verdad crees que no puedes responderme? ….Ven acá muchacho
Sentí sus labios por primera vez en un beso apasionado y mientras nuestras lenguas se agasajaban condujo mis manos a sus tetas, los suaves masajes  y la estimulación de los pezones la excitaba
_Asii. Amor…sigue…vas bien
Yo no respondía solo disfrutaba oyéndola gemir
_Ahhh… ahora bésalos amor, succiónalos fuerte …duroo …
Perdí la noción del tiempo entre sus tetas, y solo  dejé de chupar sus pezones  cuando ella separando sus muslos me invito a descubrí sus genitales.
Casi temblando metí mi mano por la fina tela de su pantalón, eso fue como entrar al paraíso;  una ligera vellosidad en su pubis me  incitó a descender hacia sus labios, hallándolos  maravillosamente húmedos
Al menor movimiento de mis dedos, Amanda se estremecía, lo que me hizo deducir que si quería complacerla no debía sacar mi mano de allí.
_Amor….toca ahí!!!!. justo ahí!!!!
_Es tu clítoris?
_Sí cielo, siiii, muévelo…
_Así está bien?  Más rápido?
_Sí amor, sí… de izquierda a derecha…sigue…siguee
De un tirón retiré su pantalón pijama, y halándome   de los cabellos me atrajo a su sexo.
No cabe duda que el instinto lo lleva uno en la piel, bueno en éste caso en la lengua, pues con ella le di todo el placer que quería darle con mi sexo, y mientras me comía cada pliegue de su vagina, acariciaba su trasero divino
Su respiración empezó acelerarse, y sus movimientos de pelvis se hicieron  más bruscos llegando incluso a golpearme el rostro; un gemido profundo acompañado de  continuos estremecimientos me dejaron la satisfacción de saber que ella también se corrió…
Se recostó en mi pecho y nos volvimos a llenar de besos,  pero la vocecita inoportuna de Pamela al otro lado de la puerta nos hizo espabilar
_Mamaaa..mamá..abre!
_Ya linda, ya, dame un segundo, respondió mientras buscaba su pijama
Inmediatamente nos vestimos armé un regadero de libros en la cama y Amanda se levantó a abrir la puerta
_Mamaaá
_Qué pasa chiquita porque tanto escándalo?
Es que mi tía Luisa ya se durmió y quiero estar  con ustedes… que hacían?
_Ah…enseñaba a Leo a hacer sus tareas amor, respondió dedicándome un guiño de ojos
_Y por qué mejor no vemos una peli?
_Porque ya es hora de irnos a la cama nena, ya es tarde
 _Mañana no hay clases y Leo puede venir con nosotras
Siempre he dicho que mi primita era una latosa pero aquella noche me provocó caerle a besos por tan esplendida idea
_Cierto tía aún es temprano, podríamos…
_Mmmm nada de  eso ya es hora de  dormir muchachos, Pame ve  a recoger tus juguetes
La chiquilla salió corriendo en dirección a la habitación de mi madre, lo cual dio oportunidad para que mi tía y yo nos despidiéramos
_De verdad no puedo ir con ustedes? insistí
_Y como para qué? respondió algo coqueta
_Estee.. pues digamos que me pareció buena la idea de Pame
_Mmmm pues en vista de que mañana es domingo, podría dejar que la acompañes un rato
_Y tu estarás?
_No Leo, prefiero descansar
_Ahhh ya veo,  entonces… creo que mejor me quedo              
_Jajaja tan rápido se te quitaron las ganas de ver películas? O en realidad tenías otras intenciones pilluelo?
Sintiéndome descubierto le regalé una sonrisa
_En realidad lo que me importa es estar contigo…
_Mmmmm pues da la casualidad de que aún no tengo sueño
_Genial!!!Dame dos segundos y voy contigo, solo me pongo las zapatillas
_No cielo, debo recostar a Pamela…si aún estás despierto cuando apague las luces, podríamos charlar un rato…
_ Claro tía,  estaré pendiente, por nada del mundo me dormiría esta noche
Ella sonrió,  pese a que supongo que no le faltaban pretendientes, intuyo que le gustaba provocar mis estados de euforia, y no solo eso, sino que además se complacía en ser la causante de que poco a poco mi timidez empezara a quedar en el limbo.
Ya había transcurrido casi una hora, desde que se fueron a su departamento, desde el ventanal de la sala pude notar cuando las lámparas  se apagaron quedando una tenue luz que provenía de la habitación de mi tía, mi corazón latió  emocionado  y antes de escapar por la puerta trasera, di una vuelta  por la habitación de mi madre que afortunadamente dormía con placidez.
Como acordamos, mi tía había dejado la puerta principal abierta, y llegar a su recámara fue cuestión de andar a con algo cuidado debido a la escasa iluminación; pero pese a mis precauciones no pude evitar dar un tropezón contra una mesilla que traqueteó como si se desbaratara
_Auchh!!! mierdaa!!!!! Proferí, agarrándome la canilla y dando un par de brincos
_Que pasó amor?’ que bullicio es ese?
_Nada importante tía, choqué contra esa mesa
_Ay cielo! es mi culpa, debí dejar al menos una luz encendida
_Tranquila, ya está pasando
_Ven amor, en mi velador tengo un ungüento, ya verás que en breve te pasa el dolor
Entramos a su habitación me recosté en la cama y  pese a que ya casi no sentía ninguna molestia, dejé que me mimara con sus cuidados
_Aun Duele mucho?
_No tía, nada más un poquito
_Sigo?
_Sii…un poco más…
Sus manos inquietas empezaron a desplazarse desde la rodilla hacia el muslo, provocándome más de un estremecimiento, mucho más cuando sus finos dedos avanzaron hasta llegar a hurgar  la zona cercana a mis ingles
_Te gusta?
_Ohhh tía…sii…
 _Dime cuánto te gusta, dímelo
_Me gusta…me gusta demasiado…me excitas tanto
_Lo suficiente como para ponértela…dura?
_Dura…muy dura… nadie me la pone así, nadie me la pone como tu…
Sonrió complacida, y esta vez agarró de lleno mi miembro que ya estaba en total acción, aquello era fabuloso,  sentía que tenía la fuerza de un toro concentrada en mis genitales, y Amanda no paraba de tocármela.
Sabía lo que vendría en breve si ella no dejaba de acariciarme, pero esta vez no estaba dispuesto a pasar la vergüenza de correrme en segundos, así que la tumbé en la cama, y fui yo quien se dio el lujo de besarla.
Retiré la blusita de tirantes, y divagué por su cuello, las dulces caricias abrían  los espacios de su cuerpo, y allí entre sus sábana, saboreé cada pliegue, cada curva  y cada planicie de su cuerpo; pero mi sexo apretujado dentro de la bermuda clamaba por la oportunidad de penetrarla.
Terminamos de desnudarnos, y fue ella quien separó sus muslos  ofreciéndome  su sexo totalmente abierto e increíblemente húmedo; sin poder resistir más roce  con mi miembro sus labios, que parecían acoplarse a la suavidad de mis movimientos.
Fue difícil contenerme, sentía una imperiosa necesidad de hundirme en su sexo, y sujetando mi pene de la base, lo acomodé en la entrada desplazándome en su interior.
Que deliciosa sensación, nada es comparable a la humedad de una mujer, a  sentir como tu carne va abriendo paso, en ese túnel maravilloso que cede a la presión que ejerce tu verga, nada se compara a verla contorsionarse de placer mientras pronuncia tu nombre Joder!! con solo hundírsela un par de veces sentí que quería correrme.
_Amor ahhh aguanta mi vida…usa tus dedos …usa tus dedos!!!
Verla tan deseosa, despertó mi imperiosa necesidad de complacerla, y haciendo caso de sus clamores, usé mis dedos para estimular su clítoris mientras la atacaba con fuerza…
_Asiiii Leooo, asiii, duro amor… duroooo!!!
Gruesas gotas de sudor se formaban en mi frente, mientras estoicamente resistia las ganas de dejarme ir, ella suspicazmente giró su cuerpo, y sentándose sobre mí, dio rienda suelta a sus ganas de follar.
Su cabellera castaña, se agitaba sobre sus hombros, siguiendo el ritmo de sus senos que bricoteaban en cada metida, hasta que los espasmos de su vulva y sus líquidos regándose en mi pubis, liberaron también mi urgencia de correrme.
Se dejó caer sobre mi cuerpo; la sensación de haber compartido un orgasmo nos dejó plenamente felices, sin ganas de decirnos nada, pero totalmente felices.
Aquella fue mi primera experiencia sexual, después vinieron  otras, quizá mejores, quizá más intensas, pero ninguna con tanto candor, ninguna que me excitara tanto recordar y ninguna que  se marcara tanto en mi memoria….
Amanda fue un ángel en mi vida, que no solo me abrió las puertas de su cuerpo para el goce, sino que me enseñó a enfrentar la vida como todo un varón. Lamentablemente muestro tiempo juntos no duró más que unos pocos meses, pues al término de mi bachillerato, el sueño de mi madre de estudiar en el extranjero se le hizo realidad a través de mí, y pese a que yo tuve ciertas dudas en decidirme por esa opción, ambas  me impulsaron a aprovechar esa oportunidad.
No quiero recordar la despedida, tan solo decir que en la última noche juntos, me marcó con sus besos, y en la mañana después un  triste adiós, agarré un avión que me alejó de ella durante años.
Los primeros meses extrañaba mi país, mi familia, los amigos, hasta la comida ecuatoriana y la extrañaba a ella sobre todo a ella, pero el tiempo cura todo y en esos años de preparación académicamente, nuevos vientos llegaron a mi vida y nuevos amores me devolvieron la sonrisa. Aunque nunca perdimos contacto, Amanda pasó a ser parte de mis más hermosos recuerdos, y como es lógico, tanto para ella como para mí, la vida continuó…
El tiempo pasó, mi sueño de graduarme llegó a feliz término y trabajé un par de años antes de decirme a volver a mi país; es innegable que pese a estar en una buena situación,  llega un momento en que las llamadas, los mensajes, los videos no son suficientes, y yo necesitaba ver a mi familia, abrazarla, sentirla, así que decidí que ya era tiempo de regresar.
El reencuentro fue emotivo, el abrazo cálido de mi madre me hizo sentir que todo recuerdo triste estaba olvidado. Después volteé hacia mi tía, estaba radiante, tan hermosa como la recordaba, quizá algo más redondeada en carnes pero igual de bella, me quedé unos segundos contemplándola, quizá comparándola con la imagen que en mi mente guardaba de ella, pero la voz de mi madre me sacó de mis ensoñaciones
_Hijo, reacciona!  o pensaré que  la vida en el extranjero te ha cambiado, que es eso de quedarse impávido en lugar de abrazar a tu tía!!
_Madre como dices eso! mi tía  sabe cuánto la adoro!! solo que la noto tan linda que… bueno más bien las noto lindas a las dos dije intentando corregir mi metida de pata
_Tanto tiempo desde tu viaje Leo,  parece mentira que de nuevo estas aquí, ven acá  muchacho señalo mi tía tomando la iniciativa en abrazarme
Besé sus mejillas y la ceñí con fuerza hasta hacerle  faltar el aire, la apreté aún  más  contra mi cuerpo y nos quedamos varios segundos juntos, los suficientes como para que el recuerdo de su piel  inesperadamente volviera a inquietarme. Luego tratando de recuperar el control la sujeté por la cintura dando vueltas con ella
_Jajaja muchacho loco  aquiétate!!! que terminaremos rodando por el piso
Ante sus súplicas me detuve  y mirándole a los ojos susurré:
_Te juro que nada me gustaría más que eso…
_Qué dices?
_.Que nada me gustaría más que  terminemos rodando por el piso…
Amanda percibió mi doble intención, y se quedó estupefacta, joder!! que  yo ya no era el jovenzuelo timorato que se hizo hombre en sus brazos; había vivido, había recorrido mundo y era bueno que ella tenga claras las cosas.
Un toqueteo en mi espalda me hizo girar para ver de quien se trataba
_Y a mí no me vas a saludar primo?
_Pamelita!!!! Mira que grande estas, ven acá princesa!!
Abracé a mi prima con ternura, atrás habían  quedado los tiempos en que la pequeña de trenzas rubias y vocecita chillona jugaba a ser mi sombra, ahora era una jovencita hermosa como tía Amanda; no cabía duda que las mujeres de mi familia había sido bendecidas con un encanto particular.
Se me colgó del cuello emocionada
­Te extrañe tanto primo!!!
_Muuuy comprensible, de seguro no tenías a quien robarle monedas, le dije en son de broma mientras la abrazaba fuertemente
_Jajaja verdad!!, además no tenía a quien perseguir todo el día, quien me compre golosinas, y quien me lleve a pasear, ahhh y quien juegue a la pelota conmigo!!
_Jajaja pequeña, tan lindos recuerdos. Te extrañe linda, las extrañe demasiado.
Volver a adaptarme  a mi familia fue relativamente fácil, mi madre con los años se había vuelto más afectiva, mi prima  se había convertido en una jovencita encantadora, solo mi tía parecía no haber cambiado seguía siendo para mis ojos increíblemente sexy.
Como decía, nada parecía haber cambiado, continuaban viviendo en la misma edificación,  compartiendo las cenas de fin de semana, mi tía seguía cocinando delicioso y usando las delgadas pijamas sin sujetador  y para no variar sus tetas seguían volviéndome loco.
Honestamente yo creí que ese capítulo de nuestras vidas se había cerrado, pero el hecho de mudarme con mi madre una temporada, hasta encontrar mi propio espacio hizo que forzosamente volviera a tenerla cerca, y todas las emociones que  antes de volver a verla, creí dormidas, empezaron a despertar, solo que esta vez yo estaba dispuesto a torcer el destino a mi favor.
Los primeros días fue imposible estar a solas con ella, pues a más de tomarme unas merecidas vacaciones, me la pasé de visita en casa de otros familiares, sin embargo no perdía oportunidad de mandarle al menos algún mensaje, que le mostrara que pensaba en ella.
Cuando todo empezó a normalizarse, empezamos a compartir las cenas, Pamela solía pedir que les relate  episodios de mi vida, así que varias noches nos quedamos los cuatro charlando amenamente después de cenar. Una de esas ocasiones, mi madre debido al cansancio se despidió  temprano y Pamela siendo que era fin de semana salió a distraerse con sus amigas, quedándome al fin a solas con tía Amanda.
_Amanda…Amanda…sigues tan hermosa como antes, señalé acariciando los nudillos de su pequeña mano
_Gracias querido, veo que sigues siendo gentil respondió retirándola con suavidad
_Necesitaba hablar contigo a solas, todos estos días ha sido casi imposible tener un minuto de paz
­_Es cierto Leo, pero entiéndelas están emocionadas de tenerte de nuevo en casa
_Y a ti Amanda, también te emociona verme?, porque la verdad te siento algo distante
_Que dices Leonardo, por supuesto que estoy feliz!!, eres mi sobrino y sabes bien que te extrañamos
_Preferiría que hablaras en singular, el te extrañé me gusta más que el te extrañamos
_Jajaja que dices muchacho acaso no significa lo mismo?
_No tía, de ninguna manera y sabes bien a lo que me refiero
_No, no sé a qué te refieres exactamente, pero en fin, ya hablaremos en otro momento creo que es mejor ir a descansar
_Huyendo no solucionas nada Amanda, tenemos una charla pendiente
_Será en otro momento ahora yo…tengo algo de cansancio
_Cansancio, miedo o nerviosismo tía? porque casi te veo temblar murmuré volviendo a sujetar su mano entre la mía
_Leo si te refieres a…
_Si tía, justamente a eso, a lo que un día tu y yo sentimos, a lo que vivimos, a nuestra historia
 _Ya no tiene caso Leo, las circunstancias han cambiado
_Lo único que sé, es que estás casi temblando y eso me hace pensar que aun sientes algo por mí; no creo equivocarme Amanda, tus pezones se han levantado… creo que ellos si me han extrañado
_Leo… yo…
_No digas nada mujer
_Por favor escúchame…
_Ya no la dejé hablar, mis labios se unieron a los suyos y ella poco a poco respondió a mis besos abriendo la boca, permitiendo que nuestras lenguas se vuelvan a encontrar. Nos besamos intensamente, y luego tomándola de la mano la arrastré a mi habitación
Me quité la camisa y le arranqué el brasier; sus tetas aunque menos altivas, seguían  siendo hermosas,  al punto que se me antojaba agarrarle de las caderas y penetrarla hasta cansarme, pero preferí llenarla de besos  y estremecerla con caricias. Al son de comernos a besos, la atraje hacia mí y paso a paso la orillé hasta rodar por la cama, ella abrió sus piernas entrelazándolas a mi espalda, lo cual me permitió hacerle sentir a través de la ropa toda la potencia de mi miembro.
 Mientras nuestros cuerpos tibios se restregaban buscando más acoplamiento, abrí la boca sobre sus senos, chupandolos con ansias. Sus tetas en mi rostro me excitaban tanto que no paraba de comérselas, de morder y lamer sus  pezones, volteaba  de una a otra haciendo que gima de placer; la verdad es que me gustaba tanto  incitarle que hubiera podido pasar horas allí, pero el resto de su cuerpo también pedía ser atendido.
Entre beso y beso nos liberamos del resto de la ropa, ávidamente tomé el camino de su  abdomen hacia la pelvis, aspirando el suave  olor de su pubis que se hallaba cubierto por una finísima alfombra de vellos, descendí mi lengua unos centímetros hasta los pliegues de sus labios, y sediento de ella bebí los líquidos que empapaban su coño. Amanda respondía a mis requerimientos abriéndose toda, y buscando  desesperadamente la inserción de mi miembro.
Mientras lengüeteaba sobre su clítoris, la penetré con mis dedos, su sexo mojado facilitaba el movimiento circular con el que estimulaba su vagina en constantes meneos de entrada y salida. Ella deliraba en mi brazos y eso me generaba aún más placer.
_Te gusta amor te gusta lo que te hago?
_Ohh Leo..Leo.. me gusta ahhh
_Cuánto linda….cuánto te gusta?
_Mucho.. demasiado… dámela… dámela de una vez
_Claro que te la doy  mi vida  si me encanta follarte, solo quiero que me la pidas como se debe
_Joder!!! que me la metas!!! fóllame!! folla a tu putilla
_Así mamita así…date vuelta que  te voy a dar  lo que te hace falta
Nuestras frases se volvían fuertes pero ambos parecíamos disfrutar liberándonos, era  nuestro reencuentro y no se nos antojaba el sexo dulce de antes, queríamos sexo crudo. Coger…tirar… follar…
Ella misma se puso en cuatro ofreciéndome sus entrañas, y yo enloquecido la agarré de las pechos mientras me juntaba a su trasero. No resistí más las ganas de tenerla y  ubicando mi pene en su entrada  me desplacé lentamente por su abertura.
Amanda gimió mientras la prolongación de mi pene llegaba a lo más profundo, luego placer mucho placer. Los movimientos de nuestros cuerpos amándose desenfrenados, nos llevaban a otra dimensión en la que yo procuraba resistir a muerte para satisfacerla. 
Empujé mi cadera sin detenerme, con furia, arremetiendo contra aquel sexo cálido que ahorcaba mi pene produciéndome infinitas sensaciones de placer, hasta que en total agotamiento Amanda  dejó caer su pecho en  la cama, mientras convulsionaba y gemia enloquecida. Nada podía satisfacerme más que su linda carita orgásmica.
 Tumbándome junto a ella volví a comerle la boca y  descendiendo  por su espalda  eché mano a su trasero; luego de unos cuantos morreos, mi tía se ubicó entre mis muslos, y se dio a la insuperable tarea de comérmela, sus labios carnosos se ajustaban al grosor de mi miembro succionando mi glande y tragando buena parte de mi instrumento. Era un encanto verla tan engolosinada, subía y bajaba acelerando y luego disminuía la intensidad para volver a atacar. No pude más,  el impacto de sus ojos fijos en los mios mientras me la chupaba, fue el detonante que hizo que  llegara no solo a eyacular sino a expulsar parte hasta de mi alma…
Después de unos minutos de descansar abrazados, nuestros cuerpos buscaron más caricias. Nuevamente  me deleité en sus genitales solo que esta vez,  agité mi lengua desde las comisuras de sus labios  hasta bordear su orificio mas intimo
Sus gemidos se incrementaban a medida que mi lengua estimulaba sus pliegues. El suave masaje en su clítoris le hacia abrirse permitendo que uno de mis dedos iniciera el juego de inserción en su esfínter, pero pese a estar muy excitada tensaba sus glúteos impidiendo mayores avances.
_Ohhh Leo.…duele…ahhhh…duele…
_Amor tranquila ..solo relájate…
_ Leo…no lo sabes pero..es que nadie ha estado ahí…
_Tranqula amor ..confia en mi, iremos despacio
_Ahhh…no..no estoy…muy segura..i
_Tía,  hace unos años tu me enseñaste a amar, ahora deja que sea yo   quien te enseñe…
Mis ultimas palabras terminaron de convencerla,  la conduje suave sin presionarla; acaricié su cabello, su espalda, su  trasero, volviendo una y otra vez a su boca que respondia con desenfrenados besos profundos; pero fue la  estimulación de sus senos, el punto máximo de calentura que la hizo ceder a  mis deseos de ponerse en cuatro.
Me ubiqué tras de sus caderas, hundiendo mi rostro en su cola; lubriqué su esfínter, masajeándolo con mis dedos, que a medida que ella se cedía se iban introduciendo en su interior. Continué estimulándola hasta que ella misma botando su cuerpo hacia atrás logró que mi miembro tomara posición.
Sin dejar de acariciar su clítoris, empujé la pelvis penetrándola con suavidad, abriéndome paso en sus estrechas paredes, ella gemía y a medida que me deslizaba en su interior, sus estremecimientos se hacían mas briosos y mis ataques más salvajes,  al punto de que fundidos en un vaiven de sensaciones explotamos en un orgasmo incomparable.
Agotada recostó su cabeza en mi pecho y yo respondi acariciándole la mejilla. Despues de unos minutos de quedarnos en silencio Amanda musitó:
_Leo esto es una locura
_Sí, una locura hermosa
_Hermosa pero igual  debemos dejarla
_No digas nada  mujer, porqué te gusta complicar las cosas? nos gustamos, nos deseamos, ponle el nombre que quieras, amor, pasión deseo, ganas, lo que sea; pero me gusta estar contigo
_Leo no sigas, sabes que tengo razon, ademas  hay algo que tú no sabes
_Por favor  Amanda no arruines el momento
_Es que …yo..yo…salgo con alguien entiendes? Sé que debi decirlo antes
No esperaba aquella confidencia, pero no perdí el aplomo y traté de minimizar lo que había escuchado
_Es lógico Amanda, si eres encantadora; de hecho también yo salí con otras mujeres, pero aún podemos intentarlo…
_Hombre, como dices eso!! Se te olvida que soy tu tía, tu tía!!! ….además,  llevo más de un año con él, es un hombre que me ha dado paz, quizá no la pasión que tú me ofreces, pero a mi edad busco tranquilidad, busco algo más que sexo, un hogar y eso es algo que jamás tendré contigo…
_Tía yo por ti…
_No amor, no digas nada, no es tu  culpa, son las circunstancias. Sé que mis acciones de hoy contradicen lo que digo y te pido disculpas  por ello pero…
_Tía, escúchame!!
_Leo no más… solo déjame, dejame ser ser feliz…a mi modo…
Su última frase  me partió el alma y la abracé. Un día me fui de su lado y  había llegado el momento en que la deje irse del mío.
  Terminó de vestirse, me miró dulcemente con esos ojazos claros y hermosos, y vi en ellos la sombra de su amor maternal
_Te quiero sobrinito
Le besé la frente y la volví a abrazar; en ese momento comprendí que nuestro afecto filial trascendía al deseo, aun así,  con la voz casi entrecortada susurré:
_Volveré a tenerte?
Dudó unos segundos que para mí fueron la luz  de la esperanza y en voz casi inaudible respondió:
_Sin preguntas Leo…sin preguntas…
Que significaba aquello? No lo sé…solo el tiempo da las respuestas…
Después de que salió de mi habitación subí a la terraza, el aire frio de la noche dispersaba mis pensamientos; llevaba cerca de una hora allí, cuando el portón principal se abrió, dando paso a la delgada silueta de Pamela. 
_Que horas son estas de llegar niña!!
_Ay primo!!!! ni siquiera es la media noche…daba una vuelta con unas amigas. Y tú, qué haces ahí?
_Contando estrellas dije burlonamente
_Jajaja vas a necesitar ayuda…ya te alcanzo
Subió a prisa los  graderíos y me estampó un beso en la mejilla
_Y a más de contar estrellas en que pensabas?
_Meditaba nena, meditaba  en mi vida, en  los asuntos que tengo pendientes; ya sabes cosas de adultos
_Mmmm pero se te nota algo triste
_No linda, no es tristeza, quizá solo es algo de nostalgia; la verdad es que soy un tipo realmente afortunado
_Ah sí? Y se puede saber porque?
_Porque la vida me ha permitido vivir cosas, que otros hombres  no tienen  oportunidad de disfrutarlas ni en sueños
_Mmmm eso tiene relación con una mujer cierto?
_Jajaja eres muy lista y demasiado curiosa
_Debió ser hermosa
_Bueno, pues sí, siempre he tenido la suerte de que se me crucen mujeres hermosas
_Jajaja Leo que humilde eres!!! Oye….y yo ….yo te parezco hermosa?
Aquella pregunta me desconcertó  porque  fue lanzada con una mirada  profunda e intensa
_Sí Pame, eres preciosa, siempre he dicho que las mujeres de mi familia son bellísimas, respondí evitando un comentario inadecuado.
_O sea que te parezco bonita, insistió de forma traviesa
_Mucho, mucho, pero… ya es hora de ir a dormir pequeña, respondí acariciando su mejilla
_Sí, tienes razón, buenas noches Leo
Se acercó lentamente, y al despedirse, en lugar de besar mi mejilla, depositó un suave beso en  mis labios
La sostuve de los hombros, buscando en sus ojos una explicación a la inapropiada caricia, pero sus labios se abrieron tan solo para confundirme más 
_Leo, no solo tú eres afortunado, las mujeres de ésta familia, también lo somos….
Me estremecí sin saber qué interpretar,  y en ese bendito momento en que nuestras pupilas se encontraron, me percaté que al igual que tía Amanda, Pamela tenía los ojos dulces y la sonrisa traviesa…
FIN
 
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leonnela8@hotmail.com

 
 

Relato erótico: “El legado (2) EL INCESTO ” (POR JANIS)

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El incesto.
  ¿Qué puedo decir? Estoy alucinado con el cacharro que ha crecido entre mis piernas, en unos pocos días. Nada tiene lógica alguna. Casi parece una manguera desde mi perspectiva. Grueso y morcillón, con el prepucio retirado sin necesidad de circuncisión, como si a esa tremenda polla le faltara piel para cubrirla por completo. Incluso en reposo, se notan algunas venas azulonas recorriendo el tronco. De verdad, es una pasada, y, lo bueno, es que ha dejado de dolerme o de picarme.
  Me devané los sesos los primeros días, tratando de hallar una explicación, o quizás una solución. No estoy muy seguro de que sea una bendición precisamente. Si me asusta a mí, ¿qué pensará cualquier mujer cuando la vea? No quiero ser un monstruo de feria. He buscado en la red información fidedigna sobre otros casos parecidos, pero, la verdad, solo he encontrado paparruchas. Rumores, un par de “records guinness”, y algunos actores porno, famosos por sus dimensiones, como Nacho Vidal, o el mítico John Holmes, con un tamaño parecido al mío. Sin embargo, aún existen dimensiones más extremas, como la de Frank Sinatra, con47 cm., o Liam Neeson, con41 cm.
  ¿En qué la metían esos dos? ¡Porque en un coño no cabía!
Bueno, por lo menos, me da ánimos. Los hay peores, suponiendo que haya dejado de crecer. Como también es lógico, he empezado a experimentar con ella. No os imagináis la cantidad de problemas que da un tamaño extra grande; no solo eso, sino que mi pene no baja de 18 o20 centímetrosen estado de reposo, conservando casi su mismo grosor que si estuviera erecto. Es como tener un pedazo de tubería en los pantalones.
  Lo primero, la ropa interior. Gracias a que uso amplios boxers últimamente, dada mi corpulencia, pero he tirado todos los slips que tenía en reserva, así como algunos de esos calzoncillos ceñidos, y he tenido que renovar mi provisión de gayumbos. Al mismo tiempo, he vuelto a aprender a colocarla en los pantalones, como un niño. No me es posible llevarla a un lado, como antes, porque se me sale del boxer, o se marca demasiado en el pantalón, por muy ancho que sea. Así que he lidiado con ella hasta encontrar una nueva posición cómoda: por la pernera abajo. Era lo más lógico, porque eso de que pasara “por el arco de triunfo” para recolocarla entre mis nalgas, como que no. Me da algo de cosa sentirla cerca de mi culito.
  Sin embargo, la posición de la pernera no es nada cómoda para sacarla a la bulla. Cuesta bastante trabajo sacarla por la bragueta. Así que tengo que orinar con los pantalones bajados hasta las rodillas. No pasa nada si lo haces en casa, a solas, pero en unos urinarios públicos canta un montón. Por eso, lo hago como las chicas, sentado, siempre y cuando, la manguera este floja, esa es otra. Ya he probado a doblarla al despertarme bien trempado. No hay forma. No puedo bajarle la cabeza. De hecho, al levantarme, tengo que orinar en la bañera, salpicando los azulejos de la pared, y pasar después el teléfono de la ducha para enjuagar.
  Otro inconveniente podría ser la talla de los pantalones, aunque, en mi caso, al usar pantalones amplios, no es preciso. Poco a poco, he ido descubriendo los distintos peligros para mi nuevo aparato. Debo acordarme de recolocarla cuando me subo al tractor. Las palancas de un tractor son peligrosas, os lo digo yo… También coger pesos es conflictivo. Antes tomaba, sin pensarlo, garrafas de25 litrosy las movía ayudándole del impulso de un muslo. Después de pillármela un par de veces, he aprendido a meditarlo antes. Aguantar un saco de abono de 50 kilos sobre las piernas, puede resultar un poco agobiante si te has pillado el capullo, creedme.
  Menos mal que no monto a caballo. Podría seguir con los distintos casos a los que me enfrento cotidianamente, pero no quiero aburrir a nadie. Solo decir que, a medida que experimento, encuentro soluciones que me van cambiando mi manera de vivir hasta el momento.
  Una polla así, te cambia la vida. Nunca mejor dicho.
  Pero, lo peor, es que parece tener gustos propios. Si, no estoy loco. Actúa según unos nuevos impulsos que yo no he experimentado jamás. Por ejemplo, reacciona cuando una chica se acerca demasiado a mí, sin importarle el aspecto físico, ni su estado civil, ni su edad. Coño, hasta con mi madre lo hace. Debo tener cuidado de no acercarme demasiado a cualquier mujer porque puede dispararse sola. También reacciona a según que olores, que anteriormente no significaban nada para mí, como el aroma del café fuerte, o el de las uvas fermentadas, por ejemplo.
  Me da miedo pensar qué pasará con otras cosas mucho más degeneradas, pero, por el momento, esto ya es suficiente.
  Bueno, me falta hablaros de lo más importante, quizás. Seguro que todos lo habéis pensado ya, ¿verdad?
  ¿Cómo funcionará bajo mi mano?
La primera paja de prueba me la hice la misma noche en que el dolor desapareció. Llevaba todo el día con el órgano aprisionado y cuando lo solté, sin sentir dolor, ni ese maldito ardor, fue una liberación. Estaba en el desván, solo y desnudo sobre la cama. Me había pasado todo el día dándole vueltas al asunto. Estaba ansioso por explorar y comprobar. Creo que es natural, ¿no?
  Le dí cuarenta vueltas. La sopesé, la empuñé, la tironeé, la pellizqué, y no se cuantas “é” más. Es una pasada, os juro que tiene una textura diferente al resto de mi cuerpo. Su piel es más suave y tersa, pero, a la misma vez, más dura que en otros lugares de mi cuerpo. Puedo asegurar que la he golpeado contra superficies duras, y suena como una fuerte palmada, pero no me duele, más bien lo contrario.
  No, que va, no soy masoca, es que es así. ¿A qué es raro?
El caso es que, con la manipulación, se me puso enseguida extrema y dura, jeje. Parecía el mástil de la bandera, joder. Yo estaba sentado en la cama, espatarrado, con aquella cosa surgiendo entre mis piernas dobladas, y con mis dos manos aferradas. Tenía que darle caña; era más fuerte que yo. Así que me levanté, me metí en la bañera, de pie, y tomé el bote de gel de la ducha. Me eché un buen chorro en una mano y repasé la polla, de cabo a rabo. Respondía muy bien. Mis manos resbalaban perfectamente con el jabón. Subían hasta estrujar delicadamente el glande, para bajar, al unísono, friccionando todo el talle. Sobaba los gruesos testículos, bien cargados de semen. Descubrí que el glande era mucho más sensible que antes, no sé a qué es debido. También lo es mi escroto y la base del miembro, donde da paso a los huevos. El caso es que no hizo falta mucho para que me corriera, descargando un largo y potente chorreón de semen, como jamás he visto. Pero mi polla no se bajó, nada de eso. Aún no estaba satisfecha, quería más. Me tuve que hacer otras dos pajas seguidas para que bajara la cabeza, vencida.
  ¡Dios, casi me salen agujetas en los brazos!
Debo tener cuidado para no excitarme demasiado porque, entonces, hay que satisfacerla, y no se rinde. No sé, creo que me estoy convirtiendo en un obseso sexual, lo cual no es nada bueno con mi aspecto. ¡A ver donde pillo cacho si me pongo burro! Ya he dicho que esto es una maldición…
  Han pasado unos cuantos días. Hago todo lo que puedo para acostumbrarme a la situación. Tengo cuidado al pasar al lado de mi madre y que nadie se de cuenta de nada. De repente, Pamela entra por la puerta, soltando la maleta y abrazando a padre por sorpresa. Viene de Madrid y no la esperábamos. Está guapísima, con un fino suéter negro y una falda a medio muslo, amarillo pistacho.
  Me besa en la coronilla, por la espalda, porque me pilla sentado a la mesa. Siento un suave tirón en la ingle. Dios, ella también. Saluda a Saúl con un beso en la mejilla y un golpe en el brazo, y, finalmente, se echa en los brazos de madre.
―           ¿Qué haces aquí? – le pregunta madre.
―           Hay una protesta de sindicatos, o no se que historia. No tengo que trabajar hasta el lunes, así que me he venido, que os echaba mucho de menos – sonríe Pamela, atrapando en brazos al inquieto Gaby.
―           Bien. Deja tu maleta en tu cuarto y lávate las manos.
―           Te llevo la maleta, Pam – le digo, levantándome.
―           Gracias, Sergi – me lanza un beso, tomando el pasillo.
  Dejo la maleta sobre su cama. Su habitación es un barullo de figuritas, peluches, pósteres clavados, y cojines de colores. Hacía ya mucho tiempo que no entraba allí. La escucho cerrar el grifo del lavabo cercano.
―           Deberías cortarte el pelo. Lo tienes muy largo – me dice al entrar.
―           ¿Me lo cortarás mañana?
―           Claro que sí, hermanito – me echa los brazos al cuello para que le de una vuelta en el aire.
  Es liviana como una muñeca en mis brazos. Tengo un flash sobre el sueño de la otra noche. Joder. Un nuevo tirón en los bajos. Quieta, ahora no. No me puedo quitar de la cabeza sus ojos mirándome mientras me la chupaba. Esos ojos marrones y verdes.
―           Vamos a comer – digo para salir del apuro.
―           Oye, hermanito, ¿qué le has dado a Maby?
―           ¿Yo? ¿Por qué? – me giro de nuevo hacia ella.
―           Me ha dicho que estuvisteis hablando, cuando estuvo aquí.
―           Si, en el bosquecillo. Estaba talando y se acercó.
―           Pues me ha comentado que le caíste muy bien y me ha hecho un montón de preguntas sobre ti – me sopla muy tenue, a la par que me golpea el hombro.
―           ¿Y eso por qué? – hay que ser tonto para preguntar eso, pero no es que tenga mucha experiencia.
―           Bueno, puedes preguntárselo tú mismo. Llega mañana. Estará aquí hasta que nos vayamos las dos para Madrid.
¡Joder! La cosa se complica. Yo no tengo nada controlada la pieza de artillería…
  Durante el almuerzo, miro disimuladamente a mi hermana, y me doy cuenta de que ella hace lo mismo. Sonríe como si supiera algo que yo no sé, y eso me mosquea. Al terminar, madre y ella se ponen a fregar los platos y a charlar de chismes de modelos. Aprovecho para quitarme de en medio. Tengo ganas de pasear y reflexionar. Tomo el sendero que sube las lomas de los bosquecillos plantados hasta donde están dos de las cinco colmenas que tenemos.
  Sopeso lo que puede ocurrir. Sé que puedo controlarme con mi madre y mi hermana. Pero con Maby no estoy seguro, y más si manifiesta interés por mí. Ya he asumido que ese príapo tiene algo que ver con Rasputín. Aún no comprendo cómo, pero es muy parecido al suyo, al que estaba metido en formol. No sé si es una reencarnación, una posesión, una evocación, o un puto milagro… pero sé que no es natural y que no tengo ni idea de cómo manejarlo.
  ¿Me obligará a hacer cosas que no yo no quiero? No sé, como violar a Maby, o correr detrás de las viejas… Brrrr, que escalofrío me ha dado. Corona la loma. Desde allí puedo ver la autovía a lo lejos. Más cerca, se encuentra la laguna Abel, con el destartalado edificio de la vieja comuna en una de sus orillas. ¿Cuántos chiflados quedarán aún ahí? Padre dice que ha visto pocos.
  Nuestras tierras lindan, por el norte, con una comuna de nuevos hippies chiflados. La comuna está desde antes de nacer Saúl. Sus terrenos contienen la laguna que el viejo Abel creó para criar patos y otros bichos. Los hippies cercaron todo y plantaron altos setos que no permiten distinguir nada, ya que ellos van gran parte del año, desnudos por ahí. Disponen de huerto y animales de granja, e incluso disponen de un pequeño molino. Cuecen su propio pan y pisan su propio vino. Son casi independientes, pero quedan muy pocos.
  Según padre, se han ido marchando al hacerse mayores. Sus hijos crecieron y necesitaban nuevos horizontes. En un principio, los niños de la comuna no acudían al colegio y eran educados por todos, pero, al crecer, unos elegían ir a la universidad, y otros buscaban trabajos o aprendizajes que no estaban en la zona. Así que la comuna empezó a declinar.
  Cuando más niño, entré un par de veces a bañarme en la laguna. Saúl me enseñó por donde colarme. Nunca me pillaron, pero espiar su desnudez no me pareció correcto, así que no volví más. Ha cambiado el aire. Miro el cielo. Grandes nubes oscuras se acercan por aquella parte, amenazando lluvia. Decido regresar.
 

La tarde se ha convertido en diluvio. Casi parece que es noche cuando aún no han dado las cinco. Contempló la lluvia desde una de las ventanas del desván. Me gusta la lluvia. Lava la tierra, alimenta el suelo, borra las heridas, y nada la puede detener. Resuena en mi lector Highter Place, de Journey.

  Me gusta el rock, se adecua bien a mi estado de ánimo.
Unos tímidos golpes a la puerta del desván. Es Pamela.
―           ¿Puedo? – pregunta, asomando solo que la cabeza rojiza.
―           Claro, tonta.
  Se sienta detrás de mí, en un viejo sofá reventado por mi peso.
―           ¿Te aburres? – me pregunta.
―           Me gusta ver la lluvia. Me hace divagar.
―           ¿Sobre qué?
―           A veces no tengo ni idea.
Se ríe de una forma franca y sincera.
―           A veces creo que eres un místico – susurra.
―           ¿Un qué?
―           Un brujo, un erudito de filosofías prohibidas y arcanas.
―           ¡No jodas!
―           Es cierto. Te miro y no aparentas tu edad. No te veo como a un crío.
―           No soy un crío. Tengo diecisiete años.
―           Lo sé – suspira ella. – Eres todo un hombre. Siempre lo fuiste para mí, desde que empezaste a crecer hasta dejar atrás a Saúl. Eres quien mantiene unida esta granja, Sergio…
  Dejo la ventana y me siento a su lado. El sofá protesta. La miro a los ojos.
―           ¿A qué te refieres, Pamela?
―           Trabajas por dos o tres jornaleros. Haces de todo en la granja, desde talar, cosechar, cuidar de los animales, y hasta recolectar la miel. Sin ti, papá no podría mantener esto.
―           Bueno, tengo que ayudar, ¿no? Ellos nos han criado.
―           Pero, no te quejas nunca – se abraza a mi brazo derecho y recuesta la mejilla. Su mano sube y me acaricia la mejilla y ensortija un mechón de mi pelo. – Dejaste la escuela para trabajar más. Ni siquiera tienes amigos…
―           Pam… — juro que trato de advertirla.
―           Eres tan retraído, tan misterioso… Veo más allá de este masivo cuerpo tuyo. Sé como eres en tu interior – sus ojos me hechizaban mientras que sus dedos no cesaban de mesarme el pelo. – Eres un espíritu puro, Sergio. De los que ya no quedan en el mundo…
 Me pongo en pie con un suspiro.
―           ¿A qué viene esta llantera? – pregunto, burlón, mirándola desde arriba.
Ella baja los ojos y se encoge de hombros. Recoge las piernas bajo sus nalgas y estira la corta falda amarillo pistacho. De repente, sucede. Es como si sintiera sus emociones, como si me traspasasen lentamente cada uno de sus sentimientos, compartiéndolos conmigo. Tristeza, decepción, un poco de ira, celos, envidia… Pamela está mal y no tiene a nadie con quien desahogarse. Ha venido a mí por eso, porque piensa que soy el más sensible de toda su familia. ¿Sensible? Tengo que girarme de nuevo hacia la ventana y contemplar el agua del cielo para impedir que la cosa de mis pantalones rompa su prisión de tela.
―           Puedes contármelo, Pam. ¿Quién te ha hecho daño? – pregunto, sin mirarla. Puedo notar como se sobresalta.
―           ¿Tan evidente es?
―           Para mí si – contesto y, esta vez, la miro. — ¿Qué ha pasado?
―           Hace seis meses, conocí a un chico – suspira al empezar, mirando hacia la ventana más alejada.
―           ¿Eric?
  Gira la cabeza y me mira, intrigada. Al final, asiente. Sigue con su historia.
―           Sus padres son alemanes pero afincados en los Pirineos. Nos llevábamos bien. Habíamos coincidido en varios desfiles. Cuando quiso ir más lejos, le dije lo que yo buscaba. No quería un rollete aquí y allá. Buscaba una relación estable y duradera; una relación que me aportara seguridad y beneficio.
―           ¿Tan insegura te sientes?
Vuelve a encogerse de hombros. Está a punto de llorar. Me tumbo en la cama, de bruces, aprisionando la polla bajo mi cuerpo. Eso si que me da seguridad…
―           Sigue, Pam…
―           Eric me comprendió y me respetó. Se marchó como un amigo. Me decepcioné un tanto. La verdad es que me gustaba, pero me mantuve firme. Él tenía cierta fama de ligón entre las chicas de la pasarela.
―           ¿Muy guapo?
―           Si, lo es, el cabrón.
El golpeteo del agua sobre el tejado me calma. La cosa va mejor. Estoy controlando. Me intereso más por la historia de mi hermana.
―           A la semana siguiente, empecé a recibir, cada mañana, una rosa y una tarjeta, en la que aparecía pintados unos labios. No había remitente, ni más nada. Una rosa cada mañana, en casa o en el trabajo. Cuando llegó la que completaba la docena, la tarjeta decía que esperaba que viera que no le importaba esperar para conseguir un beso mío. La firmaba Eric.
―           Buena estrategia – admito en voz alta.
―           Pensé igual – esta vez, la lágrima se desliza hasta su barbilla. – Eric demostraba clase y paciencia. Así que le dí una nueva oportunidad. Hubo flirteo del bueno. Salimos de copas, a cenar, al teatro y al cine, incluso visitamos el Guggenheim.
―           Como una película romántica.
―           Exacto. No se insinuó sexualmente ni una sola vez. Unos cuantos besos y ya está. No es que yo sea una virgen, ¿sabes? He estado con un par de amantes, así que no… es que no quisiera, sino que él no insistió, ¿comprendes?
Asiento y me giro. Quedo boca arriba, la cabeza sobre la almohada, las manos bajo la nuca. Me quito las botas usando la puntera de los pies. Creo que controlo la cosa. Miro a mi hermana. Está hermosísima a pesar de estar triste. La luz grisácea que entra por la ventana la favorece. Pienso, por un instante, en su vida como modelo, rodeada de bellos ejemplares, acudiendo a sitios elegantes, y siento celos. Me sorprende a mí mismo.
―           No me dí cuenta, te lo juro, me atrapó en una red de romanticismo, de promesas susurradas, de pequeños gestos galantes. Me creía la emperatriz Sissi, y caí como una tonta.
―           Creo que es un ruin de su parte, pero tampoco es para dramatizar – respondo suavemente.
―           Oh, si hubiera sido eso simplemente, casi le podría haber perdonado – eso suena peor. Sus mejillas enrojecen y desvía la mirada. Intuyo lo que va a decir. – Naturalmente, me entregué a él. Hizo conmigo lo que quiso. Durante un par de semanas, me sentí una actriz porno, créeme.
  “No sigas por ahí”.
―           No podía controlarme, ni me reconocía. Estaba todo el día pensando en sexo, deseando quedarme a solas con Eric. Repasaba, una y otra vez, las cochinadas que hacíamos en la intimidad y me excitaba mucho. Me estaba pervirtiendo.
  Gruño por lo bajo. Acomodo la polla con disimulo.
―           Al termino de la semana de la boda de Barcelona, Eric me llevó a una fiesta que daban ciertos promotores, bastante privada. Sin embargo, no fuimos solos. Eric llevaba una limusina llena de chicas, algunas las conocía, otras no. pero todas parecían obedecerle. Intenté preguntarle qué pasaba, pero me dijo que no era el momento. Al llegar a la fiesta, en un gran chalet de montaña, empezó a repartir el ramillete de modelos por entre los invitados. Yo veía como aquellos hombres maduros sobaban las modelos con total descaro. Contemplaba aquellas muecas viciosas en sus rostros cuando tocaban las prietas y jóvenes carnes. Descubría el rubor y la vergüenza en las miradas bajas de las chicas.
―           Aquello no era una fiesta habitual, ¿verdad? – dejo caer.
―           No, ni mucho menos. Era un mercado de carne. Quise marcharme, pero Eric me apretó el brazo y me llevó a otra habitación, a solas. Me aplastó contra la pared y me dejó las cosas muy claras. El era el proxeneta de todas esas chicas y ya era hora de que yo le pagara por todas las cosas que había hecho por mí. Estaba allí para conseguir poder y contactos para él. No tenía porque asustarme de lo que querían esos hombres, pues yo ya había hecho esas cosas con él. Por si se me olvidaba, me tenía en varias horas de grabación… algo que desconocía totalmente.
―           ¡Que pedazo de cabrón! – el enfado empieza a vencer a la excitación.
―           No tuve más remedio que obedecerle. Podía destruir mi carrera en cualquier momento. No quiero hablar más de esa fiesta; intento olvidarla. Durante la semana que siguió, se portó como un príncipe. Me mimó totalmente, me traía a casa mis comidas favoritas. Me compró ropa nueva y me hacía el amor muy dulcemente. Yo no sabía que pensar. Me parecía que había soñado toda aquella fiesta.
―           ¡No me digas que le perdonaste! – estallo.
―           No, nada de eso, pero seguía aturdida, negando que me hubiera pasado a mí, ¿sabes? Eric sabe como aprovechar esos bajones para hundirte aún más. Lo que más me asustaba era las grabaciones que tenía.
Asiento. Ese es el problema más grave que tiene mi hermana, porque seguro que ese cabrón la mantiene aún en su poder. Se está desahogando conmigo porque tiene que contárselo a alguien, pero sigue con el collar puesto.
―           A la semana siguiente, trajo un hombre al piso, aprovechando que Maby no estaba. Era un hombre de unos cincuenta años largos, muy bien vestido y maneras cuidadas, pero sus ojos eran crueles. Daba miedo. Me lo presentó como el señor Black y me instó a que fuera muy mimosa con él. Me llevé a Eric aparte y le supliqué que no siguiera con eso. No sirvió de nada. Me dio un par de bofetadas que me hicieron arder, y me dio a elegir: el tipo o mis vídeos en Internet.
―           No sigas contando, Pam. Me imagino lo que pasó. Venga, déjalo…
Se levantó del sofá, el llanto ya desatado. Se arrojó sobre mi pecho y la acuné entre mis brazos.
―           Oh, Sergi… — sollozaba con el rostro enterrado en mi pecho – soy tan desgraciada… soy una puta…
―           No, no digas eso. Nada de eso es culpa tuya. ¡Ni se te ocurra pensar eso! ¡Eso es lo que pretende ese hijo de puta! ¡Hacerte sentir culpable para dominarte aún más! ¡Sé como piensan esos viles cabrones! – exclamo, enrabiado. No sé de donde saco ese conocimiento, pero es cierto.
―           Tienes… razón – musita ella, levantando los ojos y mirándome. – pero debo contarte… lo que hizo ese hombre conmigo…
―           No hace falta, hermanita.
―           Tengo que hacerlo, Sergi. Debo sacarlo como una espina, ¿comprendes?
Acaricio su ondulado pelo rojo, dándole a entender que la comprendo.
―           Ese hombre no quería follarme… quería domarme… Eric se marchó, dejándome a solas con él. Me ató a la cama, de pies y manos, y me arrancó la ropa, sin miramientos. Sus ojos ardían en furia, como si me odiara. Él ni siquiera se desnudó. Me torturó durante muchas horas…
―           Joder… Pamela – la aprieto contra mí, besándole la frene y el pelo, consolándola.
―           A veces me azotaba con la correa, o bien derramaba cera caliente en las zonas más delicadas de mi cuerpo… otras veces me humillaba de cualquier forma asquerosa, como orinarse o ponerme su trasero en mi cara – siento como sus dedos se aferran a mi cintura, hundiéndose en los rollos de grasa, buscando un apoyo para su dolor. – No quiero contarte todo lo que hizo conmigo, Sergi, de verdad, pero hizo muchas fotos y vídeos con su móvil. Yo estaba casi desmayada y sin poder defenderme, incluso cuando soltó las ligaduras.
  La súbita empatía que siento hacia ella, me hace llorar también. Nos abrazamos aún más fuerte, si eso es posible.
―           Me desperté porque me algo me oprimía el pecho. Eric estaba sobre mí, penetrándome. Su rostro tenía una expresión de vicio y asco, al mismo tiempo. Me miraba fijamente y cuando supo que estaba despierta, me dijo: “No he podido resistirme, puta. Estabas tan llena de mierda y semen, que tenía que follarte. Espero que hayas disfrutado con él.” Me hundió totalmente. le dejé acabar y esperé a que se durmiera. Me levanté, me duché, y cogí una maleta. Me he marchado de allí, casi con lo puesto, y he vuelto aquí…
―           Vale. Ahora estás a salvo, ¿de acuerdo? – le digo, limpiando su cara de lágrimas con un dedo. — ¿Has pensado en qué vas a hacer?
―           No lo sé, hermanito. No tengo muchas opciones.
―           Puedes negarte y pasar de lo que publiquen en Internet. Eso acaba olvidándose, lo sabes.
―           ¿Y si lo viera mamá o papá? ¿Y Saúl? ¡Que vergüenza!
―           ¿Denunciarlo a la policía?
―           Lo he pensado, pero es su palabra contra la mía, y se que es capaz de vengarse de forma cruel. A lo mejor no subiría los vídeos, pero podría hacerme daño o a alguien querido, incluso mucho tiempo después. Ese tío está enfermo, créetelo.
―           Pues entonces, solo te quedan dos salidas, muy drásticas, Pamela.
―           ¿Cuáles?
―           Una, marcharte. Irte bien lejos.
―           No, no soy valiente para eso. No soy nada sola.
―           Entonces, solo te queda matarlo…
―           ¡Sergi!
―           Bueno, a lo mejor tú no, personalmente, pero se puede contratar a alguien…
―           No… no me siento capaz de algo así… Tener eso en la conciencia…
―           Está bien, tranquila. Lo pensaremos con calma, de verdad. Has dado el primer paso, lo has confesado. ¿Te sientes mejor?
―           Si, la verdad es que me siento liberada. Gracias, hermanito – susurra, besándome en la mejilla.
―           Bueno, ahora no digas nada más, y escucha la lluvia sobre las tejas. Deja que eso te relaje. Aquí estás segura, entre mis brazos.
―           Si, Sergi… calentita y segura – ronronea.
Despierto horas más tarde. Es casi la hora de cenar. Pamela sigue abrazada a mí, dormida. La contemplo a placer. Tiene una expresión dulce e inocente. No puedo imaginarla haciendo las cosas que me ha contado. Debo hacer algo, no puedo perder a mi hermana por un imbécil como Eric. Si hace falta, le mataré yo mismo. La despierto suavemente. Ella me mira, confusa, y me sonríe.
―           Vamos, a cenar.
  No paro de darle vueltas al asunto de Pamela, echado sobre mi cama, desnudo como siempre. La casa está en silencio, todos se han ido a dormir. No ha dejado de llover, pero ahora es una llovizna débil la que cae. Casi no hace ruido. No hay luz de luna que entre por las ventanas y solo el resplandor mortecino de la farola que padre siempre deja encendida en el porche, enmarca débilmente algunas de las vigas del techo.
  Siento abrirse la puerta del desván. ¿Quién es a estas horas, coño?
―           Sergi… ¿Sergi? – llama suavemente Pamela desde la puerta.
Joder. Estoy desnudo y no hay tiempo de ponerme ni siquiera los boxers. Tiro de la sábana y las mantas, tapando todo lo que puedo.
―           ¿Estás despierto?
―           Si, pasa, Pam. ¿Qué ocurre? – la invito, encendiendo la lamparita de la mesita de noche para que no se mate con las cosas que tengo en medio del desván.
―           No puedo dormir. Cierro los ojos y no dejo de ver los ojos de ese hombre. ¿Puedo quedarme contigo un rato?
―           Claro, hermanita.
Buff, menos mal que me he tapado. Pamela lleva un pantalón cortito, casi tan cortito que parece una braguita, y una camisetita verde de tirantes. Se nota que tampoco es muy friolera para dormir. Levanta las mantas y se desliza a mi lado.
―           ¿No me abrazas? – hace un pucherito. La muy jodía me va a descubrir.
Levanto uno de mis gruesos brazos y ella levanta la cabeza para que lo meta debajo. Se acurruca como una gata contra mí, como abrazada a un gran peluche. La verdad es que es muy agradable protegerla de esa forma.
―           Sergi…
―           ¿Qué?
―           ¿Estás desnudo?
―           Pues… si… duermo así, siempre. ¿Te molesta? – respondo, con la cara como un tomate.
―           No, solo me aseguraba – sonríe, mirándome un segundo.
―           ¿Apago la luz?
―           No, por fa… déjala un rato más. Así podemos hablar, ¿vale?
―           Vale.
Casi un minuto de silencio. Se ha levantado viento. Resuena el giro de la veleta.
―           ¿Sergi?
―           ¿Si?
―           ¿Qué piensas de Maby? ¿Te gusta?
―           Pregunta algo tonta, ¿no? Es una modelo. Maby le gusta hasta a un cadáver.
―           Pero, personalmente, digo.
―           Bueno, no he hablado mucho con ella, pero parece agradable.
―           Si, lo es, aunque un poco loca, la verdad – se ríe.
―           No me despreció como otras, cuando charlamos en el bosque.
―           Sergi, ¿no me digas que las chicas te desprecian?
Me encojo de hombros, no debería haber dicho eso.
―           ¿Por qué? ¡Si eres un encanto de chico!
―           Soy grande y feo. Tú no quieres verlo porque eres mi hermana y me quieres.
―           ¿Feo? ¿Quién te ha metido eso en la cabeza? Grande si eres, no vamos a discutirlo, pero feo… por Dios, ¡si hasta yo te besaría!
Le doy un traqueteo que casi la tira de la cama. Se ríe por lo bajo, con esa risa que te levanta el ánimo.
―           Mira, Sergi, te voy a decir lo que tienes que hacer cuando llegue Maby. Creo que te ha echado el ojito, aunque no estoy segura si es un capricho o algo más definido. Maby es una chica que ama la seguridad. Los tíos seguros de sí mismo la ponen mucho. Por eso siempre sale con tíos mayores y con algunos indeseables también. No debes mostrar dudas en nada. Cuando te pregunte por algo que te gusta, se lo dices en seco, sin pensarlo, sea bueno o malo. Eso no le importará, ya verás.
―           Eso será fácil para ti. Yo no he hablado de algo así con una chica en mi vida.
―           Lo harás bien, ya verás. Me comentó que eres muy fuerte, que levantabas tú solo los árboles.
―           Son álamos jóvenes, Pam, no pesan mucho.
―           ¡Ella que sabe! Los únicos árboles que ha visto son los del Retiro. No ha salido de la ciudad más que para venir aquí.
―           Ya, una cosmopolita.
―           Maby no se fija en los físicos. Si fuera así, te aseguro que no habría salido con la mitad de los tíos con los que anda. Ella…, jamás admitiré que yo he dicho tal cosa, ¿entiendes? – sigue al ver que yo asiento con la cabeza. – Ella busca una figura paterna en sus relaciones. Su padre la abandonó, a ella y a su madre, cuando tenía cinco años. Busca seguridad y alguien que la proteja, y eso es más importante que un tío guapo.
―           Pero, Pam… ¡tiene quince años!
―           Dieciséis en realidad, pero le encanta el número quince. De todas formas, es ya una mujer, mentalmente. No es ninguna niña, te lo aseguro. Me da cien vueltas en cuanto a relaciones.
―           ¿Por qué quieres que nos entendamos? – la miro, suspicaz.
―           Porque sé que tú no le harás daño. Si te gusta y ella ve en ti lo que está buscando, estará segura contigo. En Madrid, puedo controlarla si piensa en ti. Compartimos piso y hermano, sería genial. A veces, me da miedo cuando sale con esos pervertidos…
―           Bueno, por mí que no quede.
―           ¡Así me gusta, hermanito! – más besos y abrazos. Necesito buscar un nuevo tema de conversación para no pensar en lo que mi cuerpo siente. Se está poniendo retozona.
―           Me gustaría visitar Madrid – digo, casi más para mí.
―           Puedes venirte con nosotras y dormir unos días en el sofá. Te enseñaríamos Madrid – responde ella, con los ojos cerrados. Su mano izquierda acariciando mi cintura. Parece que el sueño la vence.
―           No es mala idea. Ahora viene la temporada más baja para la granja. Tenemos suficiente madera cortada para empezar el invierno. Podría escaquearme unos días…
―           Eso, eso, hermanito – gruñe ella, con su mejilla contra mi pecho. – Apaga la luz… nas noches…
―           ¡Debes ir a la ciudad, con ella!
Otro curioso sueño esta noche. Estoy sentado en la loma que divisa la laguna. Estoy desnudo, medio recubierto de abejas. Nunca las he temido. El sol está alto y hay florecillas por todas partes.
―           ¡Tienes que proteger a Pamela!
La voz parece provenir de mi interior, pero no es la mía. Es más profunda, más sabia, cargada de odio y pasión. Miro a mi alrededor; no hay nadie más.
―           Puedes encargarte de todo. Una vida no significa nada. Eric debe morir. Te enseñaré cómo hacerlo.
―           ¿Quién coño eres? – pregunto aunque sé la respuesta.
―           Ahora somos uno. Soy tu conciencia y tú eres mi ventana a la vida.
―           ¿Qué me enseñarás, Rasputín?
―           A vivir, a gozar, a defenderte, a conquistar. Todo cuanto imagines puede ser tuyo. ¿No te gustaría?
“Claro que si”, pienso, pero no me atrevo a expresarlo en voz alta.
―           Acompaña a Pamela a la capital. La protegerás de Eric y podremos hacer planes para ocuparnos de él, sin testigos, sin piedad. ¿Es que le perdonarás lo que ha hecho con ella?
―           No.
―           Bien. Haremos las cosas poco a poco, de una en una. Tienes mucho que aprender y yo mucho que enseñar. Será un intercambio interesante. Pero lo primero es lo primero…
―           ¿Qué va primero?
―           ¡Que va a ser, tonto! Estás durmiendo con una de las mujeres más bellas que has visto jamás… ¡follátela!
―           ¡Es mi hermana!
―           ¿Y qué? ¿Crees que es el primer incesto de la Historia? Veo cuanto te gusta. No me mientas…
―           No me atrevo.
―           Después podrás pedirle perdón, a ella y al Señor. ¿No es eso maravilloso? Sentir que te perdonan, que vuelves a tener su confianza… es lo mejor del mundo…
―           Los jlystýs…
―           ¡Si! Ya veo que has pensado en ellos – el tono es divertido, casi burlón. – Inténtalo. Si se queja, lo dejas. Es fácil. Lo que no pruebas, no puedes saborearlo.

No soy conciente de cuando lo hice, pero, en mitad de la noche, destapo mi cuerpo, retirando la sábana y la manta. Mi hermana sigue abrazada a mí; no se ha movido un centímetro. La lamparita aún sigue encendida. Aunque soy conciente de ello, no soy yo quien toma la mano de Pamela y la deja sobre mi polla. Es como si otra persona me dirigiera, pero el deseo si es mío. Restriego suavemente su mano sobre mi miembro, marcándole el camino. Pamela rebulle a mi lado. Murmura algo y sigue durmiendo.

  Mi polla está endureciéndose, más por la idea de que es mi hermana quien me está tocando que por su mano. Su mente inconsciente se hace cargo de acariciar en sueños el tremendo pene. Es como una sonámbula. Se remueve aún más, intentando atrapar la esquiva polla con ambas manos. Es cuando se despierta, tumbada casi de través sobre mi torso, y toqueteando una monstruosidad que queda patente a la luz de la lamparita.
  Me hago el dormido, para ver como reacciona. Tiene los ojos muy abiertos y la mandíbula caída.
―           ¡Dulce madre de Jesús! – farfulla. — ¿Qué es esto?
  No se atreve a mover para no despertarme. Se queda estática, mirando fijamente el gigantesco cíclope que la está mirando a ella.
―           ¿Desde cuando tienes esta cosa, hermanito? – masculla entre dientes. – Es inconcebible.
  No puede resistir la tentación de tocarla, ya que tiene la mano muy cerca. Pasa un dedo por el glande, ahora tenso y casi morado. Se distrae con su tersura y con el tamaño. El dedo sigue recorriendo todo el tallo hasta llegar a los testículos. Los sopesa con infinito cuidado, casi con reverencia. El dedo vuelve a subir y comprueba que el glande llega más arriba de mi ombligo. Una polla única, a su alcance.
  Abro los ojos y la miro, sin decirle nada. Ella se da cuenta de que estoy despierto y enrojece en un instante, dejando de palparme el miembro.
―           Sergi… no quería…
―           ¿Despertarme?
  Se encoje de hombros, sin saber cómo continuar.
―           ¿Habías visto una así antes? – niega con la cabeza.
―           Ni siquiera en una porno – comenta, tras tragar saliva. – Me iré a mi cama. Lo siento, Sergi…
―           ¿Por qué, Pam? No tienes porque irte.
―           Somos hermanos y no está bien.
―           Bueno, no hace mucho, alguien me ha dicho que el incesto siempre ha existido, que solo es algo degenerado cuando hay un embarazo… pero te comprendo, Pam. Yo también estoy muy cortado. Nunca he tenido una mujer tan hermosa en mi cama, tocándome. Es mejor que te vayas…
  Casi se resiste a abandonar la cama. Clava su mirada en mis ojos y puedo ver las dudas, el irracional deseo de quedarse. Pero suspira y abandona el desván. La escucho bajar quedamente. Apago la lamparita y pongo mis manos bajo la nuca. No me he propasado, la he dejado elegir. Al menos me enorgullezco de eso. La polla me duele de tan tensa que está. ¿Qué diría ahora el loco Rasputín?
  Hazte una paja.
Sonrío al imaginármelo. Aferró el bastón de mando con una mano, deslizándola lentamente. Necesito gel para que resbale bien. Estoy a punto de levantarme e ir al cuarto de baño, cuando la puerta se abre suavemente. Uno bulto más oscuro que las demás penumbras se acerca a la cama. Escuchó la madera del suelo crujir, acomodándose a sus pasos.
―           Ssshhh… no hables… no enciendas la luz – susurra Pamela, roncamente, antes de unir sus labios a los míos.
  Se ha deslizado de nuevo a mi lado, buscando mi calor. Su boca no deja de darme suaves besitos por el rostro y el cuello. Coloco una mano en su espalda, pasándola bajo la camiseta.
―           Pam… Pamela… — susurro.
―           ¿Qué? – contesta, deteniendo su boca sobre mis labios.
―           No sé besar…
―           ¿Cómo? ¿No has estado nunca con…? – exclama, algo más fuerte de lo que pretende.
Niego con la cabeza.
―           ¡Dios! ¡Que papeleta! ¡Encima virgen!
  Me río. Es la verdad. Ella va a ser mi primera mujer, si quiere, claro está.
―           ¿Quieres hacer tú los honores? – le pregunto.
―           No te preocupes, que tu hermanita te va a quitar muy a gusto el polvo acumulado, ya verás. Vamos a empezar con los besos. Sigue mi ritmo…
  Comenzó con suaves piquitos en los labios, que yo devolvía con agrado. Después, siguió con los pellizcos, sus labios intentaban pellizcar y tironear de los míos. Cuando comprobó que yo la superaba en eso, se ayudó con sus bien alineados dientes. Yo ni quise participar en eso; era capaz de dejarla sin labios. Poco después, estaba devorándome la boca, con la lengua tocando mi campanilla. Entonces, descubrí lo bueno que era en eso. Mi lengua era larga y gruesa, una lengua de gourmet, acostumbrada a engullir, lamer, y paladear las opíparas ingestas que habitualmente me zampaba. Podía tranquilamente recorrer todo el velo de su paladar con mi lengua, haciéndola gemir. Podía envolver su lengua en la mía y succionarla con mucha suavidad.
―           Para… para, Sergi… necesito aire – jadea, acomodada sobre mi pecho.
―           ¿Por qué has vuelto? – le pregunto tras lamer su nariz.
  Encoge los hombros.
―           Tenía que hacerlo. Dejémoslo así, ¿vale?
No le contesto, solamente le meto la lengua hasta donde puedo, succionando toda su saliva. Gime y se debate. Nos reímos al separarnos.
―           Veo que ya has aprendido esta parte. Pasemos a otra. Las caricias – dice, poniéndose de rodillas y sacando su camiseta por la cabeza.
  Aún en la penumbra, puedo delinear sus senos. Necesito verlos, aunque sea una vez.
―           Déjame encender la lamparita… quiero verlos…
―           Si, Sergi.
Se queda de rodillas, cuando se hace la luz. No hace ningún gesto para taparse. Sería hipócrita, ¿no? Sus pechos son perfectos, tan hermosos como para hacer un molde con ellos y hacer que todas las mujeres remodelaran los suyos hasta dejarlos iguales que los de Pamela. Pujantes, no demasiado grandes, pues caben perfectamente en el hueco de mi mano. El ejercicio los mantiene erectos y duros. Ahora, la pasión hace lo mismo con sus pezones, que destacan rosados sobre su piel blanca. Tiene unas pocas pecas en el canal que separa sus senos; también sobre los hombros, divina.
  Me guía en como tengo que acariciarlos. Los amaso, los junto, los aplasto delicadamente. Tironeó de los pezones, hasta que, al final, llevo uno de ellos hasta mi boca.
―           Chupa, mi nene – me alienta.
 Decirme una cosa así a mí, es algo suicida. Tras unos buenos diez minutos, ambos pezones están tan sensibles que, cada vez que soplo sobre ellos, Pamela se estremece. Ya no ha vuelto a decir nada de la lamparita, por lo que puedo ver sus ojos entrecerrados, aumentando su expresión de placer, con los labios hacia delante, formando un delicioso hociquito que no deja de tentarme a devorar.
  Sus manos, mientras tanto, no han estado quietas ni un momento, deslizándose sobre mi pecho, pellizcando con fuerza mis pezones, y descendiendo por mi abultado vientre. Ha hurgado en mi profundo ombligo y arañado mis potentes muslos. Finalmente, ha atrapado mi glande con una mano, otorgándole unos precisos apretones que me han puesto en órbita.
―           Me toca a mí – dice mientras inclina su cabeza.
  ¿Qué puedo decir de la sensación única de sentir los labios de alguien amado sobre la parte más sensitiva de tu cuerpo, por primera vez? Todo el vello de mi cuerpo se eriza, y cuando digo todo, me refiero desde los pelillos del culo hasta los de la nuca.
―           Ah, Pam… no sé si podré contenerme – la aviso.
―           Tranquilo, grandullón. No importa… estoy deseándolo… — sonríe, antes de dedicarse plenamente a la mamada.
  Por mucho que lo intenta, solo puedo tragar el glande, y eso a costa de arañarme varias veces con sus dientes. Pero ya os he dicho que soy muy resistente al daño, así que lo soporto estoicamente. Suelta grandes cantidades de baba sobre la polla al intentar tragar, que, más tarde, sirven para lubricar bien el miembro. Pasa su lengua de un extremo a otro, repartiendo su saliva y sus caricias. Aprieta los huevos, como queriendo asegurarse de que están llenos. Estoy entre nubes, con una mano apoyada sobre su cabeza, sosteniendo sus rizos más largos en lo alto, para que no se manchen.
  No sirve de nada. Eyaculo sin previo aviso, con una fuerza desconocida, como un puto geiser que se hubiera pasado varios años atrancado. La pillo con la polla levantada, pegada a una de sus mejillas, buscando mi escroto con la lengua. El semen cae sobre su pelo, sobre su cara, sobre su espalda. Gime con fuerza, quedándose quieta. Creo que se ha corrido al sentir la descarga, no estoy seguro.
―           ¡Madre mía! ¡Estabas lleno! – me dice, chupándose los dedos. – Umm… sabe como a… no sé, pero está dulzón.
―           ¿Lo habías probado antes? – digo, poniéndome en pie.
―           No, pero me habían dicho que era salado.
  Traigo una toalla del cuarto de baño, con la cual le limpie el pelo y después la espalda. De la cara, ya se ha ocupado ella con la lengua y los dedos.
―           No se te he bajado nada – comenta, señalando mi polla tiesa.
―           Pues no. Eres demasiado guapa como para que se me vayan las ganas.
―           Oh, que encanto eres – me abraza, ambos de rodillas en la cama.
―           ¿Qué sigue ahora?
―           Bueno, lo normal es que estuviéramos follando ya como escocidos, pero vamos algo más lentos de lo normal. Lo ideal sería que me humedecieras largamente para preparar la penetración.
―           ¿Humedecer? – se que parezco tonto, pero no se a que se refiere.
―           Lamerme – sonríe.
  ¿Ves? Ya se ha encendido la bombilla. No soy tonto, es que me falta información. Pamela se coloca la almohada bajo las nalgas y me tumbo ante ella, con la mitad de las piernas fuera de la cama. Si mi lengua hizo estragos antes en su boca, imaginad lo que hace en su vaginita.
  Pamela lleva el pubis depilado, salvo una pequeña tira rojiza que acaba difuminándose a medida que se estira hacia su ombligo. Su coñito es estrecho, suave, casi infantil, o por lo menos es la impresión que me da. No es que haya visto muchos para comparar. Mi lengua se despliega intentando entrar. Ella salta a las dos o tres pasadas. Es como si tuviera un dispositivo eléctrico ahí y lo activara a cada pasada.
―           Uf… iiii…eso… Sergiiii… aaah… cabrón…me mat… aaas…
Me atrapa del pelo, fusionándome a su clítoris. Literalmente, está botando contra mi boca. Su espalda se arquea e, inmediatamente, con un espasmo, un fuerte y corto chorro de líquido cae sobre mi lengua. Al principio, creo que se ha meado, pero no sabe a pis, o por lo menos, no sabe mal.
―           ¿Qué es esto? – pregunto, embadurnándola con la mano.
―           Aaahh… cabronazo… es la eyaculación de la mujer – jadea. – Semental, para ser tu primera vez, has logrado algo que pocos consiguen.
―           O sea, que te has corrido, ¿no?
―           Si, Sergi, esta es la tercera vez que me corro esta noche, creo – dice con una risita. – Pero es la más intensa, por eso mis fluidos se han disparado. Ahora si que estoy bien lubricada, así que a la tarea.
  Se abre bien de pierna, coloca la almohada mejor, y tiende los brazos.
―           Despacito, hermanito, que me destrozas, ¿eh? – me avisa cuando la cubro con cuidado.
La verdad es que desaparece debajo de mí. Soy, al menos, cuatro veces más ancho que ella. Mi polla es como un misil guiado. Parece que ha olido su objetivo y no demuestra indecisión alguna. Ella misma aferra mi miembro con sus suaves manitas y conduce, nerviosamente, el obelisco de carne hasta su destino. Rozar su coñito es como tocar un cálido terciopelo húmedo. Es el anticipo de una unión condicionada por la naturaleza. Ese coño se ha hecho para mí y viceversa. Empujo con cuidado, atento a sus indicaciones.
―           Despacio, despacio… ummm… un poco más – indica cuando he metido todo mi glande. Su interior está aún más caliente y vibra a mi paso. La sensación es alucinante.
―           Pam… estaría follándote toda mi vida… sin descansar siquiera – le digo al oído.
―           Podemos empezar hoy, cariño – susurra, con una expresión feliz. – Empuja un poco más.
  No entra más de media polla, pero ella no se queja. Suspira, jadea y hace todo tipo de ruiditos, así como sus caderas parecen haberse vuelto locas. Cruza las piernas a mi espalda, empuja con los talones, tensa las nalgas, arqueándome sobre ella, o bien, de repente, rota las caderas de forma vertiginosa.
  En un par de ocasiones, sus ojos estuvieron en blanco, girados hacia arriba, los dientes apretados y respirando agitadamente por la nariz. Si eso no fueron dos tremendas corridas, que venga San Pedro y me lo diga.
―           Sergi… — me dice, cogiendo dos grandes puñados de pelos de mi cabeza para mirarme a los ojos – ¡aunque mañana no pueda dar un paso, métela más!
―           No cabe, Pam. Te voy a hacer daño.
―           Inténtalo, cariño – y me lame la barbilla, aferrándose como una lapa a mi pecho.
―           ¡Jjehsyiii! – chilla de forma incomprensible cuando empujo. Otros dos o tres centímetros han profundizado.
―           ¿Estás bien?
―           Dame caña, semental, no t… preocupes… dame fuerte y córrete… conmigo… cariño – suplica. No me queda otra. También estoy loco por correrme.
  Arrastro mi polla hacia atrás, hasta casi sacarla, con lentitud. Pamela gime como una gata rabiosa. Vuelvo a enfundársela, pero esta vez de un golpe, hasta la mitad al menos.
―           ¡¡SI!! – grita. Sus uñas arañan mi espalda.
  Repito la operación, pero más rápido.
―           ¡¡Aaah, siii!! – debo taparle la boca. Va a despertar a nuestros padres.
  Culeo rápido sobre ella. Ella me mira con los ojos entrecerrados por encima de la masiva mano que le tapa la boca. Solo surge un murmullo, pero noto como su lengua lame la palma de mi mano. Me muerde al correrse, agitando la cabeza. Parece que está agonizando. Retiro la mano y un hilo de baba cae de la punta de su lengua. Al ver esa expresión de absoluta lujuria en su cara, siento como mis cojones se aprestan para la descarga. El espasmo sube desde mis gemelos, ascendiendo a toda prisa. Me hace tensar la espalda, ahondando aún más con mi polla. Pamela se queja sordamente. Descargo con fuerza en su interior. Dos, tres, cinco chorros, espesos y calientes.
―           Ay, ay, virgencita… me corro… me corro otra… co cooorrooooo… — jadea de nuevo Pamela, casi en mi boca.
  Se abraza a mí, besándome toda la cara, con una felicidad que no creía posible. Me río con ella y de ella. Intenta rodar, pero peso demasiado para ella. Así que se queda muy quieta, abrazada, sintiendo como mi polla decrece hasta la mitad de su tamaño, pero no se sale de su coño hasta que ella se impulsa hacia arriba.
―           ¡Santa Rita! ¡Que polvazo! – dice, tomando la toalla que antes traje y secándose el semen que surge de su coño.
―           ¿Te ha gustado? – pregunto sin levantar la cabeza del colchón.
―           ¿Qué si me ha gustado? ¿Por qué te crees que estoy reventada, cabrón? – me da una seca palmada en la espalda. – No voy a poder moverme mañana.
―           No he usado preservativo – mi voz suena preocupada.
―           No te preocupes. Tomo la píldora.
―           ¿Y ahora qué?
―           ¿Cómo qué? ¿Es que quieres seguir? – me mira, asombrada.
―           No, me refiero a que haremos, porque no pienso dejarte, Pam.
―           Esto ha sido demasiado intenso como para ser una simple calentura. Siempre he sentido debilidad por ti, Sergi, siempre necesitabas un empujoncito mío. Pero creo que esto es diferente. No sé si es amor, pasión, o simple lujuria, pero habrá que asegurarse – se inclina y me besa un hombro.
―           Entonces, ¿me olvido de Maby? – me reí.
Me mira seriamente. No se está riendo.
―           Es mi compañera de piso, de trabajo, y una de mis mejores amigas. ¿Crees que tendríamos alguna oportunidad de estar juntos si ella no fuera cómplice nuestra?
Mi hermana me dejó K.O. ¿De qué estaba hablando?
―           No me mires así. En el fondo, me has comprendido perfectamente. Ahora, más que nunca, debes ligarte a Maby. Será bueno para ella y para nosotros.
―           No comprendo, Pamela. ¿Cómo puede ser…?
―           Mira, entre Maby y yo ha habido una relación anteriormente. Ahora somos amigas, pero, al principio de compartir el piso, fuimos pareja.
―           Pero… pero… Maby era una niña…
―           No la busqué en absoluto. Maby tenía catorce años. Recién llegada a la ciudad, con esa madre autoritaria que tiene. Estaba muy confusa, algo asustada por lo que deseaba su madre y las implicaciones que todo ello tenía. Yo estaba igual, era mi primer año en Madrid, era novata, pero tenía dieciséis años. Ya sabes que, durante ese año, su madre vivió con nosotras en el piso.
―           Si – contesto mientras la abrazo, la espalda contra mi pecho, abrigándola con mis brazos.
―           No fue nada bien, ¿sabes? Su madre se traía a sus novios a casa y la escuchábamos follar toda la noche, sin consideración, la mayoría de las veces borracha.
―           Joder.
―           Maby se acostumbró a venir a mi cama cuando esto sucedía. No era nada sexual al principio. Solo quería dejar de escuchar el chirrido del colchón. Hablábamos, escuchábamos música, nos hacíamos confidencias, y nos dormíamos abrazadas. Al final, sucedió. Ambas necesitábamos consuelo, cada una por sus motivos, pero nos faltaba un apoyo emocional. Así que ese fue nuestra muleta para enfrentarnos a los palos que nos llevábamos en muchas ocasiones. Dos crías amándose para consolarse, mientras la puta de su madre se comía los tíos por docenas.
―           No tenía ni idea, corazón – la tranquilizo.
―           Aquello se acabó en cuanto su madre se marchó con aquel dominicano. Pagaba religiosamente cada mes, pero Maby no la vio en varios meses. La chiquilla empezó a salir con otra gente, y nuestra aventura cambio por una buena amistad. Así que si consiguieras que Maby se interesara en ti, y lo creo sinceramente, podríamos tener una relación sincera y abierta entre nosotros tres. De paso, la sacaríamos de esas pirañas con las que se mueve y, además, ella nos serviría de tapadera para nuestro lío. Porque, hermanito, no pienso dejar de follarte en mucho tiempo.
 Me quedo sin habla. No hubiera creído nunca que mi hermana pensara de tal manera, ni que lo confesara tan abiertamente. No solo me había dicho que había mantenido una relación lésbica con una chiquilla, sino que ahora quería organizar un trío duradero con la misma y con su propio hermano.
  Pero, ¿de que coño me quejo, idiota?
                                                       CONTINUARA
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
Para ver todos mis relatos: http://www.relatoseroticosinteractivos.com/author/janis/
 
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!/


 

Relato erótico “EL LEGADO (3): Maby” (POR JANIS).

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Maby.
  Despierto a Pamela cuando dan las ocho de la mañana. Nos hemos dormido en mi cama. Le indico que regrese a la suya, antes de que se despierte madre. Estaría bueno que nos pillaran en nuestra primera vez. Se pone la ropa, algo ruborizada, y me da un beso antes de marcharse.
  Me quedo pensativo, bajo la manta. Ahora, las cosas se ven de otra perspectiva. Mi polla está calmada, satisfecha, y mi corazón está feliz. No hay espacio para remordimientos, ni falsas preguntas morales. Soy lo que soy.
  Eres como yo.
  Me niego a creer eso. Soy mejor.
Mi vida debe cambiar. Ya no estoy solo, no soy un paria. Debo aprender a moverme socialmente. Debo cambiar mi cuerpo para agradar a Pamela. Por mucho que ella diga, parezco un Quasimodo a su lado. Hay que mejorar la imagen.
  Con un gruñido, me pongo en pie. Abro el armario, saco unos pantalones de chándal y una sudadera, busco unas viejas zapatillas. Mierda, están destrozadas. Me calzo las botas. Si los soldados lo hacen, yo también.
  Lo primero, forraje para las vacas y las ovejas. Segundo, revisar la máquina de ordeñar. Tomo el camino que me lleva a la carretera secundaria, la que lleva al pueblo, pero me dirijo en sentido contrario. Hace mucho que no corro. Mi cuerpo no está acostumbrado a ello, pero me mantengo bien los dos primeros kilómetros. Después, me falla la respiración. No fumo, pero arrastro demasiada grasa. Habrá que eliminarla.
  Camino a grandes pasos, a través del pinar, aplastando la hojarasca seca. Corto camino hacia la granja. Llego cuando madre está poniendo la mesa para el desayuno. Le doy un beso y los buenos días.
―           Solo café y una tostada – le digo. Ella me mira con la ceja alzada. Está acostumbrada a hacerme huevos, salchichas, o media docena de tortitas para el desayuno. — ¿Puedo comprar leche desnatada y pan integral para mí?
―           ¿Estás a dieta? – me pregunta.
―           Si. Pam me ha dado un régimen de los suyos. Es hora de que deje atrás unos kilos.
―           Está bien, hijo. Ya me dirás lo que puedo hacerte para comer.
―           Alcachofas – dice padre entrando en la cocina. Nos ha oído.
―           ¿Alcachofas? – es mi turno de levantar una ceja.
―           Buenísimas para expulsar líquido. Ideales para una dieta. Tenemos la huerta sembrada de ellas y hay que recogerlas. Así que aprovecha – sonríe.
Brrr… las odio, pero hay que joderse. ¡Sean las alcachofas! Engullo mi tostada con aceite y el café con leche. Es como si no hubiera desayunado nada, pero tengo suficiente acumulado como para estar dos meses sin comer. Es hora de tirar de las reservas, cuanto más mejor. Sé que mi cuerpo aguantará lo que sea.
  Me paso dos horas cortando leña. Tengo que dejar muchas cosas hechas si quiero dejar a padre solo una semana. Pamela aparece, enfundada en un viejo anorak de madre. Me sonríe al llegar a mi lado.
―           ¿Es que no piensas parar? – me pregunta, gritando.
―           Quiero dejarle suficiente a padre para irme. Puede que la semana que viene vengan dos o tres clientes a comprar – dejo la motosierra al ralentí.
―           ¿Así que te has pensado lo de venirte a Madrid?
―           Si.
―           Perfecto. Mamá me ha dicho que te has puesto a régimen.
―           Algo así. Tengo que bajar peso. Necesito que me escribas uno de esos planes para modelos, de los agresivos.
―           Eso no es para ti. Necesitas calorías para trabajar como lo haces. Te quedarías hecho polvo.
―           Tengo muchas reservas. Así será rápido.
―           ¡Pero no puedes mantenerte con una ensalada al día y dos piezas de fruta!
―           Si, puedo.
―           Cabezota – se gira y antes de marcharse, me comunica. – Maby llegará a la estación en un par de horas. Ve a ducharte y la recogemos.
―           Vale – respondo, acelerando la máquina.
  El estómago me gruñe mientras esperamos el tren de Madrid. La sensación de vacío en él es extraña, aunque, en verdad, no es molesta. Me hace sentirme más despierto, más dinámico. Quizás sea bueno estar famélico, jeje.
  La estación de Fuente del Tejo es pequeña y huele a rancio. Pamela prefiere esperar en el andén. Se ha levantado viento de poniente, frío y desagradable. Mi hermana se acurruca contra mi brazo, buscando esconderse del viento. La envuelvo tiernamente con él, abrazándola.
  Más allá, fuera de la alambrada de la estación, se encuentra el aparcamiento del supermercado del pueblo. El Ford Scorpio de Luis Madeiro entra, chirriando ruedas. Lo aparca mirando hacía mí. Él se baja del coche. Está solo. Nos mira. Sin duda, destacamos en la soledad del andén. Puedo ver su sonrisa. Tengo ganas de machacarle esa cínica risita.
  Tranquilo, ya le llegará el turno. Ahora, tenemos otras cosas que hacer.
No sé si es una reacción de mi subconsciente, o si, en verdad, tengo el espíritu de Rasputín en la cabeza, pero, cada vez estoy más contento de que esté ahí. Ya no me siento solo. Tengo alguien que me aconseja, que me comprende, que me alienta, aunque sea un tío como ese ególatra. ¡Que más da! Tiene todo la razón del mundo. Ya habrá tiempo de poner las cosas en su sitio.
―           ¿Qué planes tienes para Maby, peque? – pregunta Pam, de sopetón.
―           ¿Peque? — así me llamó en el sueño.
―           Si, eres menor que yo, así que peque.
―           Tú te drogas últimamente – bromeo. – Aún no lo sé, Pam. Recuerda que soy muy nuevo en todo esto. No tengo experiencia en hablar con chicas, y menos con modelos.
―           Pero me tienes a mí, que soy una maravilla de socia – ríe, haciéndome cosquillas, las cuales simulo sentir.
―           Eso es cierto. Tendrás que mover tú los hilos.
―           Lo intentaré. De todas maneras, disponemos de tres días para sentar las bases de lo que suceda. Lo bueno de la granja es que no hay distracciones imprevistas.
―           Cuéntame algo más de los tíos con los que sale Maby.
―           Veamos. El último es Víctor Vantia, un promotor búlgaro que está empezando a sonar bastante. Es un hombre de unos cuarenta años, refinado, culto y elegante. Posee una agencia de modelos en Bulgaria, ya sabes, chicas del este, preciosas todas. Está intentando introducir su propia línea de ropa en Europa, concretamente en España y Francia.
―           No suena mal, aunque un poco mayor para ella – digo, encogiéndome de hombros.
―           Es un mafioso, Sergi. Su agencia es una tapadera para la prostitución y aún no sé qué piensa hacer con la ropa. Lleva siempre guardaespaldas. Maby ya ha probado varias drogas desde que sale con él. Siempre hay fiestas en su casa de campo.
―           No tiene buena pinta, no.
―           Maby ha salido con narcotraficantes, con un conde alemán dedicado a la pornografía, con dos industriales españoles, padres de familia, y hasta con una estafadora.
―           Vaya, le van los malos…
―           Los malos, los complicados, los perversos, pero, principalmente, todo aquel que la encandile con su seguridad y su poder.
―           Pero, Pam, yo no tengo nada de eso.
―           Lo sé, pero eres el primer chico, digamos normal, por el que ha mostrado interés. Maby no mira ni siquiera a los chicos guapos que conocemos en nuestro trabajo, pero se le van los ojos detrás de los viejos poderosos cuando salen del despacho. No sé qué ha visto en ti, pero tenemos que aprovecharlo antes de que se disipe.
Yo sé lo que ha visto en ti. Yo también lo tenía. Se llama magnetismo animal y se ha incrementado en ti desde que me he aferrado.
  ¿Qué coño está diciendo el monje? ¿Magnetismo animal?
―           Además, estoy casi segura de que no se resistirá cuando vea lo que tienes ahí abajo – acaba con una risita.
―           Está bien. Seguiré tus indicaciones.
―           Recuerda, debes ser cortante, seguro de ti mismo. Un buen conocedor de lo que le digas. Si no estás seguro, no le hables. Ella está perdida aquí, no conoce nada, así que aprovecha eso.
―           Lo intentaré. ¿Qué hay de nosotros?
―           Bueno, habrá que buscar el momento adecuado – me dice, alzando la mirada para contemplar mis ojos – pero sé lo que quiero hacer…
―           ¿El qué?
―           Quiero follarte mirándote a los ojos. Me encantan.
Enrojezco y aparto la mirada. Distingo el tren que se acerca. Dejo de abrazarla en el momento en que el tren frena para entrar en la estación. Antes de que se detenga, una mano saluda desde la puerta de un vagón, por encima del hombro del encargado de vías. Me pongo en marcha, cogiendo a Pam de la mano.
  Maby está preciosa. Va vestida como si fuera a una estación de esquí. Gorrito de lana sobre su cabeza, dejando salir algunas oscuras guedejas sobre su frente y nuca. Un grueso jersey de lana, tejido a mano con divertidos colores, y unos leggins invernales que contornean diabólicamente sus largas piernas. Para rematar, unas gruesas botas de pelo cubren sus pies. No deja de agitar la mano y sonreír hasta que estamos ante ella, sin aún bajarse del tren. Da un gritito de placer cuando alargo el brazo y la tomo de las caderas, bajándola a pulso, manteniéndola contra mi cuerpo.
―           Ponla en el suelo, Sergi – ríe mi hermana.
  Ambas se abrazan, como si llevaran varios meses sin verse. Tras esto, Maby me da dos húmedos besos en las mejillas. Atrapo las dos maletas que trae con ella y echo a andar. Ya no queda nadie en el andén.
―           Eric ha estado en el piso esta mañana, preguntando por ti – escucho comentar a Maby, detrás de mí. Las dos van cogidas del brazo. – Quería saber donde estabas…
―           ¿Qué le has dicho?
―           Que tenías una sesión de fin de semana en Portugal. Ya sé que la granja es tu refugio y que no quieres que nadie sepa de ella.
―           Gracias, Maby – Pam la besa en la mejilla.
―           ¿Habéis discutido? Parecía enfadado.
―           Ya veremos. Debo pensarlo detenidamente.
―           Vale, me callo – cierra su boca con una imaginaria cremallera y Pam se ríe de nuevo.
Mala suerte. Luis está echado sobre el lateral de su coche, justo al lado de mi camioneta, cuando salimos. Ya no está solo, el insufrible Pedro enciende un cigarrillo, aspirando del encendedor que sostiene otro amigo.
―           Veo que las bellas te tienen de criado, Goliat – escupe nada más verme, soltando una bocanada de humo.
No respondo y dejo las maletas de Maby en la parte trasera de la camioneta. Pam me mira y enarca una ceja, en una muda pregunta. Agito la cabeza, restando importancia al asunto. Abro la puerta a las chicas y las ayudo a subir, las dos en el amplio asiento delantero. Rodeo la camioneta y paso justo delante de Luis, el cual me susurra:
―           Te vemos con muy pocas chicas, pero las pocas con las que te juntas, son de primera… modelitos follables.
Reacciono malamente, sorprendiéndole. Su propio coche le impide echarse atrás. Mi mano le aferra del pecho, tirando de su camisa, del jersey, e, incluso de la piel de su pecho, en un doloroso pellizco. No puede impedir que le acerque hasta mi cara. Sus pies casi se levantan del suelo. Ha perdido el color de cara. Sabe que sus colegas no llegaran a tiempo para impedir el primer golpe. Seguro que no se imaginaba que fuera tan fuerte, ¿verdad?
―           ¡Sergi! – exclama mi hermana, con voz seca. — ¿Qué te he dicho de jugar con los proletarios?
  Sonrío. Es un viejo chiste personal. Sé lo que pretende Pam.
―           Que después te huelen las manos y no te puedes quitar la peste – recito, soltándole. Luis se desmadeja contra su coche. Sus amigos ya le cubren los flancos. Les miro con intención.
Ya llegará el día y será fantástico…
  Me subo a la camioneta y arranco. Les dejo atrás, insultándome.
―           Veo que tienes fans en tu pueblo – sonríe Maby, con un inusual brillo en los ojos.
―           Esos capullos han visto demasiadas veces Rebeldes – mascullo.
―           Pues ninguno se parece a Patrick Swayze – bromea Pam.
―           Parece que tu hermanito tiene mala leche – comenta Maby, casi a su oído.
―           ¿Qué te esperabas con el cuerpo que tiene y con el trabajo que realiza? ¿Qué les diera un discurso sobre buenos modales?
 Conduzco hasta la granja. Ninguno hablamos, pero noto los ojos de Maby que no se despegan de mí. Seguí el consejo de Rasputín al cogerla para bajarla del tren. Le gustó el gesto. Ahora, ha visto el conato de violencia. Se ha excitado, lo sé, no sé cómo, pero lo percibo. Ha sido un buen primer paso.
  Llegamos a la granja. Mientras Maby saluda a mi madre, llevo sus maletas a la habitación de Pam. Siempre duermen juntas cuando viene, y ahora sé por qué. La cama de Pamela era antes mía, una cama de matrimonio que se me quedó pequeña cuando di el último estirón (la verdad es que espero que sea el último). Disponen de espacio para ellas.
  Imaginármelas jugando entre las sábanas, agita mi polla, que ha estado muy tranquila esta mañana. Quieta, quieta.
  Madre me ha preparado una ensaladera repleta de lechuga, tomate, cebolla, zanahoria, y diversas frutas troceadas. Saúl me mira con sorna, pero, por una vez, no dice nada. Padre comenta que debería reparar la alambrada de la cañada. No quiere que entren zorros por allí.
―           No has visto esa parte de la granja, Maby – le dice mi hermana. – Es muy bonita y salvaje. ¿Por qué no acompañas a Sergi? Tardará poco y así me dejas planchar a gusto.
―           Vale – responde. Lo de salvaje no sé por quien iba…
Parece mentira lo que despista que ella diga algo así, a que lo diga un hombre. Si yo hubiera siquiera insinuado que Maby me acompañase esa tarde, me hubiera caído la del pulpo por parte de madre, sobre todo. Pero como ha sido su mejor amiga la que la ha literalmente empujado al paseíto, no pasaba nada; es perfectamente lógico. ¡Jodida hipocresía!
  De todas formas, lo más difícil queda para mí. Fíjense que he dicho lo más difícil, no lo más duro, o lo más penoso. Hombre, soy tímido, no tonto. Un buen flirteo gusta a todo el mundo, ¿no?

Acabo el primero de todos de almorzar. La lechuga entretiene poco, la verdad. Mientras se toman el postre, yo preparo un termo de té y rapiño unas pocas galletas caseras. Nunca lleves a una dama de gira campestre sin llevar algo para picotear, proverbio autóctono. Cargo la camioneta con un rollo de tela metálica y la gran caja de herramientas. Añado un par de guantes extra y toco la bocina. Maby aparece, sonriente. Parece que el sol va a seguir luciendo toda la tarde. Mejor.

―           ¿Qué pasó en la estación? – me pregunta cuando me alejo de la granja.
―           Bah… residuos de historias de colegio. Nada importante.
―           Pues lo parecía. Si Pamela no interviene, le abres la cabeza al tío ese.
  Me encojo de hombros, pero es cierto. Recuerdo los consejos de Pam. Seco, directo, seguro. Vale, como Van Damne.
―           Normalmente, no le hago caso. Pero me jodió que os nombrara. No puedo permitir algo ofensivo hacia mi familia o un invitado.
  Maby me mira intensamente.
―           ¿Fue por nosotras?
―           Si.
 Coloca su mano en el antebrazo de la mano que aferra el volante.
―           Gracias, Sergio.
―           No fue nada. Cualquier día tendré que partirle la cara al chulo ese y, después, como si fueran fichas de dominó, se la tendré que partir a sus amigos, a su hermano mayor, y, a lo mejor a su padre.
―           ¿Así y ya está? – ríe ella.
―           Si, es la costumbre del pueblo – sigo con la broma.
―           Estás loco.
―           Puede.
  Rodeamos un bosque de encinas y robles, que aunque está en nuestra propiedad, no nos pertenece, porque forma parte de una reserva natural. El suelo del bosque está recubierto de hojas marrones, pardas y grises. Según la luz y el momento del día, parece embrujado.
―           ¿Te has peleado alguna vez, Sergio? – me pregunta, de sopetón.
―           Le he dado un par de sopapos a algún imbécil, pero no he causado a nadie ningún daño serio. Vivo en un sitio muy pacífico, Maby.
―           Así que no estás seguro de cómo podrías reaccionar frente a una amenaza real, ¿no es eso?
Asiento. No sé donde quiere llegar a parar.
―           He conocido a gente peligrosa, incluso a asesinos – musita.
―           ¿Tú? – me hago el asombrado.
Reclina la cabeza contra el asiento, el cuello girado hacia mí. La siento estudiándome.
―           Me atrae la firmeza de su carácter, como saben soportar la presión de la vida. La mayoría están colgados, sea por las drogas o por problemas emocionales, pero hay una minoría que saben mantener a raya las pasiones, afilando su instinto.
―           Supongo que esos son los verdaderamente peligrosos, ¿no?
―           Si. Tienen la misma mirada que tú…
Me deja sorprendido. No sé qué responder. No me esperaba esa respuesta.
Nos ha calado, la niña.
  Detengo el coche junto a un picudo risco. Estamos en la parte más agreste de la finca. Un par de montes de matorrales se unen para formar una cañada donde aflora la roca caliza. La alambrada está destrozada. Un ternero de varias decenas de kilos ha quedado atrapado y ha muerto tironeando para escapar. Nos bajamos de la camioneta.
―           ¡Está vivo! – exclama Maby cuando el animal levanta la cabeza, al escucharnos.
Me acerco, estudiando el embrollo del alambre. Maby me sigue de cerca. Chisto varias veces para tranquilizar el animal y le coloco la mano en el hocico. Tiene sangre en la boca y un ojo vaciado. El alambre rodea su cuello por varios sitios, se ha desgarrado mucho con los tirones. Una de las patas traseras está mordida, quizás por algún zorro o perros.
―           Mal asunto – digo.
―           ¿Qué?
―           No va a sobrevivir, aunque lo saque de esta trampa. Ha perdido mucha sangre. Tiene coágulos en la saliva. Mala seña.
―           ¿Entonces?
  Me dirijo a la camioneta y saco el machete de montería que llevo bajo el asiento. Sin decir una palabra, corto la yugular del ternero, que se desangra en segundos. Ya está muy débil.
―           Se acabo sufrir, pequeño – digo, mientras limpio la sangre del machete contra uno de sus flancos.
  Levanto la cabeza y Maby me está mirando, con las manos sobre su boca, los ojos muy abiertos.
―           Le has… le has matado… — balbucea.
―           Le he ahorrado sufrimientos. Ya estaba muerto.
Guardo el machete en su sitio. Abro la caja de herramientas y tomó unos grandes alicates y unos recios guantes. Tengo que liberar el cuerpo para llevarlo al veterinario. Hay que dar parte. Con rapidez, corto el alambre y paso una de las cadenas que llevo en la camioneta, por debajo del vientre del animal. La aseguro con un gancho. Clavando bien los pies en el suelo, arrastro el ternero hasta la camioneta. Debe de pesar unos ciento cincuenta kilos, más o menos.
―           Maby, ayúdame – la llamo.
―           ¿Ayudarte? ¿A qué?
―           Voy a subir el ternero al cajón de la camioneta. Voy a tirar de la cadena para izarle. Necesito que estés atenta a que no se enganche un cuerno en los bajos del coche. Eso es todo – le digo, subiéndome de un salto.
―           ¿Lo vas a levantar tú solo?
―           Con la cadena.
―           ¡Estas loco! Ese bicho pesa al menos 200 Kg.
―           No tanto. Es cuestión de palanca. Ya lo he hecho otras veces. Tú mira que no se enganche.
  La verdad es que el mostrarme duro no se me pasa por la cabeza, en ese momento. Solo estoy haciendo lo que padre me ha enseñado. Ese ternero se le ha escapado a alguien y, quizás, lo estarán buscando. Hay que llevarlo al veterinario, que compruebe si está marcado y si está sano. Él se ocupará de dar parte a las autoridades. Después, el matarife lo descuartizará y lo meterá en el congelador. Si el ternero está sano, esa carne vendrá muy bien en la granja. Pero, para hacer todo eso, hay que darse prisa.
  Tiro con fuerza de la cadena. Los guantes me permiten mantenerla fija entre mis manos. Primero subo los cuartos traseros del bicho. Con un gruñido, recojo más cadena y agarro una de las patas. Ahora, tengo dos puntos de fuerza. Encajo los dientes y exprimo mis músculos. Solo queda el flácido cuello fuera del portalón de la camioneta. Maby me mira como si fuera un héroe mitológico. Arrastro el cuerpo de la res muerta hasta el fondo y salto al suelo para cerrar el portalón. Siento las manos de ella en mi baja espalda.
―           Ha sido increíble – susurra.
―           Te dije que era fuerte. ¿Captas ahora porque no quiero pelearme con nadie?
Asiente con la cabeza, dejando que sus ojos celestes demuestren un candor que me parece totalmente falso. Es una buena actriz. Recojo el alambre cortado. Ella se ha puesto otros guantes y lo lleva a la camioneta. Recoloco el poste caído y extiendo nuevo alambre. Con su ayuda, tardo poco, apenas una hora, en dejar la cañada todo otra vez cerrada.
―           Buen trabajo, Maby – la felicito al subirnos a la camioneta.
―           Me ha gustado – sonríe. — ¿Eso ya me convierte en una paleta?
Suelto la carcajada y arranco hacia la ciudad.
  Casi con orgullo, Maby cuenta, durante la cena, nuestra hazaña. Como habíamos desenganchado la res, como la subimos a la camioneta, y como reparamos la alambrada, todo en plural, claro está. Le sonrío a Pam mientras la chiquilla relata los terribles pinchazos que se ha llevado con el alambre de espino. Padre me palmea el hombro por lo acertado de mi decisión y Pam me asegura que de esa carne puedo hartarme, dos veces en semana.
  El pescado a la plancha que me sirve madre casi es una recompensa, desde la taza de té y la galleta que Maby y yo nos tomamos en la consulta del veterinario. Es un buen momento para comentar a la familia mi idea de irme a Madrid una semana, antes de las vacaciones de Navidad.
  Padre reflexiona, pero llega a la misma conclusión. Es una de las temporadas más flojas del año. Puede arreglárselas solo. Saúl gruñe porque sabe que me tendrá que suplir en ciertas faenas. Madre exclama que, de esa manera, volveremos Pam y yo para las vacaciones. Lo que en verdad quiere decir es que se alegra de que haya decidido salir del desván.
  Me quedo poco mirando la tele. Pam y Maby parecen estar de confidencias. Prefiero irme a la cama. Necesito pensar en todo. Además, quizás Pam se pueda escapar, en la madrugada. Esperanzas, que bonito.
  Maby me desea buenas noches y me lanza un beso. ¿Qué coño pasará por su cabecita?
  Me lavo los dientes y me tumbo en mi cama, desnudo y a oscuras, como siempre. Como si estuviera esperando la ocasión, la voz de Rasputín susurra en mi cabeza. Es una voz melosa, convincente, llena de matices extraños, cargada de evocaciones. No me extraña que enganchara a la gente cuando estaba vivo. Es la hora de escucharle, de aprender de su experiencia, de hacerle preguntas.
Te has ganado a Maby con la res muerta.
―           No fue algo planeado. Simplemente actué.
Lo sé, pero fuiste capaz de sentirlo, ¿verdad?
―           Si. Parece que mi percepción ha aumentado. ¿Es cosa tuya?
Yo era así y mi espíritu recuerda esas cosas, así que tu cuerpo aprende lentamente de mí. Pronto conseguirás verdaderos poderes.
―           ¿Cómo cuales?
Ya los irás descubriendo. Es más divertido así, por sorpresa. Por ahora, no hace falta que me hables en voz alta. Puedo escucharte pensar. No sería bueno que te escucharan hablar solo.
Su risa es suave, como la de un cómplice en las sombras. “¿Por qué me escogiste?”
Me he negado a marcharme de este Plano desde que me asesinaron. Amo demasiado la vida para quedarme muerto. Mi espíritu se ha mantenido atado a diversas hebras de la vida, buscando una oportunidad de encarnarme…
“¿No ha habido otra ocasión en todos estos años?”
Si, las ha habido, pero sabía que no podía ser una posesión. No pretendía usurpar un cuerpo; el anfitrión debe compartir su cuerpo conmigo, voluntariamente.
“Pues yo no me presenté voluntario para esto.”
Créeme, lo hiciste, solo que aún no eres consciente de ello. Pero te lo pregunto de nuevo ahora, ¿quieres que me vaya?
“No”, respondo tras meditarlo.
Está bien. Durante estos cien años vagando al margen de la humanidad, busqué alguien que me recordara a mi mismo; que tuviera mis principios, que se pareciera a mí. Nadie me satisfacía. Quizás era demasiado exigente, o bien, la naturaleza no haya vuelto a moldear alguien como yo. Hasta que te encontré, estuve solo.
“¿Sabes que tengo tus ojos?”.
Si. ¿Casualidad o destino? No lo sé, pero me alegro. Te vendrán bien en el futuro, por su cualidad hipnótica.
Sonreí. Así que podría hipnotizar. Bien, bien. Ahora, la pregunta del millón: “¿Esta polla es la tuya?” Le escuché reír de nuevo.
Por supuesto. ¿Crees que me conformaría con otra cosa después de haber tenido un miembro así? Me costó bastante convencer y desarrollar tus células hasta conseguirlo, pero, ya ves, todos contentos…
“¿Desde cuando llevas conmigo?”
Te encontré cuando cumpliste cinco años. Tu mente se alejaba de esta realidad y era impresionante para tu corta edad. Era grandiosa, llena de rincones, y con mucho espacio para mí. Te mantuve aquí, conmigo, cuando los médicos pensaron que no lo conseguirías.
“¿Qué médicos?”
Tendrás que preguntárselo a tu madre para más detalles. Hay cosas que no entiendo de esta época, ni tenía, en aquellos días, un contacto tan estrecho con el entorno del cuerpo. Solo sé que dijeron que habías nacido con una enfermedad de la mente llamada autismo, que te impedía relacionarte con lo que te rodeaba y preferías quedarte en tu interior, para siempre. No te deje que te hundieras en las profundidades de tu mente, pues los dos no habríamos cabido en ella, entonces.
Estoy alucinado. Mis padres nunca me comentaron que yo fuera autista, ni tuviera problemas cuando pequeño. Ahora entiendo de donde me viene la afición a la oscuridad y a la soledad, mi propia timidez, y mi escasa habilidad para relacionarme.
Desde entonces, he estado condicionando tu cuerpo, preparándolo para el día en que me aceptaras. Me abstuve de tocar tu mente, básicamente por dos motivos. Primeramente, siempre has sido lo suficientemente fuerte como para levantar poderosas defensas, y, segundo, necesitaba que fueras completamente conciente de lo que ello implicaba.
“¿Y mi moral? ¿La estás modificando? Porque anoche, me sugeriste que me follara a mi hermana, y lo hice.”
Estás equivocado. Nunca has tenido moral, ni ética.
“¿Qué?”
Después de que te ayudara a mantenerte mentalmente estable, pude conectar más con nuestro entorno. Me dí cuenta que aprendías rápido, pero que no comprendías muchas de las normas sociales. No parecías distinguir lo que estaba bien de lo que estaba mal. Solo respondías a los impulsos de los instintos o de la empatía. Eso podía resultar ser un problema para los dos. Además, debía tener cuidado porque ya empezabas a tomar pequeñas porciones de mis recuerdos y conocimientos. Yo siempre he sido otro ser amoral y mis experiencias eran demasiado traumáticas para que un niño las tomara como modelo. Así que…
“¿Qué hiciste?”, pero yo ya sé lo que me va a decir.
Te obligué a memorizar conductas sociales, como si fueran lecciones de colegio. Esto es correcto y esto no, noche tras noche, en esta misma habitación. Por eso, no recuerdas ningún sueño, porque no lo eran. Eran lecciones de modales, de etiqueta, de civismo, de urbanidad…
“Entonces…”
Entonces, si te paras a pensar sobre un acto reprobable, de forma lógica, descubrirás que, posiblemente, pienses de forma diferente a lo que tu cuerpo pretende hacer. En verdad, eres totalmente libre con respecto a esta sociedad, a poco que lo pienses.
“¡Lo sabía! ¡Sabía que no era normal!”
¿Y no te alegras de ello? ¿De no ser un borrego más? ¿De ser tú el lobo disfrazado?
“Si, claro que si.”, y sonrío ferozmente en la oscuridad. Mi cuerpo se relaja totalmente, al conocer muchas respuestas que, en verdad, ya intuía. No creo que me vaya a ser difícil aceptar al otro pasajero de mi mente. Es como tener una conciencia propia audible y una magnífica fuente de información.
Dejemos esta charla de sinceramiento para otra ocasión. Ahora, hay otras cosas sobre las que quiero hablarte. ¿Qué cosas consideras más importante en la vida?
Buena pregunta. No he pensado demasiado en ello. Me limito a trabajar y a comer. Ahora que sé que mis prioridades constituyen una lista memorizada, debo obligarme a pensar concienzudamente en diversas facciones de la vida. “El bienestar personal. La familia. El amor…”
Vamos mejorando. Has colocado el interés personal en primer lugar. Hace unos días, no lo habrías hecho. Pero no es cierto. Piénsalo de nuevo. ¿Qué el lo que más te motiva en este momento?
“El sexo.”
Exacto. Ese es el verdadero motor que mueve el mundo. El sexo y el poder, las verdaderas dos claves. Si analizas todos los actos que impulsan a la gente, a la sociedad, llegas a esta respuesta. Las personas forman una familia por un solo impulso: tener compañía segura para obtener sexo. Los hijos son una meta secundaria, a posteriori. Cuando buscan un empleo mejor, es solo para escalar puestos en la manada humana, buscando conquistar mejores ofertas sexuales. Los fracasos matrimoniales son el fruto de desear otras compañías sexuales. Si a esta constante búsqueda sexual, añadimos el poder, entonces, los resultados se amplifican exponencialmente.

 

“No lo había visto nunca así.”
Ese es el auténtico poder de la humanidad. Su capacidad para, en una vida tan corta, expandir su semilla y sus instintos por doquier, a cualquier precio.
En verdad, si se piensa detenidamente, es lógico y acertado. Todo proviene de ese primario impulso sexual. El amor es una consecuencia derivada de una fuerte atracción sexual. Si no aparece esta atracción en primer lugar, difícilmente surgirá el amor. Con la familia, ocurre lo mismo, o bien actúa el otro principio básico, el ansia de poder. Boda por pasta, jajaja. ¿El dinero? el dinero es otra forma de poder, está claro. La caridad, el decoro, la compasión, y todas las demás virtudes, no aparecen si, al menos, una de estas dos necesidades primarias, el sexo o el poder, no son satisfechas. Sin embargo, también parecen atraer, con igual fuerza, todos los pecados capitales.
¿Te das cuenta cómo trabaja tu mente? Si frenas el condicionamiento de tu mente, entonces alcanzas una claridad que te permite analizar cualquier situación, por muy caótica que sea. Claro que el resultado puede ser muy diferente al que esperabas…
La risa de Pam se filtra a través del suelo. Van a acostarse. La polla reacciona al pensar en ella y en Maby. La fuerza del sexo. Jajaja.
Bien, veamos si puedo enseñarte uno de mis trucos preferidos. Lo usaba a menudo con la zarina…
¿Truco?
Mi mente, al igual que la tuya, es muy cognitiva y retenía muchos datos que absorbía de forma inconsciente. Sin embargo, a solas, era capaz de reactivar esos datos, darles una consistencia casi real. Tú lo has hecho en ocasiones, aunque no te hayas dado cuenta. Has vuelto a tener en tu boca el sabor del pastel de limón de tu madre, analizar, paso a paso, el dolor y la sensación de tus dedos quebrados, o contar todos los cuadritos de las medias de red de la profesora de Mates.
Es cierto. Siempre he creído que cosas así podemos hacerlas todos los humanos y, ahora, resulta que no, solo yo. ¡Viva yo!
Bien. Dispones de dos ayudas fundamentales. Una, conoces la disposición de la habitación de tu hermana, así que puedes imaginarte perfectamente que estás allí. Dos, busca el sabor del cuerpo de Pamela, el tacto de sus labios, de sus senos, cómo es de dulce su lefa… Sabes perfectamente lo que ocurrirá entre ellas y yo sé las ganas que tienes de verlo. Busca todo eso con tu mente, imagínate que estás allí; conviértete en un invisible espectador, en un mudo testigo de su lujuria… cierra los ojos… imagina que bajas las escaleras, que caminas por el pasillo… te detienes ante la puerta… entras en silencio… ¿Qué están haciendo?
   Me es muy fácil seguir sus indicaciones, como si fuera lo más natural del mundo. Enseguida me viene a la boca el sabor de mi hermana, salado, con un regusto a lima, fruto de su desodorante. El calor que emana de ella, diferente en distintos puntos de su cuerpo. El aroma que desprende al excitarse. Recreo sus suaves quejidos, en los que intenta condensar inútilmente cuanto siente… Rasputín tiene razón. Toda esa información no la puede analizar otro humano que no sea yo. No sé como funciona, pero lo hace.
  Me encuentro empujando la puerta de su habitación. Mi cuerpo está allí, pero, al mismo tiempo, no lo está. Puedo visionarlo, casi traslucido, etéreo, cual fantasma imaginario, pero con la suficiente sustancia como para poder girar un picaporte, aunque sea en mi imaginación. ¿Será esto lo que llaman un viaje astral?
  Las chicas ya están bajo las mantas y están de costado, mirándose. La lámpara que le regalé a mi hermana hace dos años, un auténtico candil árabe reacondicionado a luz eléctrica, está encendida, colgando sobre el cabecero. Me quedo a los pies de ellas, ingrávido. El placer de espiar me embarga.
―           Creo que no has contado todo lo que pasó esta tarde – la pincha mi hermana.
Maby abanica con sus párpados. Sus ojos celestes chisporrotean, alegres, y abre su boquita como si estuviera sorprendida. De repente, se queda seria y baja la mirada.
―           ¿Sabes que me da miedo tu hermano? – musita.
―           ¡Venga ya! – exclama Pam, con una risita.
―           En serio. Cuando estoy con él, mi cerebro se bloquea. No puedo pensar. Solo hago que mirarle y escucharle, como una boba.
―           Vaya… mi hermano, el gurú – se asombra Pam. No sé si esta vez es de broma.
―           ¡No me digas que no has notado su fuerza, y no me refiero solo a la física!
―           Bueno, si, pero…
―           Hoy le he visto cortarle el cuello a ese ternero, con absoluta tranquilidad, convencido de que estaba haciendo lo correcto, y ni siquiera protesté. ¡Yo, que he participado en protestas y revueltas en contra de los mataderos! Su mano no tembló, ni sus ojos no se cerraron en el momento de asestar la cuchillada. Me quedé aterrada por su frialdad. Solo pude taparme la boca. Lo hizo rápido y limpio, de forma eficiente, y, enseguida, dispuso los pasos siguientes. Subir la res a la camioneta, llevarla al veterinario, avisar al matarife… ¿Sabes que movió, él solo, el ternero? ¡Pesaba por lo menos 150 Kg!
―           Sergi es un burro. Papá siempre le está regañando por hacer esas cosas.
―           No es un burro, Pamela, es otra cosa. Tú mejor que nadie sabes que, a veces, me muevo en círculos extraños…
―           Si, y me preocupa – le dice Pam, cogiéndola de la mano.
 
―           He visto a duros guardaespaldas – continua Maby, sin hacerle caso. – Les he visto entrenando y he visto proezas de todo tipo, apuestas, y burradas. Tíos tan grandes como Sergio, con cuerpos cincelados, levantando pesas y hasta moviendo pianos… No, ni comparación con lo que he visto hacer a Sergio. Tiró de una cadena que sujetaba a un ternero muerto, con el cuerpo desplomado. Ni siquiera disponía de una polea para compensar el peso. Lo hizo directamente, con todas las trabas que supone el arrastrar la cadena por la chapa de la camioneta, sin apoyo para los pies, ¡y de dos tirones, subió el bicho!
  Compruebo también la sorpresa en los ojos de Pam. No he pensado en cómo pudo ver aquello Maby; lo hice y punto.
―           ¿Y por eso te da miedo?
―           Me da miedo porque no he conocido a nadie como él – se detiene y lame sus secos labios –, porque temo enamorarme de él. Tiene algo que me embruja.
  Pam se muerde el labio. Creo que no se esperaba tal velocidad en los hechos. No sabe muy bien cómo actuar.
―           ¿Y eso te parece malo? – le pregunta a Maby
Maby asiente. Sus ojos parecen preocupados, clavados en los de mi hermana.
―           Esta tarde he hecho algo que nunca hice antes – confiesa.
―           ¿El qué? – pregunta Pam.
―           Pensar en el futuro.
―           Joder.
―           He pensado que si me enamoro de él… ¿qué pasaría? Tengo una tremenda sensación de que sería algo fuerte y sincero, más duradero de lo que conozco, y ahí está la dificultad. Trabajo en Madrid, me muevo por toda España. ¿Qué sería de una relación condenada a unos pocos fines de semana cada dos o tres meses? ¿Tendría que venir yo a la granja? ¿Podría escaparse él a Madrid o a otra ciudad?
―           Tienes razón. Es algo para pensar. Tú aún eres menor de edad y él también.
Como se desmadra la niña. Aún no me ha besado siquiera y ya está pensando en pedir mi mano. Pero tengo que reconocer que lleva razón, y, para ser Maby, lo ha pensado muy bien. Cada vez me cae mejor la niña, a pesar de que es vegetariana.
―           Creo que Sergio es un incomprendido – comienza a hablar Maby, tras un silencio. – Ni su familia le entiende.
―           ¿Por qué dices eso?
―           Le pregunté sobre lo del chico de la estación. Me dijo algo sobre el colegio, una tontería, según él. ¿Lo pasó mal en el colegio, Pamela?
  Mi hermana asiente y desvía la mirada de su amiga. Aunque Pam es apenas un año mayor que yo, nunca supo protegerme. Veía como los compañeros suyos se metían conmigo y me humillaban, como me convertía en el hazmerreír de todos los recreos, y apartaba la mirada, igual que hace ahora. Miraba a otro lado, fingiendo no ver lo que me ocurría, demasiado preocupada por su popularidad, por lo que pensarían sus amigas si me defendía.
  Nunca la he culpado por ello. La comprendo. Tenía demasiado que perder, pero eso no quita que ella tenga remordimientos ahora. Pam se muerde el labio con más fuerza. Maby le acaricia la mejilla.
―           ¿Qué pasa, Pamela? Suéltalo.
―           Le llamaban el Chico Masa – un sollozo corta la frase. Maby la abraza y la consuela. Esa chica delgada y de piel pálida conoce muy bien a mi hermana. – Era tan gordo y torpón que me daba vergüenza acercarme a él. No le protegí nunca, ¡ni una sola vez!
Me sorprende la intensidad con la que Pam se sincera. Es como un grifo abierto, ya no puede parar.
―           ¡Todos nos hemos portado así con él! Mi padre y Saúl, sobre todo… mamá es la única que le arropa cuando puede. No ha encontrado consuelo ni en su familia… ¡y me siento muy mal por eso!
―           Por eso le mimas tanto ahora, ¿no?
―           Siii… — Pam hunde su rostro en el cuello de su amiga, con grandes sollozos. La deja desahogarse hasta que Pam se aparta, secando sus ojos con la sábana. – Sergi ha tenido una infancia difícil y no hemos sabido comprenderle. Era y es tan raro, que fue más fácil acceder a sus peticiones, por más raras que fuesen, que tratar de cambiarle.
―           ¿Por qué duerme arriba, en el desván, aislado?
―           Tenía once años cuando lo planteó. Quería el desván para él. Solo había trastos viejos en él y se mudó allí. A todos nos pareció bien, cada uno con sus motivos. Por mi parte, conseguía un vestidor con su antigua habitación. Nadie sube al desván desde entonces. Sergio hace su cama, limpia su habitación, repara las goteras, y mantiene todo perfecto. A cambio, mamá le lava la ropa y todos le damos la intimidad que desea.
―           No es intimidad, es soledad. Es muy diferente – comenta Maby, con una percepción que no creía que tenía.
Pam asiente con fuerza. Ella también lo sabe, ahora.
―           Tu hermano no tiene ni un amigo, ¿cierto?
―           No, jamás tuvo alguno. Celebra sus cumpleaños con nosotros.
―           ¿Y eso no os pareció raro?
―           Siempre ha sido así – se encoje de hombros mi hermana. – Ya te he dicho que nos era más fácil aceptarlo como era. Sin duda, quitaba preocupaciones a mis padres.
―           ¡Dios! Lo que me extraña es que no se haya convertido en un psicópata. Pamela, tu hermano está marginado, totalmente. sin amigos, sin familia que le comprenda, sin nadie con el que poder desahogarse. Completamente solo en su atalaya.
Pam enrojece y cierra los ojos.
―           Me dí cuenta cuando le pregunté que si no se había peleado con nadie, dado la fuerza que tenía. Me respondió que no, naturalmente, sabía lo que pasaría si se peleaba con alguien. Le haría daño de verdad, no solo una nariz rota. Tu hermano controla sus sentimientos cada día, desde que se levanta; se controla absolutamente para no dañar a nadie.
―           Entonces, ¿lo de la estación? – recapacita Pam, al mismo tiempo que sorbe por la nariz.
―           Le pregunté lo mismo. Con tristeza, me dijo que a él no le importaba que le dijeran cosas, que estaba acostumbrado, pero que no podía permitir que nos insultaran. Perdió los estribos por nosotras. Si no lo llegas a frenar, no sé lo que habría ocurrido…
―           Santa Madre… María Isabel, te juro que no he pensado nunca en todo eso, jamás hasta ese extremo… Has tenido que venir tú, una desconocida para él, para abrirme los ojos… te lo agradezco mucho, mucho – le habla con pasión, besándola por toda la cara, una y otra vez, lo que hace reír a Maby.
  Finalmente, la besa una, dos, tres veces, en los labios, hasta que la morenita le devuelve los besos, ardientemente. Se separan, sonrientes, y se miran, sin hablar.
―           ¿Le quieres o deseas compensarle? – pregunta Maby, después de un rato de silencio.
Pamela tarda un buen rato en contestar, como si estuviera recapacitando.
―           Creo que cuando me fui a Madrid, cambié. Lo que vi y experimenté allí, me hizo abrirme algo más. Empecé a mimarlo cuando volvía de visita y creo que fui la que más se acercó a él. Pero no era amor. Como tú bien has supuesto, era una forma de compensarle por los años que le había fallado. Sin embargo…
Pam se gira, quedando boca arriba, sus ojos mirando el techo, como queriendo atravesarlo con la mirada y buscarme. Nada de cuanto está confesando me sorprende. Ya hace tiempo que he llegado a la misma conclusión.
―           Sin embargo, ¿qué? – la insta Maby tras el silencio de Pam.
―           Hace unas semanas que ese sentimiento se ha incrementado. Creo que se ha convertido en algo más profundo…
―           Bueno, es normal. Es tu hermano.
―           No – suspira Pam, sin querer mirarla. En ese momento, sé lo que va a decirle. Se lo va a jugar todo a una sola carta. De hecho, es el mejor momento. – No como hermano… como amante. Ayer, nos acostamos juntos…
Maby no dice nada, pero su expresión es suficiente. Asombro, sorpresa, y algo de decepción llenan su gesto.
―           Pamela… no sé que decir, yo…
―           Me vine a la granja con un fuerte bajón. Tengo problemas con… Eric. Me desahogué con mi hermano. Llevamos un tiempo recuperando nuestra fraternidad – cuenta Pam, secando nuevas lágrimas. – Fue tan comprensivo, tan atento, y tan protector que me quedo dormida entre sus brazos, por la tarde. Sentí como si mis problemas pesaran menos al compartirlos con él, que me protegería de todo con sus rotundos brazos.
―           Es bonito, pero…
―           Si, ya sé. Eso no justifica lo otro. El hecho que cuando me fui a la cama, aquella noche, estaba sola. La sensación protectora de aquella tarde quedaba lejos, desvaneciéndose. Necesitaba otro chute de seguridad. Así que, en silencio, subí al desván. Él estaba a oscuras, en la cama, pero no dormía. Estaba desnudo y era como si me estuviera esperando, te lo juro. No me importó. Me abracé a él y volví a sentirme bien. Estuvimos hablando otro buen rato, hasta que me quedé dormida, abrazada a él.
―           No es ningún pecado. Es raro, pero no estrictamente malo. Tampoco puedo decirlo con seguridad, soy hija única.
―           No, el pecado vino después. Desperté un rato después. Me había movido en sueños y le estaba acariciando el pene…
―           ¡Ostias!
―           Yo exclamé algo más fuerte cuando comprobé el tamaño. Sergi estaba dormido y no se enteraba de nada, pero tuve que comprobar de nuevo el tamaño de esa polla y decirme que no estaba soñando. Maby, por Dios, mide más de dos de mis manos abiertas…
―           Vamos, ¿qué dices?
―           Te lo juro. Es la cosa más grande que he visto nunca. Ni siquiera en películas o en Internet. Estaba alucinada y seguía paseando un dedo por ella, más como comprobación que por otra cosa, pero eso le despertó. No dijo nada, solo me miró. Nos avergonzamos y me fui a mi cuarto. Pero no podía quitarme de la cabeza sus ojos y la decepción que reflejaron cuando me marché.
―           ¿No sería el tamaño de la polla? – bromea Maby.
―           ¡Que no! Es como si le hubiera partido el corazón, otra vez. Así que volvía a subir y me metí en la cama, dispuesta a todo. Entonces, fue cuando terminó de darme la puntilla, cuando le estaba besando.
―           ¿Qué hizo? – pregunta Maby, muy interesada.
―           Me dijo que no sabía besar, que nunca lo había hecho.
―           Uuu… ¿No me digas que…?
―           Si, Maby, era absolutamente virgen… inmaculado…
―           Joder, Pamela, te comprendo muy bien, amiga mía – Maby le dio un tremendo abrazo, por sorpresa, echándose encima de ella. – Es el colofón perfecto para una historia dramática. Tú, arrepentida por como te has portado con él, además con bajón emocional. Él, virgen y con un pene tremendo, terriblemente necesitado de afecto. ¡Lo que me extraña es que no te haya dejado preñada!
―           Buff… no quiero hablar de detalles, pero jamás he sentido nada parecido. Es tierno, considerado y esforzado, como amante. Es potente y valiente. Te hace lo que le pidas y el tiempo que necesites. Para ser su primera vez, me hizo llegar cinco veces, y dos de ellas, de desmayo, te lo juro.
―           Joder, que envidia… cállate ya. Me apartaré de él. Aunque sea tu hermano, tanto tú como él, os merecéis ser felices – la tranquiliza Maby, besándola en la mejilla.
―           No, tonta, no es eso lo que quiero – se gira hacia ella Pam, abrazándola. – Yo quiero que salgáis juntos. Me has dicho que él te hace tilín…
Maby asiente una vez, mirándola a los ojos, aún sin comprender.
―           Tú también le gustas, así que no hay problema.
―           ¿Por qué lo haces?
―           Piensa, cabecita despeinada. Antes te referiste a la incapacidad para veros si salíais juntos. En mi caso, sería lo mismo.
―           Pero tú vienes a la granja más que yo.
―           ¿Para meterme en la cama de mi hermano? ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que nos pillaran?
―           Vale, comprendo.
―           Pero si sale contigo…
―           Sigue, guarra.
―           Puede ir a Madrid a verte… a vernos…
Los ojos de Maby se abrieron, comprendiendo.
―           ¡Claro! Podría dormir en el piso y tus padres estarían tranquilos porque…
―           Yo estaré de carabina.
―           Y cuando estemos aquí, tú me servirás de coartada. ¡Perfecto! Dobles oportunidades.
―           El único problema que queda…
―           ¿Cuál? – pregunta la morenita, besándola de nuevo en los labios.
―           Nosotras hemos compartido cama y, de hecho, lo seguimos haciendo en ocasiones.
―           Como ahora – la interrumpe Maby, lamiendo sus labios.
―           Pero, ¿estarías dispuesta a compartirle a él? – pregunta Pam, señalando con el pulgar el techo.
―           Si es contigo, si… incluso estoy dispuesta a establecer un trío estable, sin celos – musita Maby, acercando de nuevo sus labios a la boca de Pam.
―           Zorra – responde esta, metiéndole la lengua.
 Ya no hay más palabras. Las lenguas se atarean en otras funciones más amenas. Me quedo contemplándolas, dejando que mi rabo se estirase lentamente. Las muy putas han vendido la piel del oso antes de cazarlo, aunque hay que decir que, en esas condiciones, el oso se rinde voluntariamente.
Ya ha comenzado tu iniciación. Te auguro grandes placeres, mi joven compañero. En apenas dos días, has seducido a tu hermana, y esta, a su vez, ha buscado una novia para los dos. No puedes quejarte.
  La única queja que tengo, en este momento, es no poder meterme en medio de esas dos que se están devorando, con ansias. Las mantas no tardan en ser retiradas, los pijamas arrojados lejos. Sus cuerpos son suficientes para caldear la habitación.
  Se lamen, se chupan, se besan, y se frotan, todo entre dulces gemidos agónicos que erizan todo mi vello. El cuerpo de Maby me atrae sensualmente, tan esbelto, tan elegante y pálido. Sus pechitos son como dos dulces manzanas que aún tienen que madurar, pero que ya atraen la atención de cuantos pasan por delante de ellas. Tiene el sexo completamente depilado, otorgándole una belleza prístina, casi como una estatua de mármol.
  La roja cabellera de Pam cae en cascada sobre el ombligo de Maby, cuando mi hermana desciende con su lengua, buscando un pozo en llamas donde saciar su sed. El rostro arrebolado de la dulce morena es toda una estampa, digna de una beatificación, cuando un largo gemido brota, casi sin fuerza, de sus labios.
  Mi polla alcanza unas dimensiones impresionantes cuando ambas entrelazan sus largas piernas, uniendo los dedos de una de sus manos, la otra hacia atrás, sosteniéndose. Sus pubis rotan en un baile largamente ensayado, sus vaginas convertidas en ventosas que intentan atraparse mutuamente. Regueros de amoroso líquido salpica la cara interna de sus muslos, sus nalgas y pubis, mientras sus labios desgranan palabras de puro ardor.
―           Siempre te he… amado, Pam… tú me hiciste… mujer…
―           Eres como… una hermanaaa… así, une más tu coñito…
―           Pam…
―           ¿Si?
―           Eres una… folla hermanos… te tiras a Sergiiii… y me dices que soy como una herman… aaaaah, diosssss… me voy a correrrr…
―           Si… si… soy un putón inces…tuoso…
  No lo soporto más. No puedo tocar mi polla. Necesito una paja. Si estas se portan así conmigo, voy a necesitar vitaminassss…
Me voy a mi dormitorio, a cascármela al menos tres veces.
Dios existe.
                                                    CONTINUARÁ
 
 
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 
Para ver todos mis relatos: http://www.relatoseroticosinteractivos.com/author/janis/
 
¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!/
 

Relato erótico: “el legado (4) El trío perfecto” (POR JANIS)

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El trío perfecto.
Me adelanto al amanecer. Siento mi cuerpo rebullir, lleno de energía. Me calzo mis botas y ropa deportiva. Tras revisar las vacas, empiezo a correr, esta vez, campo a través.
Estoy licuando tus reservas de grasa, aunque llevara cierto tiempo, pero te ayudará a perder peso.
“Gracias.” Sigo arrastrando mi corpachón a través de los bosquecillos, cuidando de no pisar los esquejes recién plantados. Tomo aliento al subir la loma. Me tiro al suelo y empiezo a realizar flexiones y abdominales. Enseguida me canso.
Tómatelo con calma. Roma no se construyó en un solo día.
“Lo sé, pero me molesta moverme tan torpemente. Dime, ¿te acostabas con la zarina?”
No, no soy tan idiota, aunque es verdad que se me insinuó en varias ocasiones. La zarina Alejandra era una gran mujer, con mucha más voluntad que su esposo, Nicolás II. Se podría decir que ella era la cabeza pensante del imperio, siempre en la sombra, claro, pues ella era extranjera, concretamente de ascendencia aria, nieta de la reina Victoria de Inglaterra.
“No lo sabía.”
Ella estaba fascinada por mis palabras, por mi seguridad, por mis ideas. En verdad, nunca quise ir en contra de los intereses de Rusia, pero toda aquella nobleza decadente no constituía más que un ancla para el país, y no dudaba en despotricarles, en criticar sus caprichos a la más mínima ocasión…
“¿Aún te asombra que te mataran?”, bromeo.
Si no hubieran sido Yusupov y aquel tonto de Demetrio, hubieran sido los bolcheviques. Mi destino ya estaba decidido. Lo que más me entristece es que tuvieran que asesinar a toda la familia imperial. Los Romanov no lo merecían, ni los niños tampoco.
“Se ha hablado mucho que la gran duquesa Anastasia había sido salvada por un soldado bolchevique.”
No. Los asesinaron a todos. Los fusilaron y, después, los pasaron a bayoneta. Los desfiguraron y rociaron los cuerpos con ácido. No querían que sus cuerpos fueran encontrados. La zarina y sus descendientes procedían de la más alta aristocracia europea, emparentados con varias casas reales. Fue una pena, María y Anastasia eran realmente bellísimas y alegres.
Desciendo la loma a buen ritmo y tomó un carril que conduce directamente a la comuna hippie. “¿Qué hay de todas esas mujeres que te rodeaban?”
Mi capacidad para observar y reflexionar me llevó a conseguir una inmerecida fama de vidente, de oráculo. No veía el futuro, solo que me daba cuenta de detalles que los demás no veían, y así podía vaticinar posibles eventos en un futuro inmediato. Los círculos de pensadores, en las grandes ciudades, solían invitarme a charlar. Las mujeres empezaban a buscar su emancipación; muchas confundían esa emancipación con un solapado erotismo. Eso y la magnética atracción de mi mirada, me brindó tantos cuerpos como quise.
Saludo con la mano a un vecino que ara sus campos con el tractor. Una niebla bajera cubre campos y caminos, lo que augura un día despejado y con sol. “¿Piensas que yo seré igual que tú?”
Por supuesto, somos muy parecidos. Yo te conduciré.
“Ya veremos.”
Me ducho y me quito los cuatro pelos de la barba – apenas me salen –, antes de desayunar. Las chicas no aparecen, seguramente dormidas. Hoy, fruta troceada y café con leche desnatada. En fin, es lo que hay. Arreglo varias cosas que había ido dejando a lo largo de meses, y, cuando estoy a punto de recoger alcachofas, Maby y Pamela se acercan, mordisqueando aún sus tostadas.
―           Mamá nos ha enviado a ayudarte – anuncia Pamela.
―           ¿Qué hacemos? – dice a su vez, Maby.
―           Coged una espuerta cada una. Hay que cortar las alcachofas de las matas, con cuidado, y dejarles un rabo de un par de centímetros, sino se pudren. En la caja de herramientas hay podaderas y aquí – señalo un cajón – guantes gruesos. Una de vosotras debería quedarse a colocar el contenido de las espuertas en aquellas cajas de madera, para que madre las revise y las selle.
―           ¡Si, jefe! – exclama Maby, saludando militarmente.
Mi hermana decide recoger la hortaliza y me acompaña, instalándose en la hilera de mi derecha. Estamos atareados, inclinados sobre las matas, cuando dice:
―           Anoche, le conté a Maby lo nuestro.
―           ¿Qué? – disimulo. No puedo decirle que las vi y las escuché.
―           Estuvimos hablando de muchas cosas, nos sinceramos… Le gustas, Sergi, y está dispuesta a probar…
―           No esperaba que fuera tan rápido…
―           Ni yo – me guiña un ojo, estirazándose. – También está dispuesta a probar conmigo, o sea, con los dos a la vez.
―           ¿Un trío? – pongo cara de tonto.
―           ¡Si! ¿No es maravilloso?
―           No lo sé, no he probado eso nunca. Supongo que si – digo, sin levantar la cabeza de mi hilera.
―           Por eso, le conté lo que habíamos hecho.
―           ¿Y ahora, qué hago yo?
―           Bueno, Maby está deseando probar si lo que le he dicho sobre tu tamaño es cierto. Solo tienes que ser dulce y agradable, y dejarte hacer.
―           Un hombre objeto, ¿no?
―           Pues si – Pamela me mira, algo extrañada por la reticencia que nota en mi actitud. — ¿No te place?
―           Creo que si. Es lo que cualquier hombre desea – respondo, encogiéndome de hombros.
―           ¡Bien! – exclama y echa a correr hacia su amiga.
La sigo, recogiendo su espuerta también. Le falta tiempo para contarle las nuevas a Maby, quien me sonríe como una loba al acercarme. Que peligro tienen estas dos.
―           ¡Tenemos que celebrarlo! ¿Verdad, Sergi? – me pregunta la morenita, adoptando una pose de inocencia, con las manos atrás.
―           ¡Si! ¡Esta noche, Sergi nos va a llevar de marcha! – dispone mi hermana. Muy maja ella.
―           Dejaros de saltitos y vamos a seguir con esto. Hay que terminar antes del almuerzo – las freno cuando empiezan a saltar a mi alrededor, como indias excitadas.
Llevo una hora esperándolas. Me he tomado ya dos tazas de té en la cocina. Mi madre me mira.
―           Eres un buen hermano, Sergio. Llevar a tu hermana y a Maby a la ciudad, para que se diviertan, es un gesto de agradecer. Te vendrá también bien a ti.
―           Alguien tiene que echarles un ojo, ¿no?
―           ¿A esas? – responde con una sonrisa. – Ya se destetaron hace tiempo. Pero, tú… bueno, puede que encuentres algo nuevo, fuera de aquí.
―           Estoy bien aquí, madre.
Ella asiente y sigue arreglando alcachofas para la cena. ¡Por fin! Ya llegan las dos… ¡Modelos! Otra palabra no puede salir de mi boca. Me dejan de piedra. Con una aparición así, pueden tardar otra hora, si quieren.
―           ¡Estáis preciosas, niñas! – las adula madre.
La verdad es que si. Son bellísimas, saben maquillarse profesionalmente, y disponen de ropas y diseños que no están al alcance de las demás chicas de su edad.
Esta noche, te vas a convertir en el más envidiado de los hombres.
Eso seguro. Pamela enfunda su pletórico cuerpo en un ajustado vestido dorado, que deja toda la espalda al aire y acaba un poco por encima de medio muslo, con unos flecos de pedrería. Su melena rojiza está peinada en una larga trenza que desciende por su espalda. Sus ojos destacan poderosamente bajo las largas pestañas postizas. Unas medias transparentes y de medio brillo protegen sus piernas, y, para acabar, unos botines espectaculares, dorados con una tira roja. En su mano derecha, un pequeño bolso a juego con los botines, y en su cuello, una cadenita con su nombre, complementan perfectamente el conjunto.
A su lado, sin desmerecer lo más mínimo, Maby posa, con una mano en la cadera. Porta un conjunto que ninguna otra se atrevería a llevar por la calle sin tener su apostura. Una gorra de plato, de cuero negro, cubre su cabello, peinado y engominado como un hombre. Sus ojos azules brillan, atrapados por los oscuros contornos que se derivan hacia sus sienes, otorgándole una apariencia felina. Sus labios carmesí, brillan con luz propia. Una torerita, también de cuero negro, cubre su torso y brazos, dejando entrever debajo, a veces, un corpiño, rosa pálido. En la espalda, la cazadora porta, en un elaborado bordado, una calavera con alas y la leyenda “Hell’s Anges”. Un diminuto pantalón vaquero, con los bordes deshilachados, cubre sus caderas, dejando parte de las nalgas al descubierto. Solo unos pantys de rejilla impiden la desnudez de sus nalgas. Me pregunto si llevara un tanga debajo. Unas altas botas, también negras y de estilo nazi, rematan sus pies. Al cuello, porta un estrecho collar perruno, con clavos y una cruz gamada.
Casi puedo preveer problemas esta noche.
Bueno, para estaremos con ellas.
Seguro.
―           ¡Sergi! ¿Así vas a salir? – me señala Pam.
―           ¿Por qué? – me miro. Pantalones vaqueros, amplios y limpios. Una sudadera verde oscura. Una camiseta debajo. Suficiente, ¿no?
―           Anda, tira parriba – me dice Maby, atrapándome de un brazo.
Me llevan al desván y abren mi armario. Reconozco que hay poco para escoger.
―           ¿Cómo eres de friolero? – pregunta la morenita.
―           Este, poco, casi siempre está en mangas cortas – responde mi hermana.
―           Soporto bien el frío.
―           Bien. Pam, trae unas tijeras, que vamos a operar – se ríe la cabrona.
Poco después, los pantalones vaqueros nuevos y limpios que llevo, quedan agujerados por las rodillas y muslos, con largos hilos cerrando en parte las roturas.
―           Te han quedado preciosos, Maby – dice Pamela.
―           Tengo experiencia. Vamos, fuera esa sudadera.
Me la quito. Examina la camiseta. También fuera. Por un momento, ambas contemplan mi torso desnudo. Tengo más tetas que Maby y un gran flotador de grasa en la cintura. Colgando de los tríceps de mis brazos, se descuelga carne fofa y grasienta. No hay apenas cuello, mis hombros se unen a mi mandíbula. Enrojezco, al adivinar lo que ellas piensan.
―           Aquí hay carne para las dos, ¿verdad? – sonríe Maby, mirándome a los ojos.
―           ¡Y que lo digas! Va estar buenísimo cuando acabe con ese régimen. Aunque hay que quitarle esos pocos pelos del cuerpo – comenta Pam, mientras repasa todas las camisetas que tengo. – Esta mola.
Es una vieja camiseta, incluso sé que está algo rota por la espalda. Es negra, tiene un trébol de cuatro hojas en el pecho y pone “Lucky Boy”.
―           No sé si me cabrá – digo, al ponérmela.
―           Da igual, solo me interesa lo que pone – contesta mi hermana.
―           Si, puede que la acabemos de romper nosotras – le dice Maby, con un codazo.
―           Esta noche, va a ser el tío con más suerte de la ciudad – sentencia mi hermana.
La camiseta entra, aunque estrecha. Maby me pasa una camisa que aún sigue empaquetada, sin estrenar. Es de franela, tipo leñador, con cuadritos azules y rojos. Nunca me han llamado la atención ese tipo de ropa.
―           Así, sin abotonarla, las mangas enrolladas… que peazo de leñador – me piropea Maby.
―           Le falta algo. Tiene que parecer aún más agresivo – sopesa Pam, con un dedo sobre la boca. – Ya sé. Ahora vuelvo.
Maby mira mis Converse con duda, una vez a solas.
―           No te van con ese look. ¿Tienes unas botas militares?
―           No, pero tengo unas de puntera de acero. Es casi lo mismo.
―           Perfectas. Sácalas, las limpiaremos.
No están muy mal. Una pasada de grasa y listas. Mientras, llega mi hermana, con algo que recuerdo que estaba entre las cosas del abuelo.
―           ¿Qué es eso? – pregunta Maby.
―           Mi abuelo tenía caballos. Esto es una muñequera para “desbravar”. La he limpiado y aceitado – explica mientras me la coloca.
Me cubre casi todo el antebrazo derecho, de un rígido y grueso cuero pardo. Lleva varias hebillas y correas, así como la marca de la caballeriza a fuego, justo en el centro. Los domadores de caballos se colocaban estas largas muñequeras para evitar lesiones y cortes con los mordiscos de los caballos.
―           ¡Qué chulo! – alaba Maby.
―           Un perfecto look salvaje. ¿Te gusta? – me pregunta Pam.
―           Si – es la verdad. La muñequera me queda perfecta. Me da un aire fiero, a lo Conan. Lástima que no tenga músculos para lucir.
Cuestión de tiempo.
―           ¡Pues hala, a Salamanca! – exclama Maby, empujándonos.
Antes de tomar la carretera a la capital, Pamela suelta, de sopetón:
―           Creo que este es el sitio y el momento ideal para darnos el primer beso a tres labios, ¿no os parece?
Maby palmotea, a mi lado – Pamela se apoya en la puerta de la camioneta – y yo me encojo de hombros, sin saber qué decir. Contemplo como mi hermana se inclina sobre su amiga y mordisquea sus labios, rabiosamente pintados. Maby flexiona el codo y atrapa la solapa de mi camisa para atraerme, sin ni siquiera mirar. Busco sus labios, pero mi cabeza es más grande y las obliga a separarse, así que optan por besarme las dos a mí. Es más fácil. Saboreo el regusto a menta y canela de sus chicles. El lápiz labial debe de ser de los buenos, porque no tiene sabor, ni se borra.
―           Habrá que ensayar más – se ríe Pam.
―           Las veces que necesites, putón – la pincha su amiga.
 Meto primera y aprieto el acelerador. El potente motor de la camioneta ruge. En dieciocho minutos, nos encontramos en Salamanca. Primero a cenar, son las nueve de la noche. Las llevo directamente al Musicarte, un restaurante para gente dinámica. Suele convertirse en un club a medianoche. Gente de mediana edad, matrimonios jóvenes, y, sobre todo, muchos grupos de trabajo. He escuchado hablar de él, pero no lo he probado.
  Bueno, qué decir de la llegada. Aparco la camioneta dos calles más allá. Las chicas se bajan, desplegando sus larguísimas piernas y estirazando sus ropas para quedar bien monas. Seguro que ellas ya se han puesto de acuerdo en cómo actuar, porque, sin una sola palabra, se cuelgan, cada una, de un brazo, apretándose bien contra mi cuerpo. Pamela lleva un largo abrigo de pelo negro por encima de los hombros, y Maby un largo impermeable enguatado, con colores de camuflaje militar. En Salamanca hace frío como para ir en plan matador. Bueno, al menos eso dicen.
  La gente nos mira al entrar en el local. Aún no hay mucha gente cenando, pero en la barra y algunas mesas, hay clientes tapeando y tomando aperitivos. Las tapas del Musicarte son famosas y de diseño. Pam se encarga de hablar con el joven que actúa de maître. Ha estado en sitios como este a lo largo del país, así que tiene más experiencia. Y así es, porque no tarda en conseguir una mesa. Ni siquiera me ha dado a pedir algo en la barra para esperar.
  Nos sentamos. Se arma todo un espectáculo cuando las chicas se quitan los abrigos que la adecentan. Siento las miradas clavadas en nosotros y casi puedo adivinar las preguntas que surgen en sus mentes.
¿Quiénes serán? Ellas parecen artistas. ¿Alguna famosa? Ese tipo no me suena. ¿Será el guardaespaldas? Tiene cara de eso, de bulldog. ¡Que cutre es vistiendo! Ese estilo ya no se lleva. ¡Lo que daría por tener a dos bombones como esos sentados a mi lado! Esas dos son putas, seguro. De lujo, pero putas. No hay nada más ver como van vestidas… ¡Mi madre! ¿Eso que lleva la pelirroja es un Christine Morant? Debe de ser rica para costearse un modelito así… ¡Dios! ¡Esas dos son la fantasía de mi vida! ¡Que suerte tiene ese cabrón! ¡Con lo feo que es!
Sentía a Rasputín reírse en mi interior, con esas frases que yo imaginaba y colocaba en boca de aquellos que nos miraban, casi sin disimulo. Me inflaba como un globo, disfrutando de mi momento, en silencio, claro.
―           Creo que estamos llamando la atención – susurra Pam, detrás de la carta del restaurante, escondiendo su risa.
―           Buenoooo… acabamos de empezar. Aún queda noche – sentencia Maby.
―           Joder. Vosotras estáis acostumbradas a que os miren así, pero yo me siento como en un zoo – rezongo, mirando de reojo a un tipo que se le había olvidado bajar la cuchara hasta el plato, mirando las piernas de Maby.
―           Tranquilo, peque. A ti apenas te miran, por ahora – me coge la mano Pam.
―           ¡Por ahora! ¡Jajajjaja! – la cristalina carcajada de Maby atrajo aún más miradas.
―           Bueno, concentrémonos en la carta – llamo su atención. – Estoy muerto de hambre. ¿Puedo pedir algo de carne, Pam?
―           Por supuesto, cariño – me derrito al escuchar ese apelativo. – Pide algo de buey o ternera, en su punto, pero nada de patatas, ni fritas, ni de ninguna manera. Guarnición de verduras. Nada de pan.
―           Joder con el sargento de hierro – protesto.
―           Haz caso a tu hermanita, que ella sabe de esas cosas – me aprieta un muslo Maby, por debajo del elegante mantel de tela.
―           ¿Podríamos pedir un buen vino? – sugiere Pam.
―           Yo no voy a beber nada de alcohol. Tengo que conducir y seguro que habrá controles de alcoholemia a la salida. Para mí, agua.
―           ¿Un Ribera, Maby?
―           Uuy. Ya sabes que el vino me pone muy cachonda…
―           Mejor – se ríe Pam, alzando una mano y llamando al camarero.
 Este no las tiene todas consigo. La sensualidad de las chicas le distrae fácilmente. Vamos, que si hubiera tenido que desactivar una bomba, lo hubiéramos tenido muy crudo. Aún así, toma nota. Un buen pedazo de buey sobre un fondo vegetal para mí; dorada a la espalda con setas y jamón para Pam; un mil hojas de foie con canónigos y salsa de grosellas para Maby, y, finalmente, una tabla de quesos, con nueces y dulce de membrillo, para abrir la boca. Todo eso me suena a chino. A mí me sacan del guiso casero, del filete con patatas, y la merluza, y me pierdo. Sin embargo, aquellos nombres maravillosos me hicieron salivar. ¡Mierda, con el régimen!
Pam cata el Ribera del Duero que trae el camarero y da su visto bueno. Ni siquiera sabía que entendiera de vinos. ¡Que poco conocía de mi hermana desde que se fue de la granja! Me hice el propósito de saber más cosas de aquellas dos diosas. Llena la copa de Maby y propone un brindis.
―           ¡Por el éxito de esta aventura! – exclama al alzar su copa.
―           ¡Por nosotros! – brindo a mi vez.
―           ¡Por los hermanos Tamión! – entrechoca su copa Maby.
―           ¿Por qué por nosotros? – pregunto, tras beber.
Maby alarga su mano y toma la de mi hermana, sobre la mesa. Su otra mano se pierde dentro de la mía. Nos mira a los ojos, alternativamente.
―           He llegado a un punto en que he tenido que detenerme y cuestionarme cuanto he hecho en mi corta vida. A mis dieciséis años, ya he conocido la ruindad del alma humana, donde la avaricia y el egoísmo acampan en libertad. Soy consciente de que lo que más me atrae, lo que me motiva, acabará por convertirse en mi ruina o me llevará a un agujero en algún cementerio de este país. Cada día desciendo un peldaño más hacia esas catacumbas de pecados y vicios que me llaman con voz de sirena…
―           Maby…
―           No, no me interrumpas ahora, Pamela. Me está quedando precioso – dice con una sonrisa. – Necesito que sepáis con quien os vais a unir. María Isabel Ulloa Mendoza, Maby para los amigos, es una enferma sexual, una zorra.
Deja en suspenso esas palabras, bajando la vista. Sabe cómo ponerse dramática la chica.
―           He participado en… bueno, digamos que he hecho cosas que ni siquiera salen en las producciones porno, por puro placer o aburrimiento, no lo sé. Me codeo con gente de baja estofa, de dudosa catadura moral. Traficantes, estafadores, asesinos… solo es cuestión de tiempo que me salpique algunas de sus lacras y me arrastren a un pozo del que no podré salir. No tengo a nadie que me salve. Mi madre anda por ahí, en algún sitio, tirándose a cuanto pilla, y no creo que se acuerde de su hija. Solo te tengo a ti, Pamela.
―           Oh, Maby – Pam inclina la cabeza y besa la mano de su amiga.
―           Es por eso, mi enorme osito Sergi, que no he dudado en interesarme por ti, en cuanto he notado que había algo en ti que me atraía. No es por decepcionarte, pero jamás creí que un chico como tú llamaría de tal manera mi atención. Al principio, no sabía bien qué era lo que me atraía. Eres el hermano de mi mejor amiga y debía tener cuidado. Pero, a cada día que pasaba, acumulabas más y más detalles, más pequeñas cualidades que, seguramente pasarían desapercibidas para los demás pero que, para mí, resultaban deliciosas. No sé explicarme de otra manera, por el momento. Solo te digo que encontrar a un chico que me llene de esta forma, sin ser un crápula, sin recurrir a los artificiales símbolos de la depravación, como las drogas, es acreedor de mi amistad y mi pasión.
Inspira con fuerza. Sus ojos amenazan con soltar un riachuelo de lágrimas. Sorbe y suelta nuestras manos cuando el camarero trae la fuente con quesos y sus complementos.
―           Maby, no sabía que fuera tan preocupante – la consuela mi hermana.
―           No es algo para comentar en la sobremesa – sonríe, a desgana.
―           Maby – las interrumpo. Tengo los puños cerrados y apoyados sobre la mesa. – No sé hablar como tú, pero debo responder a cuanto has dicho. Solo puedo decirte que me has emocionado realmente y que, aunque aún no te conozco bien, procuraré no fallarte jamás y ser siempre un amigo, un amante, o lo que tú quieras, para darte apoyo y cariño. Cuando necesites de mí, para lo que sea, por muy duro que sea, acude sin vacilar.
―           Oh, grandullón – Maby se cuelga de mi cuello y me besa repetidamente, en la mejilla, en la oreja, en la boca. – Significa tanto para mí… Estoy al límite, atrapada por mi propia ignorancia y mi debilidad. Aún no sé lo que siento por ti, bonito mío. No sé si es atracción, lujuria, o una fuerte amistad… Sé que no es amor, pues no creo en eso, pero, te juro que te respetaré cuanto pueda, y cuando llegue el momento en que ya no pueda seguir haciéndolo más, te lo diré, para que me tires a la puta calle.
―           Eso ha sido muy sincero, Maby. A cambio, yo te prometo que te ayudaré, te cuidaré, y te protegeré cada vez que lo necesites. Que te consolaré, te calmaré, y te amaré cuando estés de bajón, sin pedir nada a cambio – replico, abrazándola y alzándola de su silla.
En ese momento, soy consciente de que, de nuevo, las miradas se vuelcan sobre nosotros.
―           ¡Mala leche tenéis! ¡Me habéis hecho llorar! – dice Pam, golpeando mi hombro. ¡Pues yo no me quedo sin hacer mi discurso! Vamos a ver… Al contrario que mi querida amiga Maby, lo que siento por ti, hermano, si es amor. Tampoco sé si es un amor fraternal, carnal, romántico, o espiritual. Lo que sé es que llevo adorándote a distancia desde hace tiempo y, hoy, ha llegado la oportunidad de tenerte en mis brazos y compartirte con mi mejor amiga, mi compañera de piso y de trabajo, mi primer amor.
Maby se lleva las manos a la boca, emocionada. Por mi parte, estoy confuso con esa confesión. ¡Le llevo gustando desde hace tiempo a la diosa de mi hermana! ¿Cómo puedo atraer a chicas como ellas?
―           Si puedo estar con las dos personas que amo, plenamente, con ambas a la vez, compartiéndolas, seré la mujer más feliz del mundo, y no me importará lo que puedan pensar o decir de mí, ni padres, ni vecinos, ni jefes. Te quiero, Sergi, y te quiero, Maby.
Las chicas se cogen de las manos, las lágrimas ya en la calle.
―           ¡Me lo has quitado de la boca, cabrona! – dice Maby, sorbiendo con elegancia.
Ahora, para colmo, tengo las dos mirándome, esperando a que pronuncie esa especie de votos improvisados. Buff. Peor que una boda.
―           ¿Qué puedo decir que no hayáis dicho ya? Sois las dos bollicaos más buenas que jamás he tenido delante. Me habéis rescatado de mi solitario rincón y ofrecido el paraíso, el máximo sueño de cualquier hombre. Sois amigas y amantes y me admitís en vuestra cama. No puedo más que besar vuestros pies y juraros, al menos, amistad eterna, porque mi amor y pasión ya los tenéis.
Esta vez, son las dos las que me llenan de besitos, una por cada lado. Estoy en el cielo.
Cierra la boca que babeas.
El viejo Rasputín está al tanto, menos mal.
Decidimos terminar con los quesos. Pam me permite comer el queso fresco que hay en la fuente, con algunas nueces, pero nada de miel o dulce de membrillo. ¡Que malas! Los platos vienen enseguida. La euforia nos embarga, prestándonos alas. Devoro mi pedazo de buey y acabo antes que ellas. Maby me ofrece un pedazo de su hojaldre de foie, llevándolo a mi boca con su tenedor.
―           Solo probarlo. Eso tiene un montón de calorías – advierte Pam. — ¿Quieres pescadito, peque?
La miro de través. Se está pasando. Las dos se ríen, felices. Me acabo la botella de agua. Es toda una experiencia tener una cita con ellas. Maby suelta su tenedor y noto sus piernas estirazarse bajo la mesa.
―           Buff. Ya no puedo más – dice, hinchando el vientre.
―           Quejita – digo.
―           Polla loca – responde ella, deslizando su mano por la pernera, acariciando mi, hasta ahora, tranquilo pene.
―           ¡Eh! ¡Que yo aún no he acabado! – exclama mi hermana, con la boca llena.
―           ¡Te jodes! – se carcajea su amiga.
―           Chicas… estoy dándole vueltas a una idea – me miran. Mi tono se ha hecho más serio. – Esta decisión que hemos tomado ha sido muy rápida y, quizás, demasiado fácil. No podemos olvidar que conlleva ciertos riesgos, por lo que sería una auténtica gilipollez tomársela como un capricho y terminar la relación en unas cuantas semanas.
―           Tienes razón – asiente Pamela. Maby la imita.
―           Deberíamos poner un plazo mínimo – propone mi hermana.
―           ¿Un año? – esta vez es el turno de Maby.
―           Un año está bien. Si para antes de las Navidades del año que viene, alguno de los tres desea retirarse de este trío, lo podrá hacer sin dar explicaciones, como buenos amigos – expongo.
―           ¿Por qué sin dar explicaciones? – pregunta Maby. – Siempre hay un motivo y, a lo mejor, a los demás nos gustaría saberlo.
―           Porque entonces, peligraría nuestra amistad. Si conocemos a alguien fuera de nuestro círculo, surgirán los celos. Si nos tomamos ojeriza uno a otro, significaría poner al tercero en una comprometida situación. Pienso que es peor tener que explicar por qué quieres abandonar la relación. Ya será demasiado duro como para encima dar razones.
―           Tienes razón, peque. Pero hasta el año, nada de separarnos, aunque nos caigamos fatal – resume Pam.
―           ¡Hecho! – respondemos.
―           ¿Algún postre? Tenemos unos “bienmesabe” caseros muy ricos… — nos interrumpe el camarero.
―           No, está bien así. Tráiganos la cuenta, por favor – le corta Pam. – Si el peque no puede comer cositas dulces, nosotras tampoco.
―           Por lo menos, delante de tanta gente – se ríe Maby.
―           Deberíamos exponer nuestros puntos de vista. Puede que queramos incluir más normas a esta relación – dejo caer, mientras me estirazo, dejando ver bien la leyenda de mi camiseta. Hay sonrisas en algunos comensales masculinos.
―           ¡Normas, normas! Lo que me gusta es saltármelas… — dice Maby, con un pellizco.
―           ¿Ah si? Entonces, ¿puedo meterte treinta centímetros de un tirón, sin prepararte? – le susurro.
―           ¿Tre… treinta centímetros? – tartamudea.
―           Treinta y uno para ser exactos.
Maby mira a Pam, como para asegurarse. Mi hermana asiente y abre mucho los ojos.
―           Habrá que poner más normas, si – jadea la morena.
El camarero trae la cuenta y Pam saca su tarjeta. Yo protesto.
―           Esta noche, pagamos nosotras – agita un dedo Maby. – Ganamos más pasta que tú y nunca te hemos invitado. Cuando vayas a Madrid, nos sacas de juerga otra vez.
―           Vale.
Como todo un caballero, ayudo a las chicas a ponerse sus largos abrigos, sintiendo las miradas de envidia de la mayoría de los tíos. Cada vez me gusta más esto.
Pamela sugiere ir al Van Dyck, un lugar chic, lleno de pijos, y donde sirven los mejores cócteles de Salamanca. Es un sitio caro y exclusivo, pero las chicas se merecen eso y más. El local no está demasiado lejos y prefiero no mover la camioneta de donde está. Si nuestra llegada al Musicarte llamó la atención, no es nada comparado con la exhibición que las chicas dan en cuanto se quitan los abrigos, ya en el interior del club. No me encuentro muy a gusto allí, pero se nota que ellas están en su salsa. No se ve otra camisa de leñador más que la mía, ni otra muñequera de cuero. Allí no hay más que finos jerseys de Lacoste, pantalones de pinzas Daevo, o jeans Lewis, y mejor no hablaros de los zapatitos. ¡Náuticos en Salamanca en diciembre! Eso es sufrir para ir a la moda.
En fin, que destaco allí de cojones, vamos.
Pero ellas no le dan importancia alguna, porque para eso están ellas allí, para atraer las miradas de todos y de todas, y que nadie se fije en mí, más que para cagarse en mi suerte.
Como os cuento, nada más quitarse los largos abrigos, la gente más cercana empieza a revolucionarse. El local está cargado y tengo que empujar para llegar a un rincón, donde hay una mesa de tres patas, alta y pegada al muro. Un foco oscilante reparte chorros de luz en forma de círculos, tanto en las paredes como sobre nuestros cuerpos.
Al abrirme paso, la clientela me mira y pone mal gesto. No soy de los suyos, pero mi estatura los mantiene a raya. Escucho más de un gruñido. Sin embargo, en cuanto las chicas muestran su encanto, esa misma clientela parece olvidarse de mí, envalentonarse y acercarse a ellas.
Un rubito guapo, que aún porta las gafas de sol sobre la cabeza, casi enterradas en sus perfectos rizos, se coloca al lado de Maby y, le dice algo, casi metiéndole la lengua en la oreja. Yo me encuentro pidiendo en la barra, pero lo calo de un golpe de ojo. Creo que voy a tener que intervenir. Le paso un billete de veinte euros al camarero para pagar las copas. Me mira con sorpresa. No sé si valen más o no, pero no me paro a escucharle.
―           Barceló cola para ti – le paso la copa a Pam.
―           Síguele el juego – me susurra.
―           Vodka con zumo de naranja y unas gotas de Frangelico – me giro hacia Maby. – Y para mí, un trancazo de tónica.
―           Sergi, cariño, este es Rafa. Es un chico majo, ¿puedo ir a jugar con él? – me comenta Maby, aferrándose a mi cintura.
Le examinó con mirada crítica, de arriba abajo. Casi le saco veinte centímetros y al menos ochenta kilos de más. Se estremece visiblemente.
―           Hola – murmura.
―           Parece poca cosa, ¿no? – digo, señalándole.
―           Pero es muy guapo – tironea de mí la morenita. Sé que disfruta con el juego. – Porfi, porfi, solo un ratito.
Pídele dinero, mucho dinero, y veremos como reacciona.
El viejo Rasputín es de ideas rápidas.
―           Puedes ir, siempre que meta mil euros en mi bolsillo. Ya sabes que por menos, ni hablar – no aparto los ojos del tipo, que me mira con ojos desorbitados.
―           Rafa, Rafita, solo son mil euros de nada, y podremos irnos a jugar donde quieras. Te garantizo que no te arrepentirás – le enerva Maby, apretándose los senos bajo el blanco corsé que ha dejado al descubierto.
El color desaparece del rostro del chico. Pam, abrazada a mi espalda, se ríe. Maby le mira, con carita compungida, esperando la decisión del chico.
―           Lo siento. Creo que me he equivocado. Lo siento… tengo que irme… — balbucea Rafa, dando media vuelta y perdiéndose entre el gentío.
―           Joder, Sergi, me has hecho pasar por una puta – se contorsiona Maby de la risa. – No esperaba que salieras por ahí.
―           ¿Qué esperabas entonces? – pregunto mientras afano un par de altos taburetes para ellas.
―           No sé, que le asustaras con tu físico, o algo así.
―           Seguro que se lo ha comentado ya a todos sus colegas. No creo que nadie nos moleste más en un buen rato – dice Pam mientras la ayudo a subirse al taburete.
―           Esa es una buena pregunta – dejo caer al mismo tiempo que elevo por la cintura a Maby para depositarla en su taburete.
Las chicas lucen espectaculares en los altos asientos, con sus piernas bellamente cruzadas, atrayendo todas las miradas.
―           ¿Qué pregunta?
―           ¿Qué pasa si alguien llega del exterior y seduce a uno de nosotros? No sé, a lo mejor el simple capricho de una noche, o bien una necesidad…
―           ¿Quieres decir que si podemos estar con otras personas? – aclara Pam.
―           Si – me cuesta admitirlo. Que conste que lo estoy diciendo por ellas, que son las que tienen vida social.
―           No lo sé – reflexiona Maby. – Pienso que si nos hemos comprometido por un año entre nosotros, lo normal sería que no estar con nadie más. Una especie de compromiso.
―           O sea, nada de cuernos – Pam es rotunda.
Yo no estoy convencido y parece que se me nota en la cara, porque las dos me instan a decir lo que pienso.
―           Por mí lo tengo claro. No había estado con ninguna mujer hasta la otra noche, así que… pero vosotras sois diferentes. Trabajáis con modelos, de ambos sexos. Es un mundo bello y fascinante, ¿podréis resistirlo? ¿Podéis asegurarme que una noche, en una ciudad extraña, no buscareis el consuelo en vuestra hermosa compañera de habitación, aunque solo sea por un par de horas?
―           Visto así – las dos se miraron. Era muy posible.
―           Creo que lo mejor sería comprometerse a no tener ninguna otra relación, más que la nuestra, pero debemos ser abiertos a cuestiones de necesidad – trato de explicar.
―           O fuerza mayor – sonríe Maby, de forma pícara.
―           Está bien – acepta Pam. – Pero solo algo espontáneo.
―           Hecho – brindamos para aceptar la norma.
Alguien choca conmigo por la espalda. Me giro. Una chica se disculpa. Tiene los ojos más oscuros que he visto nunca. Parece semita, quizás pakistaní. No es muy guapa pero tiene algo que atrae. Vuelve a disculparse mientras se apoya en mi brazo. El tacón de su zapato se ha roto. Maby salta de su taburete para que la chica se siente. Me agacho y le quito el zapato, examinándolo. La cola se ha despegado.
―           Vaya, que fastidio. Tendré que irme a casa – se queja la chica, con un gracioso acento silbante.
―           Espera – le digo. – Maby, déjame tu collar.
―           ¿Qué vas a…? – pero me lo pasa tras desabrocharlo.
Con un par de meneos, arranco uno de las puntas aceradas que erizan su contorno. Uso el culo del vaso, ya vacío, para clavar aquella punta metálica a través del tacón. Se mantiene firme. Lo vuelvo a colocar en el pie de la chica semita.
―           Listo. Creo que te aguantará a no ser que saltes o bailes.
―           ¡Tío! ¡Muchas gracias! ¡Eres un mago!
―           No, que va, es que trabajo en una granja. Siempre hay que arreglar cosas con lo primero que pillas a mano.
―           Me llamo Sadhiva – se presenta. – Estoy en la universidad, acabando ingeniería.
―           Encantado, Sadhiva. Yo soy Sergio, ella es mi hermana Pamela, y esta su… compañera de piso, Maby.
Las chicas se saludan, como tanteándose, con esa manera que tienen las féminas de parecer civilizadas mientras se calibran.
―           De aquí no eres, ¿verdad? – pregunta Maby.
―           No. De Omán, pero llevo cuatro años en Salamanca. Es una buena universidad.
―           Hablas muy bien el español – la alaba Pam.
―           Gracias. Estudié la lengua en mi país, y aquí he perfeccionado. ¿A qué os dedicáis vosotros?
―           Como ya te he dicho, mi familia posee una granja que se dedica a varias áreas. Producimos madera, leche, hortalizas, y algunas cosechas por encargo.
―           Ah, interesante, una granja multitarea – se ríe de su idea.
―           Algo así.
―           Nosotras estamos en una agencia de modelos. Moda y publicidad, sobre todo – explicó Maby.
―           Era de suponer, sois muy guapas y muy elegantes – la lisonja tiene un punto de envidia. – Ha sido un verdadero placer, pero me tengo que ir. Quizás nos veamos en otro momento.
―           Por supuesto – replica Pam.
―           Adiós – me dice, colocando su mano en mi antebrazo.
―           Hasta la vista, Sadhiva.
―           Se me acaba de ocurrir otra pregunta – nos dice Maby, mirando como la chica omaní se aleja. — ¿Qué pasaría si uno de nosotros decidiera incluir a alguien más en el trío?
No supe que contestar, pero estaba claro que podía ocurrir. Al parecer, Sadhiva nos había caído a todos bien. ¿Quién sabe lo que podría ocurrir de seguir tratando con ella?
―           Supongo que deberíamos someterlo a votación. Si los demás estuvieran de acuerdo, no veo inconveniente. Pero sería algo muy puntual, ¿no? – Pam expone lo que es más lógico. Asiento, de acuerdo con la idea.
―           Si. Deberá gustarnos a los tres para incluir a otra persona, sea hombre o mujer – concede Maby,
Debo ir a por otra ronda para resolverlo con un nuevo brindis. Las chicas trasiegan alcohol como campeonas, yo sigo con la tónica. Nadie nos ha pedido carnet para comprobar la edad. La verdad es que ninguno aparenta la edad que tiene.
En un momento dado, las chicas se marchan al baño, dejándome solo. Paseo la mirada por el local. No podría definirlo pero me parece que las féminas se fijan en mí.
Claro que se fijan en ti. Las atraes.
“Venga, Gregori, soy un cacho de carne.”
Si, con ojos, con MIS OJOS. Aún es pronto, pero responden a tu llamada. No saben qué les impulsa a mirarte, pero lo hacen. Pronto empezaran a imaginarte en sus fantasías, y, entonces, no podrán resistirse a tus deseos. Cuanto más atractivo seas, más profunda será su subyugación. Así que ya puedes ponerte a ello.
“¿Y tú, qué ganas con todo esto?”
¿Por qué tendría que ganar algo?
“Jeje, vamos, Gregori, que no soy ningún tonto… sé que buscas algo de mí o algo que yo puedo conseguirte. Creo que para eso has estado guiándome, preparándome, ¿me equivoco?”
Aún es pronto para hablarte sobre ello. No te preocupes por el momento, lo que tenga que suceder, sucederá.
Tan críptico como siempre. Perfecto. Siento una mirada clavada en mí, desde hace un rato. Con disimulo, la busco. Tardo en encontrarla. Una mujer en la barra. No es ninguna jovencita. Tendrá unos treinta y tantos años. Charla con un hombre que está de espaldas a mí. Ella se sitúa de forma que pueda mirarme, pero parece que está mirando a su interlocutor. Lleva un peinado a lo Betty Boop, pero en rubio, y posee un cuerpo opulento por lo que puedo ver.
¿Notas como te desnuda con la mirada?
“La verdad es que noto su intensidad. No sé si me está desnudando o imaginando haciendo otra cosa, pero si noto perfectamente la fuerza de su mirada.”
Bien, progresamos a buen ritmo.
Maby regresa del lavabo, sola. Pregunto por mi hermana.
―           Se ha encontrado a Sadhiva al salir del baño. Nos ha presentado a sus amigos y Pam se ha quedado charlando. Esa tía no me cae mal, pero sus amigos son unos plastas. Prefiero aferrarme a ti – me dice, abrazándome y colocando su cabecita sobre mi pecho.
La mujer acodada en la barra se envara al distinguir a Maby. Interesante.
―           Tengo ganas de jugar contigo – me susurra Maby.
―           Y yo, niña.
―           ¿Niña? ¿Te parezco una niña?
―           Si, por eso me gustas. Una niña traviesa.
―           Entonces vale – y me besa con pasión.
Me retiro. No he respondido a su beso, aunque tampoco lo he rechazado.
―           ¿Qué pasa?
―           No creo que sea lo más idóneo. Deberíamos esperar a Pam.
―           Bueno, no hace falta. Ahí viene – señala Maby.
Pam sonríe, toma su vaso y le da un buen trago.
―           Creo que deberíamos hablar de otra regla – empiezo.
―           La de si debemos estar los tres para tener relaciones o bien dos pueden empezar hasta que se una el tercero. ¿Es esa? – suelta mi hermana.
―           Si, la has definido bien. ¿Estás molesta?
―           Puede.
―           ¿Por un beso? – se asombra Maby.
―           Hoy puede ser un beso, mañana otra cosa.
―           Que sepas que Sergi me ha retirado su boca y ha planteado la duda – aclara Maby.
―           Pero tú has empezado a besarle…
―           Basta – las corto rápidamente. – Nada de celos. Se supone que somos un trío. Debemos compartir, esa es la idea de un trío.
―           Tienes razón – se disculpa mi hermana. – Me he dejado llevar.
―           Creo que deberíamos estar siempre los tres – expone Maby.
―           Si, es lo suyo, excepto que tengamos que actuar de otra forma.
―           ¿Ejemplo? – pido yo.
―           Pues, digamos, en la granja. Si las dos subimos al desván, pueden escucharnos – explica Pam.
―           Podría subir una y después la otra. De esa forma, una de nosotras controlaría las escaleras – aporta Maby.
―           Si, es una buena idea. Entonces, podríamos resumirlo así: nuestras relaciones constituyen un trío permanente, salvo en el caso que, por motivos de seguridad y con el consentimiento de los demás, el trío deba convertirse en un dúo temporal o por turnos – Pam está inspirada, parece toda una abogada.
Brindamos por la cuarta norma y decidimos marcharnos de allí. Cuatro normas en nuestro primer día son suficientes, y eso que solo nos hemos besado. Siento que mis chicas están ardiendo y quieren bailar.
Hablar de La Pirámide es hablar de la noche, por excelencia, en Salamanca. En una pequeña ciudad, dedicada a las artes y la enseñanza, como esta, el público nocturno es bastante joven y, para más INRI, intelectual y exigente. La mayoría de los estudiantes universitarios de Salamanca manejan dinero, sea de sus familias, sea su cuenta becaria, o porque trabaja y estudia, a la misma vez. Salamanca es un destino muy elegido para estudiantes de todas partes de Europa, por lo que, a veces, esto se convierte en una pequeña Babel.
Toda esa masa de gente, de potenciales clientes, pasa, al menos una vez al mes, por las salas de La Pirámide, para bailar, ligar, asistir a un show, o, simplemente, deambular bajo su piramidión y admirar toda su decoración egipcia.
La Pirámide se nutre de mano de obra universitaria. Chicos y chicas trabajando en sus barras. Chicos y chicas actuando en sus plataformas. Todos vestidos con ropajes seudo egipcios y fantasiosos.
Allí es donde llevo a las chicas.
¿Cómo sé que ese sitio existe? Fácil. La disco mantiene un programa en la radio local. Pasa su música y anuncia sus espectáculos y sus noches temáticas. A veces escucho el programa cuando trabajo con el tractor.
Esta debe de ser una de esas noches temáticas porque la cola da la vuelta a la vieja fábrica sobre la que se erige La Pirámide. Dios, no vamos a entrar nunca.
―           ¿Cómo en Barcelona? – propone mi hermana a Maby.
―           Si, podría resultar. Sergi, tú te quedas a dos pasos detrás de nosotras, muy atento.
―           Ponte esto en la oreja – Pam saca del bolso el auricular de su móvil. – Así, por detrás de la oreja. Creo que dará el pego.
―           Pues vamos, hagamos de divas – se ríe Maby, quitándose su impermeable y colgándolo a su espalda de un dedo, como si estuviera en la pasarela. Su corpiño destaca poderosamente bajo la ropa oscura.
Pam la imita, pero no se quita el abrigo, sino que lo baja de los hombros, dejando estos desnudos. Comienzan a caminar, repiqueteando poderosamente los tacones, para que la gente de la larga fila las mire. Me sumerjo cómodamente en la comedia. Son diabólicas. Ellas son las divas, yo el hermético guardaespaldas que las acompaña de fiesta. Adelantamos todos los puestos de la fila y ellas se detienen ante los dos robustos porteros, con una pose de caderas y una sonrisa ladina, charlando entre ellas insustancialmente. Su postura indica que están esperando algo que dan por hecho, de lo que no tienen que preocuparse en absoluto. Me quedo estático, justo detrás de ellas, separándolas de la gente que protesta por su osadía. Los porteros me miran. Soy más alto que ellos. Entonces, Pam se gira hacia los dos hombres y con una sensual caída de su mano, dice:
―           Don Miguel nos está esperando – recompensa al hombre con una preciosa sonrisa.
Veo la mirada que se lanzan los matones y su leve asentimiento. Se apartan y pasamos. A nuestras espaldas, la gente silba, descontenta.
―           ¿Quién es don Miguel? – pregunto a Pam.
―           No sé, pero siempre hay un Miguel o un José. Cuestión de suerte. Lo que importa es la actitud.
Maby suelta una carcajada y cruzamos las puertas.
¡Que peligro tienen estas dos sueltas!
Las chicas dejan sus abrigos en el guardarropa. El local está a reventar. Ya se palpa en el ambiente que todo el mundo espera las fiestas. La música me atraviesa como algo físico. Maby alza los brazos y contonea sus caderas con sensualidad, acoplándose al ritmo de la música.
―           ¿Bailamos? – pregunta casi en un grito.
―           Antes tengo que ir al baño – contesta Pam.
Cierto, yo también. Con mi estatura, diviso donde están los baños y nos dirigimos allí. En el baño de caballeros, hay varios tipos haraganeando en el interior, entrando y saliendo de una de las cabinas individuales. Me miran susceptiblemente. Les ignoro, tengo más prisa en desaguar. Así que me concentro en lo mío. Ellos hacen lo mismo. Seguramente, estarán liados, esnifando coca. Allá ellos. Acabo y salgo. Las chicas aún no han salido del baño de damas. Cuando lo hacen, compruebo que también han retocado su maquillaje. Pam me quita el auricular del oído y hace que me lo guarde en el bolsillo.
―           Asume lo que en realidad eres – me dice.
Se cuelga de mi brazo. Maby la abraza por la espalda para escuchar lo que me dice.
―           ¿Qué soy?
―           Nuestro amante. El único que nos va a follar esta noche – y da un mordisco al aire.
―           ¡A la pista de baile! – exclama su amiga, arrastrándola.
Yo no bailo. Jamás he bailado, pero las sigo, pues quiero verlas. El gran espacio circular del centro de La Pirámide está colapsado por una masa de gente que baila. En otros rincones despejados, también se baila, algo más alejado de los potentes altavoces. Hay pequeños palcos a unos cinco metros de altura, pegados a las inclinadas paredes falsas que simulan los gruesos muros de una pirámide. Largas escaleras metálicas acceden a ellos, en donde se reúnen diversos grupos, charlando o besándose ávidamente. Una plataforma rectangular, en la cabecera de la pista, sostiene a un grupo de gogos, apenas vestidas. Las chicas no se han adentrado en la pista, seguramente para que pueda verlas. Se mueven bien, pero aún no se han desinhibido. Para eso, necesitan unas copas.
Así que me acerco a la barra más cercana. Una bonita muñeca oriental me atiende enseguida. Tengo que inclinar la cabeza para que pueda oírme y ella parece aspirarme, por un segundo. Sé lo que beben mis chicas, yo me conformo con una Coca Light. La camarera pasa un lápiz óptico por la tarjeta que nos han dado al entrar. Aquí no se va nadie sin pagar, desde luego.
Intento no derramar nada al llevar las bebidas. La gente me deja paso, más que nada para no recibir un pisotón de un 47 con una bota con refuerzos metálicos. Maby y Pam me dan un piquito al verme con sus bebidas, y me hacen un sitio para que baile con ellas. Yo agito la mano, negándome. Los tíos cercanos me miran con suspicacia y se retraen algo, pero no mucho. Las chicas están adquiriendo rápidamente admiradores.
La verdad es que ver esos adorables culitos contonearse es todo un placer. Más de uno está literalmente babeando. Maby tira de la mano de mi hermana y se me acercan.
―           Esto se ha vaciado – agita su vaso ante mí. – ¡Vamos a por unos chupitos!
―           ¡¡Si!! – grita Pam, cogiéndome del otro brazo.
Nos hacemos un hueco en una de las barras. Otra distinta a la de la chinita. Maby pesca un camarero.
―           Dos chupitos de Bourbon y uno sin alcohol, guapo.
El chico no tarda nada en ponerlos. Le paso la tarjeta y le indico que anote otras dos rondas más. Brindamos y bebemos al golpe. El camarero vuelve a llenar.
Cuando las chicas regresan a la pista, con nuevas copas en las manos, ya están desatadas. Junto con la mayoría de machos, las contemplo moverse lánguidamente, levantando la libido de cuantos las rodean, incluso de muchas chicas. Pam gusta de bailar con movimientos lentos, contoneando sus caderas, flexionando las piernas. Sus manos delinean su figura, una y otra vez. Creo que sería una estupenda stripper. Maby, en cambio, es más dinámica. Realiza complicadas musarañas en el aire con sus brazos y manos; contonea todo su cuerpo e incluso lo hace vibrar. Tiene menos caderas que mi hermana, pero agita su cuerpo como un terremoto.
Sonrío cuando sus cuerpos se pegan, frotándose con pasión. Cada vez más gente las mira, atraídos por el mensaje de sus cuerpos. Una cadera que roza una pelvis, dos nalgas que chocan, un pubis que se frota largamente contra unos glúteos apretados, mientras unos brazos abarcan y aprietan una cintura, o bien dos senos que se rozan con intención, deseando estar desnudos al hacerlo. Es cuanto todos queremos ver y lo que ellas desean transmitir.
Numerosos voluntarios surgen a su alrededor, dispuestos a bailar de esa forma con ellas. Virtuosos bailarines las retan con sus elaborados contoneos, pero ellas no ceden. Cuanto más las interrumpen, más se miran a los ojos, hasta que, al final, ya no separan las miradas. Maby acaba pasando sus brazos por el cuello de mi hermana y su baile se convierte en algo suave, lánguido y turgente, que no tiene nada que ver con la música que suena. Inconscientemente, los hombres han dejado de bailar a su alrededor. Están pendientes de lo que significa ese abrazo entre hembras. Noto la tensión sexual flotar en el aire.
Han excitados a todos los hombres que las miran. Están empalmados.
“Lo sé.” Aún me mantenía tranquilo porque, en el fondo, sabía que esto iba a suceder. No puedes abrir la caja de Pandora sin que acabe salpicándote, ¿no?
Pamela y Maby empiezan a comerse la boca, ante todo el mundo, abrazadas. Lo hacen con mucha delicadeza, sin prisas, mostrando perfectamente sus lenguas. Unas lenguas que entran y salen, que son succionadas, aspiradas, y mordidas; que brillan bajo los estroboscópicos focos, que prometen suavidad y dulzura. Esos besos serán recordados por mucho tiempo,
Pero también veo muchos rostros desencantados, labios que modulan palabras que no necesito escuchar para entender.
Tortilleras, bolleras, lesbianas…
Es hora de mojarme. Dejo mi vaso vacío sobre uno de los altavoces y me adentro en la pista, con valentía, conciente que, en segundos, todo el mundo va a estar pendiente de mí. Ellas me ven llegar y abren su abrazo para incluirme en él. Mis brazos abarcan sus hombros con facilidad. Posan sus lindas mejillas sobre mi pecho, el cual podría abarcar aún otra como ellas. Beso ambas cabelleras. Seguro que ahora hay tíos que me maldicen y se mordisquean los puños. ¡Esto es genial!
Les doy la puntilla. Levanto, con un dedo, el rostro de mi hermana. En sus ojos, leo la total aceptación de nuestra condición. Beso dulcemente sus labios, sabiendo que Maby nos está mirando, sin levantar la cabeza de mi pecho. Tras casi un minuto, abandono sus labios para apresar la boca de Maby, que ya me busca con urgencia. Saboreo el alcohol en ambas bocas y decido que ya es suficiente exhibición. Aún abrazadas a mí, las sacó de la pista. Pido unas copas nuevas y le pregunto al camarero sobre los palcos. Normalmente, hay que reservarlos al principio de la noche, pero, a estas horas, el que se queda vacío puede ser ocupado, con una mínima consumición de treinta o cuarenta euros
Le paso la tarjeta y conduzco a mis chicas hasta uno de los palcos, donde un camarero está recogiendo vasos y botellas.
―           Esta es una de las mejores noches de mi vida – dice Pam, mientras nos sentamos en un cómodo sofá de oscuro cuero. Yo en medio, ellas a cada lado.
―           Siento algo muy fuerte en el pecho – jadea Maby.
―           ¿Te está dando un ataque? – bromeo.
―           No, tonto – se ríe. – Lo siento cuando os miro… nunca he tenido una familia, un vínculo con alguien que me importara… sois mi primer vínculo, mi familia, mis amantes…
―           Oooh… que bonito, Maby – la toma de los hombros mi hermana. Las dos quedan casi tumbadas sobre mi regazo.
―           Te comería toda entera, aquí mismo – proclama Maby.
―           Pues como no le pongan cortinas a esto – digo yo y las dos se ríen.
―           Te hemos tenido abandonado, Sergi – se acaramela Pam, echándome los brazos al cuello.
―           No creáis. Me he divertido mucho con el espectáculo.
―           ¿Espectáculo? – frunce el ceño Maby.
―           Si, el show lésbico en la pista. Muy bueno. Por poco os violan los tíos que estaban a vuestro lado.
―           ¡Dios! ¡Ni nos hemos dado cuenta! – se lleva Pam una mano a la boca.
―           ¿Por qué creéis que os he sacado de la pista?
―           ¿Por qué estabas empalmado, cariñín? – bromea Maby, llevando su manita en busca de mi pene.
―           Va a ser que no, porque ya me esperaba algo de eso. Pero os tenía que sacar de allí antes de que se organizara algún lío.
―           Tendremos que refrenarnos un poco en público – reconoce Pam, viendo que hablo en serio.
Una chica menuda, con una peluca a lo Cleopatra, trae nuestras bebidas nuevas. Nos mira con picardía y asombro. Yo no le parezco lo suficientemente rico para disponer de dos chicas de lujo, ni suficientemente guapo como para atraerlas. Seguro que se pregunta qué es lo que pasa allí, pero se aleja con prudencia.
―           Sergi… — Maby me mira, haciendo un puchero.
―           ¿Si, hermosa?
―           Quiero ver esa polla… siento curiosidad.
―           ¿Aquí? – me asombro.
―           Nadie nos ve desde abajo y en el palco vecino, se están marchando.
Tenía razón. El otro palco, situado a una decena de metros, se estaba quedando vacío.
―           Vamos, hay que contentar a la chiquilla. No seas malo – me pincha mi hermana, bajándome la bragueta.
Me encojo de hombros, mi gesto más característico, y la dejo hacer. Tiene dificultad para sacar mi gruesa polla morcillona por la estrecha apertura de la bragueta. Maby está expectante, con sus manos en mi muslo y sus ojos clavados en mi regazo.
―           Diosss… — susurra, impresionada, al verla salir.
―           Aún crecerá más cuando se endurezca. Trae tu mano, tócala – le dice mi hermana. – Claro está que se toma su tiempo. Para llenar todo esto de sangre…
―           ¿No te volverá tonto si te quita la sangre de la cabeza? – se ríe Maby, al empuñar mi pene.
―           A veces parezco un zombie. Solo follo y babeo – sigo con la broma.
Es alucinante sentir las manos de mis dos chicas sobre mi polla. Maby se encarga de mi glande, Pam, de mis testículos, tras desabrochar completamente el pantalón.
―           Joder, Pam, cariño, ¿de verdad te metió todo esto? – pregunta Maby, algo incrédula.
―           Solo la mitad y creí morirme. No hay que ser demasiado golosa, al principio.
―           ¿Me vas a follar bien esta noche, Sergi? ¿Vas a meter todo este rabo en mi tierno coñito? – me susurra Maby casi al oído.
―           Si… si…
―           ¿Y no lo sacaras hasta que te corras, aunque te suplique que me lo saques?
―           Lo que quieras, Maby – me estaban haciendo una paja deliciosa entre las dos, alternando los movimientos de sus manos.
―           Te ayudaré a metértela lo más adentro posible – Pam le introdujo dos dedos en la boca, llenos de líquido preseminal, que Maby trago con fruición.
―           Entonces, yo te comeré el coñito mientras me la clava, cariño… ¡Joder! ¡Qué cachonda estoy, coño!
―           Pues entonces, es el momento de chupar – le baja la cabeza Pam, de un tirón de pelos.
Mi polla tapa su boca, pero no consigue abarcarla.
―           Espera, espera… déjame acostumbrarme, que esto es muy grande…
Se nota que es mucho más experimentada que mi hermana. Maby ha debido chupar unas cuantas pollas. Saca la lengua todo lo que puede, para dejar que mi glande se deslice por ella con suavidad. Traga hasta que puedo tocar su garganta. Su boca no da más de sí y siento sus dientes arañar el final del prepucio. No importa, su aspiración casi me levanta del sofá. ¡Ostias con la niña! Intenta meter un pedazo más en la boca, pero las arcadas la superan, incluso cuando Pam empuja su nuca.
―           No puede tragar más – le digo. – No tiene más sitio, a no ser que descienda hasta su estómago.
―           Aaaahhh… — Maby toma aire, al sacársela de la boca. – Demasiado grande para llegar más lejos. ¡Es inmensa!
―           Tómatelo con calma, pequeña – la aconseja Pam, antes de besarla largamente.
―           ¿A medias? – propone Maby, al separarse de los labios de Pam.
―           A medias.
Ambas se recuestan en el mullido sillón, encogiendo sus piernas y apoyándose en sus flancos. Se disputan mi polla como un juego. Sus lenguas descienden, una y otra vez, por el tallo de mi pene, intentando hacerme chupones por ambos lados, pero está demasiado rígido como para acumular sangre.
Mientras están atareadas, distingo a nuestra camarera en la barra. Le hago un gesto para traer más bebida. Vacío nuestros vasos llenos, de uno en uno, en una gran maceta que tengo a la espalda. La chica, tras unos minutos, sube las escaleras con tres copas en la bandeja. Sus ojos se posan en lo que surge de mis pantalones, justo en el momento en que mis dos chicas babean sobre el descubierto glande.
La camarera se queda sin saber qué hacer. No sabe si disponer las bebidas sobre la mesa, o bien retirarse para regresar después. Maby abre los ojos y la ve. Ni siquiera piensa en abandonar la mamada. Agita una mano, como diciéndole que siga con lo suyo, y vuelve a meterse mi rabo en la boca, ansiosa.
Sonrío a la chica, mientas acaricio los cabellos de mis dos chicas. Me encojo de hombros, como excusándome. La camarera se queda mirando un rato la increíble mamada y se marcha, las mejillas encendidas.
Estás aprendiendo muy rápido.
Su tono demuestra satisfacción.
Hazlas felices. Tócales los coños.
Desciendo mis manos, silueteando su cintura, la pronunciada cadera, los suaves muslos enfundados, hasta acceder, bajo sus nalgas, a sus ocultos tesoros. Maby levanta rápidamente una pierna, para dejar que introduzca mis dedos bajo sus jeans cortados. Maby, en cambio, suspira y empuja con sus nalgas. ¡Las guarras! ¡No llevan bragas!
Mis fuertes dedos agujerean los pantys con facilidad, pudiendo llegar con mis movedizos índices a donde pretendo. Sus bocas empiezan a demostrar demasiada urgencia sobre mi polla. Sus sexos están tan mojados que mis dedos patinan para profundizar.
Maby agita tanto sus caderas que creo que se va a caer del sofá. La mano libre de Pam empuja mi mano más adentro. Se corren casi simultáneamente, exhalando roncos gemidos sobre mi mojada polla.
Ya no aguanto más y se los hago saber. De alguna parte de su torerita, Maby saca un paquete de pañuelos y prepara varios de ellos, abiertos a su lado. Aplica sus labios sobre el prepucio y jala la polla con movimientos rápidos y fuertes. Pam me aprieta el escroto y los cojones. Con un rugido, descargo en la boca de Maby. El fuerte chorro la toma por sorpresa y expulsa algo de semen por la nariz. Tiene que retirarse para no toser, tragando a la desesperada. Pam la releva en un segundo, lamiendo el que se derrama por el tallo de mi polla. Pam lo deja todo limpio enseguida mientras la morenita se limpia con un pañuelo.
 
 

 

―           ¡Coño, avisa! Puedes regar el jardín con lo que echas – me amonesta Maby.
―           Lo siento, aún no controlo. Es mi segunda mamada – me disculpo.
―           Lo tuyo es de circo. ¡Total!
Pam se ríe. Toma su bebida y le da un buen trago para enjuagarse la boca. Maby levanta la suya.
―           ¡Por la inmensa polla de mi novio! – brinda con una carcajada.
Miro el reloj. Son las cinco de la mañana. Hay que pensar en volver a casa. Las chicas acaban sus copas y quieren la espuela. Con un suspiro, llamo de nuevo a la camarera. La chica se detiene un momento, al subir las escaleras, para comprobar que las chicas tienen las cabezas en alto y están hablando y riendo.
Deposita las bebidas en la mesa y carga los vasos vacíos. Me mira por un instante, como queriendo retener mis rasgos.
―           No te preocupes, monina. Si eres buena, para Reyes, tendrás una como esta – le dice dulcemente Maby, aferrando el bulto de mi polla, ya enfundada en los pantalones.
Enrojece de nuevo y baja, quizás demasiado aprisa, las escaleras. Puede que haya encontrado un nuevo motivo para que dos hembras devoradoras como mis chicas, estén con un tipo como yo.
Regresar a Fuente del Tejo resulta ser toda una epopeya. Primero, al salir de La Pirámide, seguidos por algunos requiebros alcohólicos, no hay un puto taxi. Las chicas no están muy en forma para andar hasta la camioneta. Tenemos que esperar casi diez minutos hasta que llega uno.
Al arrancar la camioneta, obligo a las chicas a ponerse el cinturón. Están realmente borrachas. El subidón de alcohol les ha pegado fuerte al final.
No hay suerte. A la salida de Salamanca, control de alcoholemia. Dos Patrol de la Guardia Civil. Lo clásico.
Buenas noches. ¿Le importa someterse a un control de alcoholemia? No, señor. Sople, señor. Las que están borrachas son ellas, ¿no las ve? He venido a recogerlas.
Nada, es como hablarle a un oso de peluche. El compañero no deja de darle vueltas a la camioneta, como buscando algo que les permita empapelarme.
Las chicas, de repente, abren la puerta y saltan fuera, sin abrigos. Necesitan orinar y quizás vomitar. Uno de los guardias les indica unos arbustos, fuera de los focos de los dos coches, pero puedo ver como todos los agentes admiran esas largas piernas. Yo sonrío, con las manos en el volante. Me dan paso para irme cuando las chicas regresan, ateridas.
 Al llegar a la granja, no me queda mas remedio que conducirlas a la habitación de mi hermana, intentando que guarden silencio, desnudarlas y acostarlas. El polvo que pensaba echarles, queda para otra oportunidad. Subo al desván y me acuesto. El pacto que los tres hemos firmado esta noche no para de rondarme la cabeza. Creo que es un gran paso responsable en nuestras vidas, aunque me da un poco de miedo.
Rasputín, como siempre, me tranquiliza, y, entonces me duermo.
                                  CONTINUARÁ
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¡SEGURO QUE TE GUSTARÁ!/
 

Relato erótico: ” El legado (5) Sexo en Madrid” (POR JANIS)

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Sexo en Madrid.
Apenas son las nueve de la mañana cuando despierto. La verdad, nunca he dormido demasiado. Me visto para salir a correr, aunque, la verdad, sin ganas. Al bajar, me encuentro a madre en la cocina. Está vestida para salir.
―           Tu padre y yo vamos a Urdales, al mercadillo medieval. Nos llevamos a Gaby. En el frigorífico hay de todo, pero si no queréis complicaros la vida, compráis unos pollos asados – me dice. La excelente noticia me acaba de espabilar.
Padre está fuera con Gaby, cargando unos esquejes y unas macetas. Sin duda lo que piensan vender en el mercadillo.
―           ¿Dispones de un puesto en el mercadillo? – le pregunto.
―           Si, Pepe Camps me ha cedido el suyo. Está enfermo. A ver si podemos vender estos sobrantes y algunas de las plantas de tu madre.
―           ¿Cuándo estaréis de vuelta?
―           A media tarde, creo.
―           Vale. Suerte – exclamo, alejándome.
Me propongo ir a la cañada y volver. La vuelta la hago andando, pero estoy satisfecho. En unos pocos días más, notaré los resultados. Voy directamente a la ducha. Casi me dan ganas de cantar bajo el agua caliente. ¡Estamos solos en casa! ¡Un regalo!
Me calzo unas viejas pantuflas de paño, un pantalón de pijama que apenas uso, amplio y cómodo, y una camiseta cualquiera. Bajo a la cocina y enciendo la vieja estufa de leña, que acaba ardiendo con fuerza. Pongo la cafetera en el fuego y voy a la habitación de Pam.
Las dos están desnudas, tal y como las dejé anoche. Pam abraza a Maby por la espalda, pegando su pubis a las redonditas nalgas de su amiga.
―           ¡Arriba, dormilonas! – grito, apartando las cortinas de la ventana. Se quejan y rebullan en la cama, pero no abren los ojos. — ¡Vamos! Necesitáis despejar esa reseca. Tengo buenas noticias.
―           ¿Qué pasa? – pregunta Pam, alzando la cabeza y abriendo un solo ojo.
―           Estoy preparando el desayuno. ¡A la cocina, las dos!
―           ¡Yo no quiero una mierda! ¡Quiero dormir! – gruñe Maby, sin ni siquiera abrir los ojos.
―           Vale. Entonces, me iré a ver una película o algo así. Me aburriré, solo en casa – y salgo de la habitación. Ya en el pasillo, las oigo saltar de la cama.
Pongo pan a tostar y preparo la mesa. Ellas aparecen. Pam se ha puesto una de las batas de madre y Maby se ha enfundado un pijama que le queda algo corto, o puede que sea así. No lo sé.
―           ¿Qué es eso de que estamos solos? – pregunta Pam, intentando acomodar los rebeldes rizos de su cabeza.
―           Padre y madre han marchado al mercadillo mensual de Urdales. Se han llevado a Gaby. Saúl no aparecerá hasta la noche, como siempre. Solos. La casa para nosotros. ¡Y tú pretendías dormir! – cosquilleo el costado de Maby.
―           ¡Aayy! ¡No, eso no! Piedad… me dueleee la cabeza – se queja, retorciéndose.
Sube el café y Pam coloca la cafetera sobre el viejo protector de cáñamo que madre siempre utiliza. El aroma a café y pan tostado despierta el apetito de las chicas, a pesar de sus embotadas mentes.
―           Ah, eso es vida – suspira Maby. – Un desayuno que nos espera, alguien que nos mima. Se me despejan las telarañas del cerebro.
A continuación, me besa el brazo, por debajo de la manga de la camiseta.
―           El pobrecito se quedó ayer esperando – sonríe Pam.
―           Es cierto. Ni siquiera recuerdo haberme quitado la ropa. Estaba bastante borracha.
―           Ninguna de las dos lo hicisteis. Os desnudé yo – me río. — ¿Os acordáis de haber meado delante de los picoletos?
―           Dios… — se tapa los ojos Pam, al parecer recordando en ese momento.
―           ¿Te multaron? – me pregunta Maby.
―           ¿Por qué? ¿Por llevar a dos hermosas chicas borrachas? No bebí nada en toda la noche.
―           ¿A qué es un encanto? – pregunta mi hermana, al mismo tiempo que desliza uno de sus pies, descalzo, hasta mi regazo.
―           Vale, fieras. Puedo oler aún el alcohol en vosotras. Mientras recojo todo esto, ¿por qué no os dais una duchita? Os espero en el desván.
―           Claro, amorcito – me lanza un beso Maby, al levantarse de la mesa. Mi hermana la sigue, haciéndole cosquillas.
Tardo un minuto en limpiar la mesa y dejar las tazas y platos utilizados en el fregadero. Reduzco el tiro de la estufa y subo al desván. Dispongo de una pequeña catalítica que apenas utilizo, salvo en los días más húmedos. Es para secar el ambiente, más que por frío. Para mí, con la manta de la cama, tengo suficiente. La enciendo para caldear un poco el ambiente. El desván es muy grande y está muy vacío. Puede dar mala impresión a Maby.
Diez minutos más tarde, es la primera que aparece. No ha estado aquí arriba nunca. Trae una gran toalla enrollada y está descalza. Su pelo está húmedo. Parece casi una niña, sin maquillaje ni artificios. Yo estoy echado sobre la cama, solo con el pantalón.
―           ¡Que de sitio para ti solo! – exclama, paseando sus ojos por la gran estancia.
―           No tengo grandes hobbys – digo, abriendo las manos. — ¿Y Pam?
―           Se está secando el pelo. Ella tarda más – explica mientras se acerca a una de cuatro ventanas que perforan el desván. – Esto tiene un gran potencial…
―           Si. Puedo montar un laboratorio estilo Frankenstein – quiero sonar irónico, pero no estoy seguro de haberlo entonado bien.
―           No, en serio. Me refiero a una buena mesa de trabajo. Quizás, maquetas, o aeromodelismo. Un taller de…
―           Anda, déjalo. Ven aquí – la llamo, palmeando el colchón. – Te va a dar frío ahí de pie.
Con una risita, salta a mi cama, y rebota. No la espera tan dura.
―           ¡Joder! ¡Peazo cama, tío!
―           Ventajas de ser grande y pesar tanto – bromeo, abrazándola.
―           ¿Podemos empezar ya? Recuerda… las normas – me dice, mirándome, risueña.
―           Tonta…
Tengo muchas ganas de besarla. Llevo deseándolo desde que la vi en el tren. Sus labios son suaves y enloquecedores. Sabe besar muy bien, bueno, al menos, mejor que yo. Sus dedos acarician mi cara, mi nuca, se enredan en mi pelo. Aflojo la toalla, que queda olvidada sobre el colchón. Su esbelto cuerpo me enciende. De una manera diferente a Pam, es igualmente bellísima. Sus menudos senos no tardan en coronarse con sus inflamados pezones. Casi podría tragarme uno de esos montículos de carne, de un solo bocado. Pequeños, traviesos, enervantes.
Su vientre se curva ligeramente, mostrando un alto y pequeño ombligo. Tiene barriguita de niña, que termina en un pubis algo prominente, totalmente depilado. Todo en ella, invita a protegerla, a mimarla y abrazarla, y yo no puedo evitarlo.
―           Veo que lleváis prisa.
Pamela ha subido las escaleras en silencio. También va descalza y totalmente desnuda. La toalla está en su cabeza.
―           Ven, amor – tiende una mano Maby.
Mi hermana arroja la toalla que lleva en la cabeza al suelo. Agita sus rizos, que se pegan a su espalda, y se sube a la cama, abarcando la cintura y vientre de su amiga. El juego de los besos ha comenzado. Se alternan indiscriminadamente, enervándonos cada vez más.
Ah, ¡que recuerdos me trae esto!
“Tú, viejo, calla y disfruta, que me distraes.”
Maby se lleva mi mano a su entrepierna, deseosa de un contacto más prolongado. Está loca por meterse mi rabo. Yo toqueteo ese coñito que no parece haber roto un plato, y sus caderas bailan sobre mis dedos, mientras sus gemidos se vierten en la boca de Pamela.
―           Métesela ya – susurra Pam. – Se va a volver loca…
Tumbo a Maby sobre el colchón. Pam mete la almohada bajo sus riñones y mordisquea sus tiesos pezoncitos. Maby abre sus brazos, llamándome con urgencia. Me coloco sobre ella. Tengo miedo de aplastarla. Se ve tan frágil bajo mi cuerpo, pero su boca entreabierta y deseosa me atrae demasiado.
Está empapada cuando rozo mi glande contra sus labios mayores, abiertos e hinchados. Sus caderas buscan aumentar el frotamiento.
―           Por favor… hazlo ya… — suplica bajito.
Empujo suave. Se abre como una flor bajo el rocío. Su pelvis empuja a su vez. Su boca se abre más, impresionada, intentando soportar la presión. Sé que no ha entrado nada tan grande en su coño. Me freno; Maby engancha sus brazos a mi cuello y se empala, ella sola, varios centímetros más, y, de repente, se corre sin remedio. Pone los ojos en blanco y aferra, con una mano, la cabellera aún mojada de Pam, quien la besa ardientemente.
Aprovecho para sacársela y tumbarme en el colchón, boca arriba. Maby no está dispuesta a dejarme. Ese orgasmo la ha pillado por sorpresa y quiere seguir. La dejo que se empale lentamente ella misma. Pam la sujeta por detrás, aprisionándole los pequeños pechos. Esta vez, mi polla entra más profunda. Ese coñito es más hondo de lo que pensaba, aunque no alcanza a meterse todo el nabo.
Emprende un ritmo que, antes de un minuto, se vuelve frenético. Maby pierde las fuerzas y deja caer su espalda contra el pecho de Pam, quien la sostiene amorosamente, observando su rostro contraído por la lujuria.
―           Oh… Pam… ¡Dios… PAM! ¡Otra vez! Esto es la… lecheee… — consigue decir, la boca llena de saliva.
―           ¡Como se corre la cabrona! – musita mi hermana.
Pamela tiene que desempalar a su amiga, que se ha quedado inerte tras el segundo orgasmo. La miro y trago saliva.
―           Pam, por favor… voy a reventar – susurro.
―           En mi boca… lo quiero en mi boca – me advierte, tomando mi polla con ambas manos.
Con un par de meneos y frotando el glande contra sus húmedos labios, me dejo ir con pasmosa facilidad. La queda una buena lechada sobre sus mejillas y boca. Maby la limpia rápidamente con su lengua. Parecen desatadas. Mi hermana parece dispuesta a seguir mamando su gran biberón, así que se instala más cómodamente, de bruces y sobre sus codos, entre mis piernas. Mi polla pierde algo de su tersura, quedando más manejable para los lametones de Pam.
Maby, con una traviesa sonrisa, se acopla entre las nalgas de Pam, sobando y apretando a placer, antes de bajar y buscar con su lengua los orificios de su amiga. Pam se queja nasalmente, deseosa de gozar ella también. No tarda demasiado y me muerde, sin querer, en el glande, cuando le llega su orgasmo. No me quejo, apenas me ha dolido.
Maby trepa por la espalda desnuda de Pam y le susurra algo al oído, que la hace sonreír. A los pocos segundos, las dos están a cuatro patas, ofreciéndome sus nalgas, agitando sus culitos, mirándome por encima del hombro.
―           Ahora, como perritas – me incita Maby.
―           Si, si… como perras salidas – repite Pam, con la voz pastosa.
Entro en mi hermana, sin prisas, pero sin detenerme, un largo pollazo. Grita cuando le abro el coño de esa manera. Entonces, la saco y se la cuelo a Maby, a su lado, de la misma manera. Su coño está más dilatado y aguanta mejor. Sin embargo, le hago el mismo tratamiento, un largo empujón y la saco.
Tomo de nuevo a Pam, quien agita las caderas. Esta vez no hay quejas. Se la saco cuando llego a su límite y la emprendo con Maby. Así, una y otra vez, sin descanso. Un solo pollazo cada vez. Sus coños gotean largamente sobre la sábana cada vez que se la saco. Gimen tanto que podrían emular un coro. Dios, están totalmente salidas. Se devoran las bocas, una a la otra, con solo girar el cuello. Sus brazos tiemblan, cansados de soportar su peso y mis embistes, pero no se quejan, ni se rinden.
Decido que ha llegado el momento para ellas. Empujo todo lo que puedo en Pam y, al mismo tiempo, meto un dedo en el culo de Maby, sin lubricar y de una vez. Las dos gritan, pero las siento estremecerse. Bombeo fuertemente en Pam. Su grito se transforma en un balbuceo, sin pies ni cabeza, y acaba enterrando la boca en la ropa de cama cuando se corre.
Maby, desde que le he metido el dedo en el culo, no deja de dar suaves hipidos, agitando las caderas. Le saco el dedo del culo y le meto la polla en el coño. Casi consigo metérsela entera esta vez. Alarga el cuello como si mi miembro amenazara con salir por ese extremo, y emite un largo y extraño ululamiento, que considero una buena señal. Empiezo a empujar con ritmo.
Pam, a nuestro lado, se ha girado, quedando boca arriba y mirándonos, las piernas abiertas. Le toca sentir ese dedo en el culo. Mi hermana ignora que se lo he metido a Maby. Agita sus nalgas cuando siente mis dedos rebuscar por allí. Cree que es una de tantas caricias. Cuando mi índice la perfora si miramientos, su cuerpo empieza a botar, intentando sacar el cuerpo extraño, pero, ni sus saltos, ni sus manos, que no dejan de tironear, consiguen algo.
Maby, quien se ha corrido otra vez con la enculada, se lame los labios, mirando como bota Pam. Tiene los ojos entornados. Seguro que se acerca otro goce.
―           Tócate el coño, tonta – musita a mi hermana. – Aprovecha ese dedo…
―           Y tú… córrete otra vez, putón – sonríe mi hermana, aferrando un pezón de Maby con dos dedos, mientras que su otra mano se pierde en su propio coño.
No sé como lo consiguen, pero las dos empiezan a agitarse y a suspirar con fuerza. Yo también estoy a punto. Pego un par de puntadas más, profundas, secas, y descargo casi en el útero de Maby, quien encadena otro orgasmo al sentir el semen en su interior.
Por su parte, Pam ha levantado su pie izquierdo y me lo ha metido en la boca. Chupo esos deditos pintados mientras aumento la presión de mi dedo en su ano. Se retuerce prácticamente bajo tantos dedos, los suyos y el mío. Acabar arqueándose, formando un puente en la cama, espalda alzada, y piernas dobladas, sucumbiendo.
Me dejo caer de bruces, de través en la gran cama. Ellas ruedan hasta abrazarse a mi amplia espalda. Las oigo jadear, exhaustas. Besan mis hombros, mis omoplatos, soban mis glúteos, agradecidas, felices.
―           Duérmete, campeón – susurra Pamela, soplando sobre mi oreja.
―           Si… descansa… te lo has ganado – murmura Maby por el otro oído, lamiéndolo.
Buen trabajo, Sergio. Serás un digno sucesor…
Me despierta una suave y húmeda esponja. Pam y maby están arrodilladas en la cama, desnudas, manejando unas esponjas, que mojan en un barreño lleno de agua tibia y jabonosa.
―           Ssshhh… no te muevas. Te estamos lavando. No queríamos despertarte para ir a la ducha – me dice Pam, con una maravillosa sonrisa.
―           Que buenas que sois – respondo, frotándome los ojos.
―           No te creas. Te estamos aseando para enviarte al pueblo. Queremos comer – se ríe Maby.
―           Zorras…
―           Sip – asiente Pam. Le toca el turno a mi miembro de recibir el roce de las esponjas.
―           ¿Pollo? – pregunto.
―           Con muchas patatas, por favor – contesta Maby.
―           Sus deseos serán cumplidos, mes dames – digo, levantándome.
―           Mientras, cambiaremos las sábanas y pondremos la mesa – me informa Pam mientras me visto.
Mientras conduzco, pienso en lo diferente que se ve la vida cuando uno tiene a alguien que le espera, que comparte. Bueno, en este caso, dos. Todo parece nuevo para mí. La esquina de una calle, el césped de un parquecillo, la forma de una nube… Bueno, ya sabéis, todas esas cosas que dicen los poemas de los enamorados…
¡Pues claro que estoy enamorado! ¡Como para no estarlo! ¿Es que vosotros habéis conseguido algo mejor que unas chicas como ellas? Ya me parecía a mí…
Cuando regreso. La mesa está puesta y las chicas han reavivado la estufa de la cocina. Están desnudas, sin ningún pudor, pero Pam no tiene cara de felicidad. En ese momento, un móvil suena. Un mensaje.
―           El número dieciséis – comenta Maby, mirando de reojo el móvil que está en el alfeizar de la ventana. – La bronca tuvo que ser gorda, ¿no?
―           Eric – responde Pam a la muda pregunta de mis ojos. – Tengo un ciento de llamadas perdidas y muchos mensajes. Parece que me ha estado buscando todo el fin de semana.
―           Bueno, ya nos ocuparemos de eso – digo. – Ahora, a comer, que se enfría…
Nos reunimos alrededor de la mesa, sintiendo el calorcito de la estufa. Me dan ganas de desnudarme también, pero es muy tarde, casi las cuatro de la tarde. Padre y madre pueden volver en cualquier momento. No es una buena idea.
Intento contar algo que alegre el almuerzo, pero no lo consigo. Pam está mustia. El problema ha vuelto a su mente. Maby, por simpatía, se mantiene seria, aunque no sabe lo que sucede. Yo no me atrevo a forzar el momento. Casi al acabar su plato, Maby no lo soporta más y, manos en jarra, pregunta:
―           ¿Es que no me lo vas a contar, Pam?
Mi hermana deja caer el tenedor y estalla en lágrimas. Ya se ha liado el follón. Al verla así, Maby comprende que lo que sea, es realmente jodido. Abraza a Pam e intenta consolarla.
―           Me… ha… vendido… — intenta explicar mi hermana, por encima de sus lágrimas.
―           ¿Qué te ha vendido? ¿Droga? – intenta comprender su amiga.
Pam niega con la cabeza y sus hipidos aumentan.
―           ¡Por Dios! ¿El qué? – Maby se impacienta, nerviosa.
―           A ella. La ha vendido a ella – digo, muy serio.
La mirada totalmente asombrada de Maby cae sobre mí. Se ha quedado anonadada.
―           Pam ha huido de Madrid, de Eric. Es un vulgar alcahuete chantajista – explico. – La ha ofrecido en la última fiesta a la que asistió, y luego ha llevado un cliente a vuestro piso, un tipo enfermo y sádico que la ha maltratado, humillado y vejado.
Maby sigue sosteniendo la cabeza de mi hermana sobre su pecho, calmándola, mientras ella misma asimila lo que le he dicho. Finalmente, alza el rostro de Pam, le limpia las lágrimas, y le pregunta:
―           ¿Qué tiene sobre ti? ¿Con qué te chantajea?
―           Grabaciones… guarras…
―           ¿Muy guarras?
Pam asiente, sorbiendo.
―           Es un círculo vicioso. Primero era algo entre ella y Eric, algo que no era demasiado perverso, pero que podía ser vergonzoso. Pero al obligarla a realizar más cosas, obtiene más y más pruebas que la comprometen. Es un experto en estas cosas. Por lo visto, tiene a muchas más chicas en el ajo, ¿verdad, Pam?
―           Si, Sergi. Algunas son conocidas nuestras, de otras agencias.
―           ¡Que pedazo de hijo de puta! Con esa carita de bueno que tiene…
Empiezo a recoger la mesa y pongo la cafetera. Se nos ha quitado las ganas de comer.
―           ¿Por eso viene Sergi a Madrid? – cae Maby en la cuenta.
―           Si.
―           ¿Y la policía?
―           No. Todo sería subido a Internet. No soportaría que mi familia lo viera – crispó las manos Pam.
―           ¿Entonces…?
―           No lo sabemos. Necesitamos más información primero – digo, llenando el fregadero de agua.
―           Yo conozco gente que se puede encargar de un tema así. Costaría un buen dinero, pero podemos… — insinúa Maby.
―           Es una opción que le recomendé, pero, apartando que Pam no desea su muerte, implicaría meter a más gente en el asunto. Al final, no es una buena idea. Si hay que matar a alguien, siempre hay tiempo.
Lo dije con total frialdad, sin pasión alguna. Era como si ese tema estuviera totalmente asumido.
―           Subid y vestíos. Mis padres están a punto de regresar. Yo fregaré todo esto.
El viaje a Madrid resulta menos alegre de lo que había imaginado. Me encuentro al volante de mi camioneta. Pam y Maby, sentadas a mi lado, visionan todos y cada uno de los mensajes de Eric. Son intimidantes en su mayoría:
“dnde stas puta? No t sirve dna esconderte. T voi a encontrar zorra y t vas enterar. Como l lunes no stes en casa subire to a la red. E perdio 2 clientes x tu culpa puta!!.” Todo por el estilo.
De verdad que tengo unas ganas de echármelo a la cara…
Sin embargo, a medida que nos acercamos a la capital del reino, las chicas empiezan a recuperar parte de su jovialidad. Charlando sobre donde van a llevarme, todo lo que van a enseñarme de la ciudad, y lo que se van a reír cuando me presenten a sus amigas y compañeras.
Nunca he estado en el piso de Pam y Maby, ni tampoco en Madrid. Padre y madre, que si han estado, me dijeron que era un estudio muy coqueto, pero pequeño, en un ático.
―           ¿Cómo nos las vamos a arreglar? Creo que vuestro pisito es pequeño – pregunto.
―           Tranquilo, peque. Es suficiente para nosotros – dice mi hermana.
―           Si, hemos pensado pasar la cama de Pam a mi habitación, que es la más grande. De esa forma tendremos una cama grande donde dormir los tres juntos.
―           Bueno. Seré vuestra mula de carga – las dos se ríen.
―           ¡Qué hambre tengo! – exclama Pam.
―           Claro, no comiste nada al mediodía – le pellizca la barbilla su amiga.
―           Normal, con el berrinche…
―           Bueno, madre nos ha metido unos cuantos tupperware en una bolsa. He visto albóndigas, croquetas, algún guiso casero, y un par de postres. Solo tenemos que meterlos en el microondas – las informa.
―           ¡Bendita sea tu madre! – suspira Maby.
Gracias a Dios, no tengo que entrar en Madrid con la camioneta.la M30 me lleva a un desvío y una rotonda, desde la cual tengo el barrio de mis chicas a un tiro de piedra. Encuentro un buen aparcamiento en un parquecito. Las calles están tranquilas y bien iluminadas.
―           Es un buen barrio – me dice Pam. – No es que sea exclusivo, pero la mayoría de vecinos son de mediana edad.
―           Si, aquí abundan los oficinistas y los burócratas – puntualiza Maby.
―           Entonces, esto estará tranquilo, ¿no?
―           A veces, demasiado – rezonga la morenita.
El edificio donde se ubica el piso tiene menos de diez años. No es glamoroso pero es funcional y está limpio y bien pintado. Tiene diez plantas. Dos estrechos ascensores, uno para los pisos pares, otro para los nones. La verdad es que el ático me encanta. El pisito es pequeño pero muy bien distribuido. Un salón multifuncional, con cocina, comedor, sala de estar, y despacho. Dos amplios dormitorios con el cuarto de baño en común, y un cuartito donde se amontonan el calentador, la lavadora y la secadora, así como los utensilios de menaje, y de donde partían unas escalerillas metálicas que conducían a una pequeña terraza, de uso particular. En ella, las chicas solían tomar el sol en las dos hamacas dispuestas. Todo un lujo, desde luego.
Las paredes del pisito, pintadas de varios tonos, obtienen buenos contrastes relajantes y todo el suelo es de auténtico parquet de madera.
―           ¿Es caro? – pregunto.
―           500 € al mes.
―           Está muy bien. ¿Cómo lo conseguisteis?
―           Era de una tía solterona de una compañera – explico Pam.
―           Si, una de esas viejas chifladas con muchos gatos. Se puso enferma y estaba en el hospital. Su sobrina nos dijo que no creía que saliera con vida. Así que vinimos a hablar con el casero.
―           Al principio, no le gustábamos. No quiere gente joven en sus pisos, por eso de las fiestas y demás. Pero en cuanto le sugerimos que nos encargaríamos de repintarlo, de sanearlo, y de deshacernos de los gatos, aceptó.
―           La señora murió en quince días. Cuando mi madre estaba con nosotros, mantuvimos la otra habitación que había, donde ella dormía. Pero, cuando se marchó, hicimos una pequeña reforma y la anexionamos al salón. Así ha quedado – explicó Maby, orgullosa.
―           Mola – alabo. – Bueno, ¿qué hacemos? ¿Cenamos o movemos muebles, primero?
―           ¡¡Mudanza!!
Una vez que las chicas ven como queda una cama enorme en una habitación, deciden que así debe quedar, aunque yo no este. Desde ahora, dormirán juntas. Comentan que encargarán un cabecero común para las dos camas, y que la habitación de Pam queda como el vestidor común. Yo les prometo que desarmaré los dos armarios, el de Pam y el de Maby, para usarlos como estanterías para el vestidor. Iba a parecer el de una estrella de cine. Palmean, encantadas.
Calentamos un poco de sopa de verduras y devoramos las benditas croquetas de madre. No hay nada interesante en la tele y las chicas deben madrugar. Así que nos vamos a la cama antes de las doce. Hay que estrenar la cama.
Las chicas se empeñan en jugar con mi polla de todas las maneras, usando manos, axilas, piernas y, finalmente, pies. Con cada una de ellas sentada a lado, con las piernas extendidas, sus pies masajean, frotan y soban mi polla. Me la han pringado de aceite Johnson y resbala que da gusto. No paro de gemir y ellas se esfuerzan aún más. No tardo mucho en correrme con un berrido.
Me dejan recuperarme mientras ellas se afanan en rodar abrazadas, besándose y morreándose. No sé lo que tiene dos tías besándose y frotando sus cuerpos desnudos, pero consiguen ponerme a tono en menos de lo que canta un gallo. Ni siquiera las separo. Aprovecho para meter de nuevo mi polla tiesa entre sus cuerpos, entre sus pubis apretados. La longitud de mi miembro me permite hacerlo.
Las chicas se ríen de mi juego y se acoplan a la perfección. Rotando sus pelvis, alcanzan a rozar sus vaginas contra mi polla o entre ellas, dependiendo del movimiento y del impulso. Pronto, los movimientos se convierten en una carrera desenfrenada para alcanzar un anhelado orgasmo. Maby es la afortunada, ya que es quien se encuentra encima de todos, y puede acelerar sus movimientos de pelvis hasta venirse largamente.
Pam se la quita de encima y se pone a cuatro patas. Parece frenética. Ella misma coge mi rabo con la mano y se lo mete, sin demasiados miramientos, en el coño. Se introduce el dedo corazón en el ano y se estremece. Creo que eso le ha gustado. Acelero mientra siento las manitas de Maby sobre mi pecho, desde atrás, pellizcándome los pezones.
―           Hermanito… la quiero por el culo… — jadea Pam. Creo que no la he entendido bien.
―           ¿En el culo? ¿Ahora?
―           Cuando quieras… Sergi…
Le harás daño. Nuestra polla es demasiado grande y gorda. Hay que entrenarla primero.
―           Te prometo que te lo haré, cuando estés preparada – gruño a causa del dedo que Maby me mete en el culo.
―           A mí también – susurra en mi oído la morenita. – Nadie nos lo ha hecho… somos vírgenes de culito.
―           Os follaré a las dos por el culo… hasta dejaros sin mierdaaaa… aahhhaaa… her… manita… m-mm corroooo… — la voz de Maby y sus palabras me excitan totalmente.
―           Ssiii… ¡Dame tu leche, Sergi!
―           ¡¡PUTA GUA…RRA…INCEST…U…OSA!! – aúllo al soltarlo todo en su vientre.
―           ¡¡¡SI…. TE A…AAMO… SERGIII!!! – grita Pam, sin control.
―           Y yo os amo a los dos – susurra Maby, apretándose fuertemente contra mi espalda.
Despierto como todos los días, a las siete y media de la mañana. Las chicas están dormidas, abrazadas a mí. No sé si tienen que ir a trabajar o no, ayer no las llamaron. Diciembre no es un mes bueno para trabajar como modelo, según Pam. Todas las campañas ya se han hecho y las de verano, no empiezan hasta febrero. Como no sea algo muy puntual, un desfile privado, algún anuncio, o algo así, la cosa está tranquila.
Me levanto con cuidado de no despertarlas. Me pongo mi ropa para correr. No es de lo más fashion para ir por las calles, pero no tengo otra cosa. Esto no es la granja, me obligo a recordar.
A pesar de lo temprano que es, hay bastante movimiento en la calle. Gente que se dirige a la parada de autobús, que sacan sus coches, que caminan presurosos y abrigados. Muchos me miran, asombrados de la poca ropa que llevo puesta.
Recorro un gran cuadrado imaginario, cortando calles, una avenida, un parque, y un acceso a la autovía. Compruebo donde se encuentran ciertos comercios que puedo necesitar. Un supermercado, una ferretería, una panadería, dos tiendas de chinos, y una farmacia. Con eso estoy cubierto. También he visto un bingo, varias peluquerías, un veterinario, una librería… ah, y un sexshop. Interesante este último.
Regreso al piso y subo a la azotea. Allí puedo hacer mis rutinas de flexiones y abdominales. Ya no me canso tanto. Tengo que acordarme de pesarme y medir mis contornos, sino no puedo controlar mi avance. Las chicas deben tener algún peso de confianza.
Me ducho y me visto. Miro en el frigorífico y hay poca cosa, pero me permite hacer un desayuno imaginativo. Habrá que ir al super más tarde.
―           ¡El desayuno, chicas! – grito al quitar la cafetera.
―           No había por qué madrugar hoy tanto – se queja Maby, enfundándose la camiseta de un pijama rosa.
―           Si. No tenemos nada programado para hoy – se une Pam, quien sale del dormitorio solo con las braguitas.
Las miro, sirviendo unas tazas.
―           ¡Estáis guapísimas recién levantadas! – piropeo. – Atractivo natural.
―           Tonto – saca la lengua Maby.
―           He hecho tortitas con un resto de harina que había y una extraña mantequilla que aún no estaba rancia. Hay que ir a reponer víveres. ¿Desde cuando no vais a comprar?
―           Nunca vamos – alza los hombros Pam. – Pillamos de paso lo que nos hace falta, y una vecina nos compra el pan todos los días. La mayoría de las veces comemos fuera, en el trabajo, o pedimos algo por teléfono.
―           Con razón os encanta la cocina de madre – las regaño, colocando ante ellas sus tazas de café. – No hay leche, así que tiene que ser solo.
―           Es igual.
―           Ahora que estoy aquí, comeréis algo mejor.
Mientras desayunamos, les pregunto por su trabajo. No sé mucho sobre lo que hacen. Pam me explica que ella se dedica más a publicidad que a moda, pero que acepta lo que caiga. También hace presentaciones de bebidas en discos y pubs, o de azafata en convenciones, salones de automóviles y cosas así. En cambio, Maby se decanta más por las pasarelas y las sesiones fotográficas de moda, aunque, al igual que mi hermana, no rechaza nada. Han tenido un buen otoño, así que tienen la cuenta cubierta dos o tres meses, pero no pueden dormirse en los laureles.
Cabeceo. Se ganan bien la vida y eso que no son modelos célebres.
―           Me gustaría encontrar un trabajo aquí y quedarme una temporada – digo. – Pero no me atrevo a dejar la granja. Padre no puede solo y no creo que pueda costearse un trabajador a tiempo completo.
―           No puedes estar toda la vida con ellos, Sergi. Tienes que hacer tu vida – me dice Pam, poniéndome una mano sobre el hombro.
―           Creo que has acostumbrado a tu padre a trabajar demasiado. Haces el trabajo de varios jornaleros – me regaña Maby.
―           ¡Eso se lo he dicho más de una vez! – la apoya Pam.
Me encojo de hombros, dándoles la razón.
Tienes que salir de esa granja. No crecerás más en ella.
Todos en contra. Gracias.
Intentaré buscar la mejor manera de hablar con padre. Va a ser duro.
―           Otra cosa. ¿Tenéis herramientas?
―           No. Ni una sola.
―           Vale. ¿Nos vamos de compras? – les pregunto para animarlas.
―           ¿Compras? – levanta una de sus graciosas cejas Maby.
―           Pues si. Tenemos que ir al super. Hay que reponer la nevera. He visto una ferretería cerca y un par de chinos. Si tengo que haceros el vestidor necesito herramientas, puntillas, un metro, alambre, unas barras metálicas…
―           Uy, que de cosas…
―           Venga, vestiros, monísimas, que ahora me toca invitar a mí.
―           ¿Nos vas a invitar a herramientas? – se altera Pam.
―           Si, y voy a llenaros esa nevera vacía.
―           Pshhhé… eso nos pasa por traernos un cateto a Madrid – Maby tiene que salir corriendo, antes de que la atrape.
Coloco la lona de la caja de la camioneta y nos vamos, en primer lugar, a la ferretería. Compro un martillo, unos cuantos destornilladores, un metro extensible, un nivel, un maletín con un taladro y varias brocas, una pequeña sierra y una barrena para madera, varios paquetes de puntillas de distintos tamaños, tacos, tornillos, presillas, cárcamos y alcayatas, alguna escuadras metálicas, varios ganchos de acero, y diez barras metálicas de cuatro metros.
Deslizo todo bajo la lona y mi próxima parada deja a las chicas con la boca abierta. Abro la puerta del sexshop y les pido que entren.
―           ¿Qué hacemos aquí? – me pregunta Pam, dándome un pellizco en el brazo.
―           Me pedisteis algo anoche, ¿no os acordáis?
Pam enrojece y Maby se ríe por lo bajito.
―           No creeréis que voy a usar el rodillo de la cocina o algo así, ¿no? Hay que ser profesionales – dejo caer, con una gran sonrisa. Quien me haya visto la semana pasada…
Mira por donde, hay una chica joven despachando. Lleva varios piercings en la ceja y en la oreja izquierda. Los ojos furiosamente pintados de morado y el pelo naranja. Podría ser atractiva sino usara esas tonterías.
―           ¿Buscáis algo en especial? – nos pregunta, con una bonita sonrisa.
La tienda es amplia y está vacía, así que puedo hablar en confianza.
―           Pues si. Necesito un juego completo para dilatarles el culito – señalo con el pulgar a las chicas.
―           ¡Sergi! – exclaman, avergonzadas.
―           Bueno, el esfínter. Es más delicado, ¿no?
La dependiente se ríe. Ella tampoco se esperaba mi frescura, y si os tengo que decir la verdad, yo tampoco. Me siento otro en la ciudad.
―           Bueno, tengo dilatadores intercambiables, y todo un set de equipo anal. Todo depende del tiempo que se disponga – responde, pasando su mirada de las chicas a mí.
―           El tiempo siempre está en contra últimamente.
Vuelve a reírse.
―           Entonces te aconsejo un cinturón reversible – pasa a tutearme.
―           Explícame la jerga.
Me saca uno para que lo vea. Es como uno de esos cinturones fálicos que se ponen las lesbianas, para disponer de un pene falso, solo que ese pene puede apuntar tanto hacia fuera como hacia dentro.
―           El dildo es intercambiable a cualquier tamaño y el cinturón está equipado con baterías recargables y mando a distancia.
―           Interesante – digo, dándole vueltas en mis manos. – Pues entonces necesito dos de estos y dos vibradores anales, de tamaño medio.
La chica saca dos cajas sin abrir, con la foto explícita de lo que trae en el interior.
―           Ah. Un bote de lubricante con buen sabor también.
―           Por supuesto, eso va de regalo.
―           Muy agudo, gracias – guiño un ojo. — ¿Veis algo que os gusta?
Las chicas están curioseando por toda la tienda. Maby levanta un largo consolador doble, una de esas cosas monstruosas de dúctil textura, que dan tanto morbo en las escenas porno. Es como si un alquimista loco hubiera unido a dos grandiosas pollas roseas, por su base, cada glande apuntando en dirección opuesta.
―           Mira, Sergi, es más o menos de tu tamaño.
La dependiente vuelve a reírse cuando se da cuenta de que ella es la única en hacerlo. Sus ojos me atraviesan.
―           Ponlo también en la cuenta – le digo.
El sexshop es el tema de conversación de toda la mañana. Las chicas han alucinado con lo que han visto. Creo que se han hecho la promesa de probar más cosas. Al menos, las enseño a comprar en un supermercado cuanto es básico en una casa. La verdad es que nos divertimos comprando.
Después de almorzar, Maby se marcha. Dice que tiene que resolver ciertas cosas para empezar de cero. Tanto Pam como yo no sabemos a qué se refiere, pero no preguntamos; ya hablará cuando lo necesite. Me dedico a sacar la ropa del armario de Maby, mientras que mi hermana vacía el suyo. Suena el timbre de la puerta y Pam abre. Una voz burlona hace vibrar mis tripas. Asomo un ojo por la puerta a cuchillo.
―           ¿Así que te has tomado unas vacaciones? – pregunta con indolencia un chico rubio y bien plantado, que entra en el piso como si fuera suyo. Lleva el pelo muy cortito, salvo el flequillo, peinado casi en una cresta. Tiene los ojos muy azules, aunque suele entrecerrarlos con su pose chulesca. Mide cerca del metro ochenta y su cuerpo parece trabajado. Sin duda es el famoso Eric. Pam tiene razón. Es muy guapo, casi femenino.
Pamela retrocede, disculpándose con un balbuceo. Hace un esfuerzo para no mirar hacia el dormitorio y delatarme.
―           Te has portado muuuy mal, zorra. Me has hecho perder buenos clientes al no poder contactar conmigo. Vas a tener que compensármelo.
―           No, Eric… eso se ha acabado – el cuerpo de Pam se yergue, dispuesta a luchar.
―           Se acabará cuando yo lo diga. Tienes todavía mucho jugo que dar, pelirroja.
―           No. Le he contado todo a mi familia. Estoy haciendo las maletas – miente, señalando toda la ropa que tiene ya fuera. – Me marcho de Madrid. Regreso con mis padres.
Eric le da una patada a una silla, enviándola contra la pared.
―           ¿Te crees que te vas a escapar así y ya está? He invertido mucho tiempo en ti, puta. La familia es lo de menos, perdona cualquier cosa.
Eric atrapa los brazos de mi hermana y la sacude fuertemente.
―           Si subo el archivo que tengo sobre ti, perderás tu trabajo y estarás marcada como modelo, tonta del culo. Afectará a tus relaciones, a tus amistades, a cuanto eres. Incluso pueden acusarte de prostitución. No te creas que el escándalo pasaría en unos meses. Me encargaré de actualizar el asunto cada cierto tiempo. Te haré la vida muy difícil, puta barata.
Me arden los puños de apretarlos. Ya no puedo seguir escuchando a esa comadreja. Sus bellos ojos casi se salen de las órbitas cuando le sorprendo, surgiendo del dormitorio.
―           ¿Quién…? – trata de preguntar, pero no le doy tiempo.
Avanzo hasta él con rapidez, los ojos encendidos de ira. Intenta escabullirse, pero soy más rápido de lo que aparento. Le estampo de boca contra una pared, arrancándole un gruñido. Mi puño se incrusta en sus riñones. Cae de rodillas, jadeando. Le pateo duramente, aplastándole contra el suelo.
―           ¡Sergi! – grita mi hermana, tratando de frenarme.
―           Veras, capullito – le digo al oído, poniéndole en pie con una mano. – Soy su hermanito. Ya sabes, un palurdo de pueblo… De donde vengo, a los tipos como tú se les llama chulos resabiados, y no tenéis buena fama, ¿sabes?
Le dejo recuperarse un poco para que intente algo, y lo hace. Me lanza su codo con fuerza, alcanzándome en el pecho, pero no me inmuto. Le aplasto aún más contra la pared y sus pies ya no tocan el suelo. Eric gime, asustado. Patalea, golpeando mis espinillas. Ni caso.
―           ¡Sergi, por Dios, le vas a matar! ¡Déjalo! – tira de mi Pam.
Lo lanzo de nuevo, como un muñeco. Rebota contra la mesa de comedor y cae al suelo, sin aire.
―           Me va a costar poco trabajo partirte como una caña – me mira desde el suelo, acobardado, cuando me acerco. – O puede que no te mate. No, creo que no…
Veo la esperanza en sus ojos, ya que mi hermana sigue enganchada a mi brazo, tratando de frenarme.
―           No, definitivamente, no te mataré – mi bota se alza, proyectando su sombra sobre su rostro. – Te machacaré la cara a pisotones, mejor. Lo haré tan bien que ningún cirujano podrá recomponer esa dulce carita de maricón. Así no podrás seducir a ninguna chica más…
Aúlla como un condenado con el primer pisotón, que le fractura algo. No sé qué, pero oigo el chasquido del hueso. Se cubre la cara con los brazos. Piso con más fuerza, ahora estoy seguro de que es una muñeca la que chasquea. Gira por el suelo, entre lastimosos gemidos. Le lanzo un par de patadas a las costillas, que le hacen toser. Se aferra, como puede, a mi pierna. Creo que balbucea unas disculpas, pero no le escucho bien. Mi hermana suena histérica detrás de mí. Piso su cara, pero mi bota resbala y cae finalmente sobre un hombro. Cuando aumento la presión, patalea, frenético. Seguro que siente como el hueso se sale de su alveolo.
El dolor debe ser de cojones, pero sigo poniendo más peso y presión. Sus gemidos se convierten en alaridos que apenas resuenan en mis oídos, concentrado como estoy en hacer daño. Los ligamentos ceden con un crujido. Puede que la cabeza del hueso esté astillada. Mejor. Su bello rostro está crispado, sudoroso. Tiene los ojos fuertemente apretados. Le escupo y mi pie se alza de nuevo, preparado para seguir con el castigo.
En ese momento, la puerta de entrada se abre y aparece un hombre en camiseta, de unos cincuenta años. Entra gritando algo, pero su voz se pierde cuando contempla lo que sucede. El hombre, seguramente un vecino, consigue apartarme de mi objetivo. Pam le ayuda.
Eric se arrodilla en el suelo, tosiendo y lloriqueando. Jadea y me mira con verdadero terror. Se pone en pie y sale corriendo por la puerta abierta. Mal asunto. Una babosa como él no es nada bueno estando suelto. Levanto las manos para indicarle al hombre que ya estoy bien y él se aparta. Mira a Pam y le pregunta que ha pasado.
Pam no responde, solo llora, aterrorizada.
―           Está bien, está bien, vamos a calmarnos – digo, sentando a mi hermana en el sofá. – Soy su hermano, ¿y usted?
―           Soy el conserje. Estaba arreglando una cañería en el piso de abajo cuando escuché el estrépito. Me llamo Carmelo.
―           Sergio – me presento, ofreciéndole mi mano. El hombre tiene fuertes manos. Lleva un tatuaje dela Legiónen el hombro.
―           ¿Qué ha pasado? ¿Hay que llamar a la policía?
―           Era el novio de mi hermana. Un niñato prepotente y creído. Pam se marchó al pueblo la semana pasada para confesarnos los maltratos de su novio.
―           Madre mía – musita el hombre, agitando la cabeza.
―           Así que me he venido con ella, más que nada para tratar de mediar. Pero no me ha dado tiempo, el cabrón. Se ha presentado por sorpresa, mientras arreglaba el armario del dormitorio. Se ha puesto a vocear y a pegarle, sin ton, ni son. Le juro que lo he visto todo rojo. Creo que me he empleado bien con él. Si no llega usted a llegar, no sé lo que hubiera pasado.
Creo que me ha salido todo muy natural, mezclando mentiras y verdades. Lo cierto es que no he perdido los nervios ni un solo momento. No es que estuviera frío y calmado, pero sabía perfectamente qué estaba haciendo y qué quería hacer.
Hay que tener los nervios templados en cualquier momento. Puede que sea una ventaja tenerme en tu cabeza.
Asiento para mí y lleno un vaso de agua para Pam.
―           Puede que sea mejor que presentéis una denuncia antes que lo haga él. Le has machacado toda la boca. El hospital al que acuda presentará un parte de lesiones – el conserje parece saber de lo que habla.
―           Si, creo que tiene razón. No vaya a ser que encima, ese cabrón me haga pagar por sus gastos clínicos.
―           Si me necesita como testigo, no tiene más que decírmelo.
―           Gracias, señor Carmelo.
―           Solo Carmelo. Pegas duro, chaval – me sonríe, antes de marcharme.
Me siento al lado de Pam y la abrazo, una vez a solas. Ya no llora, pero su cuerpo tiembla, como si estuviera aterida. Necesita desahogar tensión.
―           ¿Estás bien?
Asiente. Me mira y musita:
―           ¿Y tú?
―           Perfecto. Ni me ha tocado.
―           Creí que le matabas, Sergi.
―           Es lo que quería hacer en ese momento. Menos mal que ha llegado el conserje. ¿Hay una comisaría cerca?
―           Más allá del parque. ¿Vamos a denunciarle?
―           Tenemos que hacerlo. Puede darnos problemas.
―           Pero… subirá los archivos a Internet.
―           No creo, Pam, al menos, no de momento. Ahora, está acojonado por la paliza. Habrá acudido a un hospital. Calculo que tendemos unas cuarenta y ocho horas, antes de que decida algo coherente. Los calmantes que le pondrán para el dolor le tendrán grogui bastantes horas.
―           Entonces, ¿qué hacemos?
Tienes que actuar de inmediato. Atrápalo en su propia casa…
“No es tan fácil, viejo. Está época es muy jodida. Las autoridades tienen la capacidad de reconstruir los crímenes con las meras partículas que deje atrás un criminal. Además, no sé si ese mal nacido está solo en esto o tiene cómplices. Eso es lo primero que debo averiguar, su implicación.”
Está bien. Tú sabes más que yo de tu época, pero, recuerda, una acción directa y rápida, sigue siendo lo más eficaz.
―           Vamos a la comisaría, pero antes… lo siento, Pam.
Y le arreo dos ostias bien fuertes en la boca, rasgándole el labio inferior. Se queda mirándome, atónita, con la sangre manchando su camiseta. Repito los golpes, pero, esta vez, más arriba, sobre sus pómulos, enrojeciéndolos enseguida. Cae sobre su costado, el cabello tapándole el rostro. La ayudo a levantarse. Las lágrimas brotan de sus maravillosos ojos. Examino las marcas. Perfectas, saldrán moretones.
―           ¿Sabes por qué lo he hecho, cariño? – le pregunto, acariciándole el pelo.
Ella asiente y suspira cuando le seco la sangre que le resbala por la barbilla.
―           Marcas para la policía… — musita bajito.
―           Chica lista – sonrío y la beso en la nariz.
Por el camino, ensayamos lo que tenemos que declarar. Ella está más calmada. Cuatro ostias hacen milagros. Le digo que debe fingir un poco de histerismo, que siempre queda mejor.
―           Soy buena actriz – gruñe, pero sonríe levemente.
Nos pasamos casi tres horas en la comisaría. Nos toman declaración y un médico forense toma nota de las lesiones de Pam. Recibo una llamada de Maby, quien está preocupada por como ha encontrado el piso, al llegar. Le cuento lo sucedido y le digo que vamos para allá. Cuando llegamos, las chicas se abrazan y lloran juntas, como magdalenas. Maby la besuquea sin parar, tratando de sanarle así las marcas de la cara. Las siento a las dos y las pongo al corriente de lo pienso hacer.
―           Es urgente que sepa si Eric lleva solo ese negocio o tiene más socios.
―           No lo sé. No he visto a nadie más con él, en las dos ocasiones – cuenta mi hermana.
―           Puede que lo sepa alguna de las otras chicas – insisto.
―           Puede. Pero solo conozco de vista a dos de ellas, de otra agencia de modelos.
―           ¿Sabes cómo se llaman?
―           Si, además, Maby las conoce también. Podría ir contigo.
―           No me gusta que te quedes sola – niego con la cabeza.
―           No me pasará nada. Echaré el cerrojo y la puerta es bien resistente. Además, Carmelo estará al cuidado si se lo pides.
―           Está bien. Mañana haremos de investigadores, Maby – le digo, tomándola de la barbilla.
―           ¡Guay! – exclama, alegre.
―           Anda, Pam, échate un rato en la cama mientras preparamos la cena – aconsejo a mi hermana.
Cuando se marcha al a dormitorio, pongo a Maby a cortar los ingredientes de una ensalada, mientras yo hiervo pasta.
―           ¿Qué piensas hacer con Eric cuando llegue el momento? – me pregunta en voz baja.
―           Seguramente matarle. Es peligroso dejarle suelto.
―           Eso pensaba.
―           Debo actuar enseguida. Cuanto antes mejor. Así evitaré represalias de cualquier índole.
―           Pero no puedes hacerlo a lo loco. No deben descubrirte.
―           Por supuesto, no soy ningún mártir. Eric no parece ser quien ha ideado un negocio tan organizado, ni tan grande, con tantas chicas. Él podría llevar a un par de ellas, a lo sumo. Se necesita mucho tiempo y recursos para prepararlas, educarlas, y chantajearlas. – en realidad, todo eso me lo había dicho Rasputín, aquella misma tarde, en comisaría. – Creo que solo es uno de los pececillos de la pecera, un gancho. Eso puede ser bueno o malo, aún no lo sé. Si las pruebas que tiene sobre Pam las retiene él, todo irá bien, pero si las tiene un socio, o un superior, puede complicarse.
―           Pero, a las malas, Pam puede vivir con ese escándalo, ¿no? – pregunta Maby, con ansiedad.
―           Eric dijo una gran verdad cuando la amenazo, aquí mismo – suspiré. – No solo romperá su trabajo, sino toda su vida social y familiar. Una cosa así, removida constantemente en la red, puede arruinar toda tu existencia: amigos, relaciones amorosas, familia, sin hablar de la vergüenza propia. Estoy dispuesto a evitarle todo eso a Pam, aunque tenga que ir a la cárcel, ¿comprendes?
―           Si – y me da un fuerte abrazo. – Cuenta conmigo para lo que sea. Mañana, te llevaré a esa agencia y encontraremos a esas chicas. A ver que nos cuentan.
Pam aparece una hora después. Nos besa a los dos y nos da las gracias por todo. Le doy un azote cariñoso en el culo. Sus labios se han hinchado, así como un pómulo, el cual ha tomado un color amoratado. Va a tener que pasarse unos días en casa, seguro.
Cenamos, casi en silencio. Pam está muy retraída, quizás rumiando todo el embrollo. Sin embargo, se come la ensalada de pasta y los canapés gigantes y calientes que he sacado del horno, con gran apetito. Maby se chupa los dedos y tampoco habla.
Después de cenar, nos sentamos a ver la tele. Maby se sienta sobre mis piernas, aunque tiene sitio en el sofá. Dice que le gusta abrazarse a mí. Pam, al contrario, no se acerca a mí. Tiene las piernas recogidas y se apoya en uno de los brazos del mueble. Sin embargo, si ha cogido mi mano, a la que sostiene contra su regazo. Maby no deja de rozar su culito contra mi entrepierna, buscando levantar a la bestia dormida, y lo está consiguiendo. Ellas llevan puestos sus pijamas, pero yo aún llevo ropa de calle.
Mi mano libre acaba en la boca de Maby, quien se deleita chupando y lamiendo cada uno de mis dedos. Pam nos mira y sonríe.
―           Iros a la cama, tontos. Ahora iré yo… — nos dice.
―           No, vámonos todos – dice Maby con un mohín.
―           No, no estoy de humor ahora. De verdad – se incorpora más y acaricia la mejilla de su compañera. – Os doy permiso… follad sin mí. Os quiero.
Retozar a solas con Maby, puede ser toda una experiencia. Aunque más joven que mi hermana, tiene más cama que ella. Nada más desnudarla, le como el coño con mucha lentitud, profundizando todo lo que puedo. Maby acaba saltando en la cama, rodeando mi cabeza con sus piernas, casi asfixiándome.
―           ¡Joder… joder! ¡Me vas a mataaaar! – chilla a placer. — ¡Eres un puto animal… de granja, cabrón! ¡Diossss… como co… comeeess!
Tras el orgasmo, se queda jadeando en la cama, con la mano sobre su pecho desnudo. Yo apoyo la barbilla en mi mano, tumbado entre sus piernas, y la miro, embelesado. Me encanta observar como recupera el resuello, su rostro arrebolado.
―           Cualquier día me da un infarto – dice, entre un jadeo y una risita.
Ella toma el relevo. Me hace tumbarme y se ocupa de mi miembro con real pasión. En un minuto, me la pone tan rígida que no le cabe en la boca. Deja caer ingentes cantidades de baba sobre mi glande, restregándolo por su pecho, su carita, e incluso su pelo. Lo usa como una gran brocha, para pintarse el cuerpo entero de humedad. Me tiene loco.
―           Me voy a ensartar – me susurra. – Hoy me la voy a meter entera, ya verás…
Se arrodilla sobre mí, su rostro a pocos centímetros del mío, mirándome. Su manita tantea atrás, apuntalando mi miembro contra su vagina. No deja de mirarme mientras mi polla se cuela, centímetro tras centímetro. Cada vez entreabre más la boca, traspuesta por la presión en su coñito. Finalmente, un hilo de baba surge lentamente entre sus labios. Lo atrapo con mi lengua, tragándomelo.
―           ¿Aún… falta? – pregunta, arrugando el ceño.
―           Solo un poco… ánimo…
―           No puedo sola… empuja tú – me dice, lamiendo mi nariz.
―           ¿Seguro?
―           Empuja, mi amor… rásgame toda…
La verdad es que falta muy poco. Un movimiento de pelvis y tiene toda mi polla dentro. Se queda estática, los ojos cerrados, las aletas de su nariz ventilando rápidamente. Empieza a moverse con suavidad, sintiendo a la perfección cada arruga de mi pene, cada vena dilatada. Ese coñito me aprieta tan bien que no voy a aguantar mucho.
―           Me voy a correr, Maby…
―           Yo ya estoy temblando… ¿no lo notas?
Es cierto. Su cuerpo ha empezado a estremecerse. Apenas se sostiene sobre sus manos.
―           Vamos a hacerlo los dos a la vez… ¿vale? – susurro al aferrarle los pezones con los dedos de ambas manos.
―           Si… si… aprieta… apriétalos fuerte… oooohhh…
Retuerzo los pezones con saña mientras ella baila sobre mi polla, arrancando los primeros chorros de esperma. Ella cae sobre mi boca, sin fuerzas para besarme. Los espasmos la vencen. Susurra algo en mis labios. Creo que ha dicho que me quiere. Sigo follándomela sin parar, aún después de descargar en ella. Sus gemidos no se detienen ni un momento. Vuelve a hablarme, en medio de un lametón.
―           ¿Puedo ser… tu novia?
―           ¿Acaso no lo eres ya? – contesto.
―           Te quiero… novio mío…
―           Yo más, Maby – atrapo sus labios. No es momento de hablar.
En ese momento, Pam entra en el dormitorio. Se mete en la cama, a nuestro lado, y se medio tapa con la manta, sin dejar de mirarnos. Medio sonríe y nos observa, tumbada de costado, casi en posición fetal. Alarga una mano y me acaricia la mejilla.
―           Seguid… seguid… hermosos míos – susurra, sin dejar de acariciarme.
Le meto un dedo en el culo a Maby, quien gime aún más fuerte al sentirlo. Bombeo más deprisa. Mi polla entra perfectamente el dilatado coñito. Maby parece un juguete entre mis manos. Su cabecita sube y baja a toda velocidad, impulsada por mis embistes. Intenta mirar a Pam pero el meneo no la deja.
―           Te amo… Pam… — consigue articular.
―           Y yo a ti, amiga.
―           Me… voy a correr… Pam – se queja.
―           Hazlo, mi amor, hazlo por mí.
Hundo un dedo más en su culo.
―           ¡CABRÓN! – grita a pleno pulmón. El orgasmo la alcanza, la rebasa, la inunda. Tiembla, con la mirada perdida en el techo, la boca abierta.
Bajo ella, me arqueó, enviando una nueva descarga contra su útero, mientras giro la cabeza para mirar a mi hermana. Sus bellísimos ojos no se apartan de los míos mientras gozo.
Estoy en el paraíso.
Maby tira de las mantas para taparnos, sin bajarse de encima de mí.
Pam se acurruca contra nosotros.
El sueño llega.
Si queréis comentar algo, mi email es: la.janis@hotmail.es
 

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                                CONTINUARÁ
 

Relato erótico : El legado (6) el primer crimen ” (POR JANIS)

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El primer crimen.

 

Despierto suavemente. Apenas hay ruido en la calle, por lo que tiene que ser aún temprano. Mi brazo izquierdo abraza la cinturita de Maby, quien tiene sus desnudas nalgas contra mi cadera. Pam duerme apoyando su cabeza rojiza sobre mi pecho, con mi otro brazo como almohada. Lo saco con mucho cuidado, pero Pam abre los ojos. Me mira y sonríe, los labios hinchados.
―           ¿Dónde vas?
―           A correr un rato. Sigue durmiendo – y la beso suavemente.
Me hago el firme propósito de comprarme unas buenas zapatillas para correr. No puedo seguir con estas botas en la ciudad. Es extraño como cada mañana, me siento más ágil y resistente. ¿Cosa de Rasputín?
Pues claro, ¿de quien va a ser entonces?
Hoy tomo una nueva ruta que acaba llevándome ante un gran bazar de electrónica. Pienso que necesito moverme por Madrid, con la camioneta. No puedo depender de taxis, ni metro. Me encuentro con una zona para peatones, donde se alzan varias máquinas para gimnasia. Están diseñadas para la gente de la tercera edad, por lo que no son agresivas. Es divertido usarlas. Me paso casi una hora con ellas, casi forzándolas, hasta que decido regresar.
El bazar de electrónica está abriendo. Me detengo y palpo la pequeña riñonera donde llevo las llaves, el móvil, mi documentación y, por suerte, una tarjeta de crédito. Me llevo una gran sonrisa del dependiente por ser el primer cliente del día.
―           Necesitaría un GPS, pero no tengo ni idea de cómo se usa – confieso al joven sonriente.
―           No se preocupe. Son muy fáciles de manejar.
Me muestra varios modelos. Elijo el más facilón y grande. Le pregunto si lleva un buen callejero de Madrid.
―           Si, por supuesto, aunque puedo meterle también uno de los mejores, antes de que se lo lleve.
Acepto y se dedica a ello. Me enseña a manejar el aparato. Tiene razón, es fácil. Introducir el destino y actualizar posición. Se pueden elegir rutas alternativas, solicitar información del tráfico, estimación del tiempo y del combustible, y hasta información sobre gasolineras, restaurantes y ocio. Muy completo. Me lo carga a la tarjeta y me despido. No estoy seguro, pero me parece que me ha guiñado un ojo al irme.
Cuando llego al piso, las chicas ya están despiertas. Me meto en la ducha mientras ellas preparan el desayuno. Me sorprenden con un bol de avena dulce y leche, y tostadas con queso fresco.
―           Desayuno bajo en calorías – explica Pam.
Mientras desayunamos, Pam nos da los nombres de las dos chicas que ella reconoció en la fiesta a la que la llevó Eric, así como el de la agencia en la que trabajan. También le pido el apellido del proxeneta, puede que lo necesite en la indagación. Maby se viste para la ocasión, haciendo honor a las viejas películas de detectives.
Traje de chaqueta y pantalón, color crema, con una camisa azulona, y una corbata estrecha beige tostado. Cinturón y zapatos a juego, de cuero marón. Los zapatos, masculinos y flexibles, por supuesto, por si hay que correr. Cubre todo, con el impermeable que usó para salir en Salamanca, y lo remata con un pequeño sombrero de hombre, gris y de corte clásico, años 50.
¿Qué tendrá esa chica en el armario?, me pregunto.
Parece excitada por el asunto. Nos subimos a la camioneta. Coloco el GPS y lo conecto. Maby mira con curiosidad. Me encojo de hombros ante su muda pregunta. Inserto la dirección de la agencia de las chicas, y, en segundos, me da un camino. Tardamos casi media hora, sobre todo en encontrar un sitio para aparcar. La oficina de la agencia está en el tercer piso de un edificio centenario.
Maby se ocupa de hablar con la recepcionista. Le pide información sobre los próximos castings de la agencia, y, de paso, si están visibles las dos chicas que estamos buscando, alegando una amistad con ellas. El comentario acertado de que son sus madrinas, predispone a la madura recepcionista. Nos dice que una de las chicas se marchó ayer para un trabajo en Marbella y no regresará hasta el final de semana. La otra, por el contrario, llamó, la misma mañana, para suspender una sesión de fotos que tenía programada, aludiendo una enfermedad. Según la recepcionista, sonaba más a resaca que a enferma. Maby, con su maravillosa sonrisa y dulces palabras, consigue la dirección de esa chica.
―           ¿Has visto? ¿A que soy buena como detective? – me dice, al descender las escaleras del edificio.
―           Tú estás buena desde que naciste – la sorprendo.
―           ¡Chulazo! – me responde, con un meneo de caderas, justo en el último escalón.
Esta vez, llegar a la nueva dirección, nos toma casi una hora. El tráfico está fatal y, al parecer, la chica vive en las afueras. Es un barrio de reciente construcción, con muchos edificios aún sin acabar. Maby llama al timbre de la puerta, situada en una sexta planta de un inmueble de ángulos redondeados.
―           ¿Si? – pregunta una voz desde detrás de la puerta.
―           ¿Belén Toro?
―           Si, ¿Quién es?
―           Soy una compañera. Trabajo en Visión Martínez, y me gustaría hablar contigo. Me llamo Maby Ulloa y seguro que nos hemos visto en alguna pasarela.
―           ¿Maby Ulloa? Si. Tú hiciste el pase para Stella McCarney, ¿no? – pregunta, abriendo la puerta.
―           Si, así es.
―           Me gustaste mucho. Eres buena para ser tan joven – la chica se apretuja más en su bata, apoyándose en el quicio. Su mirada pasa de Maby a mí. Sus ojos huyen del contacto directo.
Tiene miedo.
―           Este es Sergi, mi novio – me presenta Maby. Le estrecho la mano. Por algún motivo, la miro fijamente, y la noto estremecerse. – Mira… te seré sincera. Tengo un problema con un modelo que trabaja en Massante Models. Se llama Eric y creo que tú también le conoces.
Belén mira a ambos lados del pasillo y nos indica que pasemos. El piso es muy luminoso y está amueblado con estilo modernista, muy coqueto. Belén me resulta mano, pero la curvatura de sus hombros encogidos y ese miedo huidizo que destila, la afean.
―           ¿Un problema con Eric? – vuelve a preguntar.
―           Si. Tiene algo sobre mí que no me gustaría que se conociera, ¿comprendes?
Belén asiente. Seguro que ella está igual.
―           Trata de obligarme a hacer cosas que no quiero. Sergi se ha ofrecido para ayudarme, pero necesitamos saber si Eric está solo o tiene más socios que pueden usar esa información.
Belén no contesta. Solo se muerde el labio y mira el suelo.
―           Belén – susurro su nombre. – Mírame…
Ella levanta la vista lentamente, y posa sus ojos lánguidos y oscuros sobre los míos. Parecen los de un cervatillo.
Así… déjame a mí… háblale suave…
―           Sé que te encuentras en poder de ese cabrón. Conozco lo que hace con las chicas, como abusa de ellas, como las vende – me acerco a ella despacio. Belén mantiene el contacto visual. – No quiero que Maby pase por eso, jamás. Si es necesario, le mataré y ya no podrá hacer nada…
―           Pero, las fotos… — gime ella.
―           Todo desaparecerá cuando él ya no esté. Fotos, vídeos, archivos.
Se arroja en mis brazos, llorando. La acuno, dándole calor y confianza. La bata que lleva puesta, resbala de uno de sus hombros, revelando varios surcos oscuros. Miro a Maby y ésta se acerca, bajando aún más la prenda. Belén tiene toda la espalda llena de gruesos verdugones. Ha sido azotada con saña, recientemente.
―           ¿Te ha hecho él esto? – le pregunta Maby.
Belén niega, sin dejar de llorar.
―           Tranquila, pequeña, tranquila. Yo te protegeré – le susurro. No sé aún por qué, pero le beso la frente y el cabello, recogido en una graciosa cola castaña. Maby me mira, pero no parece recriminarme.
La verdad es que parece una muñeca entre mis brazos. Es delgada y muy frágil. Sus sollozos se serenan. Hipa un poco y sorbe sus lágrimas. Abandona mis brazos. Sin más palabras, se da la vuelta y deja deslizar la bata por su espalda, hasta dejarla en el suelo. No parece importarle quedarse en bragas delante nuestra.
Maby se lleva las manos a la boca. No solo la espalda de Belén está llena de brutales señales, también sus nalgas y la parte posterior de sus muslos. Con razón, se ha excusado en el trabajo. No puede aparecer así para una sesión de fotos.
―           El sábado, Eric trajo un hombre, sin avisar, sin contar conmigo para nada. Venían muy enfadados – nos confiesa. – Por lo que pude comprender, ese cliente hijo de puta esperaba estar con otra chica, la pelirroja la llamó… No sé si es que la chica había huido o estaba enferma, no lo sé, pero me obligó a estar con él… se desahogó conmigo.
¡Me cago en Satanás! ¡Ese tío iba para Pam, si no hubiera ido a la granja!
―           ¿Qué tiene contra ti? – le pregunta Maby.
―           Unas fotos de una despedida de solteras.
―           ¿Comprometedoras?
Ella asiente. No quiero preguntarle más.
―           La mayoría de las veces no es nada malo. Eric nos pone en contacto con señores amables, limpios y discretos. Muchas de nosotras necesitamos ingresos extras – explica. – Incluso muchas de las chicas están en esto voluntariamente. Pero, otras, como yo, pues no…
―           Te juro que intentaré destruir todas esas pruebas que Eric guarda – le prometo, cogiéndola de las manos y mirándola.
―           Gracias – musita, con una bella sonrisa. – No he visto a Eric nunca con amigos o socios. Siempre viene solo, pero sé que está en contacto con una mujer…
―           ¿Una mujer? – pregunta Maby.
―           Una vez teníamos que acudir a una importante fiesta de disfraces. Así que nos llevó, de una en una, a una gran casa, donde nos probamos disfraces y nos lo retocaron para adecuarlos. En esa casa, había chicas desnudas y una señora madura parecía la directora. La llamaba señora Paula y parecía conocerle muy bien.
Eso tiene todo el aspecto de un burdel.
―           ¿Sabes donde está esa casa? – pregunto, esperanzado.
―           En Arturo Soria, casi metida en el pinar de Chamartín. Es una casa grande, de ladrillo rojo, con verja alrededor y jardines.
―           Gracias, Belén – le digo, tomando su carita con mis manos. Con un impulso, me inclino y la beso suavemente en los labios. Ella responde, tímidamente. – Le daré un par de ostias de tu parte.
Maby no dice nada hasta estar en la camioneta. Noto que me mira fijamente mientras meto la nueva dirección en el GPS.
―           ¿Has sido muy tierno ahí arriba? – me dice.
―           ¿Por comprenderla?
―           Y por besarla. Belén parecía necesitar precisamente eso, una muestra de confianza y respeto, y tú has sabido cómo dársela. Estás sorprendiéndome mucho en estos días. No parece que quede gran cosa del chico paleto que conocí hace meses.
“Gracias, Rasputín.”
De nada.
―           ¿No te has enfadado por el beso?
―           No, en absoluto – responde ella, con aplomo. – Ni siquiera lo he considerado como algo sexual. Creo que si no se lo hubieras dado tú, lo hubiera hecho yo, aunque así, ha quedado mejor.
―           Venga, no nos pongamos sentimentales – me río y arranco la camioneta.
Es casi mediodía cuando localizamos el caserón. Está apartado y rodeado de árboles y setos, así como de una gran valla. Nos quedamos a curiosear, sin salir de la camioneta. Llevo unos buenos prismáticos en la guantera. Rasputín tiene razón, parece un burdel. En el par de horas que estamos allí plantados, entran, al menos, una docena de hombres bien vestidos, con maletines, por la pequeña puerta de la gran reja. No solo eso, sino que varios coches han entrado y salido; vehículos con los cristales oscurecidos. Cada media hora o así, un tipo grande, con gafas de sol, da una vuelta por los jardines, fumando un cigarrillo. ¿Seguridad? Seguramente. Además, hay cámaras en las esquinas de la verja y en la puerta de entrada.
No creo que haya manera de colarse sin ser vistos. Debe de ser un sitio bastante exclusivo. Maby piensa lo mismo.
Estos sitios se quedan desiertos después del almuerzo. Es una hora tonta, sin clientela. Si haces lo que te diga, tendremos una oportunidad.
Decido escucharle.
Las madames de los burdeles suelen ser, en su mayoría, putas jubiladas, o verdaderas oportunistas que se han hecho ricas con el trabajo de otra gente. En cualquier caso, esas mujeres no buscan hombres, hastiadas de ellos, sino savia joven, ya sean jovencitos o chiquillas primerizas. Lo que las pone a todas ellas es corromper la inocencia, educar en el vicio y el placer. Como te he dicho, tienes una oportunidad. Debes presentarte buscando a Eric, desesperado, cándido, perdido. Debes dejar claro que, sin Eric, no puedes sobrevivir. Le has buscado en su casa y no está, no contesta a tus llamadas, y tienes que encontrarlo. Tendrás que inventar algún pretexto creíble.
Puede que a esa señora le vayan las chicas, con lo que no te ayudará y te echará a la calle, pero cabe que le gusten los jovencitos y vea en ti una presa codiciada, que es exactamente lo que buscas. Entonces, debes dejarme actuar… sé como sonsacar a esas mujeres maduras. Puede que acabes en la cama con ella, pero, el que algo quiere, algo le cuesta, ¿no?
“¿Eso es un plan? ¿Tengo que dejarlo todo a la improvisación, a la suerte, y a los deseos corruptores de una mujer?”
¿Tienes algo mejor?
Refunfuñando, le digo a Maby que es buena hora para darle una sorpresa a Eric. A cada momento que pasa, estoy más seguro que Eric trabaja solo como gancho. La dirección de Eric es un pequeño adosado en la zona alta del Limonar, no muy lejos de allí, pero más metido en la ciudad. Al llegar, las persianas están bajadas y no se escucha nada en el interior. Ni siquiera llamo. Una fuerte patada, y la jamba de madera de la puerta salta en pedazos, liberando la cerradura.
―           ¡Joder, que bruto! – exclama Maby, con el sobresalto pertinente.
Después de recorrer todo el cubil de Eric, tres cosas quedan en evidencia: la primera, el sujeto no está y, al parecer, no ha pasado la noche ahí; la segunda, que no brilla por su limpieza, y, la tercera, no hay rastro de ordenadores, ni archivos.
―           Volvamos a casa. Comeremos y pensaremos en algo – dice Maby, tirando de mi mano.
―           Vale.
Pam está muy ansiosa por saber noticias. Quiere que se lo contemos todo, nada más llegar al piso. Maby se encarga de eso, mientras yo me dedico a guisar un buen arroz caldoso, con verduras y mariscos.
Mi hermana se queda muy impresionada con mi comportamiento en casa de Belén, y me abraza por detrás, mientras el arroz hierve.
―           ¿Sabes de algún sitio dónde se haya podido esconder esa rata? – le pregunto a Pam.
―           No, a no ser que haya vuelto con sus padres.
―           ¿Sus padres viven aquí, en Madrid?
―           No, en Huesca, en los Pirineos.
―           ¿Tienes su número?
―           No – contesta Pam, abatida.
―           Bueno. Volveré a darme una vuelta por su casa, esta tarde. Puede que encuentre allí el número o la dirección.
―           Si, es una buena idea. Iremos en cuanto…
―           No, tú no vienes – corto a Maby.
―           ¿Por qué no? Esta mañana he sido muy útil.
―           Si y te lo agradezco, pero, esta tarde, voy a intentar colarme en un burdel, y tú, con tu edad, no te puedes presentar para puta.
Pam se ríe, pero después se queda seria.
―           ¿Será peligroso? – me pregunta, preocupada.
―           No más que ir al dentista, supongo. No voy a meterme en la cama con ninguna puta. Intentaré sonsacar a esa señora Paula.
Si, la reina puta.
¡El cabrón se ríe!
Nadie parece que se ha dado cuenta de la puerta reventada del chalé de Eric. La verdad es que la deje bien atrancada cuando nos fuimos. Entro con autoridad, como si la casa fuera mía. Hay que confiar a los posibles vecinos. Tengo suerte a los quince minutos de estar dentro. En un cajón lleno de papeles, encuentro un papel con un teléfono anotado y las palabras “papá casa” escritas. También encuentro varias cartas y postales de sus padres, con el remite. Seira, Huesca.
Si Eric está herido, como creo, lo más lógico es que se haya refugiado con sus padres. La montaña sería perfecta. Pero ese viaje turístico es mi último cartucho. Antes tengo que probar en el burdel.
Llamo a Pam. La convenzo de que debe llamar a Eric y averiguar donde está, aunque tenga que simular que le pide perdón por lo que yo le he hecho. Si no contesta o no puede averiguar donde está, que llame al número de sus padres, el cual le paso, y se invente algo. Me contesta que lo hará, que Maby le ayudará.
El tipo me mira fijamente. Pone mala cara. No parezco un cliente. No llevo traje, ni tampoco maletín, ni tengo la edad adecuada.
―           ¿Si? ¿Buscas algo? – me pregunta el tipo de las gafas de sol, abriendo la puerta de la casona.
―           Por favor, tengo que ver a la señora Paula. Es muy urgente – le digo, con voz compungida, evitando mirarle a la cara.
―           ¿Para?
―           Necesito su ayuda… por favor…
El tipo parece pensárselo y, finalmente, me deja pasar. El vestíbulo es lujoso y el pasillo que nos conduce a la sala de espera, está lleno de viejas fotos del Madrid de principios del siglo XX. Me encuentro con varias chicas ligeras de ropa en la sala de espera. Por el momento, no hay clientes. Las chicas me miran con curiosidad. El matón ha desaparecido por una puerta.
―           ¿Tu primera vez? – me pregunta una de las putas, una chica con aire latino, de generosos muslos, cubiertos por medias oscuras.
Asiento, manteniendo la cabeza baja.
Así, muy bien. Interpretas muy bien la timidez.
“Hasta hace poco lo era.” Me empiezo a dar cuenta de lo que estoy cambiando. Este juego incluso me gusta. Disfruto de él.
El hombre vuelve a salir y me indica que pase. Lo hago enseguida. Contemplo a la famosa señora Paula. Está sentada a un escritorio de bruñida madera, atareada con un libro de contabilidad y un sinfín de facturas. Deja el bolígrafo y levanta los ojos. Los tiene muy negros, rasgados.
Contará con cuarenta y cinco años, más o menos, muy bien llevados. Aún conserva un bello rostro, de pómulos marcados y amplia boca. Un lunar negro ocupa un lugar privilegiado en un lado de su labio superior.
―           Dicen que buscas mi ayuda. ¿De qué me conoces, niño? – me pregunta, con un tono muy suave, engañoso.
―           Eric me habló de usted, señora Paula.
―           ¿Eric?
―           Si, Eric, el guapo – dejo caer.
Ella sonríe. No hay tantos Eric en el mundo que sean tan guapos.
―           ¿Por qué te ha hablado de mí?
Suéltale la historia, Sergio.
―           Verá usted, señora. Me prometió que me escondería… Yo no… — bajo la cabeza todo lo que puedo. – no sé donde ir… no conozco Madrid… me dijo que me podía quedar en su chalé…
―           Tranquilízate, jovencito. Respira, eso es. Por lo que puedo ver, tienes problemas, ¿verdad?
Asiento presuroso. Dejo que mis manos retuerzan los dedos.
―           ¿Y Eric te dijo que te ayudaría con ellos?
―           Si, señora.
―           Entonces, ¿por qué vienes a verme?
―           Porque Eric no está en su casa. Lleva dos días sin aparecer. No contesta al móvil… me ha dejado tirado…
―           Vale, comprendo.
―           Él me habló de usted… que trabajaban juntos…
―           ¿Te dijo eso? – su tono suena preocupado.
Asiento nuevamente. Rasputín no me deja mirarla directamente.
―           Si. Me dijo que podía confiar en usted… que entendía los problemas de los jóvenes.
―           Cierto.
Bien jugado.
―           No puedo volver a casa. Tengo diecisiete años, soy menor, pero no… no quiero volver – no sé de donde saco el sollozo, pero es convincente.
―           ¿Vas a contarme porque has huido de tu casa?
Niego vehementemente con la cabeza. Noto los ojos de la mujer recorrer mi cuerpo, calibrándome.
¡Ahora! Mírala y no apartes los ojos. Sostén su mirada.

 

Nuestros ojos conectan en cuanto los alzo, con una fuerza desconocida. He dejado de respirar, ella también. Es como si no existiera nada más a nuestro alrededor, solo sus ojos y los míos. Su labio inferior empieza a temblar, como si estuviera a punto de llorar, pero no aparece lágrima alguna. De repente, con un gran suspiro, retoma el ritmo de sus pulmones. Se atusa el pelo tras apartar la vista.
Ya está.
“Ya está ¿qué?”
Está hechizada. Se dejará convencer de cuanto le digas o pidas, siempre que no lo hagas de forma brusca y directa.
“¿Es broma?”
No. Ese es uno de las cosas que debo enseñarte, clavar la mirada. Un impulso sugestivo que relaja las defensas de quien lo recibe, tanto éticas como morales. Conseguí mucho con esa técnica.
Joder. Joder…
―           Entonces, ¿en qué puedo ayudarte? – pregunta la señora Paula.
―           Tengo que encontrar a Eric… puede que usted sepa si tiene otra casa, o dónde viven sus padres… no puedo perder a Eric también… me lo prometió.
―           Pobrecito. Estás desesperado, ¿verdad? – la señora se pone en pie y rodea el escritorio, cogiéndome de las manos. Yo asiento una vez más.
Ahora puedo verla al completo. Por debajo del metro setenta. Viste blusón oscuro, de satén, y un pantalón blanco, algo ceñido, que pone de manifiesto que aún conserva una admirable figura.
―           Parece que estás muy pillado con Eric. ¿Harías cualquier cosa por encontrarle?
―           Si, señora, cualquier cosa.
―           Ese cabroncete sabe escogerles, no hay duda – murmura ella y no sé a qué se refiere. – Ven, vamos a tratar esta cuestión con más calma, en mi habitación…
Aprovecha la sugestión… cuanto más baje sus defensas, más colaborará.
Tíos, es como tener tu propio manual de instrucciones personalizado.
Para ella, yo soy un dulce que robar, una oportunidad de caramelo. Me lleva a su dormitorio, donde destaca una amplia cama redonda, con sábanas de seda. La señora se cuida. Hace que me sienta en el borde y se coloca delante, desabotonándose la camisa y sonriendo.
―           Veras, puedo contarte cosas de Eric, pero siempre hay un precio. ¿Comprendes? Debes complacerme. ¿Cómo te llamas, chico?
―           Jesús, señora. Haré lo que usted quiera…
―           Eso es. Has comprendido a la perfección – acaba mostrándome unos senos opulentos, de grandes pezones y un poco caídos, pero aún atractivos. — ¿Te gustan?
―           Si, señora Paula.
―           Pues ven y me los besas – dice mientras los sujeta con sus manos.
Avanzo de rodillas hasta ella y hundo mi rostro entre sus grandes tetas. Succiono, chupeteo y mordisqueo como un niño hambriento. Ella comienza a suspirar, aferrándose a mis hombros.
―           ¡Que hambre tenías, Jesús!
―           Mucha… mucha…
―           ¿Has estado antes con una mujer, Jesús? – me

atrapa las mejillas con las manos y me mira, apartándome de sus senos.

―           No, señora.
―           Perfecto, hoy vas a convertirte en todo un hombre – dice mientras me empuja de nuevo hacia la cama.
La dejo que me quite los pantalones y después la sudadera. Entonces es cuando presta atención al bulto de mis boxers. Me los baja con dedos temblorosos. Veo como su expresión se transforma.
―           Jesús, por tu madre… esto se avisa antes… ha estado a punto de darme una cosa mala… ufff… ¡la madre que me parió! ¿Cuánto te mide?
―           Treinta centímetros, señora. ¿Es malo?
―           No, no, por Dios, ¡que va a ser malo! Pedazo de gilipollas el Eric… ¿Me dejas chupártela, Jesús?
―           Si, lo que usted quiera, señora.
La experta boca de la señora Paula cae sobre mi polla demostrando su hambre atrasada. Pone todo su empeño, su sapiencia, y su deseo en pulir mi herramienta. La verdad es que la señora tiene arte, hay que decirlo. Mi polla jamás se ha puesto tan dura. Finalmente, se pone en pie, resollando. Los ojos le arden, las mejillas encendidas. Se baja el pantalón y el tanga, con desesperación.
―           ¡Tengo que metérmela! ¡Por Dios, que me la meto! – murmura, tomándola con las manos y restregándola contra su pubis, bajo sus muslos, enfebrecida.
Es mi turno de actuar. Me siento en la cama, dejándola jugar con mi miembro, pero impidiéndole que se empale.
―           Antes de eso, señora Paula, debería saber donde puede estar Eric…
―           ¡No lo sé! – exclama histérica. – Puede que esté en casa de Julien. Ese camello también está por sus huesos. Déjame que me clave, por favor…
―           Aún no. ¿Eric es gay?
―           Es bisexual, le saca partido a todo, pero, por lo que sé, solo mantiene relaciones sentimentales con hombres, nunca con mujeres. ¿Puedo ya? – busca frotarse el clítoris contra mi mástil.
―           Una pregunta más. ¿Eric trabaja por su cuenta?
―           No, Eric es un gancho más de la organización. Se ocupa de las modelos, ya que trabaja en ese mundillo. No seas malo, ya no aguanto más… Te dejaré que me la metas también por el culo, si quieres, por favor…
Como ha cambiado la cosa. Tengo que aprender eso de “clavar la mirada”. Es de alucine. Con una sonrisa, la dejo que se empale lentamente. No deja de gemir, los ojos en blanco.
―           ¿Sabes cómo consigue Eric a las modelos? – pregunto mientras la dejo a su aire.
―           Las chan… tajea…
―           ¿Y comparte sus archivos con la organización?
―           Noooo… es muy celoso… con sus inver…siones…
―           ¿Conoces dónde guarda esos archivos?
―           Uuuhhh – se mete toda mi polla, como una campeona. – No… no sé… espera… espera… no te muevas aún… que me partes…
―           Cuando usted diga, señora Paula… ¿qué pasaría si Eric no apareciera más?
―           Suuu… pongo que sus chicas… se perderían…por lo menos, las que chantajea…aaaaahhh… eres un borrico, cariño… la organización buscaría otro… gancho y ya está…
Giro y la dejo caer sobre la cama. Pongo en marcha mis caderas, con un ritmo lento.
―           ¿Y usted, señora Paula, qué es usted para la organización? – le pregunto mientras ella intenta alcanzar mi boca con su lengua.
―           Controlo a las putas… las de esta casa y otras…quédate conmigo y las tendrás a todas… serás el chulo mayoooor… te las follarasss a todasssshiiiii…
―           ¿Te gustaría tener esta polla para siempre, eh guarrona? – susurro mientras aumento las embestidas.
―           Ooh si, claro que siiii… ooooh, dulce santa madre de los malditos… jamás…
―           ¡Dilo!
―           Jamás me… habían machacado… así…
Sus manos se aferran a mi cuello, con fuerza, para poder levantar más las piernas, ya que no queda más espacio para mi polla. Atrapo su lengua con mis labios y tiro de ella, con fuerza. Gruñe como un animal. Está totalmente entregada a sus sentidos.
―           ¡Córrete! ¡Córrete ya, que quiero meterla en tu culo! ¿Lo soportaras?
―           Si, si… oh siiii… ya, cariño mío, ya me corro… me corrooo… ¡¡ME CORROOOO!!
Un auténtico mal de San Vito recorre su cuerpo, agitando caderas y piernas, entre estertores. La saco y le doy la vuelta. Tiene buenas nalgas, amplias y redondas. Ella alza la cabeza en cuanto se recupera algo.
―           ¡Espera, espera! ¡En seco no! – exclama con miedo.
Se arrastra por la gran cama hasta alcanzar una de las mesitas de noche, de donde saca un tubo de crema lubricante.
―           Deja que te la ponga en esa magnífica polla, cariñito.
Ella misma se mete un dedo en el ano, lleno de crema. Se nota que está acostumbrada porque enseguida dilata el anillo del esfínter.
―           Con cuidado, eh, Jesús, que lo tuyo no es una polla, es un obús – murmura, pero sus ojos parecen decir lo contrario.
Es mi primera sodomía y me cuesta meterla, aún con una señora tan experimentada. El ano es mucho más estrecho que una vagina y no está apenas lubricado. Hay que abrir camino lentamente, y dejarlo despejado y resbaladizo. La señora Paula muerde las sábanas de seda, de color salmón y huevo. Mi polla la está matando, pero no protesta lo más mínimo.
―           Lento… lento… así… Jesús. Hasta que la metas toda… la quiero toda dentro…
―           Si, señora. ¿Empujo?
―           Si, un poco más… ñññggghh… para, para… déjame descansar.
Métela de un tirón. No le hagas caso. Le gusta que le hagan daño.
“¿Cómo lo sabes?”
He conocido a otras como ella. Son controladoras y frías con sus allegados, pero cuando sucumben a la lujuria, sale su verdadera condición. Son autoritarias porque en el fondo no son más que unas putas esclavas sin freno. Es una forma de compensar o de esconderse. ¿Comprendes? Ella ya se te ha entregado, es tuya para lo que quieras, mientras te recuerde. ¡Dale con fuerza!
Se la clavo de un tirón, sin miramientos. La señora aúlla con fuerza. Se estremece toda, babea y llora a la vez.
―           Ca…brón – apenas puede hablar.
―           Si, tu cabrón, recuérdalo – le digo al oído, embistiendo con rapidez en su culo.
―           Si… si… mi niño…
Pinzo su clítoris con dos dedos, con fuerza, y lo retuerzo. Un sonido estrangulado surge de sus labios. Su cabeza cae sobre la sábana, sin fuerzas, abandonado a lo que le hago sentir. Siento que mi orgasmo es inminente. Azoto con mucha fuerza sus nalgas, un par de veces. Alza de nuevo la cabeza con presteza mientras jadea con fuerza. Sus nalgas adoptan un ritmo vertiginoso, follándome a su vez. Descargo al menos cinco veces en su culo, mientras mis dedos tironean de uno de sus pezones. Ella rinde la espalda y cae de bruces sobre la cama, estremeciéndose toda.
―           Soy tu puta… soy tu putaaaa… toda una putaaa – la escucho decir bajito.
Tras unos minutos de descanso, la señora Paula me limpia la polla con unos pañuelos humedecidos en colonia y nos vestimos. Ella tiene una extraña sonrisa en los labios. Me acompaña hasta la puerta, cogida de mi brazo, tras darme el número de móvil de Eric, el móvil laboral. No me sirve de mucho, pero no se lo voy a despreciar.
―           Y recuerda, Jesusín, cariño, si Eric no puede ayudarte, vente por aquí, que yo te apadrino en la organización, con mucho gusto – me dice, dándome un tierno beso como despedida.
Hay buenas noticias cuando regreso al piso. Pam ha conseguido que la chica de servicio de la finca de los padres de Eric, le confirme que toda la familia está allí. Si, el “guapo modelo” también, palabras textuales. Les digo lo que ha averiguado en el burdel, aunque me callo la forma como he conseguido la información. Las chicas me miran, contritas.
―           Tengo que ir. No hay más remedio – respondo cuando me doy cuenta de cómo me miran. – El único que puede hacerte daño es ese chulo. “Muerto el perro, se acabó la rabia”.
―           Pero estás hablando de matar a una persona – insiste Pam.
―           Yo no lo considero una persona.
―           Pero es peligroso. Algo puede salir mal – Maby también tiene dudas.
―           Entonces, ¿qué proponéis? ¿Nos quedamos aquí, a esperar que se recupere y vuelva a por ti y por mí, mucho más preparado, con ganas de vengarse?
―           No, no – se echa Maby en mis brazos. – Cariño, eso jamás. Si hay que hacerlo, se hace. Por eso vamos a ir contigo.
Pam asiente, dando su brazo a torcer.
―           ¡Ni de coña! ¡Esto es cosa de uno solo! Si algo sale mal, ¿quereis que vayamos todos al talego? Eso no es juicioso. Yo estoy más preparado físicamente, así que yo voy.
Las chicas bajan la mirada. No pueden discutir mi lógica.
―           Entonces, tengo que salir ya. Son las seis de la tarde. Tengo casi cinco horas hasta Seira, puede que algo más con esas carreteras de montaña. Necesito un par de mantas para no perder demasiado calor durante la vigilancia. Una buena linterna, un termo, una pala y una palanqueta. Mejor ir preparado. Bajo a la ferretería y, de paso, llenaré el depósito de la camioneta. ¿Me preparáis unos sándwiches y un poco de café?
―           Claro – dice Pam, dándole un codazo a Maby, que me mira embelesada.
Salgo de Madrid sobre las ocho de la tarde. No hay demasiado tráfico. Llevo una buena recopilación de AC/DC sonando a toda pastilla. He descubierto que los roqueros australianos también le gustan a Rasputín.
Este no deja de hablarme sobre aprender a “clavar la mirada”, lo que me dará mucha ventaja en hacer que la gente me obedezca o me preste una especial atención. Es pesado dando la vara, pero tiene razón, es hora de que me enseñe sus trucos más sucios.
Aún no sé lo que voy a hacer. No tengo ningún plan pensado. Todo está en mano del azar y de la improvisación. Sé que soy bueno improvisando y, además cuento con Rasputín y sus consejos, pero no tengo ni idea con lo que me voy a encontrar. No conozco la finca, ni el terreno, ni siquiera a la familia. El reconocimiento se hace necesario.
Hago varias paradas para no quedarme dormido, no por sueño, sino por aburrimiento. En la última parada, lleno el termo de fuerte café en una venta de carretera y compro varias chucherías. El azúcar me va a hacer falta.
Encuentro la finca bien de madrugada. Está en la falda de una montaña, es extensa, y está rodeada de un alto y viejo muro de piedra. Aparco en lo que me parece el bosque, aunque hay poca luna. Me abstengo de encender demasiado la linterna. Pongo el despertador del móvil para las seis de la mañana, y me envuelvo en las mantas. Me cuesta poco quedarme dormido.
El pitido repetitivo me despierta. Apago el móvil y atrapo el termo. El café aún está tibio. Un buen trago para despertar. Meto la linterna, los prismáticos y el machete que llevo en el coche, en la pequeña mochila de viaje que también llevo tras los asientos. Seria buena idea llevar también la palanqueta, aunque sea en la mano. Echo dentro la bolsa que contiene aún un sándwich y las chucherías que he comprado, junto con el termo casi vacío. Ahora, es cuestión de buscar un buen sitio para observar.
No me he equivocado, he metido la camioneta en un bosque de pinares y fresnos. Me muevo bajo los árboles en dirección de la finca. Encuentro unos riscos que me permiten otear la gran casa de una sola planta que se levanta en una gran plataforma o bancal, ganada a la montaña. En otra plataforma, más pequeña e inferior, han construido una piscina, junto con el espacio que necesita para la comodidad de los bañistas.
Al amanecer, veo movimiento. Enfoco los prismáticos. Un hombre, maduro y fornido, saca varios aparejos de pesca y carga un 4×4. Poco después, sale la finca por la gran puerta metálica de la entrada. Sin duda el padre.
¿De pesca? Bien, uno menos. Espero. Hago flexiones. Espero aún más. Desayuno con el sándwich y el café que queda. Espero.
Sobre las nueve y media, una señora rubia y alta, saca del garaje un pequeño utilitario y sale de la finca también. Es la mía. Puede que haya más gente dentro, pero debo arriesgarme. Me meto un pastelito en la boca y salto el muro.
Mala suerte. Hay un perro, un pastor ovejero. Le espero llegar, ladrando. Un fuerte sopapo en el hocico le frena y le aleja. No es demasiado fiero. No molesta más. Rondo la casa, buscando un sitio para colarme y no dejar huellas. Bien, la puerta del garaje no se ha cerrado del todo, sin duda al sacar el utilitario.
Entro en la casa. Escucho. Nada. Marcó el número de móvil que la señora Paula me ha dado. Suena al fondo del pasillo. ¡Eric está aqui! Corto la llamada. Dejo pasar diez minutos para que vuelva a dormirse y me meto en su habitación. Le encuentro roncando, con un brazo en cabestrillo y el otro vendado. También tiene el torso vendado, bajo la camiseta. Si que le he hecho pupa. A pesar de eso, parece un angelito durmiendo. El cabrón es muy guapo. Le despierto suavemente, colocando la punta del machete sobre uno de sus ojos.
Se queda muy quieto, balbuceando preguntas. Le sonrío.
―           Hola – le susurro. — ¿Me echabas de menos?
Cógele la polla.
No entiendo lo que me quiere decir Rasputín.
Tienes que controlarle. Con alguien tan asustado, no sirve de nada la sugestión, ni la hipnosis, ni nada de eso. ¡Piensa! Si no ve salida alguna, puede no decirte la verdad, o hacer una locura. Tienes que darle siempre una salida para que haga lo que tú quieras.
El viejo Rasputín parece saber de estas cosas.
Sabemos que es homosexual.
“Bisexual.”
¡Lo que sea! Si le acaricias sexualmente, creerá que él te gusta, que puede recuperar el control y disponer de una oportunidad de salvar su vida.
Muy listo. Meto mi mano bajo las mantas y le sobo la polla. La tiene empalmada, a pesar del miedo, y no es muy grande. Respinga al no esperar la caricia.
―           Pensaba matarte para que no me denunciaras, ni usaras lo que tienes de mi hermana, pero, al verte así, dormidito, no sé… eres demasiado guapo. No puedo matarte – le susurro.
―           No… me mates – suplica. — ¿Cómo me has encontrado?
―           Soy un sabueso – ironizo, apretándole los huevos.
―           Haré lo que tú quieras… todo lo que quieras – se ofrece.
―           ¿Quién hay en la casa?
―           Mis padres.
―           ¿Alguien más? ¿Criada, algún hermano?
―           No. ¡Ouch! – le he vuelto a apretar. — ¡Lo juro!
―           ¿Dónde tienes los archivos de todas las chicas?
―           En mi casa, en Madrid.
Mentira. Son su garantía. No los dejaría solos.
Le pincho en una ceja. Salta una gota de sangre.
―           ¡Está bien! Están en un servidor seguro, a la espera de que los desencripte si son necesarios – confiesa.
―           Entonces, podrás borrarlos online.
―           Si, pero aquí no hay Internet.
―           Está bien. Levántate y haz la maleta. Te vienes conmigo.
―           ¿La maleta? ¿Por qué?
―           Porque vas a hacer un viajito. No me fío de dejarte atrás. Se te pueden ocurrir muchas cosas raras.
―           ¡No haré nada! ¡Lo juro!
―           He pensado que mejor compras un pasaje a… no sé, ¿Río de Janeiro? Te puedes pegar una buena vida allí.
―           Si, si… — acaba comprendiendo, con alivio.
―           Y no volverás jamás. Así ganaremos todos, tú, yo, las chicas que extorsionas, y hasta tus pobres padres…
―           Eso haré. No quiero problemas – sin embargo, seguía empalmado, con mi mano en su polla. La verdad es que no me desagradaba el tacto.
Le dejo que se levante. Eric, con un gemido de dolor, atrapa un petate e intenta llenarlo con su ropa, pero no puede. Me mira, asustado, su erección se ha esfumado.
―           Tengo el hombro dislocado, una fisura en el cubito del otro brazo y tres costillas astilladas. ¿Me ayudas?
Meto todo eso rápidamente y, además, el portátil. Noto que me está mirando, los brazos afirmados sobre su pecho. Necesito confiarle más.
―           Mira, Eric, siento haberte machacado tanto. Perdí la cabeza cuando te escuché amenazar a mi hermana. De otra forma, no te hubiera hecho daño nunca. A un chico tan guapo, jamás. La verdad es que no he podido dormir en estos dos días. Se me venía a la cabeza tus ojos llenos de miedo…
Me estaba excitando al contarle todo esto, extraño. ¿Seré bisexual yo también o bien es que disfruto controlándole? El caso es que mi polla se está quejando del encierro. Es extraño, nunca me ha gustado un tío. Ahora, no es el momento para pensar en eso, me recrimino. Eric pierde esa expresión de perro apaleado, e incluso me sonríe un poco. Pero no le dejo pensar.
Le saco de la casa, llevándole por el cuello. Es como un muñeco en mis manos. Atravesamos el bosque hasta la camioneta, a paso vivo. Le hago conducir, con mi machete apoyado en su entrepierna. Conduce hasta el cercano pueblecito, Seíra, 141 habitantes. La leche, vamos. Menos mal, hay una gasolinera. Mientras relleno el tanque, Eric usa el wifi para conectarse con su portátil. Sobre el capó, le obligo a borrar todos los archivos que tiene almacenados. Al menos cuarenta. Le empujo de regreso a la camioneta, a ponerse al volante.
―           ¿Y ahora? ¿Me dejas marchar?
―           ¿Me juras que te vas a ir del país?
―           De verdad, te lo juro. La verdad es que no sirvo para esto.
―           Bien. Te creo – ya no tengo el machete en la mano. Me sonríe, más confiado. – Vamos a hacer una cosa. Conduce tú hasta un sitio apartado, donde te pueda dejar. Regresaras andando. Así me dará tiempo a quitarme de en medio.
―           Claro, pero de verdad, no voy a hacer nada – su tono es casi amistoso.
―           Mejor porque no me gustaría que me decepcionaras. Creo que eres un buen tío, algo equivocado, pero con sentimientos.
―           Te lo juro, tío. Ya he aprendido la lección. Me iré en cuanto saqué la pasta que tengo en el banco.
Eric se mete por un camino vecinal.
―           Tío, no sabes cuanto sentí pegarte. Eres toda una dulzura – aunque no fuera cierto, en este momento no le tengo demasiada tirria.
―           Joder, ojala nos hubiéramos conocido de otra forma. También me gustas un montón – se confiesa él, deteniendo la camioneta en mitad del camino.
Se inclina sobre mí y me besa delicadamente. Saboreo los labios masculinos. En Eric, no hay apenas diferencia con una chica. Le agarro de la nuca y le doy un buen morreo. Nos apartamos jadeando.
―           ¡Tío, bestial! – exclama.
―           Me gustaría probar esos labios en otra parte del cuerpo – le digo.
―           Te la puedo mamar aquí, en el coche – susurra, inclinándose de nuevo sobre mis labios.
―           ¿Tú crees que puedes mamar esta dulzura dentro de un coche? – le digo, desabrochando mi pantalón y sacando la polla.
Se queda sin palabras. La mira y remira.
―           ¡Joder, tío! ¿Es de verdad?
―           Puedes tocarla para convencerte.
La aferra con las dos manos. Está alucinado con mi polla, incluso creo que se ha olvidado de que yo le he sacado de la cama, amenazándole con un machete. Tiene razón Rasputín, si les das una salida, aunque sea poco creíble, harán lo que uno quiera.
Arranca de nuevo, y, al parecer, con prisas. Sigue el camino que, más adelante, se bifurca y acaba ante las estructuras de unos chalés en construcción, detenidos cuando la caída del sector. Mete mi camioneta detrás de los muros de ladrillos sin terminar.
―           Esto se paró hace un año. No viene nadie por aquí – dice, abriendo la puerta.
Cae de rodillas ante mí cuando me bajo. Está deseando catar mi polla, se le ve. Aplica su boca con suavidad. Nunca ha tenido una de ese tamaño. Se afana en masajearme la polla y las bolas, mientras que su lengua se convierte en un torbellino. Es todo un experto en chupar pollas. No creía que me fuera a gustar la boca de un tío, pero ahí está. Bueno, hay que decir que más que un tío, Eric es un tanto andrógino, sin ningún vello en la cara, con una belleza casi femenina, y, encima, sometido a mi voluntad. Eso cambia algo las cosas. De todas maneras, sigue siendo un tío y me está gustando que me la mame. Si no le miras, no hay apenas diferencias con una tía.
Tienes la oportunidad ahora.
Lo sé, por eso le he llevado allí. Puedo ocultarle en cualquier agujero y nadie le encontrará hasta meses o años después, si es que le encuentran.
Utiliza tu polla, Sergio. Es tu mejor arma. Métesela en la garganta y asfíxialo.
¡Me morderá!
Si se la metes a fondo, no podrá. Las mandíbulas no tendrán apoyo. Córrete en su garganta mientras agoniza. ¡Es lo mejor del mundo!
La idea me da tanto morbo que le hago caso. De un golpe, se la cuelo hasta la garganta, produciéndole fuertes arcadas. Intenta apartarse, sacársela, pero le sujeto la cabeza con fuerza, mi tripa golpeándole la frente. Tiene los brazos inútiles para hacer palanca y apartarse. Embisto con fuerza su garganta, próximo al orgasmo. Sus esfuerzos por aspirar aire producen espasmos en su garganta que me vuelven loco. Finalmente, me corro con fuerza, vaciándome durante lo que me parecen minutos, directamente a su esófago. Eric ha dejado de retorcerse. Sus pies mantienen un corto movimiento involuntario, fruto de la agonía, hasta que todo queda en silencio.
Me aseguro, dejándole mi polla aún metida un tiempo, aunque va perdiendo consistencia. Le tomo las pulsaciones. Cero. Está frito. Me guardo la polla matadora y exploro un poco la obra. Encuentro un poco negro sellado. Uso la palanqueta para destaparlo y arrojo el cuerpo dentro, junto con su bolsa y su portátil.
―           Adiós, Eric. Espero que se la chupes igual de bien al diablo – me despido, cerrando la tapa y colocando sobre ella varios bloques de cemento.
¿Te ha gustado la experiencia?
“Puede que demasiado.”
¿Qué has sentido al planear la muerte de otro ser humano, y después ejecutarle?
“Poder, Rasputín, absoluto poder, y mucha excitación.”
Bien, ahora conoces las dos constancias de la sociedad humana.
“El placer y el poder.”
Vámonos a casa.
                                           CONTINUARÁ
 
 
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Relato erótico: “De profesión, canguro (010)” (POR JANIS)

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La primera tijera.
Tamara rebuscaba en la ruleta perchero de la tienda, repleta de largas camisetas estampadas con rostros de cantantes de moda. Buscaba uno en particular, el de Bruno Mars. Sería ideal poder llevarse su ídolo a la cama, de forma platónica, claro.
Al moverse, chocó con alguien a su espalda. Se giró para excusarse y se encontró con unos ojos oscuros que emergían del pasado.
—    ¿Tamara? ¿Eres tú? – le preguntó la mujer, con una mirada inquisitiva.
—    Elaine… ¡Dios mío! ¿Cuánto tiempo hace? – sonrió la joven.
—    Para tres años ya – la mujer se acercó hasta hacer coincidir sus mejillas. — ¿Qué tal te va?
—    Bueno, he acabado el bachiller y estoy estudiando puericultura – explicó la rubia.
—    Siempre supe que te dedicarías a eso. Eres buena con los niños. ¿Nos tomamos un té? – propuso Elaine, señalando hacia una de las cafeterías del centro comercial.
—    Claro. Así nos pondremos al día.
Elaine había engordado en el tiempo en que no se habían visto. Ahora tenía caderas amplísimas y muslos jamoneros. El apretado pantalón que llevaba no le sentaba nada bien, aunque siguiera siendo tan elegante como siempre. Su rostro no había cambiado apenas, salvo un poco de papada y unas diminutas arrugas en la comisura de los ojos. Quizás llevaba el alborotado pelo un poco más corto, pero tan rebelde y oscuro como siempre.
—    ¿Dónde os marchasteis? – preguntó Tamara, cuando se sentaron a una mesa. – No supe nada más después de… ya sabe.
—    Nos mudamos a Spondon. No he vuelto a Derby desde entonces.
Tamara asintió. Se habían encontrado en unos grandes almacenes situados en un área comercial entre Derby y Alvaston, otro núcleo importante de la zona.
—    ¿Y Cloe? ¿Cómo se encuentra? – preguntó Tamara, con un titubeo.
—    Bien, bien. Ahora está estudiando Moda y Confección en Nottingham. Va y viene todas las semanas, ya sabes.
—    Sí. Me alegro.
—    Estuvo una larga temporada sin hablarme pero después lo superó – la mujer levantó los ojos para pedir un té Twinings, con leche y canela, al joven chico con delantal que se colocó ante la mesa. Tamara asintió, aceptando lo mismo. – Se tragó todo el asunto con estoicismo y no ha querido hablarlo nunca conmigo. Pobrecita.
—    Lo siento.
—    No. Tú no tienes que sentir nada. No tuviste culpa alguna. Yo fui la que cometí la falta, yo era la adulta – agitó la mano Elaine, acallando a Tamara.
La rubia la miró fijamente. Aún era una mujer hermosa, aunque parecía algo descuidada. Tenía cuarenta y cinco años en ese momento y aún despertaba hormigueo en los dedos de Tamara. Elaine había sido su primer amante, tras Fanny y, además, era la madre de su mejor amiga.
Tras el té, se despidieron. Ponerse al día empezó a resultar doloroso, así que lo dejaron. Se besaron en la mejilla y cada una tomó una dirección. Tamara ya no se sentía a gusto en los almacenes, así que volvió a casa en su coche. Musitó una excusa a Fanny y se encerró en su dormitorio.
Elaine la había puesto a pensar y quería rememorar cuanto pasó. Así que sacó el viejo diario digital de su escondite y lo conectó a su portátil…
* * * * * * * * * *
Cloe y Tamara eran las mejores amigas del mundo, al menos desde que Tamara llegó a Derby. Habían hecho migas desde el primer día en que Tamara acudió a clase y tuvo que compartir pupitre con ella. Eran niñas muy parecidas emocionalmente, algo introvertidas, con cicatrices sentimentales en el interior, y bastante dependientes de sus familias. Ninguna de las dos había cumplido los dieciséis y ambas querían estudiar en el colegio de Enfermería en un futuro.
Tan solo había dos detalles que las diferenciaban. Uno, Cloe era morena de ojos pardos y tiernos, Tamara era rubia nórdica de ojos celestes. Dos, Cloe era toda una inexperta sexual y sentimental, en cambio, Tamara ya estaba acostándose con su cuñada Fanny. Claro que esa relación era puro secreto. Tamara no hablaría jamás de ello con alguien, por muy amiga suya que fuese. Era algo pecaminoso que se limitaba a las paredes de casa y, concretamente, al dormitorio cuando su hermano se ausentaba.
Sin embargo, esto suponía una experiencia vital para Tamara, con respecto a cuanto conocía su amiga. Tamara sabía perfectamente lo que era sentir un orgasmo y regalarlo, experimentar las intensas sensaciones de compañerismo, los inconscientes gestos de ternura, los murmullos cómplices, las risitas acalladas, y, sobre todo, el peculiar morbo de estar haciendo algo prohibido. Y todo ello no podía explicárselo a su mejor amiga.
Como la vivienda de Cloe se encontraba a medio camino, entre la escuela y la casa de Tamara, ésta empezó a pasar mucho tiempo en el bonito apartamento de su amiga. Hacían los deberes juntas, al volver del colegio, y Tamara se levantaba media hora antes para desayunar en casa de Cloe y así no molestar a Fanny y dejarla dormir con el bebé. Se convirtió en toda una costumbre llegar a casa de Cloe, tirar las mochilas y llamar a Fanny por teléfono para comunicarle dónde estaba. Después merendaban y se ponían con los deberes hasta medio terminarlos, al menos. Después, un poco de tele los días en que Fanny podía recogerla, sino de vuelta a casa antes de que anocheciera.
Así que, por ello, Tamara tomó mucha confianza con Elaine, la madre de Cloe, una madura mujer en la cuarentena que se había quedado viuda dos años antes. Cloe aún añoraba mucho a su padre y ya había llorado un par de veces sobre el hombro de Tamara. Elaine trabajaba de mañana en una gran agencia de viajes e inmobiliaria del centro, un trabajo que llevaba haciendo desde antes de casarse. Como gerente, procuraba mantenerse en forma y con muy buena presencia. Iba al gimnasio tres tardes a la semana, nadaba otras dos, y cuidaba su alimentación y la de su hija. Su lozanía y su vivaracha actitud fueron las que atrajeron a Tamara.
Elaine era una mujer de fuerte carácter, acostumbrada a tomar decisiones y a dirigir empleados, y eso se notaba a la hora de influir en la vida de su hija. Para redondear, se había ocupado de todo cuanto su marido había dejado inacabado a su muerte, tanto en tareas – su esposo poseía un celebrado taller de marroquinería – como en deudas. Elaine quería muchísimo a su hija y se lo demostraba, pero también se enfadaba mucho con los incesantes titubeos de la insegura Cloe y la recriminaba duramente, usando su tono de directiva.
Lo que hacía que Cloe hundiera la cabeza entre los hombros y le temblara la barbilla, a Tamara le mojaba ciertamente las bragas. No podía evitarlo. Cada vez que escuchaba el tono áspero y vibrante de Elaine recriminando algo a su hija, Tamara tenía que unir sus muslos y tragar saliva, todo el vello de su cuerpo erizado. Todo esto marcó su amistad con Cloe porque empezó a darse cuenta que le interesaba más la atención de la madre que su relación con la hija. Tamara no era consciente de lo que hacía, cada vez más obsesionada con la autoridad que fantaseaba experimentar, y se acercaba emocionalmente cada día más a Elaine, actuando como si fuera otra hija.
Elaine pronto se dio cuenta de que algo sucedía con Tamara. Cuando reprendía a su hija ante ella, ambas bajaban los ojos, ambas enrojecían al mismo tiempo, e incluso derramaban lágrimas al unísono. Sin embargo, conociendo la lamentable pérdida de la rubita no se extrañó que la chica reaccionase así a una severa actitud maternal. Así que, inconscientemente, también pasó a convertirse en la madre de la amiga de su hija.
Como siempre estaban juntas, las regañinas y las recompensas eran compartidas y Tamara pasó a ser parte de la familia de Elaine y la amante de su cuñada cuando regresaba a su casa. Pero llegó un día en que el destino empujó un poco más la posición de Tamara, haciéndola caer directamente a la cama de Elaine.
Cloe padeció una infección estomacal que derivó en una peritonitis y tuvieron que extraerle el apéndice. Por ello, se pasó todo el fin de semana en el hospital y Tamara, sabiendo que su hermano Gerard estaría en casa todo ese tiempo, se ofreció para acompañar a la madre de su amiga. Elaine le dio las gracias y le dijo que no era necesario, pero Tamara insistió tanto en ello que acabó aceptando. Era su oportunidad para disfrutar de esa seudo madre en solitario.
La misma noche del viernes, día que operaron a Cloe por la mañana, Tamara simuló ciertas pesadillas y Elaine le ofreció dormir con ella en la gran cama de matrimonio. Tamara se regodeó a placer, acurrucada contra el cálido cuerpo de la mujer. Cuando notó que su respiración era profunda y lenta, indicando que estaba dormida, se quitó el pijama y se quedó desnuda. Se abrazó al rotundo cuerpo de Elaine y fantaseó durante casi una hora en la oscuridad en cómo sería su vida ellas dos solas.
Mientras imaginaba y recordaba situaciones en que Elaine destacaba, el culito de Tamara no dejaba de moverse, frotando lentamente su pubis contra una nalga de la dormida. Lo hacía con mucha delicadeza y lentitud, pero eso no evitó que, tras largos minutos, tuviera la entrepierna empapada. Nunca había estado tanto tiempo frotándose de esa manera. Fanny se revolvía al instante y la besaba o la acariciaba largamente. Frotarse, para su cuñada, era sinónimo de que había que pasar a la acción. Sin embargo, tenía que admitir que también era muy ameno y debía serlo más si ambas participasen. Se prometió comentarlo con Fanny a la menor ocasión.
Sin embargo, el problema persistía. Estaba metida en la cama de su “madre”, desnuda y cachonda, y no sabía cómo resolver la ecuación, así que se abandonó a su instinto. Inspirando profundamente, alargó una mano y acarició la cadera cubierta de Elaine, la cual estaba durmiendo de costado, dándole la espalda a Tamara.
La sensación de palpar aquella rotunda cadera cálida erizó el vello de Tamara y llevó una mano a su pecho desnudo para pellizcar uno de sus propios pezones. La calidez de su cuerpo contra el de Elaine llevó a la mujer, con un pequeño cambio en su respiración, a rebullir y encoger más sus piernas, alzando de esa forma un poco más sus nalgas. Ahora se rozaban contra el vientre de la chiquilla, que dejó su mano inmóvil sobre la cadera de Elaine.
Cuando Tamara se aseguró que la respiración de la mujer volvía a ser regular, movió de nuevo su mano, bajando a acariciar las poderosas nalgas que se le ofrecían tan cercanas. Tamara intentó controlar el temblor que afectaba a su labio inferior, debido al ansia que se estaba apoderando de su cuerpo. Su mano bajo la manta se introdujo bajo las bragas de Elaine, sobando delicadamente la turgente grasa del glúteo, llenando su febril mente con la agradable sensación del acto en sí, como si quisiera tener suficiente material para poder recordarlo toda su vida.
Elaine dormía con un fino camisón, esa vez de color rosa, ya que solía mantener la calefacción encendida toda la noche. Una simple manta cubría a las dos. Tamara suspiró y pegó aún más su esbelto y desnudo cuerpo al de la mujer, notando el calor que irradiaba. Pasó un brazo sobre la cintura de Elaine y se abrazó a ella, apoyando la mejilla sobre el suave hombro. En ese momento, fue absolutamente feliz y retomó el movimiento de fricción, frotando su pelvis contra las nalgas, pero con la diferencia que ahora estaba abrazada, que las nalgas estaban mejor colocadas, y que se trataba de un frotamiento en toda regla.
Aún dormida, Elaine llevó instintivamente su mano hacia atrás, intentando tocar el cuerpo que la envolvía tan voluptuosamente, y acabó despertándose a medida que la idea de tocar piel desnuda se abría paso en su adormilada mente. Se giró de repente, sobresaltando a Tamara, la cual dejó de abrazarla y se retiró lo que pudo de ella.
―           ¿Por qué te has desnudado? – inquirió la mujer en un susurro. Tamara pudo percibir el difuso brillo de sus ojos en la penumbra.
Tamara murmuró algo que pretendía ser una excusa pero que surgió ininteligible de sus labios. Elaine era consciente por cuanto estaba pasando la amiga de su hija, por la pérdida de sus padres, por tener que dejar su ciudad natal y mudarse a una nueva ubicación, en casa de su hermano. Incluso había pensado si la chiquilla estaría bien atendida por su cuñada ahora que había tenido un bebé. Pero aquella reacción no tenía mucho que ver con un problema de afecto o un sentimiento de falta de atención; no, más bien tenía todas las trazas de una reacción ninfomaníaca, a pesar de la corta edad de la chiquilla. El resplandor de la iluminación de la calle caía sobre los rasgos de Tamara, que mantenía la vista baja, avergonzada de haber sido sorprendida. Elaine no pudo distinguir si enrojecía, pero el compungido gesto le otorgó una belleza que no había sido capaz de vislumbrar antes en ella.
En un impulso que no se detuvo a analizar, la mujer se incorporó sobre un codo y accionó el interruptor de la lamparita del lado en el que se encontraba Tamara, haciéndolas parpadear a ambas. La chiquilla se tapaba hasta la barbilla tirando de la manta y mantenía la mirada baja. Sus mejillas estaban tan arreboladas como si hubiera corrido un largo trecho. Elaine alargó una mano y atrapó la manta, tironeando suavemente de ella hasta conseguir que Tamara la soltara, descubriendo el desnudo cuerpo ante sus ojos. Sin decir una palabra, la mujer se regodeó largamente admirando las esbeltas y juveniles formas.
Elaine no había tenido ninguna aventura lésbica en su vida pero con la muerte de su marido experimentó ciertas formas demasiado sugerentes en el consuelo que le mostraba su cuñada. La joven Lorraine se pasaba casi todas las semanas a visitarlas durante los primeros meses de duelo. Trabajaba como pasante en un bufete de la ciudad que quedaba cerca de casa. Lorraine no mantenía relación alguna con hombres por lo que se comentaba, entre los miembros de la familia, que era lesbiana, aunque jamás declaración alguna había surgido de sus labios. Sin embargo, Elaine pudo comprobar personalmente que los abrazos y caricias de consuelo de su cuñada iban un poco más allá de eso. Al principio, se envaraba cuando los dedos de Lorraine cobraban vida en lugares poco apropiados, pero acabó reconociendo que las caricias la tranquilizaban y eran muy agradables, sobre todo porque las utilizaba cuando estaban solas.
Lorraine nunca se propasó más allá pero Elaine se quedó con la curiosidad insatisfecha, algo que jamás admitiría ante otras personas. Ahora, al contemplar el cuerpo desnudo de Tamara, se preguntó si esta vez la ocasión era perfecta.
―           Tamara… ¿acaso te gusto? – le preguntó a la chiquilla muy suavemente, alargando su mano hacia ella.
―           Sí… Elaine – musitó Tamara sin mirarla, con indecisión. – Creo que es usted… perfecta.
Elaine fue consciente del tratamiento respetuoso. Hasta el momento, cuando Tamara estaba con Cloe, la tuteaba y la trataba con toda confianza. Entonces, ¿por qué ahora la trataba de usted?
―           ¿Perfecta? ¿Perfecta para qué? – los dedos de Elaine rozaron el esbelto hombro de la chiquilla, notando el escalofrío que desencadenó en ella.
―           Como mujer… es usted una… señora – la miró por primera vez, con aquellas ojazos celestiales.
―           Gracias, pequeña. Una señora, ¿eh? En tus labios suena a halago – los dedos aletearon sobre el menudo pecho, sin rozar siquiera el pezón.
―           Lo es, no lo dude, señora – la respiración de Tamara se convertía en un dulce jadeo.
―           Sí, seguro que sí. ¿Puedo besarte, dulzura? – la mano de Elaine se posó sobre el suave vientre, formando allí un reducto de calor en su palma.
―           Por favor… – musitó la chiquilla, ofreciendo sus labios con pasión.
Fue un beso lento, dulce y muy pastoso, sobre todo cuando a punto de desunir sus labios, Tamara introdujo la punta de su lengua en la boca de Elaine. Eso influyó en el deseo de la mujer, que en vez de separarse se lanzó a besar en profundidad, dejando que su mano acariciara largamente la cadera de la joven. Cuando se separaron, ambas jadeaban y sus bocas estaban húmedas por las salivas intercambiadas.
―           Dios, chiquilla… ¿dónde has aprendido a besar así? – preguntó Elaine, tomando aire.
Tamara sonrió, contenta de haber sorprendido a la mujer. Estuvo a punto de echarle los brazos al cuello y seguir besándola, cuando Elaine se puso de rodillas y se sacó el camisón por encima de la cabeza. No utilizaba sujetador para dormir y los maduros pechos quedaron colgando ante sus ojos, pesados y redondos como frutas en su punto.
―           Nunca he estado con una chica pero algo me da en la nariz que tú sí lo has hecho, ¿verdad, niña? – le preguntó la mujer, echando mano a bajarse la braga de algodón beige tras tirar el camisón a los pies de la cama.
―           Sí, señora – los ojos de Tamara devoraron el abultado pubis que la señora le dejó entrever. Poseía un encrespado y abundante penacho, oscuro e impregnado de almizcle.
―           ¿Otra compañera de colegio? ¿Una amiga? Dios mío… ¿Cloe? – Elaine abrió mucho los ojos cuando la idea pasó por su mente.
―           No, señora, una mujer… casada, una vecina…
―           Oh, ya veo – susurró Elaine, abrazando a la chiquilla y besuqueándola en el cuello. – Te van las maduritas, ¿no es eso?
―           Creo que sí… señora.
―           ¿Y os veis en su casa? – preguntó la mujer, atareada con el suave lóbulo.
―           Sí, cuando su marido se marcha a trabajar – apuntó Tamara, pensando en los días que su hermano pasaba lejos de casa.
―           Madre mía, qué morbo pensar en esa situación – masculló Elaine, contemplando cómo su mano descendía hasta apoderarse de uno de esos tiernos pechitos que se deshacía bajo su tacto. — ¿Y qué hacéis cuando estáis a solas las dos?
Tamara no contestó pero incrementó su tono de rubor.
―           ¡No me digas que te da vergüenza ahora! – bromeó la mujer. – Venga, suéltalo. ¿Os besáis?
―           Sí – reafirmó con la cabeza la chiquilla y continuó en un murmullo. – Nos besamos mucho tiempo y nos acariciamos hasta que empieza a quitarme la ropa entre caricias. Cuando me quedo desnuda, me lleva a su cama.
―           Sigue – susurró roncamente Elaine, atareada en retorcer dulcemente los sensibles pezones.
―           Se… instala entre… mis muslos… aaaaah – Tamara dejó escapar un profundo quejido mientras echaba hacia delante sus pequeños pechos.
―           ¿Y?
La mano de Tamara se apoderó de la que le torturaba el pecho y la llevó hasta su entrepierna. Elaine notó el acelerado pulso de la chiquilla latir en la húmeda sedosidad del tejido interno de la vagina, así como el incitante calor que despedía.
―           Me lo… come todo… durante mucho… mucho tiempo – Tamara gimió estas palabra a un par de centímetros de la boca de la mujer, consiguiendo que se aflojase su bajo vientre con una sacudida.
―           Dioooss… Tamara…
―           ¿Me lo vas a hacer tú? – la pregunta de Tamara estaba hecha con voz aniñada, pero en absoluto le pareció una niña a Elaine. La estaba tentando como nunca nadie lo había hecho en su vida, ni siquiera su marido cuando eran novios.
Elaine no tenía mucha idea de comer coños, salvo por las ocasiones en que su difunto compañero le brindó, pero conocía sus propias debilidades y rincones. De un manotazo, lanzó la manta a los pies de la cama, quedando ambas desarropadas, y deslizó su cuerpo hasta quedar bien situada entre las esbeltas y blancas piernas de Tamara, bien abiertas y dobladas. La chiquilla tenía una sonrisa triunfal que irradiaba luz propia a su hermoso rostro.
Elaine abrió delicadamente los pétalos de la flor que componía la pequeña vagina, husmeando con pasión el efluvio que surgió. “Esta niña está cerca del paroxismo”, se dijo al comprobar la humedad que impregnaba las paredes. Una mano de Tamara aleteó momentáneamente sobre su propio clítoris, consiguiendo que su pelvis se agitara, y se posó sobre la cabeza de Elaine, empujando firmemente hacia su entrepierna.
Sin detenerse a pensarlo, Elaine pasó su lengua largamente por toda la vulva expuesta, saboreando por primera vez el rico y salado regusto de una vagina en su jugo. Tuvo que admitir, interiormente, que era un sabor noble y de apretado solera que era obligado a degustar más de una vez para distinguir todos sus matices y, con una sonrisa mental, tomó la decisión de tener más oportunidades para este tipo de cata.
Tamara, al sentir aquel lametón precursor, se aferró con ambas manos a la cabeza de la madre de su amiga, apretándola aún con más fuerza. Se estremeció entera al mismo tiempo que se quejaba en voz alta:
―           Oooh… por todos… los santos… señoraaa…
La gruesa lengua de Elaine se colaba en el interior de su vagina como una juguetona alimaña, dispuesta a extraer todo cuanto fuese apetitoso de dentro. De vez en cuando, se apretaba obscenamente contra su hinchado clítoris, presionando con una lasciva firmeza que nunca antes la chiquilla había disfrutado. Elaine era muy diferente a Fanny, en todo; era distinta en formas y en hechos y eso le encantaba. Sin ser capaz de apartarse, Tamara notó el crescendo que marcó el inminente orgasmo en todo su cuerpo, arqueando los dedos de los pies, tensando los riñones y la pelvis, estremeciendo toda su columna hasta estallar en alguna parte de su bulbo raquídeo, según había aprendido. Los dedos de sus manos se aferraron a la revuelta mata de pelo de la señora, al mismo tiempo que su garganta se contraía, cortando el largo gemido en varios trozos.
―           Dios santo… ¡qué manera de correrse! ¡Qué envidia! – dijo la señora con una risita, incorporándose sobre las rodillas.
Tamara no pudo contestar, recuperando el aliento, pero se la quedó mirando intensamente, llevando una de sus manos a las rubias guedejas que se esparcían sobre su rostro y apartándolas. Su lengua humedeció los resecos labios y el gesto enardeció enormemente a la señora.
―           ¿Y ahora qué? – preguntó suavemente Elaine, con un tono juguetón.
Por toda respuesta, Tamara deslizó uno de sus pies entre los muslos de la señora, la cual se sentaba sobre sus talones. La mujer entreabrió las piernas cuanto pudo cuando el empeine le rozó la acalorada entrepierna, pero, a medida que la caricia se incrementaba, necesitó más espacio, por lo que se levantó sobre las rodillas y lanzó el pubis hacia delante, presionando más el pie de la chiquilla. Ambas se miraban a los ojos, los rostros encendidos por la pasión. Elaine empezó a gemir y a contorsionarse cuando el dedo gordo acabó entrando en su vagina. Con la boca entreabierta por la sensación, pensó que nadie le había hecho aquello nunca y una mocosa de la edad de su hija la estaba introduciendo en un mundo que prometía maravillas.
El pie de Tamara dio paso a su suave tobillo, que friccionó con delicadeza la vulva, presionando a la perfección. Elaine aferró aquella pierna que no necesitaba depilarse aún y se frotó con verdaderas ansias contra ella. Se sentía desatada, como una sacerdotisa pagana llena de lascivia divina, urgida por bendecir con ella a cada uno de sus fieles. Se preguntó qué aspecto tendría, erguida sobre sus rodillas en la cama y frotándose contra la pierna de una niña tan desnuda como ella. Con una sonrisa, se dijo que tendría que colocar un espejo en su dormitorio.
Abrió los ojos cuando las manos de Tamara se posaron sobre las suyas, tirando de ella hacia delante. La muda indicación de la chiquilla la terminaron colocando a horcajadas sobre uno de los muslos de Tamara. La presión contra su vagina era menor que con la pantorrilla pero la cadencia que le mostró la chiquilla, al agitar la pierna y la cadera, era más sensual aún, sobre todo si Elaine seguía el ritmo agitando sus nalgas.
Aquel muslito era tan suave y delicado que parecía… otra cosa. Como un gran pene sobre el que se sentada a horcajadas, demasiado enorme para insertarlo pero ideal para frotarse sobre él.
Observo el rostro de Tamara. Tenía los ojos cerrados, concentrada en las sensaciones que compartían. De repente, elevó la pierna que mantenía libre, sujetando la pantorrilla con una mano. La pierna quedó doblada casi a la altura de su pecho, mostrando generosamente la entreabierta e inflamada vulva. La mano que mantenía sobre la cadera de la mujer presionó con fuerza, casi un pellizco, indicando que Elaine subiera a lo largo del muslo, atrayéndola hasta el coñito expuesto.
―           Coño contra coño… ¿eso quieres? – balbuceó Elaine.
Tamara asintió con la cabeza, sin abrir los ojos, pero su sonrisa se acrecentó. La muda petición pareció lógica en la enfebrecida mente de la señora, así que movió rodillas y pelvis hasta situar sus labios mayores sobre los de la jovencita. En su mente, Elaine imaginó los fluidos mezclándose, de sexo a sexo, y se estremeció de lujuria. ¿Seguro que aquella chiquilla era Tamara, la amiga de su Cloe? Porque tenía la impresión de que podría tratarse de un espíritu diabólico, un súcubo que se estuviera alimentando de su alma, llevándola a pecar cada vez más… aunque, en aquel momento, eso no le importaba en absoluto.
―           Oooh… putilla… qué coñito más… suave – murmuró la señora, presionando su coño de través al de Tamara, y sujetando con una mano la pierna en alto de esta, justo por el calcetín amarillo que aún llevaba puesto.
 

 

 ―           Más… más rápido – escuchó murmurar a Tamara y, con alegría, se puso a ello.
Las caderas de ambas se agitaban, buscando instintivamente el ángulo más adecuado para coincidir plenamente, para que los clítoris se rozasen plenamente, consiguiendo continuos estremecimientos que agitaban aún más sus ardientes cuerpos. Cabalgando con fiereza hacia un terminante orgasmo – Elaine ya había tenido dos pequeños y cortos, como era su costumbre –, fue consciente de que lo que estaban haciendo era lo que había escuchado comentar en ciertos chistes lésbicos: estaba haciendo una tijera. ¡Una tijera!
Estuvo a punto de soltar una carcajada casi histérica, pero, afortunadamente, el orgasmo cortó esa reacción, atrapándola en un tiránico abrazo que la crispó completamente contra el pubis de la chiquilla, echándole el cuello y cabeza hacia atrás. Tamara, más entera que ella, llevó su pulgar al clítoris de la señora, dispuesta a que se corriera a gusto antes de reclamar ella su propio orgasmo. Era tan feliz por tener aquel adorado coño contra el suyo, notando el áspero y largo vello púbico rozarse contra su piel, contra su clítoris; los gruesos labios mayores derramando flujo sobre su pubis, aprestándola hacia un estallido que la haría farfullar palabrotas con el placer…
La señora se dejó caer sobre su cuerpo, jadeando por el intenso placer que había experimentado por primera vez. Tamara abrió sus brazos para abarcar la espalda de la dama en ellos y le susurró al oído:
―           Soy suya, señora, para siempre…
 CONTINUARÁ…
 
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Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (08)” (POR JANIS)

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verano inolvidable2Un asunto entre mujeres.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma@hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloZara sorbió sus propias lágrimas y aferró una mano de su madre, ambas sentadas frente a frente, en sendos butacones. La piel materna estaba fría, como si su alma se hubiera quedado helada al revelar cuanto escondía en su interior. Cristo, sentado en uno de los taburetes de la cocina, intentaba apartar la mirada de ellas, pero le resultaba casi imposible.

Había sido un duro golpe, algo totalmente inesperado, que cambiaba radicalmente sus esquemas. Tanto su madre como su primo la esperaban en casa, al regreso de su jornada, y, con un tono quejumbroso, Faely la sentó y la obligó a escuchar.

Saltó pronto de la intriga a la incredulidad y, finalmente, a la más pura decepción. No suele ser particularmente agradable enterarse de que tu madre lleva siendo, durante más de diez años, una esclava sumisa y obediente. ¡Esclava de su propia jefa! La doble vida de su progenitora le había saltado al cuello, por sorpresa, como una alimaña cobarde y hambrienta…

― ¡Joder, mamá! ¡Yo escondiendo mis asuntillos lésbicos, cuando tú llevas años sometida a los caprichos de una mujer! – masculló, soltando la mano de su madre.

― Lo siento, Zara, yo…

― ¡Dejarse de recriminasiones, coño! ¡Lo hecho, hecho está! – gruñó Cristo, harto de escuchar los plañidos de ambas. — ¿Te has enterado de lo que está zucediendo, Zara?

― Si. Su antiguo amo la chantajea.

― Si – suspiró Faely.

― ¿Qué podemos hacer? – preguntó Zara, enterrando prejuicios.

― Tendrás que hacerlo tú.

― ¿Yo?

― ¿Ella? – se asombró su madre. — ¿Qué tiene que ver ella, Cristo?

― Cuéntazelo, Zara. Cuéntale a tu madre lo que pretende tu jefa, que es, a zu vez, zu dueña.

Faely miró a su hija, tomándose el turno de aferrar sus manos. Zara suspiró y alzó sus ojos al alto techo del loft.

― Candy Newport me pretende – musitó.

― ¿QUÉ?

― Se insinúa constantemente. Me llama a su despacho y me soba en cuanto puede. Me ha contado cosas sobre ti que me han hecho pensar que os conocíais íntimamente. Por lo visto, era cierto.

― ¡Hija!

― Mamá, he estado a punto de aceptar y encamarme con ella…

― La familia esclavizada junta es una familia feliz – ironizó Cristo. – Tu madre no está zegura de zi zu ama Candy ha perdido el interés en ella. La ha zacado de zu caza y cazi de zu vida, para hacerla vivir contigo. Creo que quiere cambiarla por ti, Zara.

En ese momento, Faely vio la intención de su dueña con toda claridad. Ella ya era una perra vieja, con cuarenta años, y aunque estaba muy bien aún, físicamente, su hija adolescente era una maravilla, comparada con ella. Alejarla de ella era solo un paso de los que su ama pensaba recorrer.

― Pienso hablar con mi ama, para pedirle ayuda en este particular, pero no estoy segura que me preste la atención adecuada. Si desea librarse de mí, esta podría ser una ocasión perfecta. ¡No quiero que nos separen!

― ¡Yo tampoco, mamá! – repuso Zara, besando sus dedos. – Pero, ¿puede hacerlo?

― No lo sé. En el caso de Candy, ser involucrada en una historia así sería un suicidio social, ya que ella está directamente implicada, pero, por otra parte, Phillipe si puede levantar un escándalo que destrozaría mi trabajo y mi vida – Faely se puso en pie, nerviosa.

― Presizamente, confío en ezo. Candy se verá empujada a ayudar, por zu propio bien, pero no puedes zer tú quien ze lo pida, tita. Debemos haser ver que hay más gente en el ajo, que el zecreto ze está revelando. Azí que tú, Zara, eres quien debe pedir la ayuda. Tienes que haserle creer que conoses la historia entre Phillipe y tu madre. Ezo la hará escucharte. Zimularás que no zabes nada de cuanto atañe a tu madre con ella, pero que estás a un pazo de enterarte de todo – el privilegiado cerebro de Cristo ya estructuraba un plan. – Nesezitamos más ganchos…

― ¿Ganchos?

― Si. Carnada para la estafa – se rió el gitano. – Cuanta más gente crea que zabe que compró la voluntad y libertad de un zer humano, más acojonada ze zentirá. Yo puedo zer un gancho más, pero convendría alguien que no fuera de la familia…

― ¿Con quien podemos contar? – preguntó Faely, con un tono desesperado.

― No hase falta que zea alguien real, un buen cuento chino zervirá… Zara puede desirle que estaba con zu chica, en el momento de enterarze. Con ezo, tendremos un testigo más, y le mostrará que Phillipe ya no es de fiar. ¡Perfecto! Eso la empujará a actuar, o, al menos, ponerse en contacto con quien pueda ayudarla.

― ¿Funcionará? – le preguntó Faely.

― Hay pozibilidades. Debería haser algo, antes de que Zara acabe zabiendo que ella esclavizó a la madre de quien pretende. Zi hay que poner zobre avizo a Hosbett, que lo haga ella, no nozotros.

― ¿Y mientras ellos mueven ficha, qué hago yo? – pregunta Faely.

― Tendrás que distraer a Phillipe. Zimular que te rindes, que te entregas a él.

― Oh, mamá… – dijo Zara, abrazando a su madre.

Cristo se bajó del taburete y avanzó hasta abrazar a las dos mujeres, dándoles ánimos. Sabía que sería un duro trago para ambas, pero los Jiménez eran duros y fuertes. ¡Pertenecían al clan Armonte!

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Priscila, “la Dama de Hierro”, llamó suavemente con los nudillos a la puerta del despacho de su jefa, para, inmediatamente, girar el picaporte. Candy Newport levantó la vista de los clichés de la presentación de Prada para la pasarela de Nueva York, y contempló a su gerente, enarcando una ceja.

― ¿Si?

― Me dijiste que te avisara de cualquier cosa que sucediera con Zara Buller…

― ¿Qué ocurre?

― Está llorando como una escocida. El fotógrafo ha tenido que suspender la sesión.

― ¡Maldición! ¿Dónde? – preguntó Candy, poniéndose en pie.

― En la sala pequeña.

Efectivamente, la joven estaba sentada en uno de los rojos sillones que se habían dispuesto para el decorado, el rostro parcialmente oculto en una de sus manos. Mantenía las largas piernas dobladas, con las rodillas unidas, para tapar su entrepierna, ya que la ultra corta minifalda que llevaba no disponía de tela para hacerlo. Candy comprobó, aún antes de llegar ante la chica, que sus hombros se agitaban, al compás de sus sollozos.

Por el rabillo del ojo, Zara vio que su jefa se acercaba y, disimuladamente, retorció con fuerza su pezón derecho. Una nueva llantina se adueñó de ella, soltando lágrimas y mocos, casi por igual. Le había costado empezar a llorar, pero, al final, con ambos pezones tiesos y ardiendo por los pellizcos, el grifo se había abierto.

― ¡Zara! – exclamó Candy, acuclillándose a su lado. — ¿Qué te pasa, chiquilla?

Zara no contestó, pero se abrazó a su cuello, aumentando considerablemente sus sollozos.

― No ha querido decirnos nada – explicó una de las maquilladoras, la cual había abandonado la idea de retocar el rostro de Zara.

― Se puso a llorar, sin motivo alguno – apuntilló Carlos Grier, el fotógrafo, mientras guardaba los diferentes objetivos de su cámara.

― Pero… ¿por qué? – reclamó de nuevo la jefa.

― Mi… madre… — musitó Zara, llena de congoja.

― Está bien, ya seguiremos mañana – alzó las manos Candy, haciendo que la gente volviera al trabajo. – Vamos a mi despacho. Te tomarás una tila y me explicaras qué ocurre…

Candy esperó con paciencia, las nalgas apoyadas en el filo de su escritorio. Contemplaba, con los brazos cruzados, como Zara soplaba y daba sorbitos a la taza de humeante tila que Priscila le había traído, un minuto antes. La jefa pidió que las dejaran a solas y que no las molestaran durante un rato. Aquellas dos palabras que la chiquilla soltó, no le habían gustado nada. “Mi madre”.

― ¿Le ha pasado algo a tu madre, Zara?

La joven se encogió de hombros, como si no estuviera segura. Candy miró aquellos inmensos ojos negros, ahora enrojecidos por el llanto, y se sintió arder. ¡Era tan hermosa!

― Sabes que puedes confiar en mí, ¿verdad?

Zara asintió, levantando la cabeza y mirándola. Su barbilla tembló, a punto de recaer de nuevo en el llanto. “Me merezco el Oscar”, pensó. Dejó la taza sobre la mesita auxiliar y retorció los dedos de sus manos unos segundos.

― Le están haciendo chantaje – musitó.

― ¿CÓMO? – la jefa se bajó del escritorio con un saltito.

― Un antiguo compañero de trabajo… al parecer, tuvieron una historia escabrosa, hace unos años, y ahora la chantajea.

― ¿Cómo se llama?

― Phillipe no sé qué…

“¡Maldición!”, pensó Candy, mordiéndose una uña. “Ese capullo ha vuelto a aparecer.”

― ¿Estás segura de lo que dices?

― Por supuesto, señorita Newport. Mi amiga Josephine estaba delante cuando llegó un correo electrónico. Me había dejado olvidado mi portátil en la academia, así que tomé prestado el de mi madre… Investigando, las dos leímos los distintos correos que tiene archivados – explicó Zara.

― ¿Puedo saber más del asunto? – preguntó la ex modelo, tratando de conocer el alcance del conocimiento de la joven.

― Por lo poco que relatan los correos, mamá tuvo que tener algo más que una aventura con ese Phillipe, pues le asegura que tiene bastante material fotográfico en su poder. En el correo más antiguo que encontramos, había dos fotografías adjuntas… — Zara se calló, avergonzada.

― ¿Si?

― Bueno… mamá sale desnuda y… atada…

― ¿Sado?

Zara asintió, escondiendo el rostro en sus manos.

“¡Joder! ¡Puta mala suerte!”, maldijo mentalmente la dueña de la agencia.

― ¿Qué es lo que quiere ese tipo? ¿Dinero? No creo que tu madre disponga de una buena cantidad…

― No. Dinero no. Quiere que vuelva con él.

― Vaya. ¿Un amante despechado? – sonrió débilmente Candy, pensando que eso podía venirle muy bien a ella. Por unos segundos, se imaginó que Phillipe recuperaba de nuevo a Faely, que incluso se la llevaba del país… Su preciosa hija estaría desconsolada, a merced de sus tentadoras ofertas…

― Puede ser, pero según mi primo Cristo, necesito más información para tener una buena perspectiva.

― ¿Tu primo Cristo? ¿El informático? ¿Él también conoce este asunto?

― Si, vive en casa, con nosotras – Zara la miró, como si se extrañara que no lo supiera.

“Hala, más gente aún…”

― Pero mamá se niega a contarme nada. Así que he buscado a la antigua compañera de piso de mi madre. Fueron muy amigas en su momento. Puede que ella sepa algo de aquella historia. No la he encontrado en su antiguo domicilio, ni en Internet, pero he conseguido una dirección de trabajo…

― ¿Y? – Candy se estaba poniendo nerviosa.

― Al parecer, está de vacaciones en Sudamérica; una especie de ruta selvática o algo así. Le he dejado varios correos en su buzón y estoy a la espera, pero me temo que me he quedado sin tiempo – Zara ahogó un sollozo, que motivó a su jefa a ponerle la mano en el hombro.

― ¿Por qué dices eso?

― Ese hombre le ha dado un ultimátum de cuarenta y ocho horas. O vuelve con él, o publica todas las fotografías en la gaceta interna de Juilliard.

― ¡Bastardo! – escupió la hermosa dueña de la agencia.

La fantasía de que Phillipe se llevara a su esclava, se diluyó de su mente. ¿Cuánto sabía esa antigua compañera de Faely? ¿Le habría hablado de ella? Y lo más importante, ¿por qué no había conocido nada de ella hasta ese momento? Todo podía ser posible. La española se pasó varios meses deprimida, cuando Phillipe la vendió; estaba vulnerable y ella tuvo que acudir a Madrid y después a Milán. No tuvo tiempo de hacerse cargo de la educación de Faely hasta cerrar la temporada…

“¡Dios! Si Zara llega a enterarse de que soy la actual dueña de su madre… No creo que le haga mucha gracia. Seguro que me puedo ir despidiendo de seducir a esa bella mulatita.”, recapacitó en silencio.

Por una vez en su vida, Candy estaba realmente interesada, sentimentalmente hablando, en alguien. Había comprobado que no era un capricho vano y pasajero, como tantos otros había tenido en su vida. Ni tampoco, uno de los arranques posesivos y egoístas que había dejado atrás, junto con su vida de top model.

Deseaba a aquella chiquilla con todas las consecuencias. La había visto crecer desde lejos, había enviado regalos por sus cumpleaños, se había preocupado incluso por su salud, con el mismo interés que su propia madre, mientras retozaban juntas. De hecho, cuando empezó a comprender que la amaba, aún sin haber hablado jamás con ella, envió a Faely a vivir juntas a uno de los lofts de su propiedad. Quería que Zara estuviera bien cuidada y arropada, fuera de aquel internado, para así, tener la oportunidad de ofrecerle un puesto en la agencia. Todos los movimientos de Zara fueron estudiados y dirigidos susceptiblemente, hasta tenerla a su lado, cada vez más cautivada.

Y, ahora, ¡todo estaba a punto de irse a la mierda! ¡Maldito Phillipe y su egocentrismo! Ya le dijo a Manny que podía traerles problemas… ¡Manny! ¡Eso era! ¡Tenía que hablar con el viejo ya! A pesar de estar retirado, él sabría como parar los pies al principito chileno. No iba a permitir que le arrebatara una esclava tan fiel como Faely, sin pujar por ella. ¡De eso nada!

Zara, de reojo, pudo ver el cambio de expresión en el rostro de su jefa. Al parecer, había tomado una decisión, pues sus mandíbulas se apretaron y sus cejas adoptaron una dura línea. No sabía qué había decidido, pero, sin duda, se había tragado toda la historia, lo cual era ya un triunfo.

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Faely se encontró con la limusina de su ama cuando cruzaba la soleada plaza del Lincoln Center. Enarcó una de sus finas cejas, demostrando su inquietud. No esperaba que el encuentro fuera tan rápido, justo a su salida de clase.

La gran ventanilla trasera se deslizó hacia abajo, dejando asomar una fina mano de uñas bien cuidadas y pintadas. El dedo índice le hizo una seña, indicándole que subiera al vehículo. Con un suspiro, Faely obedeció.

Se sentó al lado de su ama, con los ojos bajos, clavados en las casi desnudas piernas de Candy Newport, quien llevaba la falda de su traje sastre subida hasta la cintura, como era su costumbre.

― Mi señora… — musitó con respeto.

― Hola, Faely, ¿cómo te encuentras?

― Bien, gracias, mi señora. Espero que usted esté divinamente…

― Pues mira por donde, va a ser que no – dijo, con un tono irritado. — ¿Qué es todo ese asunto de Phillipe? ¿Cuándo ha regresado a Nueva York?

― ¿Phillipe, Señora? No sé de que… — Faely intentó adoptar una expresión de sorpresa.

― ¡Vamos, perra! Lo sé todo. No creerías que una cosa así no iba a llegar a mis oídos. ¿Cómo sucedió?

― Apareció en Juilliard, hace menos de un mes, con el pretexto de saludar a viejos compañeros – confesó con un suspiro. – Me citó para un café y me informó de cuanto pensaba hacer.

― ¿Solo a ti? ¿No piensa hablar conmigo?

― No lo creo. El chantaje es personal. Fotografías mías siendo domada, junto a su esposa – confesó con un susurro.

― ¿Qué pensabas hacer?

― No lo sé, mi señora. No quería crearle ningún conflicto – dijo Faely, inclinándose sobre la mano de su dueña y besándola.

― No puedes hacer nada por ti sola, a no ser que le metas una bala en la cabeza, lo cual no es demasiado inteligente. Yo solucionaré este asunto, pues soy tu dueña. Debo velar por ti, por tu seguridad.

― Gracias, mi señora, gracias – Faely besó cada dedo, cada falange, con pasión desmedida.

― Pero…

― ¿Pero? – la gitana alzó los ojos, unos segundos, para toparse con la sonrisa cínica de la bella mujer.

― Esto es el resultado de un asunto que proviene de tu vida anterior, algo que no me compete como ama tuya, salvo en lo que requiere tu seguridad. No sé en que términos dejaste a tu antiguo dueño, ni que brebaje le diste para que pierda así la chaveta. Te sacaré las castañas del fuego, pero, a cambio, deseo algo…

― ¿Qué puede desear mi dueña de mí, cuando no poseo nada que no sea suyo? – se humilló Faely.

― Buena respuesta, perrita mía, pero si posees algo que deseo… más que nada… aún más que tu misma…

― Pídalo y será suyo, mi señora.

― Sea, Faely. A cambio de mi ayuda, me entregaras a tu hija Zara.

― ¿A mi hija? – balbuceó.

― Pero no como esclava, no. La deseo como mi compañera, como mi… esposa – la palabra se atragantó un segundo en su garganta. Era la primera vez que la dejaba escapar en voz alta, pero reconoció que sonaba perfecta.

― ¿Su esposa? – esta vez la sorpresa de Faely no era fingida.

― Si. Así que lo que te estoy pidiendo es su mano – sonrió Candy.

― Pero… señora, por mí no hay ningún problema… pero ¿no es algo que tendría que hablar con Zara? ¿Qué pasará cuando sepa que soy…?

― ¿Una perra? Si, tienes razón y aún estoy dando vueltas a esa parte, pero espero que entre tú y yo encontremos una solución. Puede que la hagamos comprender esta situación, ¿Quién sabe?

― Haré todo lo que pueda, mi señora – dijo Faely, arrodillándose en el suelo del coche.

― Bien, y, ahora, “suegra” – ordenó Candy, tomándola del pelo y atrayendo el rostro de la gitana hasta su entrepierna –, cómeme el coño un ratito, que me he puesto cachonda con tanto pensar en tu hija…

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El viernes, a punto de acabar el plazo, Faely caminó por el pasillo de la quinta planta del Jumeirah Essex House, un lujoso hotel a pie del Central Park, cercano a Columbus Circle. Por lo visto, Phillipe no parecía tener problemas de dinero. Una simple habitación podía muy bien costar cerca de los doscientos dólares, y no digamos una suite, como la que disponía el hijo de puta de turno. ¿Se habría hecho con la fortuna de su suegro?

Se detuvo ante la puerta marcada con el número 215 y tomó aire un par de veces, antes de llamar suavemente. La turbia sonrisa de Phillipe apareció ante sus ojos, al abrirse la puerta. La contempló largamente, de arriba abajo, sin decir una palabra, y luego, dando un paso atrás, la dejó entrar. Tomó buena cuenta de la larga túnica étnica, en tonos ocres y rojizos, que la mujer vestía, bajo el liviano abrigo de punto, que modelaba absolutamente su figura.

A sus ojos, Faely había madurado en estos años, como un excelente vino. Se la veía más asentada, más segura de sí misma, y hasta más sensual. Se frotó las manos y sonrió como un lobo.

― Bueno, estoy esperando, querida. ¿Qué has decidido?

Faely no levantó la mirada. Deslizó el abrigo por sus hombros, hasta dejarlo caer al suelo y extendió algo los brazos, como si presentara sus muñecas para que le pusiera los grilletes.

― Seré tuya – musitó.

Phillipe sintió como su pene respondía ante aquellas simples palabras, endureciéndose bajo su bragueta. Había soñado con ellas muchas veces, en estos diez años. Abandonó a Faely con todo el dolor de su corazón. De hecho, fue la razón que dejará Nueva York y regresara a Chile. No podía soportar cruzarse con ella, en el trabajo o en la calle. La había perdido por su abyecto vicio al juego y no se lo perdonaría nunca.

― Bien. Me alegro mucho de esa decisión – le sonrió él, avanzando hasta tomarla por los hombros. Le levantó la cara con un dedo bajo la barbilla, sumergiéndose de nuevo en aquellos ojos oscuros y sumisos.

― ¿Tendré que mudarme aquí, mi señor?

― No, querida. Nos marcharemos del país. Te llevaré a Chile, con Julia. Serás parte de mi familia…

― Entonces, necesitaré unos días para poner en orden mis cosas y asegurar el futuro de mi hija.

― Por supuesto, Faely. Debes dejarlo todo organizado.

Phillipe se inclinó y apresó aquella boca golosa y plena con sus labios. Tanto tiempo deseada, tanto tiempo negada. Saboreó los jugosos y gruesos labios, rememorando su regusto, notando como la particular sensación de su posesión recorría sus venas. ¡De nuevo le pertenecían!

― Pediré que nos suban la cena – susurró él, apartándose y tomando el teléfono. — ¡Desnúdate!

Faely subió las manos hasta el corchete que cerraba su túnica de Zimbabwe tras la nuca y, con un ligero batir de hombros, la dejó deslizar a lo largo de su cuerpo, hasta yacer a sus pies. Phillipe devoró, con los ojos, aquel cuerpo turgente y exquisitamente proporcionado, mientras sus labios pedían la cena al servicio de habitaciones.

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Candy Newport contempló el pasillo, antes de llamar al timbre. Le agradó constatar en las buenas condiciones que mantenían su edificio. Hacía años que no había vuelto por él, pero disponía de un magnífico administrador que cuidaba hasta el más mínimo detalle de sus valores inmobiliarios. Pulsó el timbre con su dedo índice, haciendo surgir un melodioso carillón. La puerta se abrió, dejando ver la pequeña figura de Cristo, quien la obsequió con una simpática sonrisa, antes de hacerla pasar.

― ¡Zara! ¡La jefa acaba de llegar, mi alma! – exclamó en español, lo que sonó muy musical a Candy. Siempre le había gustado ese país.

Miró como había decorado el loft su perrita y le pareció muy adecuado y hasta elegante.

― ¿Desea una copita, jefa? – le preguntó Cristo.

― Me vendría bien, gracias – respondió ella, devolviendo la sonrisa.

Cristo trajo tres catavinos españoles, largos y estrechos, así como una botella negra. Disponiendo las copas sobre la gran mesa central, las llenó de un líquido dorado.

― ¡Auténtico Sherry, no la mierda que venden de importación! Este procede de Jerez de la Frontera… — concluyó, entregándole una copa a Candy.

― Gracias… ¿Cristo?

― Así es, jefa, Cristo para servirla…

― ¿Es diminutivo de…?

― De Cristóbal, señorita Newport, como Cristóbal Colón, ya sabe – respondió Zara, saliendo de detrás del biombo de su habitación.

Tanto la ex modelo como Cristo quedaron con la boca abierta, admirando a la recién aparecida. Zara había construido una elaborada torre con sus trenzas, que culminaba su cabecita, dejando brotar las puntas recubiertas de cristal como si fuese una fuente de colorines. Su largo y esbelto cuello se mostraba desnudo y sensual, hasta que topaba con el broche nacarado del vestido de satén que portaba. En un tono champán, el vestido cruzaba dos bandas sobre su pecho, encerrando sus desnudos senos, pero dejando toda la espalda al descubierto. Se acampanaba un tanto bajo sus caderas, debido a la caída de la tela, pegándose al cuerpo como un guante. Acababa cuatro dedos por encima de sus rodillas, que aparecían recubiertas por unas finas medias oscuras. Finalmente, unas sandalias argentadas, de fino y alto tacón, completaban el conjunto, de forma divina.

― ¡Prima! ¡Jodiá! Vas a haser que el camarero tropiese un montón de veses esta noche – exclamó Cristo, tras un silbido.

― Estás arrebatadora, Zara – sonrió su jefa.

― Gracias, señorita Newport – respondió Zara, con el rostro arrebolado.

― Por favor, llámame Candy – le dijo su jefa, alargándole una de las copas.

Los tres brindaron con el fresco vino gaditano. Zara, a su vez, contempló la figura de Candy Newport, regodeándose en sus curvas. La mujer lucía su melena suelta, como le gustaba, bien cepillada, y quizás algo más rubia que castaña, en esta ocasión. Bajo una liviana torerita de gamuza cobriza, con filigranas de cuero y pedrería, vestía un corpiño bastante escotado, negro y brillante, que, seguramente, dejaba al aire sus hombros y brazos. Un fino pantalón oscuro, ceñido a sus caderas y ancho en las perneras, estilizaba aún más su figura. Bajo la amplia campana del pantalón, repiqueteaban unas negras sandalias, sin demasiado tacón.

Tanto la una como la otra, se miraron a los ojos, repasando el maquillaje ajeno y la belleza que resaltaba. Interiormente, ambas hembras se sintieron seguras de sus propósitos; seguras y dispuestas.

― ¿Vamos, Zara? Tenemos reserva en JoJo, en el Upper East Side – indicó Candy, apurando su copa.

― ¿En JoJo? – preguntó Zara, impresionada pues era uno de esos restaurantes coquetos y románticos de Manhattan.

― Si. ¿Te gusta la comida francesa?

― Bueno, si… menos los caracoles…

― A mí tampoco me van – bromeó su jefa, tomándola del brazo y andando hacia la puerta.

― Pasadlo bien, chicas – las despidió Cristo, con algo de sorna.

Una amplia y cómoda berlina Mercedes esperaba en la calle, con el chofer de pie, ante la puerta trasera abierta. No se trataba de la habitual limusina que llevaba a la jefa al trabajo, a diario, sino de un coche nuevo y potente, pleno de comodidades y mucho menos llamativo. Candy le hizo un gesto para que entrara ella primero y se deslizó detrás de ella. El tacto y el olor del mullido asiento de cuero excitaron un tanto a la joven mulata. Hacer manitas sobre un asiento así tenía que ser una gozada.

El vehículo arrancó suavemente. En el interior, no se escuchaba el sonido del motor, solo un tenue hilo musical con ritmos caribeños. Candy comentó algo sobre el Upper East Side, pero Zara apenas la escuchó, más atenta a los apretujados senos de su jefa.

JoJo era cuanto Zara se había imaginado. La puerta de entrada era pequeña y había que descender tres escalones para empujarla. Sobre la fachada de ladrillos, la palabra “JoJo” estaba pintada en rojo, con dos focos iluminándola. Se trataba de una vieja vivienda adosada. En el piso bajo, la cafetería, el mostrador, y la cocina, así como algunas mesas. Arriba, varios reservados y un par de habitaciones grandes para banquetes. Una simpática chica, vestida de camarero francés de principios del siglo XX, las acompañó al piso superior, donde las instaló en una mesa, junto a una ventana desde la cual tenían una magnífica vista a la bahía. Un estrecho biombo de bambú las aislaba de las demás mesas.

Candy tomó la carta, forrada en cuero negro, y leyó en voz alta.

― ¿Compartimos una ensalada de endivias, queso fresco y colas de langostinos? – preguntó.

― Por mí, encantada – respondió Zara, quien no se decidía por nada en especial.

― ¿Qué te apetece de segundo? ¿Carne o pescado?

― Prefiero carne.

― ¿De verdad? – Candy la miró con insinuación.

Zara enrojeció y sonrió. El tono de su piel disimulaba muy bien el rubor que cubría sus mejillas.

― Soy carnívora, en ese aspecto – susurró. – ¿Cómo te has dado cuenta?

― Me fijo en los detalles, querida.

La camarera interrumpió la conversación. Zara pidió un filete de buey, en su punto, con guarnición de champiñones, y su jefa optó por un espléndido Emperador con crema de ajetes. Candy escogió un buen pinot blanco, que, por su suavidad, iba perfecto tanto con la carne como con el pescado.

― Como decía, suelo fijarme en las miradas de mis chicas. Se diferenciar perfectamente una mirada de envidia o de reconocimiento, de una de deseo. Las tuyas son de las últimas. Te regodeas en los traseros de tus compañeras y, de vez en cuando, te relames – le confesó Candy, entre risitas.

― ¿De veras? – se asombró Zara.

― No sabes disimular, eres demasiado joven – sonrió la jefa, alzando su copa de vino en un brindis mudo.

― No tengo mucha experiencia. Un par de compañeras de internado y una amiga íntima, aparte de un par de citas que no condujeron a nada – enumeró Zara, sin que el enrojecimiento de sus mejillas se atenuara.

― ¿Y con chicos?

― Un par de experiencias estas Navidades, solo para comparar. La verdad es que tuve que embriagarme para estar a la altura. Los hombres no me atraen físicamente para nada.

― Tienen su punto, en el momento adecuado, pero me pasa lo mismo que a ti. Puedo vivir sin ellos. Pero te advierto que, en esta profesión, no podrás dejarlos completamente atrás – la advirtió su jefa.

― Lo sé.

― Cuando no es un poderoso promotor, es un sponsor, y cuando no, un guapo modelo que debes controlar para tu beneficio – sonrió Candy, rememorando sus propios asuntos.

La camarera trajo la ensalada de endivias y ambas le dieron las gracias. Candy probó el fondo caliente que cubría las endivias y añadió una pizca de sal y un poco más de aceite de oliva, así como unas gotas de vinagre balsámico. Zara convino que la ensalada estaba deliciosa.

― El asunto de tu madre se está solucionando en este mismo instante. Espero una respuesta definitiva mañana.

― Gracias, pero cómo…

Candy levantó un dedo, acallándola.

― No preguntes.

― ¿Cómo puedo agradecerte todo lo que…?

― Seguro que encontraras alguna manera, ¿verdad?

Un estremecimiento recorrió la espalda de la joven modelo, justo entre sus desnudos omoplatos. Había entendido perfectamente a su jefa. El hecho es que estaba deseándolo, así que no iba a ser ninguna mala experiencia; de eso seguro.

― Así que no tienes ninguna relación estable, ¿no, Zara?

― No, nada serio. Tampoco es que disponga de tiempo. Acudo a la agencia a diario y también a una academia, en Chelsea.

― ¿La Hawerd? – preguntó Candy, llevándose una larga endivia a la boca, usando los dedos y rezumando sensualidad.

― Si. ¿la conoces?

― Conozco a su director, Herman.

― Si, el señor Galds.

― ¿Sigue siendo un hueso duro?

― Le llaman el Coronel – se rió Zara, haciendo que su jefa la imitara.

La conversación, a medida que pasaban los minutos y la botella de vino se vaciaba, se hizo más interesante y más íntima. Zara se sentía muy a gusto cenando y confiándose a su jefa. Nunca pensó que la ex modelo fuera una persona tan sencilla y comprensiva. Había sido advertida por su madre, quien, a pesar de no tener quejas de su ama, la previno de que era una mujer acostumbrada a obtener lo que deseaba. Zara sabía perfectamente que ella era el objetivo de la mujer; no era nada tonta.

Sin embargo, la seducción fue tan sutil, tan poco definida, tan serpenteante, que acabó mirando a su jefa con ojos de franca adoración, al final de la cena.

La joven le acabó contando los proyectos que anhelaba, sus más íntimas fantasías, sus sueños más alocados, y, por que no, sus vicios más inconfesables. Candy sonreía e inclinaba graciosamente la cabeza a la izquierda, escuchándola. Uno de sus dedos jugaba con el borde de su copa, vacía al igual que la botella. De vez en cuando, el dedo saltaba del frío vidrio a la cálida piel caoba de la mano de Zara, sobre la que se deslizaba lentamente, estremeciendo a la mulata.

En la mente de Zara, cada vez entendía más y más a su madre. Ahora comprendía cómo había caído bajo el influjo de su voluntad, por qué la amaba tan incondicionalmente, sujeta por aquella mente tenaz y sutil. Era muy fácil entregarse a aquellas palabras, a su tono seductor, que encauzaba a clavarse de rodillas al menor capricho.

Se preguntó si estaba engañando a su madre. ¿No estaba poniéndole los cuernos con su dueña? No sabía exactamente cuales eran los derechos de una esclava, pero no creía que una dueña tuviera que ser fiel a su esclava. Al final, reconoció que no le importaba en absoluto lo que pensara su madre. ¡Era una puta esclava, simplemente! Lo había sido durante más de diez años y, por ello, estaba ella allí, por la escasa voluntad de su madre.

Zara solo deseaba que aquella mano que le acariciaba los dedos y el dorso de la mano, se metiera, de una vez, entre sus piernas y que la hiciera chillar.

― ¿Nos vamos?

Zara parpadeó, arrancada de su campo de sueños. Candy firmaba la factura, tras pagar con su tarjeta.

― ¿Dónde? – preguntó la mulatita.

― Había pensado tomar una copa en el Village, en Fingers…

― Soy menor de edad. No me dejarán entrar – balbuceó Zara.

― Seguro que sí te dejan. No tienes aspecto de colegiala, querida – se rió. – A mí nunca me pidieron un carné. Al igual que tú, representaba más edad y, además, solo se fijaban en mis tetas.

Las dos se rieron con ganas y salieron del local, atrayendo las miradas de más de un comensal. Nada más subir al lujoso coche, la aleteante mano de Candy no dejó de acariciar la mejilla y el cuello de su invitada. Entre broma y confidencia, la mano acabó posándose sobre una de las maravillosas rodillas de la joven, como si fuese la cosa más normal del mundo. Los delicados y largos dedos acariciaron levemente la pantorrilla, el principio del interior del muslo, y la curva tras la rodilla. Lo hacía con delicadeza y suavidad, de forma lenta y sensual, que erizaba el vello de los brazos de Zara. No intentó llegar más lejos; Candy se limitó a hablar de naderías y mirarla a los ojos, mientras sus dedos recorrían, como algo natural, la pierna de la joven.

Fingers era un local solo para chicas, situado en la parte más gay del Village. Ocupaba el interior de cuatro casas adosadas, interconectadas entre ellas, pero con sus fachadas pintadas con los típicos colores de la bandera gay. Aunque desde el exterior parecieran viviendas, el interior estaba totalmente acondicionado e insonorizado. Disponía de una zona central, con pista de baile y un pequeño escenario, un mostrador de cócteles, y diversos reservados con mullidos sillones, que ocupaban rincones estratégicos y poco iluminados.

Candy parecía ser bien conocida allí. La jefa de sala la saludó con confianza, así como una de las camareras. Diversas mujeres, jóvenes y de mediana edad, la abrazaron y besaron sus mejillas. Por lo que Zara pudo notar, la clientela era de rancio abolengo; chicas de la alta sociedad de Manhattan que se refugiaban entre aquellas paredes multicolores para disponer de sus primeras experiencias lésbicas con impunidad. Nada de prensa, nada de filtraciones. Allí solo entraban caras conocidas y garantizadas. Sin duda, si Zara volviera por su cuenta, no llegaría a entrar.

El hecho es que la acogieron muy bien, en el seno de la familia lésbica, como se denominaron varias de ellas. Zara charló, besuqueó mejillas, abrazó talles, y hasta bailó con varias muñequitas de aquellas. Tras todo esto, su jefa la enlazó de la cintura y apretó sus senos contra los de ella, al ritmo de una balada de Adele.

Se sentía especial, acunada por unos expertos brazos que le hicieron olvidar, por un momento, el verdadero motivo de su misión. Flotaba entre emociones y sensaciones, la mayoría conocidas, pero seguramente intensificadas por el vino y los dos cócteles que ya llevaba trasegados.

Sintiéndose atrevida, aprovechó el ritmo algo más latino de una canción para deslizar sus dos manos hasta las nalgas de su jefa, sin abandonar los suaves pasos de baile. Apretó aquellos duros glúteos, con ansias. Candy gimió y pegó aún más su cuerpo al de la joven. La miró a los ojos y vio aquella media sonrisa en los labios de la mulatita, lo que la llevó a mordisquearlos, hasta fusionarse ambas bocas con pasión. Dos húmedas lenguas se deslizaron, ansiosas de intercambiar salivas perfumadas de alcohol. Zara, con los ojos cerrados, solo podía pensar en que la lengua de Candy Newport se introducía en su boca, lamiendo sus encías y su paladar. Sintió ganas de salir a la calle a gritar la noticia, como una colegiala enamorada.

Sin más palabras, Candy la tomó de la mano y la condujo hasta uno de aquellos rincones íntimos, en el que se sentaron en dos sillones, frente a frente. Candy se inclinó hacia delante, colocando de nuevo su mano entre las rodillas de Zara, quien apoyó su espalda sobre el respaldo del sillón. Respirando fuertemente, abrió sus piernas, invitando así a que la mano de su jefa profundizase. Candy sonrió y acarició el suave tejido de la media hasta alcanzar cálida piel al descubierto. Apretó suavemente el aductor del muslo, arrancando un gemidito a Zara, que la impulsó a llegar más arriba, hasta tocar la suave braguita.

― Estás chorreando, Zara – susurró, mirándola a los ojos.

― Si… — respondió muy bajito la joven, con los ojos brillando en la penumbra.

Los expertos dedos avanzaron, deslizándose bajo la costura del lateral de la prenda, acariciando la suave ingle depilada y separando uno de los labios mayores. El cuerpo de la jovencita onduló, entregándose a la caricia. El fluido inundó su vagina, empapando aún más la braguita al desbordar. Candy se mordió suavemente el labio, al contactar con la extrema suavidad de aquella flor de carne. Se moría por verla de cerca. Quería comprobar si sería tan rosita su interior, en contraste con la piel canela. Se preguntaba cómo olería, al estar excitada; cual sería el sabor íntimo de aquel icor destilado en sus entrañas.

― Aaaaaaaaaahhh…

Más que un gemido fue un largo suspiro de abandono, de entrega. Zara cerró los ojos y empujó con las caderas, para sentir mejor aquel dedo intruso que la subyugaba. “¡Que ricura de niña! Es una ninfa.”, pensó Candy, notando como su pantalón se mojaba. Sus braguitas eran incapaces de contener la humedad que surgía de su sexo.

Las manos de Zara acariciaron el brazo que su jefa mantenía sepultado entre sus piernas y, como de paso, saltaron hacia el cordón que mantenía el corpiño de Candy cerrado. Los ágiles dedos se afanaron para deshacer el nudo y tironearon, ansiosos, hasta que el oscuro y brillante tejido quedó abierto. Zara posó sus entrecerrados ojos sobre los redondos y bellos pechos que colgaban cerca de ella. No estaban totalmente al aire, pero tenía suficiente espacio para introducir una mano. No tardó en apoderarse de uno, que resultó ser extremadamente suave. A sus treinta y pico años, el pecho de Candy había perdido la dureza de la juventud, pero los cuidados y el ejercicio diario lo mantenía lo suficientemente terso y erguido como para ser todavía adictivo. Pellizcó el pezón, que no tardó en endurecerse. Notó que su jefa respiraba más profundamente y sonrió, feliz.

Por su parte, abrió aún más sus piernas, posando una rodilla sobre el asiento del sillón, cuando el dedo de Candy acarició su clítoris, sacándolo de su capuchón de carne. Fue su turno de morderse el labio, conteniendo un quejido que habría, sin duda, llamado la atención. No es que fuera algo extraño en aquel ambiente, pero, simplemente, Zara no estaba habituada a algo tan público. Quería quedarse quieta, para que su jefa pudiera acariciarla sin llamar la atención, pero sus caderas parecían pensar otra cosa. Bajo los dedos de Candy, oscilaban y se encrespaban, como olas en una furiosa tormenta. Su pelvis se alzaba, tratando de agudizar el contacto, de alargar las formidables sensaciones que experimentaba.

― Me… voy a… correr – jadeó, en un punto en que sus caderas temblaron, enloquecidas.

― Hazlo, mi vida… córrete para mí – la incitó su amante.

Y pellizcando fuertemente uno de los pezones de Candy, la jovencita dejó escapar un gemidito, largo y continuado, que enloqueció a la primera. Se corrió con una feroz contracción de su pelvis, que apartó los dedos conmocionadores. Jadeó al recuperar el aliento tras los segundos en que el éxtasis le hizo contener la respiración, y, finalmente, abrió los ojos, echando una agradecida mirada a Candy.

― Eres bellísima, Zara – le sopló.

― Gr… gracias… llévame a tu… casa…

Candy sonrió, compartiendo su deseo. Aquello solo había sido el aperitivo; ahora estarían a solas, en la intimidad.

El chofer tardó apenas ocho minutos en llevarlas desde el Village a TriBeCa, que es donde Candy tenía su apartamento. Dos minutos más en atravesar el vestíbulo y tomar el ascensor hasta el cuarto piso. Durante ese trayecto, Zara quedó casi desnuda, y entraron en el amplio apartamento, besándose con voracidad, hasta caer sobre la gran cama del dormitorio principal. Fue más una batalla que un encuentro amoroso. Candy estaba muy excitada, con ganas de gozar. Zara, por su parte, estaba algo más calmada, gracias al orgasmo que experimentó minutos antes, y pretendía dejar constancia de que ella también conocía el tema.

El resultado fue algo crítico, ya que sacó a flote la vena sádica de Candy. En cuanto deslizó el amplio pantalón a lo largo de sus piernas, la casi rubia señorita Newport hizo que Zara se arrodillara en el suelo, en un lateral de la cama, y ella se sentó sobre el colchón, con las piernas abiertas. Atrapó el elaborado moño de Zara con furia, atrayendo el rostro de la joven entre sus piernas. Autoritaria y exigente, le hizo entender, sin una palabra, que debía contentarla ya, sin más pérdida de tiempo.

La rosada lengua de Zara se aplicó con eficacia y deseo a la tarea, haciendo que su jefa alzara el rostro hacia el techo y cerrara los ojos, degustando el placer que atravesaba todo su cuerpo. Sus manos seguían aferrando el moño de su pupila, acabando de deshacerlo. Las trencitas rasta volvieron a desparramarse por la espalda de la joven, sin que ella abandonara su grata tarea.

― ¡Oh, si! ¡Oh Dios… Ssssiiii! ¡Que bien lo haces, cariño! – exclamó Candy, dejándose caer de espaldas sobre la cama.

La lengua de la mulatita abarcaba desde el centro de sus abiertas nalgas, hasta el pequeño pero endurecido clítoris, en largas pasadas que humedecían toda su sensible piel. No es que fuera una técnica demasiado depurada, pero las ansias que Zara mostraba, la necesidad que tenía de complacer a su jefa, enloquecían a Candy.

Con la llegada del éxtasis, Candy perdió la coordinación. Sus piernas se encogieron, atrapando el rostro de la joven contra su pubis. Su espalda se encorvó en un fuerte espasmo, que contrajo su cuerpo.

― Fffugbrraaaaa… – gimió como un galimatías.

Dejando tiempo a su jefa para reponerse, Zara se puso en pie, se quitó las sandalias y acabó de desnudar a la inmóvil mujer, que yacía sobre la cama.

― Hay champán frío… en el frigo… sirve unas copas, cariño – musitó Candy, sin abrir los ojos.

― Claro que si. Tú descansa, repón fuerzas que queda mucha noche aún – rió Zara, saliendo del dormitorio.

― Guarraaa…

Tras brindar por los sucesivos orgasmos, arrodilladas sobre la cama, las chicas volvieron a besarse apasionadamente.

― Eres maravillosa – lisonjeó Candy.

― Sé mi maestra, por favor – murmuró Zara a su oído, totalmente encandilada. Ya ni se acordaba para qué estaba allí, solo sabía que uno de sus deseos más afirmados se estaba cumpliendo.

― No quiero un rollo de esos… maestra y pupila… quiero que seamos una pareja, Zara…

― ¿Una pareja? – la mulatita se separó, mirándola seriamente. — ¿Quieres un compromiso? ¿De igual a igual?

― Si. ¿De qué te sorprendes?

― Nunca has tenido una pareja. Ni hombre, ni mujer – se asombró Zara.

― Nunca había conocido a alguien como tú – sonrió su jefa, acariciándole un pómulo. — ¿Qué me dices?

Las manos mulatas tomaron una de las suyas, apretándola contra su pecho. Zara asintió, con una gran sonrisa.

― Soy tuya – le contestó.

― Amor mío…

Candy la tumbó sobre las sábanas de seda y cubrió todo su cuerpo de húmedos besos, sin prisas, poniendo todo el empeño que su corazón irradiaba.

― Quiero follarte – le dijo, besándola en la punta de su naricita.

― Haz conmigo lo que desees – contestó Zara, inmersa en su nube de algodón sentimental.

Candy abrió uno de los cajones de la mesita auxiliar y sacó uno arnés que llevaba insertado un realista pene de suave silicona y látex. Se lo puso a la cintura, con pericia, acoplando contra su clítoris un suave bulto que contenía una bola vibratoria.

― Ya veo que lo decías de forma literal – rió Zara.

― Ya verás. Te gustará…

Embadurnó el falso pene con un chorreón de gel lubricante, que sacó del mismo cajón, y limpió sus dedos insertándolos en la vagina de la joven.

― Aún está mojado. Mejor – dijo.

― Me tienes loca – murmuró Zara. – Métemelo ya…

Más fácil decirlo que hacerlo. Aunque el apéndice de silicona no era de un tamaño desmesurado –apenas unos quince centímetros y un grosor de tres— la vagina de Zara no era un paso frecuentado por tales utensilios, por lo que estaba bastante cerradita. Pero el deseo superó ese obstáculo, empujando ambas con sus caderas, una gruñendo, la otra mordiéndose el labio.

― Así, cariño… toda dentro – murmuró Candy.

― ¿Ya… está? La siento muy adentro…

― ¡Te estoy follando, mi vida! ¡Como me gustaría tener una de verdad para preñarte!

― Diossss… ¡Que morbo me das!

― Creo que tuve que ser un tío en otra vida – sonrió Candy, antes de comenzar un ritmo más duro.

Colocó las piernas de Zara sobre sus hombros y empujó más fuerte, con mayor acceso a su vagina. Estaba de rodillas, lanzando sus caderas hacia delante, con fuerza. La jovencita se quejaba dulcemente. Cada gemido actuaba como un gatillo para la mujer, enervándola, excitándola. El pene de plástico entraba hasta el fondo, haciendo que el cuerpo de Zara temblase a cada envite. Ambas se miraban fijamente a los ojos, atentas a las expresiones de placer. Zara se pellizcaba un pezón con una mano; con la otra atrapaba, alternamente, los de su nueva novia.

Tenía los ojos entreabiertos, chispeando de lujuria. Sus cejas marcaban una expresión suplicante, a caballo entre “acaba ya, que me corra” y “empieza de nuevo, hasta el amanecer”. Sus gruesos y definidos labios permanecían entreabiertos, en un eterno puchero, como si quisiera decir algo, pero no se atreviera.

El corazón de Candy explotó de amor, por primera vez en su vida. Verla así le hizo entender que la amaba realmente: ¡por fin había encontrado el amor! Estaba dispuesta a matar por ella. La vibración de la bola sobre su clítoris, a cada embate de sus caderas, la estaba matando. Se había corrido ya dos veces, silenciosamente, pero no podía detenerse. Aquellos gestos de éxtasis que se dibujaban en la hermosa faz de su amor, no la dejaban. ¡Quería dibujar más pucheritos en su rostro!

Zara le echó los brazos al cuello, gritando apenas sin fuerzas, sin atreverse a cerrar los ojos y, así, apartar la mirada:

― Cari…ño… ya… ¡YA! Me c-corro… mmm… CORROOOOOOO… aaaaahhhhh… iiiihhiiii…

― … y yo… jodida negrita… de mi c-corazón…

_____________________________________________

― ¿Así que Faely te ha ido con el cuento? – dijo Phillipe, escanciando vino en las dos copas.

― ¿Qué te esperabas? ¿Qué se fuera contigo sin decírmelo? Ha pasado diez años bajo mi yugo…

― Seguro que no fueron tan intensos como los pocos que pasó conmigo – sonrió, entregándole una copa a Candy Newport, quien la depositó en la mesita, sin tocarla.

Era la hora del brunch del domingo y ambos se habían reunido en la suite del chileno, a petición de la ex modelo. A los ojos del hombre, Candy estaba radiante. Vestida como una férrea domina, con el pelo bien apretado y tirante en una alta cola de caballo, y un ceñido vestido de oscuro paño, que le llegaba hasta los estilizados y altos botines. En cambio, Phillipe vestía desenfadado. Unos jeans nuevos y un pullover de marca, pero su sardónica sonrisa siempre estaba presente.

― ¿Quieres a Faely? Pues haz tu oferta. Recuerda que Manny pagó un alto precio por ella. Procura no ofenderle.

― Hablando de Manny, ¿qué tal le va al viejo? – preguntó Phillipe, tomando un canapé de mojama con los dedos.

― Se ha retirado un tanto del frente, pero sigue bastante activo para su edad. De hecho, te envía saludos – dijo ella, con otra sonrisa.

― Ah, ya veo. Sabe que estás aquí.

Aquello parecía una críptica partida de ajedrez. Cada uno revelaba sus movimientos con parsimonia y evidente emponzoñamiento, procurando atrapar al otro en un renuncio.

― Haré la misma oferta que le he hecho a ella. Poseo bastante material fotográfico y una o dos grabaciones que, sin duda, pueden comprometerte, e incluso a Manny. Os entregaré todo el material a cambio de Faely – Phillipe mostró finalmente sus cartas.

― ¿Por qué has tardado tanto tiempo en reclamarla?

― Otros asuntos reclamaban mi atención…

― Ya veo. ¿Convertirte en un hombre de familia era más importante?

― Digamos que si – respondió él, frunciendo algo el ceño.

― ¿O bien envolverte en la armadura de la fortuna de tu suegro?

Phillipe chasqueó la lengua. No le gustaba el tono de la ex modelo. La mujer demostraba que le había investigado, pero se sentía seguro, así que la dejó seguir. Candy sacó una carpeta de papel de su bolso y la dejó al lado de la bandeja de canapés.

― ¿Qué es eso? – preguntó Phillipe.

― Tu familia – respondió ella, con voz neutra.

― ¿A qué te refieres? – preguntó él, abriendo la carpeta.

Candy le dejó leer, que se empapara de cuanto habían descubierto los sabuesos periodísticos de Manny Hosbett sobre las andanzas de Phillipe Marneau-Deville. Sonrió levemente cuando notó como la expresión del hombre se nublaba y sus manos temblaron, sujetando la carpeta marrón.

― ¿Qué significa…? – barbotó el chileno.

― Pues viene a decir, más o menos, que si no te largas de Nueva York en este momento, sin Faely por supuesto, toda esa información irá a parar a manos de la familia de tu esposa. El ser el padre del único vástago masculino te ha permitido mantener el control del fidecomiso de la vasta fortuna de tu difunto suegro, al menos hasta que tu hijo tenga la mayoría de edad. Pero, ¿qué pasaría si los familiares de tu esposa, aquellos a los que no les ha tocado más que migajas de esa fortuna, se enteraran de que ese hijo tuyo, no es realmente un Marneau-Deville?

― ¡No puedes demostrarlo!

― Claro está. No te someterías nunca a una prueba de paternidad, pero, por si no te has dado cuenta – dijo ella, señalando los papeles que aún sostenía Phillipe entre sus dedos –, ahí está la declaración jurada de dos médicos y dos enfermeras de la clínica IVI de Valencia, en España. ¿Te suena de algo?

― ¿Cómo has podido saber…?

― No menosprecies nuestro alcance, querido. Aunque hayas viajado hasta Europa para inseminar a tu bella esposa, siempre queda un rastro, sobre todo al obtener una fortuna como la de tu difunto suegro. En el momento en que se demuestre que tu heredero no lleva tu sangre, perderás todo el control del patrimonio. Lo sabes, ¿verdad?

Los hombros de Phillipe se abatieron, sintiéndose vencido. Se dio cuenta que sus enemigos habían encontrado el único resquicio que no podía proteger, su descendencia. ¡Si no se hubiese precipitado a hacerse aquella vasectomía!

― Te irás mañana, renunciando a Faely y a todo este asunto. A cambio, yo guardaré todo esto en un profundo cajón de mi escritorio – explicó Candy, con mucho aplomo.

― Está bien. Tú ganas – murmuró Phillipe.

― Bien, querido. Puedes quemar esa carpeta, es solo una copia. ¡Que tengas un buen viaje! – se despidió la mujer, caminando hacia la puerta.

Esta vez había tenido suerte. Los investigadores de Manny tenían ciertos informes, desde hacía unos años, que les han permitido profundizar más en esa historia. De otra manera, ella hubiera perdido a su esclava. En verdad, no era eso lo que le importaba. Aunque Faely la había servido impecablemente, empezaba a cansarse de ella. No le hubiera importado venderla o cambiársela a Phillipe, pero no podía soportar la audacia y pretensión del sudamericano. ¿Quién se creía que era para quitarle, a ella, uno de sus juguetes?

De todas formas, esto tenía que servir a Candy de lección. Había confiado demasiado en el poder de su círculo y, por ello, han estado a punto de sorprenderla. Debía mantener sus activos controlados y puestos a cubierto, por si misma.

Ahora, más tranquila, tenía que contarle a su amada que su madre le pertenecía desde hacía años. Y eso era algo que le empezaba a dar miedo…

CONTINUARÁ…..

 

Relato erótico: “Cómo seducir a una top model en 5 pasos (09)” (POR JANIS)

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portada criada2La diva.

Nota de la autora: Quedaría muy agradecida con sus comentarios y opiniones, que siguen siendo muy importantes para mí. Pueden usar mi correo: janis.estigma hotmail.es

Gracias a todos mis lectores, y prometo contestar a todos.

Sin títuloLas cosas habían mejorado bastante para Cristo en ese último mes. En lo personal, había conseguido una intimidad con su tía y su prima que jamás consiguió con otros miembros de su familia, ni siquiera con su madre. Es que un chantaje y una esclavitud encubierta unen mucho, la verdad.

Zara, por su parte, había pasado de una actitud colaboracionista con su jefa a una decidida admiración. Para Cristo era evidente que se habían hecho novias. Para el gitanito, era perfecto. Le permitía jugar la carta del familiar simpático y asegurar su puesto en la empresa.

De hecho, en lo profesional, Cristo estaba empezando a ser un tanto imprescindible, sin tener que tocar la tecla de la familia. Poco a poco, se estaba empapando de todos los secretillos y rumores que recorrían los pasillos y platós, no solo de la agencia en si, sino del mundillo en general. Las chicas bromeaban con él, le hacían partícipe de sus pecadillos, de los cotilleos y envidias. Se reían con sus bromas y chistes picantes. Cristo era como el bufón eunuco del harén, y eso le encantaba.

Sabía perfectamente que no podía conseguir nada con aquellos ángeles hermosos, que se codeaban con estrellas de cine, magnates, y poderosos promotores. No cabía ninguna aventura romántica con ellas, pero si podía guardar y encubrir sus secretos, sus debilidades.

Con ello, conseguiría más poder y pasta, las dos “Pes” del negocio.

En lo sentimental, las cosas también le iban bien. Sus tontos prejuicios sobre Chessy acabaron cuando el bonito y largo pene de su novia le otorgó la mejor noche de sexo que pudiera recordar. Ya no pensaba en ella como en un hombre disfrazado, sino que había alcanzado una nueva categoría sexual. Ahora, para Cristo, existía un tercer género: “la hemma”, o hembra macho. Daba igual que fuera un simple travestí, o un transexual hormonado, o bien un hermafrodita escapado de un sueño. Si era bella y parecía una mujer, no importaba que pudiera tener la Torre Eiffel entre las piernas, pues entraba en esa categoría.

Por su parte, Chessy le había insinuado que con algunos de sus clientes, en ocasiones, llegaba un poco más lejos que un simple masaje. Cristo se quedó mirándola. Ya sabía que una cosita tan hermosa como ella no podría escapar del efecto pulpo de los tíos, y menos con dinero de por medio.

― ¿A qué te refieres, Chessy? – inquirió Cristo, tratando de averiguar más.

― Bueno, algunos clientes quieren complementar el masaje con unas friegas más eróticas, ya sabes – se mordió ella el labio, con ese mohín vergonzoso tan característico.

― ¿Una pajita? ¿Una mamada?

Ella asintió vigorosamente varias veces, llevándose las manos a la espalda y bajando la mirada. Estaba preciosa, allí de pie, parada ante él, mientras Cristo, sentado en un butacón gigantesco, veía el “football”, tratando de entender las reglas americanas.

La conversación había surgido casi por casualidad, en el apartamento de Chessy. Ella planchaba algo de ropa y él veía la tele. El verano se acercaba y ella comentó que, en esa época, su trabajo aumentaba de clientela. Al “claro, nena, lo que necesites” de él, ella no pudo soportarlo más, y le confesó parte de lo que requería también su trabajo de masajista.

Cristo no era gilipollas, aunque se lo hiciese. Algunas de sus primas también estaban en el mismo gremio. No el de las masajistas, sino en el de putones verbeneros. En Algeciras no había Ramblas como en Barcelona, pero había paseo marítimo de cojones para hacer la calle, o bien las esquinas de siempre en el Saladillo. Cristo conocía el percal, pues todas sus andanzas festivas estaban relacionadas con putitas y putonas. Pero reconocía que lo que Chessy hacía no tenía mucho parecido con lo que las guarronas de la calle ofrecían.

Según ella, Chessy no aceptaba penetraciones de ningún tipo; solo sexo oral, y no con todo el mundo. Era algo que surgía entre sus clientes más habituales y seguros. Ya había una confianza y una intimidad entre ellos que les vinculaba.

― Tómalo como un masaje terapéutico – susurró ella, al inclinarse para besarlo.

― ¿Un masaje terapéutico? ¡Estás hablando de hacerles una gayolaaaa!

― Pero nene, eso es con música de pulseras. Yo no llevo de eso – ronroneó Chessy, frotando su naricita contra la del gitanito.

― ¡La madre que me…! ¡Chessy, déjate de hostias! ¿Te los follas?

Chessy se arrodilló a su lado, las manos entrelazadas sobre sus muslos. Sus grandes ojos se llenaron de lágrimas. Su barbilla tembló por la emoción.

“¡Joder! Es clavadita al gatito de Shrek, cuando pone esos ojitos tiernos.”, pensó Cristo, sintiendo como su enfado se diluía.

― No, Cristo, te lo juro. ¡Nada de contacto! Ni siquiera dejo que me toquen. Solo yo actúo, que para eso soy masajista diplomada. Es casi lo mismo, nene. Froto sus cuerpos desnudos con aceite, pellizco músculos y tendones… ¿qué más da que les frote la polla también? Me permite cobrar el doble…

“Hombre, visto así…”

― Llevo tratando a algunos más de dos años. Sé en lo que trabajan, quienes componen su familia, si tienen amantes o no, si están enfermos… ¡Lo sé todo sobre ellos! Me pagan para combatir el estrés, la tensión de sus cuerpos, la presión de sus trabajos cotidianos. ¿Debería dejarles marcharse con una profesional del sexo, después de haber palpado sus cuerpos hasta la saciedad? ¿Qué otra se lleve el dinero que me pertenece por derecho?

Cristo se quedó rápidamente sin respuestas. No es que Chessy fuera más lista que él, sino porque era una buena oradora y, sobre todo, porque tenía razón. Los prejuicios de Cristo estaban basados en la falsa moralidad y en el machismo. “Mi novia no puede ser puta, pero yo, en cuanto puedo, me paso las noches con ellas.” Ese es el pensamiento más extendido entre este tipo de fauna.

Finalmente, Cristo tuvo que dar su brazo a torcer, sobre todo cuando le arrancó la promesa que solo seguiría con el sexo oral. En contramedida, Chessy le hizo detallar, al por menor, que era, para él, sexo oral. “Pajas y mamadas”, respondió él.

― Vamos a ver, amorcito… sexo oral es todo lo que se puede hacer con las manos, con la boca, y con las partes del cuerpo que no sean ni el sexo, ni el ano – expuso ella.

― Pero…

― Se puede masturbar con las manos, con los pies, con las corvas y los muslos, con los glúteos, con el pelo – enumeró ella, dejándole con la boca abierta. – Se puede hacer una cubana con los senos, y usar la boca no solo para chupar una polla… ya sabes… beso negro, traje completo de saliva, el beso eterno… Así mismo, el cuerpo desnudo no está exento de posibilidades, sobre todo disponiendo de un buen aceite corporal. Ahí tenemos el masaje tailandés, las friegas calientes japonesas, el baño turco, la técnica de la serpiente, y, claro está, la cama deslizante.

― ¿La… la c-cama desliz…? – balbuceó Cristo.

― Deslizante, cariño. Se coloca un plástico grande sobre la cama y se derrama un bote de aceite. Los cuerpos desnudos se embadurnan y se frotan el uno contra otro, incapaces de aferrarse y abrazarse, hasta…

― Si, si, lo he entendido… lo entiendo… – la cortó él, agitando los brazos.

Nunca hubiera creído que existían tantas técnicas amatorias. Para Cristo, estar con una mujer era follarla y correrte; todo lo más, sacarle una buena mamada. De hecho, no hacía mucho que había aprendido a toquetear el coño de una mujer, llevándola al orgasmo.

― ¿Todo eso? – gimió Cristo.

― Si, cariño. Son derivaciones de una técnica sexual, pero, en el fondo, es lo mismo aunque aporten distintos placeres.

Cristo se llevó un dedo a los labios, cayendo en un mutismo reflexivo. A los pocos minutos, en que Chessy esperó pacientemente, de rodillas siempre, Cristo dijo:

― ¡Está bien! Puedes hacer todo eso, menos follar con el cliente. ¡Nada de darle tu culito! ¡Eso te lo dilato yo solo!

― Claro, cariño. Mi culito es solo tuyo… pero…

― ¿PERO? – el rostro de Cristo se desfiguró, rojo por el cabreo.

― Verás, mis clientes son repetitivos gracias al morbo… debido a que no soy una mujer, ¿comprendes?

Cristo no contestó. Apretaba los brazos del sillón con los dedos, los ojos entrecerrados. Aquello superaba su tolerancia de macho.

― Ellos quieren tocarme y para eso me pagan. ¿Pueden tocarme?

― Si – musitó bajito el gitano.

― ¿Pueden acariciarme las nalguitas?

― Si, jodiá…

― ¿Y agarrar mi pollita?

― ¡¡SSII!! ¡MALDITA SEA! ¡TODO MENOS DARTE POR EL CULO, COÑO!

― Gracias, nene – dijo ella, con una sonrisa de triunfo y poniéndose en pie. – Y, ahora, cariñito mío, viendo que estás muy tenso, ¿Qué tal si te ocupas de lo que has prometido?

Cristo, jadeando tras el grito, miró incrédulo, como Chessy se bajaba el chándal, mostrando sus perfectas nalgas. Encendido, tardó microsegundos en quedarse desnudo, mientras contemplaba como su novia se desnudaba lentamente, regodeándose en aquel cuerpo despampanante que le traía loco. Ella se sentó sobre las rodillas de su chico, haciendo coincidir los dos miembros. El de él, estaba tieso y expectante, el de ella, lánguido y morcillón. Los enredaron con placer, entre besos húmedos y caricias desaforadas. Parecían dos animales en celo, que no se daban cuartel en sus apetitos. El dedo de Cristo, cada vez más hábil en el menester, se coló por el dúctil esfínter de Chessy. Lo dilató sin necesidad de usar otra cosa que su saliva –tampoco es que hiciera falta demasiado para que se tragara su pene-, y alzándole las nalgas, se la introdujo de un golpe.

Mano de santo, oiga.

Chessy relinchó de gusto, echando la cabeza hacia atrás. Pequeñita pero cumplidora, se dijo ella, cabalgando el apéndice de su novio. Cristo, como de costumbre, se afanaba en los gloriosos senos de su chica. Siempre se preguntaba, al verlos, como era posible que un tío poseyera los senos mas sublimes que había visto jamás, sin necesidad de operarse.

El miembro de Chessy fue creciendo, a medida que se enredaba en el placer. Lo pegó al suave vientre de Cristo, rozándose con el ombliguito de botón. A Chessy le encantaba el cuerpecito de su novio, tan suave y tierno, tan liviano y dispuesto. Mordisqueó de nuevo los morenos labios, aspirando el aliento del chico, y se preguntó, en uno de esos pensamientos estúpidos que se pasan por la cabeza en los momentos de gran placer y dicha: ¿Qué veo en Cristo para que me guste tanto?

Como podéis comprobar, no solo es patrimonio de las mujeres pensar en musarañas cuando se las están follando, algunos tíos también lo hacen. Bueno, no sé si llamarlo tío es apropiado… El caso es que Chessy saltaba sobre la polla de Cristo, jadeaba y se agitaba, y, al mismo tiempo, repasaba las cualidades que le atraían de su chico. A saber usted por qué…

El chico ideal de Chessy era alguien más alto, de complexión delgada y flexible, rasgos duros y masculinos, y, sobre todo miembros velludos. En cambio, Cristo era la antítesis de todo eso. Quizás por eso mismo, la atraía. ¿No es cierto que los polos opuestos se atraigan? Pero Cristo no era “su” polo opuesto, sino el contrario de su idealización. A lo mejor, en el fondo, el ideal era tan solo el reflejo de nuestra personalidad. El caso es que Cristo la atrajo desde el primer momento en que le vio, tan perdido en la gran urbe, tan exótico con aquellos rasgos delicados. Era distinto a cuanto conocía, tanto en amistades, como en clientela. Además, estaba su inquieta y singular personalidad. Cristo no pensaba como los neoyorquinos, ni siquiera como un americano. Cristo era gitano, europeo, y masón, por así decirlo. Ni siquiera era un tipo particularmente morboso y atrevido, epítome del género que la enloquecía, pero, con aquello, podía resumir lo que le atraía de su novio.

Lanzó su pelvis hacia delante, frotando su polla con más dureza contra el vientre de Cristo, y musitó a su oído:

― Me voy a correr, cariñito… sobre tu barriguita…

― ¡Hazlo, mala pécora! Voy a regarte el culo… voy a preñarte… ese culazooooo…

Cristo se corrió, sin dejar de agitarse, dejando una buena cantidad de semen en el recto de Chessy, quien, al sentirlo, dejó escapar un chorrito acuoso, justo sobre el ombligo masculino. Tras esto, descabalgó al chico y, sin ningún escrúpulo, lamió la polla de su chico hasta dejarla limpia.

― Te dejo acabar el partido, cariño – le dijo Chessy, recogiendo su ropa del suelo y dirigiéndose al baño.

Estaba contenta. Al final, había abordado la cuestión que la tenía en vilo, la vertiente putera de su trabajo. La cosa había ido mejor de lo que esperaba. Tendría que perder algunos clientes a los que ofrecía su trasero, pero, en lo principal estaría bien. De hecho, no solía ofrecer más que sexo oral.

Sonrió a su reflejo en el espejo. “Ya lo decía Gandhi, hablando se entiende la gente.”

____________________

Priscila acompañaba a Thomas Gerrund hasta el ascensor, cuando éste se abrió revelando otra de las nuevas celebridades del mes, en la agencia. Cristo, desde su puesto en el mostrador de atención y bienvenida, lo veía todo, sin apenas alzar la cabeza. Alma le había enseñado a mirar sin levantar la cabeza, a ras del mostrador de mármol.

Thomas Gerrund era un famoso fotógrafo inglés que había firmado un contrato con la agencia, por un tiempo de dos años. Era un hombre de unos treinta y tanto años, alto y delgado, con movimientos parsimoniosos. A Cristo no le extrañaba que fuera un poquito gay, sobre todo por como movía y colocaba las muñecas, dejando sus largas manos colgadas, como muertas. Pero, al parecer, tenía muy buen ojo con las chicas, sabiendo cómo sacarles ese hálito salvaje que toda mujer lleva en su interior.

Sin embargo, por muy famoso que fuera el fotógrafo, los ojos de Cristo no se apartaban de la persona que había surgido del ascensor. Se trataba de una de esas chicas inolvidables, de las que arrasan al bajarse de una limusina, ante los flashes de la prensa. Era una criatura angelical que trepaba fuertemente hacia el ranking de las diez hembras más bellas del mundo.

Hacía unas semanas que la jefa Candy la presentó en la agencia. Calenda Eirre, una modelo en alza, famosa ya en su país de origen, Venezuela, a la que la prensa internacional catalogaba ya como la sucesora de Adriana Lima, tanto por su belleza como por su parecido.

Era realmente cierto que se parecía a la famosa modelo carioca. Morena, con ojos rasgados, verdes como los de una gata, que te miraban desde su metro ochenta y dos como si fueses un simple aperitivo. Al menos, eso es lo que Cristo sentía cuando Calenda le miraba, al pasar. Tenía diecinueve años –aunque era imposible adivinar la edad de una mujer así, quien, desde los quince años, ya no tenía ningún rasgo juvenil- y había fichado por la agencia, trasladándose desde Caracas. Para Cristo, desde el momento en que la vio, resultó ser la mujer más bella que sus ojos habían percibido jamás, ni vería seguramente.

Al segundo día que Calenda pasó por la agencia, venía sola y se detuvo en el mostrador a preguntar por el horario de su sesión. Mientras Alma buscaba la información, Cristo, que hacía todo lo posible por no mirar a la modelo directamente, se decidió a hablarle.

― Bienvenida a Nueva York, señorita Eirre.

― Gracias…

― Me puedes llamar Cristo.

― ¿Cómo el Señor? – preguntó en castellano, enarcando una ceja.

Se le notaba forzada con el inglés, y aquella pregunta se le escapó en su idioma natal, con ese deje tan particular y engolado.

― No, como el Zeñor no, criatura. Cristo viene de Cristóbal – sonrió él, usando también el castellano.

― Ay, chama, ¿eres españolito, mi vida? – se llevó las manos a la cara, con alegría.

― Po zi, zeñorita Eirre. Del zur de Ezpaña.

― ¡Que chévere, pana! Me da mucho gusto poder hablar en mi lengua acá, en Nueva York. ¡Me encanta como habláis los españoles! ¡Suena taaaan lindo!

― Po aquí eztamos pa lo que usté quiera, peazo de cuerpo – sonrió Cristo.

― La sesión empieza dentro de media hora, señorita Eirre. Puede pasarse por maquillaje, al fondo del pasillo – les cortó Alma.

― Muy amable, señorita…

― Alma – se presentó la dueña del mostrador.

― Alma… bonito nombre. Cristo, ¿podemos almorzar cuando acabe? – le preguntó, mirándole con aquellos preciosos ojos felinos, y dejándole con la boca abierta.

― Si lo desea. Estaré aquí, trabajando – respondió, esta vez en inglés.

Se alejó taconeando sensualmente. Tanto Cristo como Alma contemplaron aquel culito meneón, cada uno ubicándolo en su particular fantasía.

― ¡Mira tú! – la pelirroja le atizó un codazo cariñoso. — ¡Has ligado!

― ¡Anda ya!

― ¡Si te ha invitado a almorzar y todo, pillo!

― No conoce a nadie y yo hablo español, eso es todo. Me va a utilizar para aprender a moverse en Nueva York, ya verás – respondió Cristo, suspirando interiormente.

Cristo no se hizo ninguna ilusión con aquella invitación. Sabía perfectamente que no podría jamás optar a tener una aventura amorosa con aquellas grandes divas. Lo mejor era reírse con ellas, disfrutar de su encanto, y beneficiarse de su amistad. Pero, no le hacía daño a nadie si fantaseaba un rato con Calenda Eirre, la supuesta heredera de Adriana Lima, ¿no?

Lo cierto es que la amistad surgió espontáneamente entre ellos dos, de forma muy natural. Calenda se pasó por el mostrador tres horas más tarde, y Cristo la llevó a un sitio discreto y alejado de la agencia. Almorzaron una deliciosa pizza en una trattoría familiar que Chessy había descubierto. Calenda acabó chupándose los dedos y riendo por ello. Cristo se quedaba en trance, contemplando aquellos divinos labios sorber y chupetear los hilachos de queso fundido. En su mente, aquello no era queso, en absoluto, ni tampoco estaban en una pizzería, en el SoHo.

A partir de entonces, cada vez que llegaba a la agencia, se detenía a charlar un ratito con él y, cada vez que podían, salían a almorzar juntos. Calenda no tenía más amigos que él, en la ciudad, y tampoco los necesitaba. Apenas disponía de tiempo para más relaciones. Todo era trabajo y trabajo. Promociones, publicidad, rodajes y sesiones. En eso se había convertido su vida. Sabía perfectamente que cualquiera de sus compañeras, en la agencia, mataría por lo que ella tenía y no disfrutaba. Pero ninguna de ellas tomaba el puesto de Calenda al volver a casa, al final de la jornada, algo que para ella, era lo peor de todo.

Por eso mismo, los momentos que pasaba en compañía de Cristo eran sumamente agradables, entrañables para evocar, para aferrarse a ellos en los momentos en que quedaba a solas. Verdaderamente, consideraba al pequeño español como el hermanito que nunca tuvo. Ni siquiera sabía la verdadera edad de Cristo, pues era un dato que no le interesaba. El gitano la entendía, la animaba con sus peroratas y sus soeces palabras, y calmaba su ansiedad, demostrando poseer una experiencia mucho mayor a la de ella.

El físico infantil de su nuevo amigo le encantaba, pues, al ser mucho más bajo que ella, y de apariencia tan endeble, no asumía una figura dominante a su lado. Ese era uno de los secretos que Calenda trataba de disimular en su entorno inmediato, y que Cristo supo ver enseguida. Calenda se ponía nerviosa al tener un hombre rondándola. Cuando más autoritario e insistente, mucho peor. Era como si hubiera tenido alguna mala experiencia con ese tipo de sujetos. Sin embargo, Cristo no le preguntó nada, sabiendo que era cuestión de tiempo que ella misma le contara su vida pasada.

Lo primero que supo sobre Calenda, lo hizo en su sitio secreto de la agencia, en la pequeña azotea del cartel publicitario. Calenda se había puesto nerviosa con el promotor y Cristo, en un alarde de habilidad, le mostró el sitio, que en si era ideal para fumar. La morenaza venezolana había adquirido ese vicio, aunque solo cuando estaba tensa.

― Ese hombre me recuerda a mi padre – rezongó en español, soltando una bocanada de humo.

― Usa el inglés, tanto tú como yo, debemos perfeccionar. ¿Tu padre? ¿Se quedó en Caracas?

― No, está aquí, conmigo. Es mi representante.

― Vaya. Eso es perfecto, ¿no?

― No, nada de eso.

Cristo se quedó sorprendido con la respuesta, pero intuyó que no sería buena idea ahondar más en el tema. Con la habilidad de un estafador, cambió de tema, consiguiendo que ella se relajara, antes de regresar a su sesión.

_____________________________________________________________________

Un domingo por la mañana, el móvil de Cristo sonó. Era temprano. Él y Chessy estaban aún en la cama, dormidos tras una velada de sexo y chocolate, en el apartamento de ella. Con los ojos cerrados y la voz gruñona, Cristo contestó.

― Cristo, perdona por molestarte, pero no sabía a quien llamar – el acento venezolano y la fluidez histérica del tono, le acabaron de despertar.

― Tranquila, Calenda. Despacio… ¿qué pasa?

― No quiero volver a casa en este momento, pero no sé donde quedarme. Necesito reflexionar…

― Mira, Calenda. Estoy en casa de mi chica, en el Village – Cristo miró a Chessy, pidiéndole permiso con los ojos y ella asintió. – Toma un taxi y dale esta dirección… Te esperamos para desayunar, ¿vale?

― Muchísimas gracias, amigo mío. Nos vemos.

Chessy ya se estaba poniendo una larga camiseta, sentada en un lateral de la cama.

― ¿Así que esa era la famosa Calenda? – preguntó al ponerse en pie.

― Si. Sonaba muy rara…

― Es muy hermosa – musitó Chessy. Lo dijo como una aseveración, mientras entraba en la cocina.

― Si, es la apuesta de la jefa, en este momento. Uno de los ángeles de la moda…

― Y, por lo visto, se ha hecho amiga tuya…

― Ya te lo he contado, Chessy. Le caí bien desde el primer día. Hablamos en español y la ayudo a adaptarse a Nueva York.

― Ya, ya – dijo ella, enchufando la cafetera.

― ¿Celosa, cariño?

― No, más bien preocupada.

― ¿Por qué?

― Las chicas como ella no se hacen amigas del ordenanza de la agencia. Suelen tener promotores, protectores, peces gordos que han invertido en ella, a su alrededor.

Cristo se encogió de hombros, las manos en los bolsillos.

― Pues ella está sola. Bueno, vive con su padre – contestó él.

― Suena extraño.

― Si. Oculta algo, lo sé, pero aún no se ha confiado a mí…

― Puede que ahora lo haga – sonrió Chessy, señalando las tazas para que Cristo las colocara sobre la mesa.

Calenda apareció diez minutos después. Traía ropa de fiesta, por lo que había que suponer que aún no había pasado por su casa. Cristo hizo las presentaciones.

― Calenda, esta es mi chica, Chessy. Ella es Calenda Eirre.

Las chicas se besaron en la mejilla y Chessy le pudo echar un buen vistazo. Aún sin gustarle las mujeres, tuvo que reconocer que Calenda era una mujer por la cual perder el sentido, el cerebro, y el corazón. En verdad, era impresionante. Con esa mirada que parecía devorarte, cambiando de tonalidades de verde con la luz; ese cuerpo de infarto, ahora enfundado en un estrecho y corto vestido de lamé dorado. Llevaba el pelo casi rizado y despeinado, como si hubiera saltado de la cama con prisas. Traía dos altos zapatos en la mano, subiendo las escaleras del bloque descalza. Aún así, le sacaba a Chessy diez centímetros, por lo menos.

― Vamos a desayunar. Parece que necesitas un buen café – la invitó Chessy a sentarse.

― Gracias. De veras que lo necesito.

― No has llegado a tu casa, ¿verdad? – le preguntó Cristo.

― No, vengo de Lexington Avenue. He pasado allí la noche… en casa de un amigo de mi padre.

― Si quieres, después de desayunar, puedes ducharte. Te prestaré algo de ropa – le dijo Chessy, con suavidad, señalando hacia el cuarto de baño.

― Muchas gracias, te lo agradezco.

Acepto un buen tazón de café con leche y devoró un par de tostadas, pensativamente. Chessy y Cristo la miraban de reojo, sin atosigarla. Se notaba que quería contar algo, pero no encontraba la forma o el momento, quizás.

Acabaron de desayunar y Chessy le entregó una toalla limpia, así como una camiseta y una sudadera, junto con unos anchos y largos pantalones deportivos.

― Te puedo dejar algo de ropa interior, pero solo uso tangas y boxers. Sujetadores los que quieras – le dijo Chessy, con una sonrisa. – Tengo unas deportivas nuevas. ¿Qué número calzas?

― Un nueve.

― Te estarán bien.

― No te preocupes por la ropa interior. Con la ropa ya haces suficiente – tomó las manos de Chessy, las dos paradas ante la puerta del cuarto de baño, y la miró a los ojos. – Muchas gracias por todo, Chessy. No sé cómo pagaros…

― Si quieres agradecerlo de algún modo, habla con Cristo. Está muy preocupado por ti. Te aprecia, ¿sabes?

Calenda asintió y le soltó las manos, introduciéndose en el cuarto de baño. Quince minutos más tarde, salió vestida y con mejor cara. Había borrado las trazas de maquillaje y tenía el pelo desenredado y cepillado, aunque húmedo.

― ¿Por qué no subes con ella a la terraza? – le propuso Chessy a Cristo. – Hace una mañana preciosa. Podría secarse el cabello al sol y tener un rato de intimidad…

Calenda le sonrió, de nuevo agradecida porque la comprendieran tan bien. Tomó el cepillo en una mano y registró su bolso hasta sacar un paquete de cigarrillos y un encendedor. Cristo salió al pasillo y llamó el ascensor. Ya en su interior, Calenda apoyó un codo en el hombro de Cristo, recobrando la intimidad que solían compartir.

La azotea encantó a la modelo. Los vecinos del inmueble la tenían acondicionada como solarium, con hamacas coloristas, mesitas de jardín, y celosías de madera para desanimar los mirones.

― ¡Estos apartamentos son una pasada! – exclamó, dejándose caer sobre una de las hamacas. – ¡Un edificio rosa! ¡Madre mía! ¿Por qué?

― Todos los vecinos son gays – se encogió de hombros Cristo, sentándose en un butacón de mimbre.

― ¡Claro! Soy tonta. Esto es el Village – se rió. — ¿Y qué hace tu chica entre tantos gays?

― Ella también lo es, de cierta forma.

― ¿Bisexual? – Calenda mostró una sonrisita.

― No, transexual – dijo Cristo, en un soplo.

Los ojos de la modelo se abrieron y mucho.

― No me digas que…

Cristo asintió.

― ¡Es guapísimo! ¡No se nota en absoluto! – exclamó ella.

― Se considera una mujer totalmente, de los pies a la cabeza.

― ¿Y está…? – Calenda se cortó, al preguntar.

― ¿Operada? – Calenda asintió. ― No. Podría perder mucha sensibilidad. De todas formas, tiene un pene precioso – sonrió Cristo.

― No imaginaba que tú…

― ¿Qué yo qué? – se picó Cristo.

― No te enfades, porfa… que no sabía que te gustase esa rama del sexo, vamos…

― Y no creo que me guste – dijo él, muy serio.

― ¿Entonces?

― Es una larga historia.

― Cuenta. Aquí se está bien – dijo ella, retrepándose de cara al sol y cerrando los ojos.

― Está bien. Le pedí salir a Chessy, creyendo que era una chica.

― ¡Chama! ¿De verás?

― Ajá. Nos conocíamos de tontear en el Central Park, de compartir clases de Tai Chi y tal, pero nada más. Jamás imaginé que fuera un transexual.

― ¿Y lo aceptaste así como así?

― No, que va. Me reboté un tanto. Primero me marché y luego reflexioné. Finalmente, decidí darle una oportunidad. Ahora la veo como lo que es: una mujer bellísima con una polla juguetona.

― ¡Jajaja! – estalló Calenda en carcajadas. — ¿Y cómo os va el sexo?

― Las intimidades para otro día, Calenda. Ahora es tu turno de confesar ciertas cosas…

― ¿Yo?

― Si, tú. Estás fatal y necesitas confesarte con alguien. Según me dijiste, soy tu único amigo…

Calenda agachó la mirada y guardó silencio. Incorporándose un tanto, pasó el cepillo por su húmeda cabellera, lentamente. Tras un par de minutos, asintió, aceptando la sugerencia. Empezó a hablar con una vocecita casi infantil.

― Lo que voy a contarte podría hacer tambalear toda mi carrera, Cristo, así que te ruego guardar el secreto, por favor.

Cristo hizo una cruz con los dedos índices de sus manos y, posándolos sobre sus labios, los besó.

― ¡Por estas! – juró.

― Mi madre se fugó de casa cuando apenas tenía cinco años. No la recuerdo. Mi padre me crió, con la ayuda de una de sus hermanas, así como alguna que otra amante. No he tenido lo que se dice una niñez demasiado jovial. Aunque mi padre jamás me ha tocado -de forma sexual, me refiero-, si ha negociado conmigo de muchas maneras. A los catorce años, vendió mi virginidad en una subasta de amigos. A partir de ahí, cada dos fines de semana me entregaba a uno de ellos, por una buena cantidad de dinero. Al cabo de unos meses, me cedió por un año entero a una dudosa agencia de modelos de Maracaibo…

Cristo tenía la boca abierta, sorprendido por lo que la chica guardaba en su interior.

― Esta agencia vendió mi cuerpo como quiso. Junto a otras chicas, asistíamos a inauguraciones, carreras urbanas, y spots locales publicitarios. Apenas cobrábamos y los promotores tenían total libertad con nosotras. A los dieciséis años, mi padre falsificó mi documento de identidad para poder registrarme en un concurso nacional de belleza. Me presentó a dos de los jueces sobornables y me obligó a yacer varias veces con ellos. Como era natural, gané el concurso. Con ese título, mi padre negoció mi entrada en una de las más famosas agencias de modelos de Caracas, en donde empecé a darme a conocer.

“Esta fama es lo que mi padre necesitaba para prostituirme a un alto nivel, “de lujo”. Trabajaba en sesiones y publicidad, y los fines de semana alegraba la vida de ciertos tipos ricos.”

El tono de Calenda era irónico, como si sintiera asco de sí misma. Cristo apretaba los puños, asqueado también, pero por la actitud de ese padre miserable.

― Sin embargo, en la agencia, conocí a Elina, una chica de mi edad, recién ingresada en el mundillo del modelaje. Era muy dulce y algo ingenua. Nos hicimos muy amigas. Ella era de Caracas y me invitó muchas veces a comer con su familia y a pasar algunas noches en su casa. Nunca le dije nada de lo que mi padre me obligaba a hacer; me hubiera muerto de vergüenza. Al final, brotó algo más que la amistad, entre nosotras.

“Sin embargo, mi padre no vio aquello con buenos ojos. Según él, limitaba mi tiempo y mis posibilidades. Cada vez debía estar más dispuesta para mis obligaciones de prostituta. Elina, aunque era muy mona y atractiva, no tenía las mismas posibilidades que yo. Yo debía volar alto y ella, siempre según mi padre, era un ancla.”

“Por entonces, no sabía gran cosa de las asuntos de mi padre, pero había conseguido ciertos préstamos de una gente sin escrúpulos, avalados por mi prometedor futuro laboral. Así que, cuando esos tipos comprobaron que ese futuro tardaba en despegar a causa de la relación que mantenía con Elina, tomaron cartas en el asunto, aconsejados por mi propio padre.”

“Papa estaba asustado. Los plazos de los intereses vencían y yo no parecía querer subir al siguiente peldaño de la escalinata de la gloria. Decidió que él debía tomar la decisión por mí, pero debía de hacerlo de una forma en que yo no supiese de su manipulación, ya que podría repudiarlo y negarlo. Así que, un día, ordenó secuestrarnos, a mí y a Elina.”

― ¿QUÉ? – exclamó Cristo, alucinado.

― Unos individuos enmascarados nos raptaron a la salida de una pasarela, subiéndonos a una furgoneta. Nos llevaron a una hacienda y nos… vejaron de mil formas, hasta que, finalmente, fuimos filmadas y subastadas por la red. Uno de los enmascarados nos dejó bien claro que la que consiguiera la puja más alta, se salvaría de ser vendida. A cambio, trabajaría unos años para pagar la deuda contraída con ellos. La chica que perdiera, sería vendida inmediatamente. De nosotras mismas dependía nuestra libertad. Tendríamos que ser sugerentes, seductoras, y agresivas. En suma, buenas putas.”

“Elina era demasiado inocente para actuar así, y yo era toda una profesional. Estaba demasiado asustada como para dejarme vencer. Aún queriendo a Elina, la superé, sabiendo que, con ello, la estaba condenado a una vida miserable. Una mañana, se llevaron a Elina, entre lloros y gritos, vendida a unos asquerosos degenerados. Me costó mucho superar aquello. En verdad, no he vuelto a mantener una relación amorosa con nadie, ni hombre, ni mujer.”

“Mi padre niveló sus finanzas y yo despegué en mi carrera. Confié en que mi padre pagaría mi deuda con los cabrones que nos secuestraron. Entonces fue cuando me enteré de que mi padre era socio de ellos y que todo había sido ideado por él. Le odié a muerte, le sigo odiando aún, pero me tenía cogida y anulada. Llevaba demasiados años sometida a su voluntad como para liberarme de un golpe.”

“Como caída del cielo, llegó la oferta de Fusion Model Group. Podría abandonar Venezuela y venirme a Nueva York. Pensé que podría liberarme… Firmé el contrato y pretendí dejar a mi padre atrás, por crápula. Sin embargo, estaba preparado para un juego así. Me hizo chantaje con las pruebas que tenía sobre el secuestro, las terribles vivencias en aquella hacienda, y cuanto hice para superar a mi amiga y abandonarla. No pude hacer otra cosa que traerle conmigo y mantenerle como el vividor que es.”

― ¡Joder con la historia! – susurró Cristo. — ¿Lo tienes en casa metido?

Calenda asintió. Se mantenía echada hacia atrás, en la hamaca, con el rostro alzado hacia el sol y los ojos cerrados. Sin embargo, las lágrimas rodaban mansamente por sus perfectas mejillas, pero sin dar ningún sollozo. Lloraba en silencio, como si estuviera acostumbrada a hacerlo.

― Calenda – la llamó suavemente Cristo.

Ella abrió los ojos y giró el rostro hacia él, pasando la vista a su través, como si no estuviera. Sin embargo, respondió:

― ¿Si?

― ¿De dónde venías esta mañana?

― He pasado la noche con un viejo, en un apartamento frente al central Park.

― ¿Enviada por tu padre?

― Si – de nuevo brotaron las lágrimas. – Desperté en la cama, desnuda. Aquel tipo roncaba fuerte y ya no pude soportarlo más. Tenía que marcharme, huir de la influencia de mi padre. Pero no conozco a nadie en Nueva York más que a ti, Cristo.

― Tranquila, Calenda. Hiciste bien en acudir. ¿Qué piensas hacer ahora?

― No lo sé. No creo que pueda soportar más a ese parásito – dijo, encendiendo un cigarrillo.

― Seguirá haciéndote chantaje, lo sabes ¿no?

Calenda meneó la cabeza, casi con resignación. Después, se encogió de hombros, como diciendo que así era la vida que le había tocado vivir.

― Yo te ayudaré si lo deseas.

― ¿De verás, Cristo?

― Si, pero solo si me aseguras que estás dispuesta a enfrentarte a tu padre. No servirá de nada lo que pueda sugerir, si no presentas batalla. ¿Comprendes?

― Si, Cristo. Eres mi caballero con armadura – dijo, alargando la mano para atrapar la de Cristo y apretarla dulcemente.

Con una sonrisa, inclinó la cabeza y depositó un par de besitos sobre la pequeña palma del gitano, sumamente agradecida.

CONTINUARÁ…

 

Relato erótico: “EL LEGADO II (26): Visiones del pasado” (POR JANIS)

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Les recuerdo que pueden comentar o contactarme en la.janis@hotmail.es

VISIONES DEL PASADO.

Esto es como una condena. Me encuentro en El Cairo, en uno de los sitios más interesantes del planeta, y tengo que permanecer escondido en esos túneles. Todo lo más, subir a comer en una de las casas del barrio, donde debo sonreír como un bobo sin entender de la misa la mitad.

¡Joder! Podría estar en El Gezirah, en el Semiramis, o el Concorde El Salam, lujosos hoteles en los que dispondría de todo lo que se me antojase. No es que no tenga todo lo que necesite en el barrio islámico… no, es más bien que me gusta tener un poco de intimidad, ¿sabéis?

Pero no me hagáis demasiado caso. Es tan solo el berrinche. No puedo quejarme de nada. Esta gente se ha tirado de sus propias camas para que Nadia y yo durmamos juntos. En un principio, ella intentó hacerles comprender que no éramos pareja, pero aquí nadie parece escucharla cuando habla de esas cosas tan abstractas. ¿Lesbiana? ¿Pareja de hecho? ¿Libre albedrío? La miran como si se hubiera fumado una pipa de opio.

Así que Nadia ha decidido pasar del tema y compartir cama conmigo. Claro que yo tan feliz, no es para menos, pero que conste que me he mantenido siempre en mi rincón… hasta que ella ha cruzado la raya, claro. Es que ambos somos muy débiles para combatir la tentación.

Por lo tanto, hemos llegado al tácito acuerdo de que ella no está engañando a Denisse con otra mujer, y yo… bueno yo soy así, lo sabe hasta el Tato. Como vamos a pasar varias semanas aquí, lo mejor es consolarnos entre los dos, ¿no? Donde hay confianza… da asco, ¿no es así el dicho?

El caso es que cuando nos levantamos de la cama del oráculo, a la mañana siguiente del primer día, Yassin ya no estaba y Ras seguía cabreado, sin hablarme. Así que decidí llamar a España para contar novedades, pero, asombrosamente, nuestros móviles se habían volatilizado. Nadia y yo subimos aquella escalera pétrea que se encontraba al lado de la alcoba y que nos condujo a la trastienda de una carnicería. El tipo de mandil ensangrentado ni siquiera se sobresaltó al vernos surgir de la trampilla del suelo. Siguió despedazando un cordero como si fuese muy habitual que los clientes brotasen del suelo.

Nadia habló con varias personas que pronto se nos acercaron. Estaban allí para atendernos en lo que quisiéramos, pero ninguno podía dejarnos llamar desde un móvil.

― Yassin les ha dejado muy claro que sólo podemos llamar desde un locutorio o esperar a que ella regrese a mediodía. Traerá un teléfono seguro para nosotros – me traduce Nadia.

― ¿Qué pasa? Es que vigila la CIA? – mascullé.

― Peor, el MOSSAD… las comunicaciones no son seguras. ¿Quieres ir a un locutorio?

― ¿Estás de coña? Esperaré.

― Bien. Nos esperan para desayunar – me comentó Nadia, mirando los gestos que le hacía una de las ancianas.

Esto es hospitalidad y no la que te dan en Lourdes. En los días que llevo aquí, he comido en más de una docena de hogares y dormido en al menos cuatro camas distintas. Parece que se nos rifaran entre los vecinos, para ver quien tiene el honor de acogernos.

Cuando Yassin regresó, me encontraba sentado sobre la alfombra de una habitación atestada de tíos. Estábamos hombro con hombro, pasándonos un cachivache lleno de grifa de uno a otro, entre una humareda apestosa. Todos bromeaban y me daban palmadas en la espalda, pero ¿qué queréis que diga? Yo como los tontos, diciendo a todo que sí y dándole caladas a la cosa aquella. Para colmo, obligaron a Nadia a marcharse a otra habitación, donde estaban las mujeres haciendo el almuerzo. Tuve miedo que sacara su “alma mater” – que es como llama a su pistola – y pusiese en fuga a todos aquellos musulmanes.

Me alegré una “hartá” de ver al Oráculo, principalmente por dos motivos: uno, poder alejarme de todas aquellas “atenciones” y, segundo… hombre, Yassin es un dulce para el ojo, que coño.

― ¿Tan jodidas están las comunicaciones en este país? – le pregunté a bocajarro. Ella me sonrió y me hizo una seña con el dedo para que la siguiera.

Subimos hasta una azotea típica, cuadrangular, de muretes bajos y encalados, y tenderetes llenos de ropa secándose. Yassin iba vestida con ropa oscura y amplia, que aunque no era un burka, casi podía pasar por uno. Sin embargo, no llevaba el rostro cubierto. Del interior de sus ropajes, sacó un grueso teléfono que reconocí de inmediato: un aparatejo de uso militar, seguramente de emisión codificada y enlace por satélite. Me lo entregó, diciéndome:

― Es seguro y no se puede rastrear. Úsalo siempre para llamar a Madrid. no te puedes fiar de otro sistema, por el momento.

― Bien, me vale. Creía que en Egipto, las mujeres tenían un poco más de libertad – señalé su ropa.

― Y la tienen, pero estamos en el barrio islámico, hermoso. Hay tradiciones que respetar…

― Ya veo. Tengo que llamar a mi esposa…

― Por supuesto. Le diré a Nadia que suba en un momento para hablar también con su pareja.

― Su novia – detallé, sólo por el placer de verla torcer el gesto, pero no lo hizo. Asintió y descendió la escalera de mano que llevaba a la terraza.

Bueno, no voy a aburriros con la batalla dialéctica que tuve con Katrina. Sólo os diré que el teléfono estuvo a punto de terminar en la otra punta del barrio. Katrina no quería saber nada de fuerzas, de coaliciones, de dioses, ni otras patrañas. Había ido a Egipto a conocer al confidente Maat y lo había hecho. Punto. Me quería en casa al paso, en horas, o vendría en persona a por mí.

Creo que ese humor tiene que ser debido al embarazo y eso me tiene acojonado de verdad. Hasta ahora, es lo único que ha vuelto a resucitar a la antigua Katrina, “la perra”. Todas esas hormonas y enzimas en el torrente sanguíneo han despertado al dragón, y os juro que tiene aún más mala leche que antes… mala leche y experiencia.

Así que tuve que tirar de todas mis reservas de dulzura, buenas palabras, y promesas, para calmarla y hacerle comprender la oportunidad que se nos ha brindado. Bueno, debo decir que Nadia me echó una mano al subir rápidamente a la azotea, y Denisse, ya con el “manos libres” puesto, al otro lado, contribuyó también.

Tras más de una hora de tira y afloja, de explicar mil veces toda la asombrosa historia del Oráculo, y de jurarle que estábamos bien, quedó más o menos convencida del asunto. Sin embargo, quedaban detalles aún al aire, por lo que entregué el teléfono a Nadia y la dejé hablar en privado con su chica. Debo confesar que escapé de mi esposa, sí señor. No disponía de más munición defensiva. No tenía ni idea de cuánto tiempo tendría que quedarme en la tierra de los faraones, ni cómo afectaría todo ello a nuestros propios asuntos. Lo de no alojarme en un buen hotel, tampoco la convencía demasiado. Luego estaba el asunto del cercano parto de Elke y Pam, que variaban días en sus fechas calculadas. Katrina quería saber si estaría de vuelta para el evento, y yo no tenía ni puñetera idea.

¡Claro que quiero asistir al nacimiento de mis hijos! ¡Haré todo lo posible por estar allí! Pero no puedo prometer nada porque no depende en absoluto de mí. Espero que pase pronto la primera fase del embarazo de Katrina. En vez de nauseas y antojos, creo que le ha dado más bien por tomar un Kalashnikov y poner a todo el mundo firme, coño.

Me encontré con Yassin poniendo la mesa, en un estrecho y sobrecargado comedor. Ella me miró y se rió suavemente. Me pregunté si ya conocería la discusión que había tenido con Katrina? No me extrañó en absoluto.

― No parecía muy de acuerdo, ¿verdad? – me dijo.

― No, para nada. Creo que el embarazo le ha cambiado el carácter – me encogí de hombros.

― Claro, tú eres un experto – se cachondeó. Una de las viejas se carcajeó groseramente en mis barbas, cuando levanté los ojos al techo en un gesto de rendición.

― ¿Cuáles son los planes? – pregunté, cambiando de tema.

― Quedarnos aquí.

― Pero… ¿Es broma, no? ¡Yassin, hay que conseguir informes, trazar evaluaciones, planificar un montón de cosas…!

― Sí. Todo se hará aquí – y siguió poniendo vasos sobre la larga mesa, tan tranquila.

Decidí callarme. Ese no era mi día, seguro.

La verdad es que el Oráculo tenía razón. Todo ha sucedido en aquel barrio de gente humilde, bajo los cimientos de sus casas. Han pasado varios días, de hecho, hace ocho ya que nos bajamos del avión. Cada anochecer hemos bajado al templo, en el cual hemos recibido a una multitud de semitas anodinos, que han alabado primero los antiguos dioses y luego nos han detallado sus informes. No importa que sean albañiles, tenderos, esparteros, o servidores públicos; todos ellos han hecho su trabajo con gran meticulosidad y duro empeño. Sus informes son exhaustivos y fieles, y, además, ponen énfasis en ciertos aspectos que los investigadores militares no contemplan.

De esa forma, podemos saber detalles que pueden ser de utilidad según los distintos personajes. El despecho de un ayudante, la profesión del hermano de la amante de un rico anticuario, lo que gasta la esposa de un edil corrupto, o… por ejemplo, en qué tienda se han comprado todas las cerraduras de un bien surtido almacén.

Disponiendo de tanta gente a tu disposición y tan integrada en el tejido social, los informes se suceden sin pausa, y pronto Yassin debe conseguirme ayudantes para filtrar toda esa información. Así que, sin pretenderlo, organizamos una enorme oficina de inteligencia, en la que los agentes son amas de casa, tenderos cotillas, y herméticos mercaderes.

En esos días, he podido darme cuenta de la cantidad de fieles que se entregan a la vieja religión. En un país islámico como Egipto, que puedas contar por miles los seguidores de una religión muerta hace más de mil años, es todo un triunfo. ¿Qué ha llevado a toda esa gente a cambiar de creencia? ¿Con lo arraigada que está su fe en Alá, cómo reniegan de ella para abrazar un culto politeísta?

Para mí es que están hasta los huevos del rollo de los imanes, de los putos ayatollahs, y de todos los vividores que se han colgados a sus chepas desde hace años. Un tema religioso tan fanático, absorbente y prohibitivo debe cansar bastante. Pero el caso es que parecen muy contentos de servir a los antiguos dioses. También hay que decir que los dones del Oráculo convencen a cualquiera, incluso a mí.

No he sido yo muy dado a creer en nada, y aún menos desde que Ras se reveló. Sin embargo, Yassin, con sus sencillas palabras y su propia historia personal, me está convenciendo de la existencia de unas entidades sobrehumanas que llevan miles de años con nosotros. ¿Son dioses, u otra cosa? ¿Alienígenas procedentes de otro mundo? ¿De otro Plano? ¿Del interior de la Tierra? Vete a saber… lo único que sé con seguridad es que si pueden ayudarme con mis enemigos, sin duda les alabaré.

Mi paciencia ha llegado al límite. Desciendo la escalinata hasta el aposento de Yassin y entro sin llamar. Está escribiendo en su portátil. Levanta la mirada y enarca una ceja al verme.

― ¿Necesitas algo, Sergio? – me pregunta. Una camisa azul, desabrochada, cubre su torso, mostrando parte de sus perfectos senos. No puedo ver si lleva algo más cubriendo sus piernas porque la mesa las oculta.

― Sí, tengo que salir de aquí. Voy a volverme loco…

― ¿Claustrofobia?

― Algo parecido. Aburrimiento – apoyo mi trasero sobre la mesa redonda.

― Vale, lo veía venir – sonríe. – Tengo programados unos días de viaje, tú, yo y Nadia, por supuesto.

― ¿Ah, sí? ¿Dónde?

― Tenemos que planear in situ, así que visitaremos otros lugares y te enseñaré tanto la sociedad actual de Egipto como los lugares ancestrales. ¿No es lo que querías?

Ya debería saber que no puedo esconderle nada. Ve casi todo lo que yo veo, y conoce lo que pienso.

― No sólo de ti, chico. Recuerda que la bella flor puede oírme como tú.

Yassin asiente, con una sonrisa, pero no contesta. No me molesto en pensar la contestación, sino que la digo en voz alta.

― ¿Se te ha pasado el enfado, viejo?

― La sorpresa me abrumó. No estoy acostumbrado a que mis palabras sean escuchadas por otra persona que no seas tú. Pero, ahora, con más calma, me siento halagado.

― ¿Halagado? – Esta vez es ella la que pregunta.

― Sí. De nuevo tengo la oportunidad de charlar y codearme con una bella dama, ¿no es cierto’

Sonrío con alivio. Ras está aprovechando la situación para desempolvar su compendio de seducción. Puedo entenderlo, por supuesto, hace más de cien años que no le ha tirado los tejos a una mujer, literalmente.

― ¿Dónde iremos? – vuelvo a la proposición del Oráculo.

― Oh, sí… mañana viajaremos a Giza, a visitar las pirámides y la Esfinge, por supuesto. Venir a El Cairo y no verlas es pecado – no me gusta su tono; es como si se estuviera cachondeando de mí. – También visitaremos el museo de antigüedades. Después, nos trasladaremos a Luxor, y más tarde, a Asuán. ¿Qué te parece?

― Por mí está bien – me inclino hacia ella, buscando conectar mis labios. Su índice se posa sobre mi boca, frenándome.

― ¿Cómo te encuentras? – me pregunta.

― Muy bien, ¿por qué?

― La bendición de los viejos dioses ha debido empezar a afectarte… ¿Sientes algo extraño? Por muy nimio que parezca… — me mira intensamente con esos tremendos ojos que cambian de color cuando menos te lo esperas.

― Pues… no sé. Me siento en forma, muy dinámico. Por eso estoy loco por salir de aquí. Duermo poco y estoy todo el día muy activo, como con las pilas a tope, ya sabes…

― Yo también siento cosas…

― ¿Tú? – se asombra ella. — ¿Qué sientes, Rasputín?

― Las percepciones que comparto con Sergio se han disparado, aumentando exponencialmente. Controlo sus sentidos como nunca lo he hecho.

― No me esperaba algo así. No creí que el alma de Rasputín fuera afectada por la bendición. Él no es humano ya – comenta ella.

― Pero vive y actúa dentro de un humano, ¿no? Si yo soy afectado de alguna manera, tiene que modificar su percepción de sentir la vida a través de mí.

― Es cierto.

― Y lógico – admite Yassin. – Debéis estar al tanto de los cambios, pues estos suceden a medida que el entorno y las condiciones de vida influyen sobre tu cuerpo y mente. En estos días, has estado inmerso en un ambiente protegido y calmo, por lo que las bendiciones apenas han actuado, pero…

― Pero si me expongo a situaciones estresantes, puedo cambiar de repente, ¿a eso te refieres? – termino.

― Sí.

― ¿Me transformaré en un hombre lagarto o algo así? – bromeo.

― No, nada tan extremo. Sólo reaccionaras al medio, eso es todo – me contesta antes de volver en lo que sea que esté trabajando.

* * * * * * * *

No he sentido el calor de Egipto hasta que hemos llegado a la llanura de Giza. A pesar de estar en marzo, el sol aprieta fuerte y el viento transporta granos de arena y polvo que nos reseca la boca. Aún así, vale la pena situarse a la sombra de esas magníficas construcciones. Contemplar tan titánica obra, ingeniada por los que creíamos unos antepasados atrasados y faltos de inventiva, me hace sentirme pequeño e insignificante.

En el momento en que nos hemos bajado del coche en la necrópolis de Giza, un jovencito llamado Tessi se acercó a Yassin y le tomó las manos, apoyando su frente sobre el dorso de ambas, en señal de respeto. El niño no tiene más de doce años y se muestra como todo un pilluelo buscavidas. Vende fotografías, mapas, refrescos fríos, tabaco, y sirve de guía por un precio acordado. Sin embargo, no nos pidió ni una piastra, y no se despegó de nosotros, ayudándonos en todo.

Sacó fotos de Nadia contra la pirámide de Keops, o apoyada en la Gran esfinge. Tomó otras de los tres, como si Yassin, Nadia y yo fuéramos turistas normales y corrientes. Debo decir que Yassin viste a la usanza europea, con un pantalón caqui bien ajustado a sus piernas y caderas, así como una camisa de amplios bolsillos. Lleva sus trenzas recogidas bajo un pañuelo y porta un amplio sombrero para protegerse del sol, al igual que nosotros.

Cuando le pedí a Tessi que le sacara un par de fotos a Yassin, a solas, el niño fue a pedirle permiso, con los ojos bajos, demostrándome la importancia que el Oráculo tiene para su gente. Sin que nadie le dijera nada, nos trajo, a media mañana varios refrescos y pedacitos de fruta que nos revitalizó. No quiso aceptar el billete de diez libras egipcias que intenté darle y se mostró ofendido cuando insistí. Yassin movió negativamente para que no siguiera por ese camino.

Ha llegado el momento de entrar en la gran pirámide y mi corazón se acelera por la emoción. Incluso Ras está impaciente. El niño se queda fuera, enfrascado en su negocio habitual. A medida que ascendemos por la larga rampa de madera con travesaños que conduce a la Gran Galería, el olor del interior de la pirámide llena mis pulmones. No puede decirse que sea una atmósfera viciada ni antigua, dados los canales de respiración que existen, pero contiene algo que acaba afectándome, algo que me recuerda al pasado.

La visión se me hace borrosa, las estrechas paredes del pasadizo amenazan con cerrarse del todo, y comienzo a sudar como un cerdo, empapando la camisa. Nadia se da cuenta y hace que me apoye en ella hasta llegar a la Cámara del rey. Allí, con disimulo ya que llevamos un grupo de ruidosos belgas con nosotros, me deja apoyado contra un muro granítico.

En ese momento, las visiones me alcanzan y me pierdo en ellas.

Ya no estoy en el interior de la pirámide, sino debajo de una tela sujeta por mástiles y que me da sombra. Hay polvo por todas partes y hace calor, mucho calor. Varios hombres me rodean, vestidos con túnicas livianas, e inclinados sobre una mesa cubierta de croquis y dibujos. Tienen la tez cetrina pero no se parecen en absoluto a los egipcios de ahora. Algunos ni siquiera parecen semitas. Sus ojos oscuros están perfilados de negro y portan muchos adornos en el cuello, lóbulos e incluso en sus cabellos aceitados.

¡Son antiguos egipcios! Me miro las manos, con una clara intuición mordiéndome el vientre. Llevo las muñecas enfundadas en unos brazaletes de brillante cobre y un grueso anillo con una piedra de jade en el dedo. Porto sandalias de cuero y visto una especie de falda de lino hasta la rodilla. ¿Quién coño soy?

― Cálmate… es una visión – la voz de Ras me tranquiliza. – Pero tan nítida como jamás la he tenido.

― Ya se nota que es nítida, joder. Me he quedado a cuadros – murmuro, mirando aquellos hombres que parlotean en un idioma desconocido.

― Creo que estamos asistiendo a la construcción de la pirámide.

Me doy cuenta que tiene razón. Fuera del pabellón de tela, la visión se aclara, permitiéndome ver parte del exterior. Estamos en el desierto y hay gente trabajando en el polvo. Paso al lado de los hombres reunidos sin que éstos se dignen mirarme, y me asomo afuera. El impacto en mi mente es brutal. He visto escenas parecidas en películas, me he tragado documentales en los que se explicaba la teoría sobre la construcción de la Gran Pirámide, casi paso a paso. Incluso hice un trabajo para clase sobre ello… pero…

¡Allí no hay nada de eso! Una gran rampa de tierra, de más de un kilómetro de larga, sube en una poca pronunciada pendiente hasta un enorme agujero, situado en una de las caras de la pirámide, que se encuentra a medio levantar. Los obreros cantan y parecen estar de fiesta, hablando los unos con los otros mientras realizan tareas ciclópeas, como si nada. ¿Dónde están las cuadrillas de trabajadores empujando sillares? ¿Dónde están las tan cacareadas grúas de madera que Herodoto describió? ¿Y los duros capataces? ¿Los golpes de látigo al aire? ¿Los bueyes arrastrando pesadas cargas?

¡No están! Sólo hay tipos sonrientes y flacos que parecen putos Supermanes, arrastrando en pareja sillares de dos toneladas rampa arriba. ¡Dos hombres tan sólo para una de esas pesadas piedras! Hay mujeres repartiendo agua por doquier, y los hombres se detienen a charlar con ellas, tirando de las gruesas maromas de cáñamo que sujetan su colosal carga.

Una rampa interior en espiral, flanquea los muros de la pirámide. Los materiales entran al interior a través del gran boquete que está en una de las caras, y son arrastrados a la altura deseada a través de esa rampa interna. A la altura en que están trabajando, una docena de hombres se dedican a incorporar perfectamente los sillares que llegan, junto a sus hermanos ya colocados. Unos, armados de cinceles y mazos, nivelan la superficie para que encajen al milímetro; otros levantan el bloque usando cuerdas, y unos terceros, lo empujan hasta situarlo en el lugar indicado. Es como si estuvieran jugando al Lego, pero con piezas para gigantes, sólo que no parecen pesarles o, más bien, como si dispusieran de una fuerza y resistencia más allá de lo humano.

Ni siquiera los trabajadores son millares. Se suponía que los agricultores de las plantaciones de las márgenes del Nilo se convertían en obreros constructores en los meses en que el río se desbordaba, y esto parece confirmarlo, pero sólo son unos pocos de cientos. Sin embargo, hacen el trabajo de miles…

― Efectivamente, Elegido.

La nueva voz es como el chirrido de un pájaro enorme, y hace que cada uno de mis nervios tiemble y se agite. Ras barbota una salvaje maldición, impulsándome a girarme a toda velocidad.

Uno de los hombres que se encuentran inclinados sobre los planos de la mesa, alza la cabeza, mirándome, sólo que ya no es una cabeza humana, sino la de un enorme halcón, mientras que su cuerpo sigue siendo humano.

― ¡Horus! – exclama Ras, usando mi propia garganta.

― Así es, Monje. Bienvenidos a los recuerdos comunes de los dioses – cada palabra que pronuncia es como si me picoteara el cerebro.

― Retírate, Sergio. Deja que yo me encargue. A mí no me afecta. ¡Pasa a segundo plano, idiota!

No me queda otra más que obedecerle y me dejo hundir hasta un rincón seguro y tranquilo, en el que puedo observar sin sufrir.

― ¿Qué estamos viendo?

― Al arquitecto Hemiunu dirigir la colosal obra de Keops, por supuesto.

― ¿Por qué vemos esos hombres hacer el trabajo como titanes? ¿Acaso es una simplificación de la obra?

― En absoluto – se ríe el dios de cabeza de halcón, de forma siniestra. – Todo sucedió así, tal como lo estáis viendo.

― ¡No es posible!

― Sí lo es, y lo estás descubriendo a tu pesar. Es la única explicación factible a todas las preguntas hechas por los hombres a lo largo de los tiempos. ¿De qué otra forma podría haberse terminado esta obra, sin poner en peligro el futuro de esta tierra desértica? Aquí no hay madera para levantar postes ni aparejos, ni suficientes hombres para trabajar en una obra así, sin abandonar los campos. ¿Trabajar tres meses al año y acabar la obra en veinte años? ¿A qué idiota se le ocurrió esa teoría?

― A Herodoto, un historiador griego.

― ¡Un iluso!

― Entonces… ¿Fuisteis los dioses quienes prestasteis vuestro poder? ¿Ayudasteis a construir la Gran Pirámide?

― Les dimos nuestra bendición, como se la hemos dado al Elegido. Gracias a ella, sus cuerpos se fortalecían durante los meses que trabajaban en la obra. Después, revertían a la normalidad para reponerse hasta el año siguiente. Cuando llegue el momento, Sergio también podrá llevar a cabo asombrosas tareas. Pero no sólo les otorgamos nuestras bendiciones, sino también el saber, los cálculos necesarios para levantar ésta y otras construcciones. ¿Acaso no es evidente que esto va más allá de erigir una mega construcción?

― Sí, ya conozco la relación con la constelación de Sirio, la disposición de las pirámides con el eje de la Tierra, y las demás anormalidades que contiene la Gran Pirámide.

― El pueblo egipcio se adaptó enseguida a la sabiduría que le entregamos, pero no fue quien la desarrolló. Cuando desaparecimos, también lo hizo la sabiduría que le elevaba por encima de otros pueblos.

― ¿Y por qué desaparecisteis?

― No es el momento de hablar de eso, Monje – el tono de Horus fue tajante. – Recuérdale al Elegido lo que ha visto… recuerda…

― ¡Sergio, Sergio! – el tono urgente de Nadia entra en mi cabeza, sacándome del rincón oscuro en que he estado postrado.

Su mano está sacudiendo mi mejilla y no precisamente con caricias. Su voz denota preocupación.

― Ya, ya estoy… ¡Deja de hostiarme, coño! – gruño, abriendo los ojos.

Nadia está inclinada sobre mí, el ceño fruncido, la verde mirada chispeando. Detrás, Yassin tiene los brazos cruzados y se mordisquea una uña, pensativa. Los belgas cuchichean entre ellos, mirándome de reojo.

― Tengo claustrofobia. No pasa nada – les tranquilizo, agitando una mano. No sé si me han entendido. Que les den. – Tengo que salir de aquí.

Yassin asiente con la cabeza y Nadia intenta ayudarme a bajar la pendiente de madera. Me deshago de ella y bajo corriendo, dejándolas atrás. El impulso de salir me puede, y no sé por qué. Nunca he tenido claustrofobia, aunque tampoco había estado nunca en la Pirámide de Keops. Pero intuyo que es algo más bien relacionado con lo que he visto en el interior.

Cuando Yassin y Nadia salen al exterior, estoy sentado en el chiringuito de Tessi, bebiéndome una limonada y digiriendo todo lo que me cuenta Ras, quien se calla al aparecer el Oráculo. Como si sirviera de algo.

― ¿Qué te ha pasado en el interior, patrón?

― Ras ha tenido unas palabras con Horus – mascullo, dejando a Yassin con la boca abierta. — ¿No lo has visto tú, Oráculo? – le preguntó con un tono ácido.

― ¿Horus? No… no siempre veo cosas a la vez que tú, Sergio. Muchas veces lo hago después, en sueños – me dice, recomponiéndose.

― Ya. Pues el dios de cabeza de pájaro nos ha mostrado gentilmente la construcción de la Gran Pirámide.

― ¿Qué? ¿De veras? – exclaman las dos, cada una por un motivo distinto, claro.

― Y debo decir que jamás os imaginaríais cómo se construyó… ni de coña – digo, apurando el refresco. – Tus dioses me dan la impresión de no proceder de la imaginación humana, Yassin. Tienen toda la pinta de venir de un sitio lejano – y mi pulgar señala el cielo.

― Aún así, son dioses – se encoge de hombros y debo reconocer que tiene razón. ¡Qué importa de dónde vengan si demuestran tener poder y dones sobrehumanos!

― ¿Qué hacemos? ¿Te sientes con ánimos de seguir viendo pirámides? – pregunta Nadia, cambiando la conversación.

― No, la verdad es que no.

― Podemos ir a Luxor. En unas tres horas podríamos… – interviene Yassin.

― Nanay. No voy, al menos hoy – refunfuño como un crío.

********

La bendición de los antiguos dioses no sólo me ha cambiado a mí, tal y como dijo Horus en la visión que me impactó la semana pasada, sino que también ha cambiado a Ras y su relación simbiótica conmigo. Aún no he podido comprobar los cambios y mejoras que se han producido en mi cuerpo – ni tampoco he tenido ganas, la verdad –, pero sí hemos notado el aumento de las percepciones del viejo, y lo han hecho de forma exagerada. Debo tener cuidado con los dones que compartimos, ya que parecen haber crecido tanto que hay veces que escapan a mi control. Hablo de la mirada de basilisco, las intuiciones que nos embargan, el control de los sentidos… todo está magnificado, y es tan sencillo caer en la tentación…

Al día siguiente de nuestra visita a Giza, de mejor humor esta vez, hemos visitado el templo de Karnak y el de Luxor, en la antigua Tebas. Allí sí que estamos en el puto desierto, a cuarenta grados, sobre todo cuando paseamos por el Valle de los reyes y fuimos a ver los Colosos de Memnón.

De allí, partimos hacia Asuán al tercer día; tres días de reuniones secretas y más informes. Llegamos a Asuán al atardecer. Como en Luxor, un grupo de familias nos dio hospitalidad. El Oráculo fue requerido para asistir a un rito funerario y partió sola durante buena parte de la noche. Esa es otra cosa que me ha llamado mucho la atención del nuevo culto egipcio: los ritos de embalsamamiento y la creencia en una nueva vida ligada al cuerpo mortal, en otro Plano. Al parecer, han recuperado la técnica que usaban los antiguos embalsamadores, y la han mejorado con las nuevas tecnologías. He tenido la oportunidad de ver uno de los cadáveres ya preparados y a punto de ser cerrado en el sarcófago de aluminio, y es verdaderamente impresionante.

La lógica avala a estos cultistas. Si durante el tiempo de vida terrenal hemos luchado tanto por nuestros cuerpos, contra enfermedades, lesiones, por mantener la belleza, la plenitud, y la forma física, ¿por qué vamos a deshacernos de ellos en el momento de la muerte, por la esperanza de un alma que nadie ha visto, ni comprobado científicamente? ¿No es mejor quedarnos con el envoltorio que nos ha acompañado a lo largo de nuestra vida, debidamente conservado? Como he dicho, es lógico y factible con las nuevas técnicas, pues no sólo utilizan el método de embalsamamiento. Los más adinerados optan por nuevos métodos, como la crionización, o la conservación en un ambiente totalmente aséptico.

Por mi parte, no sé qué pensar de todo ello. Mi cerebro aún está procesando datos sobre la existencia real de estos dioses. La pregunta que más me hago es: ¿Si existen los antiguos dioses egipcios, existen también los demás dioses? El Olimpo griego-romano, el Asgard nórdico, Jehová, Alá, Budá, Kali, Manitú… ¿Pueden estar todos ahí, en un rincón de nuestro universo, esperando a revelarse? Joder, que miedo…

El caso es que me encuentro tumbado en una cama extraña, en una ciudad a orillas del Nilo, dándole vueltas a todo esto. Por otro lado, me digo que debo llamar a casa para interesarme por los últimos días de embarazo de mis chicas y de mi esposa. No quiero que me den una sorpresa de última hora.

― Hay dos chicas delante de la puerta. Están cuchicheando – ahora sí que es difícil sorprender a Ras. – Se trata de la hija mayor de la familia y otra jovencita que no reconozco.

El sonido del picaporte llega hasta mí, junto con un quedo murmullo. Unas risas contenidas y unas sombras que se mueven hasta el interior de la habitación. Entonces, enciendo la luz.

Las chicas se sobresaltan y están a punto de salir corriendo.

― Stop! – exclamo y se quedan clavadas, alcanzadas por mi voluntad. – Come here!

Las observo mientras avanzan hacia la cama. Llevan el oscuro pelo suelto y recién cepillado, y visten unos largos camisones que sólo dejan al descubierto sus descalzos pies. Una de ellas estará cerca de los dieciocho años, y, a pesar del control mental, sonríe, mirándome con ojos oscuros y chispeantes. La otra es más joven, entre los catorce y dieciséis años, con rasgos muy parecidos.

― Sisters? – pregunto, señalándolas.

― Cousins – responde la mayor. Así que primas…

― What are you doing here? – que menos que preguntarles lo que están haciendo en mi cuarto.

― Mi prima quería conocerte. No se creía que fueras tan guapo – traduzco su vacilante inglés.

Sonrío y ellas me imitan, mostrándome grandes paletones y un par de dientes montados, que dotan de verdadera simpatía sus sonrisas. Son bastante atractivas, debo reconocer, y llevo a obligado plan unos cuantos días. No es muy buena idea que estén aquí. Así se lo hago saber.

― Podríais tener problemas si os pillan aquí. Las chicas vírgenes no deben entrar en la habitación de un hombre.

― Eso es para las chicas musulmanas – me contesta la mayor, negando con la cabeza. – Las antiguas tradiciones son más… ¿abiertas?

― Sí, relajadas – comprendo. — ¿Así que podéis buscaros un novio cuando queráis?

― Algo así – se ríe, y le dice algo a su prima, haciéndola reír también. – Es… la oportunidad de conocer al Elegido…

― Bueno, pues ya me habéis visto. Ahora, podéis hacer dos cosas, o marcharos a dormir o subiros a la cama, conmigo…

Se miran la una a la otra, y asienten. Tras eso, se suben a la cama, colocándose una a cada lado de mí. Tímidas no son, vamos.

― ¿Cuántos años tenéis?

― Casi dieciocho – se señala a sí misma la mayor. – Ella quince. Me llamo Yelinda, mi prima Bessaméh.

― Yo Sergio – me presento, golpeando con mi índice la mejilla e, inmediatamente, me da cada una un beso allí. — ¿Y qué pensabais hacer en mi dormitorio?

― ¿Follar? – musita Yelinda, con una irónica sonrisa.

― Sois muy jóvenes – niego con una mano.

― Yo ya he follado con un primo y ella quiere ser mujer ya, no niña – señala a su primita. – El Oráculo dice que tú eres el instrumento de los dioses, así que todo estará bien, ¿no?

Joder con la lógica, coño. En otras palabras, no hacen nada malo si se acuestan conmigo, ya que soy el Elegido. La más joven dice algo en árabe que su prima me traduce al inglés.

― Mi prima dice que es muy buena servidora y que reza todos los días, así que tienes que hacerla mujer.

Eah, así y ya está. ¡Que aprenda la Iglesia! Si crees y rezas, vendrá un señor escogido por tu Dios y te desflorará… ¡Mucho mejor que la Comunión!

Entre risitas, apartan la fina sábana que cubre mis piernas y contemplan mi boxer. Nuevas palabras susurradas entre ellas y sus manos se lanzan a bajarme la prenda íntima. Intento frenarlas pero no sirve de nada, están dispuestas. Se quedan muy quietas al toparse con el tamaño de mi pene. La más pequeña agita una mano varias veces, mientras se ríe en silencio. La otra se muerde el labio inferior en respuesta. Pero no se echan atrás y toman mi miembro con sus manos. Su osadía me gusta.

Tironeo de uno de los camisones, subiéndolo y descubriendo las morenas piernas. Ellas captan la sugerencia y las blancas prendas salen por sus cabezas, demostrándome que no suelen gastar mucho dinero en ropa interior. Están absolutamente desnudas debajo del camisón. Aún cuando sus rasgos son un tanto aniñados, sobre todo en la menor, sus cuerpos no guardan relación. Son rotundos, totalmente desarrollados y, por lo tanto, hermosos. Senos medianos, unos vientres levemente hinchaditos, nalgas levantadas y bien redondas y unos pubis velludos y ansiosos.

Sí tenía alguna duda, se ha esfumado. Las abrazo a cada una con un brazo y las pego a mi cuerpo, al mismo tiempo que me tumbo. Sus bocas quedan al alcance de la mía y alterno los besos de una a otra. Sus manos acarician suavemente mi pecho y mis flancos, mientras sus labios aspiran mi aliento. Bessaméh imita a su prima, pues no tiene experiencia, pero Yelinda, sin duda, ha besado a muchos más que a su primo. Aún así, ambas chicas poseen labios turgentes, cálidos y realmente suaves, hechos para besar. En un momento dado, las dos chicas intentan introducir sus lenguas en mi boca, a la misma vez, haciendo que sus apéndices se rocen entre ellos. Esto conlleva que curioseen un poco más, dándose directamente la lengua.

― ¿Es la primera vez? – pregunto, reconociendo el gesto.

Ellas asienten, mirándome de reojo, sin dejar de jugar con sus lenguas, recostadas sobre mi pecho.

― Bueno, estoy seguro de que cuando acabemos, vais a ser algo más que primas – les digo mientras empujo sus cabezas hacia abajo, en busca de lo que interesa.

Sus dedos y sus bocas se posan, al mismo tiempo, sobre mi pene, cada una ocupada en un extremo. Yelinda chupando mis testículos, Bessaméh atareada con el glande y mi frenillo. Ponen tanto entusiasmo que me hacen suspirar. “Esto es un recibimiento a recordar”, le digo al viejo, quien me sonríe mentalmente.

Contemplo sus cuerpos desnudos, atareados sobre mí, expuestos a la descarnada bombilla que cuelga del techo. Sus largos cabellos azabaches se derraman sobre mis muslos. Sus cabezas se mueven, sinuosas, para llevar sus labios donde atrapar más carne. Sus nalgas se empinan a medida que sus bocas se afanan. Sus lenguas se encuentran entre ellas a medio camino, como si se saludaran al pasar, antes de continuar la tarea.

Están tan entusiasmadas con lo que hacen que si las dejara, estarían toda la noche ocupadas con mi polla. Pero recuerdo que han venido aquí a follar, ¿no es cierto?

Atrapo a Yelinda y aferrándole las muñecas, la subo sobre mi cuerpo, pegando su espalda a mi pecho. Las redondas nalgas se rozan contra mi polla, que está clamando ya por un agujero. Le suelto las muñecas y la abro de piernas, doblándole las rodillas. Su pelvis se tensa al sentir los punterazos de mi pene entre sus muslos. Bessamé, de rodillas, contempla todo el ritual, con ojos llenos de envidia. Penetro lentamente a la chica, que suspira y se estira completamente sobre mí. Su cuello se gira, su boca buscando la mía. Le doy la lengua mientras empujo con las caderas.

Pronto está gimiendo, la vagina colapsada, incapaz de tragar más. Ha entrado más de media, pero está topando casi con su útero. Me retraigo un poco y me deslizo de nuevo. La noto estremecerse. Alargo la mano y atrapo a su prima por el pelo, acostándola sobre ella.

No tengo que indicarle nada. Se fusionan en un apasionado beso mientras sus manos recorren todas las curvas y pliegues femeninos que encuentran. Yo sigo moviéndome despacio y con tiento. Yelinda no tarda mucho en gemir contra la boca de su prima, traspasada por un enorme orgasmo que la remueve por completo.

Su propia prima la quita de en medio. Ella también quiere lo suyo y está más que dispuesta. La dejo que me cabalgue, con sus ojos clavados en los míos. De esa manera, podrá tener control sobre lo que se introduzca en su virginal coñito. Restriego la polla sobre su vulva, poniéndola frenética. Se moja, se frota, y cierra los ojos, todo a la vez.

No puedo ver a Yelinda con el cuerpo de su prima delante, pero seguramente está observando como empujo la cabeza de mi polla en el interior del coñito. El himen frena mi entrada y me quedo quieto unos segundos. Yelinda le dice algo en árabe y yo intuyó que se refiere a si está preparada. Lo siento, es tarde para eso. Empujo y desgarro. Ese coñito me traga instintivamente y me obligo a dejarle un momento para acostumbrarse. Está tan caliente y húmedo que es realmente delicioso. No sé si la humedad es sangre o Bessaméh es toda una calentona, ya lo veremos más tarde…

La chiquilla es la que empieza a moverse, por su cuenta. La veo mordisquearse el labio una docena de veces y adoptar mohines de molestia y de placer, en completa alternancia. Se lanza a un ritmo mucho más acusado, botando sobre mí. Poco a poco, empujo más polla al interior de su coñito y acepta más que su prima más experimentada. Sus ojos se vuelven, mostrando el blanco, pero no aminora en absoluto. Esa niña se está corriendo y sigue follando. Para que luego hablen de las inexpertas. Por mi parte, ver ese rostro congestionado, con esa boquita jadeante, me lleva al límite.

― ¡Yelinda, sácasela! – exclamo, sin acordarme de los padres dormidos, ni de nada más.

La prima mayor aferra la base de mi pene y empuja las nalgas de su prima. En ese momento, mientras una descabalga y queda a cuatro patas sobre la cama, la otra recibe la emisión de semen en plena cara. Pero no suelta el rabo, ni hablar. Abre más la boca y saca la lengua para recoger lo que brote. Su prima observa atentamente el fenómeno y, cuando Yelinda pasa su lengua por mi glande para limpiarlo, se lanza sobre ella para lamer los restos que quedan en su rostro y labios.

Las veo rodar, lamerse y besarse, todo a la vez. Los dientes de Bessaméh se apoderan de los puntiagudos pezones de su prima y se pasa un buen rato torturándolos, hasta encender de nuevo a Yelinda.

― ¿Veis cómo os decía que ibais a ser algo más que primas? – les digo en castellano, poniéndome de rodillas. – Ahora, Bessaméh, le vas a comer todo ese coñito reluciente, ¿verdad?

Cuando le pongo la mano en la nuca, tirando de ella hacia abajo, me mira y sonríe, como si me entendiese perfectamente. Para mí, que es la más cachonda de las dos.

Empiezo a comprender a los musulmanes y sus costumbres. ¿Qué importa que sus mujeres vayan completamente tapadas por la calle, mientras follen en casa como estas dos hermosuras?

CONTINUARÁ…

 
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